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ArribaAbajoLección XXXI

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo.-Derecho publico.-Derecho criminal


SUMARIO.

1. Consideraciones preliminares.-2. Noción de la criminalidad. Sus elementos.-3. Del DERECHO CRIMINAL. Qué sea.-4. Orígenes del derecho criminal.-5. Su examen.-6. Su extensión y límites.-7. Manifestaciones del derecho criminal. Primera manifestación: Definidora. Segunda manifestación: Represiva. Derecho penal. Tercera manifestación: Reparadora para el agente y para el perjudicado. Derecho penitenciario.-8. Primera manifestación: Del derecho penal. Su origen.-9. A quién corresponde el derecho de penar.

1. Otro de los miembros que constituyen el derecho público es el DERECHO CRIMINAL, conocido generalmente bajo el nombre de DERECHO PENAL.

Perdiéndose en la noche de los tiempos el doble hecho de la criminalidad y de la pena, ni de ello se había ocupado el derecho sino someramente, y como de pasada, ni menos habían venido a formar parte de la ciencia del derecho ni fijado siquiera bajo ese punto de vista la atención de los legisladores. Los hechos enunciados no entran bajo la jurisdicción del derecho, real y científicamente hasta principios del siglo presente; en esa época los hombres de ciencia se fijan en ellos, y en esa época nacen el derecho criminal, el derecho penal, para clasificar unos hechos, para dar condiciones de realización a otros. El derecho criminal, el derecho penal, científicamente hablando, son nuevos, están aún en su primera edad; pero son tan importantes, es tan grande su influencia en la vida del hombre, son tales y de tal naturaleza sus caracteres, tan terribles y aterradores sus efectos, tan santa y elevada su misión, que el hombre de ciencia, el filósofo, el legislador, el hombre de gobierno, no pueden prescindir de estudiarlos con profunda atención, concienzuda y extensamente. Qué así se ha comprendido generalmente, pruébalo, a nuestro ver, el número inmenso de obras que sobre la materia se han escrito en lo que va de siglo; la atención preferente que los hombres de ciencia le han prestado y el número no escaso de Códigos que para fijar el derecho penal concreto se han promulgado.

Nosotros, en este trabajo, no sólo no nos creemos dispensados de tratarlo, sino que lo haremos tal vez con más extensión de lo que a los límites de este libro conviniera, y nos parece que en ello haremos un servicio a la juventud que a la ciencia del derecho se dedica, y para la que nosotros hemos consagrado hace ya más de veinte años nuestros pobres escritos y nuestras constantes vigilias, y creemos hacerles un servicio, porque en medio del copioso manantial de ciencia que en las obras de eminencias como Rossi, Romagnosi, Carmignani, Gioja, Ortolan, y tantos y tantos otros se contiene, creemos que aún queda mucho por hacer antes de que nos acerquemos a la verdad. No se extrañe, pues, que nos extendamos en esta materia, aunque para ello tengamos que ser muy concisos en otras que son de sobra conocidas y en las que apenas se ofrecen dudas ni dificultades.

No son pequeñas, por cierto, las que en el estudio científico del derecho criminal han de suscitarse, ya sea que se trate de definir y clasificar los hechos que deban comprenderse en la categoría de crímenes, ya también en lo referente a la penalidad, su extensión, sus límites y los derechos y deberes que la sociedad tiene respecto a todos estos particulares. Para conseguirlo, para definir el derecho criminal, para poderlo estudiar en todas sus manifestaciones, en todos sus accidentes, en todas sus consecuencias, busquemos los fundamentos en las doctrinas sentadas acerca del derecho en general y de la naturaleza y manera de ser del hombre.

Conviene recordar que, ocupándonos de estudiar al hombre decíamos que éste, en su vida activa y de evolución, así interna como externa, así individual como de relación, aspira al bien y debe realizarlo, porque en el bien consiste su destino ulterior y supremo; pero decíamos también que, efecto de la limitación del ser humano, siendo un conjunto del espíritu infinito, incondicional, y de la materia condicional, finita, limitada, manifestándose aquél por medio de ésta, no poseyendo el hombre tampoco un criterio fijo e invariable de justicia, de bien, solía en ocasiones colocarse en falsas posiciones o relacionarse falsamente también con sus semejantes, y como de la falsa posición en que se coloca, de las falsas relaciones que crea, surge la desarmonía, y ésta es contraria al bien, el mal, esto es, la noción antitética, negativa, aparece y produce sus fatales consecuencias.

Decíamos también que el mal, como noción antitética negativa, lejos de ser constante, eterna, era temporal, y estaba llamada a desaparecer, y que esto se verificaba mediante una doble elaboración general y particular: general, porque como el destino general es el bien, la generalidad tiende en su desarrollo y evolución a dirigirse a él, apartándose del mal y combatiéndolo; particular, porque el que en su evolución ha producido el mal separándose de su fin supremo y ulterior destino, como tiene necesariamente que volver hacia el bien para realizar su destino, no sólo debe separarse del mal que ha producido y combatirlo, sino que sufrirá como consecuencia del mal producido y del esfuerzo para volver hacia el bien, un dolor más o menos fuerte y enérgico, según que el mal sea más o menos grave.

Tenemos, pues, que el hombre produce el mal, colocándose en falsas posiciones o en relaciones falsas también, y desarmonizando su existencia y manera de ser; que al producirlo, ya sea por una o por otra causa, falta a las leyes supremas del deber moral o del deber social, esto es, comete un acto reprobado y contrario a la realización de su destino individual en el primer caso, y del general en el segundo; que como el hombre no puede prescindir de realizar el bien y apartarse del mal, y como al rehacerse el hombre no puede menos de experimentar un sufrimiento, éste será individual e interno, cuando el mal producido sea sólo individual; pero será, aunque individual también, externo, cuando el mal se haya exteriorizado e influido en contra de los demás seres sus semejantes.

Si buscáramos pruebas de estos asertos, las hallaríamos sin gran dificultad con sólo fijarnos un punto en la vida activa del hombre, y es tan universal la teoría, que alcanza a todas las manifestaciones de la vida. Así, en la vida puramente física y material, cuando el hombre, contrariando las leyes eternas de su existencia, produce el mal, el dolor físico le anuncia que ha torcido su camino, que ha contrariado su fin, y el dolor no le abandona mientras no vuelve al sendero que conduce a la realización del bien físico, cuando el mal producido es un mal moral; cuando la ley vulnerada, es la del espíritu, también el dolor que se llama remordimiento le avisa y le acompaña con extraña insistencia; pero hay una inmensa diferencia entre los efectos del mal físico y del mal moral; el dolor que aquél produce no prolonga su existencia más allá del mal producido; desde el momento que el mal físico cesa, el dolor físico cesa también; pero cuando el dolor es producto de un mal moral, no cesa, aunque el agente haya vuelto al bien, sino que deja siempre en el alma un triste reato; el remordimiento, como todas las nociones espirituales, lleva constantemente el carácter de perpetuidad. Entre el mal puramente físico y el espiritual, aparece como una nueva aparición el mal de derecho, esto es, aquel cuyos resultados, como hijos de las falsas relaciones en que el hombre se coloca con sus semejantes, no sólo puede torcer la vida del individuo que le comete, y es rémora para que cumpla su destino individual, sino que al mismo tiempo alcanza a otros hombres, hace recaer sobre ellos los efectos de la acción destructora del bien o al bien contraria, y se convierte en un obstáculo para la realización del destino de aquéllos o la evita por completo. En esta doble aparición del mal, que hiere al propio tiempo al agente y a terceras personas, el dolor debe ostentar necesariamente un doble carácter; individual, porque el individuo produjo el mal y debe por sí mismo combatirlo, individual en cuanto a la persona que lo sufre, pero general en cuanto a las que lo imponen y al efecto que debe producir, toda vez que si sólo debe sufrirlo el que le ha originado, todo el que ha sufrido sus tristes consecuencias, y la sociedad, mejor dicho, el Estado, en nombre de la generalidad, no sólo obligan al infractor a que vuelva a su punto de partida convirtiendo en bien el mal producido, sino a que cuanto sea posible no vuelva a ser rémora ni obstáculo para la realización de fines generales del hombre.

2. Dedúcese de lo dicho, que para que exista criminalidad, se hace necesario que los hechos productores del mal sean externos y que afecten, no sólo al que los realiza, sino a terceras personas que no han tenido parte; mientras los hechos productores del mal son puramente internos, mientras no dañan más que al agente, mientras que sólo violen la ley moral, el hecho será un pecado, pero no un crimen; sólo merecerá este nombre cuando la violación sea del derecho, externa en sus efectos y manifestación y afectando a terceras personas; pero no basta con esto, la criminalidad, para serlo realmente, ha de reunir otros elementos; no todo mal, sea cual sea su extensión, afecte a quien afecte, produzca los resultados que produzca, podrá ser crimen, es necesario que el agente haya verificado el acto libre y voluntariamente y con conciencia, esto es, que conozca que el acto de que se trata va a producir un mal, que, por lo tanto, es contrario a la ley general de la existencia, que conozca la ley que por ese acto va a violar, que haya querido, realizando el acto, violar la ley, y que lo haya realizado con plena y absoluta libertad; si no ha intervenido la conciencia, si el hombre obraba sin saber lo que hacía, si su libertad estaba cohibida de modo tal que no podía proceder de otra manera, si obraba contra su voluntad, el mal realizado podrá ser muy grave, en alto grado perjudicial al agente o a un tercero, pero no será un crimen, no podrá exigirse responsabilidad al agente, como no se le puede exigir a la piedra que por su gravedad se derrumba y mata a un hombre, como no se le puede exigir al león que le devora, y es que, como hemos dicho con repetición, el hombre deja de serlo desde el momento que obra fatalmente, y donde la fatalidad existe, la responsabilidad cesa por completo y en absoluto.

Los elementos constitutivos de la criminalidad se referirán, por lo tanto, al hecho y al agente; por razón del hecho, éste ha de ser contrario a una ley, colocar, por lo mismo, al hombre en falsa posición o en relaciones falsas, desarmonizar su existencia y producir el mal; debe exteriorizarse y ser tal que recaiga sobre una tercera personalidad y la afecte, ya impidiéndole que realice el bien en que consiste su destino, ya poniéndole obstáculos para su realización: por razón del agente, éste ha de obrar con plena conciencia, con libertad, con voluntad. Cuando se reúnen todos estos elementos, entonces puede decirse que es cuando la verdadera criminalidad existe, y cuando los hechos que la constituyen pueden ser objeto del derecho; si faltan todas o alguna de ellas, no habrá verdadera criminalidad, por más que se haya producido un mal físico o moral, por más que pueda afectar al agente o a terceras personas.

Como ya hemos indicado, cuando el mal no se exterioriza ni se relaciona con la existencia de un tercero, cuando sólo recae sobre el individuo que lo realiza separándolo de la consecución de su destino individual, por muy reprensible que el acto sea no puede tener otra sanción que la sanción interna de la conciencia, ni existe más poder para separar al hombre del mal producido y hacerle volver de nuevo al bien, de que nunca debió apartarse, que la razón individual y la ley moral; pero, cuando exteriorizándose el mal, recayendo sobre otra persona que la que lo ejecuta, le impide el cumplimiento de su destino, como éste es parte integrante del destino general colectivo, como ni es ni puede ser indiferente que ese destino general se cumpla o deje de cumplirse, como para que esto se verifique en el general es necesario que todos los fines parciales e individuales se realicen, y como es necesaria una razón superior que conozca, que juzgue, que decida y que obligue al agente productor del mal a encerrarse en su esfera propia de acción, corresponde al Estado la alta e importante misión que en la vida puramente individual correspondía a la razón del individuo.

Basta, pues, lo dicho para que podamos definir el derecho criminal, toda vez que siendo, como acabamos de decir, el Estado, la razón colectiva que imponiéndose a la individual, y dirigiéndola ha de obligar al hombre que causó un mal a volver sobre sus pasos reconstituyendo cuanto esto es posible la situación originada por él y dirigiéndola hacia el bien, es claro que para conseguir esto necesita hallar condiciones en virtud de las que pueda obrar con conciencia deliberada y llegar al resultado práctico y positivo a que aspira.

3. Así, pues, podremos definir el DERECHO CRIMINAL: La reunión de condiciones racionales en virtud de las que el ESTADO conoce y define los hechos que en la vida de relación producen un mal, que afectando a personas distintas del agente productor y vulnerando sus derechos, las perjudica, y corrige el mal, compeliendo al que lo realizó hacia el bien, e imponiéndole el consiguiente sufrimiento.

Antes de explicar los términos de esta definición, debemos explicar nuestra tecnología; generalmente al derecho que presta condiciones para definir los delitos y penarlos se le ha llamado derecho penal, porque hasta ahora la ciencia, el derecho concreto y los poderes sociales se han ocupado mucho más de la pena que de los hechos por virtud de los que debía aplicarse; nosotros no podemos estar conformes con esa manera de ver; creemos que lo primero, lo más importante es conocer, definir, aquilatar los actos productores de mal, con todas sus circunstancias, con todos sus elementos, así relativos al hecho en sí como a la persona del agente; medir, apreciar los efectos que pueden producir al que es objeto del hecho reprobado, y al ente colectivo, sociedad, de que forma parte; ver cómo la desarmonía introducida, el desorden causado, el mal producido, pueden reconstituirse en el bien, qué misión corresponde en este trabajo de armonización, de orden, de destrucción del mal, al agente que lo produjo y al Estado que más o menos directamente sufre sus consecuencias, y cuál debe ser, en fin, el sufrimiento que a la infracción de una ley, al mal cometido, debe acompañar, y cuáles los medios de que al par que ese sufrimiento, reato necesario de la desarmonía introducida, vuelva el que la introdujo al bien de que jamás debió apartarse: estas consideraciones son las que nos han movido a tomar como genérica la noción de criminalidad, y como consecuencia, o secundaria, la de penalidad, y por eso nosotros llamamos a la reunión de condiciones que nos van a ocupar en esta lección derecho criminal y no derecho penal. Legitimada así la tecnología que hemos de usar, tratemos de explicar brevemente la definición que del derecho criminal hemos dado en el párrafo precedente.

Decimos reunión de condiciones racionales, porque a esto se llama derecho, y de un derecho vamos a ocuparnos, y es claro que éste ha de tener todos los elementos, todas las cualidades esenciales que al hablar del derecho en absoluto y en general indicamos: por eso decimos racionales, pues en esta palabra encerramos todas las cualidades de conciencia, libertad y voluntad, que, como vimos, son esenciales a la noción del derecho.

Por las que el Estado conoce y define los hechos que en la vida de relación producen el mal.

Como recordaremos, siempre que una individualidad se coloca frente a otra individualidad, como sólo a la razón es dado resolver las cuestiones que surgen entre seres racionales, pero como para imponerse es necesario superioridad de parte de quien se impone, inferioridad de parte de quien sufre la imposición, y la razón de un individuo sea esencialmente igual a la de otro individuo, sólo al Estado, representante de la razón general, superior por lo tanto a la razón individual, corresponde imponerse a ésta, y como los hechos de que se trata sean tales que produzcan siempre conflagración entre dos individualidades, es claro que sólo al Estado toca conocer de ellos y definirlos, esto es, hacerlos conocer a todos para que puedan obrar con entera conciencia, y ser, por lo tanto, responsables. Que en la vida de relación producen el mal, ya lo hemos dicho, mientras el mal producido sea puramente individual; mientras no salga del agente ni produzca resultados para un tercero, será un mal físico o moral muy grave, muy fatal, muy desarmonizador; pero no caerá bajo el poder del derecho, no será el Estado el que deba conocer de él, definirlo ni corregirlo; no hay contraposición, no se ha exteriorizado el acto, no se ha relacionado la actividad de un ser con la de otro ser; nada puede hacer la razón colectiva, todo corresponde a la individual.

Afectando a distintas personas que el agente productor, porque mientras sólo a éste afecte, como el hombre es árbitro de realizar o de no realizar su destino, porque es libre y sólo es por ello moralmente responsable, el Estado no puede compelerlo sin ejercer un acto de despotismo reprensible, toda vez que para ello tendría que inmiscuirse en el vedado terreno de la conciencia y de la vida íntima; pero desde el momento en que los actos en cuestión afectan a terceras personas, desde el momento en que el mal por nosotros producido las perjudica, como no podemos ser árbitros de la existencia ni de los destinos de nuestros semejantes, la responsabilidad es externa, como el acto que la motiva, y el Estado, como razón general, puede conocer del segundo y exigir la primera.

Corrige el mal compeliendo al que lo realizó al bien, e imponiéndole el consiguiente sufrimiento: no consiste sólo la misión del Estado en conocer y definir los hechos, para que siendo de todos conocidos a la vez, así como la sanción que los acompaña, pueda exigirse la responsabilidad, no; va más lejos, corrige el mal, esto es, reconstituye cuanto es posible el resultado de esos hechos, trata de cortar la desarmonía, el desequilibrio, el desorden producido, no sólo respecto a la persona que ha sufrido directa o indirectamente las consecuencias de un acto que no es suyo, de un hecho que no ha practicado, sino también respecto de aquél que lo realizó, sólo que de distinta manera; para la víctima, volviéndole, si es factible, todas las condiciones de que el crimen le privara; para el agente, compeliéndole, obligándole a abandonar la senda del mal que sigue, y a dirigirse al bien que jamás debió abandonar, porque ni es árbitro del destino particular de los demás seres, ni del general del ente colectivo. E imponiéndole el consiguiente sufrimiento: hemos dicho que en todos los casos en que el hombre produce el mal, su vuelta hacia el bien, ese cambio de dirección radical y profundo, no se hace sin sufrimientos, porque como el mal que por punto general reconoce como causa impulsiva una fuerza puramente material, aunque procure la satisfacción momentánea de esa fuerza, y por lo tanto, un placer, trayendo en pos de sí la desarmonía, tiene que producir desequilibrios fatales; la vuelta al bien no se hace sin haber pasado por los sufrimientos anejos a toda perturbación, a todo desorden, y esto que en el mundo físico es infalible, porque tras la perturbación física, el mal, viene el sufrimiento físico; en el mundo de la razón es igualmente cierto, y no podía menos de serlo en el mundo del derecho, sólo que así como en el físico el sufrimiento es físico e impuesto por la naturaleza física, en el racional está impuesto por la razón individual, y en el de derecho o vida de relación por la razón colectiva, Estado.

4. Apenas el derecho penal fue conocido, apenas de los hechos que formaban su primitiva manifestación se apoderó la ciencia, no pudo menos de llamar la atención su inmensa importancia y la no menos inmensa influencia que había de tener en la vida colectiva, y al par lo grave, severo y terrible de su misión. Estas consideraciones son más que sobradas para que se haya tratado de legitimarlo plena y cumplidamente, y para ello se ha querido ante todo fijar el origen de este derecho, demostrar que compete al poder social, y que lejos de extralimitarse aplicándolo, obra dentro del círculo de sus atribuciones, y legítimamente por lo tanto.

Como nosotros sólo consideramos el derecho penal como una parte del criminal, dejaremos el estudio de los distintos sistemas que para fijar el origen de aquél se han ideado, y nos ocuparemos ahora de fijar el origen de éste.

Sabemos ya qué sea el derecho criminal, ¿cuál será su origen? ¿Lo deberá por ventura a un acto de la voluntad social generalmente formulado? ¿Será atributo del poder social que se sobreponga a la libertad humana y la cohíba y restrinja? Que el origen del derecho criminal no está en la voluntad del poder social, fácilmente se concibe; todos los actos humanos que caen bajo el imperio de esta rama del derecho se han verificado por el hombre voluntaria, libre y racionalmente, puesto que si alguna de estas cualidades les faltan, no sólo desaparece la responsabilidad sino la criminalidad del acto, este será fatal, y los actos fatales no constituyen crímenes; si, pues, los elementos constitutivos, integrales, del acto son voluntad, libertad, razón, para apoderarse de esos actos, para imponerse al agente que los produjo, es necesario que el que se apodere de ellos, que el que se imponga tenga por lo menos cualidades análogas y superiores a las que a los actos en cuestión acompañan; por lo tanto, la voluntad no basta para sobreponerse a lo que además de ser voluntario es libre y racional; la voluntad, pues, del ente colectivo, no puede ser origen del derecho criminal. Tampoco puede tenerlo en que el poder social se sobreponga a la libertad y la cohíba y restrinja, porque el poder no tiene, no puede tener, ese atributo, toda vez que su misión, aunque se extienda a dirigir y aun a restringir el uso de la libertad individual en casos dados, no se encierra sólo en esto el derecho criminal, y por otra parte, esa restricción de la libertad tiene que hacerse siempre racionalmente. ¿Dónde, pues, buscaremos el origen del derecho criminal? No es difícil resolver la cuestión si se tiene en cuenta cuánto llevamos expuesto. El derecho criminal tiene su origen en el derecho absoluto, y por ello en la razón. Veamos cómo.

El derecho, considerado en su faz absoluta como derecho racional, es la reunión de condiciones en virtud de las cuales el hombre se desenvuelve y realiza su destino; pero como el destino del hombre es individual y general, parcial y universal, y como el general y el universal se componen de los destinos individuales y parciales, la realización de éstos es necesaria e indispensable para la de aquéllos, y todo lo que se oponga a que los destinos individuales y parciales se cumplan, es contrario al derecho racional: ahora bien, en la necesaria e íntima relación que los hombres tienen entre sí en la vida social, los actos de uno pueden de tal manera influir en la existencia de otro o de otros, que no sólo sean una rémora para la realización de su destino, sino que hasta destruyan ese mismo destino, y como según la razón y el derecho absoluto todo hombre debe realizar su fin, y como siendo los fines individuales parte integrante del general y del universal, no puede ser indiferente que el mal causado por uno destruya o sea obstáculo para la realización del destino de otros; el derecho natural, que es el que presta condiciones externas para ello, las debe prestar también para que los obstáculos producidos por los actos contrarios al derecho de unos y perjudiciales a terceras personas se enmienden y corrijan, y estas condiciones especiales son las que forman en su conjunto el derecho criminal, que tiene, por lo tanto, su origen, en el natural o absoluto, que no puede jamás estar en contradicción ni separarse de sus santas y eternas prescripciones. Basta lo dicho para comprender que el derecho que nos ocupa tiene su origen en la razón, puesto que en la razón se engendra el derecho natural, que a su vez produce el criminal; pero aún puede demostrarse más cumplidamente el origen racional de este derecho.

Al colocarse el hombre en falsa posición, al relacionarse falsamente, lo hace por punto general impelido por los instintos, por las tendencias, por las fuerzas materiales, y se coloca en una situación puramente material, anti-espiritual y anti-racional; pero como el hombre no puede vivir sino sometido y dirigido por la razón, así en su existencia propia como en la relativa, tiene que volver a una existencia racional, bajo el punto de vista de la individualidad y de las relaciones, y como la facultad, el elemento que le obliga a realizar esta evolución, no puede ser otro que la razón, las condiciones en virtud de las que esta evolución se verifica no pueden menos de tener en la razón su origen.

Las ideas sentadas, que pueden considerarse como axiomas científicos, nos han de dar una luz vivísima para resolver los arduos, importantes y difíciles problemas que entraña la criminalidad en todas sus varias manifestaciones.

5. Lo dicho basta para que se comprenda la alta importancia del derecho criminal, que no sólo radica en su alto origen, sino en la amplia esfera de acción que le compete; a él corresponde en primer término y previo el profundo y concienzudo estudio de la naturaleza íntima y esencial del hombre, como ser individual y de relación, la fijación de sus destinos individual, general y universal; el conocimiento de las nociones de bien, de justicia y de derecho; definir, clasificar y aquilatar los actos humanos, que produciendo un mal, pueden entrar bajo el dominio de la criminalidad; buscar e investigar con cuidadoso esmero las causas productoras de esos males para combatirlas, y evitar que los produzcan, los efectos del mal producido para aminorarlos o destruirlos, la responsabilidad e irresponsabilidad del agente, los medios de hacerlo volver al bien de que nunca debió apartarse, y el grado de sufrimiento que esa evolución debía producirle: finalmente, marcar las funciones de la razón, o lo que es lo mismo, hasta donde se extiende el poder del Estado, que es el que debe ejercerlas, como representación general y colectiva de la razón suprema.

6. Dadas la importancia y la misión que el derecho criminal está llamado a llenar, no puede ser indiferente, sino, por el contrario, muy indispensable, señalar su extensión y sus límites, y lo dicho hasta ahora nos permitirá fácilmente indicarlos; el derecho criminal se extiende a todos los actos de la vida externa y de relación del hombre, que produciendo un mal afectan con él a terceras personas que no tuvieron parte en aquéllos; una vez conocidos y definidos esos actos, como objetos del derecho que nos ocupa, éste los califica según su gravedad absoluta o relativa, fija los elementos que deben acompañarles para que puedan producir responsabilidad en el agente, la sanción legal con que en su caso debe adornarlos, el carácter, objeto y efectos de esa sanción, y en fin, los medios de reparación del mal causado.

Aunque a primera vista y por el cuadro que dejamos trazado pudiera creerse que la esfera de acción del derecho criminal era casi indefinida, no es así, sino que tiene sus límites precisos, claros, terminantes, que no le es lícito traspasar. Hemos dicho que sólo le compete la vida externa y de relación; en efecto, si los actos no se exteriorizan, si no salen del santuario inviolable de la conciencia, el derecho es impotente para conocer de ellos y someterlos a su fallo; estos actos entrarán bajo el dominio de la moral, serán crímenes morales, pero no crímenes jurídicos, conocerán y fallarán sobre ellos la razón y la conciencia, por la razón y en la conciencia tendrán la sanción, pero no por las leyes positivas, que mezclándose en ellos, invadiendo lo que es un santuario cerrado para todos, cometería el mayor de los crímenes, y ejercería el más absurdo de los despotismos: pero no basta sólo con que el mal se exteriorice, es necesario que no sea puramente individual para el que lo realiza sólo, es preciso que afecte a un tercero directa o indirecta pero positivamente, bien sea este tercero un individuo o el ente colectivo, sociedad, pues si sólo afecta al agente, la responsabilidad y la sanción no serán de derecho, serán de moral y de razón y conciencia individuales, y véase cómo una de las mayores dificultades prácticas que se han ofrecido al derecho criminal ha sido la de ocuparse del suicidio, que es el crimen más grave que el hombre puede ejecutar en su vida individual externa. En la vida de relación, porque sólo cuando ésta existe es cuando el mal cometido por un individuo puede traducirse en daño de un tercero; mientras la vida de relación no es, mientras los actos de uno, sean los que fueren, no son rémora para que otros realicen su destino, o no lo impidan en absoluto, no pueden ser objeto de la acción jurídica.

Esto, por lo que respecta a la definición y calificación de los hechos y acción que sobre ellos tiene el derecho criminal; pero las limitaciones se extienden a los medios de sanción de que dispone, que no pueden ser contrarios a la moral ni al derecho absoluto, y por lo tanto, destructores de la personalidad humana ni de los demás principios de conocimiento que sirven de base a su existencia de derecho.

7. De lo dicho se deduce que el derecho criminal se manifiesta de muy diversa manera, según que se ocupa de definir ciertos actos, de sancionarlos por medio de un sufrimiento inferido al agente, que al par que impone este sufrimiento repara el mal producido en el agente mismo, compeliéndolo al bien y tratando de evitar que el mal se reproduzca y que el agente vulnere sus deberes, reparando el mal inferido a un tercero, y hasta cierto punto y cuanto es posible, reconstituyendo el mal y daños sufridos.

Primera manifestación, definidora. Ésta puede decirse que es la manifestación filosófica, científica, verdaderamente racional, del derecho criminal, que apoyándose en el absoluto o racional, estudia los actos que a éste se oponen, y por lo tanto, son orígenes de un mal e impedimentos para que un tercero realice su destino: fija el valor de ellos, aprecia las circunstancias y cualidades del agente al realizarlos; los grados de criminalidad que revelan la cuantía del mal causado a la víctima del crimen y al ente colectivo que más o menos directamente sufre también las consecuencias, puesto que la no realización de un destino individual cede en menoscabo del general y del universal: cuando ya ha conocido, definido y fijado perfectamente todo lo relativo a la criminalidad en sí, con relación al agente, al tercero y a la sociedad, que han sido objeto del atentado, busca los medios más a propósito para corregir ese mal en todas sus apariciones y en todos sus efectos, para reconstituir la desarmonía causada, armonizando de nuevo lo que por el acto criminal ha sido perturbado: tomando por base esa misma perturbación, la entidad del daño causado y del mal realizado, las cualidades intencionales del agente y la cuantidad de la reacción necesaria para conseguir la nueva armonización hacia el bien, señala el sufrimiento que a esa reacción debe acompañar, sus caracteres, su extensión, sus límites y los efectos altamente morales y de derecho que debe producir. Este trabajo de altísima importancia, como sin gran dificultad se comprende, produce necesariamente un nuevo orden de conocimientos y es el de las atribuciones, derechos y deberes que en el Poder social se reúnen para que pueda realizar los fines que en la esfera del derecho criminal le competen, de modo tal que conduzca su acción ordenada y racional a la realización del bien.

Esta manifestación del derecho criminal, sin duda la más importante, la más científica y profunda, es la que aún no se ha llenado tal y como debe llenarse; a ello se han opuesto, por una parte la necesidad de conocer en toda su extensión el derecho racional, que ha de servir de base a la manifestación que nos ocupa; la naturaleza humana, en todas sus distintas apariciones, objetos y fines, la de fijar un criterio de todo punto espiritual y racional, por lo tanto, que sirva de término de comparación para que las decisiones del derecho concreto sean justas y verdaderas; por eso esta parte de la ciencia ni pudo ser conocida, ni menos realizada, en el mundo antiguo, ni siquiera el mundo moderno la ha comprendido en toda su integridad hasta casi nuestros días; pero a estas causas, que son generales al derecho, se une otra, tal vez especialísima, del que nos ocupa. Considerándole, como se ha hecho hasta ahora, sólo bajo el punto de vista de la pena, y por lo mismo casi exclusivamente con relación al agente, no elevándose a los principios ni ligándolos con la vida general del hombre, se ha debido mirar, y se ha mirado, con cierto desdén el derecho de penar, porque se ha creído que casi era aplicable exclusivamente a la clase más abyecta de la sociedad, y por lo tanto, que bastaba con investir al Poder social de los medios para exterminar al criminal, o cuando más para ponerlo en condiciones tales que no pueda volver a perturbar la armonía general repitiendo esos hechos reprobados. No se ha comprendido, como hoy ya se comienza a comprender, que ni es ese sólo el aspecto bajo del que deba considerarse el derecho que nos ocupa, ni sólo la persona del criminal la que debe fijar la atención de la ciencia, de la ley y del Poder social, que el conocimiento y organización práctica del derecho criminal a todos afecta, todos sufren sus consecuencias; en efecto, del conocimiento más o menos justo y acertado de los principios que constituyan el derecho criminal depende en gran parte que todos los principios de conocimiento del derecho racional, y todos los derechos absolutos, se realicen con más o menos amplitud; en una palabra, que los fines del hombre, así individuales y parciales, como generales y universales, se cumplan o dejen de cumplirse, porque la personalidad en toda su extensión, la sociabilidad, la propiedad, dependen en gran parte de cómo el derecho criminal se comprende, no sólo porque los atentados de que se ocupa recaen siempre sobre los principios indicados y muy especialmente sobre el de personalidad que los absorbe todos, sino porque la extensión que se dé a los actos que se califican de criminales, la calificación y designación que se haga de las atribuciones del Poder para reprimirlos, corregirlos y hacerlos retroceder hacia el bien, y finalmente, la fijación y aplicación de las penas, cosas son que influyen muy directamente en los principios y derechos absolutos; no es, pues, sólo bajo el punto de vista del agente bajo el que debe de considerarse la importancia del derecho criminal, sino con relación a la sociedad y al derecho en general, como medios y condiciones, para que éste se realice y aquélla cumpla su destino.

Mirándole, como hasta ahora se ha hecho, por el prisma estrecho del agente y de la pena, se le ha podido denominar con razón, derecho penal; considerado cual nosotros lo hacemos, el nombre de derecho penal no abraza más que una parte, y es preciso darle un nombre que abarque más ancho espacio, todas las manifestaciones integrales del derecho en la esfera de la criminalidad, y por eso le llamamos derecho criminal.

Segunda manifestación, represiva. Definidos todos los elementos constitutivos del derecho criminal, éste, como ciencia de aplicación, como derecho concreto, tiene en primer lugar que reprimir al agente productor del mal para evitar de este modo que prosiga por su mal camino dañando a terceras personas y siendo rémora para que el ser, en su vida individual y de relación, y la sociedad, cumplan los fines individual y general que les corresponden, y como la represión, según hemos ya dicho, produce siempre un sufrimiento, un dolor, una pena, de aquí que el derecho criminal en esta manifestación se pueda con razón llamar derecho penal. Éste realmente no debe ocuparse de otra cosa que de señalar las penas análogas a cada crimen cometido y la manera y forma de su aplicación y cumplimiento, siempre con sujeción y de conformidad con los principios del derecho.

Tercera manifestación, reparadora para el agente y para el tercero perjudicado. Los dos miembros que componen esta tercera manifestación, puede decirse que son nociones enteramente nuevas en el derecho criminal, pero de altísima importancia, que indican un gran paso de moral y científico progreso, y se traducen en nuevos elementos de realización del bien. Cierto es que siempre se ha visto en todo hecho criminal una doble manifestación; la del hecho criminal en sí y la del perjuicio material que produce para el tercero sobre quien recae: pero ni la ciencia ni el derecho concreto se habían ocupado del agente más que para imponerle una pena, ni de la víctima, sino para resarcirle a costa del criminal, y cuanto esto era posible, el perjuicio material causado; esto y no otra cosa significaban las acciones criminal y civil del antiguo derecho de Roma, aceptadas y reconocidas en todas las naciones modernas. Pero no es sólo bajo este punto de vista estrecho e incompleto bajo el que la acción reparadora del derecho criminal debe estudiarse y comprenderse, no; la ciencia la extiende mucho más, y envuelve en su esfera de acción así al agente como a la víctima.

Respecto al agente productor del mal, al que ha cometido un crimen, no sólo ha violado la ley del deber convirtiéndose en obstáculo para que un semejante suyo realice su destino individual y sea causa involuntaria de que el destino general no se realice o se cumpla de una manera imperfecta, sino que él a su vez, produciendo el mal, demuestra que su naturaleza contiene elementos perturbadores o que no ha llegado a alcanzar la plenitud de la razón suficiente para realizar el bien, alejándose del mal y combatiéndolo; estos estados de incompleto desarrollo espiritual o de viciada dirección no pueden ser jamás indeferentes al Poder, al Estado, que, como hemos dicho, se presenta como la forma general de la razón suprema, porque jamás puede serle indiferente que uno de sus miembros, sea cual sea la causa, deje de cumplir su destino individual, parte integrante siempre del destino general.

Por consecuencia, es misión del Estado, en su representación genuina y racional, buscar los medios conducentes a hacer que el agente productor de un mal, que siempre significa una perversión o un desequilibrio moral y racional, repare en sí y por sí su falta equilibrando su acción y mejorándose para realizar en vez del mal el bien: por virtud de esa acción reparadora, el Estado trata de conseguir que el hombre que en su seno era una perturbación, un elemento desarmonizador y de mal, una rémora y un obstáculo para que se realicen los fines parciales e individuales y universales o generales, se convierta en elemento de bien, de armonía y de orden.

No es por cierto menos importante la misión reparadora del Estado para en el caso en que si, merced a la imperfección de las leyes positivas, se hace objeto de ellas a un inocente suponiéndole autor de un mal sancionado con sanción penal, pueda reparar los daños y graves perjuicios que se le han inferido. Esta doble y nobilísima misión reparadora del Estado, con relación al agente, no ha llegado, ni con mucho, en la práctica, a ser lo que debe ser y será en lo porvenir, ni a producir los benéficos resultados, así individuales como colectivos que le competen.

Finalmente, la acción reparadora del Estado se extiende al tercero que ha sido víctima del crimen; pero entre la acción reparadora de la edad antigua y la que la ciencia nos enseña, hay una inmensa diferencia; aquélla era pura y exclusivamente material, se circunscribía solamente a los daños tangibles, apreciables materialmente; ésta se refiere igualmente a los daños que afectan a la vida espiritual del ser, y véase cómo uno de los problemas más difíciles a la par que más importantes de la ciencia del derecho criminal y de su práctica aplicación, es el de definir y aplicar la acción reparadora en todas sus manifestaciones. El problema está planteado, ha empezado a practicarse en parte con relación al agente criminal, y se ha denominado derecho penitenciario; que por más incompleto que sea todavía, es un gran paso de perfeccionamiento; con relación a los otros dos puntos a que la acción reparadora puede extenderse, la ciencia ha hecho todavía muy poco, y en los tres le queda mucho por hacer.

Indicada ya la triple manifestación del derecho criminal, que recibe respectivamente los nombres de derecho criminal propiamente dicho, derecho penal y derecho penitenciario, vamos a ocuparnos con algún detenimiento de cada una de ellas: respecto a la primera, no añadiremos una palabra a lo ya dicho, pero por lo que hace a la segunda y tercera manifestación, no podemos prescindir de tratarlas separadamente.

8. Del derecho penal. De lo dicho se desprende que no es otra cosa que la reunión de condiciones externas, por virtud de las que el Estado reprime y pena los actos productores de mal y perjudiciales a un tercero, ya sea éste individuo o ente colectivo.

Como ya hemos insinuado, los hechos de criminalidad y pena son tan antiguos como la sociedad; apenas dos hombres se encontraron y relacionaron, apenas movidos por las necesidades y tendencias, esto es, por los elementos materiales, se pusieron en lucha, y el uno, haciendo triunfar esos elementos irracionalmente sobre el otro, produjo un mal, la criminalidad apareció, y desde ese instante, ya fuera que el ser vulnerado en su derecho volviese mal por mal, ya que en un estado de civilización más adelantado el sacerdocio primero, el Poder social después se impusieran, e impusiesen una pena, un sufrimiento, el hecho de penar apareció. Durante muchos siglos, ni la criminalidad ni la penalidad pasaron de hechos; pero cuando la ciencia del derecho se perfeccionó, se comprendió que los hechos no bastaban, y se buscaron las condiciones para que esos hechos se realizasen racional y justamente. Ese es el momento histórico en el que la ciencia del derecho penal puede decirse que nació.

Apenas el derecho penal apareció como tal derecho, se trató de buscar el origen filosófico, y como siempre, se inventaron varios sistemas para explicar ese origen, y más de una vez éstos se relacionan con los que se han ocupado de explicar el origen del derecho en general considerado.

La primera teoría que en el orden cronológico podemos decir que se presenta es la que hace derivar el derecho penal de la defensa; sus mantenedores dicen: al cometerse un crimen, el criminal ataca en su persona o en sus derechos integrales a aquel sobre quien los efectos del crimen recaen; en este estado, el que sufre la agresión se defiende y vuelve mal por mal; el mal inferido por el agresor es el delito, el inferido por el agredido al agresor, la pena. La sociedad, atacada en el momento en que se comete un crimen en la persona de la víctima y en su personalidad colectiva, se defiende a su vez y causa un mal al agresor; este mal es la pena, y el origen del derecho que la sociedad tiene a que se aplique es el legítimo que le asiste para defenderse288.

Lo inaceptable de este sistema se comprende con sólo fijarse un punto en la idea que expresa la palabra defensa; ésta significa el acto de repeler la fuerza con la fuerza; hay defensa cuando uno es atacado por otro materialmente y cuando materialmente repele el ataque para evitar que el mal te afecte; pero desde el momento que el ataque cesa, bien sea porque el agresor desista, bien porque el mal se haya realizado, la defensa termina, y los actos que el agresor verifique no serán actos de defensa; ¿es esto por ventura lo que acontece con relación al derecho penal? No ciertamente; el derecho penal no nace en el momento de la agresión, es una consecuencia de ésta; aparece, por punto general, cuando la agresión ha cesado por completo, cuando el mal se ha realizado, cuando ni el individuo ni la sociedad tienen que defenderse; si en la defensa consistiera su origen, el derecho penal no produciría efectos posteriores a la agresión, y los que produce son posteriores siempre; un hombre se coloca frente a otro puñal en mano, trata de herirle, el amenazado cae sobre el agresor, y en la lucha lo hiere, este es el acto de defensa; pero terminado, ¿qué le resta que hacer al agredido? nada, el peligro ha pasado, el mal de que estaba amenazado no puede realizarse, porque en la defensa el atacado ha paralizado o destruido la acción del agresor; nada, pues, le resta por hacer; pero en el derecho penal es muy distinto; se ataca, se realiza el mal en su totalidad o en parte solamente, el agredido se defendió, disminuyó los efectos del mal o lo evitó, y sin embargo, la sociedad, el Estado, consideran el mal como realizado y aplican la pena289.

Otro sistema sigue a éstos y hace consistir el origen del derecho penal en la venganza; el hombre, dicen, que sufre un mal, se subleva naturalmente contra el que le ha inferido el mal y se lo devuelve, resultando de aquí una venganza; la sociedad, resentida del mal que se le ha inferido, se lo devuelve a su vez, vengando así el mal sufrido; es indudable que esta teoría se acerca algo más que la anterior a lo que fue en los tiempos primitivos la aparición primitiva también del derecho penal; en efecto, cuando aún las sociedades no estaban bien organizadas, cuando el Poder social no tenía fuerza bastante para dirigir las manifestaciones individuales, siempre que el individuo sufría un mal ocasionado por otro individuo en el terreno puramente material en que se hallaban ambos colocados sin el freno que presta la razón, devolvía mal por mal, y esta devolución se hacía sin tasa, sin medida, materialmente y de modo tal, que muchas veces la venganza se extendía de generación a generación, constituyendo un estado permanente de lucha y de fuerza; a proporción que la sociedad se va colocando en su verdadero asiento y adquiere fuerza y poderío, la manifestación individual de la venganza va haciéndose incompatible con el Poder del Estado; pero como para sobreponerse a esa pasión fuerte y enérgica sea necesario un Poder que se imponga con gran fuerza y decidida voluntad, el sacerdocio en nombre de la Divinidad es el encargado de sustituir la venganza individual y privada por la pena, venganza general, venganza del Estado. El poder público más tarde hace lo que el sacerdocio con el individuo, le desnuda de la investidura en virtud de la que aplicaba las penas, pero no hace perder a éstas su carácter, y la venganza, más que otra idea, es la que preside al derecho penal en aquellas edades: pero de que pueda ser su origen histórico no se deduce por cierto que sea su verdadero origen filosófico y científico, porque la venganza es un hecho puramente material y materialmente realizado; tiene su base en los instintos, en las tendencias, elementos pura y exclusivamente de la materia, y es sabido que jamás de la materia puede surgir una noción espiritual como es la de derecho: la venganza será siempre un acto material y ciego, aunque voluntario, no entrarán en ella para nada, ni la conciencia ni la razón, y donde la conciencia y la razón no imperan, no es posible que tenga origen el derecho.

Los que buscaban el origen del derecho en la convención, en ella también han querido encontrar el del derecho penal; las razones que en su lugar expusimos relativamente al derecho en general, son aplicables en toda su extensión al que nos ocupa290.

La idea de la expiación ha dado lugar a otro sistema291; sus defensores, fundados en un sentimiento humanitario y primitivo, que consiste en considerar meritoria toda acción buena, y reprensible toda la que produzca un mal, dicen que sancionada la noción de mérito y demérito en las acciones, se sanciona igualmente un premio para las primeras y un castigo para las segundas; que por consecuencia el agente productor de una acción reprobada debe expiarla por una pena. Aunque por un momento aceptásemos la idea de la expiación tal y como nos la presentan los mantenedores del sistema, no podríamos en ella hallar el origen del derecho de penar, porque la transición de la primera a la segunda noción no es clara, y, por lo tanto, no puede conducirnos a un resultado fundamental; en efecto, de que toda acción que produzca un mal hace surgir en la inteligencia la idea de demérito, y hasta la de responsabilidad en el agente, que donde hay demérito y responsabilidad deba haber una expiación, no se puede deducir que el Estado tenga derecho a realizar esa expiación, ni que el derecho de imponer una pena nazca de aquí; en primer lugar, la expiación puede ser puramente moral, aunque el hecho entre en la categoría de un acto externo, y dada la existencia de esa expiación moral, ¿con qué derecho, por qué causa se impone además esa expiación externa que se llama pena? En segundo lugar, si porque los actos reprensibles deben expiarse, el Estado puede imponer penas, éstas serán extensivas a todas las infracciones del bien, ya sean morales, materiales o de derecho; finalmente, la expiación debe ser proporcional pero esencial y formalmente proporcional al mal cometido, y el Estado carece y carecerá siempre de un criterio bastante espiritual, y al propio tiempo bastante claro y profundo para poder medir con exactitud el grado de la expiación con relación al crimen. Esto prescindiendo de que en la pena, como veremos luego, hay algo más que la expiación.

Para Bentham y su escuela, el derecho de penar tiene su origen en la utilidad que de reprimir ciertos actos e imposibilitar al agente de que los repita, resulta para el individuo y para la sociedad; ya hemos combatido con la debida extensión este sistema, y sólo debemos decir que, aceptado, ni la pena tendría límite, ni importarían gran cosa las circunstancias del agente; era útil imponer una pena, pues ya la imposición de ella estaba legitimada, por más que se violasen todos los fueros de la razón y de la justicia.

Un autor alemán de gran nota292 cree que el derecho de penar tiene su origen en el que asiste a la sociedad para arrojar de su seno al delincuente; pero no conviniéndole al Estado hacer uso de ese derecho, en vez de borrar al criminal del cuadro social, le impone una pena que puede llegar hasta la de la vida, cuando se cree que es conveniente para evitar un peligro, por lo que más que un acto de justicia lo será de policía administrativa, y deberá ser ejecutado en secreto; pues la publicidad, sobre no conducir a ningún fin, será a veces hasta repugnante.

La refutación de este sistema no es difícil: la misión del Estado como representante de la razón, no es por cierto excluir, arrojar del seno de la sociedad al ser que ha delinquido, esto es, que se ha colocado en falsa posición o en falsas relaciones, y ha producido un mal de derecho; es, por el contrario, reparar ese mal, evitar que se repita, y dirigir al agente hacia el bien, de que nunca debió apartarse; pero aun dado caso que la primera parte de la teoría fuese cierta, no lo sería la segunda; excluir a uno del seno de la sociedad, arrojarlo de ella, será privar a ese ser de una comunión social determinada; pero de que la sociedad tenga derecho para ello, ¿como podrá deducirse que lo tenga para sustituir esta exclusión con una pena? el que tiene derecho para hacer lo más, tiene derecho para hacer lo menos, pero no al contrario; el derecho de exclusión, de separación, de segregación del individuo que ha vulnerado la ley y causado un mal a la sociedad, no puede ir más allá, y menos, por lo tanto, sustituirse por el de imponer un sufrimiento; y en cuanto a hacer la pena más grave, la más difícil de legitimar, la pena de la vida, un acto de simple policía preventiva, sobre ser absurdo a todas luces, sería el elemento de despotismo y descomposición social más grande que pudiera inventarse.

Pero el derecho de penar existe; el derecho de penar tendrá un origen, como tendrá un fin que realizar: ¿dónde está ese origen, dónde ese fin? Después de cuanto llevamos dicho, parécenos que no encierra grande dificultad el señalar el origen del derecho que nos ocupa; ya nosotros casi lo hemos indicado; está en el derecho absoluto, está en la razón suprema. Hemos dicho que el hombre tiene, como ser individual y como ser colectivo, un fin individual o general que realizar, que realizarlo es un deber inalienable e ineludible en el hombre, que por lo mismo tiene que coadyuvar a que los demás hombres realicen sus fines como parte integrante que son todos del fin general, del fin universal, y que desde el momento en que se presente como rémora y obstáculo para que esto se verifique, el hombre que lo hace y que por lo tanto produce un mal, no sólo viola la ley del deber moral, sino la del deber social. Que esta violación constituye un hecho reprobado, que si se ha hecho libre, voluntariamente y con conciencia e intención de producir el mal, el hombre debe responder no sólo del acto, sino de todas sus consecuencias, es también una verdad innegable, como lo es que debe volver al bien y al cumplimiento de la ley del deber que ha violado, reacción que no se verifica, que no puede verificarse, sin un supremo esfuerzo de la razón, que imponiéndose a los elementos perturbadores, sometiéndolos y haciéndoles cambiar de dirección, ha de traer necesariamente un sufrimiento en un todo análogo con la esfera de acción en que el mal se ha realizado; así, cuando el mal ha sido puramente moral, la razón individual es la que se impone, y el sufrimiento tiene lugar en el seno de la conciencia, es la verdadera pena moral, que suele llamarse expiación; cuando el mal se ha exteriorizado, afectando a la vida de relación, el Estado es la forma racional que se impone, y como su acción es externa, el sufrimiento que produce la pena tiene que ser también externo, material; pero como allí en el seno de la conciencia se verifica el movimiento evolutivo de reconstitución hacia el bien, aquí ese mismo movimiento se verifica en el seno de la sociedad: el origen, pues, del derecho de penar, puede hallarse en la representación racional del Estado, y en la analogía que como razón general guarda con la razón individual; siendo el origen del derecho una cuestión puramente racional, se deriva del derecho absoluto y pasa a garantizarlo por medio de una forma concreta y positiva.

Señalado el origen en la razón, el fin que debe realizar será racional también; y con efecto, a poco que se reflexione nos convenceremos, de que es así; el derecho penal no se propone como fin hacer que el agente sufra un dolor, una pena, no; su tendencia es más alta, consiste en obligar, por medio de esa sanción, al hombre a que no extralimite jamás su esfera de acción, y a que si la ha extralimitado y producido el mal, vuelva a encerrarse de nuevo en ella, evitando nuevos males y corrigiendo los efectos del que realizó; el fin, pues, es moral y de alta razón.

9. No de escasa importancia es fijar a quien corresponde el derecho de imponer penas: que jamás puede este derecho atribuirse al individuo es cosa fuera de duda; la pena ha de recaer sobre hechos individuales, pero que afecten a otros individuos, a la sociedad, son manifestaciones que sólo puede corregir y dirigir una razón superior a la razón individual, puesto que tiene que imponerse al individuo. Si a éste se abandonase la alta misión de reprimir el mal causado o de obligar al agente a volver sobre sus pasos, en vez del derecho de penar tendríamos que el hombre ejercía el de propia defensa, mientras duraba el ataque, o que pasado éste se vengaba del mal recibido, infiriendo otro mal al agente. Es así que ni el origen del derecho penal está en la defensa ni en la venganza, ni en ellas consiste; luego no puede ser por el individuo practicado, sino por una razón superior a la individual por un Poder que estando sobre el individuo realice el derecho y le obligue a obrar conforme a la razón y al derecho; al Estado, pues, como representante de este Poder corresponde la alta misión de conocer y juzgar de los hechos criminales, y de aplicar las penas de antemano señaladas.

Además de la razón que condena que el ejercicio del derecho de penar corresponda al individuo, la conveniencia general se opone también, pues de concederle ese derecho, las venganzas y las represalias serían eternas, y la lucha en el seno de la sociedad constante y destructora.

No quiere esto decir que el individuo no tenga el derecho de reclamar del Estado que ejercita la acción criminal, siempre que sus derechos han sido vulnerados; pero entre exigir que el derecho se realice y realizarlo, hay una gran diferencia.

10. Entiéndese por pena el sufrimiento impuesto por el Poder social al hombre que violando la ley del deber moral y social ha producido un mal que ha afectado a un tercero. Como hemos dicho ya con repetición, la pena, consecuencia necesaria del mal causado, de la acción racional del Poder, que compele al agente a volver al bien, y del esfuerzo que por esa imposición tiene que emplear para que ese movimiento de reacción se verifique, ha de tener necesariamente cualidades esenciales a su naturaleza. Los autores le designan varias, entre ellas y como las más esenciales, la analogía y proporcionalidad, la ejemplaridad, la personalidad y la moralización, las demás cualidades, tales como la divisibilidad y otras, pueden considerarse como secundarias.

1.ª Analogía: una de las cosas más difíciles para el Poder social es la de que la pena sea análoga al delito cometido, esto es, que entre el mal producido por el crimen y el que va a producirse por la pena haya proporción, pues sería cruel e injusto que un mal mínimo producido por el agente le trajera un sufrimiento grave, o viceversa. Esta cuestión, puede decirse que, si no en el terreno científico, en el de la práctica está planteada desde los tiempos primitivos, y precisamente a la idea de analogía o de proporcionalidad se debe el que la pena del Talión se haya querido plantear en todos los pueblos primitivos; ojo por ojo, diente por diente, se decía en aquella edad, y por cierto que aparece adornada de ciertos caracteres de proporcionalidad no difíciles de comprender, mientras los delitos revisten la forma puramente material y se ejecutan en una esfera muy limitada; pero desde el momento en que las relaciones humanas se extienden y se complican, complicándose también en su esencia y en su forma externa los crímenes, la pena del Talión se hace mucho más difícil de aplicar, y en vez de la igualdad que por ella trata de realizarse, viene la proporcionalidad y la analogía; ambas cualidades deben, sin duda alguna, como hemos visto, acompañar a las penas; pero aun aceptadas, no por eso desaparecen las dificultades, pues al aplicarlas a la práctica se tocan, y no despreciables. Lo primero que hay que ver es si la analogía entre el delito y pena debe ser tal, que la naturaleza de ambos se identifique hasta cierto punto; esto es, si, por ejemplo, la analogía exige que los atentados contra la propiedad se penen sola y exclusivamente con penas pecuniarias, y si el penarlos con penas corporales es contrario a la analogía, si los delitos contra las personas se deberán penar con un sufrimiento físico personal o con penas pecuniarias también, y hasta qué punto la aceptación de estas idea podrá hacer que la pena sea eficaz o ilusoria; esto por lo que respecta a la analogía, la proporcionalidad se refiere a la relación cuantitativa entre el mal producido y el que debe sufrirse por el agente; y ya hemos indicado que sería tan monstruoso imponer a un delito poco importante una pena grave, como a un delito grave una pena levísima: pero si en esto no puede caber duda, la habrá, y no muy fácil de resolver, cuando se trate de medir y aquilatar la gravedad del hecho penable, y el derecho positivo, que, como hemos dicho, es limitado en su acción y medios de conocimiento, sólo puede apreciar los hechos en la forma externa que revisten y no en los efectos esenciales que produzcan, porque un mismo hecho revestido de las mismas formas y circunstancias, no sólo puede acusar distinto grado de criminalidad en el agente, sino en el mal producido, y científica y racionalmente no debía ser la forma externa, sino el grado de criminalidad y los efectos producidos, esto es, la extensión del mal, los elementos que debieran servir de base a la aplicación del derecho de que tratamos. Hasta cierto punto se ha querido salvar esta dificultad haciendo las penas divisibles y asignándolas distintos grados293.

2.º Ejemplaridad: a la pena se le ha querido dar un doble carácter; por una parte se la considera como el mal justo y necesario impuesto al que violando la ley ha hecho un mal; por otra, como un acto del poder social que conocido y sentido por todos los asociados les hace comprender que no deben apartarse del bien ni realizar un mal, porque estos hechos traen como reato y consecuencia necesaria un sufrimiento que el poder social impone.

3.º Personalidad: la responsabilidad de los actos realizados libre y voluntariamente, no puede alcanzar más que al que los realiza; por tanto, la pena, que es una consecuencia de esa responsabilidad, ni puede ni debe alcanzar más que a la persona que libre y voluntariamente se ha hecho responsable. De este principio altamente moral se deducen reglas de derecho penal que no siempre han estado en práctica por desgracia; hoy, según él, la pena es personal, es decir, que no puede alcanzar más que al agente; no era esto lo que en la antigüedad se practicaba, pues unas veces en odio al criminal, otras veces como medio de intimidación, las penas solían alcanzar a terceras personas, que no habiendo intervenido en el delito, no podían tener en él responsabilidad alguna, y donde la responsabilidad no existe no puede existir la pena.

4.º Moralización: ésta puede decirse que es no sólo una cualidad inherente a la pena científicamente considerada, sino hasta uno de los fines más importantes que la pena está llamada a cumplir; si, como hemos dicho, la misión del Estado al ejercer el derecho de penar es racional, si el Estado se impone como razón colectiva, general, claro es que su misión no puede en la práctica ser destructora ni siquiera puramente restrictiva, y que no la cumplirá con sólo eliminar de su seno el delincuente o con sólo imponerle un sufrimiento sea el que sea, no; la misión del Estado es conservar la personalidad de todos los asociados, impelerlos al bien, prestarles cuantas condiciones sean necesarias para que lo realicen, y si de él se han apartado, si se han inclinado al mal, hacerles comprender que violan las leyes supremas del deber moral y social, y prestarle nuevos medios y condiciones nuevas para que vuelvan al bien que abandonaron.

Sólo mientras el Estado haga esto cumplirá con su misión racional, con su misión más noble y elevada; la pena, por lo tanto, en buenos principios de derecho, ha de tener esa tendencia, ha de ser moralizadora, convertirse en medio, por virtud del que el hombre extraviado en su camino pueda volver a él cuanto esto sea posible y hacedero.

Bajo el punto de vista moralizador, la pena debe ostentar un doble carácter; material en cuanto al sufrimiento; espiritual, en cuanto a sus efectos: la idea de moralización por la pena, que puede decirse es una conquista de la moderna civilización, ha influido poderosamente en la clasificación de las penas, condenando todas aquellas que, infamando, podían desmoralizar al reo, o por lo menos hacer más difícil su moralización, y por eso las penas de marca, argolla, azotes, vergüenza pública y otras, han sido proscritas de los códigos modernos y de las naciones civilizadas.




ArribaAbajoLección XXXII

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo.-Derecho público.-Derecho criminal


SUMARIO.

1. Clasificación de las penas. Análisis.-2. Unidad e igualdad.-3. De la pena de muerte y penas perpetuas.-4. Prescripción de la pena.-5. Derecho penitenciario. Su examen.-6. Su objeto.-7. Sus efectos.-8. Medios para conseguirlo.-9. Sistemas penitenciarios.-10. Su origen científico.-11. Su origen histórico.-12. Derecho de gracia.-DERECHO RELIGIOSO.

1. La clasificación de las penas es también una cuestión importante en derecho penal, y compleja como la mayor parte de las cuestiones de derecho: que la pena ha de ser proporcionada al delito es cosa innegable; pues sería monstruoso imponer una pena grave para un delito leve, o viceversa; pero no basta para poder llegar a una acertada clasificación penal con que exista proporcionalidad entre la pena y el delito; es necesario que además aquélla revista todos los elementos y cualidades que hemos marcado como esenciales en la pena, así es, que puede muy bien haber proporcionalidad, y sin embargo, no ser cierta pena aceptable. Por punto general, la base de la clasificación penal puede decirse que está en la división de las penas en pecuniarias y corporales; el primer miembro de esta división no admite otras clasificaciones que las de la cuantía mayor o menor de la exacción que se haga al culpable, pero en las penas corporales la clasificación y divisiones son en mayor número y escala y afectan una variedad notable.

Hasta hace muy poco tiempo puede decirse que en la clasificación de las penas se había desarrollado un lujo de crueldad extraordinario: todos cuantos medios de sufrimiento podía inventar la imaginación, todos se ponían en juego; no bastaba ni con arrancar la vida al criminal; era necesario que la muerte fuera horrible y rodeada de tormentos, y cuando la pena de muerte no era aplicable, los azotes, la amputación de un miembro, la marca con un hierro candente, la prisión en calabozos malsanos y mortíferos, parecían aún sufrimientos suaves para el severo legislador; y es que dominado el mundo por la materia, sola y exclusivamente sobre la materia se obraba; pero cuando merced al nuevo sesgo que tomó la ciencia del derecho en general, y la del criminal en particular, el espíritu vino a dirigir y a dominar la materia, la clasificación penal tuvo que variar, y las penas corporales se modificaron notablemente: y sólo queda como reminiscencia de aquella edad la pena de muerte de que a su tiempo nos ocuparemos; fuera de ella, las penas corporales hoy sólo pesan sobre la libertad del individuo, y así como aquéllas ostentaban como carácter distintivo el sufrimiento del reo, éstas ostentan su corrección y enmienda.

Por lo tanto, para llegar a una buena clasificación penal, es muy necesario no sólo tener en cuenta la entidad y carácter del delito para que la pena sea análoga y proporcional, sino los demás caracteres, y así toda pena que alcance más allá de la persona del delincuente, toda pena que aumente la desmoralización de éste o pueda desmoralizar a los demás, está reprobada por la ciencia y por la justicia.

La clasificación será siempre general, es decir, para cada especie de delito existirá una pena; pero como aun en un delito mismo puede haber diferentes grados de criminalidad en el agente, una misma pena tendrá que ser aplicada en distinta escala. Hemos dicho que hoy, aparte de la pena de muerte, todas las penas corporales pueden circunscribirse a la pérdida de la libertad del reo; en ella, por lo tanto, es donde deben buscarse las escalas o grados distintos con arreglo a la distinta criminalidad del reo. De dos puntos puede decirse que se parte para ello, del tiempo y del sufrimiento físico; así que a medida que es más grave el delito, la privación de la libertad impuesta al criminal será más larga; pero pareciendo que esto no bastaba y no creyéndose justo ni conveniente volver a los castigos de tiempos pasados, se ha buscado ese aumento de sufrimiento en lo que es al tiempo mismo elemento precioso de bien y de moralización. El trabajo más o menos rudo, más o menos prolongado, se une hoy a la duración para hacer más grave la pena; cuando nos ocupemos de los sistemas penitenciarios, nos ocuparemos de la cuestión del trabajo en las prisiones.

2. Si el delito es siempre uno, es decir, si siempre consiste en el abandono o violación del bien y en la realización de un mal; si el agente procede siempre con libertad, con voluntad y con conciencia, claro es que la pena ha de ser una, o lo que es lo mismo, que cada delito tenga una pena determinada de antemano y aplicable siempre sin consideración alguna a nada que no sea el delito mismo; esta unidad de la pena no excluye los diversos grados que por razón de la mayor o menor criminalidad deba afectar: pero no basta con que la pena sea una, hácese necesario además que sea igual, esto es, que se aplique a cada delito sin consideración alguna a la personalidad del delincuente, porque ante la justicia hollada, ante el derecho conculcado, no hay más que criminales, y todas las distinciones cesan.

Lo contrario sería crear privilegios que la justicia y la moral rechazan de consuno, y que si en algún tiempo existieron han desaparecido para siempre; las diferencias, las desigualdades en las penas, han de depender de las diferencias en los delitos, pero no de las personales.

3. La pena más grave que existe es la pena de muerte; en pos de ella vienen las penas perpetuas; una y otras han sido objeto de grave controversia, aún no resuelta definitivamente ni por la ciencia ni por los legisladores: respecto a la pena de muerte, la primera cuestión que se suscita es la de si debe considerarse como legítima. Beccaria fue el primero que se declaró adversario de ella, y su opinión, así como la contraria, han sido defendidas con calor. No nos detendremos a analizar las diversas razones que por una y otra parte se han aducido, y que se hallan expuestas con sobrada lucidez en la mayor parte de los tratadistas de derecho penal, y nos circunscribiremos solamente a tratar la cuestión según los principios sentados en el proceso de este trabajo.

Parécenos que para tratar esta cuestión con algún acierto y con verdadera imparcialidad, lo más necesario es separarse por completo de toda afección de escuela y de toda pasión política, y fijarse sólo en los eternos principios de verdad y de justicia, y además hacer una distinción entre la manifestación puramente racional de la cuestión y un momento histórico determinado; pues como hemos dicho que en general, y especialmente en derecho, el hombre, que no es perfecto sino perfectible, y que en su vida externa y de relación marcha con menos rapidez que en la racional y del espíritu, puede muy bien comprender racionalmente una verdad y encontrar obstáculos insuperables para llegar a la práctica; en la cuestión que nos ocupa puede muy bien en la alta esfera de los principios comprenderla de una manera, y al llegar a la de aplicación no poder realizar el ideal concebido.

Tal vez ésta sea una de las causas más poderosas de la divergencia de opiniones que hemos enunciado entre los que sostienen la legitimidad y necesidad de la pena de muerte y los que, por el contrario, la combaten.

Colocándonos, pues, en el terreno de la más absoluta imparcialidad, y haciendo la separación conveniente entre la parte racional y la parte práctica, vamos en brevísimas palabras a examinar la cuestión.

En lecciones anteriores294 decíamos que el hombre estaba colocado sobre la tierra para realizar un fin individual, parte integrante de fines generales y universales; que se le había dotado de fuerzas, elementos y facultades propias para conseguir esos fines, y que los alcanzaba como ser activo, desenvolviéndose y perfeccionándose constante y sucesivamente; como consecuencia de la naturaleza esencial del hombre dijimos que éste se manifestaba personalmente, que la personalidad era un principio de conocimiento al que no era permitido al hombre renunciar ni permitir que nadie se lo arrancase ni vulnerase; pues bien, esa personalidad, por virtud de la cual el hombre no sólo realiza su destino individual, sino que coadyuva a la realización del destino general y universal humano, se desarrolla en el tiempo y en el espacio, o lo que es igual, viviendo el hombre vida física y material; y como sólo al Poder infinito y supremo que asignó a cada hombre su destino individual y la influencia que éste deba tener en el general, sea dado marcar los límites al desenvolvimiento y señalar el momento en que cada ser ha realizado su destino, y cumplido, por lo tanto, su misión, sólo a Él es dado marcar el límite a la vida física, que es el del desenvolvimiento del hombre sobre la tierra en su vida individual y de relación, y la desaparición de su personalidad. Nadie, pues, en buenos principios de moral y de derecho puede ser árbitro de arrancar la vida al hombre, ni aun el hombre mismo, porque no es árbitro de su destino; ya tratamos de esto al hablar del derecho de legítima defensa295; pero allí el caso era puramente individual, había lucha de individuo a individuo, el estado de razón estaba sustituido por un estado de fuerza, y en la pena de muerte no existe esa lucha ni ese estado de fuerza; por el contrario, existe un estado racional, puesto que el poder social debe ser el representante de la razón general, y existe un individuo que ha vulnerado hasta tal punto el derecho, que ha perturbado hasta tal extremo la vida armónica de relación, que el Poder se ve en la necesidad de segregarlo del cuadro social de la manera más completa posible; no hay lucha, no hay defensa, hay una razón superior que se impone, mediante una fuerza también superior.

Pero ¿las atribuciones del Poder como elemento racional llegan hasta arrancar la personalidad a uno de los miembros de la personalidad colectiva? Creemos que no. La misión del Estado, del Poder, como razón rectora y reguladora del movimiento colectivo, tiene una esfera de acción limitada que consiste en prestar a todos y a cada uno de los individuos que forman parte del cuerpo social los medios para que puedan realizar su destino individual, y coadyuvando a que los demás realicen el suyo, conseguir que el general y universal se cumplan; a su vez jamás la razón individual ni colectiva pueden ser rémora ni impedimento para que el destino del ser se realice; la misión, por lo tanto, del Estado no puede ser jamás la de destruir una personalidad: como razón, es potencia creadora y directora, no destructora. Si uno de los miembros de la personalidad colectiva se convierte en fuente de mal, en obstáculo para que los demás realicen su destino individual, y para la realización del general y del universal; el Poder deberá traerlo de nuevo al buen camino, apartarlo del mal, regenerar aquella personalidad pervertida, pero no destruirla, no convertirse en obstáculo para la realización de un fin; el Poder, por lo tanto, no tiene el derecho para imponer la pena de muerte, que destruyendo, como hemos dicho, la personalidad, impide al ser que realice su destino. Esto es científicamente hablando y en el terreno de los principios del derecho. Podrá en ocasiones y en la vida práctica verse el Poder obligado a hacerlo, y ésta será una consecuencia de la imperfección de la humanidad; podrá tal vez la pena de muerte en un momento histórico determinado, como dice un respetable publicista, ser un gravísimo mal, pero necesario; esto no quiere decir que la sociedad al imponerla proceda en justicia, llene su misión, ni menos que la pena en cuestión sea legítima.

Suelen los defensores de la pena de muerte fijarse en la impotencia en que se halla la sociedad para corregir a ciertos seres que completamente pervertidos no quieren abandonar la senda del mal que han emprendido, pero esto acusará una imperfección social, una impotencia, que tal vez pueda desaparecer muy presto mediante los adelantos mismos de la ciencia y el progreso del sentimiento moral.

No tratamos de esforzar los argumentos contra la pena de muerte y prescindimos por completo de las declamaciones de sus defensores y de sus impugnadores, porque unos y otros tratan la cuestión en el terreno de las pasiones, para nosotros basta con lo dicho para condenar en principio la pena y esperar que en día no lejano desaparezca de todos los códigos del mundo civilizado.

Lo mismo podemos decir de las penas perpetuas; todo sobre la tierra es temporal por más que el hombre aspire a la perpetuidad, y las penas no pueden ser una excepción de la regla, no creemos que haya delito bastante grave para que la pena dure tanto como la vida del hombre, y sería necesario suponer un grado de perversidad constante e invariable, lo cual, si es posible, no puede ser conocido en el momento de aplicar la pena.

4. El trascurso del tiempo, ¿será causa bastante para que al que delinquió se libre de la pena? He aquí una cuestión que nos parece tiene que resolverse de muy distinta manera en el terreno de la ciencia que en el de la práctica; científicamente hablando, el tiempo ni crea ni destruye derechos; si la pena es el resultado del derecho que asiste a la sociedad para corregir al criminal y hacerle sufrir un mal, una vez cometido el delito el delincuente está sometido a sus consecuencias, y sea el que sea el tiempo trascurrido, no podrá librarse de ellas; en el terreno práctico, como el hombre se presenta en toda su limitación y el tiempo es uno de los límites, si ha trascurrido entre la comisión del delito y la aplicación de la pena un lapso largo de tiempo, y si durante él ha acreditado el criminal con su conducta constante que ha variado radicalmente en su manera de ser, podrá librarse de la pena; la prescripción no es de justicia absoluta, no es de derecho racional, pero es de justicia relativa, es de derecho concreto.

5. Llegamos a una nueva faz del derecho penal, a lo que se llama sistemas penitenciarios, y que nosotros llamamos derecho penitenciario, y vamos a tratarlo rapidísimamente.

El estudio científico que del derecho criminal se ha venido haciendo por una parte, el deseo de hacer desaparecer de los códigos y de la práctica la pena de muerte por otra, y en fin, la aplicación de los principios del derecho racional a la teoría de las penas, han sido las causas originarias de los sistemas penitenciarios: en efecto, si la misión racional del Estado consiste en proporcionar al hombre medios y condiciones para que cumpla su destino, que es el bien, si no puede ser para ello rémora ni impedimento, y si cuando un individuo, colocándose en falsa posición o en falsas relaciones, produce un mal que afecta a un tercero, el Estado, al mismo tiempo que poder coercitivo, tiene la obligación de reparar y de reconstituir la personalidad pervertida; en una palabra, si una de las cualidades esenciales de la pena es el que sea moralizadora para el delincuente, claro es que el Estado debe buscar una pena tal, que sin arrancar al criminal su personalidad, suspenda el ejercicio de ella mientras no purgue su pecado y se haga digno de esa misma personalidad de que ha abusado.

Y como el mal producido reconoce casi siempre por causas originarias el predominio de la materia sobre el espíritu y el ejercicio irracional de la libertad, la pena se hace consistir en la restricción de esa libertad, origen del mal, y la parte reparadora en el esclarecimiento y elevación del espíritu, para que pueda sobreponerse a las tendencias y a los instintos, que como elementos materiales, no estando dirigidos por la razón, producen el mal.

La primera parte del sistema es fácil de comprender y de plantear; la restricción, mejor dicho, la privación del derecho de libertad es cosa muy hacedera y que en todos los tiempos y en todos los pueblos se ha practicado; pero esto no basta, es necesario que esa pena sea fructífera, que corrija y mejore al criminal, que lo moralice, para que pueda volver al seno de la sociedad, siendo un miembro que no la perturbe ni desarmonice.

Fundados en estos principios se establecieron los sistemas penitenciarios que se plantearon por vez primera en los Estados Unidos de América y hoy existen en casi todos los pueblos cultos de Europa296. Dada la necesidad de restringir la libertad de que el criminal ha abusado, es necesario que el efecto inmediato de ese hecho del Estado sea hacerle comprender que ha realizado un mal, un hecho contrario a la ley, y que es necesario que lo repare y vuelva a dar a su libertad acertada dirección; para ello, los autores de estos sistemas han creído necesario aislar al reo, privarle de todo cuanto pueda distraer su conciencia, para concentrarla sólo en el hecho cometido, despertarla por medio de este aislamiento para hacer surgir el arrepentimiento, primer paso para la enmienda; pero como esto no basta, como es necesario aprovechar ese instante de reacción del espíritu sobre la materia, y como esto no puede conseguirse sin ilustrar el espíritu y sin elevar la razón sobre los instintos y las tendencias, al propio tiempo que el aislamiento del reo se debe comenzar un trabajo de instrucción, moral y moralizadora; además, como no es a las veces extraña a la comisión de un delito la falta de medios para cubrir las necesidades de la vida, al mismo tiempo que se ilustra el espíritu moralizándolo, se deben proporcionar al reo los medios y condiciones para que pueda cubrir esas necesidades que suelen impulsar al hombre a cometer un acto reprobado; así, pues, el aislamiento, que despertando la conciencia hace nacer el arrepentimiento; la instrucción, que elevando la razón presta al hombre medios para distinguir el bien del mal, inclinarse al primero y separarse del segundo, y la educación, que le proporciona medios para satisfacer sus necesidades, son los tres elementos constitutivos del sistema.

Pero al practicarlo, en unos ha predominado la idea del aislamiento y en otros la de instrucción y educación; así es que el sistema ostenta dos fases: la una, la del aislamiento absoluto; la otra, la del aislamiento relativo.

Primer sistema de aislamiento absoluto. Los partidarios de este sistema creen que se debe encerrar al delincuente en una celda, privarlo de toda comunicación, de todo trato, de toda relación dentro y fuera de la prisión, excepto con el encargado de dirigir la conciencia y el espíritu del reo; planteado este sistema, se comprendió muy pronto que no sólo era perjudicial a la salud de los criminales, sino que no realizaba más que una parte de las aspiraciones del sistema; porque en ese aislamiento absoluto no era fácil ilustrar, y mucho menos educar, al reo sometido al sistema, y no faltaba quien pensase que esa soledad permanente podía dar lugar a la demencia; modificóse, pues, el sistema y se dio entrada al trabajo, que por una parte era un medio de consuelo; por otra, de educación para lo porvenir; pero el trabajo, puramente individual y que sólo podía practicarse en el estrecho recinto de una celda, no era el más a propósito para poder proporcionar al delincuente en el día en que obtuviese su libertad los medios de vivir, y los partidarios de la instrucción y de la educación, como elementos esenciales para el mejoramiento de los penados, modificaron el sistema y dieron origen al

Segundo sistema de aislamiento y trabajo en común. Según el cual, el penado permanece en su celda solo y aislado durante la noche; pero por el día trabaja en los talleres del establecimiento con sus compañeros de condena; creyóse conseguir por estos medios combinados, de una parte, el que la conciencia y el remordimiento tomasen parte activa en la vida del criminal; de otra, que la instrucción y la educación fuesen más fáciles y produjesen más prontos y benéficos resultados; pero en este sistema se falsea fácilmente uno de los principios que tuvieron en cuenta los autores del sistema penitenciario en general, que era el evitar entre los reos una comunicación y un conocimiento que podría serles fatal cuando saliendo de la penitenciaría se hallasen en el mundo y en el ejercicio de su libertad; en efecto, las relaciones creadas dentro de una prisión entre los criminales que en ella se albergan, suelen, en un día dado, influir de una manera fatal y perniciosa en el que sale con deseos de enmienda, pero se halla rodeado y aconsejado por otros que no se han mejorado en la prisión, y esto debe a toda costa evitarse; objeto de profundo estudio ha sido el arbitrar los medios de que el trabajo en común no produzca el relacionamiento entre los criminales, y si nos fuera permitido hacer un estudio de la forma en que están construidas las penitenciarías, veríamos cuánto en este terreno se ha hecho.

Los sistemas penitenciarios son indudablemente, un progreso de altísima importancia en la ciencia y en la práctica del derecho criminal; merced a ellos la pena ha perdido, cuanto esto es posible, su carácter puramente material para revestir un espiritualismo que está llamado a producir muy importantes resultados; según ellos, la pena que se aplica a seres que son a la par espirituales y materiales, reviste ambos caracteres; la privación de la libertad, el aislamiento, el trato severo que dentro de la penitenciaría se impone al penado, es la parte de sufrimiento material que forma la pena; la instrucción, la educación del reo, la excitación a su conciencia, el remordimiento que de ella surge, es el sufrimiento moral, y la parte espiritual, digámoslo así, de la pena: basta con esta indicación para comprender que los sistemas penitenciarios no sólo deben estudiarse con cuidadoso esmero, sino que están íntimamente conformes con los principios de moral y de derecho que hemos presentado y desenvuelto en estas lecciones, y que por lo tanto, son muy aceptables, al menos en principio, por más que en su aplicación práctica puedan tener algún lado vulnerable.

Por más que, como acabamos de decir, los sistemas que hemos examinado representen un gran paso de progreso y de perfeccionamiento en el derecho criminal, toda vez que dan a la pena cierto carácter espiritual, de que en general carecía, han sido rudamente combatidos por los que sólo miran la pena bajo el punto de vista del sufrimiento físico, y se les ha atacado, ya negando que produzcan los efectos enunciados y apetecidos, ya presentando la pena de prisión con soledad y aislamiento, como más cruel que la misma pena de muerte, ya tratando de demostrar que es muy ocasionada a producir la demencia en los penados.

Sin creer nosotros que el sistema penitenciario en general haya llegado ni con mucho al grado de perfección apetecible, no sólo nos parece que son preferibles a la penalidad generalmente establecida, sino que esos inconvenientes que se les achacan no son tan graves como a primera vista aparece. Que desde luego tienen las penas penitenciarias, aun en su mayor grado de dureza, ventajas inmensas sobre la de muerte y las perpetuas de nuestros códigos es innegable; en primer lugar, porque lejos de destruir física o moral y legalmente la personalidad, la sostienen y elevan, mejorando al individuo; en segundo, porque no siendo perpetuas las penitenciarias, dan siempre lugar a la esperanza, y alientan al criminal en su obra de mejoramiento. Si se las estudia bajo el punto de vista de los efectos físicos que puedan producir en el penado, hay sin duda mucha exageración en los que las combaten. No conocemos prácticamente las penitenciarías de los Estados Unidos de América, pero hemos visitado la mayor parte de las establecidas en Europa297, hemos recogido datos estadísticos que los jefes nos ofrecieron con exquisita galantería, y que creemos exactos: resulta de ellos que el caso de demencia es una rara excepción, y nosotros hemos visto que en general los penados gozaban de buena salud.

Tal vez tienen más razón cuando dicen que el tratamiento adoptado en las penitenciarías es mucho mejor que el que un jornalero honrado puede proporcionarse con su trabajo, y que es cruel e injusto hacer de peor condición al hombre que trabaja honrada y dignamente, que al criminal. Esta observación tiene, sin duda, bastante fuerza, si bien es cierto que pierde algo de su importancia considerando que al lado de esa ventaja en la alimentación, en el vestido y en la habitación, están la privación de la libertad, de la asociación y comunicación con sus semejantes, y el régimen de la prisión, que siempre es duro y ocasiona sufrimientos.

Para nosotros la cuestión grave que debe ventilarse relativamente a los sistemas penitenciarios, es si producen los efectos a que aspiran, y de eso nos ocuparemos después.

6. El objeto capital de los sistemas que vamos examinando es variar completamente la penalidad, y de puramente material que ha sido hasta ahora, hacerla esencialmente espiritual, aunque conservando el materialismo de la forma; y que este objeto casi se ha realizado, es indudable; las penas penitenciarias en su esencia y en casi todos sus accidentes, revisten un carácter verdaderamente espiritual; en efecto, la parte material de la pena es el encierro, la privación de la libertad, y acaso el trabajo material más o menos forzado que se impone; pero en cambio la ilustración y educación que se da al reo, la soledad, el aislamiento, el silencio, que despertando la conciencia y el remordimiento prepara la enmienda, la extinción temporal de su personalidad, que se convierte en un número, el tratamiento moral y religioso a que se le somete, constituyen una pena verdaderamente espiritual.

7. Los efectos de las penas que nos ocupan son, castigar al criminal con la pérdida de su personalidad y de su libertad, y mejorarlo, haciendo que en vez de ser un elemento perturbador y perjudicial para la sociedad, lo sea de armonía y de bien: como decíamos en el párrafo quinto de esta lección, esa es la cuestión grave que debe resolver el sistema, y que en nuestro concepto no está resuelta todavía. Verdad es que aislando al criminal, destruyendo esa asociación horrible que se forma en las cárceles y presidios comunes, y que constituye una asociación para realizar el mal, que vive en el seno de la asociación general, que no conociéndose ni comunicándose los penados dentro del establecimiento hay la presunción de que no se encuentren ni se unan al salir de él, y se destruye un elemento de mal; ¿pero basta esto, por ventura, para que el objeto de la pena penitenciaria se realice? No ciertamente; es necesario además que el reo salga del establecimiento realmente mejorado y con la intención deliberada de apartarse del mal, y que en el seno de la sociedad adonde vuelve halle medios para cubrir sus necesidades y condiciones para realizar sus buenos propósitos, y ésta es precisamente una de las grandes dificultades con que lucha el sistema, porque aún no se ha llegado al momento en que la pena sufrida no deje rastro, y en que la sociedad, por lo tanto, no rechace al que una vez delinquió, por más que llegue a ella arrepentido y mejorado; resultando de aquí que el penado, una vez vuelto a la libertad, aunque realmente se haya regenerado y contraído los hábitos de honradez y de trabajo a que el sistema aspira, difícilmente encuentra quien confíe en este cambio radical, y tal vez abandonado a sí mismo, falto de pan y de trabajo, delinea de nuevo, no por perversidad, sino como un medio de cubrir dentro de la penitenciaría las necesidades que fuera quedan sin satisfacer; pero no es ésta la sola faz en que puede considerarse la cuestión; es necesario decidir, además, si el sistema por sí basta para hacer que el criminal se arrepienta. En las muchas conferencias que tuvimos con el conde de Rattazi, cuando era gobernador de la penitenciaría de Alejandría, en el reino de Cerdeña, pudimos comprender que la opinión de aquel hombre, notable por muchos conceptos298, era la de que no basta el sistema por sí sólo, porque la individual personalidad de cada delincuente se ostenta con fuerza tal dentro de la penitenciaría, como en la vida libre, y que el tratamiento seguido con brillante éxito respecto a un penado, produce en otro efectos contrarios, siendo, por lo tanto, necesario que la inteligencia y el profundo estudio del jefe del establecimiento supla lo que todavía le falta al sistema, y dicho sea para honra del jurisconsulto y hombre de estado italiano, la verdad es que la manera de ser de la penitenciaría del reino de Cerdeña nos pareció muy superior a cuanto habíamos visto en Francia, en Bélgica, en Suiza, y hasta en la sabia y culta Alemania; el sistema de aislamiento absoluto con o sin trabajo, y el de aislamiento y trabajo en común, estaban tan admirablemente combinados, que no extrañamos produjese los efectos que el sistema se propone.

Pero los magníficos resultados obtenidos en la penitenciaría modelo de Alejandría no producían todos los efectos que eran de esperar, precisamente por los inconvenientes que hemos dicho hallaban los penados al salir de ella, para encontrar trabajo y poder subvenir a sus necesidades.

8. La ciencia, pues, debe ocuparse de señalar los medios para conseguir que el sistema produzca todos sus efectos, no sólo mientras la pena se sufre, sino cuando extinguida la condena el que fue criminal vuelve regenerado al seno de la sociedad. No es muy fácil, por cierto, señalar científicamente estos medios, y más difícil es aún de seguro traducirlos hoy a la práctica: a no dudar, y aparte de los estudios que se hagan para mejorar y perfeccionar el sistema que todavía está en su infancia, tal vez cierto protectorado, cierta tutela que el Estado se reservase sobre el delincuente durante algún tiempo después de haber salido de la prisión, el establecimiento de colonias en que los penados pudiesen hallar trabajo, ciertas garantías prestadas a los industriales que los recibieran, podrían ser medios que, completando el sistema, facilitasen la realización de su objeto, y le permitiesen producir los efectos anhelados. De todos modos, en esto como en todo, es necesario tener muy presente que modificaciones radicales en el derecho y en la vida de la humanidad, ni pueden verificarse aisladamente, ni producen todos sus efectos, mientras no se hallan, ligan y relacionan estrechamente cuantos elementos varios pueden contribuir a un fin.

9. Cuanto llevamos dicho basta para dar a conocer el origen científico de los sistemas penitenciarios, que podemos decir está en el estudio que de la naturaleza humana se ha hecho con relación a la moral y al derecho, al conocimiento de los principios de la ciencia y de los derechos absolutos que de ella emanan, y a su aplicación a la penalidad; el origen, pues, del derecho penitenciario es altamente racional, y ha de producir, como todo lo que debe su origen a la razón, los más benéficos resultados. Que tal es la creencia de todos los hombres de ciencia y de todos los gobiernos cultos, pruébalo el que en poquísimos años los establecimientos penitenciarios se han multiplicado por todas partes, y hoy esos sistemas se estudian con el más cuidadoso esmero; por desgracia, España forma la excepción de la regla general, y aunque hace algunos años se trató de establecer una penitenciaría en Madrid, y los planos existen en el Ministerio de la Gobernación299, ello es lo cierto que sigue imperando el tristísimo, inmoral y asqueroso sistema carcelario que teníamos hace un siglo, empeorado por cierto, y convirtiendo cada cárcel en una escuela de crímenes horrible.

10. Los sistemas penitenciarios, tales como hoy los conocemos, tienen un origen histórico tan reciente, que apenas si arrancan de los últimos años del siglo pasado, casi puede decirse que son del siglo presente; pero el pensamiento es muy antiguo, y puede decirse que Platón, negando la legitimidad a toda pena que no tendiese a mejorar al culpable, presentía ya que el derecho penal se convertiría en derecho penitenciario, pero ni las palabras del filósofo griego, ni la manera especial que Séneca300 tiene de considerar al culpable, tuvieron influencia en aquellos tiempos ni muchos siglos después. El verdadero origen histórico del derecho penitenciario, que significa, como hemos indicado, el triunfo del espíritu sobre la materia, está donde ha hallado su origen toda noción espiritual, y donde, además de su origen, tiene su sanción, en el Cristianismo y en la Iglesia. Los sabios, los filósofos, no se han fijado en el magnífico sistema penitenciario que la Iglesia estatuyó y desenvolvió desde sus primeros tiempos, y que si alguna vez en la forma pudo materializarse mezclándose con la penalidad social, en el fondo y en la esencia permaneció siempre espiritual, siempre obrando sobre el espíritu más que sobre la materia.

Sentimos, en verdad, que la índole de este trabajo no nos permita más que esta leve indicación; pero ella bastará, sin duda, para que los que quieran hacer en esta materia un estudio profundo puedan acudir a la legislación eclesiástica y hallarán en ella mucho que admirar y materia copiosísima para su estudio.

11. Del DERECHO DE GRACIA: para terminar el rápido análisis que hemos hecho del derecho criminal, tócanos hablar del derecho que casi sin interrupción ha venido ejerciendo el Estado y en virtud del cual puede indultar a los criminales de las penas que se les han impuesto: mirado como uno de los atributos más bellos e importantes del Poder soberano, ha sido, sin embargo, rudamente combatido en los tiempos modernos, ya por los que veían el origen del derecho de penar en el principio absoluto de la expiación, ya por los que le encontraban en la venganza de la parte ofendida que por una trasmisión ejercía el Estado, y mientras aquéllos niegan al Poder el derecho de gracia, toda vez que la expiación es un principio de justicia absoluta que no es dado modificar ni destruir al poder social; éstos sostienen que el individuo no le ha transferido su derecho de venganza para que perdone, sino para que castigue, y por lo tanto, que el Poder podrá sólo y en último caso usar del derecho de gracia en aquellos crímenes que le afecten particular, personalmente, pero jamás en los que afecten a un tercero, mientras éste no lo consienta301.

En la rápida reseña que hemos hecho de los sistemas que tratan de explicar el origen del derecho que nos ocupa, adujimos razones bastantes para demostrar que ni la expiación ni la venganza podían ser los orígenes del derecho de penar, por más que la primera pudiera considerarse como uno de los caracteres de la pena, pero que la segunda nada tenía que ver ni con el origen ni con la manera de ser de este derecho; pues bien, a las razones allí aducidas podríamos añadir que, aunque ambas ideas se aceptasen no podían producir el efecto de quitar al derecho de gracia su legitimidad: en efecto, aceptemos por un momento la expiación como origen, como circunstancia esencial o como fin de la pena, el derecho de gracia no destruye la pena, no la termina, la disminuye, la dulcifica, y esto sólo cuando racionalmente debe hacerlo, el derecho de gracia no es la impunidad, es el contrapeso que se pone en la terrible e insegura aplicación del derecho penal a la imperfección del hombre, a la incertidumbre de sus fallos, y por lo que respecta a la venganza, desde el momento en que el individuo cedió ese derecho, si alguna vez lo hubiera sido, al Estado, se lo cedió con todas sus consecuencias, y así como el individuo puede remitirla, así también podría remitirla el Estado con tanto mayor motivo, cuando que dar en la justicia criminal participación a la parte agraviada, tanto valdría como volver a los tiempos primitivos en que los odios y las venganzas sólo se extinguían ahogados por arroyos de sangre.

Otros autores, entre ellos Filangieri, Bentham, Pastoret y Beccaria han combatido el derecho de gracia, apoyándose en la necesidad absoluta de que las leyes se cumplan, y dicen: o la ley penal es buena o es mala; si es buena, nadie puede dispensar de su cumplimiento, porque para que se cumpliera fue hecha; si es mala, corríjase, porque no es lícito dejar que se aplique una ley defectuosa, ni menos dejar que se realice un mal, para enmendarlo por el derecho de gracia.

Pero ni unos ni otros han dado al derecho de gracia su verdadera significación; no, éste no se emplea cuando la ley es mala, ni tampoco para con la impunidad alentar el crimen; esto podrá ser un abuso, pero no una aplicación racional del derecho, éste se aplica racional y justamente, como dice un célebre tratadista italiano302, cuando la ley se ha aplicado mal, merced a la imperfección de los juicios y criterio humanos, cuando se ha errado en su aplicación, cuando tal vez se ha cometido una iniquidad moral y de derecho racional, aunque se haya obrado legítimamente en el terreno jurídico.

El derecho de gracia creemos que debe aceptarse, pero no como un medio de eludir, de vulnerar, de destruir la ley, sino como un medio de completarla, de suplirla, de facilitar el cumplimiento de la justicia.

12. La última manifestación del derecho público es lo que llamamos DERECHO RELIGIOSO: generalmente no se han discretado de una manera conveniente las condiciones que la forman; por eso se le ha llamado derecho eclesiástico o canónico, cuando realmente éste y el religioso se diferencian mucho. El primero le constituyen las condiciones esenciales internas de las relaciones entre el Creador y su criatura; el segundo, sólo las que regulan las relaciones externas del Estado con la religión o religiones que existen en un país.

Parécenos fuera de duda que una de las cualidades características de este derecho es que mantenga vivas las relaciones que entre el Estado y esas religiones deben existir, sin mezclarse en la parte interna e íntima de ellas, pero sin permitir tampoco que tengan una influencia directa en su acción: a mantener esa independencia entre la sociedad civil y la religiosa, consiguiendo que cada una se evuelva en la esfera de acción que le es propia, tiende el derecho religioso, y entiéndase que hablamos en general, que no nos circunscribimos a ninguna religión determinada. El derecho religioso, por lo tanto, debe prestar al hombre condiciones para que como su conciencia le indique adore a Dios, y plena libertad para que lo haga mientras sus actos externos no sean un atentado a la moral, al derecho, o un peligro para el Estado.




ArribaAbajoLección XXXIII

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo.-Del derecho privado


SUMARIO.

1. Del derecho privado.-2. Derecho internacional privado.-3. Del derecho civil.-4. Del derecho comercial.-5. Del derecho de procedimientos.

1. Por muy importantes que aparezcan todas y cada una de las distintas ramas en que hemos visto dividirse el derecho público, por más que algunos crean que tratándose de regular por él la vida y modos de ser de las naciones y aun de la humanidad, está muy por encima del derecho privado, que sólo de la vida de relación individual se ocupa; como las naciones, los pueblos, la humanidad, no sean otra cosa que la agrupación de hombres cuya vida individual y de relación es parte integrante de la vida real del ente colectivo, el derecho privado, que en sus distintas esferas regula esa vida de relación, no es ni con mucho menos importante que el público, tanto más cuanto que su aplicación es sin duda alguna más constante y repetida, al mismo tiempo que las leyes que le forman más concretas y mejor definidas.

Como hemos dicho, el derecho privado se divide en derecho internacional privado, derecho civil, comercial y de procedimientos: de todos ellos vamos a ocuparnos brevísimamente, no porque los creamos poco importantes, sino porque la misma constancia de su aplicación los hace más conocidos, y sus reglas son más fijas y seguras, y además, porque aun en el trascurso de este libro hemos de hablar algo de sus principales manifestaciones.

2. Derecho internacional privado: llamado a regular las relaciones particulares y privadas que surgen entre individuos de distintas naciones, y sometidos, por lo tanto, a legislaciones diferentes también, adolece de los mismos inconvenientes que el derecho público internacional; esto es, no es seguro, no es fijo, no es, no puede ser, general; sus principios son los del derecho racional aplicados con más o con menos verdad y justicia, y es que no hay una autoridad, una razón superior que se imponga, que dicte sus leyes, que pueda obligar a cumplirlas. El derecho que nos ocupa se forma de esos principios eternos e inconcusos del derecho racional y de las disposiciones especiales, y muy a menudo transitorias, que nacen de los tratados de nación a nación, o de las consideraciones y respetos recíprocos que se guardan.

La ciencia ha comenzado a formular algunas de las leyes que deben constituirlo, y que han sido aceptadas, ya tácita, ya expresamente por los pueblos civilizados; pero ni ha llegado a un criterio fijo ni a preparar siquiera las bases para un código general, y ha de pasar todavía mucho tiempo antes de que se llegue a este resultado tan importante y necesario. Al ocuparnos, pues, de este primer miembro del derecho privado, sólo podemos manifestar la aspiración general de que llegue a constituirse e indicar que sus bases están, por una parte, en el derecho racional, y por otra en los otros miembros del derecho privado, que aunados estos elementos producirán tal vez por sí solos y por la aquiescencia quizá forzosa de los estados, el derecho internacional privado, como por iguales causas y en los mismos términos se produjo el derecho comercial, y sobre todo el marítimo.

3. El DERECHO CIVIL que regula las relaciones puramente privadas de individuo a individuo, es y ha sido de altísima importancia, toda vez que si en esas relaciones de individuo a individuo no hay armonía, si la variedad domina y con ella la lucha, es imposible que la vida social exista. Además, la vida social o colectiva del ser, como hemos dicho, es la resultante de la vida individual en sus distintas relaciones, y su fin general el producto de todos los fines parciales e individuales; así que, mientras la vida y los fines individuales y parciales no se agiten y desarrollen y cumplan bajo el punto de vista del derecho, es imposible que la vida colectiva se realice.

Sin duda por esto, el derecho civil fue el primero que se desenvolvió, perfeccionó y adquirió cierto grado de fijeza y seguridad que aún no ha alcanzado el derecho en sus otras manifestaciones; más aún, absorbió un tiempo a todas ellas; para convencernos de esta verdad, no tenemos más que recordar hasta qué punto el derecho civil de Roma se había perfeccionado cuando aun los principios de la ciencia eran desconocidos, y cómo bajo su manto protector se cobijaban todas las demás manifestaciones del derecho.

4. DERECHO COMERCIAL. Las relaciones privadas entre los hombres varían tanto como variar puede la voluntad, muy especialmente aquellas que, como las contractuales, de la voluntad nacen y revisten tantas formas y tantas cualidades especiales como a la voluntad y al interés privado conviene: el derecho, que debe regularlas es el civil, pero pueden ser tales las modificaciones sufridas, tales las circunstancias especiales que las acompañan, tan particulares los intereses que las promuevan, que las leyes generales no basten y se haga necesaria la aplicación de leyes especialísimas; tal aconteció con el derecho comercial que, filosóficamente hablando, es una parte del civil, por más que entre las condiciones que constituyen el uno y el otro haya ciertas diferencias, más bien de procedimientos que esenciales. Nacieron esas leyes y se formó ese derecho por la iniciativa particular y a impulso del interés y de las necesidades del comercio, y antes apareció como costumbre que como ley; elevóla a esta categoría la aquiescencia del poder primero, y más tarde el convencimiento de su importancia. Lo cual no quita que su origen y sólido cimiento estén en el derecho civil, del que sólo son excepciones formularias y de procedimiento sus leyes.

Las costumbres que produjeron en su día el derecho comercial comenzaron hacia el siglo XII en Italia, y casi por el mismo tiempo en España, especialmente en Barcelona, diferenciándose desde luego del derecho civil en que se valía de una jurisdicción especial, la de los cónsules, en que creó contratos especiales, como la letra de cambio y otros para el comercio marítimo, que es el que más se distingue, con las leyes que le rigen, del derecho civil.

De todas las divisiones del derecho privado, el mercantil, y especialmente el marítimo, es la que más se roza con el derecho público; en él influye mucho el derecho internacional, o tal vez, para hablar con más exactitud, él es el que está llamado a generalizar las leyes internacionales y darles cierta fijeza, como a alejar más y más cada día el estado desastroso de guerra entre los pueblos.

5. DERECHO DE PROCEDIMIENTOS. Definidos y clasificados los derechos, dictadas las leyes que los concretan y obligan al hombre a realizarlos, nada se hubiera conseguido mientras no se le proporcionasen los medios de compeler al que no quisiera cumplir con las obligaciones contraídas, y precisamente ésta es la misión del derecho que nos ocupa.

Se presenta en una doble faz, o dando la fórmula para proceder, o marcando la organización de los tribunales que han de conocer y decidir, y aún no se ha podido llegar a una fórmula ni a una organización acertada y aceptable por todos.

Hemos terminado la parte general del estudio del derecho, y vamos a aplicar los principios sentados a la puramente práctica del derecho positivo.

Manual de derecho natural






ArribaAbajoParte segunda

Realización del derecho racional en el concreto o positivo



ArribaAbajoLección primera

El derecho absoluto se formula y se realiza en el concreto


SUMARIO.

1. El derecho absoluto se formula en el concreto.-2. Fundamentos del derecho.-3. No puede estar en oposición con el derecho racional. Se considera como facultas agendi.-4. Sus manifestaciones. 1.ª Derecho personal y real. 2.ª Trasmisible e intrasmisible.-3.ª Originarios y derivados.-5. Manifestaciones diversas del hombre. 1.ª Individual. 2.ª Social. 3.ª Individual de relación. Análisis de cada una de ellas.

1. En la primera parte de este tratado fijamos la noción abstracta y absoluta del DERECHO, señalamos y estudiamos los principios de conocimiento que hacen del derecho una ciencia, y las condiciones racionales en virtud de las que esos principios pueden realizarse, a las que llamamos derechos absolutos: aquellos principios y estos derechos, como nociones puramente racionales, sólo por la razón pueden ser conocidos, y sólo por la razón practicados; pero como la razón humana se manifiesta con variedad sorprendente; influida a las veces por la materia y con relación al tiempo y al espacio, ni puede conocer en su esencia, ni realizar en toda su extensión lo absoluto y abstracto, sino que tiene que concretarse, y revestir formas externas en consonancia con las manifestaciones también externas del ser, por eso vimos que a cada manifestación especial respondía una forma especial de derecho; esto nos condujo a fijar las divisiones del derecho en público y privado, y a subdividir cada una de estas apariciones concretas de la ciencia. En todas ellas el derecho absoluto aparece como base y cimiento, todas ellas parten de aquél, y por él regulan su manera de ser; pero en todas ellas el hombre se relaciona con el hombre en varia y múltiple relación, y cada relación especial necesita también reglas especiales que emanadas de los principios y derechos absolutos las regulen; en una palabra, éstos revisten formas varias, parciales y especialísimas, a la vez que concretas y tangibles para la realización de los varios fines del hombre.

Así, pues, el objeto que nos proponemos en esta segunda parte de nuestro estudio es ver como los principios y derechos absolutos se realizan por medio del derecho concreto, o lo que es lo mismo, cómo al derecho concreto se traducen y en él hallan su forma externa y tangible.

2. Si el derecho positivo es la forma externa, concreta y especial de que el derecho racional se reviste, la manifestación terrena y práctica, el elemento generalizador de los principios absolutos del derecho racional, concretándose a los distintos estados de la vida, dando reglas ciertas y seguras para todas y cada una de las acciones del hombre que constituyen su vida de relación externa y tangible, claro es que ha de hallar su base y firmísimo cimiento en los principios eternos e inconcusos de la moral y del derecho racional, como que tendrá que plegarse en ocasiones a la situación especial de cada pueblo, de cada época, de cada estado de civilización determinado, y véase por qué muchas veces el derecho concreto o positivo sancionará o prohibirá actos que para la moral y aun para el derecho racional son completamente indiferentes.

3. Pero, según hemos visto303, ni puede contrariar a la moral y al derecho racional, ni a la naturaleza del ser humano; el hombre es un ser racional, libre, voluntario y activo; el derecho positivo, pues, parte de estas condiciones esenciales: así que, no sólo debe favorecer el desarrollo racional, libre y voluntario del hombre, sino que también el ejercicio de su actividad personal que le permite desarrollarse hacia un fin ulterior; por eso en la vida exterior y de relación del hombre, el derecho concreto y positivo se traduce como facultad de obrar (facultas agendi); si considerásemos al hombre solo y aislado, sin relación alguna con sus semejantes, el derecho no ostentaría otra faz que la indicada; pero en la vida de relación, la facultad de obrar de uno se traduce siempre en necesidad de ciertas prestaciones por parte de otros, y por eso al lado del derecho surge la obligación o el deber social de parte de aquel sobre quien el derecho se ejecuta, como al lado de la moral y del derecho absoluto surgía la ley del deber absoluto; pero es más aún, tan íntimamente ligadas se hallan ambas nociones, tan conformes con las absolutas, que no sólo aparece la obligación de parte de aquel sobre quien recae la acción del derecho, sino que aun para el que posee ese derecho o facultad de obrar surge poderosa la idea de obligación; porque como el ejercicio de un derecho cualquiera no sea otra cosa que la práctica de un medio de desenvolvimiento hacia el fin del hombre, y éste tenga un deber sagrado de acercarse a este fin, al lado del derecho está indisputablemente la obligación de ejercerlo.

4. El derecho positivo, considerado como facultad de obrar, puede ejercitarse con relación a una persona determinada, o sin consideración personal alguna.

1.º Cuando el derecho surge de una relación de persona a persona, en virtud de la que una de ellas se ha obligado a dar, a hacer o prestar alguna cosa, el derecho es puramente personal, y sólo puede exigirse de la persona con quien nos hemos puesto en relación. Si, por el contrario, pesa sobre una cosa, de manera tal que todos y cada uno están obligados a respetarlo, y podemos exigirlo de cualquiera, sin atender a la persona, el derecho es real. Este derecho tiene cierto carácter de perpetuo y absoluto, mientras que el derecho personal es relativo, y depende sólo de la existencia jurídica del obligado.

2.º Los derechos son también trasmisibles o intrasmisibles, según que el que puede ejercerlos tiene facultad y juzga conveniente trasmitirlos o no a un tercero; por punto general todos los derechos puramente personales se encuentran en el primer caso; hay, sin embargo, ciertas excepciones a esta regla casi general; así que, no pueden trasmitirse: 1.º Los derechos necesarios al hombre para cumplir su destino, emanación directa de los derechos absolutos. 2.º Los creados en interés general, si sólo pueden ser ejercidos por persona determinada. 3.º Los que mediante una convención expresa toman el carácter de intrasmisibilidad.

3.º Finalmente, los derechos pueden ser originarios o adquiridos (derivados); los primeros, que son los que todo hombre tiene sólo por su cualidad de ente racional y libre, se conocen con la denominación de derechos absolutos, que ya hemos analizado; existen por sí y acompañan al hombre desde que nace; los segundos, de existencia posterior al hombre, surgen de la voluntad humana, son modificables a impulso de esta misma voluntad, y pueden existir o no existir, desenvolverse en más o menos amplia escala, según multitud de circunstancias externas y variables de la vida del hombre y de los pueblos.

5. El hombre, se presenta a nuestro estudio con un triple carácter:

1.º Como ser libre, voluntario e inteligente, esto es, como hombre individuo. Considerado el hombre bajo este aspecto, sólo está sometido a los derechos primarios o absolutos; sólo a ellos obedece; sólo por ellos debe regirse; la razón sola es el elemento rector de su existencia; bajo este aspecto lo hemos estudiado ya y hemos visto lo que es y lo que debe ser.

2.º En la vida de relación con sus semejantes como miembro del gran cuerpo que llamamos pueblo, nación, también le hemos estudiado, aunque someramente, y hemos señalado cuáles sean sus derechos y sus deberes, tanto con respecto a los demás asociados, cuanto con relación al centro director que se llama Estado, Poder.

3.º El hombre vive en relación de igualdad con los demás seres sus semejantes, y en estas relaciones puramente privadas realiza también los derechos absolutos y cumple su destino.

Ya vimos que el hombre tenía como principios de conocimiento, los de personalidad, sociabilidad y propiedad, y como derechos absolutos o condiciones para realizar esos principios, los de libertad, de igualdad, de asociación y de apropiación. Vimos de qué manera estos principios y estos derechos habían venido realizándose en el proceso histórico de los tiempos, influidos constantemente por el espíritu o por la materia, a qué grado de desarrollo y de poder han llegado en los tiempos actuales, y cómo el único elemento rector de estos derechos es la razón. Estudiamos hasta qué punto eran inalienables, irrenunciables e imprescriptibles, y de su realización dependía la del destino supremo del ser, y como su ejercicio en la vida de relación que necesariamente el hombre lleva sobre la tierra se modifica para no convertirse en elemento de desarmonía. La legislación positiva no puede en manera alguna atentar a estos derechos; si algo puede hacer respecto a ellos, es dar reglas para que en su ejercicio no haya choque de individuos, lesión de derechos, desarmonía y desorden; pero en cuanto a los principios y derechos absolutos, nada puede hacer, nada hace, porque son de origen divino, preexistentes a la ley positiva y superiores a ella. Por lo que el derecho concreto sólo se ocupa del hombre en su cualidad de tal, para regular el ejercicio de sus derechos absolutos, en tanto en cuanto éstos se exteriorizan y tocan a la vida de relación.

Pero cuando se trata del hombre en su vida de relación, esto es, como miembro de un cuerpo que se denomina pueblo, nación, toca al derecho concreto, regular y marcar la extensión, carácter y límite de esas relaciones entre los diversos individuos que forman el cuerpo social, cuya base es la familia.




ArribaAbajoLección II

Realización del derecho absoluto en el concreto.-La familia, primera forma de la sociabilidad


SUMARIO.

1. LA FAMILIA, primera manifestación del principio de sociabilidad.-2. Misión de la ley concreta en la organización de la familia.-3. Desenvolvimiento histórico de esta institución.-4. Los romanos.-5. Teoría filosófica.-6. Origen científico de la familia.-7. Su importancia.-8. El matrimonio. Su definición.-9. Es de derecho natural.-10. Diversas fases del matrimonio.-11. Condiciones esenciales. Consentimiento. Le vician: 1.º La violencia. 2.º El error.-12. Fines primordiales del matrimonio.-13. Su base, el amor.-14. Consentimiento paterno. No es de derecho natural.-15. Edad para poder contraer matrimonio.

1. La FAMILIA. El principio de sociabilidad, que, como hemos dicho, es necesario e inherente al destino del hombre, hace su primera manifestación en la familia que es de derecho natural, anterior a la ley, superior a la ley, eterna, inalienable, como todo lo que debe su origen y razón de ser a una voluntad superior a la del hombre.

Anterior a la ley positiva, no debe a ella ni su origen ni su forma; superior a la ley positiva, ésta no puede destruirla; debe respetarla, y es independiente de toda humana convención.

2. Lo poco que la ley puede hacer respecto a la familia, ni tiene influencia en la esencia de ella, ni en su manera de ser, sino sólo en la parte puramente accesoria y secundaria de la institución; pero aun eso ni debe ni puede hacerlo la ley sin gran cuidado, sin gran estudio, sin grandes causas, porque es muy difícil inmiscuirse en el santuario donde el hombre recibe sus primeras impresiones, forma su corazón, sus creencias y su inteligencia, donde crea esas afecciones que han de formar el más fuerte lazo de la vida sin que se puedan producir gravísimos males.

3. Difícil parece a primera vista armonizar estas ideas con el movimiento histórico que la familia ha realizado en los tiempos y en las edades; pero téngase presente que ese movimiento, las variaciones que la historia nos muestra en la familia, ni han sido esenciales en el principio que la sirve de base, ni pueden considerarse sino como en aumento o disminución de fuerza y de cohesión entre los distintos miembros que la forman; y esto se explica sin grandes dificultades y sin gran esfuerzo de la inteligencia.

Demuéstranos la historia que a proporción que los lazos sociales son más débiles, y por lo tanto más débilmente está constituida la asociación política, los lazos de familia son más fuertes y estrechos.

Compréndese esto fácilmente: a proporción que los pueblos están más cercanos a la barbarie, con mayor dificultad se separan las generaciones; no existiendo lazo de hombre a hombre, no existiendo agrupación política, la solidaridad del peligro y de la defensa sólo se halla en la agrupación que forma cada familia, que al más leve grito de alarma se reúne para la defensa común; pero cuando, por el contrario, existe una agrupación política bien organizada, bien definida y fuerte, porque tiene leyes que vigilen por la seguridad de todos: cuando la civilización, levantando el espíritu mercantil, disemina a los hombres, el sentimiento de familia se debilita; el poder paterno será menos fuerte en este caso que en aquél; la condición de la mujer, de los hijos, y aun la propiedad, sufrirán modificaciones análogas a la mayor o menor tensión del poder familiar.

4. Los romanos304 quisieron dar a la familia una organización política y social, sacrificándolo todo al poder omnímodo y absoluto del jefe; esto sólo podía hacerse por medio de una combinación, que sobreponiéndose de cierto modo a los lazos naturales, casi los olvidase por completo: la naturaleza, empero, revindicó muy pronto sus derechos, y la familia natural se sobrepone a la artificial y de origen puramente civil del pueblo rey305.

La Edad Media, por su carácter agrícola y religioso, tiende a fortalecer los vínculos naturales de la familia y a hacer más estrechos los lazos de sangre; de aquí que la propiedad se vea rodeada de trabas que tienden todas al objeto antedicho306.

5. Los filósofos, al ocuparse de esta altísima institución, han exagerado sus teorías, unos en pro y otros en contra de la familia; quienes, reconociendo esta institución como de derecho natural, han tratado de darle fuerza y cohesión, yendo tal vez más lejos de lo que la naturaleza exige; quienes, por el contrario, han querido demostrar que la familia es el origen de todo egoísmo, de toda rivalidad, y que el medio de evitar estos males no es otro que apoderarse del hombre apenas nace, separarlo de sus padres y entregarlo a la sociedad para que ésta se encargue de él y le haga comprender que, miembro de ella, sólo a ella se debe307.

Ya lo hemos dicho con repetición: siempre que la filosofía, al ocuparse del hombre, prescinde de algunas de sus cualidades esenciales y trata de formar un hombre a su gusto, sólo produce errores lamentables y teorías absolutamente falsas y desprovistas de todo fundamento. La educación de los primeros tiempos de la vida, los cuidados que son necesarios para que el hombre logre salvar el período de la niñez y aun el de la adolescencia, sólo pueden recibirse en el seno de la familia; sólo un padre, sólo una madre, es decir, unos seres cuya misión está santificada por Dios, pueden cumplir deberes tan altos y difíciles. Los no menos imprescindibles cuidados que la ancianidad y la decrepitud exigen, sólo en la familia pueden prestarse.

6. Cuál sea el origen de la familia, de qué acto del hombre surja ésta, cosa es que fácilmente se comprende; la familia surge y se origina en la unión natural y necesaria del hombre y de la mujer, unión que está destinada a perpetuar la existencia de la especie humana.

Todos los seres físicos y sensibles que pueblan el mundo se unen para perpetuar su especie; pero entre la unión de éstos y la del hombre media un abismo, como media un abismo entre lo que es fatal y necesario y lo que es libre, voluntario y hecho con inteligencia. En efecto, los primeros, al verificar esa unión que está llamada a multiplicar su especie, obedecen a una ley fatal y a una necesidad del momento; pero la ley cumplida, la necesidad satisfecha, todos los lazos se rompen, toda relación cesa, nada queda de esa unión; el hombre, por el contrario, si bien es cierto que cede a una ley, que cumple una necesidad, también lo es que halla en sí los medios de cumplir esa ley, de satisfacer esa necesidad o de apartarse de ella, puesto que es libre y tiene voluntad; pero es más aún; la ley cumplida, la necesidad satisfecha, el hombre aspira a perpetuar los efectos de esa ley y de esa necesidad, se halla fuertemente ligado con la mujer, con los hijos, cuya larga y trabajosa niñez hace que en mucho tiempo no puedan vivir sin el auxilio constante, y de momento a momento, de sus padres; y esa unión, que en el animal es momentánea y pasajera, en el hombre es perpetua e indisoluble, y viene significando un cambio de amor, de respetos y de servicios mutuos, que hacen de la familia el origen de toda existencia social y uno de los elementos más preciosos para que el hombre pueda realizar su destino y perpetuarse sobre la tierra.

7. Es indudable, que de cuantos actos componen la vida externa del hombre y regulan las leyes positivas, ninguno hay más importante, más grave ni más trascendental que el que nos ocupa; y es claro, él es no sólo la primera forma social en que el ser humano comienza su vida social y de relación, sino que también la base de todas las asociaciones, puesto que las municipalidades, los pueblos, las naciones, puede decirse que más que agregaciones de individuos son agregaciones de familias.

Pero es más aún; en la familia es donde se educan y preparan las generaciones que han de influir con su inteligencia, con sus virtudes y con sus vicios en el porvenir de las naciones; en la familia, en el seno misterioso y santo del doméstico hogar es donde la madre enseña a sus hijos a conocer y a adorar a Dios; allí es donde se aprenden las lecciones de sólida virtud que no se doblega ni se tuerce; allí los cariñosos halagos de una madre la fortifican y robustecen; allí se comprende el deber y se aprende a practicarlo; en una palabra, en el seno de la familia se prepara el hombre para dirigir los destinos del mundo, tal vez para hacer la felicidad de sus semejantes, tal vez para destruirla. Pero para que esto tenga lugar, es necesario que la familia ostente el carácter de perpetuidad que ostentan todas las existencias racionales, espirituales mejor dicho, porque si sólo fuera la unión pasajera y del momento para perpetuar la especie, el ser no podría desenvolverse ni aprovechar el trabajo de perfeccionamiento de pasadas generaciones, ni vivir siquiera, porque hasta su manifestación material primitiva es tarda e incompleta, y no puede realizarla por sí solo.

8. Al acto por virtud del que nace la familia, a la unión del varón y la mujer que la produce, se llama MATRIMONIO.

De varias maneras se ha definido esta institución; quienes la han llamado unión indisoluble de varón y mujer para la comunicación de los derechos divinos y humanos308; quienes han creído completar esta definición añadiendo la frase consorcio de toda la vida; quienes, mirándola bajo un punto de vista tal vez filosófico, la definen contrato consensual en virtud del que el hombre y la mujer se ligan en lazo indisoluble para toda la vida, con objeto de procrear hijos y de auxiliarse mutuamente; quienes, dándole un carácter religioso, le definen bajo el punto de vista del sacramento309.

9. Al ocuparse los filósofos del matrimonio han querido, fundándose en la recta razón, averiguar lo que el matrimonio debe ser; y si existe algo en la naturaleza del hombre que demuestre cumplidamente la necesidad del matrimonio, como una cosa distinta de la unión material y necesaria entre los dos sexos para realizar el fin de la conservación de la especie. Esta cuestión no es difícil de resolver, y ya hemos sentado principios que nos ayudarán a ello. En efecto, al ocuparnos del estudio del hombre, demostramos que teniendo en cuenta la naturaleza eminentemente sociable del ser humano, su condición de ser libre e inteligente, el destino espiritual que estaba llamado a realizar en la creación y su naturaleza física, el hombre no podía menos de nacer en la sociedad y sostener la vida de relación que surge desde el momento en que abre los ojos a la luz; nada de esto puede realizarse sin la existencia del matrimonio como unión perpetua.

Pero es más, la unión momentánea de sexos sería la lucha abierta sin tregua ni descanso, la lucha de la pasión con la pasión, del instinto grosero, material, ciego; además hemos dicho, y a cada paso tenemos que recordarlo, que el hombre no es sólo materia; que en él se adunan la materia y el espíritu en admirable consorcio; que tratar de separar el uno de la otra es lo mismo que desarmonizar la obra más perfecta del Hacedor supremo: pues bien, en el momento que consideremos el matrimonio como el acto momentáneo y fortuito de la unión de dos seres, le materializamos por completo, le reducimos a un acto fatal en el que todo movimiento espiritual desaparece, y hacemos del hombre un ser puramente físico. Verdad es que en la unión sexual toma parte la materia; pero en ella, como en todo lo que el hombre realiza, aparece el espíritu dirigiendo, dominando, a la materia e imprimiéndole su carácter, y originando el amor, esto es, el sentimiento moral que ennoblece al movimiento físico, que hace que las almas de ambos seres se confundan en una sola aspiración, en un solo pensamiento.

10. El matrimonio, pues, considerado como hecho material, es la unión de varón y de mujer para perpetuar la especie; considerado como acto en que el espíritu toma parte, es una asociación perpetua para crear y educar a los hijos, y para que los cónyuges se presten mutuo auxilio, y mutuamente se ayuden a soportar las cargas de la vida. Bajo el primer punto de vista, el matrimonio se parece a la unión de los animales; bajo el segundo, es una asociación especialísima, consecuencia natural e indeclinable de la naturaleza racional del hombre.

De lo dicho fácilmente se desprende cuáles serán las condiciones con que esta unión deba verificarse.

11. La primera y más esencial condición para la existencia del matrimonio es el consentimiento de los que se unen, y es muy notable que este principio haya sido desconocido en tantos y tantos pueblos.

El consentimiento ha de ser libre y voluntario, esto es, exento de todo temor, de toda violencia, de todo dolo.

1.º La violencia es indudablemente el acto que más profundamente vicia el matrimonio, porque paraliza la voluntad y destruye la libertad.

¿Podrá considerarse como violencia el respeto que nos liga a nuestros padres y a nuestra familia? Cuestión es ésta que debemos resolver en sentido negativo, porque es imposible medir el efecto que ese respeto puede producir en los contrayentes; pero si ha habido malos tratamientos, si ha existido real y efectivamente coacción y fuerza, el matrimonio será vicioso; porque le viciará siempre la violencia, venga de donde venga, sea quien quiera el que la use. Hoy felizmente es raro el caso en que la violencia se emplee; no así en la Edad Media, en que los señores feudales abusaban de sus vasallos para saciar su ambición y sus miras personales. Ésta fue la causa de la excomunión que el Concilio de Trento lanzó contra los poderosos que coartasen la libertad de los matrimonios.

2.º Aunque el error vicia también el consentimiento necesario para el matrimonio, sólo puede ser causa de nulidad de éste en dos casos: primero, cuando el error ha sido intencional y deliberado por parte de uno de los contrayentes en perjuicio del otro; y segundo, cuando evidentemente no se hubiera prestado el consentimiento, si no hubiera mediado el error como causa ocasional.

12. El matrimonio tiene dos fines primordiales; la procreación y la educación de los hijos, y el mutuo auxilio de los cónyuges; es necesario, pues, que estos dos fines puedan cumplirse desde el principio. Si, pues, al contraerse el matrimonio es alguno de los cónyuges impotente para llenar el primero de los fines, será nulo; pero si, por el contrario, ambos eran hábiles en la época en que el matrimonio se contrajo, y después sobrevino la impotencia para engendrar, continuará siendo válido y subsistente para llenar el segundo fin de la institución, esto es, el mutuo auxilio de los cónyuges.

13. La base del matrimonio puede decirse que es el amor; su consecuencia necesaria la igualdad de derechos de los cónyuges entre sí; la fuerza sólo, y por lo tanto, sólo el predominio de la materia, pueden hacer que la mujer ocupe una posición inferior a la del hombre, e incompatible con el amor y con la dignidad de la mujer. No se crea que la igualdad de derechos quiera decir que el hombre y la mujer deben ejercer el mando dentro de la sociedad de una misma manera, no: en la sociedad marital el poder deberá ejercerse sin duda alguna por el marido, porque ese es el único modo de que haya unidad; pero esto no quita que la mujer tenga iguales derechos, aunque subordinada a la dirección de aquél; por otra parte, lo que la mujer parece perder en sus derechos por la dirección suprema que el hombre tiene en la familia, gánalo sin duda alguna por su profunda y grande influencia en la educación de los hijos, que, contrabalanceando el poder del marido, equilibra e iguala los derechos de ambos, y cuando la sociedad se disuelve, porque la personalidad del marido desaparece, la mujer asume todos los derechos, y filosóficamente debe considerarse como el jefe de la familia creada por la asociación de que ella formó parte.

Suponiéndose que el amor es la base del matrimonio, y que este amor en el hombre, como acto puramente espiritual, es perpetuo, no se concibe, no puede concebirse el matrimonio sin que haya la intención de hacer perpetua la unión; y decimos la intención, porque causas especiales pueden alguna vez disolverla; además, si la perpetuidad no fuese esencial al matrimonio, la mujer perdería inmensamente en esa unión temporal, porque al disolverse, todas las ventajas de su juventud, de su hermosura y lozanía habrían desaparecido.

14. ¿Será el derecho natural el que dé origen a la necesidad del consentimiento paterno? Parece que no; el contrato consensual, el matrimonio, se perfecciona sólo por el consentimiento de las partes contratantes; unión basada en el amor y que el amor sostiene y hace duradera, sólo del acto de voluntad de los que han de soportar esa unión necesita, para nada de una voluntad, de un consentimiento extraño. En las manifestaciones primitivas del derecho, en la infancia de los pueblos, cuando la familia se hallaba fortísimamente constituida, sólo se necesitaba del consentimiento del padre, mientras que el hijo vivía con él bajo el mismo techo, pues cuando el hijo establecía economía aparte, parece que se aflojaban los lazos de la familia: la mujer era la esclava del hombre, y por lo tanto, para nada tenía que intervenir en este acto importante de la vida de su hijo.

Las leyes positivas, teniendo en cuenta la necesidad de fortalecer y dar vigor a los lazos de la familia, y de hacer que se aumente el respeto que los hijos deben a sus padres, comprendiendo la importancia política, social y civil del matrimonio, y deseando hallar garantías de acierto en esas uniones, creyeron que el consentimiento paterno debía ser una de las condiciones esenciales del matrimonio; tanto porque así se mantiene vivo el respeto de los hijos a sus padres, cuanto porque la experiencia y fría razón de los padres pueden, hasta cierto punto, suplir lo que la pasión ciega no permite ver a los hijos.

Claro es que si, como hemos dicho, debe haber igualdad armónica entre los derechos del marido y de la mujer, ésta debe ser consultada cuando se trate de la celebración del matrimonio de sus hijos, por más que en caso de desacuerdo toque al marido, como jefe de la familia, decidir la cuestión.

Necesario es tener presente que ese respeto, esa deferencia que debe existir respecto a los padres, constituirá por parte de éstos un poder protector, en manera alguna un poder tiránico, que sin necesidad se oponga al libre ejercicio de la voluntad del hijo. Por eso la mayor parte de las leyes han fijado una edad en que el hombre puede contraer matrimonio sin necesidad del consentimiento de sus padres. ¿Cuál sea ésta? Cosa es difícil de fijar de una manera general: sólo podemos decir que como en este contrato entra por mucho la pasión, es conveniente fijarla en la época en que la razón del hombre ha adquirido ya su completo y perfecto desarrollo; esto es, cuando el elemento espiritual y armonizador se ha sobrepuesto a la materia y elementos varios de la existencia del hombre.

15. Teniendo presente que uno de los fines que hemos asignado al matrimonio es la procreación de los hijos, claro es que, según el derecho natural, la edad para contraerlo es la en que esa facultad generadora aparezca; pero como su aparición varía, no sólo según los climas, sino hasta según los individuos, las leyes positivas la han fijado, si bien hay que tener en cuenta que a proporción que un pueblo adelanta más en la vía de civilización, más parece que se trata de retrasar el momento en que el matrimonio pueda realizarse, porque se comprende la necesidad de que le presida la razón, sobreponiéndose al ardor de los instintos y de las pasiones.

Hemos dicho que la causa de fijarse una edad para el matrimonio emana de que uno de los fines que hay que llenar es la procreación; parecía, pues, que de la misma manera que se traza un límite inferior, debía la ley señalar otro límite superior, por causa de ancianidad o decrepitud; sin embargo, mientras que la legislación universal ha señalado el punto de partida con más o menos tino, con más o menos acierto, pero siempre de una manera fija y segura, sólo algún pueblo ha señalado el límite a la vida activa para celebrar matrimonio310.




ArribaAbajoLección III

Realización del derecho absoluto en el concreto.-La familia, primera forma de la sociabilidad


SUMARIO.

1. De las formas externas del matrimonio. Su tendencia.-2. Causas que impiden el matrimonio. División. 1.º Impedimentos dirimentes. a. El parentesco. b. Existencia de un matrimonio anterior. 2.º Impedimentos impedientes. a. La mujer viuda. b. Consentimiento paterno.-3. Fines del matrimonio. Sus bases. Misión de la ley positiva.-4. La cohabitación.-5. Fidelidad.-6. Mutuo auxilio.-7. Límites del poder marital.-8. Relaciones de los padres con los hijos. Materiales.-9. Espirituales.

1. Las formas externas del contrato deben tender, por una parte, a asegurar la libre emisión del consentimiento de los contrayentes; por otra, a dar publicidad a la unión con el objeto de que sea de antemano conocida, por si alguien puede o debe oponerse a ella.

Los pueblos antiguos se ocuparon muy poco de la publicidad en los matrimonios, pues aunque éstos vienen casi siempre acompañados de algún rito religioso, se miraban principalmente como un contrato privado que pasaba en el seno del hogar doméstico y que sólo a la familia interesaba. Al concilio de Trento se debe la regularización acertada y conveniente de esta institución, que aunque en la Edad Media, tomando ya el carácter de sacramento, se hizo mucho más pública que en la antigüedad, no tomó el verdadero carácter de publicidad que es conveniente hasta que el concilio Tridentino se la dio.

2. No sólo pueden considerarse como impedimentos para la celebración del matrimonio la falta de alguna de las condiciones esenciales que acabamos de marcar y analizar, sino que hay además ciertas circunstancias especiales que pueden impedir la celebración de un matrimonio o disolverlo una vez celebrado, aunque las partes contratantes hayan cumplido con todas las condiciones que con el carácter de esenciales hemos señalado.

Divídense los impedimentos en impedimentos dirimentes e impedimentos impedientes; los primeros son aquellos que en todo tiempo en que aparezcan anulan el matrimonio; y los segundos los que, aunque impidan que el matrimonio se celebre, una vez celebrado le dejan toda su validez.

1.º Impedimentos dirimentes: a. A la cabeza de los impedimentos dirimentes se coloca el parentesco. Un sentimiento instintivo y natural de repugnancia, del que no podemos darnos cuenta, pero que existe, hace que todo el mundo condene la unión entre ciertos individuos de una misma familia, y sin embargo, los filósofos, al ver que estas uniones se verifican en los animales, que ni las creencias de los pueblos, ni las costumbres de las distintas épocas, ni las legislaciones de otros tiempos y de otros países guardan completa uniformidad, sino que, por el contrario, unas veces se aceptan las uniones que otras se rechazan, unos pueblos reconocen matrimonios que otros vituperan, dudan si las ideas que hoy sirven de base a nuestro derecho positivo serán verdaderas, o si cederemos a juicios preconstituidos y a convenciones sociales; y tanto es esto así, que admira el ver que Sócrates311, por ejemplo, no encuentre razón más plausible para demostrar la ilegitimidad de la unión entre padres e hijos, que la desproporción de edades, que sería causa de engendrar generaciones imperfectas; que Bentham312 vea la razón en los abusos prematuros que estas uniones podrían producir, perjudiciales al desarrollo del ser, o que privasen a los hijos de un matrimonio ventajoso; finalmente, los fisiólogos dan como razón suprema el empobrecimiento de las castas que no se cruzan.

No son razones bastante poderosas para condenar el incesto una razón de higiene y una razón de utilidad o conveniencia. Creemos que para decidir en cuestión de tamaña importancia es necesario algo más, y que no es tan difícil hallar la razón que le condena como contrario al derecho natural.

La familia, como toda sociedad, es una agregación de seres libres y voluntarios, que libre y voluntariamente van a cumplir un fin, a llenar una parte integrante del destino general; en toda asociación la voluntad y la libertad, elementos necesarios para la existencia humana, se presentan como los elementos varios que deben armonizarse para la consecución de un fin cualquiera; el elemento armonizador es la razón; pero como en la asociación la razón individual aparece con el carácter de elemento igual e individual, también es preciso buscar un elemento razón, que sea superior y que se imponga y dirija los elementos varios; decíamos que en la sociedad política ese elemento es el Estado; en la sociedad doméstica, el Estado es el jefe de la familia; éste, pues, debe tener un ascendiente, un poder moral sobre todos los miembros de ella, que no existe ni puede ser compatible con la igualdad que debe existir entre los esposos.

La base de la existencia doméstica es indudablemente la moralidad más pura y más estricta: haciéndose imposible el matrimonio entre los que viven cobijados por un mismo techo, se evitan sin duda alguna los desórdenes que tendrían lugar si hubiera la esperanza de poderlos legitimar un día.

No es difícil creer que el horror instintivo que sentimos hacia una unión incestuosa tiene algo de providencial, y es como un medio de multiplicar los lazos de familia y familia, y ampliar así más y más la esfera de acción social de los pueblos.

Sentados estos precedentes y aducidas las razones que en nuestro concepto pueden servir de base a la prohibición de los matrimonios entre parientes; queda aún una cuestión por resolver, es a saber: hasta qué punto debe extenderse la prohibición. Indudable cosa es que en la línea recta el impedimento debe ser absoluto, como debe serlo también en la línea lateral entre hermanos, puesto que las mismas razones de moralidad existen para unos que para otros.

Respecto a los demás grados de parentesco, es casi imposible marcar una regla general; podemos, sin embargo, decir, que a proporción que la vida de familia es más íntima, que los lazos de ella son más estrechos, debe extenderse más la prohibición, y que, por el contrario, mientras más relajados estén los vínculos familiares y más apartados los individuos que la componen, más puede ensancharse la permisión.

b. La existencia de un matrimonio anterior; es un impedimento dirimente, y la razón es obvia; las leyes del derecho natural, y con ellas las de todos los pueblos civilizados, prohíben la poligamia simultánea, y por lo tanto no pueden en manera alguna consentir la existencia de dos matrimonios.

Téngase presente que la prohibición es para la poligamia simultánea; en manera alguna se extiende a la sucesiva, pues ésta, o lo que es lo mismo, las segundas o terceras nupcias, no están prohibidas ni por las leyes naturales ni por las positivas.

2.º Impedimentos impedientes. Las consecuencias de la anulación del matrimonio son tan graves, como importante es la institución; causan una herida tan profunda a la paz y al bienestar de la familia, que la ley positiva ha debido ser muy parca en conceder esa nulidad y lo ha sido en efecto. Véase por qué ha creído que si bien ciertas uniones pueden prohibirse preventivamente y de modo que no lleguen a celebrarse, una vez celebradas a despecho de la ley, ésta, sin embargo, las declara válidas y subsistentes.

a. La ley romana había fijado en un año el luto de la viuda, y la había prohibido, pena de infamia, pasar durante ese tiempo a segundas nupcias. Fácilmente se concibe que la razón de esta prohibición, no era solamente la conveniencia social; más alta y de más importancia fue la que movió al legislador romano, y que ha hecho que con más o menos extensión casi todos los pueblos civilizados adopten esta disposición legal. La mujer podía haber quedado encinta de su primer matrimonio, y celebrado el segundo haber confusión de parto, y no saberse a quién atribuir el hijo nacido durante los primeros tiempos del segundo matrimonio.

Los códigos modernos, al reproducir el impedimiento, no le definen sin embargo; clara y fácil cosa es asegurar que debe pertenecer a la clase que examinamos; esto es, a los impedimentos impedientes, y no podía ser de otra manera: si el objeto ha sido impedir la confusión del parto, natural era que el matrimonio se prohibiese; pero si burlando la ley se ha contraído una nueva unión, si ha habido cohabitación entre la viuda y su segundo marido, ¿qué se conseguiría con anular este matrimonio? ¿Sería el hijo por eso menos incierto? Si, por el contrario, no hay sucesión, ¿de qué serviría tampoco la nulidad?

b. El Concilio Tridentino, de acuerdo con el derecho natural, no sólo colocó el consentimiento de los ascendientes entre los impedimentos impedientes, sino que anatematiza a todo aquel que reclame por esta causa la nulidad.

3. Dos hemos dicho que son los elementos componentes de la familia, a saber: los cónyuges por una parte, los hijos por otra; dos son los fines que el matrimonio está llamado a realizar: la procreación y educación de los hijos y el mutuo auxilio de los cónyuges; dobles deben ser, por consiguiente, las relaciones que nacen de esta unión, dobles también los derechos y los deberes que en ella se realicen y cumplan. En efecto, existe en el seno de la sociedad conyugal un orden de relaciones, que ligando a los esposos entre sí, hace surgir deberes y derechos recíprocos entre ellos; hay otro orden de relaciones entre los esposos y los hijos, que es también fuente constante de recíprocos derechos, de recíprocos deberes. Examinemos, pues, el matrimonio en esa doble faz, y comencemos por las relaciones que surgen y se sostienen entre los cónyuges.

La base en que se asienta esta institución es el amor; el amor que espiritualiza en el hombre lo que en los demás seres físico-sensibles es sólo un movimiento instintivo y material; pero como el principio y sólido cimiento de todo acto espiritual es la igualdad, las relaciones que nacen del amor para servir de base a la sociedad conyugal deben ostentar un carácter de igualdad de derechos y de deberes; por eso los que vamos al señalar son mutuos entre los esposos, y puede decirse que ninguno de ellos podrá excusar su cumplimiento.

4. La cohabitación es el medio natural, físico, pero necesario de procrear la especie; y siendo uno de los fines del matrimonio esa misma procreación, claro está que el deber de unirse y cohabitar los esposos es mutuo, y tanto debe prestarse a su cumplimento el uno como el otro, pues ambos tienen igual obligación de contribuir a que los fines del matrimonio se realicen y cumplan. Sin embargo, la cohabitación más bien constituye un deber moral y de conciencia que una obligación legal; y no podía ser de otra manera; la ley moral no sólo puede penetrar y penetra en el sagrado de nuestra conciencia, sino que sin peligro debe regular en gran parte la vida secreta y reservada del doméstico hogar; pero lo que tan fácil y hacedero es para la ley moral, tan difícil es para la ley positiva, que no puede penetrar en el sagrado de la conciencia, que no puede entrar en el recinto reservado del hogar doméstico en la vida secreta e íntima de la familia sin exponerse a gravísimos peligros, sin que su intromisión produzca grave escándalo y males mucho más profundos que los que trata de prevenir y evitar.

5. Así como es cierto que al celebrarse el matrimonio los esposos consienten en respetar el deber moral de la cohabitación, también lo es que contraen la obligación formal y positiva de guardarse mutua fidelidad mientras dure el matrimonio, y esta obligación, aunque recíproca e igualmente cumplidera por ambas partes, se presenta con un carácter de mayor severidad en la ley cuando se trata de la mujer; pues, aunque la falta de fidelidad en el hombre trae la lucha y la desconfianza al seno de la familia, el adulterio en la mujer, además de estos males, trae el de introducir en la familia hijos que debían ser extraños a ella; y que pueden venir un día a compartir el fruto de los afanes y trabajos de un padre que no es el suyo, con los hijos legítimos de éste; por lo demás, el adulterio, sea por parte del varón o de la mujer, es siempre una fuente copiosísima de inmoralidad, de corrupción de costumbres públicas, y con frecuencia de graves crímenes.

6. Otro de los fines de la sociedad conyugal es el que los cónyuges se auxilien mutuamente. En efecto, basta fijarse un punto en el estudio fisiológico y antropológico del hombre para comprender que el matrimonio, uniendo en una dos existencias, de las cuales la una representa el poder, la fuerza, la dominación, y la otra el sentimiento, la dulzura, el amor, viene a completar la existencia humana, para deducir que los cónyuges deben auxiliarse mutuamente; deben, poniendo en acción sus elementos propios de existencia, hacer que la sociedad que nos ocupa llene cumplidamente sus fines.

Nos es fácil hallar en el derecho natural razones fuertes y muy sólidas en pro de la preponderancia que las leyes positivas dan al marido sobre la mujer; porque habiendo dicho nosotros que la sociedad conyugal no puede establecerse sino sobre la base del amor, y de la igualdad por consiguiente, es indudable que esta igualdad se rompe desde el momento que se acuerde al hombre la dirección suprema de la asociación; y sin embargo, si se tiene en cuenta que no puede existir, ni comprenderse siquiera, una sociedad sin que aparezca en ella la razón como elemento superior a todos los demás componentes, y que a todos se imponga, que este elemento generalmente se traduce en una mayoría, que en una sociedad de dos personas esa mayoría no puede existir, y que tampoco sería conveniente que radicase el poder en el ser más débil y menos experimentado; se alcanza la necesidad de que el poder radique en el hombre, si bien templado siempre por los consejos y por la influencia natural y legítima que sobre él tendrá constantemente la mujer.

7. Más difícil aún es la fijación de los límites del poder del marido; las diversas civilizaciones, las épocas y creencias distintas que se han sucedido en el mundo, han hecho muchas veces que el poder marital haya venido representando la fuerza material y bruta, ejercida sobre la mujer y sobre la familia, lo que será siempre contrario a la razón, a la justicia y al derecho filosófico.

En cuanto a los bienes que cada uno aporte a la sociedad y a la manera de administrarlos, a la ley positiva toca señalar las reglas, pero consultando siempre la mayor seguridad posible para lo por venir de la mujer y de los hijos.

8. Los animales, una vez satisfecha la necesidad, una vez cumplido el movimiento instintivo, fatal y casi siempre periódico que acerca los sexos para perpetuar la especie, se separan, y todo lazo, toda relación queda rota y terminada; en el hombre, por el contrario, esa unión se verifica libre y voluntariamente; la necesidad, el instinto, ceden a la inteligencia, que en él todo lo domina, lo avasalla todo; de esa unión surge la familia, en la que el hombre perpetúa sus aspiraciones, sus deseos, su existencia misma; y como los lazos, lejos de romperse, se estrechan más y más se fortifican, y como durante un largo espacio de tiempo los descendientes de esa unión tienen que vivir sometidos y en íntima dependencia de los que les dieron el ser, y como no es posible que el hombre se acerque al hombre sin que surja la vida de relación, de aquí el que apenas la familia se presenta a nuestro estudio y a nuestra inteligencia, se presenten también las relaciones íntimas y estrechas que ligan a los padres con los hijos y que se traducen en derechos recíprocos y en recíprocas obligaciones.

El hombre tiene un fin que realizar en la creación, y por más que éste sea eminentemente espiritual, lo realiza en parte sobre la tierra y valiéndose de medios terrenos y materiales; todo hombre está obligado a prestar a sus semejantes los medios de que pueda cumplir y realizar su destino, o por lo menos, a no suscitarle traba alguna que dificulte esa realización; pues bien, lo que para todos los hombres es un deber general, para aquel que por un acto libérrimo de su voluntad da la existencia a otro, es un deber moral, de derecho natural y de derecho positivo; pero un deber especialísimo y del que no puede prescindir.

Ahora bien, la primera condición para que un hombre pueda desarrollarse convenientemente y realizar su destino, es que exista; de aquí que el primer deber del padre sea el de alimentar a su hijo, es decir, el de prestarle todos los medios suficientes para que asegure su existencia física, y véase por qué este deber tanto alcanza al padre natural como al legítimo.

Algunos filósofos han querido demostrar que la obligación de los padres a alimentar al hijo natural nace de un cuasi delito, y se fundan para ello en que, de otro modo, harían sufrir al hijo las consecuencias de su propio reprensible acto: esta opinión es un sofisma que nos conduciría a eximir a la madre, víctima de una violación, del sagrado deber de alimentar y criar al hijo nacido de aquel delito. Afortunadamente, sobre las opiniones de los sabios está la naturaleza.

9. Ya está cubierta la primera condición para que el hombre pueda cumplir con su destino; esto es, ya está asegurada su existencia cuanto es posible al ser humano; pero hasta ahora sólo está atendida, sólo está cubierta la parte puramente material del hombre, y éste no es sólo materia, ni la materia es el elemento de vida más elevado ni más noble; sobre la materia está el espíritu, que es el llamado a realizar el fin ulterior del ser humano; pues bien, de la misma manera que el hombre nace con un derecho respecto a los que le engendraron para que éstos le aseguren los medios de existir, físicamente hablando, de la misma manera tiene el derecho de que se le presten medios de existencia moral e intelectual y de desarrollo en ambas esferas de la espiritual existencia; pero es más aún: no sólo el hijo tiene estos derechos, sino que la sociedad entera, que está interesada en que ni uno solo de sus miembros carezca de medios para realizar su destino, tiene el derecho, mejor dicho el deber, de compeler al padre a que cumpla con tan sagradas obligaciones en la esfera propia de acción que a cada uno corresponde. La ley positiva, pues, puede y debe velar por que estos derechos se cumplan y arbitrar medios suaves, pero eficaces, indirectos casi siempre, pero seguros, para conseguirlo.

Claro es que estas obligaciones de los padres responden por una parte a un derecho, por otra a una obligación respecto a los hijos: derecho a exigir de los padres que cumplan con los deberes que hemos marcado; obligación de aprovechar los esfuerzos de los padres y de prestarles obediencia, sumisión, cariño digno y respetuoso.




ArribaAbajoLección IV

Realización del derecho absoluto en el concreto.-La familia.-Sus consecuencias


SUMARIO.

1. De la patria potestad. Su estudio.-2. Elementos de la patria potestad.-3. Su noción filosófica como poder.-4. Como fuente de obligaciones mutuas.-5. Distinto carácter de esta institución con relación al tiempo.-6. Con relación a los hijos naturales.-7. De la poligamia. Su examen.-8. El derecho racional la condena.

1. Los derechos y obligaciones recíprocas entre padres e hijos de que nos ocupamos en la lección anterior dan origen a la institución que se conoce con el nombre de Patria potestad.

Si nosotros fuésemos a seguir paso a paso el desarrollo de esta institución desde los tiempos primitivos, nos convencerían los hechos históricos de que la patria potestad ha sido considerada como una propiedad concedida al padre sobre sus hijos, y sólo en utilidad de aquél; tal fue su carácter en casi todos los pueblos de la antigüedad, incluso el romano, que indisputablemente fue el que más perfeccionó el derecho civil. La filosofía se ha apoderado de esta institución, para analizarla y buscar su origen y fundamento. Unos, en el respeto debido a aquellos de quienes el hombre ha recibido la existencia. Otros, en el consentimiento tácito del hijo. Quiénes, en que nacido en la casa paterna, es como miembro de la familia, propiedad del padre. Quiénes, en que el hijo es parte del cuerpo de su madre, y por lo tanto, propiedad de ésta, por lo que después del nacimiento continúa siendo una parte integrante de la personalidad de sus padres.

Estas teorías, ni nos explican por qué el hijo está sometido al padre y no a la madre; ni nos enseñan por qué este poder se debilita con los años; ni nos marcan la extensión y límites de él, ni su objeto, ni la esfera de acción que les es propia.

2. Nosotros creemos que en la patria potestad deben distinguirse tres elementos: 1.º La afección puramente moral que debe unir al hijo con sus padres. 2.º El poder, la potestad del padre sobre sus hijos. 3.º Las obligaciones mutuas que de ella surgen. En cuanto al primero, ya lo hemos dicho, más pertenece a la moral que al derecho, y como deber moral debe ser considerado, más bien que como objeto del derecho; en cuanto a los otros dos, no nos parece muy difícil hallar la verdadera explicación.

3. El hombre nace en la familia y nace destinado a vivir largo tiempo en su seno, porque su niñez es trabajosa, larga y prolongada. Comienza su desarrollo de una manera puramente material, movido por los instintos y las necesidades, pero ni aun estos instintos, ni aun estas necesidades puede satisfacerlas por sí solo durante mucho tiempo; el auxilio de los padres es necesario, pues, en esta época. Más tarde el hombre puede valerse por sí, para satisfacer por sí sus necesidades y sus instintos puramente materiales; si fuera sólo un ser físico sensible, desde este momento podría separarse de la familia y romper todos los lazos que a ella le unen, puesto que desde ese momento se bastaba a sí mismo para llenar su misión terrena y cumplir su destino: pero el hombre es más que un ser físico sensible, el hombre es un ser inteligente y racional, y ni puede llenar su misión sobre la tierra, ni realizar su destino, mientras no se desarrollen convenientemente su razón y su inteligencia; esto es, mientras el espíritu no se sobreponga a la materia; pero aquel se desenvuelve y desarrolla mucho más lentamente que ésta, y mientras necesita el hombre de una razón y de una inteligencia que suplan a su razón y a su inteligencia, que impriman acertada dirección a los movimientos del ser, que modifiquen y dirijan por seguro camino sus instintos y sus tendencias, y ésta es precisamente la misión augusta, sagrada, del padre sobre sus hijos; pero como esto no podía verificarse sin que el padre tuviese el poder de dirección necesario para imponer al hijo su voluntad, y dirigirlo con su inteligencia, de aquí el que la patria potestad surja natural y sencillamente de la naturaleza misma del hombre, y sea una institución de derecho natural aceptada y reconocida por la ley positiva. Veamos ahora cómo sin esfuerzo alguno toda la teoría se desarrolla sobre esta base de una manera acertada y conveniente.

4. La patria potestad no es, no puede ser, el derecho omnímodo del padre sobre sus hijos; no es, no puede ser, más que el poder tuitivo, director y regulador de esas existencias imperfectas, porque la razón no ha alcanzado en ellas aún todo su natural y necesario desarrollo. De aquí el que la patria potestad, si bien significa la existencia de ciertos derechos con respecto a los hijos, deba ser además considerada como una suma de deberes y obligaciones importantísimas que pueden encerrarse en dos palabras: alimentación, educación.

5. De aquí el que la patria potestad ostente un carácter más fuerte, más dominador, más material en los primeros años de la vida del hijo, y que paso a paso se dulcifique hasta quedar sólo reducida a una relación de amor, de agradecimiento, de respeto; que se extienda a todos los actos de la vida del hombre, y que se manifieste más poderosa a proporción que esos actos son más importantes; que si bien se atribuye al padre por ser el jefe de la familia, y el que por razón de su sexo debe suponerse con más experiencia y más aptitud para dirigir al hijo, exista de cierto modo en la madre y se ostente con todo el poder, cuando el padre falta, en la madre, esto es, en el ser privilegiado cuyo amor adivina, y cuya adivinación forma, digámoslo así, la base de la educación, el alma y el corazón del hombre en los primeros días de su existencia.

Hemos visto cómo la potestad patria obra sobre la persona del hijo; los derechos que el padre tiene sobre los bienes de éste son una creación de la ley positiva, reminiscencia de las antiguas teorías, que hacían del hijo una cosa propiedad del padre.

6. Clasificamos bajo la denominación de hijos naturales a aquellos que han nacido fuera de matrimonio. Fijar la condición legal que éstos deban tener es una cuestión difícil que tiene que resolver la ciencia; es indudable que no pueden, que no deben gozar de la misma consideración que los legítimos, porque esto tanto valdría como sancionar la inutilidad del matrimonio: pero al propio tiempo es duro e injusto herir con una severidad extraordinaria a estos seres tan desgraciados como inocentes, que no tienen culpa alguna del delito de sus padres, y sufren la doble pena de la ley y de la opinión.

La razón, enseñándonos que los hijos naturales no son responsables de las faltas de sus padres, nos demuestra que no debían ser castigados por una culpa ajena; por eso la razón dicta que el padre tenga las mismas obligaciones con respecto a los hijos naturales que a los legítimos, más aún, parece como que al mismo tiempo que la razón no les exime de esas obligaciones, debe privarlos de todos los derechos que los padres vienen ostentando sobre sus hijos legítimos, siendo así los castigados los que cometieron el delito; y sin embargo, algo grave debemos estudiar y existe en esta materia, para que la ley y la opinión de consuno rebajen la consideración del hijo natural. En efecto, la especie de pena que su nacimiento hace pesar sobre él no le afecta a él solamente, parece como que está destinada a herir en medio del corazón al padre culpable, que debe tener un remordimiento eterno por la desgraciada suerte de su hijo: de este modo el legislador ha querido también hacer que las uniones ilegítimas disminuyan y que aumenten los matrimonios, consiguiendo así un resultado altamente ventajoso para la moralidad pública.

Algunos filósofos han creído que al mismo tiempo que debían concederse iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, debían conminarse con penas muy severas a los padres; pero esto podía traer como resultado necesario el aumentar los infanticidios de una manera extraordinaria.

7. Continuando nuestro estudio sobre la familia, hallamos una institución, mejor dicho, un hecho contrario al matrimonio, destructor de la familia y condenado por la razón y por el derecho natural que, sin embargo, ha existido y aún existe en muchos pueblos; nos referimos a la poligamia, esto es, el matrimonio o unión de un hombre con muchas mujeres.

Tanto los filósofos como los economistas, han tratado de fijar las causas originarias de la poligamia y de estudiar los efectos que produce.

Unos han creído ver en ella un medio poderoso de perpetuar la especie y de favorecer el aumento de población, como si diez mujeres unidas a un solo hombre fuesen más fecundas que formando diez matrimonios diferentes.

Otros han querido explicarla por la influencia del clima, diciendo que los climas cálidos producen pasiones más vivas y predisponen más y más a la poligamia313.

Ya hemos visto que la influencia del clima en las costumbres, y sobre todo en el derecho, dista mucho de ser tan importante como los defensores de esta teoría quieren suponer; sobre las razones allí expuestas, podemos añadir una aplicable a la institución que nos ocupa. España es un país meridional; en algunas comarcas de su territorio el clima se diferencia poco del de muchos países en que la poligamia existe, y sin embargo, no sólo jamás ésta ha tenido lugar en nuestra patria, sino que los atentados contra el pudor en España son la mitad que en Inglaterra y la sexta parte que en algunos Estados alemanes314. Los hechos vienen también a demostrar la falsedad de la teoría; la poligamia ha existido en Grecia, se ha conocido en los países más septentrionales, como Rusia y otros315.

La causa verdadera de la poligamia está en el predominio de la materia y de la fuerza, que hacen que el hombre vea en la mujer una cosa, una esclava, sobre la que tiene el derecho de propiedad, un instrumento material de sus placeres y de sus goces más brutales.

8. Apuntemos ahora las razones que hacen la monogamia muy superior a la poligamia y más racional que ésta.

El amor, que hemos dicho repetidas veces, es la base de la unión sexual, en el hombre es un sentimiento exclusivo. ¿Con qué derecho, pues, él, que exige de la mujer el sacrificio completo de su amor, sólo le ofrece en cambio una parte mínima del suyo? ¿Y cómo se comprende que la mujer pueda llevar con paciencia esta disminución de sus derechos, esta herida profunda en el sentimiento más vivo y profundo de su alma? Basta fijar un punto la consideración en la vida del harem para comprender toda la importancia de las observaciones que dejamos indicadas; no basta la humillante esclavitud en que está constituida la mujer para evitar que las rivalidades, los odios, las rencillas se apoderen de las que los habitan; rivalidades, rencillas, odios, que no sólo nacen del amor propio ultrajado, sino de la multiplicidad de familias y de hijos que allí se encierra, y que son casi siempre causa ocasional de crímenes y de asesinatos.

No se comprende la poligamia sin el harem, esto es, sin la esclavitud de la mujer; pero la esclavitud del harem es la más humillante y tiránica de cuantas registra la historia; la esclavitud del harem es el aislamiento absoluto, la separación completa en que se tiene a la mujer de toda comunicación, de todo comercio con la vida exterior; la esclavitud del harem rompe por completo la cadena que al Creador le plugo formar de las existencias. La mujer, en la vida del hombre, en la vida de los pueblos, tiene una altísima misión que llenar, misión tan grande, noble y elevada, misión tan providencial, que la influencia de la mujer se desborda, si podemos valernos de esta frase, del hogar doméstico para extenderse a la sociedad entera, civilizarla, modificarla y dulcificar sus costumbres. ¿Quién podrá dudar que a ella se debe en gran parte la superioridad inmensa de nuestra civilización sobre la de los pueblos orientales?