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Nuestra América: capítulos olvidados de nuestra historia

De 1513 a 1848

José J. Vega

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Dedicatoria:
A mi esposa, María Luisa,
infatigable apóstol del Movimiento «Chicano».

Al lector

Nuestra América es un ensayo histórico que refiere los hechos de los descubridores, exploradores, y colonizadores de origen mexicano y español que, desde principios del siglo XVI, trajeron a territorios de nuestra patria la religión cristiana y la civilización europea.

Ilustres mexicanos y españoles echaron los cimientos de la cultura y de la economía de nuestra nación americana muchos años antes de la llegada del Mayflower; sin embargo, de muy pocos de ellos se hace mención en nuestros libros de historia. Por ejemplo, el nombre del mexicano Gaspar Pérez de Villagrá es casi totalmente desconocido, a pesar —3→ de que este poeta poblano no sólo ayudó a conquistar Nuevo México en 1598, sino que dejó su historia escrita en versos pindáricos convirtiéndose de este modo en nuestro primer poeta épico. De Marcos Farfán de los Godos, mexicano también, muy pocos estudiantes de historia han sabido que compuso a fines del siglo XVI varias obras dramáticas con que ganó la honra de ser nuestro primer dramaturgo. No es conocido el hecho de que don Juan de Oñate, conquistador de Nuevo México y don Juan Bautista de Anza, fundador de San Francisco, California, fueron mexicanos de nacimiento. No se suele citar tampoco el nombre de fray Juan de Padilla, evangelista y colonizador, que llegó en sus correrías misioneras hasta Kansas; en 1542 regó ahí con su sangre la semilla del cristianismo y logró así la gloria de ser nuestro primer mártir.

Las proezas de estos y de muchos otros prohombres de origen hispano que cooperaron al desarrollo de esta nación se encarnan en las páginas de esta obra para que sean tenidas en cuenta por cuantos deseen conocer, en toda su amplitud, la historia de nuestra patria. Muy especialmente se dedican estas páginas a los estudiantes americanos de origen mexicano o español, ya que ellos tienen derecho a sentirse orgullosos de pertenecer a esta gran nación, en cuyo desarrollo sus padres lucharon y murieron.

Este libro tiene tres objetivos principales: 1. esbozar ante el estudiante mexicano-americano las grandes acciones de sus predecesores en los territorios que forman actualmente parte de los Estados Unidos; 2. tratar de que el alumno se identifique con ellos poniendo de manifiesto los vínculos de cultura, lengua y raza que tienen en común con ellos; y 3. hacerle ver que la gloria del presente histórico de la nación a que pertenece es el resultado de los esfuerzos y sacrificios de esos hombres que, muchas veces a costa de su misma vida, implantaron aquí los valores del espíritu y de la civilización occidental. Porque, sólo reconociendo en esta nuestra América de hoy el fruto en sazón de los trabajos y sudores de nuestros antepasados, podremos nosotros, los de origen hispano, integrarnos al acervo cultural y sentimental de esta nación. Sólo cuando podamos considerar el presente como una continuación de nuestro pasado glorioso (que no quedó truncado con la llegada de otros pueblos y otras razas, sino, por el contrario, completado y enaltecido con su cooperación y esfuerzo) podremos los mexicanos-americanos llamar a este país de nuestro nacimiento o elección con el hermoso título de Nuestra América.

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Introducción

Al pisar Cristóbal Colón tierra firme el doce de octubre de 1492, creyó haber descubierto el camino más corto de Europa al Asia y pensó que la tierra que pisaba era la India. Por eso llamó «indios» a los habitantes de estas regiones.

Pero Colón había descubierto en realidad un nuevo continente; un mundo lleno de extraordinaria belleza y sembrado de civilizaciones maravillosas. Los mayas de Yucatán, los teotihuacanos y toltecas del centro de México, los zapotecas y mixtecas de Oaxaca, los incas del Perú y los aztecas que habían fundado dos siglos antes la gran ciudad de México: todos esos pueblos atestiguaban lo avanzado de algunas culturas americanas antes de la llegada del hombre blanco.

No corresponde al propósito de esta obra estudiar esas civilizaciones que florecieron en el centro y en el sur de las Américas. El problema con que se enfrenta el estudiante de la colonización hispano-americana de las varias regiones de los Estados Unidos es diferente. En México, en América del Centro y en el Perú vino España a encontrarse con una cultura formada, con personalidad propia y con tendencias claramente definidas. Pero en las regiones de La Florida, y, en general, en todos los territorios de nuestra nación americana, España no encontró nada, o casi nada, que pudiera servirle de base cultural para crear una civilización.

En los territorios de nuestro país la agricultura se había desarrollado poco, pues todavía se hallaba en el siglo XVI abundante caza para que el hombre encontrara en ella la satisfacción de sus necesidades primordiales; y así, como la agricultura es la llave de la civilización, ni la religión, ni la astronomía, ni las matemáticas, ni la arquitectura habían hecho gran avance entre los indios de los territorios que forman ahora la unión americana. Su modo de vida era casi completamente primitivo1.

Los indios del sur de nuestro país sintieron el impacto civilizador del hombre europeo más pronto que los del norte. Pocos años después del descubrimiento de este continente empezaron a llegar a las costas del Atlántico expediciones integradas casi exclusivamente por marinos y aventureros españoles. Muchas de esas expediciones nos son desconocidas; muchas de ellas no tuvieron éxito y muchos expedicionarios acabaron sus días como esclavos de los mismos indios a quienes venían a conquistar. Pero todos ellos influyeron profundamente en el pensamiento, en las costumbres, en el modo de vestirse, de transportarse y de alimentarse de los indígenas de estos territorios, echando así —5→ los cimientos de esa mezcla de americano y europeo que constituye -o debe constituir- la médula de nuestra nación americana.

España y México dieron la sangre y la vida de muchos de sus hijos para explorar esta parte del continente americano. Miles de esforzados marineros se perdieron en el mar, en lucha inútil contra las furias de los vientos; muchos otros aventureros -civilizadores en ciernes- perecieron ya en tierra firme víctima de los elementos, de las enfermedades, de los animales salvajes y aun devorados por los nativos. Sus nombres quedarán para siempre desconocidos de nosotros. Pero la historia ha logrado consignar las hazañas de muchos otros hombres valerosos que, desafiando las tormentas y por rutas desconocidas, llegaron a las costas del nuevo mundo para traer a los aborígenes la religión y la cultura de Europa.

De esos hombres valerosos habla la presente obra. De los descubridores que casi en su totalidad llegaron de España; de los exploradores, entre los que figuraban ya muchos indios mexicanos o criollos (esto es, hijos de padres españoles pero nacidos ya en América); y de los colonizadores, que, sobre todo en California y Nuevo México, fueron en su mayor parte no sólo nacidos en México, sino también de pura sangre mexicana.

Antes de dar principio a la relación de los acontecimientos que se narran en este libro, será preciso poner sobre aviso al lector acerca de ciertos hechos histórico-críticos cuyo entendimiento contribuirá mejor a la apreciación de la obra colonizadora.

1. La obra de exploración y colonización no fue sólo española sino también mexicana. Debe tenerse en cuenta que, aunque muchas veces fueron peninsulares los que encabezaban las expediciones de descubrimiento, exploración y colonización, en otras ocasiones fueron mexicanos de raza o cuando menos de nacimiento los que las llevaron a efecto. Mexicano por nacimiento fue don Juan de Oñate, conquistador de Nuevo México; mexicano de nacimiento fue don Juan Bautista de Anza, fundador de la ciudad de San Francisco, California; mexicanos fueron los colonizadores de California y mexicanos de raza y nacimiento fueron no pocos de los misioneros que trajeron la fe cristiana a estas regiones. Debemos recordar también que de la ciudad de México, o cuando menos del territorio mexicano, salieron los soldados, obreros, barcos, dinero, semillas y otros recursos para la colonización de muchos de los territorios que ahora forman parte de nuestro país. Por consiguiente, debe tenerse en cuenta que, aun cuando por brevedad se llamen «españolas» las excursiones y colonizaciones llevadas a cabo en territorios que son ahora los Estados Unidos, muchas de ellas fueron en realidad «hispano-mexicanas» porque españoles y mexicanos (indios, mestizos o criollos de México) actuaron juntos.

2. La capacidad del lector para comprender la obra colonizadora dependerá de la actitud que asuma frente a la «leyenda negra». La leyenda negra fue creada en el siglo XVI por las potencias europeas enemigas de España, utilizada en el siglo XIX para dejar a México inerme ante la invasión extranjera perpetuada en el siglo XX por el comunismo internacional con fines de conquista. Esa «leyenda negra» deforma la historia, presentando exclusivamente el lado «negro» de la historia, presentando exclusivamente el lado «negro» de la conquista y falseando datos históricos con el preconcebido intento de —6→ hacer aparecer a todos los españoles y mexicanos como malvados, crueles, orgullosos, vengativos y estúpidos. Tal interpretación contradice la verdad histórica, pues, si bien es cierto que en la conquista española (como en todas las conquistas) se cometieron abusos, también es cierto que muchos españoles y mexicanos realizaron admirables obras de caridad cristiana, protegieron al indio, impulsaron su cultura y llevaron a cabo muchos actos de heroísmo para implantar en América los valores eternos del espíritu. Espero que así lo compruebe el lector de esta obra.

3. La obra de colonización, según fue llevada a cabo por España, tuvo que ser lenta. Los colonizadores españoles tuvieron que acomodarse al paso de los indios, pues la colonización se hizo con el elemento indígena2. Los indios mismos tuvieron que cambiar y asimilar una civilización que habría de ser en adelante la base de su pensar y de su obrar. Era natural que no pudieran verificar ese cambio rápidamente ya que su carácter, heredado por siglos, no pudo transformarse en poco tiempo. Los colonizadores de Nueva Inglaterra no contaron con el elemento aborigen. Ellos fueron los colonizadores y los colonizados. Por eso ellos sí pudieron caminar a su propio paso y deprisa; y, cuando los indios retardaban el progreso sajón por no poder asimilarlo con rapidez, los expulsaron de sus territorios y los recluyeron en campos de «reservación». Esto debe tenerse en cuenta para no condenar a España injustamente por no haber logrado un progreso mayor en sus colonias.

4. La relación de los viajes de los descubridores y la historia de las exploraciones españolas (cuyos fantásticos episodios han llenado de admiración la mente de tantos lectores) no son reconstrucciones imaginarias. El caudal de información histórica y de documentación fidedigna que nos legaron los colonizadores y que ha llegado hasta nosotros es riquísimo. Contra lo que la «leyenda negra» propugna, casi todos los descubridores y colonizadores fueron hombres de noble cuna y también de cultura superior3 que procuraron llevar un «diario» de sus expediciones, que sostuvieron correspondencia epistolar con las autoridades de España y México y que supieron escribir bien. Además, el gobierno exigía que todos los documentos oficiales se hicieran por triplicado a fin de conservar copia en —7→ los archivos de la ciudad de México, de la corte de Madrid y, sobre todo, del Archivo General de las Indias4 en la ciudad de Sevilla. Si hay dificultades ahora en dilucidar ciertos puntos históricos, éstas se deben a la falta de tiempo de los historiadores para estudiar un número tan grande de legajos, más bien que a falta de documentos.

5. Los colonizadores de los territorios que fueron parte del virreinato de México y que ahora lo son de los Estados Unidos5 no se limitaron a enseñarles a los indígenas la religión cristiana, sino que hicieron otra obra, importantísima también, de civilización, introduciendo en estas regiones los elementos básicos de la cultura europea. Casi todas esas expediciones venían cargadas de ganado, plantas y semillas. Las caravanas que partían de México traían productos que los indios jamás habían visto ni imaginado. Sabido es que no había caballos6, ni vacas, ni carneros, ni cerdos. Si gozamos ahora de sus servicios o de sus productos, debemos recordar que fueron traídos aquí por nuestros abuelos: que fueron el regalo de España a México y de México a nuestros territorios. En una inacabable romería de emisarios de los virreyes de México llegaban acá cosas no conocidas antes y que ahora forman una parte importantísima de nuestra vida: trigo, arroz, manzanas, albaricoques, naranjas, limas, limones, toronjas, peras, almendras, cerezas, fresas, plátanos, duraznos, higos, dátiles, granadas, nueces, castañas, ciruelas, caña de azúcar, etc., etc. Gran cantidad de flores que ahora se cultivan en nuestros jardines fueron importadas también de México, tales como la flor de Noche Buena (Poinsettia), la azucena, la rosa de Alejandría, los jazmines, los claveles, las violetas, los tulipanes, los lirios, la pasionaria, la bugambilia, etc., etc. El conquistador trajo consigo herreros, carpinteros, sastres, albañiles, zapateros, impresores, libreros, maestros, doctores, boticarios, agricultores, etc., y, juntamente con ellos, todo lo que de civilización práctica se gozaba en el siglo dieciséis en México y en España. De suerte que estos territorios recibieron mucho más de lo que ellos pudieron retornar en oro, plata u otros metales. La conquista, pues, no fue la invasión injusta, ilegal y arbitraria de territorios vírgenes por pueblos que, teniendo armas superiores, pudieron pisotear impunemente los derechos de las tribus indias que los habitaban. El estudio imparcial de los beneficios que los indios de Norteamérica recibieron de la colonización hará palpable —8→ el hecho histórico de que, a pesar de que como hombres cometieron los colonizadores muchos errores, la vida de los indígenas se enriqueció considerablemente después de su conquista.

6. Finalmente, deberá quedar entendido el propósito de esta pequeña obra que es el de facilitar la identificación racial y cultural del hispano-americano. Este modesto trabajo no pretende ser una obra literaria ni de crítica histórica. Sólo intenta hacer desfilar ante los jóvenes de extracción española o mexicana las gloriosas figuras de los descubridores, exploradores y colonizadores de territorios de nuestra nación americana a fin de que los estudiantes de origen hispano se sientan orgullosos de su raza. Comentamos mucho en estos días la necesidad de estimular a la juventud latina en los Estados Unidos para que, trabajando eficazmente por su propio bienestar, coopere así al engrandecimiento de su patria. Pues bien, ese es el propósito de este modesto trabajo: enseñar a nuestros jóvenes lo mucho que sus mayores hicieron por el engrandecimiento de América para que se estimulen a imitar su ejemplo y, como ellos, cooperen al engrandecimiento de nuestra patria.

Sinceramente creemos que este libro viene a llenar un vacío que se ha hecho sentir últimamente en la enseñanza del español, especialmente en clases para estudiantes bilingües. Algo se ha publicado sobre la obra de la colonización española del Sudoeste, pero casi todos los escritores dan poca atención a las contribuciones de México en esa obra y tienden más bien a ignorarlas. Además, poco se ha dicho de la participación de México (y aun de España) en la colonización de nuestro país. No se ha reducido a cifras exactas (o siquiera aproximadas) el número de estudiantes de origen hispano en los Estados Unidos. ¿Son tres millones? ¿Cuatro? ¿Seis? ¡Qué importa! En todo caso la cifra es muy alta, según las más recientes estadísticas de las familias latino-americanas en América. Esos estudiantes necesitan recibir información (sobre todo, información completa) de su pasado histórico. Así lo exige la psicología más elemental, lo requieren los métodos pedagógicos más modernos y lo reclama el actual movimiento por nuestra integración étnica. En este bosquejo de la historia de España 3, México en los Estados Unidos encontrarán, pues, esa información.

Esta obra puede servir, además, como libro de lectura para las clases regulares de español. También los estudiantes que no son de origen latino deben conocer lo que hicieron por América los antepasados de sus compañeros de extracción hispana y apreciar sus aportaciones al progreso intelectual, social y económico de esta nación. De este modo la integración de ambos grupos étnicos se logrará más fácilmente sobre un fondo de comprensión y de respeto mutuo.

Finalmente, quizá sirva esta obrita como manual de referencia a las personas interesadas en el estudio de la historia de la influencia española en los Estados Unidos, especialmente a los dirigentes del movimiento mexicano-americano. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que éste no es un tratado de crítica histórica. Fue escrito solamente para servir de guía al lector que por primera vez desea ver en conjunto la obra de España y de los hispano-americanos en América. El investigador que esté interesado en ahondar más —9→ profundamente en el estudio de este tema podrá encontrar más completas fuentes de información en la bibliografía que aparece al final de este volumen.

Primera parte

El descubrimiento

El descubrimiento de La Florida: Ponce de León, Hernández de Córdoba y Pineda

Don Juan Ponce de León fue el primer español que puso su planta en territorio que es ahora de los Estados Unidos. Ese famoso capitán descubrió La Florida en 1513, esto es, ciento siete años antes de que los peregrinos del «May Flower» llegaran a las costas de Nueva Inglaterra y sólo veintiún años después del descubrimiento del Nuevo Mundo.

Ponce de León pertenecía a una familia noble española que se había distinguido en la lucha contra los musulmanes. Después de servir en la corte del rey de España, Ponce vino a América con Cristóbal Colón en su segundo viaje. En unión del Almirante descubrió la isla de Puerto Rico y la colonizó. En 1511 fundó la ciudad de San Juan, capital de la isla. Abundaban entonces por el nuevo mundo oportunidades de gloria y de fortuna y miles de españoles andaban desparramados por los mares y las selvas del continente buscando oro y tierras ricas que conquistar. Hallándose pues, don Juan, libre de obligaciones y con abundantes recursos para emprender trabajos de descubrimiento, pensó en hacerse a la mar para buscar los territorios que, según decían los indios, había al norte de las Islas Antillas.

Hubo una razón especial que le animó a acometer esa empresa. Era para entonces don Juan un hombre de edad avanzada y, por sus muchos años y por las heridas recibidas en la guerra, se sentía agobiado por los dolores de la artritis. Supo por los indígenas que había una isla hacia el norte y no a gran distancia de Cuba, donde brotaba una fuerte maravillosa, «La Fuente de la Juventud», cuyas aguas daban al enfermo salud completa, rejuveneciéndolo aun cuando fuera viejo. Don Juan decidió a ir a buscarla.

Pidió permiso a la corte española para descubrir ese país de la fuente milagrosa y, con fecha 23 de febrero de 1512, recibió del emperador Carlos V el documento anhelado. Por más de un año trabajó preparando su flota de tres barcos y salió de Puerto Rico el 13 de marzo de 1513 rumbo al norte. Después de pasar por cerca de muchas islas, cuyas características anotaba cuidadosamente en su diario, el dos de abril llegaron los tripulantes a unas costas cubiertas de plantas, árboles y flores. Era entonces la Pascua de Resurrección, comúnmente llamada en España «Pascua Florida». Así, pues, nos dice Ponce de León en su diario que, habiendo visto los marinos esa tierra tan hermosa y porque tenía muy linda —10→ vista de muchas y frescas arboledas y también porque la descubrieron en tiempo de Pascua Florida, la llamaron La Florida.

Costeando la tierra nuevamente descubierta, subieron por el Atlántico hasta un poco más al norte del grado 30 de latitud, donde encontraron los expedicionarios un río llamado ahora Saint John. Ahí desembarcó toda la tripulación y Ponce de León tomó posesión de la tierra a nombre del rey de España. Continuaron subiendo por mar hacia el norte y llegaron a la desembocadura de un río muy caudaloso cuyas aguas, al desembocar con fuerza en el mar, hacían muy difícil la navegación. Por ese motivo determinaron anclar a cierta distancia del río, pero aun así, uno de los navíos se perdió porque se le rompieron los cables con que estaba sujeto a la costa y se lo llevó la corriente del río mar adentro a la deriva. Ponce hizo desesperados esfuerzos por alcanzar el barco, pero, viendo que su propia tripulación corría riesgo de naufragar también, determinó volver a la costa y anclar en lugar seguro.

Bajó la tripulación de los dos barcos que quedaban e hicieron el recorrido hasta la playa en barcas más pequeñas. Ya ahí, se acercaron los indios y empezaron, con gran confianza, a tomar los remos, las barcas de aterrizaje y aun las armas; lo que los españoles les permitieron por no pelear con ellos y por no causar escándalo en la tierra. Pero los indios, tomando su paciencia por cobardía, quisieron seguir adelante y quitarles sus cascos. Uno de los marinos opuso resistencia, pero los indios le dieron un golpe tan fuerte en la cabeza que lo dejaron como muerto. Entonces sus compañeros tuvieron que disparar sus armas para defenderse, pero los floridanos respondieron sin atemorizarse, con una lluvia de flechas que dejaron malheridos a algunos de los españoles. Al fin huyeron los indios.

Determinaron los españoles seguir tierra adentro para buscar leña con qué calentarse, pero del bosque salieron como sesenta indios que trataron de hostilizarlos disparando sus flechas. Hicieron fuego nuevamente los españoles y los indios huyeron bosque adentro. En memoria de esta primera escaramuza Ponce bautizó aquel lugar con el nombre de Río de la Cruz y erigió un pequeño monumento de cantera.

Empezaron entonces a navegar hacia el sur, siguiendo de cerca la costa, observando cuidadosamente y anotando en su diario todo cuanto veían desde los navíos. Continuaron así hasta la punta sur de la península y doblaron hacia el norte por el lado del Golfo de México hasta la bahía de Apalache, cerca del lugar donde ahora se encuentra la ciudad de Tallahase. De ahí doblaron hacia el oeste y continuaron bordeando la costa de La Florida hasta la bahía de Pensacola, cerca de la línea que marca ahora el límite del estado de Alabama.

Después de descansar ahí algunos días y de tomar informe de la calidad de la tierra, modo de vivir de los habitantes, etc., volvieron al sudeste y nuevamente hacia la península. Llegaron a la costa y desembarcaron junto al lugar en que actualmente se encuentra el Charlotte Harbour, donde supieron que había un cacique que tenía gran cantidad de oro y que quería comerciar con ellos. Determinaron esperarlo. Sin embargo, mientras aguardaban la llegada del cacique, vieron venir por el río una flota de veinte canoas llenas —11→ de indios en actitud de amenaza. Los indios empezaron a lanzar flechas contra los españoles y éstos a disparar haciendo a los indios huir precipitadamente. La superioridad de las armas europeas fue decisiva. Varios indios resultaron heridos mientras que a los españoles ni siquiera les alcanzaban las flechas.

No queriendo más dificultades con los indígenas (ya que los españoles de esa expedición no habían venido a conquistar, sino sólo a descubrir) el día catorce de junio empezaron a navegar hacia el sudeste rumbo de las islas Bahamas. Pasaron nuevamente frente a la bahía que más tarde recibió el nombre del descubridor, al sur de la península, descubrieron luego el famoso canal de las Bahamas que en adelante había de servir de ruta a todos los navíos procedentes de México, descubrieron la isla de Bimini y buscaron ahí con mayor empeño la fuente de la juventud... pero ni ahí ni en ninguna otra parte pudieron encontrarla.

A principios del mes de octubre del mismo año de 1513, regresaba Ponce de León con dos navíos a Puerto Rico7.

Otro visitante de La Florida fue don Francisco Hernández de Córdova que llegó a sus costas el año 1517 mandado por Diego Velázquez, gobernador de la isla de Cuba8.

Don Francisco empezó a descubrir el litoral del Golfo de México desde la península de Yucatán a donde fueron arrojados sus navíos el primero de marzo; después de varios encuentros con los indios, siguió costeando el litoral y subió hasta la desembocadura del Río Grande. Luego torció hacia el Este y, después de muchas peripecias, logró arribar a las costas occidentales de La Florida. Era el mismo lugar (probablemente Charlotte Harbour) donde cinco años antes había determinado Ponce de León regresar a Puerto Rico. Ahí bajaron para surtirse de agua potable, pero fueron atacados también por los indios con flechas envenenadas. Córdova resultó muy gravemente herido y a él y a los —12→ otros marinos les fue difícil llegar nuevamente a sus navíos. Córdova sangraba profusamente por todo el cuerpo.

Viendo al capitán sumamente enfermo, decidieron todos regresar a Cuba. Don Francisco murió tres días después de llegar a La Habana a consecuencia de sus heridas.

Hacia 1519 se conocía ya con bastante precisión toda la costa sur de lo que son ahora los Estados Unidos gracias al trabajo de inteligentes marinos que navegaron por el Golfo de México y formaron planos y mapas de esas regiones.

Uno de los más conocidos de esos navegantes fue Alonso Álvarez de Pineda quien capitaneó cuatro navíos que recorrieron las costas de México y las del norte del Golfo de México hasta La Florida.

El verdadero propósito de Pineda era encontrar el paso que, según creencia común en aquella época, unía el Atlántico con el Océano Pacífico. No lo encontró, claro está, pero su trabajo de exploración resultó de una importancia suma para los marinos que llegaron después. El mapa que hizo Pineda se utilizó, más que ningún otro, como base para la formación de las cartas marinas que se publicaron en España y en Alemania en el siglo dieciséis.

Pineda tocó primeramente un punto de la costa norte del Golfo, aunque no se sabe exactamente cuál fue. Siguió luego hacia La Florida indicando en su mapa todos los accidentes de las costas por que pasaba, tales como desembocaduras de ríos, bahías, montañas, cabos, etc. Con frecuencia bajaba de sus navíos y ya en tierra firme tomaba posesión a nombre de España de tierras que forman ahora los estados de Texas, Misisipí, Luisiana y Alabama. En varios de esos lugares erigió sencillos monumentos de piedra para indicar los límites de su descubrimiento.

Regresó luego hacia el este y volvió a costear las tierras, cotejando en mapa cada una de las anotaciones hechas anteriormente. Llegó hasta la desembocadura del río Pánuco, en México. Ahí encontró al conquistador Hernán Cortés, preparándose para el ataque final a la ciudad de México. Subió luego nuevamente hacia el norte. Esta excursión duró nueve meses, durante los cuales Pineda descubrió que La Florida no era una isla (según se creía hasta entonces).

Con los datos recabados durante su expedición, Pineda formó un mapa bastante detallado que envió al rey de España.

¿Qué hacía entre tanto don Juan Ponce de León? Obedeciendo las órdenes del monarca español, organizó en 1515 una expedición para sojuzgar a los caníbales de las Pequeñas Antillas que hacían grandes estragos en esa región. Ahí fracasó don Juan, pues él y su armada se toparon con muy mala fortuna. Apenas desembarcada la gente, dieron en ella los caribes que, emboscados, les esperaban y mataron a la mayor parte de los soldados. Don Juan salió con vida de esa infortunada aventura y volvió a Puerto Rico, pero por más de seis años no quiso conducir ninguna otra expedición.

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Sin embargo, el año de 1521 corría de boca en boca el nombre de Hernán Cortés que estaba llevando a cabo la conquista del gran imperio de Moctezuma y Ponce de León se estimuló con el ejemplo del gran capitán a emprender, no sólo la conquista, sino también la colonización de La Florida. Ponce obtuvo nuevos permisos de Carlos V y a mediados de 1521 salió de San Juan, llevando doscientos hombres, cincuenta caballos, gran cantidad de animales domésticos, aperos de agricultura y varios misioneros que habrían de trabajar por la conversión de los indios.

La suerte le fue adversa en Florida, como le había sido adversa también seis años antes en el Caribe. Apenas desembarcado en las cercanías de Charlotte Harbour, llovió sobre los españoles una lluvia de flechas envenenadas que pronto dejaron al capitán y a sus hombres fuera de combate. Don Juan estaba muy mal herido y padeciendo agudos dolores por el veneno de las flechas. Los pocos soldados que podían combatir dispararon sus arcabuces haciendo a los indios huir precipitadamente. Sin embargo, la expedición estaba ya sin capitán y, cuando reunidos en los navíos pudieron dar su parecer, todos a una decidieron volver a las Antillas. Viendo a don Juan casi en agonía, determinaron detenerse en la isla de Cuba donde el descubridor murió a los pocos días. Su cuerpo fue llevado a Puerto Rico donde se le tributaron los honores debidos a su rango.

La muerte de Ponce de León dejaba sin efecto las cédulas reales que le concedían derechos de descubrimiento en los demás territorios de la América del Norte. Pero aquellos años abundaban en valientes aventureros que fácilmente se lanzaban al mar en busca de gloria y de fortuna. La hazaña de don Juan pronto sería emulada y superada por otros descubridores, como se verá en los siguientes capítulos.

Descubrimiento de territorios cercanos a La Florida: Garay y Vázquez de Ayllón

Había en la isla de La Española un abogado, hombre de grandes letras y, según el cronista Fernández de Oviedo, muy ducho en las artes de su profesión, pero que nunca se vistió coraza, ni ciñó espada, ni sabía cosa alguna del arte de navegar. Este buen magistrado pero mal marino discurrió, a la muerte de Ponce de León en 1521 lanzarse a descubrir las vastas regiones de la América del Norte. Se llamaba este caballero don Francisco de Garay.

Las leyes españolas ordenaban que el descubrimiento y la exploración de territorios americanos se llevaran a cabo sólo por personas que hubieran obtenido cédulas con la autorización del rey, que especificaran las condiciones que deberían llenarse para descubrir o explorar. Generalmente se estipula en dichas cédulas que los expedicionarios deberían llevar consigo adecuados instrumentos de navegación, suficientes provisiones y tripulación suficiente, competente y equipada de acuerdo con la naturaleza del viaje que se intentaba hacer; además debería el capitán expedicionario anotar por sí mismo o por —14→ medio de un secretario, los acontecimientos importantes de la travesía, llevar un diario y rendir un informe de lo que se hubiere llevado a efecto en la expedición.

En el permiso concedido a Garay se encuentra además un ejemplo magnífico de la solicitud de los reyes de España por los indios americanos. Dispone en él el rey que en caso de que se necesite transportar mercancías, armas u otra clase de vituallas, se use la corriente de los ríos para no tener que cargar a los hombres -indios o españoles- con bultos pesados; prohíbe juegos de azar tales como dados, cartas, etc., por razón de los daños que pudieran ocasionar en escándalos, enemistades, juramentos y blasfemias, así como también porque pudiera corromper a los indígenas el mal ejemplo. Prohíbe que se les quiten a los indios sus mujeres o que vivan los españoles con mujeres indias sin estar casados con ellas, lo cual, dice el documento, ha sido una de las causas principales de los daños causados en La Española. Ordena que no se haga guerra contra los indios a menos que sea absolutamente necesaria para repeler su agresión y amonesta a los jefes de la expedición a que eviten con esmero todo lo que pudiera ser causa de resentimiento para los indios y disponerlos a entablar guerra contra los españoles. Prohíbe el repartimiento de indios, «porque de ahí han empezado todos los daños» y, haciendo nuevo hincapié en la necesidad de tratar con dulzura a los indios, añade: «porque por tales medios se convertirán más fácilmente y vendrán al conocimiento de Dios y de nuestra santa Fe Católica, que es mi principal deseo, y mayor bien se obtiene con la conversión de cien indios por estos medios que de cien mil por cualesquiera otros».

Antes de empezar a poner en efecto la empresa que se había echado a cuestas, Garay quiso recorrer personalmente las costas exploradas anteriormente por Pineda y entrarse en los territorios que iba a colonizar. Llevando a su lado a don Juan de Grijalba -el explorador de México- salió Garay de Jamaica el día 26 de junio del año 1523. Navegó hacia el Río de las Palmas en la provincia de México que ahora se llama Tamaulipas y el 25 de julio mandó una exploración río arriba. Ésta volvió con un reporte desfavorable: la tierra era desértica y no ofrecía facilidades para colonizar.

Garay -que para entonces se hallaba muy lejos de ser un joven- se sintió afectado por el clima y las penalidades del viaje y pensó dirigirse hacia los territorios de Cortés para descansar y buscar algún refrigerio. Navegó, pues, hacia Veracruz. Ahí tocó a su fin esta expedición, pues los soldados y marinos sucumbieron a los atractivos de una vida más fácil en el México recién conquistado a donde también Garay se encaminó y donde murió pocos días después.

Así se hizo nula la patente del rey que concedía a Garay los territorios comprendidos entre la Bahía de Pensacola y el Río Grande de México, incluyéndose en ellos los futuros estados de Alabama, Misisipí, Louisiana y Texas.

Pero vivía entonces en La Española un cierto caballero conocido con el nombre de don Lucas Vázquez de Ayllón, originario de Toledo en España y que había fungido como alcalde mayor en el pueblo de La Concepción y en otras poblaciones de La Española. Por los años de 1520 era don Lucas uno de los oidores de la isla reputado como un —15→ hombre de considerable inteligencia, bien educado y virtuoso. Durante muchos años se había dedicado a la abogacía.

Este buen abogado era muy rico y determinó emplear toda su hacienda en una empresa de exploración por los territorios al norte de La Florida; territorios -dicho sea de paso- que no tenían otros límites que los del mar, pues hacia el norte y hacia el oeste comprendían, a lo menos en la exaltada imaginación de los españoles, todas las tierras explorables. En términos de hoy día, llegaban hasta el Polo Norte y hasta el Océano Pacífico por el oeste.

Habiendo escarmentado con los contratiempos sufridos por tantos marinos y exploradores que le habían precedido en esa empresa, el licenciado Vázquez de Ayllón demoró su salida hasta que hubo obtenido toda clase de datos y, al efecto, envió dos emisarios con órdenes de navegar por aquellos mares que habían cruzado tantas veces los aventureros de España.

Volvieron los dos marinos con noticias de una gran región al norte de La Florida, que los nativos llamaban Chícora, región bañada por el río que se llama ahora Fear River cerca de la ciudad de Wilmington en el estado de Carolina del Norte. La zona era fértil y los indios no mostraban agresividad como los de La Florida.

Entusiasmado, pues, y pensando que la suerte le sonreía para llevar a término feliz su empresa, don Lucas se hizo a la mar rumbo a España con objeto de tramitar el necesario permiso, personalmente, ante la corte. Carlos V le concedió el hábito militar de Santiago y, el día 12 de junio de 1523, el título de Adelantado de los territorios de Chícora, indicando, sin embargo, que todos los gastos deberían de ser pagados personalmente por el licenciado.

En el documento firmado por el rey se le exigía a Ayllón, que fomentara el cultivo de la tierra pero que por ningún motivo obligara a los indios a trabajar contra su voluntad o sin que les pagara lo que fuera de justicia. Carlos V se muestra también solícito por el bienestar espiritual de sus vasallos y dice que, supuesto que el principal propósito del descubrimiento de estas tierras es que sus habitantes lleguen al conocimiento de la verdad de la fe para que salven sus almas, el gobernador de las tierras conquistadas debe tener este mismo propósito en su ánimo y escrupulosamente llevarlo a la práctica. Que se haga acompañar de misioneros a quienes deberá dar todas las facilidades necesarias para celebrar los actos del culto e instruir a los aborígenes.

De regreso en Puerto Rico, Ayllón despachó dos carabelas a tierra firme hacia enero de 1525 bajo el gobierno de Pedro de Quexos con objeto de seguir descubriendo bahías y ensenadas a lo largo de la costa del Atlántico y encontrar así el lugar más adecuado para el establecimiento de una colonia. Quexos rindió también halagadores informes.

Por fin, a mediados de junio de 1526, el licenciado se hizo a la mar en el puerto de la Plata llevando en sus seis navíos quinientos hombres y mujeres, ochenta y nueve caballos y todo lo demás que se creyó necesario para la subsistencia de la colonia. Tres misioneros dominicos lo acompañaban en la expedición.

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Las travesías por mar eran muy lentas en esa época ya que los barcos eran movidos por los vientos que en ocasiones, aflojaban tanto que apenas se podían hacer siete u ocho leguas marinas en un día. Por eso tardaron más de un mes en llegar al mismo Fear River que los exploradores del licenciado habían indicado como el lugar mejor para el establecimiento de la colonia.

Pero su mala estrella hizo que en seguida se tornaran huracanados los vientos y, a pesar de los desesperados esfuerzos de los marineros, el navío donde se transportaban las semillas y los alimentos para los expedicionarios se fue a pique.

Tras de explorar el terreno y encontrarlo inadecuado para lo que querían, determinaron de común acuerdo caminar hacia el norte probablemente hasta el grado 38 de latitud. Cuán lejos caminaron no consta en ninguna relación, dado el trágico fin que, como se verá pronto, aguardaba a esta expedición; pero por descubrimientos que paso a paso hacen mayor luz en este episodio, no es aventurado afirmar que llegaron hasta el grado 38 de latitud. Así lo asegura el doctor Kohl, deduciendo esta conclusión de documentos que él ha encontrado en el archivo de Indias de Sevilla, donde se conserva el mapa de don Hernando Colón, hijo el descubridor de América. En ese mapa se indica toda el área del actual estado de Virginia como Tierra de Ayllón.

Entraron los exploradores a la Bahía de Chesapeake, que ellos bautizaron con el nombre de Bahía de Santa María, y determinaron fundar ahí su colonia. Como el río que desemboca en la bahía -que ahora se llama James River- era conocido por los nativos con el nombre de Gualdape, la comunidad española fundada ahí fue llamada San Miguel de Gualdape9.

Esa colonia estuvo, sin embargo, condenada desde un principio a desaparecer. Primero llegaron las tormentas que año tras año azotan por los meses del otoño las costas del Atlántico; y luego, todas las semillas que les hubieran servido para cultivar cosechas en su nueva tierra se habían ido a pique, lo mismo que los alimentos que llevaban para sostener a los colonizadores que estaban, por tanto, sin comer casi desde que desembarcaron junto al Fear River a mediados del mes de agosto. Pero lo que más contribuyó a la horrible mortandad sufrida en los meses de septiembre y octubre fue el —17→ frío intenso y los vientos glaciales que hacían la vida insoportable a aquellas gentes acostumbradas a los calores tropicales de las Antillas.

Hombres, mujeres y niños empezaron a enfermarse y a morir, en tal número que los supervivientes apenas daban abasto para enterrar los cadáveres. El mismo jefe, don Lucas Vázquez de Ayllón sucumbió al golpe mortal y entregó su alma a Dios el 18 de octubre. Antes de morir dispuso don Lucas que Francisco Gómez tomara el cargo de capitán.

La muerte de tantos y la enfermedad de todos habían hecho también grandes estragos en el ánimo de aquellas miserables gentes. Muerto el líder de la expedición, cundió la desobediencia y pronto se hizo manifiesto que aquella colonia no duraría muchos días más: o volvían los que quedaban con vida a las islas del Caribe, o no se encontraría quien pudiera sepultar a los últimos que murieran. Por ese motivo los supervivientes determinaron abandonar la empresa y regresar a La Española. Por respeto al jefe muerto trataron de llevar su cadáver para sepultarlo en Santo Domingo.

Sólo ciento cincuenta esqueletos vivientes desembarcaban al fin del año 1526 en La Española. Los demás quedaron sepultados en las tierras o en los mares de la América del Norte.

Descubrimiento de Este a Oeste: Pánfilo de Narváez y Cabeza de Vaca

Apenas un año después del fracaso de Ayllón, Pánfilo de Narváez, otro soldado que ya tenía gran experiencia en expediciones por tierra y por mar, se aprestó a hacer suya la concesión del rey otorgada anteriormente a Garay y a Ayllón.

Pánfilo de Narváez había sido teniente de Diego Velázquez gobernador de Cuba, y, enviado por éste, había desembarcado siete años antes, en 1520, con un gran número de soldados en la costa de Veracruz para capturar a Cortés y tomar a su cargo la conquista de México. Pero el astuto conquistador mexicano frustró su plan e inclusive hizo a Narváez su prisionero. Ahora en el año 1527 Narváez estaba en España tratando de obtener de Carlos V las consabidas capitulaciones para el descubrimiento, exploración y conquista de La Florida y territorios circunvecinos.

El 17 de junio de ese año, Narváez se dio a la mar en el puerto de San Lucas con seiscientos colonizadores y gran acopio de caballos, ganado, semillas y armas de guerra. Con Narváez iba el hombre que por sí solo habría de hacer inmortal esta expedición: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero y alguacil, mayor. La expedición se detuvo en Santo Domingo y permaneció ahí hasta 152810.

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Alvar Núñez nació en Jerez de la Frontera en España y, hasta el momento de su partida por mar, había ocupado puestos de responsabilidad en el gobierno. Sus contemporáneos lo describen como hombre de gran carácter, fácilmente adaptable a las situaciones más adversas, de buen humor, valiente, honesto, amable y, aunque de acendrada piedad, ajeno a muchas de las supersticiones que en aquella época nublaban la fe y que encallecían muchas veces la conciencia.

Después de tocar algunos puertos de las Antillas, Narváez echó por fin ancla el 14 de abril de 1528 cerca de Tampa Bay. Ese día era Jueves Santo y el día siguiente lo celebraron ya en tierra. Para conmemorarlo llamaron la bahía «Bahía de la Cruz».

El día de Pascua, terminadas las ceremonias religiosas celebradas por los misioneros franciscanos miembros de la expedición, convocó Narváez a una junta para planear el descubrimiento y exploración de la tierra firme. Se llegó entonces a una determinación fatal. Contra el prudente consejo de Cabeza de Vaca, salieron los barcos a explorar la costa del Golfo de México hasta el Río de las Palmas mientras que el resto de la compañía siguió por tierra hasta encontrar un lugar adecuado para fundar su colonia.

Este fue un error de fatales consecuencias, pues, como hizo constar Cabeza de Vaca ante un notario, había grave peligro de perderse y entonces les serían más necesarios los barcos que habían ido por muy distinto camino.

Sin alejarse demasiado de la costa fueron subiendo los exploradores primero por entre pantanos y matorrales sembrados aquí y allá de exóticas flores y luego por bosques de cedros, robles y cipreses de extraordinaria altura; algunos de ellos partidos de arriba a abajo por rayos que las tormentas habían lanzado y lanzaban constantemente aún sobre la compañía de peregrinos.

Casi dos meses caminaron sin descanso hasta llegar el 24 de junio al lugar donde se levanta ahora la ciudad de Tallahassee. El poblado que había entonces ahí estaba desierto, pues los indios habían huido a las montañas atemorizados por la enorme cantidad de extranjeros. Frecuentemente se enviaban mensajeros a la costa para ver si divisaban las naves en su viaje de vuelta con la esperanza de que a su llegada pudieran tener más vituallas, ya que las que tenían estaban a punto de agotarse.

Veinticinco días duraron ahí los expedicionarios haciendo constantes incursiones a los territorios circunvecinos, pero los indios seguían hostiles, matando sin cesar hombres y caballos desde emboscadas donde los indígenas se escondían para coger a los fuereños de sorpresa. Aquí se derramó por primera vez en Florida sangre mexicana: la de un príncipe azteca que, con el franciscano fray Juan de Suárez, había salido de México para unirse a la expedición.

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La tierra pobre, los indios en agresión constante, los alimentos casi totalmente agotados: todo esto los incitaba a abandonar y a buscar territorios más adecuados. Mas, los días, las semanas y los meses siguieron transcurriendo sin que alcanzaran a ver en el horizonte señal alguna del retorno de las naves perdidas. La enfermedad, el cansancio y el hambre empezaron a hacer estragos; era preciso hacer algo. Era indispensable fabricar barcos para emigrar cuanto antes de aquella tierra inhospitalaria.

Entre el grupo había un carpintero, pero no tenía herramienta, ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni resina; mas el instinto de preservación hizo el milagro. De las espuelas, lanzas y cascos hicieron clavos, sierras, hachas y otros instrumentos necesarios. De los pinos sacaron resina. De las camisas hicieron velas para los barcos. Cortaron los enormes árboles de la región y los aserraron para hacer tablas. Desollaron los pocos caballos que quedaban; con la piel de las patas, ya curtida, hicieron: botellas para llevar agua y devoraron el resto del cuerpo, como único alimento mientras duraban los trabajos de construcción.

El 22 de septiembre de 1528 doscientos cuarenta y dos sobrevivientes se embarcaron en los nuevos navíos. En el primero subió Narváez con cuarenta y nueve personas. En los otros cuatro se acomodaron los demás miembros de la expedición, pero eran tantos que se hundían las barcas al grado de llegarles el agua casi a los bordes, y los pasajeros apenas podían moverse por miedo de que al más ligero movimiento se fueran las barcas al fondo del mar.

En tan precarias circunstancias navegaron hacia el oeste rumbo al Río de las Palmas. Cruzaron la desembocadura del Misisipí y la fuerte corriente de este río se llevó a los barcos tan mar adentro que casi perdieron de vista la playa. Al querer regresar se perdió una lancha en alta mar. Otra lancha se perdió al día siguiente. Una fuerte tempestad echó a pique una más, hasta que sólo la de Cabeza de Vaca se vio a flote.

Los navegantes de la última barca sin hundirse estaban totalmente exhaustos y mientras yacían privados así por el cansancio, una fuerte ola empujó la lancha hasta la playa y casi nadie quedó con vida al dar la embarcación repetidos tumbos encima de los infelices navegantes. Esto ocurrió el 6 de noviembre de 1528, en la costa y en el punto donde cae la línea divisoria de los estados de Texas y Louisiana, no lejos de la Bahía Matagorda.

De la expedición de Pánfilo de Narváez todos perecieron con excepción de cinco tripulantes que, después de largas penalidades, se encontraron vivos pero esclavizados por los indios en el lugar donde se había estrellado su embarcación. Eran éstos unos indios miserables cuya vida y costumbres refiere Cabeza de Vaca en su relación y a quienes llama «capoques» y «hans». Ellos recogieron a los náufragos y los hicieron trabajar para ganarse su alimento obligándolos a andar totalmente desnudos, a dormir al descubierto y a transportar pesadas cargas.

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Se encontraban a la sazón esos indios afligidos por una epidemia que estaba diezmando la población. Cuando los nativos vieron a los náufragos como gente tan distinta a ellos, se les vino la idea de que esos hombres blancos podrían tener el secreto de un poder sobrenatural y les pidieron que curasen a los enfermos. Alegaron los españoles que ellos no tenían medicinas ni siquiera sabían la naturaleza de la enfermedad. Los indios les contestaron que no les darían de comer hasta que no hubieran hecho lo que ellos les pedían y con tan buen argumento doblaron la voluntad de los cautivos. Empezaron así una serie de curas «maravillosas» que les sirvieron para ganarse la voluntad de los indios que desde entonces los trataron con mayor clemencia. Cabeza de Vaca dice de esas extrañas curaciones:

«Nuestro método consistía en bendecir al enfermo soplando sobre él y diciendo un Padre Nuestro y un Ave María, rogando con toda el alma a Dios Nuestro Señor que le diera salud y que los iluminara para que nos hicieran el bien. Por su bondad Él quiso que todos aquellos por quienes pedimos les contaran a otros que habían alcanzado la salud y que estaban curados luego que habíamos hecho sobre ellos la señal de la cruz».


Siguieron caminando los viajeros pero uno de ellos murió en el camino de cansancio y de frío. Los sobrevivientes eran, además de Cabeza de Vaca, Castillo, Andrés Dorantes y un esclavo negro por nombre Estebanico.

De todos ellos el más famoso es Cabeza de Vaca que dejó interesantísimo relato de su peregrinación de ocho años a través de las tierras de Texas, Nuevo México, posiblemente Arizona, y Sonora. En 1536 llegaron los viajeros a Sinaloa donde al fin pudieron encontrar paisanos suyos.

La naturaleza de este trabajo nos impide seguir paso a paso el recorrido de estos hombres de océano a océano a través de todo el continente. Fue el asombro de aquellos años de maravillas. Puso en movimiento a muchos viejos conquistadores para explorar esos misteriosos países, según se verá en el siguiente capítulo.

Descubrimiento de Arizona y Nuevo México: fray Marcos de Niza

La peregrinación de los náufragos tuvo feliz término en la ciudad de México el día 24 de julio de 1536. El nuevo virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza y el conquistador de México don Hernán Cortés salieron a darles la bienvenida. En honor de los recién llegados se celebraron al día siguiente juegos de cañas y una corrida de toros.

Tanto el virrey como el marqués se disputaban la compañía de Cabeza de Vaca pues era él quien con mayor detalles refería las características de las tierras recorridas. Hay, decía, valles fértiles, poblados por gentes industriosas que levantan cosechas de maíz, frijol y calabaza; que se visten de ropa tejida de algodón, que se adornan con plumas de —21→ papagayo, que atavían a sus mujeres con piedras de turquesa y que se resguardan del frío con pieles de búfalo. Gentes que viven en casas grandes y hermosamente construidas y que mantienen comercio activo con muchos otros pueblos que viven en las costas del sur donde hay muchas leguas de tierra habitada.

Las maravillosas descripciones que hacían los recién llegados despertaron nuevos deseos de aventuras entre los mexicanos. Quiso el virrey que alguno de los tres viajeros españoles capitaneara una expedición al territorio norte, pero ninguno de ellos aceptó y sólo Estebanico se prestó a llevar a cabo la empresa. Castillo, hastiado de tanto viajar quiso quedarse en México; Dorantes y Cabeza de Vaca decidieron organizar una expedición por cuenta propia y para eso se pusieron en marcha a España con objeto de conseguir el permiso del rey.

Estebanico, pues, conduciría la expedición a Nuevo México; pero no iría solo. Con él viajaría un fraile inquieto que había llegado en 1531 a Santo Domingo, que había andado con Pizarro en Perú y que para esas fechas era huésped del obispo Zumárraga en la ciudad de México. Su nombre era fray Marcos de Niza.

Fray Marcos era gran amigo de fray Bartolomé de las Casas (Protector de los indios) y participaba de su modo de pensar con respecto a las incursiones entre indios. Ésta debería ser una expedición diferente: sin soldados y sin cañones que los amedrentaran. Tampoco era necesaria mucha gente; irían el fraile, Estebanico y los indios necesarios para ayudarles con el transporte del alimento y vestido.

El virrey dio a fray Marcos una lista de recomendaciones: 1, amonestaría a los españoles de San Miguel de Culiacán a que dejaran los malos hábitos contraídos durante la presidencia de Nuño de Guzmán y a que tratasen bien a los indios; 2, diría a los indios de esas regiones lo mucho que le pesaba el mal trato que habían recibido y les prometía en lo sucesivo que los españoles los tratarían con mayor benignidad y dulzura; 3, que pronto llegaría el nuevo gobernador don Francisco Vázquez de Coronado para regir la tierra procurando ante todo el servicio de Dios y el buen trato de los naturales; 4, que Estebanico encabezaría la expedición, yendo por delante acompañado de algunos indios para indagar si la región estaba en paz o en guerra; 5, que fray Marcos debería tomar notas de las poblaciones que encontrase, acerca de los naturales, e indicar por escrito la calidad de la tierra, si había arboledas, animales domésticos, ríos, montañas, desiertos, etc.

La expedición salió de San Miguel de Culiacán el 7 de marzo de 1539. En su recorrido encontró gente muy bien dispuesta que le ofrecía comida, aunque no mucha porque hacía varios años que, por falta de agua, no se levantaba cosecha. Estebanico se adelantó unas cincuenta leguas, pero recibió instrucciones de dar informes a fray Marcos por medio de mensajeros. Si encontraba un país ordinario, los mensajeros traerían una cruz como de un palmo de largo, pero si la ciudad o región era de inmensa importancia y superior a la misma ciudad de México, la cruz debería ser del tamaño de un hombre.

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Transcurrieron cuatro días y al cabo de ellos, para sorpresa del misionero llegaron mensajeros con una cruz del tamaño de un hombre, diciendo que Estebanico había tenido noticias de unas ciudades que se llamaban Cíbola, ciudades grandes con casas de piedra y de varios pisos, adornadas con piedras de turquesa.

Siguió Estebanico enviando cruces grandes y cada vez se despertaba en el buen franciscano un deseo mayor por conocer aquella región que ofrecía tan buena cosecha para su fervor misionero.

En todas partes era recibido fray Marcos con muestras de grande afecto y respeto; los indios le llamaban «sayota» que en la lengua de la región significaba «hombre del cielo».

Continuó Estebanico subiendo hacia el norte y siguió mandando cruces, cada vez mayores, indicando que más adelante estaban las siete ciudades de Cíbola11.

Más adelante -ya en territorio que es actualmente el estado de Arizona- recibió fray Marcos la visita de un ciudadano del famoso país de Cíbola, el cual le informó puntualmente acerca de su patria. Le dijo que la ciudad principal se llamaba Shi-uo-na y que más hacia el norte había otras ciudades más importantes aún en un país muy rico y bien poblado. Entre otras cosas de maravilla le mostró al misionero un cuero mayor que el de una vaca y con un solo cuerno en la cabeza.

Seguía avanzando el misionero atraído por los buenos despachos que sin cesar recibía de Estebanico, hasta que un día subió a una montaña y desde ahí pudo contemplar a distancia la primera de las maravillosas ciudades. Apenas podía dar crédito a sus ojos. ¡Al fin llegaba al término de su peregrinación! ¡Había encontrado las ciudades tan afanosamente buscadas! Ante su imaginación, más bien que ante su vista, aparecieron los encantos de murallas que brillando al sol, semejaban ser de plata, aquellos techos que lucían como de oro y aquellas puertas y ventanas tapizadas de jade y de turquesa. ¡Su alegría no tenía límites!

Sin embargo el gozo del fraile se vio atenuado con las malas noticias que ahí recibió de Estebanico. Un indio que llegó de Shi-uo-na dijo que se había extraviado; otro afirmó que le habían hecho prisionero y, finalmente, un indio que, sangrando, llegó huyendo de la población, atestiguó que los caciques habían dado muerte al esclavo negro y a todos los indios que le acompañaban; que apenas había él logrado escapar con vida para rogarle al misionero que huyera también pues los jefes de la tribu le buscaban para matarlo.

¿Qué haría fray Marcos en ese lance? Pensó, según escribió más tarde en la relación que entregó al virrey, que si temerariamente se acercaba a la ciudad podría encontrar la muerte y no habría por tanto, quien volviera a México con noticias de las ciudades —23→ descubiertas. Además no le parecía necesario adentrarse temerariamente por las calles de la ciudad ya que desde la atalaya del monte en que se encontraba podía contemplar a satisfacción la belleza de aquella ciudad maravillosa.

Viendo con la imaginación más que con los ojos, creía divisar desde ahí sus cúpulas, sus altas murallas, sus calles bien pavimentadas y derechas, las puertas donde lucían preciosas decoraciones de turquesa. ¿Qué precisión tenía de ver de cerca lo que con sus propios ojos pensaba contemplar desde ese seguro lugar?

Sin pensarlo más, y procurando dar consuelo a los indios que le acompañaban y cuyos familiares acababan de ser sacrificados por los caciques de Shi-uo-na, se volvió fray Marcos por el mismo camino a dar al virrey, cuenta de sus exploraciones.

A fines de junio llegó el buen fraile a Compostela. Ahí se entrevistó con el gobernador Vázquez de Coronado y después de descansar de su viaje, en compañía del gobernador continuó el viaje de regreso hasta la ciudad de México. Hacia fines de agosto firmaba fray Marcos su relación certificada, dando parte de las grandes riquezas descubiertas y de los extensos y prósperos países que estaban por conquistar. De este modo, la historia de Cabeza de Vaca hallaba al fin confirmación plena de la pluma de un misionero.

Descubrimiento de California: Alarcón, Cabrillo y Ferrelo

El testimonio de fray Marcos causó profunda sensación en la ciudad de México y en sus contornos. En las oficinas del gobierno virreinal, en las calles, en las tabernas y aún en las casas al calor del hogar no se hablaba de otra cosa que del Nuevo México hacia el norte que estaba por conquistar y donde había seguridad de ganar mayor riqueza y fama que la que había ganado Cortés y sus soldados en la conquista de Tenochtitlán.

Hasta desde los púlpitos de las iglesias se oía predicar sobre la gran oportunidad que se ofrecía en el norte para la salvación de las almas. Almas infieles que por milenios habían estado oprimidas bajo el yugo de Satanás podrían ahora, gracias al esfuerzo y caridad de los mexicanos, obtener la luz de la fe y los beneficios de la civilización cristiana.

Todos querían ir al norte. Todos, inclusive el gran conquistador don Hernando Cortés quien, deseando anticiparse al virrey, pensó lanzar por el Mar Pacífico una expedición que encontrara esos mismos territorios, evitando las dificultades de una larga marcha por tierra y acercándose a ellos por sus costas.

En realidad la idea de llegar a los territorios del norte por la vía marítima no era nueva en Cortés, pues ya desde el año 1522 se había dedicado con empeño a enviar barcos al Mar del Sur, o sea el Océano Pacífico. Uno tras otro habían salido navíos del puerto de Zacatula para explorar las islas y las costas de California del Sur y hasta el distante archipiélago de las Filipinas. El conquistador había desembarcado en persona en las —24→ playas de la península donde, en 1535, fundó el pueblo de Santa Cruz. Pero ahora, en 1539, Cortés redobla sus esfuerzos y, al frente de tres navíos, envía a su mejor capitán don Francisco de Ulloa hacia el norte, ordenándole encaminar su timón hasta más allá de los puntos descubiertos en la península.

La mala ventura vino, sin embargo, a frustrar los planes del conquistador. Uno de los navíos se perdió frente a las costas de Culiacán; otro de los barcos -el capitaneado por Ulloa- se extravió también y se pensó que se había hundido en alta mar, y el tercero regresó a Zacatula sin haber logrado pasar más allá de la Baja California12.

Lejos de desanimarse por este nuevo fracaso, Cortés fue a entrevistarse con el capitán Vázquez de Coronado que se encontraba en la ciudad de México reclutando gente para la expedición que había de llevar al norte. El marqués quería encabezar la empresa que le correspondía a él por derecho propio. Cuando menos él así lo creía; duplicaría las gestas de gloria realizadas dieciocho años antes en el territorio mexicano. Él exigía que se le considerara como jefe de la expedición.

Coronado, que hasta entonces no era más que un soldado bajo las órdenes del virrey no había sido nombrado aún capitán de la empresa, dio las gracias a Cortés por su amable ofrecimiento y turnó a Mendoza un reporte de la entrevista.

Con fecha 6 de enero de 1540 Coronado era puesto al frente de la expedición por documento firmado de puño y letra del virrey y la expedición debería ponerse en marcha en el siguiente mes de febrero.

El marqués del Valle no pudo contener su indignación y decidió partir inmediatamente para España. El emperador, para quien el ilustre extremeño había conquistado tantos reinos, le haría justicia. Pero Cortés no regresó más a tierras de América. El virrey Mendoza iba a tomar de sus manos la bandera de España para lanzarla por tierra y por mar a conquistar los inmensos territorios que habían despertado por tantos años la ambición de gloria del conquistador del Anáhuac.

El viaje por mar ideado por Cortés se convirtió entonces en una doble expedición. La primera de ellas zarpó de Acapulco el 9 de mayo formada por dos barcos, el San Pedro y el Santa Catalina. El 26 de agosto la flotilla se encontraba ya en las aguas del Golfo de California avanzando por el cual, llegó a la desembocadura del río Colorado. El jefe de la expedición, don Hernando de Alarcón, dejó anclados los barcos en el golfo, tomó dos navíos pequeños para sí y para un reducido número de compañeros y subió río arriba descubriendo a ambos lados cabañas de indios que les amenazaban con señas y les daban a entender que se fuesen de sus territorios. Don Hernando ordenó no hacerles daño y poco a poco fueron aplacándose los nativos convirtiéndose luego en sus buenos amigos, sobre todo al mostrarles Alarcón las chucherías que llevaba para obsequiarles.

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Los indios de la región andaban totalmente desnudos; usaban rayas negras pintadas por todo el cuerpo y en la cabeza llevaban cueros de venado. Las mujeres llevaban cinturón del que pendían tupidas plumas que les servían de faldilla. Ambos sexos se dejaban crecer el cabello que les llegaba hasta más abajo de la cintura. Los indios dijeron que se llamaban cocopahs.

Alarcón continuó navegando contra la corriente, lo cual hacía su viaje sumamente lento y penoso, pero como logró en todas partes ganarse la voluntad de los indios, ellos le ayudaban a empujar las lanchas hacia arriba. Fue tanto el respeto que logró infundir en ellos que confirmó su creencia de que era nada menos que el hijo del sol que venía a darles la paz. Por eso consiguió saber muchos detalles de su vida comunal y doméstica. Un viejo, cacique de una gran tribu, le contó que en la región se hablaba una gran variedad de lenguas; que se practicaba la monogamia y se castigaba a los adúlteros con pena de muerte; que los curanderos sanaban con sortilegios y soplando sobre los enfermos y que su venganza contra los prisioneros cogidos en sus incesantes guerras era tan cruel que los quemaban vivos o les sacaban el corazón para devorarlo aún palpitante.

Seis días duró Alarcón en compañía de ese cacique. Cuando siguió adelante supo de un mensajero que acababa de llegar de las ciudades de Cíbola. El indio refirió que allá había hombres blancos, con barbas, que montaban a caballo y tenían armas de fuego como las de Alarcón. Por esas señas conoció el marino que Vázquez de Coronado había llegado ya a la región central y que se encontraba muy alejado del río por donde él navegaba. El mensajero no venía de parte de los españoles, sin embargo; era uno de tantos espías que tenían los indios para enterarse de hechos que ocurrían en otros lugares.

Todavía tardó el capitán algunos días en decidirse si debía esperar mensaje de Coronado o volverse a Acapulco; pero al fin, convencido de que ya los soldados de la expedición por tierra habían llegado felizmente a su destino y que lo más probable sería que no trataran de ponerse en contacto con la expedición marítima, determinó volver haciendo ahora con gran rapidez el viaje de regreso río abajo hasta el Golfo de California donde, abordando sus naves, continuó el viaje de retorno hasta su punto de origen.

La segunda expedición organizada por el virrey Mendoza para descubrir tierras del norte por las costas del Océano Pacífico estuvo encabezada por Juan Rodríguez Cabrillo, soldado que había estado al mando de Cortés en la conquista de México y más tarde bajo Pedro de Alvarado en Guatemala.

La expedición salió del puerto de Navidad en las costas del poniente de México el 27 de junio de 1542 y ya para el dos de julio lograron los tripulantes divisar la Baja California. El 28 de septiembre, Juan Rodríguez y sus dos navíos entraban en el magnífico puerto de San Diego, en la Alta California que ellos llamaron San Miguel en honor de la fiesta del día siguiente. Se vieron rodeados casi en seguida de indios californianos que, muy tímidos al principio, fueron atraídos por la gran cantidad de cuentas, espejos, tijeras y otras baratijas que traían los españoles para regalar y atraerse así a los indígenas. Dejando San Miguel el 3 de octubre, navegaron por tres días a lo largo de una costa de valles y planicies coronados de niebla que a los españoles les pareció humo y de grandes montañas —26→ en el interior hasta que desembarcaron en una isla que llamaron de Santa Catalina, aproximadamente cerca del lugar que ahora se conoce con el nombre de San Pedro.

Salieron de ahí el 9 de octubre y anclaron en una larga ensenada que es probablemente el actual pueblo de Santa Mónica en los suburbios de Los Ángeles. Subieron luego hasta el lugar donde está ahora San Buenaventura y desde ahí divisaron el Valle de Santa Clara. Cabrillo tomó posesión formal de ese territorio a nombre del virrey de México y permaneció ahí cuatro días. Los aborígenes se mostraban ahora amables con los extranjeros.

Tras de descubrir otras dos islas, llegaron al cabo Galera actualmente llamado Point Concepción. El 18 de octubre descubrieron otras dos islas que denominaron, a causa del santo del día, Islas de San Lucas. Volvieron a acercarse a la costa y pasaron por el Canal de Santa Bárbara. Siguiendo por el litoral, pasaron por enfrente de la bahía de Monterrey; continuaron subiendo hacia el norte; pasaron por enfrente de la bahía de San Francisco donde encontraron fuertes corrientes y aires sumamente helados que les hicieron retroceder hacia el sur. El capitán se encontraba seriamente enfermo a bordo. Llegaron en pocos días a la isla de San Miguel y ahí decidieron descansar. Las tormentas siguieron soplando sin cesar. Día tras día se agravaba el capitán y por fin el día 3 de enero de 1542 murió Cabrillo después de dejar al piloto mayor, Bartolomé Ferrelo a cargo de la expedición con vivas recomendaciones de que continuara el descubrimiento de las costas del Pacífico.

El 19 de enero salieron los expedicionarios de la isla para obtener provisiones en la tierra firme, pero tuvieron que regresar porque los vientos seguían soplando con fuerza huracanada. Por fin el 12 de febrero decidieron continuar su búsqueda hacia el norte. ¡Quizá ahora su buena estrella les descubriría el famoso estrecho que siempre «más allá» creían los marinos de aquel tiempo que existía uniendo los dos océanos! Costearon nuevamente todo California y llegaron más allá del grado 40 de latitud a un cabo que, en honor del virrey se llamó Mendocino. Los vientos eran cada vez más helados, pero el ánimo de los descubridores aumentaba en proporción con las dificultades que encontraban. ¿Hasta dónde subieron? En sus relaciones depusieron que habían arribado más allá del grado 44. Pero, como algunos investigadores modernos consideran cuestionable su aseveración, podemos decir que, cuando menos llegó Ferrelo con sus esforzados compañeros bastante más allá de la frontera del presente estado de California con Oregón. El dos de abril decidieron los marinos volver, por habérseles agotado las provisiones.

De regreso tocaron nuevamente la isla de San Miguel, visitaron la bahía de San Diego donde esperaron por tres días que se les uniera el otro navío que se les había extraviado y por fin llegaron al puerto de Navidad el catorce de abril, habiendo realizado así una de las expediciones de mayor importancia en la historia de California. El Diario de este viaje se atribuye a Juan Páez, uno de los miembros de la expedición y se encuentra en el Archivo General de las Indias.

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Con el descubrimiento de la costa californiana se cierra el ciclo de los descubrimientos de los litorales que marcan actualmente los límites marinos de los Estados Unidos de América y se abre el ciclo de las exploraciones de los terrenos del sur que pronto vendrán a ser conquistadas y colonizadas por expediciones que, en casi todos los casos, partirán de la ciudad de México.

Segunda parte:

Las exploraciones

Exploración de La Florida: Hernando de Soto

Todas las expediciones españolas tuvieron su lado oscuro por injusticias cometidas contra los indios, pero esas injusticias son casi inherentes a todas las empresas de esta índole. Sin embargo la expedición de Hernando de Soto es quizá la que se llevó a cabo con más violencia en territorios americanos. Con gusto se omitiría aquí su relato, pero en aras de la verdad deben señalarse tanto las sombras como las luces, pues ambas contribuyen a hacer más real la pintura de conjunto.

Hernando de Soto era natural de Villanueva de Bancarrota en España y muy joven se enlistó entre los emigrantes hacia el nuevo mundo. Después de explorar las montañas de Nicaragua, fue uno de los capitanes de Francisco Pizarro en la conquista del Perú. Fue escogido para exigir de Atahualpa su rendición a los españoles.

Cansado de las luchas y rencillas que dividieron a los vencedores del Imperio Inca a raíz de la conquista, pidió de Soto permiso para volver a España y gestionar ahí la documentación necesaria para explorar La Florida donde tantos capitanes se habían topado ya con su mala fortuna.

Varios años tardó en arreglar sus credenciales y en hacer los preparativos y por fin el 6 de abril de 1538 salió de San Lúcar rumbo a La Habana.

Después de haber permanecido en la isla algo más de un año, se embarcó para La Florida el 18 de mayo de 1539, llevando a bordo seiscientos soldados, doscientos trece caballos, perros «que servían para cazar fugitivos» y toda clase de provisiones. Viajaban a bordo también varios sacerdotes y frailes dominicos, un médico cirujano, un herrero y un carpintero entendido en la fabricación de barcos.

Llegaron al mismo lugar que la expedición de Pánfilo de Narváez, cerca de la bahía de Tampa, y con fecha 3 de junio don Hernando tomó posesión de la tierra con las ceremonias acostumbradas. Habiendo sabido que quedaba por ahí un sobreviviente de la —28→ expedición de Narváez, envió a Baltasar de Gallegos a buscarlo. Ese cautivo era Juan Ortiz que había quedado vivo después del desastre de 1526. Hecho cautivo por los indios y puesto a cuidar del cementerio a donde solían las fieras acudir por la noche a devorar los cadáveres, Juan Ortiz realizó la notable hazaña de matar a un lobo que se robaba el cuerpo de un niño, con lo que se conquistó el respeto de los indios pero también los celos del cacique, quien buscó pronto un pretexto para condenarlo a muerte. Ayudado por la hija de su amo, logró sin embargo, escapar a una tribu vecina donde su nuevo dueño, Mucozo, le había tenido piedad.

Al saber Mucozo que habían desembarcado más hombres blancos quiso congraciárselos mandándoles a Ortiz acompañado de un grupo de flecheros y así fue como pronto lo encontró Gallegos. Pero los españoles no lo reconocieron y creyéndolo enemigo estaban a punto de dispararle, cuando él, haciendo la señal de la cruz, se dio a conocer como cristiano y así salvó su vida.

Bien fuera por la belicosidad nativa de los indios de La Florida, bien porque de Soto quiso dejar ejemplo de crueldad para amedrentar a los indígenas, la marcha de Hernando de Soto fue un constante pelear, esclavizar y matar desde el momento de su desembarque hasta que salió de la península.

Después de visitar la playa donde tuvo lugar el embarque de los hombres de Narváez en la bahía de Appalachee, torció de rumbo hacia el este y se dirigió a los dominios de una reina aborigen en las riberas del río que hoy se llama Savannah en territorio que es ahora del este de Georgia. La soberana de aquella tribu obsequió regiamente a de Soto y a su gente, pero el adelantado no supo pagar sino con traición pues se llevó cautiva a la soberana. La india sin embargo, yendo con el ejército por el camino de Chiaha (cerca de donde se levanta ahora la ciudad de Columbus) logró escapar de sus guardianes llevándose una gran cesta de perlas que ella misma había obsequiado al capitán.

Siguió de Soto hacia el norte y llegó al valle de Saula (en la Carolina del Norte) donde descansó quince días aprovechándose de los muchos pastos y de la hospitalidad de los indios de esa región. Atravesó luego las montañas Smoky; cruzó inmensos territorios de Tennessee y entró por el norte al estado de Alabama donde encontró indios amigos y la tierra muy poblada, amplia y fértil. Un poco más hacia el sur tuvo uno de los descalabros más serios de la expedición frente a un poblado de nombre Nervila donde se habían concentrado los indios para atacarlo. Cuarenta y ocho soldados murieron en la batalla y veintidós fallecieron después por falta de medicinas, pues éstas con todo lo demás de su bagaje había caído en poder de los indios.

Pasaron luego los soldados de la expedición a Cicosa donde pensaron encontrar buena acogida para pasar el invierno, pero los indígenas los atacaron de nuevo, murieron en la batalla cuarenta españoles y cincuenta caballos.

Supo entonces el capitán que un poco más adelante y ya en territorios que son ahora el estado de Misisipí había una gran ciudad y se dirigió hacia ella intentando tomarla a como diera lugar. El asalto fue sangriento y murieron muchos de los capitanes. Los indios —29→ tuvieron incontables pérdidas, pues los españoles que estaban ya ardiendo en venganza hicieron con ellos una feroz carnicería.

El lugar no era sano ni había pasto para los caballos. Por eso, aunque de Soto pudo hacer de la ciudad conquistada su cuartel de invierno, decidió abandonarla y seguir adelante rumbo al río Misisipí. De Soto y sus soldados cruzaron el río en dos piraguas y al otro lado encontraron una población grande.

El cacique, llamado Casquín, los recibió como amigos. Se adentraron entonces en territorios que son ahora del estado de Arkansas. «Iba Hernando de Soto muy deseoso de poblar, porque no se perdiese el fruto de tantos trabajos padecidos en aquel descubrimiento; porque ya le faltaba la mitad de la gente; y para esto iba buscando el río grande, arrepentido de no haber poblado en Nachusi, como lo tenía pensado; considerando que si se moría todo quedaría perdido y quería hacer una población en un buen sitio de aquel río y echar por él los bergantines que saliesen a la mar y diesen aviso en todas las provincias de las Indias de las grandes tierras que quedaban descubiertas». Así dice el cronista Herrera.

Y así era en verdad. Llevaban ya casi tres años de recorrer aquellos vastísimos territorios, pero de Soto quería asegurarse de establecer su colonia en el lugar más conveniente, que, sin quedar cerca de la playa para evitar ataques de los piratas, tuviera sin embargo facilidades de navegación.

Pero de Soto no vio cumplidos sus deseos. Se enfermó de fiebres malignas que le hicieron perder la fuerza rápidamente. Dándose cuenta de que se llegaba su fin, hizo testamento. Nombró a Luis Moscoso de Alvarado capitán de la expedición; se despidió de todos y murió el 21 de mayo de 1542.

Lo enterraron los españoles por la noche y procuraron disimular el lugar de la sepultura. Pero luego, temerosos de que los indios diesen con el cuerpo, lo mutilaran y lo exhibieran como tenían ellos costumbre de hacer, nuevamente sacaron el cuerpo por la noche, lo envolvieron en una manta y lo pusieron en el hueco de una gruesa encina y decidieron arrojarlo al río.

Al día siguiente el jefe de la tribu de Guachoya llevó al campamento dos muchachos indios para ser sacrificados y que acompañaran así al capitán y le sirvieran en el otro mundo. Moscoso le contestó que le daba las gracias por el obsequio pero que el capitán no se había muerto, sino que se había ido al cielo a unirse con otros soldados cristianos que lo necesitaban y que pronto había de volver.

El 15 de julio se pusieron en marcha de nuevo. Su pensamiento era ir a México donde podrían encontrar abundante comida, medicinas y, sobre todo, descanso. Atravesaron los estados de Arkansas, Oklahoma y Texas pero, no hallando su camino a México, regresaron y llegaron nuevamente a las orillas del gran río. Cien hombres y ochenta caballos murieron en esta última travesía.

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Al llegar al río doblaron hacia el sur y encontraron pueblos grandes de doscientas casas más o menos, donde pidieron que les permitieran pasar el invierno. Pero, como los indios se lo negaron, determinaron tomar las poblaciones por la fuerza. Acometieron y ganaron pero no sin grandes pérdidas, pues murieron ahí los capitanes Nuño de Tovar y Andrés Vasconcelos, además del intérprete Juan Ortiz.

Cansados de tantas correrías, desanimados de encontrar un buen lugar para colonizar y, sobre todo, viéndose ya muy pocos y enfermos para tener éxito en tal empresa, determinaron volver a tierras de españoles. No tenían barcos, mas se pusieron a fabricarlos, como los de la expedición anterior.

Dos meses y medio tardaron en construir siete bergantines. Los echaron al agua el 24 de junio de 1543 en medio de rumores de guerra que sin cesar les llegaban, pues los indios del otro lado del río se habían confederado para matarlos. «Si los dejamos ir -decían- podrán volver en mayor número y aniquilar a toda la población».

Mientras los españoles navegaban río abajo por las aguas del Misisipí, el ejército indio se presentó tan numeroso y preparado como los de Moscoso no hubieran podido imaginar. Venía una flota de casi mil canoas teñidas de negro, azul y rojo y atestadas de flecheros que cantaban sones de guerra. Los españoles comprendieron al punto lo difícil de su situación ya que no tenían modo de defenderse pues hasta los arcabuces se habían fundido para hacer los clavos de los navíos. Diez días duró el ataque y casi todos los españoles resultaron heridos, a pesar de lo cual navegaban rápidamente hacia el sur ansiando llegar pronto al mar a donde los indios no pudieran seguirlos en sus pequeñas canoas.

Por milagro contaron su llegada a las aguas del Golfo de México y por salvos se dieron al verse libres ya de la persecución de los aborígenes. Pero ahora, ¿hacia dónde navegarían? Su pensamiento estaba fijo en México, pero no sabían por qué rumbo quedaba, ya que ni brújula llevaban ni carta de navegación. Navegaban a la deriva y sólo confiando en Dios que algún día arribarían a las costas de la Nueva España.

Por fin un día pisaron tierra firme en Pánuco, puerto de México, después de casi dos meses y medio de navegación. Una a una fueron llegando las siete carabelas con sus tripulantes descalzos, desnudos algunos y otros con las carnes cubiertas de pieles de venado, osos, tigres y otros animales. Más parecían brutos que hombres.

El gobernador de la provincia les ayudó en seguida con alimentos, medicinas y ropa. Avisado el virrey Mendoza, ordenó que con todo regalo fueran transportados los viajeros a la ciudad de México. «Su paso por el territorio de Pánuco a la capital fue una peregrinación de asombro» -dice el cronista. «De esta manera se encaminaron, saliendo la gente a ver por maravilla tan extraños hombres. A todos admiraba la robustez de los cuerpos, la figura de los rostros y barbas desemejadas, el hábito de fieras y otras cosas que bien mostraban trabajos y miserias padecidas».

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Los habitantes de México se disputaron el honor de hospedar a los expedicionarios, los cuales «se quejaban de haber sufrido tanto, a cambio de nada y porque sentían mucho las riquezas que habían dejado dándoles pena la memoria de ello porque siempre los soldados más que otros han de sacar fruto de sus trabajos. El virrey los consolaba y los apaciguaba, diciéndoles que brevemente quería hacer aquella empresa y les daría muy buenos sueldos y ventajas, y que entre tanto los acomodaría»13.

Exploración de Nuevo México: Vázquez de Coronado

Don Francisco Vázquez de Coronado, nombrado por don Antonio de Mendoza, capitán de la expedición a Nuevo México, vino a la ciudad de México en 1535 a la edad de 25 años como caballero en el séquito del virrey. Ya antes de 1539 había desempeñado puestos de importancia en el gobierno de la Nueva España y se había casado con una noble, rica y virtuosa dama de la corte.

Cincuenta mil ducados fueron la contribución de Coronado a la empresa de Nuevo México, obtenidos principalmente de la hacienda de su esposa doña Beatriz. El virrey contribuyó con sesenta mil.

Figuraban en el séquito los capitanes Diego de Guevara, don Rodrigo Maldonado, Juan de Saldívar, Diego López de Cárdenas y Pablo de Melgosa. Era alférez real don Pedro de Tovar, y Lope de Samaniego fue nombrado maestre de campo.

El resto de la expedición estaba formado por jóvenes decididos y valientes que habían crecido al recuerdo de las hazañas de Cortés y que ardían en deseos de emularlas. También varios centenares de indios formaban parte del ejército; indios aztecas y tarascos voluntariamente se adhirieron a la expedición.

El virrey fue generoso en proveer a los expedicionarios de dinero, armas, caballos, vacas, carneros y de todo lo que se creyó menester para sostener la expedición. Así mismo ordenó que las familias de los indios recibieran todo lo necesario para vivir hasta que volvieran los viajeros.

Esta expedición fue eminentemente mexicana. Mestizos, indios y criollos figuraban en gran número en el ejército. Armas y caballos mexicanos, ganado de México y víveres proporcionados por vecinos de la capital se emplearon en la expedición, como también de México eran el oro y la plata gastados en esta heroica empresa.

El 2 de febrero de 1540 todo estaba listo para el viaje. Se contaban 336 soldados, con 550 caballos, armas y armaduras, lanzas, espadas, cotas, celadas, etc., y una enorme compañía de indios, figurando en medio de este enorme desfile la arrogante figura del capitán, un —32→ doncel bien montado en hermoso caballo, de dorada armadura y casco empavesado con vistoso penacho.

Ocho misioneros figuraban en la expedición: seis europeos y dos mexicanos de nacimiento; éstos últimos indios naturales de Michoacán, conocidos con los nombres de Sebastián y Lucas. Entre los europeos figuraban fray Marcos de Niza, el descubridor de Cíbola.

Banderas al viento salió la expedición de Compostela el día 22 de febrero. Pero, para evitar que los indígenas, dispersos a lo largo del camino que habría de recorrer la expedición, se asustaran viendo tan grande comitiva de soldados, ordenó Coronado que se formara una columna de vanguardia encargada de dar mensajes de paz a cuantos indios encontrara, asegurándoles que no serían molestados en su persona ni en sus bienes.

Algo más de dos meses tardaron en recorrer el territorio mexicano hasta llegar al punto donde actualmente se encuentra la línea divisoria de México y los Estados Unidos. Otros dos meses tardó la comitiva en atravesar el desierto, cruzando las montañas de Santa Catalina con gran dificultad, sobre todo para las caballerías, por la falta de agua. Por fin el 7 de julio llegaron frente a la primera de las siete anheladas ciudades: una villa de cerca de doscientas casas, como quince millas al sudoeste del actual pueblo de Hawikuh, cerca de la frontera que divide ahora los Estados de Arizona y Nuevo México.

Coronado recibió noticias de que los habitantes de la población hacían apresurados preparativos para defenderse, por lo que determinó enviar al capitán López de Cárdenas con un mensaje de paz. Cárdenas habló con unos indios que encontró en el camino; les dio algunas baratijas y les dijo que volvieran a su pueblo a informar que los cristianos venían en paz y que sólo querían la amistad de los de aquella comarca.

Llegó la noche y en medio de la oscuridad los indios atacaron al ejército causando la pérdida de muchos caballos que, estando desensillados mientras sus dueños dormían, huyeron precipitadamente al monte asustados por los alaridos de los atacantes.

A la siguiente mañana se dirigió Cárdenas, acompañado de dos misioneros y de un notario público, hasta las puertas de la población para requerir a los indios de paz, pero a las voces de los emisarios contestaron los indios con gritos y lanzando una lluvia de flechas. Con esta nueva prueba de violencia se convenció Coronado de que era inevitable una lucha cuerpo a cuerpo y se dirigió con el grueso de su ejército hasta donde peligraban Cárdenas y sus compañeros. Pensó que a la vista de aquel gran acompañamiento los indios se asustarían y querrían hacer las paces, pero aquellos valerosos defensores, lejos de acobardarse, avanzaron también con denuedo, y empezaron a atacar con tal furia que obligaron al capitán a dar el grito de guerra. «¡Santiago y a ellos!» abrió las hostilidades de parte de los españoles que se arrojaron con furia sobre los muros de la ciudad tratando de tomarla por asalto.

Coronado llevaba la vanguardia y por eso fue el blanco principal de los atacantes y cuando trató de escalar las paredes para llegar al techo de la primera casa del pueblo fue —33→ herido varias veces en la cara y en las piernas, lo que le hizo cobrar todavía más arrojo y a sus soldados mayor furia para atacar a los indios ya dentro del poblado.

Los españoles lograron el triunfo, pero Coronado quedó tan mal herido que tuvo que ser llevado sin conocimiento y en brazos de sus soldados a una de las casas del pueblo donde tuvo que sanar y luego convalecer por varios días.

Los indios de los pueblos circunvecinos mandaron entonces delegaciones ofreciendo su amistad a Coronado, quien los recibió con amabilidad y les aseguró que no venía en son de guerra. Que serían ellos respetados como aliados de los españoles. Soldados de la expedición recorrieron entonces las otras famosas «ciudades de Cíbola». Eran éstas siete pueblos de unos doscientos habitantes cuya miseria saltaba a la vista y descorazonaba a los españoles que, ateniéndose a los dichos de fray Marcos, esperaban encontrar ciudades más grandes y hermosas que México.

Los misioneros, sin embargo, se mostraban gozosos de hallar tantas gentes a quienes convertir en cristianos, sin importarles mucho que no fueran ricos.

El capitán Tovar fue a Tuzayán, conocido ahora como el pueblo de los hopis, cuyos habitantes prontamente se rindieron a los españoles. El capitán López de Cárdenas fue en busca de un gran río que, según los naturales decían, estaba habitado por gigantes. Recorrió el mismo camino de Tuzayán y a los veinte días de explorar la comarca llegó a un lugar de incomparable belleza: era el Gran Cañón del río Colorado. Ese famoso descubrimiento tuvo lugar en agosto de 154014.

Los primeros europeos que descendieron al fondo del cañón fueron el capitán Pablo de Melgosa, Juan Galeras y otro soldado anónimo.

Era ya tiempo de que Coronado enviara noticias al virrey (que estaría sin duda ansioso de conocer el resultado de la expedición) y ordenó que Juan Gallego fuera a la ciudad de México para llevar una carta a don Antonio de Mendoza y para recabar más provisiones pues las que habían sido enviadas por mar nunca llegaron. Con Gallego retornaban a México fray Marcos de Niza y otro misionero.

Entre tanto Coronado se propuso explorar las provincias circunvecinas, todavía soñando con encontrar las grandes ciudades y las enormes riquezas que fray Marcos había dicho que existían al norte de Cíbola. Subió, pues, rumbo al distrito donde ahora se encuentra la ciudad de Santa Fe y ahí determinó pasar el invierno en una población llamada Tíguex. Subió luego a las llanuras de los búfalos y un día en que los caballos de Cárdenas pacían junto al río (posiblemente el mismo que ahora se llama Canadian River) los vecinos de un poblado pequeño recogieron hasta cuarenta animales y los mataron a todos. Cárdenas fue a hablar con los indios, pero éstos se rehusaron a tener arreglos con él y amenazaron con atacar al ejército. Volvió Cárdenas a enviar mensajes de paz, prometiendo perdonar la matanza de sus animales, pero como los indios se rehusaran a cesar en sus hostilidades, el —34→ capitán sometió la cuestión a un consejo de guerra y todos opinaron que la guerra debería emprenderse contra los agresores.

Fue entonces Cárdenas en persona en busca de una reconciliación, pero le respondieron con gritos de guerra y hondeando como banderas las colas de los caballos sacrificados. La batalla fue sangrienta por ambos lados y aunque los españoles lograron el triunfo, muchos mexicanos y varios españoles fueron heridos de muerte por las flechas envenenadas.

El 23 de abril de 1541 el capitán Coronado siguió con parte de su ejército hacia el este entrando en el estado de Texas por el Panhandle y subiendo hasta el río denominado ahora Ford River el día de San Pedro y San Pablo (29 de junio) y subiendo más hacia el noreste llegaron a la primera villa de Quivira en las cercanías de Lyons en el territorio que ahora es el estado de Kansas. Los habitantes de Quivira eran indios wichitas y andaban casi desnudos. Recibieron bien a los exploradores y se declararon con gusto súbditos del virreinato de México.

Ansiosamente recabó Coronado más noticias acerca de otras ciudades o territorios al norte o al este de Quivira que fuera conveniente y útil explorar, pero como se le aseguró que fuera de ese pueblo no había cosa alguna de llamar la atención, determinó regresar para reunirse con el grueso de su ejército en Nuevo México.

Antes de partir hacia el sur, se erigió en Quivira una cruz y al pie se puso una roca con un letrero que decía:

«Hasta aquí llegó Francisco Vázquez de Coronado».

Mientras eso ocurría en el norte, el resto del ejército que había permanecido en Tíguex se vio envuelto en escaramuzas con los indios en que hubo varias muertes y así se alegraron los soldados de ver de nuevo a su capitán, aunque se entristecieron al saber que nada digno de interés se había hallado en los territorios de Quivira, por lo que le rogaron volver pronto a la ciudad de México.

Escribió nuevamente el capitán al virrey Mendoza informándole de su expedición a Quivira. Su carta está llena de amargura al no poder relatar ninguna cosa de valor encontrada en estos lugares: solamente indios desnudos, hambrientos y por completo carentes de noticias de minas de oro, plata, u otros metales. Desde el punto de vista económico, la expedición había sido un fracaso, si bien volverían los expedicionarios cargados de preciosa información concerniente a todas estas tierras y a sus habitantes.

El segundo invierno que pasaron los expedicionarios en Tíguex fue una gran prueba de paciencia. Los soldados estaban tristes y enfermos sobre todo, tenían mucha hambre. Todo lo cubría la nieve: era imposible sembrar y las vituallas de México no llegaban ni por mar ni por tierra.

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Para colmo de desgracia un infortunado accidente vino a frustrar toda posibilidad de futuras exploraciones. El 27 de diciembre se dispuso Coronado a dar un paseo a caballo y ordenó a los criados que pusieran nuevo cincho a la silla, pero el cincho debió de estar podrido pues al correr Coronado en competencia con su compañero, cayó del caballo y el caballo del amigo que corría a su vera pasó sobre su cabeza causándole heridas que le ocasionaron grave pérdida de sus facultades mentales.

Era, pues, imperativa la vuelta a la capital. Se sometió el asunto a la consideración de los expedicionarios y casi todos decidieron regresar a México. Sólo los misioneros y los indios mexicanos querían quedarse en los territorios explorados. Los misioneros habían hecho no pocas conversiones y les dolía abandonar así a los neófitos. Los indios se habían llevado muy bien con los cibolianos y pidieron permiso de quedarse en la tierra. Algunos soldados que pretendieron continuar expedicionando por su cuenta fueron disciplinados por el capitán.

En los primeros días de abril de 1542 la expedición retornaba a México.

Exploración de Nuevo México: los misioneros

La historia ha consignado los nombres de los misioneros que participaron en la expedición de Vázquez de Coronado. Además de fray Marcos de Niza, venían fray Juan de Padilla, fray Antonio de Victoria, fray Luis de Escalona, fray Juan de la Cruz, fray Daniel y los hermanos Sebastián y Lucas. De fray Marcos de Niza ya se ha dicho bastante. Vino a Nuevo México con Coronado como provincial. Este buen fraile visionario había contemplado todas las cosas en su primer viaje a Nuevo México con los ojos iluminados por su deseo de la cosecha de almas que tan abundantemente podría recogerse en estas regiones. Pero cuando en compañía de los soldados volvió a visitar estos territorios, no se sintió seguro al oír a los soldados quejarse de la miseria del lugar diciendo que se les había engañado. Además, tantos viajes, privaciones y fatigas habían quebrantado mucho su salud. Sus contemporáneos dicen que, al llegar a Cíbola con Coronado, su cuerpo estaba como paralizado y su semblante era ya el de un viejo. Por el estado de salud determinó Coronado que volviese a la capital acompañando a Gallego, portador de la carta para el virrey. Fray Marcos siguió viviendo en México donde murió en 1558.

De fray Antonio de Victoria no hay relación alguna que dé completa luz. Parece que ya, al salir de Culiacán sufrió un accidente y se rompió una pierna. ¿Se quedó sin ir a Nuevo México? Parece que no, pues hay indicios de que durante la expedición, hizo las veces de capellán castrense y tomó parte en los consejos de guerra. No se sabe, sin embargo, nada más de él.

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Fray Luis de Escalona se quedó en el pueblo de Cicuique. Coronado le dejó cabras y carneros que podrían servirle durante su soledad para alimento propio y de los neófitos bajo su cuidado. El cronista Mota Padilla dice:

«Fray Luis se mantenía en una choza por celda o cueva en donde le ministraban los indios con un poco de atole, tortillas y frijoles, el limitado sustento y no se supo de su muerte; sí quedó entre cuantos le conocieron la memoria de su perfecta vida».


Como conjetura nada más, el cronista Castañeda que hizo la relación de la expedición de Coronado, dice, que siendo fray Luis un hombre de buena y santa vida, Nuestro Señor lo protegió y le concedió su gracia para convertir algunas gentes. Realmente no se conoce el fin que tuvo, perdido entre sus hijos los nuevos cristianos de Nuevo México.

Poco se sabe también de fray Juan de la Cruz. Según el cronista Mendieta:

«Del siervo de Dios fray Juan de la Cruz no se supo otra cosa más que quedó solo en aquel pueblo de Tíguex para enseñar a los indios las cosas de nuestra fe y vida cristiana, de que ellos holgaron mucho, y en señal de regocijo lo tomaron en brazos y hicieron otras demostraciones de contento. Entiéndose moriría mártir. Era religioso muy observante y de aprobada vida y por ello muy respetado de todos; tanto que el capitán Francisco Vázquez Coronado tenía mandado a sus soldados se destocasen cuando oyesen el nombre de fray Juan de la Cruz».


Del padre Padilla, protomártir de los Estados Unidos, sí se conoce bastante.

Fray Juan era originario de Andalucía en España. Abrazó de joven la carrera de las armas, pero luego determinó hacerse fraile franciscano y, ya como tal, vino a México donde fungió como guardián en los conventos de Tulancingo y, más tarde, en Zapotlán. En ambos lugares trabajó como misionero de los indios.

Enlistado en la expedición de Nuevo México, quiso llevar consigo a sus dos pupilos, Lucas y Sebastián, de quienes es justo hacer aquí mención.

Al tiempo en que, a raíz de la conquista de Tenochtitlán, invadieron los españoles el reinado de Michoacán, creían de ellos los indios que eran caníbales y que, como dioses que se les suponía ser, recibían sacrificios humanos.

Asustados por las crueldades del conquistador de ese reino, un par de indios quisieron propiciarlos entregando a sus dos pequeños hijos y pretendieron llevárselos a los franciscanos como sacrificio. Pero los muchachos corrieron a esconderse en la sierra.

Compadecidos los frailes de la suerte de los fugitivos y deseando crearlos en la fe, mandaron seguirlos y al fin lograron encontrarlos. Se los ganaron con amor, los recibieron en el convento donde les enseñaron a leer, los instruyeron en la fe cristiana, los —37→ hicieron catequistas y, más tarde, permitieron que, como hermanos donados, les ayudaran en la predicación.

No se sabe si el padre Padilla fue uno de aquellos franciscanos que recogieron a los muchachos desde el principio, pero ya para 1539, Lucas y Sebastián -que tales fueron los nombres que recibieron los dos muchachos al bautizarse- estaban viviendo con el padre Padilla en el monasterio de Zapotlán y quisieron tomar parte con él en la expedición.

Con estos muchachos emprendió fray Juan de Padilla en 1542 su viaje de regreso a Kansas, llevando lo que Coronado quiso dejarle para su servicio: un caballo, unas mulas, un pequeño rebaño de ovejas, ornamentos de iglesia, rescates y otras cosas de utilidad. Un soldado portugués llamado Andreas da Campo quiso partir con él para su servicio.

Acompañado de los mismos indios wichitas que habían guiado el ejército de Coronado a Nuevo México, regresó fray Juan hasta el punto donde, ya en Kansas, había él mismo erigido una cruz y había hecho propósito de volver para predicar la fe cristiana.

Ahí se postró ante ella y dio gracias a Dios por haberle permitido regresar, se alegró de ver con cuanto amor habían cuidado los indios la cruz, adornándola y teniendo muy limpio el contorno y en seguida empezó su misión entre aquellos indios; como su apóstol y maestro.

Los encontró bien dispuestos y ansiosos de aprender, y eso lo llenaba de gozo, viendo la oportunidad que tenía de ofrecer tantos hijos a Dios y de ensanchar los dominios de la Iglesia. No contento con la misión que desempeñaba en Quivira, quiso visitar las comarcas circunvecinas y predicar el evangelio a otras tribus. Los de Wichita trataron de hacerle desistir de su empeño pues conocían la naturaleza belicosa de las hordas nómadas circunvecinas, pero el padre Padilla, acompañado de Andreas y de los dos hermanos donados, emprendió su camino hacia la tierra de guerra a varias millas de distancia de su misión. Los indios de ahí se quedaron muy afligidos pues ya habían llegado a amarlo como a su propio padre.

A más de un día de camino encontró a los bárbaros que venían hacia él en actitud de amenaza y rogó a Andreas que escapara con los dos hermanos, ya que él consideraba, por los gritos que daban los indios, que había llegado la hora de su martirio. Se puso de rodillas: ofreció su vida por las almas de esa tierra, dio gracias a Dios por concederle morir así y pronto empezó a sentir en sus carnes la lluvia de flechas que comenzaron a llover sobre su cuerpo.

Los dardos envenenados le hacían retorcerse de dolor y ya estaba el santo mártir tirado al suelo cuando los bárbaros, acercándose a él lo acabaron de matar. Luego echaron su cuerpo en una zanja y cubrieron su cadáver con piedras.

En recuerdo de este protomártir de la fe en la Nación Americana se erigió un monumento en Herington, Kansas.

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Andreas do Campo no pudo proteger a los hermanos, porque, según parece, éstos se escondieron para ver el fin del padre Padilla y por la noche salieron a enterrar su cuerpo. Andreas fue hecho cautivo y vivió diez meses en esclavitud, pero, como era bueno y amable con todos, se captó la veneración de las gentes que, por doquier le daban limosnas, alojamiento y comida. Más de cinco años duró en regresar a la ciudad de México.

Los hermanos donados Lucas y Sebastián dieron la vuelta por inmensos territorios de los Estados Unidos y de México. Mendieta dice que: «como la tierra es tan larga, llana y sin caminos, no atinaban a volver». Cruzando innumerables ríos y escalando altísimas montañas, caminaron también por cerca de cinco años hasta que, casi por un milagro, llegaron a la provincia de Pánuco. Se dice que tenían un perro que les cazaba las liebres y conejos que necesitaban para su alimento. Realizaron así, con su larga peregrinación, una epopeya semejante a la de Cabeza de Vaca.

Sebastián enfermó por causa de las privaciones de un viaje tan largo, y murió al poco tiempo de llegar a México. Lucas siguió de misionero y continuó su apostolado entre los indios salvajes del estado de Zacatecas. De él dice el historiador Mendieta:

«Hizo muchas entradas y de mucho fruto entre la gente infiel, de cuyas manos librolo el Señor y al cabo murió de enfermedad andando en la conquista de los chichimecos de Zacatecas».


El caso de estos soldados de la fe no era aislado. En esos siglos de fe y de aventura, otros hombres y mujeres (muchos de cuyos nombres nos serán siempre desconocidos) dieron testimonio de heroísmo en estas regiones.

Si hubo abusos y crímenes, también hubo ejemplos admirables de valor y de caridad a través de todo el continente americano.

Exploración de California: Gali, Cermeño y Vizcaíno

Desde que, a raíz de la conquista de México, el barco que Hernán Cortés envió a las Filipinas comprobó la dificultad que había para hacer el viaje de regreso a causa de los vientos de este a oeste que soplan en el Pacífico, la navegación se había desviado hacia el norte sobre las costas del Japón y, luego hacia el sur costeando los litorales de la Baja California.

Los barcos no se acercaban a las costas de la Alta California y mucho menos tocaban sus puertos debido a no conocerse aún su topografía. Según pasaron los años se hacía urgente establecer puertos de refugio y de descanso para las «naves de la China» (también llamadas «galeones de Manila») que llegaban periódicamente a Acapulco cargadas de mercancía de la India, de la China o del Japón y que volvían llevando plata de México.

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Piratas franceses e ingleses habían empezado ya a hacerse amos del Pacífico, aterrorizando sus costas, incendiando y robando las ciudades. Además, la travesía desde el Oriente causaba serios estragos en la tripulación, privada, sobre todo en las últimas semanas de la larga travesía, de agua potable y de alimentos refrigerados. Era imperativo explorar, tierra adentro, las costas de California.

Después del descubrimiento de Cabrillo y Ferrelo, Francisco Gali, capitán de uno de los barcos que venían a Acapulco por la ruta del Japón dejó escrito en 1584:

«Entonces llegamos a las costas de la Nueva España a los 37° 30' pasando a lo largo de una tierra alta y hermosa con muchos árboles completamente sin nieve y cuatro millas adentro de la playa se hallan toda clase de raíces, hojas de árboles de las que hay gran variedad en el país del Japón, que se comen».


Otro viajero que regresaba de las Filipinas en 1595, el piloto Sebastián Rodríguez de Cermeño, recibió órdenes de hacer exploraciones sobre la costa, sin duda con objeto de hallar un buen puerto para los navíos de la China, pero de su exploración no se sabe más que «se perdió y dio a la costa con su viento travesía».

La costa de California era todavía en 1598 una tierra virgen. Había sido descubierta, pero necesitaba explorarse.

El explorador fue un comerciante español convertido en marino y comisionado por el virrey don Luis de Velasco para explorar el Golfo de California y establecer colonias, en la península. Pero el virrey murió a poco de firmar su contrato con Vizcaíno y el viaje tuvo que posponerse. Mas sólo por algún tiempo pues el conde de Monterrey que ocupó el cargo autorizó en 1596 la expedición.

Plantó el capitán Vizcaíno en el extremo sur de la Baja California una colonia con el nombre de La Paz y exploró muchas millas de la costa interior, pero, habiéndose encontrado con la oposición violenta de los indios y no llevando ni medios para pelear ni intención de hacerlo, volvió a México.

Interesado el virrey en la costa de la Alta California y animado con el éxito de la obra empezada por Vizcaíno, llevó el asunto al Concejo de Indias y obtuvo autorización para que Vizcaíno continuara la exploración de ambas Californias. La orden del rey se firmó el 17 de septiembre de 1599. Empezaron a hacerse los preparativos y, aunque la cédula real ordenaba el envío de un solo bajel, el virrey decidió mandar dos barcos y una fragata. Esto a causa de las dificultades del viaje y de la necesidad de una fuerza mayor para resistir los posibles ataques de los indígenas, según se había comprobado en el viaje anterior. Los barcos se llamaban San Diego y Santo Tomás y la fragata llevaba como patronos a Los Tres Reyes. Vizcaíno partió de Acapulco el día cinco de mayo de 1602.

El viaje fue largo -como todos los viajes de aquella época- y Vizcaíno no pudo anclar en la bahía de San Diego sino hasta el diez de noviembre.

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Tres misioneros carmelitas iban a bordo, fray Andrés de la Asunción, fray Tomás de Aquino y fray Antonio de la Ascensión. Este último fungía como ayudante del cosmógrafo y estaba a cargo de hacer los mapas. También se dedicó a llevar el diario de la expedición.

En un sitio de la costa -entre lo que es ahora la playa y Point Loma- se erigió una capilla provisional y ahí se celebró por primera vez en California el santo sacrificio de la Misa, probablemente el 12 de noviembre fiesta de San Diego de Alcalá. Por razón de la festividad del día, se bautizó el antiguo puerto de San Miguel con el nombre de San Diego.

Para encontrar agua potable se hicieron perforaciones en la tierra, pues había que dar de beber a los muchos enfermos de escorbuto que llevaban a bordo; muchos de los tripulantes habían muerto en el camino y otros seguían muriendo aún.

Pronto aparecieron los indios armados de arcos y flechas, quienes, ni agresivos ni miedosos, consintieron pronto en acercarse a recibir regalos.

De San Diego hacia el norte las experiencias de Vizcaíno fueron muy semejantes a las de Cabrillo y Ferrelo, pero, mientras que estos dos marinos habían tocado solamente los puertos del sur, Vizcaíno se dedicó a explorar toda la costa, desde San Diego hasta más allá del presente límite de California. Tocó la isla Catalina y la punta Concepción, dieron su nombre a la Sierra de Santa Lucía y más allá encontraron un río que, en honor de los misioneros carmelitas, bautizaron con el nombre de Río del Carmelo. El 16 de septiembre anclaba la expedición en el famoso puerto de la bahía que, en honor del virrey que había patrocinado la expedición, se denominó Monterrey. Ahí se erigió una nueva capilla provisional a la sombra de un roble donde nuevamente se celebró una misa15.

Todo hubiera sido felicidad y contento ese día, a no ser por los muchos enfermos que seguían a bordo y que necesitaban atención inmediata. Por lo que Vizcaíno ordenó que el barco Santo Tomás zarpara de vuelta para Acapulco. El 29 de diciembre salía fray Tomás de Aquino acompañando a treinta y siete tripulantes de los cuales veinticinco murieron en el camino o acabando de llegar a su destino. Sólo nueve sobrevivieron a la tragedia.

El resto de la expedición salió hacia el norte el tres de enero y el día 7 hicieron los vientos que se perdiera de vista la fragata Tres Reyes. Vizcaíno atracó frente al puerto de San Francisco pero no bajó a tierra; preocupado por la suerte del Tres Reyes siguió hacia el norte. Pasó el Cabo Mendocino y continuó subiendo sobre la costa del territorio que es ahora el estado de Oregón. Llegó al Cabo Blanco y pensó retroceder por la esperanza que todavía abrigaba de poder encontrar la fragata perdida; y así fue todo el camino hacia el sur, creyendo que el Tres Reyes habría naufragado.

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Contra lo que Vizcaíno pensaba, la fragata Tres Reyes iba adelante del San Diego, tripulada por hombres de voluntad férrea a quienes ni la enfermedad ni las tormentas hacían retroceder. Aunque no se sabe con seguridad el punto a donde llegaron, en la narración del padre Ascensión se dice que arribaron al estrecho de Anián que bien pudo ser o un estrecho imaginario, o la desembocadura de un río. Quizá alcanzaron a llegar hasta los límites de los estados de Washington y Oregón, donde la fuerte corriente del Columbia River les hizo pensar que se encontraban a la boca de un estrecho de mar. Habiendo llegado hasta el punto que les había marcado el virrey, determinaron detener su avance y regresar hacia el sur con la esperanza también de encontrar al San Diego.

Durante el camino los tripulantes iban muriendo uno tras otro. Entre las víctimas se contaron el capitán del navío Martín Aguilar y el piloto Antonio Flores. Sólo cinco hombres sobrevivieron.

El diez de febrero de 1603 desembarcaron los tripulantes del San Diego en el puerto de Navidad y el 26 del mismo mes llegaba al mismo puerto la fragata Tres Reyes.

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Tercera parte:

La colonización de la Gran Florida

Intentos de colonización en La Florida: el padre Cáncer y sus compañeros

Hacia el año de 1547 llegaban al monasterio de Santo Domingo en la ciudad de México un misionero dominico, sabio y virtuoso, de enormes energías apostólicas y con gran experiencia en el trabajo misionero acumulada en muchos años de incesante labor misionera en varias regiones del continente. Se llamaba fray Luis Cáncer de Barbastro.

El padre Cáncer había nacido en la ciudad de Zaragoza en España y muy joven aún abrazó la vida religiosa, habiéndose determinado desde un principio a venir a la América como «misionero de paz» para contrarrestar los desastrosos efectos que la ambición y crueldad de los españoles había causado en todas partes, pero sobre todo en las Antillas.

Trabajó fray Luis primeramente en Puerto Rico y fue luego al monasterio de Santiago de Guatemala, donde, bajo la dirección del famoso fray Bartolomé de las Casas, aprendió varias lenguas indígenas.

El ilustre Las Casas iniciaba por entonces en Guatemala su gran experimento de convertir a los indios sin necesidad de conquistarlos. Había escogido como escenario de sus operaciones la provincia llamada Tuzutlán, una región casi inaccesible, habitada por una tribu indígena, sanguinaria y fiera, que había presentado una resistencia invencible a los conquistadores españoles. Se le había dado a esta región el nombre de Tierra de Guerra.

Fray Bartolomé escogió esta tierra inconquistable para poner en práctica su teoría de llevar a los indígenas la fe sin la espada, para lo cual obtuvo del gobernador la exclusión de todos los españoles de ese territorio por espacio de cinco años.

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Aunque los episodios de la aventura de Tuzutlán no corresponden a la colonización de La Florida, será, sin embargo, conveniente relatarla a grandes rasgos para saber en qué escuela aprendió fray Luis Cáncer el sistema de fray Bartolomé de las Casas y en qué lugar lo puso en práctica antes de pensar implantarlo en las costas de Norte-América.

Habiendo concluido su arreglo con el gobernador, el padre Las Casas, en unión de sus compañeros fray Rodrigo de Andrada, Pedro de Angulo y Luis Cáncer, pasó varios días en oración, ayuno y otras disciplinas espirituales. Se pusieron luego los misioneros a delinear los planes de su conquista espiritual y compusieron al efecto unas cancioncillas en el idioma de aquella tierra, contando la historia del cristianismo desde la creación del mundo hasta el nacimiento y muerte de Jesucristo.

Buscaron luego a unos mercaderes indios ya convertidos a la fe que solían ir a comerciar a la tierra de guerra y, con gran paciencia, les enseñaron de memoria la letra y la tonada de las canciones. A fines de agosto de 1537 los indios cristianos, ya bien aleccionados en lo que tenían que hacer, partieron a realizar sus mercaderías en Tuzutlán. Vendieron todas las chucherías que les habían dado los Padres -tijeras, espejos, campanillas y otras baratijas que eran de gran gusto y utilidad para los indígenas- y al fin del día pidieron un «teponaxtle» (tambor indígena) para acompañarse en sus canciones.

Los indios de Tuzutlán se encantaron de la manera tan agradable de cantar de los improvisados trovadores, pero sobre todo de las cosas tan interesantes que relataban. Oyeron en las melodiosas voces de los indios la historia de aquel grande y eterno Amor que rige el mundo y que se les brindaba ahora a ellos. A ellos que por tanto tiempo habían sido víctimas del insaciable apetito de dioses monstruosos que jamás cesaban de exigir humanos sacrificios; de dioses que sólo sabían regir con la fuerza y el miedo.

Ocho días duraron los indios mercaderes llevando a cabo su doble misión en Tuzutlán, repitiendo sin cesar las estrofas favoritas del auditorio, gozándose ellos en repetirlas una y muchas veces. Por fin los indios no pudieron menos de preguntar: «¿Dónde aprendisteis a cantar cosas tan bellas?» y «¿Quién nos podrá enseñar más de esas cosas tan extraordinarias que se relatan en vuestras canciones?»

«¿Dónde?» Los comerciantes conocían a unos hombres extraños, muy diferentes de los conquistadores, que no andaban tras del oro y la plata ni codiciaban las piedras preciosas de los indios. Hombres que pasaban todo el día predicando, enseñando, haciendo el bien y cantando melodiosas alabanzas al Dios de amor que ellos adoraban.

El terreno estaba ya bien preparado y, a ruego de los de Tuzutlán, el cacique -hombre valiente y respetado por todos- accedió a enviar a su hermano menor con una invitación a aquellos padres para que vinieran a su territorio y les hablaran de las cosas de su Dios. Mandó el cacique obsequios de frutos y flores a los misioneros.

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Los padres recibieron con agradecimiento los regalos y, después de conferenciar entre sí, decidieron que el padre Cáncer, que hablaba bien la lengua del lugar y que tenía mayor experiencia misionera, fuera a explorar y que más tarde irían los demás.

La entrada del padre Luis al territorio de Tuzutlán que era antes infranqueable y por muchos años fue el terror de los españoles, se convirtió en una marcha triunfal. Los indios habían levantado arcos de flores y tenían preparadas fiestas para celebrar su llegada. El cacique salió a recibir al misionero, le dio cómodo hospedaje, lo trató con gran respeto y ordenó que se construyera inmediatamente una iglesia para que cantara ahí las alabanzas de su Dios y vieran todos la forma en que ese Dios extranjero quería ser adorado.

Celebró el padre Luis la misa y todos quedaron sorprendidos al ver la sencillez, limpieza, y devoción del nuevo culto. El cacique pronto se hizo cristiano y con él todo su pueblo.

Al recibir noticias tan agradables, los otros misioneros subieron a la montaña y se unieron a fray Luis en la misión.

El experimento se había convertido, a lo menos por de pronto, en un éxito completo. Los españoles no acababan de creer lo que oían; la tierra de guerra se había convertido en una tierra pacífica y cristiana. Por eso es que de ahí en adelante todos le llamaron La Tierra de la Vera Paz.

El mismo conquistador don Pedro de Alvarado escribía al rey en noviembre de 1538 que pensaba ir a España para traer consigo muchos otros misioneros que continuaran y ensancharan la obra de fray Luis, y en su carta al rey rendía homenaje elocuente de admiración por el trabajo del futuro obispo Las Casas.

El triunfo de los métodos pacíficos de conversión se hizo sentir muy pronto en la corte de Madrid, de donde salió en 1590 un gran número de órdenes reales disponiendo que por toda la América se patrocinara el trabajo de los misioneros y que se considerara la obra apostólica como el medio más eficaz de atraer a los indios a la civilización europea y a la unidad de la fe.

¿Se había encontrado al fin la solución al viejo y angustioso problema? ¿Sería la cruz sin la espada la que realizara la pacificación de estos inmensos territorios y la que trajera a los indios la felicidad y la paz por tanto tiempo anhelada?

Desgraciadamente los acontecimientos que ocurrieron después vinieron a frustrar tan hermosas y risueñas esperanzas. La iglesia construida por el padre Cáncer fue incendiada por indios enemigos que declararon la guerra al cacique de Tuzutlán por el solo crimen de haberse hecho cristiano; los «papas» de las tribus circunvecinas atacaban a los cristianos y los amedrentaban con la venganza de sus dioses ofendidos; dos misioneros fueron asesinados y otro fue arrastrado hasta el templo del ídolo mayor y sacrificado ahí entre gritos y danzas de los salvajes; treinta indios cristianos corrieron la misiva suerte. —45→ La tierra de La Vera Paz se convirtió pronto en tierra de una verdadera guerra y los misioneros supervivientes tuvieron que salir huyendo para evitar ser también ultrajados.

Los soldados se reían desde la ciudad de Guatemala, impedidos como se encontraban de inmiscuirse en el conflicto. Se exacerbaron las pasiones; Las Casas perdió el dominio de sí mismo y empezó a escribir una serie de cartas apasionadas contra las autoridades españolas y, al fin, éstas tuvieron que intervenir para restablecer el orden a fuerza armada y para sojuzgar toda esa región.

Hacia el año 1546 fray Luis, que como de milagro había escapado con vida después del fracaso de la Vera Paz, estaba ya de regreso en la ciudad de Guatemala de paso hacia México. En este último lugar se hospedó en el convento de Santo Domingo donde encontró un alma muy parecida a la suya, fray Gregorio de Beteta, que ardía también en deseos de poner en práctica el sistema de la predicación pacífica y con él empezó fray Luis a hacer planes para un viaje misionero a La Florida.

Ignorantes de la geografía de la América del Norte, trataron varias veces de ir por tierra a La Florida. Como después de mucho caminar y a pesar de que cada vez cambiaban de rumbo nunca lograron llegar allá, determinaron obtener del virrey Mendoza un barco sin armas. Así sí podrían llegar, por mar, a las tierras de su anhelada misión.

Dos frailes más -fray Juan García y fray Diego Tolosa- y un hermano donado por nombre Daniel se adhirieron a la expedición y a principios de 1549 los cinco misioneros salieron de Veracruz, en un barco sin cañones, pertrechos ni soldados, rumbo a La Florida.

Un barco, cinco frailes y una cruz ¿podrían realizar la conquista de una tierra que no habían podido llevar a cabo los más esforzados capitanes? ¿Sería «la cruz sin la espada» la solución que los reyes de España, los virreyes y tantas otras almas de buena voluntad buscaban anhelantes para beneficio de los indígenas de las Américas?

Navegaron con vientos favorables, llegaron pronto a las costas de La Florida, las vadearon, pero veían por todas partes a los indios en actitud amenazadora, por lo que siguieron adelante hasta llegar a un lugar donde el piloto dijo que podían anclar. Fray Luis, animado por el éxito originalmente obtenido en La Vera Paz, se había determinado a saltar a tierra, aun cuando se daba cuenta del grave peligro que corría. Bajó una lancha y acomodó en ella a sus dos compañeros fray Diego Tolosa y al hermano Daniel, dejando en el barco a los otros padres. Ya en la barca se enfrentó con otro dilema, ¿llevaría a tierra a los dos misioneros que le acompañaban exponiéndolos a un gran peligro? ¿O iría él solo?

El historiador Alfonso Trueba refiere la historia del martirio de estos misioneros en pocas palabras:

«Al fin tomó una heroica resolución. Iría él solo a tierra y cuando le quitasen la vida sin defenderse, comprenderían los indios que no buscaba guerra la gente que voluntariamente perdía la vida por Cristo y serviría su sangre de rastro para que —46→ otros predicadores acabasen lo que con su muerte quería él comenzar. Hay pocos ejemplos en la historia de un heroísmo tan perfecto como éste».


A la vista del bajel y de la barca de donde bajaron los tres misioneros, los indios acudieron a la playa temerosos de que una nueva expedición de españoles viniera a quitarles sus mujeres y sus haciendas; ocultos entre árboles y matorrales esperaron el desembarque. Fray Luis acababa de desembarcar; venía solo y desarmado, pero los indios, escarmentados por los malos tratos que habían recibido antes y ardiendo en venganza, no sólo se echaron encima de fray Luis sino que capturaron la barca y llevaron a tierra a los otros dos frailes.

Al padre Cáncer le dieron un macanazo en la cabeza mientras él, de rodillas, decía Adjuva me, Domine Deus meus, que quiere decir Ayúdame, Señor Dios mío. Se lo llevaron a la colina que se levantaba tierra adentro y allí celebraron su muerte con fiestas y danzas. A los otros dos religiosos también los acribillaron a golpes.

Algunos indios quedaron en la playa esperando que bajara más gente del barco, pero éste había anclado muy lejos y no se alcanzaba a divisar desde ahí lo que sucedía en la playa. Pasó un día, pasó una semana y, según parece, pasaron ocho días más sin que los religiosos a bordo supieran lo que había ocurrido con sus compañeros. Entonces los dos padres decidieron saltar a tierra para indagar la suerte que habían corrido. Lo hicieron así, pero los indios que estaban escondidos cerca de la orilla saltaron sobre ellos, trataron de desnudarlos, y hubieran acabado con ellos a no habérsele ocurrido a fray Gregorio una estratagema. Les dijo que esas ropas que llevaba eran burdas y de poco valor; que si les permitían ir al barco ellos tenían allí otras cosas y ropas mejores que podrían darles. Con eso los dejaron salir los indios. Por supuesto que los marinos levaron ancla tan luego que hubieron llegado los misioneros.

Sin embargo, un hombre, remando a toda prisa en una canoa, salió tras de ellos; iba desnudo y con el cuerpo todo tatuado. Llegó a la nave y, asiéndose de un cable, empezó a escalar. Creyendo que era un indio que seguía a los misioneros los marinos trataron de matarlo, pero el pobre desnudo pidió misericordia diciendo: «Cristiano soy» y cuando hubo cobrado algún aliento hizo este relato:

«Yo me llamo Juan Muñoz y soy natural de Sevilla. En una armada que se perdió en esta costa escapé con vida y Dios por su misericordia ha querido conservármela catorce años que ha que vivo entre estos indios, cuya lengua sé muy bien, aunque con perjuicio de la castellana que tengo olvidada. Varias veces han querido quitarme la vida y aunque están muy quejosos de los españoles, ven que yo no les hago mal y me han dejado con ella. Cuando se divisó por esta tierra que venía un navío hubo rumor de tierra adentro y se apercibieron muy a punto de guerra; y yo, por ver si Dios me daba lugar como el que he tenido hoy me vine llegando a la mar, y quiso su misericordia que antes que yo descubriese la nao, viese el martirio de los tres padres que salieron de ella. Yo estaba escondido y oí una voz del primero que mataron y dijo muy recio: Adjuva me Domine Deus meus. En dándole en la cabeza, cayó al suelo, donde le acabaron y luego —47→ a los otros dos padres. Al momento les cortaron las cabezas a todos los tres y las llevaron presentadas a un señor, gran cacique, que está tierra adentro, y bebe con los cascos de ellas en venganza de sus enemigos, que éste es el uso que dan a las cabezas y tanto las estiman, más cuanto son de gente más estimada. Yo me retiré tierra adentro, viendo el mal suceso y entendí de ellos más en particular lo que había pasado, hasta hoy que me esforzó Dios a venir en busca de cristianos para acabar la vida con ellos».


Colonización de la gran Florida: La Florida, Georgia, Alabama, las Carolinas y Virginia

No era sólo el empeño de llevar la fe cristiana a las tierras del norte lo que movía a España a mandar allá a lo mejor de sus hijos. Había también motivos de orden político y económico. De México salían sin cesar barcos cargados de mercancías rumbo a puertos españoles y la ruta de las Bahamas -única entonces conocida- pasaba cerca de las costas de La Florida donde piratas ingleses y franceses habían hecho sus guaridas. Apresados por los corsarios, muchos de esos barcos habían terminado sus travesías, no en España a donde intentaban llegar, sino en Londres o en las costas de Francia; si no es que habían ido a dar al profundo del océano después de habérseles quitado su rico cargamento.

Inglaterra presentaba un peligro especial, pues tarde o temprano pretendería establecer alguna colonia en el Nuevo Mundo, como lo había intentado ya Francia y lo había llevado a efecto en las tierras del Canadá. Era, pues, imprescindible incorporar al virreinato de México todos esos vastos territorios que se conocían entonces con el nombre de La Florida16.

Era entonces virrey de México don Luis de Velasco, hombre de tanta energía y empuje como su antecesor, y consagrado en cuerpo y alma a la obra de colonización del norte de México. Por ese motivo las arcas del tesoro virreinal estaban exhaustas, pero había en la capital mexicana hombres de negocios, acaudalados y con ambiciones de gloria que podían llevar a cabo la —48→ empresa usando fondos de su propio peculio. Tan luego, pues, como el virrey dio a conocer su intento de colonizar esa rica parte de su jurisdicción al norte del Golfo de México, muchos prohombres de la ciudad ofrecieron a llevar a cabo la empresa. De entre ellos se escogió a don Tristán de Luna y Arellano, subalterno de Coronado en la expedición de Nuevo México. Se le dieron como capitanes a seis soldados de la expedición de Hernando de Soto en 1539 y se pusieron a su disposición los mapas y documentos que se habían hecho y escrito en las expediciones anteriores. Don Tristán publicó un bando llamando voluntarios para colonizar y recibió tantas solicitudes que en sólo un mes contaba ya con mil quinientas personas entre las que había muchas mujeres y niños para poblar La Florida. La mayoría de estas personas era de origen mexicano.

El trece de julio de 1559 zarpó del puerto de Veracruz la flota de don Tristán formada por trece barcos bien surtidos de ropa, alimentos, semillas, ganado, útiles de labranza y de todo lo demás que pudiera necesitarse para el sostenimiento de la colonia.

Sin embargo, esta nueva expedición estaba destinada también al más completo fracaso, siendo nuevamente la furia de los ciclones la causa del desastre. Acabando de llegar a la bahía de Pensacola, se desencadenó un temporal de lluvias y de aires tan huracanados que apenas lograron desembarcar con vida los pasajeros. Ni alimentos ni semillas ni ninguna otra de las cosas que se guardaban en los barcos pudo ser llevada a tierra. Los vientos arrojaron las embarcaciones mar adentro con furia infernal mientras los aterrados colonizadores veían perderse en las aguas del océano todas sus esperanzas de sobrevivir.

Aquel enorme gentío empezó muy pronto a sufrir el aguijón del hambre. Querían sembrar, pero las semillas habían desaparecido en la tormenta. Determinaron ir tierra adentro buscando qué comer y llegaron a un poblado indio donde hallaron maíz y manioca; pero en un solo alimento se acabaron todas las provisiones del pueblo y nuevamente tuvieron que continuar su peregrinación, devorando cuanto encontraban a su paso y sólo remediando su necesidad con raíces de árboles, hojas, sabandijas o bellotas amargas. Más de un año anduvieron esas pobres gentes vagando por los pantanos y las marismas de La Florida. Muchos niños, mujeres y aún hombres murieron por inanición. Los supervivientes estaban enfermos o tan débiles que apenas podían mantenerse en pie. Por fin a mediados de noviembre de 1560 desembarcaba en la bahía de Pensacola el navío de don Ángel Villafaña cargado de bastimentos enviados por el virrey para su gente de La Florida.

Las condiciones en que se encontraban los supuestos colonizadores no eran propicias para que se continuara el proyecto, pero algunos de los más valerosos decidieron permanecer y explorar; otros prefirieron volver a México en seguida. Entre los que se quedaron estaba don Tristán que, por sentido de pundonor, se negaba a admitir el fracaso de su empresa y Villafaña que, acompañado de un indio de Florida exploró por varios meses las comarcas al norte, llegando hasta Axacán, o sea, el presente estado de Virginia. Todos se vieron obligados a abandonar La Florida, sin embargo, cuando, informado el virrey de México de las dificultades inherentes a la empresa, ordenó que todos volvieran a la capital. ¡Así quedaron frustrados, por la veleidad de los vientos floridanos, tantos gastos, trabajos, ilusiones y fatigas!

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Sería natural que, después de tantos fracasos sufridos en La Florida, el virrey de México y el rey de España desistieran de colonizar la península, pero precisamente entonces surgió una razón poderosísima para no abandonar aquellas tierras. Fue ésta la presencia de los franceses que; en 1562, establecieron un fuerte militar en la parte sur de lo que es hoy el estado de South Carolina, no lejos de la ruta de las Bahamas. El jefe de los franceses se llamaba Jean Ribaut.

El rey de España tomó la iniciativa en esta ocasión y nombró capitán de la empresa a un famoso soldado que había luchado anteriormente contra los piratas franceses. Su nombre era don Pedro Menéndez de Avilés. Dos millones de escudos costaría la acción militar y la colonización de La Florida, pero don Pedro era muy rico y, además, recibiría títulos nobiliarios y cargos de gobierno como recompensa de sus servicios y del capital que él mismo iba a invertir en la empresa.

Se reclutaron como oficiales los cien mejores soldados del reino, y los demás, en número de doscientos, eran hombres conocidos por su honradez y valentía. Irían a bordo también toda clase de artesanos: albañiles, carpinteros, herreros, barberos, agricultores, etc. De éstos, cuando menos doscientos deberían de estar casados. Diez sacerdotes jesuitas deberían figurar en la expedición. En el permiso de colonización dado por el rey se estipulaba también que fueran llevados a La Florida cien caballos y yeguas, doscientos borregos, cuatrocientos cerdos, cuatrocientos corderos, cabras, bueyes y cualquier otra clase de animales que fueran desconocidos en La Florida y que, a juicio del capitán resultaran de utilidad para los indios.

Don Pedro debería explorar toda la costa del Atlántico, desde el Golfo de México hasta el Canadá. Si encontrara en esa costa gentes de otras naciones o corsarios debería de arrojarlos de esas posesiones españolas, usando para ello la fuerza si lo juzgara necesario. Los naturales, en cambio, deberían ser tratados con respeto y consideración; no podrían ser obligados a trabajar contra su voluntad y debería pagárseles un justo salario por todos sus servicios.

La flota salió del puerto de Cádiz el veintinueve de junio de 1565. Después de tocar puertos en la Española y en la isla de Puerto Rico, llegó al Cabo Cañaveral el veinticinco de agosto y, como don Pedro llevaba órdenes de colonizar, se apresuró a buscar un lugar propicio para establecer una ciudad. El veintiocho de agosto -fiesta de San Agustín- encontró el lugar deseado junto a la desembocadura de un río. Ahí se empezó febrilmente a construir una iglesia, un fuerte y habitaciones para los colonos.

El ocho de septiembre se acabó la obra y se cantó una misa en acción de gracias, después de la cual se sirvió una opípara comida no sólo a los españoles sino también a los indios de la comarca. Esa ciudad fundada por los expedicionarios de Avilés es la actual Saint Agustine, Florida; la más antigua que existe hoy día en territorio de los Estados Unidos. Obedeciendo las órdenes del soberano español, indagó el capitán acerca de un fuerte francés que, según informes recibidos en España, se había erigido en las costas de La Florida. Supo entonces don Pedro que dicho fuerte se llamaba Carolina y se encontraba a no gran distancia de San Agustín. Además, que de Francia acababa de llegar un —50→ poderoso refuerzo militar y que en esos días se hacían preparativos para atacar a los españoles.

En efecto, a mediados de septiembre salía el general Ribaut del Fuerte Carolina llevando consigo lo más selecto del ejército francés para arrojar a los españoles de San Agustín. La suerte le fue adversa, sin embargo, pues en el camino un recio vendaval destruyó parte de su flota y, cuando finalmente atacó a San Agustín, fue rechazado. En esos momentos enviaba Avilés dos barcos de su flota rumbo a La Habana a pedir refuerzos y Ribaut se alejó de la costa, siguiéndolos. Entonces Avilés se dirigió al Fuerte Carolina y, amparado por las sombras de la noche, lo atacó, lo tomó en sólo una hora y obtuvo, así, una victoria completa. Todos los franceses perecieron y el fuerte fue incendiado.

Cuando Ribaut vio que no le era posible dar alcance a los barcos que iban a Cuba, pensó regresar, pero su escuadra fue destrozada por un huracán y, cuando finalmente llegó a San Agustín, fue completamente derrotado, hecho prisionero y ejecutado con toda su gente. Avilés acabó así con la influencia francesa en La Florida, pero echó sobre sí una mancha que ni los siglos han podido borrar. Todavía, después de cuatrocientos años, se conoce ese lugar con el fatídico nombre de Las Matanzas17.

En América -dice el historiador Bolton- el nombre de Menéndez de Avilés ha quedado asociado en la imaginación popular únicamente con este episodio. Pero la expulsión de los franceses es sólo un incidente en una empresa que duró casi diez años, durante los cuales Menéndez probó ser un administrador capaz y de empuje, así como había sido un soldado valeroso. Menéndez era un soñador y tenía la visión de un brillante porvenir para La Florida. Él, con sus colonos, subiría por la costa del Atlántico, establecería ciudades en la bahía de Santa María (Chesapeak Bay) y llegaría la anhelado canal que, según la creencia de su tiempo, unía el Atlántico con el Pacífico. Todas esas comarcas pertenecían ya al virreinato de México y a España, pero sólo de derecho. Él haría que de hecho se incorporaran al enorme imperio que, partiendo del Atlántico, se extendería hasta incluir las islas que Legazpi acababa de conquistar para el virreinato de México en el Pacífico y que llevaba el nombre del señor Rey don Felipe Segundo.

En La Florida, Menéndez establecería una era de paz y de prosperidad económica porque la industria del gusano de seda, las minas, los yacimientos de perlas, las plantaciones de azúcar, los campos de trigo y arroz, las salinas, los bosques y todas las demás riquezas naturales, explotadas por los colonos, harían a La Florida «no sólo bastarse a sí misma, sino hacerse más rica que México o el Perú». (Bolton, Spanish Borderlines, p. 108).

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En menos de dos años el gobernador transformó La Florida, atrayéndose a los indios a su amistad y consiguiendo que ayudaran en la obra de colonización que él se había trazado. Estableció líneas de poblados entre Tampa y Santa Elena; organizó cuerpos de gobierno; impulsó la agricultura y echó las bases de un sistema de educación que pudiera más tarde beneficiar a todos los indios de la comarca. Envió exploradores hacia el norte por las tierras de Guale, y Axacán (Virginia). Pidió más colonos al rey de España y, de las Islas Canarias, llegaron más de mil colonos para ayudar en los trabajos agrícolas. Fortaleció las defensas militares de la península y trajo más misioneros que predicaran el evangelio.

El relativo progreso alcanzado durante el gobierno de Avilés se vio obstaculizado por multitud de enfermedades que asolaron la provincia, sobre todo el año 1567. En un solo mes murieron en San Agustín cien colonos españoles a causa de infecciones provocadas por las aguas impuras de los ríos, los innumerables mosquitos de los pantanos y, sobre todo, el frío. Los de ánimo más pusilánime se quejaban de la inclemencia del tiempo, de la falta de comodidades, de la sobra de trabajo y también se lamentaban de haber pensado alguna vez en venir a La Florida.

Más que otra cosa, sin embargo, la naturaleza belicosa de los indios de la costa oriental estorbó la marcha del progreso de la provincia y dificultó la obra evangelizadora. Eran esos indios sumamente agresivos; reacios a vivir juntos en poblados y dispuestos a caer de improviso sobre los pueblos de los españoles y de los indios pacíficos para robar, matar e incendiar sus habitaciones. Estos indios nómadas vagaban por las montañas y los bosques donde ni los colonos podían enseñarles a trabajar ni los misioneros hallaban medios de convertirlos. De cuando en cuando (especialmente al tiempo de las cosechas) llegaban tribus enteras y se sometían a la predicación de los frailes y a las costumbres de los europeos, pero, apenas se acababan o empezaban a escasear las provisiones, volvían a sus andanzas por las selvas y a sus prácticas paganas.

Con este modo de vivir nunca pudieron mezclarse las razas. A diferencia de lo que había ocurrido en el centro de México donde indios y españoles llegaron a formar un sólido y permanente mestizaje, en La Florida los colonos europeos siguieron por cientos de años segregados en sus poblaciones y los indios alejados, recelosos y muchas veces agresivos.

Los misioneros fueron en Florida, como en los demás territorios dominados por España, los protectores de los indios y sus mejores amigos. Menéndez de Avilés trajo de España a los jesuitas cuyo primer trabajo fue el de aprender las lenguas de los aborígenes. Casi todos ellos lograron hablar dos o tres dialectos con tal perfección que pronto pudieron conversar con los indios y predicar en sus lenguas. El hermano Domingo Augustín tradujo el catecismo a la lengua de Guale y el hermano Báez escribió una gramática, la primera que se escribió en territorio que es ahora el de los Estados Unidos. Medio siglo antes de que los ingleses establecieran su colonia en Virginia, ellos fundaron una misión en Axacán, en la margen oeste de la Bahía de Chesapeake y en otros lugares más hacia el norte. Exploraron territorios tierra adentro y anotaron en sus diarios cuantos lugares dignos de mención encontraban, haciendo así posible la formación de mapas geográficos de esas regiones. (Bolton, The Spanish Borderlines, p. 160).

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Pero en las costas del Atlántico del Norte (como quizá en ningún otro lugar de América) la suerte les fue adversa a los jesuitas. El padre Pedro Martínez, uno de los tres misioneros enviados por su general San Francisco de Borja, fue atacado en septiembre de 1566 por los indios salvajes, no lejos de la misión de San Mateo. Al verlos correr hacia él dando gritos estentóreos y con la ira reflejada en sus ojos, el buen padre cayó de rodillas, levantó las manos al cielo y pidió perdón por sus verdugos. Un indio entonces le dio un golpe tan fuerte con su clava que el mártir quedó instantáneamente muerto. El hermano Domingo Augustín murió también trágicamente. El superior, padre Juan Bautista de Segura fue muerto de un golpe de hacha en la cabeza, el padre Luis de Quiroz fue saeteado por un indio relapso y los dos hermanos donados Gabriel de Solís y Juan Bautista Méndez murieron también martirizados cruelmente por los salvajes. Alarmado entonces el general de la compañía de Jesús, dispuso que los jesuitas que quedaban en La Florida fueran a México donde el virrey los necesitaba como profesores en colegios de enseñanza superior. En España se habían distinguido los hijos de San Ignacio como educadores de la juventud y en México hacían falta colegios para los muchos jóvenes que ahí aspiraban a hacer estudios universitarios.

Salieron, pues, los jesuitas de La Florida en 1573 y para sustituirlos, llegaron entonces misioneros franciscanos quienes se encargaron de la obra misionera por más de dos siglos. Nueve religiosos de la Orden de San Francisco llegaron ese mismo año de 1537; otros en 1577 y doce más en 1593 con el superior fray Juan de Silva. Desde su monasterio de San Agustín se esparcieron esos nuevos trabajadores del evangelio y de la civilización por las costas del norte donde establecieron centros de cristianismo y de cultura. Hacia 1615 más de veinte centros misioneros trabajaban con los indios de La Florida, Georgia y las Carolinas. Desde el Río de Santa María hasta el Savannah y de éste hasta Santa Elena (Port Royal) había también institutos educativos en casi todos los poblados indios de esas regiones, dirigidos por los franciscanos y protegidos por los oficiales del gobierno, la mayoría de los cuales eran oriundos de México. Por el lado del Golfo se establecieron nueve florecientes misiones cerca de Tallahassee, además de las «visitas» o centros menores de enseñanza esparcidos desde la Isla Cumberland hasta Apalache. (Bannon, John Francis, Bolton and The Spanish Borderlands, p. 134. Dickerson, Donathan, Narrative of a Shipwreck in the Gulph of Florida. Spencer B. King, Jr. Georgia, Voices, A Documentary History to 1872 (Univ. of Georgia Press: Athens, 1966). «La historia de estas misiones franciscanas, a pesar de ser poco conocida, es una historia de sacrificio, celo y heroísmo, no menos interesante que la de los jesuitas en el Canadá o la de los franciscanos en California. Se puede leer aún en las ruinas, mudas pero elocuentes, esparcidas aquí y allá por toda la costa del Atlántico». (Bolton, The Spanish Borderlines, p. 160). Así escribió el bien documentado historiador Herbert Bolton.

(Continuación...)

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El trabajo de estos misioneros franciscanos encontró también muy grandes obstáculos, debidos esta vez, a las continuas guerras en que la colonia de La Florida18 se vio envuelta no ya con Francia, sino con otro enemigo más poderoso, Inglaterra, que desde 1584 empezó a concebir la idea de arrebatarle al virreinato de México y a España sus posesiones al oeste del Atlántico.

En 1585 la reina Isabel I de Inglaterra envió a Richard Grenville a explorar las tierras de América. Grenville pasó varios meses en este lado del Atlántico y su reporte a Isabel no pudo ser más alentador. «En la comarca al oeste y al sur de la bahía de Chesapeake -dijo el explorador-, había gran cantidad de árboles frutales y viñedos19, así como de plantas medicinales. Por la feracidad de sus tierras y la buena índole de sus habitantes esa región ofrecía conveniencias sin igual para la fundación de una colonia inglesa. Esa región había sido ya explorada y en parte colonizada por los españoles. Los indios la llamaban "Guale" y en los mapas se conocía con el nombre de "La Florida"; pero Grenville la llamó en su carta a Isabel con el pomposo nombre de "Her Majesty's New Kingdom of Virginia. El nuevo nombre de la colonia empezó entonces a figurar en todos los documentos de procedencia inglesa.

Isabel quedó altamente complacida con el informe de Grenville y dio apoyo a otros exploradores que entonces empezaron a frecuentar las costas del Atlántico. Inglaterra debía extender sus dominios hacia América, a pesar de las pretensiones de España a todo el continente. Era preciso, sin embargo, acabar con el poderío naval español y debilitar las fortificaciones españolas en América. Ninguna colonia inglesa podría subsistir mientras los barcos españoles pudieran estorbar su comunicación con Inglaterra o transportar soldados o pertrechos de guerra para atacar las posesiones inglesas de este lado del océano. Entonces dio su decidido apoyo a Francis Drake, encargándole la destrucción sistemática de los fuertes españoles en el Caribe.

Era Drake un famoso y cruel pirata que había asaltado ya y robado muchos puertos de México y de América Central. El 24 de septiembre de 1585 salía de Plymouth con una poderosa escuadra en la que figuraban los navíos Arot y Bonaventura que eran propiedad de Isabel. Los demás barcos habían sido proporcionados por ricos comerciantes ingleses.

La escuadra de Drake atacó los puertos de Santo Domingo y Cartagena donde obtuvo un inmenso botín; luego se dirigió a La Florida, con objeto de acabar con los españoles. Tomó a sangre y fuego el fuerte de San Juan de Pinos y luego cayó por sorpresa sobre San Agustín. Mientras sus habitantes huían a los montes, Drake entregó la ciudad a las llamas, no dejando de ella más que muerte y exterminio. Satisfecho con sus sangrientas hazañas zarpó, cargado de oro español, hacia Inglaterra. El 21 de julio de 1586 desembarcó en Plymouth y de ahí fue a Londres donde el capitán pirata fue altamente honrado por Isabel y convertido en caballero del reino.

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Felipe II, rey de España, comprendió que sus colonias en América y en el resto del mundo no podrían subsistir, a menos que la piratería inglesa fuera destruida y al efecto decidió declarar la guerra a Isabel y enviar contra su reino un ataque naval. Pero su Armada Invencible, enviada a Inglaterra en 1588, quedó desmantelada por los vientos del Canal de la Mancha; la mayor parte de los barcos se fue a pique y el resto fue destruido por la fuerza naval inglesa al mando de Drake. Con esa victoria quedó Inglaterra soberana de los mares y con posibilidades casi ilimitadas para establecer un imperio inglés en América.

Inglaterra carecía de conquistadores del temple de Hernán Cortés y Francisco Pizarro que con un puñado de hombres habían sojuzgado enormes imperios. Los ingleses no eran tan románticos. Por eso, con su enorme sentido práctico planearon y establecieron la compañía comercial «Virginia Company of London» para la colonización americana. Esa compañía estaba integrada por hombres ricos que invirtieron sus fondos en la contratación de marineros y soldados destinados a ocupar territorios españoles en las costas de la Bahía de Chesapeake. Ciento cuarenta y cuatro hombres desembarcaron en la bahía el 26 de abril de 1607 y poco después fundaron ahí el primer poblado inglés en tierra firme de América, Jamestown, ciento quince años después del descubrimiento de América, noventa y cuatro años después del descubrimiento de La Florida por Juan Ponce de León, ochenta después de que en esa misma costa se fundara la población de San Miguel Gualdape y casi treinta y siete después del establecimiento de la misión jesuita de Axacán. (El establecimiento de esa colonia constituyó desde un principio una amenaza para la existencia de La Florida. En primer lugar Jamestown quedaba fincado en territorio que se consideraba parte de La Florida y español; en segundo lugar, los términos de la carta del rey de Inglaterra, James I, eran tan vagos que, interpretados literalmente, suponían que la colonia de Virginia abarcaba provincias españolas efectivamente colonizadas, pues el rey concedía territorios «de océano a océano»; además adivinarse que Inglaterra tenía intenciones de apoderarse de otros territorios al sur, como de hecho lo hizo muy pronto. Por este motivo, el virrey de México empezó a mostrarse reacio a enviar fondos para sostener una colonia que se perfilaba más y más hacia el fracaso. Sin dinero y con la amenaza de destrucción, como un espada de Damocles sobre su cabeza, La Florida empezó luego a languidecer. ¡Su agonía, sin embargo, duraría más de tres siglos!)

El crecimiento de la colonia inglesa fue relativamente rápido. En 1619 había mil hombres en Jamestown; en 1629 había ya más de cinco mil y ese mismo año quedó la población constituida como territorio real, dependiendo directamente del rey de Inglaterra, quien seguía repartiendo tierras americanas a su arbitrio.

En 1663 Carlos II de Inglaterra creó una nueva colonia en territorios españoles, la Carolina, con donación de cuarenta y ocho mil acres (¡...!) a cada uno de los nobles ingleses que se captaron la generosidad del monarca. Esos afortunados caballeros vinieron a América a tomar posesión de su rica dádiva; pero, como los colonizadores de Virginia se habían multiplicado ya en extremo, habían saltado los límites sur de su colonia y habían tomado posesión motu proprio de las tierras norte de la Carolina. Entonces los nobles señores ingleses creyeron justo compensarse a costa de España y tomaran posesión de tierras en la Carolina del Sur, sobre terrenos que pertenecían —55→ claramente al virreinato de México y a España. La protesta no se hizo esperar; pero, como para entonces ya Inglaterra pesaba mucho en los destinos de Europa, su tortuosa diplomacia obligó a España a firmar el «Tratado de Madrid de 1670» por el cual se fijaban los límites del virreinato de México sobre la corriente del río Savannah, al norte del presente estado de Georgia. ¿Lograría ese flamante tratado contener «el destino manifiesto» de los ingleses?

No, por cierto. Treinta años más tarde, el coronel James Moore, gobernador de Carolina, creyó llegado el momento de arrojar totalmente a los españoles de la costa del Atlántico y -con fecha del 10 de septiembre de 1702- rompió hostilidades contra los habitantes de Georgia y Florida. El 10 de noviembre de ese año, el coronel Robert Daniel, subalterno de Moore, entró a saco y cuchillo en San Agustín y estableció el cuartel de sus tropas en la iglesia de San Francisco. Moore puso sitio al Fuerte de San Marcos, no lejos de San Agustín, pero, al llegar refuerzos militares de La Habana, Moore tuvo que levantar el sitio, Daniel se vio obligado a salir de San Agustín y ambos fueron arrojados del suelo de La Florida y de Georgia.

Las condiciones de La Florida empeoraron considerablemente con los destrozos causados por los ingleses pues éstos quemaban y destruían cuanto encontraban a su paso. Una terrible epidemia de viruelas hizo también estragos en la población ya sin hogares y privada de alimentos. Y, como si esto fuera poco, Moore volvió en 1703 aliado con mil quinientos indios yamasees, dispuestos a arrasar lo que quedaba de La Florida20.

En enero de 1704, Moore llegó a Ayubale, misión franciscana cerca del Fuerte San Luis, en La Florida occidental, servida por el padre Ángel de Miranda. Los indios de la comarca se acogieron al amparo de la misión y ésta hizo desesperados esfuerzos por detener las chusmas de Moore. A pesar del reducido número de los indios de la misión, Moore fue rechazado varias veces hasta que, habiéndose acabado las flechas y sintiéndose los defensores exhaustos, salió el padre Miranda hacia el capitán inglés llevando una bandera de rendición. Pero ni el padre ni su gente alcanzaron misericordia. El padre cayó asesinado ahí mismo, su ayudante, el padre Fraga fue quemado vivo y su cadáver decapitado, Ayubale entregado a las llamas y los indios torturados y muertos en una de las más sangrientas masacres que registra la historia de La Florida21. En esa ocasión mil cuatrocientos indios de las misiones de La Florida occidental fueron hechos esclavos de los ingleses y conducidos a las plantaciones de la Carolina.

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Los destrozos que quedaron en La Florida al tiempo que se retiraron los ingleses eran imposibles de describir. Miles de familias se encontraban sin hogar; incontables hogares lloraban la pérdida de seres queridos; las enfermedades y el hambre empezaron a hacer estragos entre los supervivientes y la desorganización de las misiones hacía imposible dar adecuada ayuda a las víctimas. De todas las misiones que florecían antes en La Florida y Guale sólo dos quedaban en pie.

De temporal consuelo fue para las autoridades civiles y para los misioneros la decisión tomada entonces por las tribus de Apalache. Después de partido el capitán inglés, enviaron delegaciones a San Agustín pidiendo ayuda para defenderse, pues preferían seguir fieles a España y a la religión de los padres. Además, empezaron a reconstruir sus misiones y pidieron a los misioneros que volvieran a predicarles el evangelio y a dar instrucción a sus hijos.

Empero, la suerte de La Florida estaba echada; tendría que caer, parte tras parte, en manos de los ingleses. Disponiendo nuevamente de lo que no era suyo, el rey de Inglaterra iba a dividir entre sus súbditos la provincia de Guale, o sea, Georgia, no obstante su palabra empeñada en 1670 de que reconocería la propiedad de ese territorio de España.

Para preparar el despojo, los ingleses construyeron el Fort George en las orillas del río Altamaha, cerca de la actual ciudad de Darién. Los españoles reclamaban ese territorio como suyo por donación papal, anterior descubrimiento, anterior conquista y exploración, ocupación efectiva, y, sobre todo, por el Tratado de Madrid. Los ingleses, empero, se hicieron los sordos y decidieron conservar el fuerte. Desde ahí podrían llevar a efecto la conquista de toda la provincia, lo cual no ofrecía ya gran dificultad, pues durante los últimos cincuenta años los ingleses habían estado obstaculizando el trabajo de los franciscanos en Georgia y anulando así la influencia española en esa comarca.

Fue consultado el virrey de México el cual, aunque ofreció ayuda militar y naval para arrojar a los ingleses del fuerte, pidió que se usaran los recursos de la diplomacia para resolver en paz el conflicto. Los delegados de La Florida se reunieron con los de la Carolina en agosto de 1725. Como una de las reclamaciones de los ingleses se refería a la protección que daban los de Florida a los esclavos fugitivos de las colonias inglesas, los españoles se comprometían a devolverlos o a pagar su rescate. Sin embargo, los ingleses encontraban cada vez mayor número de reclamaciones con objeto de alargar las deliberaciones indefinidamente. Y entre tanto llegaban más ingleses a Georgia y los poblados ingleses seguían multiplicándose.

Por fin el año 1732 el rey inglés firmó el convenio con los nobles de Inglaterra «concediéndoles en propiedad» los territorios de Georgia y poco después se dio orden al gobernador James Oglethorpe para que cerrara las negociaciones pendientes desde 1725 haciendo presión para que las autoridades españolas reconocieran derechos ingleses sobre los territorios en litigio.

Era en 1735 gobernador de La Florida don Francisco del Moral, español tímido y contemporizador, que se rindió sin mucha dificultad a las demandas de Oglethorpe, —57→ cediendo en casi todos los puntos de las negociaciones. Pero don Francisco era sólo un oficial subalterno que tuvo que enviar sus resoluciones a las cortes de México y de Madrid para su aprobación y, cuando el rey de España y el virrey se dieron cuenta de la injusticia de tal despojo, ambos desaprobaron los acuerdos tomados por del Moral y decidieron arrojar de Georgia a los ingleses por la fuerza de las armas.

El virreinato de México envió entonces al gobernador de Cuba, don Juan Francisco de Güemes, ciento cincuenta mil pesos y vituallas para cuatrocientos soldados, con órdenes de que aprontara tropas y barcos para el ataque. El virrey hacía notar que el imperio de España en Norte América corría riesgo de desaparecer si no se detenía pronto el avance de los ingleses. En menos de un siglo se le habían arrebatado los territorios de Axacán y de Algonquián por el Atlántico así como extensas porciones de tierras hacia el oeste. Ahora se trataba de arrebatarle Guale y era fácil prever que la península de La Florida sería la siguiente víctima.

Güemes se dedicó con febril actividad a mejorar las fortificaciones del Fuerte San Marcos y construyó otro fuerte, Fuerte San Diego, para asegurar mejor la defensa de San Agustín. Oglethorpe pensó tomar la delantera y atacar a los españoles sin esperar su acometida. Con fuerzas llegadas de las otras colonias inglesas, logró formar un ejército de mil seiscientos veinte hombres y una escuadra de siete barcos de guerra grandes y cuarenta piraguas, listas para llevar soldados a La Florida.

Las hostilidades se rompieron el primero de mayo de 1740 al atacar Oglethorpe el Fuerte de San Diego que, tras feroz resistencia, cayó en poder de los ingleses que lo convirtieron en su cuartel general. El dieciocho del mismo mes avanzó Oglethorpe contra el Fuerte San Marcos y le puso sitio.

San Marcos era una verdadera colmena, atestada de soldados y civiles de San Agustín. El cañoneo fue incesante. La escuadra inglesa custodiaba el puerto para impedir el desembarque de víveres o de pertrechos españoles. Había pasado ya un mes y los sitiados no daban señal ninguna de rendirse.

El veinticinco de junio el capitán español Montiano decidió salir atrevidamente del fuerte por la noche, acompañado de trescientos soldados y atacar a sus sitiadores por la retaguardia. Así lo hizo y el éxito fue tan completo que en menos de una hora ochenta y siete ingleses yacían muertos sin que hubiera habido más que unos cuantos heridos entre los españoles. Ahora Montiano podría pedir ayuda militar a La Habana.

El dieciocho de julio aparecieron en el horizonte siete barcos cañoneros que llegaban de Cuba atestados de pertrechos y de víveres. A pesar de su fuerte contingente militar, Oglethorpe levantó el sitio y huyó precipitadamente a su escondrijo de Georgia.

No obstante, las hostilidades continuaron. Los españoles tuvieron un serio descalabro en los pantanos de Marsh, y Oglethorpe volvió a poner sitio al Fuerte de San Marcos. Georgia estaba ya totalmente en poder de los ingleses, pero parecía que éstos querían destruir San Agustín y arrojar a los españoles de toda La Florida. La guerra continuó —58→ inexorable hasta que los elementos naturales que tanto daño habían causado en muchas ocasiones a los barcos españoles se volvieron contra los ingleses. En esta ocasión vientos huracanados destrozaron la escuadra inglesa obligando a los soldados de Inglaterra a dejar en paz por un poco de tiempo a los sufridos colonos de La Florida. Georgia, sin embargo, quedaba para siempre en manos de los ingleses.

El virreinato de México aprovechó esa pausa de calma para fortalecer las defensas de la península y para mejorar las condiciones de vida en La Florida. En 1753, don Juan Francisco de Güemes, que de gobernador de Cuba había pasado a desempeñar el cargo de virrey, formuló un plan de defensa que para siempre eliminaría el peligro de un sitio prolongado, y que haría los fuertes de Pensacola, San Antonio, San Diego y San Marcos invulnerables. La solicitud del jerarca mexicano se extendió a todas las ramas de la vida en la península mediante la promulgación de un nuevo código de leyes de muy avanzado alcance social. En ellas se proveía la asistencia a las viudas y a los huérfanos; se procuraba el mejoramiento de los trabajadores y se dictaban instrucciones para la educación pública. Finalmente, a esas disposiciones unía el virrey algo muy importante: la reforma del situado y el envío inmediato de 9864 pesos para obras de beneficencia. La legislación del virrey produjo grandes beneficios económicos, pero sobre todo creó un sentido de bienestar en La Florida22.

Desgraciadamente, los frutos de la solicitud del virrey de México iban a durar poco tiempo por causa de la nueva guerra que en 1756 empezó a asolar Europa -la guerra de los siete años- y cuyos efectos se iban a sentir profundamente en América. Inglaterra y Francia se embarcaron entonces en una contienda por cuestiones de rivalidad y de expansión comercial en el Nuevo Mundo. España, unida a Francia por el «pacto de familia» tuvo que participar en la guerra cuyos resultados fueron desastrosos para las colonias americanas. Inglaterra tomó dos de sus más importantes ciudades, La Habana en Cuba y Manila en las Filipinas, ambas pertenecientes al virreinato de México, y, al terminar el conflicto, reclamó en el Tratado de París, celebrado en Versalles en febrero de 1763, la provincia de La Florida como indemnización y botín de guerra.

Los ingleses dividieron La Florida en dos territorios: el oriental que comprendía la península y tenía como límite al oeste el río Apachicola, cerca de la ciudad de Tallahassee; y el occidental, desde el Apachicola hasta la ribera oriental del río Misisipí, comprendiendo la parte sur de los estados de Alabama y de Luisiana: En 1767 Inglaterra amplió la frontera norte de La Florida hasta abarcar casi la mitad de Georgia y Alabama.

No estuvo La Florida mucho tiempo en poder de los ingleses. Al ocupar éstos La Florida, muchos colonos españoles se refugiaron en territorios de La Luisiana (que antes de 1763 había pasado a manos de España) y empezaron a pensar en la forma de recuperar su provincia. Cuando en 1779 España se declaró nuevamente en guerra con Inglaterra, el gobernador de Nueva Orleáns, don Bernardo de Gálvez, hizo suyo el intento de los floridanos refugiados en Luisiana y principió a hacer preparativos para la invasión de la —59→ península. Tres años antes, las trece colonias inglesas en América habían empezado su guerra de independencia y Gálvez se alió a los revolucionarios de Washington. Impidió que los ingleses tomaran posesión de la desembocadura del Misisipí (que ellos lucharon desesperadamente por dominar para llevar por el río pertrechos hacia el norte y para dominar desde allí todo el valle sur del Misisipí). En cambio, Gálvez hizo fácil la ocupación de ese valle por los americanos23.

Don Bernardo de Gálvez probó ser un gran militar que secundó por el sur la acción de Washington en el norte del territorio en contienda. Encabezando un ejército de antiguos colonos de La Florida, al que se unieron valientes voluntarios de La Luisiana, salió Gálvez de Nueva Orleáns a fines de 1779 y convirtió su campaña en La Florida en una verdadera marcha triunfal. Capturó Pensacola y poco después fueron cayendo en sus manos, uno a uno, todos los fuertes de la península. Al terminar la guerra, Inglaterra reconoció los derechos de España (y del virreinato de México) a la provincia de La Florida. El tratado de paz se celebró en París el año de 1783.

Para entonces ya los Estados Unidos se habían constituido en nación independiente. Georgia se había incorporado a la Unión y multitud de habitantes de ese estado habían empezado a formar colonias en los territorios norte de La Florida. Cuando en 1803 La Luisiana fue vendida a los Estados Unidos, éstos rodearon La Florida por todas partes y a nadie pudo escapar la certidumbre de que tarde o temprano vendría a ser la península otro estado de la Unión Americana. En 1810 abortó un intento de independencia de un grupo de colonos americanos. Dos años más tarde, en 1812, el Congreso de los Estados Unidos recibía, como parte integral de nuestra nación, el territorio de La Florida Occidental, comprendida entre los ríos Pearl y Misisipí. En 1811, Andrew Jackson capturó Pensacola y ese mismo general tomó en 1818 el Fuerte de San Luis. Florida pertenecía ya sólo de nombre al virreinato de México y España.

El golpe definitivo se lo dio a La Florida un famoso diplomático español, don Federico de Onís, para salvar con él otros territorios en peligro de perderse para México y España. Tres problemas requerían inmediata resolución: 1) como la situación militar, social y política de la colonia de La Florida era sumamente irregular a causa de tantos cambios y guerras, un gran número de piratas hallaba fácil refugio en sus costas de donde salían para cometer desmanes en los territorios americanos. Los Estados Unidos protestaban ante las autoridades de la península haciéndolas responsables y exigiéndoles fuertes sumas de indemnización por los daños causados a los habitantes de la costa, sobre todo en el estado de Georgia; 2) acusaban los americanos a los habitantes y a las autoridades de La Florida de la constante fuga de esclavos negros que huían de Georgia y las Carolinas buscando protección en Florida, ocasionando con ello pérdidas económicas a sus dueños quienes pedían al gobierno español la devolución de sus esclavos o el precio de ellos; 3) hacia 1815 se despertó un vivo deseo por separar a Texas del virreinato de México so pretexto de que el viaje de La Salle a esas tierras en 1681 las había hecho parte de La Luisiana recientemente comprada por los Estados Unidos. ¿Estaba Texas incluida en esa compra?

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Don Federico de Onís, Embajador de España en Washington creyó encontrar la solución a esos tres problemas con la cesión de La Florida a los Estados Unidos. Esta cesión se haría con la condición de que los Estados Unidos se dieran por pagados con ella de los daños causados por los piratas y por la huida de los esclavos y reconocieran la legitimidad de los derechos del virreinato de México sobre Texas.

La solución del embajador agradó mucho al Presidente Monroe y a su Secretario de Estado, John Quincy Adams. El Congreso aprobó la cantidad de cinco millones de dólares, de los cuales, tres se repartirían entre los ciudadanos americanos que reclamaban indemnizaciones y el resto se enviaría a España.

Más de un año tardaron las Cortes Españolas en ratificar el tratado. Fue necesario convencer a sus miembros de que La Florida estaba de hecho perdida para España; que era más conveniente entonces salvar Texas para México y que los Estados Unidos empeñaban, con ese tratado, su palabra de honor de respetar los derechos del virreinato sobre Texas, cuya proximidad a México lo hacía más valioso. En 1820 el rey Fernando VII firmaba el documento de cesión de las Floridas a los Estados Unidos, incluyendo en esa venta todas las islas adyacentes a la península. En el mismo documento se fijó la línea divisoria entre los Estados Unidos y el virreinato de México, al norte de los actuales estados de Texas, Colorado, Utah, Nevada y California.

De este modo quedó cerrada la historia de la colonización española de Florida, trescientos siete años después de su descubrimiento por don Juan Ponce de León.

Colonización de la gran Luisiana

España fue la nación que descubrió La Luisiana. (La importancia de La Luisiana en la historia de América se comprenderá mejor si se observa la extensión de su territorio en el mapa de los Estados Unidos que aparecen en las páginas de este libro. Aunque el estado que lleva su nombre es ahora relativamente pequeño, en el siglo XVIII La Luisiana comprendía algo más de un tercio del actual territorio americano, esto es, todo el oriente medio, casi todo el medio occidente y gran parte del extremo occidente hasta los actuales estados de Oregón y Washington). En 1519 Alonso de Pineda, al navegar por la costa del Golfo de México, desembarcó junto a la desembocadura del Misisipí y tomó posesión de la tierra a nombre de su rey. Desde entonces, muchos otros exploradores, tales como Narváez, Garay, Cabeza de Vaca, etc. recorrieron sus territorios. En 1539 Hernando de Soto atravesó todo lo que es ahora el estado de Luisiana y penetró en Arkansas donde murió sobre las riberas del río Misisipí, habiendo antes recomendado a sus compañeros de viaje que continuaran explorando esas extensísimas comarcas.

Años después se fundó la colonia española en La Florida cuyos límites al oeste quedaron indefinidos; si bien es cierto que toda la costa del Golfo y las tierras hacia el oeste se consideraban —61→ comprendidas en el virreinato de México. No consta, sin embargo, que México o España hicieran trabajo de colonización durante los siglos dieciséis o diecisiete en la zona del Misisipí.

En el último cuarto del siglo diecisiete, un explorador francés, de nombre René Robert Cavalier, Sieur de La Salle, recorrió el Misisipí, río abajo, empezando en una zona próxima al Canadá. El siete de abril de 1682 llegó a su desembocadura y dos días después tomó posesión del país llamándolo Louisiana en honor del Rey Luis XIV de Francia. Sin embargo, no fundó colonia sino que siguió a Europa con objeto de obtener ayuda para continuar sus exploraciones y colonizar. Retornó a América, pero ya no pudo encontrar La Luisiana. Desembarcó en Texas donde fue asesinado por sus compañeros, los cuales, a su vez, fueron muertos por los indios de la región. Así acabó el primer intento de colonización en La Luisiana. (Misioneros jesuitas fueron, en realidad, los primeros franceses que exploraron en 1673 el interior de La Luisiana, navegando por el río Misisipí. Sin embargo, ninguno de ellos siguió su curso hasta el Golfo de México, como lo hizo de La Salle).

En 1699 un grupo de soldados franceses llegaron por mar a la desembocadura del gran río y en 1718 establecieron la ciudad de Nueva Orleáns. Desde esa colonia los comerciantes franceses subían por el río hacia el norte para cambiar mercancías con los indios. De este modo establecieron la colonia francesa de La Louisiana sobre toda la cuenca del río Misisipí.

Francia, sin embargo, nunca se interesó por esta colonia. La Luisiana casi no producía nada. No había ahí ricas minas de oro y plata que explotar. Su comercio con el viejo mundo era muy escaso y su agricultura languidecía miserablemente. Francia tenía que sostener el gobierno sin recibir casi nada en retorno; de suerte que, desde un principio languideció la economía de esa provincia, y conforme pasaban los años, las condiciones de vida en La Luisiana se hacían insoportables.

España recuperó la provincia de La Luisiana en 1762. El indolente Luis XV no se preocupó nunca por remediar los males de sus colonias, engolfado siempre en las comodidades y placeres de su fastuosa corte. Por eso, cuando en esa fecha halló la manera de deshacerse de esa pesada carga, él y con él toda Francia se apresuró a firmar el Tratado de Fontainebleau, el tres de noviembre, dando a España posesión de Nueva Orleáns y de todo el lado oeste del Misisipí. (Durante la Guerra de los Siete Años la parte este del gran río había quedado ya dominada por los ingleses. Cuando menos nominalmente, recuperaba España el inmenso territorio comprendido ahora en dieciséis estados de la Unión Americana).

No a Francia, sino a España, debe La Luisiana su más efectiva colonización24. Con excepción del primer gobernador que, aunque hombre de gran erudición científica, carecía de dotes administrativas los gobernantes españoles de La Luisiana dejaron imborrables recuerdos en la región como personajes de gran valer, consagrados al servicio y progreso de la comunidad. (Se —62→ llamaba don Antonio de Ulloa. Investigador incansable, hombre de una erudición pasmosa, se había consagrado desde su juventud al cultivo de la ciencia. Bajo su dirección se fundó un observatorio y él, de su propio peculio, estableció un laboratorio para el estudio de los minerales).

El primer gobernador efectivo de La Luisiana fue don Alejandro O'Reylly, español de origen irlandés, de gran iniciativa y hábil organizador (Como la mayoría de los habitantes de La Luisiana eran de origen francés, no pudieron menos de resentir de pronto el cambio de jurisdicción y hubo un levantamiento que fue muy severamente sofocado por O'Reylly). O'Reylly reconstruyó la estructura de la colonia: reorganizó su gobierno, permitiendo, con gran habilidad política, que los franceses siguieran ocupando importantes puestos públicos; fomentó la agricultura y el comercio; abolió la esclavitud; hizo amistad con los indios, entablando vínculos de reciprocidad comercial y social con ellos; ayudó a la iglesia en la reforma de sus leyes e impulsó la obra misionera. De este modo, con su acción regeneradora, O'Reylly echó las bases para el auge que La Luisiana habría de alcanzar durante el período del gobierno español.

En 1769 le sucedió en el gobierno don Luis de Unzaga y Amézaga que continuó las tácticas pacificadoras y progresistas de su antecesor. Don Luis se mostró amigo de los criollos («Criollo» se llama al hijo de padres europeos pero que ha nacido y ha sido criado en América) y probó que España estaba interesada en el porvenir de los nacidos en América; que no deseaba explotar a sus ciudadanos y que hacía todo lo posible por robustecer su economía. Concedió tierras a inmigrantes europeos, impulsando así las plantaciones de tabaco y de caña de azúcar que habrían de convertirse en una fuente importante de riqueza para la colonia. Ayudó secretamente a los soldados americanos durante la guerra de independencia. Continuó haciendo benéficos tratados con los indios y, lo que constituye la gloria más genuina de su administración: organizó en 1771 el primer sistema de educación pública. (Correspondió a don Manuel Andrés López de Armento el honor de ser, en La Luisiana, el primer superintendente de un sistema público de enseñanza en los Estados Unidos). Cargado de años y de méritos, Unzaga quiso jubilarse, pero, en consideración a sus grandes cualidades de estadista, se le nombró gobernador de la importante provincia de Venezuela. En 1777 le sucedió en su puesto el joven coronel del regimiento de La Luisiana, don Bernardo de Gálvez.

Gálvez se había distinguido ya en el virreinato de México como soldado valiente y hábil diplomático. Aunque cuando fue nombrado gobernador no llegaba aún a los treinta años de edad, tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran estadista. Importó gran cantidad de oro y plata mexicanos para estabilizar el precio de la moneda francesa que todavía circulaba en la provincia. Impulsó la agricultura trayendo inmigrantes que cultivaran las tierras baldías. Dio a cada familia cinco acres sobre alguno de los ríos de la colonia, autorizándola también a tomar tanto terreno, tierra adentro, como pudiera cultivar adecuadamente25.

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Atraídos por la generosidad de Gálvez, miles de inmigrantes acudieron a poblar las riberas, no sólo del Misisipí, sino de muchos otros ríos. Españoles, alemanes, ingleses, americanos, etc. obtuvieron espléndidas parcelas que, bien cultivadas, convirtieron las feraces tierras de La Luisiana en un paraíso. (Muchos de esos colonos, además de hacerse católicos y ciudadanos de España, optaron por españolizar sus nombres. Además, un numeroso grupo de ellos fundó una ciudad en territorio que ahora es de Texas, llamándola Galveston (Gálvez-town) en gratitud al gobernador).

Durante la administración de Gálvez, siguió en toda su fuerza la revolución americana y, como el gobernador simpatizaba con ella, le dio su decidida ayuda. Permitió a los americanos surtirse de víveres y de pertrechos de guerra en su colonia; autorizó su libre tránsito por los ríos de la provincia y prestó también cantidades de dinero a la nueva república. De extraordinaria importancia fue también la ayuda otorgada al general americano George Rogers Clark en la conquista del noroeste.

Irritados los ingleses por la asistencia que Gálvez daba a los revolucionarios de Washington, decidieron atacar al gobernador en Nueva Orleáns. Éste, sin embargo, se encontraba bien prevenido (pues había previsto la necesidad de mantener su provincia militarmente preparada) y decidió salir de su ciudad y dar el primer golpe en terrenos del enemigo. Partió, pues, de Nueva Orleáns, encabezando un ejército de mil cuatrocientos soldados y, en rápida y arrolladora campaña, tomó los fuertes de Bute, New Richmond y Panmure, así como la ciudad de Mobile.

Aterrados los ingleses, retrocedían precipitadamente al empuje del gobernador español. Entonces Gálvez decidió que era llegada la hora de libertar La Florida. (Florida estaba en poder de los ingleses desde 1763, según se dijo en el capítulo anterior. Los floridanos refugiados en La Luisiana fueron de gran ayuda a Gálvez en la reconquista de su provincia). Pensacola era la plaza más importante de La Florida Occidental y tenía una guarnición de dos mil soldados. Gálvez determinó atacar por mar. Le puso cerco y los ingleses se defendieron tenazmente; pero, al fin, obligados por el constante fuego del enemigo, rindieron la plaza el 10 de mayo de 1781. Con esta victoria decisiva, quedaron los ingleses expulsados de todo el Golfo de México. El rey de España reconoció la lealtad y el arrojo de Gálvez y lo nombró virrey de México. Por desgracia, su prematura muerte, en 1786, vino a privar a México de uno de sus mejores virreyes y a La Luisiana de su mejor amigo.

Sucedieron a Gálvez tres gobernadores que, si no fueron del calibre del ilustre conquistador de La Florida, sí le igualaron en prudencia, en bondad y en solicitud por sus gobernados.

Al coronel Esteban Miró, inmediato sucesor de Gálvez, le tocó sufrir las consecuencias del pavoroso incendio que destruyó Nueva Orleáns el 21 de marzo de 1788. Miró trabajó sin descanso por delinear una nueva ciudad limpia y hermosa; lo cual logró, para ventaja de su generación y delicia de las generaciones futuras. Muchos de los edificios construidos en tiempo de Miró están aún en pie: de bello estilo español, aunque el vulgo —64→ (ignorante de la historia y de los estilos arquitectónicos del siglo XVIII) los ha considerado de origen francés.

En 1791, sucedió a Miró don Francisco Luis Héctor, muy celoso magistrado y equitativo en la administración de la justicia. Gobernó muy acertadamente la provincia y protegió las artes y las letras. En su tiempo se publicó el primer periódico de La Luisiana. Le siguió en el cargo don Manuel Gayoso de Lemos, afable y simpático en extremo, padre de los pobres y, como tal, profundamente amado del pueblo. Murió en 1799. Ocupó su puesto el marqués de Casa Calvo, quien, como se verá en el curso de esta historia, tuvo que entregar nuevamente el poder a los franceses.

El doctor Edwin Adams Davis, profesor de historia de la Universidad estatal de Lousiana, sumariza la obra española en su estado en estas notas, que se reproducen aquí por creerse de interés para el lector. Están tomadas de su obra Louisiana Land of the Pelikans:

«When Spain acquired Louisiana in 1762 it was a small and weak colony of less that 7500 inhabitants. Apart from New Orleans it hand only a few small villages along the Mississippi and other streams. The farms and plantations were centered along the Mississippi above and below New Orleans». «At the end of the Spanish regime, Louisiana was a large and prosperous country with over 50000 inhabitants, over 30000 of whom lived along the lower Mississippi and in New Orleans...» «The early French setters were not good colonists. France had forced the Louisianans to use paper money which quickly went down in value, and trade had not been permitted with other colonies or countries. Some of the French governors had been more interested in making fortunes for themselves than in providing good government. The French had scattered their settlements too widely, and their administration had been poor».

«In contrast to the French, the Spanish had produced sound currency into Louisiana. In spite of the fact that Spain had imposed many trade restrictions, she had permitted Louisianans to trade with other countries. The Spanish governors had generally been hard-working, intelligent, and honest, and the Spanish systems of government and administration of justice had been efficient and fair to all. Under Spanish rule settlers from many countries had established farms and villages and towns in Louisiana, and better means of communication had been organized. From a weak French colony in 1762, Louisiana had grown into a strong and prosperous Spanish colony forty years later. While the French in Louisiana never adopted Spanish ways and customs, they owned a greater debt to Spain than they did to their mother country».

Op. cit., pp. 107 y 108.



Los últimos años del siglo XVIII fueron testigos de grandes acontecimientos en todo el mundo pero especialmente en Francia. Los horrores de la Revolución francesa conmovieron a Europa y prepararon el ascenso al poder a un hombre ambicioso y sagaz, cuyos anhelos más profundos eran los de superar las glorias de los reyes de Francia. Ese hombre era Napoleón Bonaparte que planeó la formación de un imperio para poder ser su —65→ emperador. Volvió entonces sus ojos a América, codiciando las tierras de Santo Domingo y anhelando recobrar las vastas regiones de La Luisiana para incorporarlas a sus dominios.

Envió Napoleón a Santo Domingo un ejército con órdenes de apoderarse de la isla a cualquier costo; que, al fin y al cabo, Santo Domingo no podía contar con el apoyo de ninguna potencia. Pero con relación a La Luisiana, en poder de España, el gran corso optó por usar medios diplomáticos y, al efecto, hizo presión sobre el primer ministro español Manuel Godoy.

Pronto se dio cuenta Godoy de que nada podía España contra Napoleón y sí mucho podría perder echándoselo de enemigo. Si se le negaba La Luisiana, Napoleón declararía la guerra a España como lo había hecho con Santo Domingo y, mientras España y Francia pelearan, los Estados Unidos se aprovecharían de las circunstancias para invadir la provincia. De todos modos España llevaba la de perder. Godoy optó, entonces, por la solución que creyó ser menos perjudicial para España: pasar La Luisiana a poder de Francia en forma de encomienda. Así, pues, por el Tratado de San Ildefonso, celebrado el primero de octubre de 1800, entregó España La Luisiana a Napoleón, después de recibir del francés una promesa solemne de que «Francia no enajenaría esa colonia sino devolviéndola a España»26. Así terminó la influencia de España y del virreinato de México en La Luisiana.

Los siguientes acontecimientos son bien conocidos. En tres años de guerra con Santo Domingo sufrió Napoleón la más ignominiosa derrota en la isla y durante ese tiempo se dio cuenta también de la carga económica que resultaba el sostenimiento de La Luisiana. Se resolvió, pues, a concentrar sus esfuerzos en la conquista de Europa, olvidando sus pretensiones de un imperio en América. Además, estaba sumamente urgido de fondos para sus gigantescas campañas militares. Sin duda que esa provincia, bien vendida, resolvería su gran problema.

Por esas mismas fechas, los Estados Unidos necesitaban el puerto de Nueva Orleáns para garantizar el libre tránsito de su comercio por el Misisipí. Enviado por el Presidente Jefferson, James Monroe se unió al embajador Livingston en París para pedirle a Napoleón que les vendiera sus derechos sobre el puerto. Su asombro no tuvo límites cuando el emperador les dio a conocer su propósito de venderles, no sólo la ciudad y el puerto, sino la provincia entera ¡875025 millas cuadradas! al precio de quince millones de dólares: casi otro tanto del área que entonces ocupaban los Estados Unidos, esto es 909050 millas cuadradas. ¡La mayor operación en bienes raíces que se ha hecho desde que el mundo es mundo!

La contestación de los Estados Unidos no se hizo esperar; y la oferta era demasiado generosa para regatear el precio. De este modo, los Estados Unidos llegaron más cerca del Océano Pacífico y se abrieron pasmosas oportunidades de progreso y de riqueza.

Los hispanos o méxico-americanos podemos gloriarnos, con razón, de la parte que nuestros antepasados tuvieron en la formación, colonización y desarrollo de esa rica —66→ provincia. Ellos con sus nobles esfuerzos y con su prudente administración echaron las bases del brillante porvenir de esta progresista región de nuestra patria americana.

Colonización de Texas

La historia de Texas en el siglo XVI es muy semejante a la de Nuevo México, o a la de la gran Florida. En realidad es parte integrante de las mismas. Por el este, Alonso Álvarez de Pineda descubrió sus costas en 1519 y don Francisco de Garay se detuvo brevemente en Texas antes de su viaje a México en 1523. Otros dos expedicionarios, cuyos nombres nos son muy conocidos, pasaron también por territorios de Texas: Cabeza de Vaca, en su gran peregrinación de ocho años, recorrió el territorio texano de oriente a occidente y dejó en su relación una descripción minuciosa de las costumbres de los indios, así como de los extraños sucesos que le acontecieron; (De Cabeza de Vaca y de otros exploradores del siglo XVI, que visitaron Texas podrá encontrar el lector más amplia noticia en los primeros capítulos de esta obra) y Luis de Moscoso, sucesor de Hernando de Soto, condujo a sus exploradores hasta muy adentro de la tierra de Texas antes de emprender su retorno a la capital mexicana.

Por el oeste fueron muchas también las exploraciones que penetraron en territorio texano, partiendo algunas directamente de México y siendo otras una extensión de las llevadas a cabo en Nuevo México. Coronado pasó por la parte noroeste en su viaje a Quivira (Kansas). Fray Agustín Rodríguez entró a Texas en 1581; y también lo hicieron Espejo en 1582, Castaño de Sosa en 1590 y Gutiérrez de Humaña en 1593. Como la mayor parte de esos expedicionarios perdieron a muchos de sus miembros durante la travesía, no es conjetura afirmar que para fines del siglo XVI, el territorio del estado de Texas había quedado ya sembrado de tumbas mexicanas y españolas.

El primer explorador de Texas en el siglo XVII fue el capitán mexicano don Juan de Oñate, quien, como Coronado, quiso explorar los territorios de Quivira y en 1601 pasó por la parte noroeste del actual estado. Otros exploradores visitaron Texas después de Oñate; fray Juan de Salas en 1632, Alonso Baca en 1634 y Hernán Martín con Diego del Castillo en 1650. En 1675 un grupo explorador fue guiado a Texas por Fernando del Bosque que llevaba por compañero a fray Juan Larios. En 1638 el capitán Juan Domínguez de Mendoza y el padre Nicolás López con un hermano lego y doce soldados visitaron la región de Pecos al este del estado. Los religiosos de esta expedición evangelizaron la comarca, levantaron una capilla cerca del río Colorado en Texas y bautizaron a muchos indios27.

Estos mismos expedicionarios, pensando que podrían obtener del virrey de México mayor número de misioneros y colonizadores que vinieran a trabajar en Texas, emprendieron su viaje a la capital mexicana para exponer a las autoridades sus proyectos.

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El año 1685, un capitán francés -Robert Cavalier, Sieur de La Salle- desembarcó en Matagorda y trató de establecer un fuerte y una colonia francesa. Sin embargo, sus intentos fracasaron, y el capitán y sus soldados perecieron trágicamente en territorio texano, según se dijo ya en el capítulo anterior. Los buenos informes del padre Nicolás López y las alarmantes noticias de que Francia intentaba establecer colonias en tierras de la provincia texana determinaron al virrey de México a enviar un grupo de exploradores para investigar más a fondo la posibilidad de establecer colonias, ciudades y misiones en Texas. El capitán mexicano, don Alonso de León fue escogido como director de la empresa.

Era don Alonso un hombre de bastante edad, bien fogueado en los trabajos de exploración, soldado valiente, de profundas convicciones cristianas y que por largos años había prestado sus servicios al virrey y a las misiones entre infieles. Obedeciendo las órdenes del jerarca mexicano, salió de Monterrey (su ciudad natal) en 1686 hacia el norte. Atravesó el Río Grande y siguió su curso hasta donde se encuentra ahora la ciudad de Matamoros y de ahí subió un poco hacia el norte. Segunda vez salió en 1687 hacia el oeste del estado, acompañado del fraile franciscano padre Damián Massanet. Por tercera vez pasó el gran río en 1689 llevando nuevamente consigo al padre Massanet y cien soldados. Con tan numerosa compañía llegó hasta la comarca donde se encuentra ahora la ciudad de Nacogdoches. Halló los restos del fuerte que Sieur de La Salle había erigido en 1684 y comprobó los informes que habían llegado a la capital sobre su trágica muerte28. Después de estos viajes de exploración y estudios, don Alonso rindió su informe al virrey, poniendo de relieve las magníficas oportunidades que podría encontrar el virreinato en la privilegiada tierra de Texas. Los indios eran sumisos y ya tenían conocimiento de Dios por la predicación de los misioneros. La tierra era fértil, abundante en bosques y ríos, llena de posibilidades de colonización y prometedora en extremo.

Ese mismo año de 1689 regresó a Texas don Alonso de León llevando veinte misioneros. Llegó con ellos a Nabidache, hizo un pacto con los indios de Asinai y obtuvo su consentimiento para establecer allí la misión de San Francisco. Para entonces, sin embargo, la salud de este ilustre mexicano se hallaba muy quebrantada tanto por sus años como por sus muchos trabajos. Esa fue su última visita a Texas. Ya de regreso en México, murió ese mismo año de 1689 lleno de méritos y llorado por sus muchos amigos.

A la muerte de don Alonso de León el proyecto de Texas quedó paralizado por algún tiempo. Pero la providencia deparó a otro hombre extraordinario, gloria y prez de la orden franciscana, andariego incansable y alma de la obra misionera en América -el venerable padre fray Margil de Jesús- quien, al tener conocimiento de las necesidades de Texas, se apresuró a socorrerlas. Bajo la inspiración de fray Margil, salieron rumbo al norte fray Antonio de San Buenaventura, guardián del Colegio de Misiones de Querétaro y fray Isidro Félix de Espinoza, que más tarde sería el cronista de los Colegios Apostólicos de la Propagación de la Fe en tierras de América. Estos dos religiosos recorrieron los territorios de Texas buscando los mejores sitios para nuevas misiones e inquiriendo las posibilidades que hubiera de sostener mayor número de misioneros en la comarca. Su viaje fue un éxito, y pronto regresaron a Querétaro dispuestos a preparar más —68→ misioneros y a empezar a reunir elementos de colonización, tales como ganado, víveres, plantas, semillas y ornamentos de iglesia para equipar la futura misión.

Casi ocho años duró la preparación de los futuros misioneros, al cabo de los cuales, el 21 de enero de 1716, salieron de Querétaro los franciscanos destinados a Texas (En 1691 nombró el virrey a don Domingo de Terán primer gobernador de Texas. Terán salió hacia su provincia acompañado del padre Damián Massanet y, después de cruzar el Río Grande siguió hacia el norte, muy cerca de donde se levanta hoy la ciudad de San Antonio. Todavía se conservan los diarios escritos por el padre y por el gobernador, en los cuales, se afirma que él llamó San Antonio al río que lleva todavía este nombre por haberlo cruzado el 13 de junio en que se celebra la fiesta del santo. El padre Massanet refiere que la región estaba llena de búfalos. El 14 de junio celebraron la fiesta de Corpus Christi. El padre mandó hacer una cruz monumental para la celebración de la misa del día. Muchos indios estuvieron presentes y los soldados dispararon sus arcabuces a la hora en que se elevó la hostia. Siguieron luego hacia el este donde fundaron varias misiones, pero con tan mala suerte que, a los pocos meses, empezaron a enfermarse los indios y a morir, diezmados por las enfermedades del europeo, antes desconocidas en la región. Tanto el fraile, pues, como el gobernador, decidieron regresar a México para pedir más personal misionero y para conseguir más eficaz ayuda del virrey). En el camino se les unieron otros misioneros, franciscanos también, del Colegio de Misioneros de Zacatecas, fundado años antes por el santo padre fray Margil. Al frente de la expedición iban don Domingo Ramón y veinticinco soldados, encargados de la custodia de los frailes. Fray Margil de Jesús se había enlistado entre los misioneros, claro está, pero al tiempo de la salida de los religiosos andaba todavía muy afanado recogiendo vacas, bueyes, cabras, harina y trigo para los indios texanos. Su gozo fue grande cuando, al unirse a la caravana, encontró que sus compañeros llevaban ya más de mil cabezas de ganado para Texas29.

Los misioneros se dieron tanta prisa en poner manos al trabajo que en sólo un mes -julio de 1716- fundaron cuatro misiones: San Francisco, la Concepción, Guadalupe y San José; todas en la parte este del estado y cerca de la frontera con La Luisiana. Otras muchas se establecieron poco después en esa misma zona, según carta de fray Margil al virrey de México30.

El año de 1717 fue un tiempo de ruda prueba para los misioneros y para los indios de sus misiones por la cruel sequía que azotó la provincia y que ocasionó la ruina de las cosechas. Empero, el año de 1718 quedó realzado con un acontecimiento de gran importancia en la historia de Texas: la fundación de la misión de San Antonio de Valero y de la población de Béxar, esto es, el establecimiento de la actual ciudad de San Antonio.

Determinó el virrey de México que Texas necesitaba no sólo misiones donde los indios aprendieran la religión cristiana y la civilización europea, sino verdaderas ciudades al estilo español, de libre competencia y regidas por un gobierno civil y nombró gobernador de esa provincia a don Martín de Alarcón dándole instrucciones para el establecimiento de una de esas ciudades. Salió Alarcón acompañado por el padre Antonio Olivares, ya —69→ entrado en años pero con un enorme entusiasmo por las misiones. El nuevo gobernador, siguiendo la costumbre de los expedicionarios españoles, redactó un diario que comprende los principales acontecimientos ocurridos desde su entrada en Texas (el 9 de abril de 1718) hasta 1719 (El Diario de Alarcón permaneció perdido por mucho tiempo y ninguno de los historiadores de Texas tuvo noticia de él hasta que lo encontró en 1932 y dio a luz el ilustre escritor mexicano Vito Alessio Robles). Según Robles, «fue escrito este diario en estilo pintoresco y sencillamente ingenuo, no desprovisto de gracia, por fray Francisco de Céliz, capellán de la expedición. Describe la larga y penosa marcha desde Coahuila hasta los límites orientales de Texas, a través de desiertos y selvas vírgenes. Señala los cursos de agua, las plantas y los árboles encontrados durante la peregrinación; los toros salvajes de Castilla, descendientes de las reses cansadas que abandonara el general Alonso de Alarcón en una de sus expediciones anteriores; las ceremonias de los indios... y la recepción solemne del conquistador, cuando fue nombrado caddí aimai -capitán de capitanes- en la cual fue llevado en brazos y, después de sentarle en una tarima revestida de pieles de cíbola, le adornaron la cabeza con blancas plumas de pato, le pintaron la frente y las mejillas con rayas de almagre y en medio de coros cadenciosos, al son de tamboriles y sonajas, al fulgor de cuatro grandes hogueras, recibió su nombramiento, proclamando los indios que amaban al gobernador hispano como si hubiera nacido entre ellos». Según dicho diario, tomó posesión el gobernador del sitio llamado San Antonio, poniéndose en él y fijando el estandarte real con la solemnidad necesaria. El mismo día dio también principio el gobernador a la misión de San Antonio de Valero, o sea, El Álamo que habría de hacerse famosa como cuna de la libertad del pueblo texano. La nueva ciudad se pobló con familias españolas y mexicanas traídas del Río Grande. El nombre «de Valero» añadido al de la misión de San Antonio correspondió al título del virrey de México, señor marqués de Valero, que dio abundantes fondos pecuniarios para la fundación de la misión y de la ciudad.

El resto del año, Alarcón cuidó de los asuntos de la provincia y recorrió los territorios de su jurisdicción, mientras continuaban los trabajos de la edificación de la ciudad de San Antonio. El 27 de junio cruzó el Río Grande para traer más bastimentos y el 27 de agosto, ya de regreso, recibió la visita de capitanes de veinticinco naciones de indios que iban a darse la paz. El 5 de septiembre nombró como jefe de los indios a un texano por nombre Cuilón, a quien los frailes bautizaron con el nombre de Juan Rodríguez. Salió luego a recorrer la costa del Golfo y visitó las misiones de la zona de Nacogdoches, deteniéndose el 29 de noviembre en un sitio donde sus soldados encontraron una campana que habían enterrado los colonizadores el año 1690. Volvió a San Antonio a principios de enero de 1719 y procedió en seguida a nombrar alcaldes, justicia y regimiento, escogiendo para estos cargos a los indios más capacitados.

A continuación citamos el texto original del Diario de Alarcón que da relación de las actividades del gobernador a favor de los colonos texanos:

«El día 12 de dicho mes de enero, no obstante ser el tiempo muy riguroso y extraño, dio principio el señor gobernador a que con toda aplicación se sacasen las acequias, así para la villa como para dicha misión de San Antonio de Valero, lo —70→ cual se continuó todo lo restante del dicho mes, en el cual quedaron en buen estado y forma, de manera que se espera este año una gran cosecha de maíces, frijoles y otras semillas que mandó traer de fuera el señor gobernador; asimismo hizo traer parras e higueras y diversas semillas de frutas, y todo lo demás necesario; asimismo mandó traer cerdos para criar y mucho ganado mayor y menor, así cabrío como ovejuno, de manera que dicha villa se halla abastecida de todos aperos, ganados y pertrechos necesarios, sin que falte cosa alguna».


En 1719 iban a empezar crueles sufrimientos para los nuevos colonos y muy especialmente para los indios y frailes de las misiones cercanas a los límites de La Luisiana. En ese año estalló la guerra entre Francia y España, cuyas tristes consecuencias iban a sentirse pronto en la carne misma de los misioneros y de sus indios conversos. Los franceses de Natchitoches, en número de ochocientos, secundados por numeroso contingente de indios aliados, pasaron la frontera de Texas y amenazaron la misión de San Francisco. Era el principio de una sangrienta invasión francesa en territorio del virreinato de México.

Los texanos comprendieron la inutilidad de resistir, ya que había sólo un puñado de soldados en el presidio. Así, pues, decidieron abandonar la misión de San Francisco. Pronto se vio, sin embargo, que los franceses tenían intención de acabar con las misiones de todo el este de Texas, por lo que se dio orden de que tanto los misioneros como los españoles y los indios conversos buscaran refugio en la ciudad de San Antonio. Los franceses asolaron la comarca durante 1720 y 1721, llevando muerte y destrucción a todas partes.

El saldo de muertos que tuvieron los franciscanos fue muy alto. En esos años de persecución murieron fray Francisco de San Diego, fray Domingo de Urioste y fray Pedro de Mendoza, los tres del Colegio de Misiones de Guadale en Zacatecas. El Colegio de Santa Cruz de Querétaro perdió a los siguientes de sus hijos, sacrificados en defensa de la fe y de los texanos: fray Manuel Castellanos, fray Juan Suárez y fray Lorenzo García Botello. En la misión de San Antonio (en el este del estado) murió fray José González; en la de Guadalupe, fray Diego Zapata y fray Antonio Bahena. En el camino de Béxar, flechado por los indios, sucumbió fray José de Pita.

Fray Margil de Jesús que, con los misioneros supervivientes logró refugiarse en San Antonio, asistía a los indios y procuraba encontrar sustento y abrigo a los refugiados de la guerra. Durante esos meses fundó, junto al Río de San Antonio, la misión de San José que prosperó en poco tiempo y que se conserva aún en las afueras de la gran ciudad.

Por fin, en abril de 1921, llegó la fuerza expedicionaria que mandaba el virrey de México al mando del nuevo gobernador de Texas, la cual en sólo tres meses logró arrojar a los franceses y acompañó a los misioneros y a los indios del este a sus misiones de Nacogdoches. Una a una renacieron entonces las congregaciones y uno a uno fueron levantándose los edificios que habían sido destruidos durante la invasión. Fray Margil regresó a Nacogdoches, pero no a su antigua morada, pues, fundador incansable, se —71→ quedó en las márgenes del río Guadalupe donde estableció otra misión. La vida de Texas había vuelto a la normalidad.

En 1722 fray Margil fue nombrado guardián del Colegio Misionero de Zacatecas que él había fundado años atrás. Las misiones de Texas, sin embargo, siguieron ocupando un lugar de preferencia en su corazón y, en enero de 1723, emprendió un viaje a la capital de México para pedir al virrey que socorriera las ciudades y misiones de esa comarca, reparando los daños que en su economía había causado la guerra. Solicitó, pues, y obtuvo del virrey que se enviaran a Texas, semillas, ganado y otros víveres, pues sabía que tanto los misioneros como los indios estaban padeciendo de hambre. (Además del situado (cantidad que se enviaba anualmente de la ciudad de México para cubrir los gastos del gobierno y de las misiones en Texas) el virreinato acudía en ayuda de los colonos y de los indios cada vez que surgía alguna necesidad extraordinaria, como en este caso).

Para entonces la vida del santo misionero se había quebrantado mucho. Tenía sesenta y ocho años. Había trabajado sin descanso, recorriendo todos los caminos de América. Era tiempo pues de descansar en el Señor. Después de una nueva correría que lo llevó por varios estados de México, se recogió en el monasterio de San Francisco de la capital donde, el 6 de agosto de 1726, entregó su espíritu en las manos del Creador. (El proceso de canonización de fray Margil de Jesús fue abierto en Roma, por orden del papa Clemente XIV, el 19 de julio de 1769. Por causa de varias guerras (especialmente las napoleónicas) quedó temporalmente suspendido, hasta que, a 31 de julio de 1836, se publicó el edicto pontificio proclamando la heroicidad de sus virtudes. Ese edicto es el primer paso para la canonización. Como para entonces ya Texas se había desmembrado de México, la iglesia mexicana descuidó seguir adelante promoviendo la beatificación y canonización del santo misionero).

La pacificación de Texas produjo un auge muy considerable en la vida social de la región, y la ayuda monetaria del virrey restableció el equilibrio en sus finanzas. El gobierno abrió la puerta a los colonizadores del viejo mundo para que vinieran a las fértiles comarcas de Texas, proveyéndolos de dinero, semillas e instrumentos de trabajo. Las misiones aumentaron sus actividades, convirtiéndose en esta época más que nunca, en centros de civilización y doblando el número de sus conversos. Parecía que, al fin, se había abierto una nueva era de paz y progreso para la provincia texana.

Sin embargo, no todos los indios se mostraban dispuestos a recibir la instrucción de los misioneros. Pululaban por los territorios de Texas dos numerosas tribus de indios que fueron el azote de la civilización y de la obra pacificadora que siempre deseó realizar en esta provincia el virreinato de México. Eran esas tribus belicosas la de los apaches (cuyos territorios se extendían hasta el río Gila por el oeste) y la de los comanches. Acostumbrados esos indios a una vida nómada y de rapiña, caían por sorpresa sobre las misiones y los presidios, muy especialmente de noche, y robaban cuanto podían encontrar. En numerosas ocasiones también quemaban las viviendas y mataban a sus indefensos habitantes.

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La movilidad extraordinaria de esos bárbaros guerreros hacía imposible su persecución y, por otra parte, su costumbre de atacar con un gran número de combatientes, ponía en inminente peligro al pequeño grupo de soldados acuartelados en los presidios. Además, cuando aprendieron a manejar las armas de fuego que robaban de los presidios españoles, su invulnerabilidad se hizo absoluta.

Esos indios feroces fueron responsables de la desaparición de muchas misiones, algunas de ellas organizadas especialmente para servirles, tales como la de San Xavier y la de San Sabá. (Las dos misiones de San Xavier y de San Sabá fueron establecidas para procurar la conversión de los comanches, pero la inconstancia de esos indios y los sangrientos sucesos que ocurrieron en San Sabá decidieron a los superiores a cerrarlas y a suspender por un largo tiempo el trabajo con esos indios. El 15 de marzo de 1758 el coronel Parrilla, a cargo del presidio cercano a San Sabá envió aviso a los frailes de las actividades que los comanches habían estado desarrollando en las serranías cercanas y que presagiaban un ataque a la misión. El padre Terreros, superior de San Sabá, dejó en libertad a los demás religiosos para obrar conforme lo juzgaran conveniente para su propia seguridad, pero todos determinaron quedarse con los indios de la misión y correr su suerte. El 16 por la mañana bajaron los comanches de la sierra al tiempo que el padre Terreros decía la misa. Pronto el atrio de la iglesia se llenó de salvajes, todos bien armados, con la cara y el cuerpo pintados de rojo y negro. Iban vestidos con pieles de búfalo y llevaban en la cabeza cuernos de animal o penachos de plumas. Los padres salieron a ofrecerles comida y regalos de baratijas que tanto solían gustarles, pero los comanches no contentos con lo que se les daba, se esparcieron por todo el edificio robando o destruyendo cuanto se encontraban y prorrumpiendo sin cesar en terribles alaridos. Entrando a la iglesia se apoderaron del padre Terreros y lo obligaron a montar a caballo tal como estaba revestido para la misa y a salir de la misión. Probablemente querían torturarlo, pero en esos momentos llegaban los soldados españoles disparando contra los comanches y una bala le quitó al padre la vida instantáneamente. Los españoles eran muy pocos y los comanches se contaban por cientos. Casi todos los españoles murieron, como murieron también casi todos los indios de la misión. Al padre Molina, aunque lo hirieron y dejaron por muerto como a los demás, no lo remataron. Así fue como él, con un puñado de indios se refugió en la capilla. Los comanches prendieron fuego al edificio que ardió todo el día. La capilla empezó a quemarse en la tarde y por la noche estaba envuelta en llamas. Pero ya para entonces los salvajes se habían puesto en marcha, entonces protegidos por las sombras de la noche, salieron los que se habían refugiado en la capilla y se acogieron al presidio).

También fueron culpables de que poblaciones de tanta importancia como Nacogdoches y San Antonio vivieran en constante temor de ser atacadas y vieran sus actividades cotidianas paralizadas en muchas ocasiones. El proyecto de la colonización del estado sufrió merma por su causa y puede decirse que, si Texas no llegó a ser próspero durante la ocupación española, se debió en gran parte a las depredaciones de esos indios irreductibles.

Más tarde, cuando en 1866, se ideó el sistema de reservaciones indias y se consideró como enemigo del gobierno a cualquier indio que se hallare fuera de su reservación, el —73→ problema dejó de existir. Pero, durante la dominación española, este sistema parecía inhumano, ya que había muchos indios pacíficos, laboriosos y de buenas costumbres que sufrirían injustamente al tratárseles como criminales. Además, había no pocos comanches o apaches que, renunciando a sus malos hábitos, se acogían a las misiones y vivían (siquiera por corto tiempo) una vida de paz y de trabajo. El problema, pues, subsistió mientras rigió el sistema paternal de los misioneros; desapareció cuando Texas se hizo independiente y todos los indios quedaron encerrados en sus reservaciones.

A pesar de las dificultades con los salvajes, los indios que aceptaban la ayuda del misionero vivían felices en su casi monástica vida de oración, trabajo y sana recreación. Un informe que data de 1762 describe la vida de las misiones en Texas31.

En la mañana todos los indios congregados en la capilla repetían a coro las enseñanzas del catecismo que uno de los padres explicaba, acomodando su predicación a la capacidad de su auditorio. Luego los indios iban a sus respectivos trabajos, asignados por los misioneros de acuerdo con las aptitudes de cada quien. Unos trabajaban en el campo, sembrando, cultivando la tierra y recogiendo las cosechas. Otros eran vaqueros o pastores. Otros trabajaban en la construcción de edificios, corrales, graneros, etc. Las mujeres hilaban, cosían, o peinaban algodón. En cada misión se les daba enseñanza a las niñas en los quehaceres de la casa32.

Terminadas las tareas cotidianas, todos eran regalados con frijoles, maíz (elotes), calabazas y sandías; que todo esto se daba con abundancia en los huertos de las misiones. Varios días a la semana, y en días festivos también, se añadía carne a su dieta, pues tanto vacas como borregos y cerdos se mataban con frecuencia para la comida comunal de los habitantes de las misiones.

Por las noches y en días festivos abundaban las canciones, las representaciones teatrales y las danzas. Las canciones, que eran muy populares, se cantaban al acompañamiento de guitarra o violín. Había entre los indios algunos muy expertos en tocar esos instrumentos. Se conservan aún piezas teatrales, tales como Los Pastores, Los Comanches, o adaptaciones de historias bíblicas que, en ocasiones adecuadas, eran llevadas a la escena bajo la dirección de los frailes. Populares son aún los bailes y danzas que, simulando famosas batallas entre moros y cristianos, o entre españoles y comanches, se acostumbraba presentar en días de celebración especial durante el siglo XVIII.

La educación de los niños estaba generalmente a cargo de los misioneros, especialmente en las misiones y el virreinato hizo repetidos esfuerzos por establecer escuelas públicas en el campo; pero, como muchas familias vivían aisladas en los ranchos, era bastante difícil juntar a los niños para su instrucción.

En los archivos del condado de Béxar existe el original de una carta del comandante general de la división norte del virreinato de México dirigida al gobernador Elquezábal. —74→ En esa carta urge el comandante al gobernador que «cumpla con su deber» estableciendo escuelas en todos los presidios y en cualquier otro sitio donde hubiera manera de pagar un maestro. Asimismo, le amonesta a mejorar las condiciones de las escuelas ya establecidas.

Se encuentran también en ese documento algunos datos que reflejan las condiciones de la enseñanza en Texas, hacia principios del siglo XVIII. Por ejemplo, nos da a saber que la asistencia a la escuela era obligatoria para todos los niños menores de doce años y que los padres que descuidaran su deber en ese punto podían ser reprendidos. También nos dice que, además de enseñarse a los niños a leer y a escribir, en las escuelas se impartía instrucción religiosa. Respecto a la participación del gobierno en el sostenimiento de los escolares, nos dice que los empleados públicos debían proveerlos de material escolar, ayudando especialmente a los niños de familias pobres.

Poco se logró en Texas, sin embargo, en el terreno de la educación, como poco se hizo también en otros ramos de la vida colonial. Ni al gobierno, ni a los misioneros les faltó voluntad de hacerlo, pero las circunstancias les fueron siempre adversas. Sobre todo, faltaban fondos. Texas carecía del capital que se requiere para explotar sus inmensas riquezas naturales. Así, sin recursos económicos, ni la industria, ni el comercio, ni la educación pudieron progresar.

En la primera mitad del siglo XIX cambiaría el curso de la historia de Texas al llegar a su territorio un pueblo joven, lleno de energías y poseído de la magia del «Destino Manifiesto». Ese pueblo era el de los Estados Unidos33.

En 1821, México rompió sus relaciones políticas con España, se constituyó en nación independiente y abrió las puertas de Texas a extranjeros para impulsar su colonización. Stephen Austin, americano de Connecticut interesado en obtener una comisión como repartidor de terrenos de Texas, hizo un viaje a la ciudad de México para arreglar los términos de la entrega de tierras. Después de meses de trámites, se firmó un contrato entre Austin y el gobierno mexicano.

Cada familia inmigrante recibía cuatro mil seiscientos cinco acres: ciento setenta y siete de sembradío y las demás para pastora. El gobierno de México entregaría esa enorme extensión de su territorio sin cobrar más que unos cuantos pesos por trámites notariales. Además, el título de las tierras sería a perpetuidad. El único requisito impuesto a cambio de tan extraordinaria donación sería que los colonos fueran católicos, que se nacionalizaran mexicanos y que prometieran obedecer las leyes de México. En otras —75→ palabras, México palpó la necesidad de brazos y de capital para la colonización efectiva de esa parte de su territorio y, a cambio de ellos, ofreció dar a cada familia colonizadora una porción de tierra mexicana suficientemente grande para enriquecerse; pero México no intentó en manera alguna, enajenar esa provincia que debería continuar siendo parte integrante de la Nación Mexicana.

Austin expresó su conformidad con estos requisitos y regresó a Texas. En seguida empezaron a llegar tantos colonos a tomar posesión de sus tierras, que en menos de diez años ese inmenso territorio había quedado casi totalmente repartido.

Los historiadores mexicanos califican de imprudente la concesión de tan amplias donaciones que en pocos años hicieron cambiar el carácter de Texas. En 1821 Texas era mexicano de corazón, pero hacia 1831, se había americanizado casi totalmente, pues, si bien es cierto que esos nuevos colonos eran mexicanos de papeles, en realidad se habían quedado tan americanos como antes. Era lógico pensar, pues, que muy pronto empezarían a presentarse problemas entre esos nuevos ciudadanos y el gobierno de México.

Como sucedió en verdad. Dos fueron los principales motivos de las desavenencias entre el presidente de México y los texanos: el pago de las contribuciones sobre las tierras recibidas y la desobediencia a las leyes mexicanas sobre la esclavitud.

La constitución de México prohibía la esclavitud y ya desde 1810 la castigaba con la pena de muerte. Sin embargo, los texanos necesitaban esclavos que les ayudaran a cultivar sus enormes territorios y muy pronto empezaron a introducir negros. Fue de esta manera como empezaron sus dificultades con México.

Había, sin embargo, una causa más profunda de inquietud. A pesar de los esfuerzos hechos por México por asimilar la inmensa multitud de colonos que había invadido las comarcas de Texas, pronto se dio cuenta de que eso era imposible. El idioma, las costumbres, las tradiciones y los propósitos de esos colonos eran mucho más afines a los Estados Unidos que a México y palpitaba en ellos una fe irresistible en el «Destino Manifiesto» según el cual, tarde o temprano se separaría Texas de México para unirse al resto de la Unión.

El rompimiento no tardó en ocurrir. El dos de octubre de 1835 los texanos se declararon en rebeldía, atacaron la guarnición mexicana de San Antonio e hicieron huir a los soldados en desbandada hacia México.

El Presidente de México, general Antonio López de Santa Anna, se apresuró a organizar un ejército para someter a los rebeldes texanos. El 23 de febrero de 1836 puso sitio al monasterio de San Antonio de Valero (El Álamo) donde los texanos se habían hecho fuertes y tras doce días de feroz combate, tomó ese edificio el seis de marzo, habiendo antes sucumbido, peleando valientemente, sus ilustres defensores. Victorioso, Santa Anna atacó al grueso del ejército texano que se había concentrado en las afueras del pueblo de Goliad. Ahí, el 27 de marzo, le infligió una derrota decisiva. (Santa Anna trató —76→ con excesiva crueldad a los prisioneros de esta batalla. Según declara él en sus Memorias, se vio precisado a pasarlos por las armas, debido a que no había cárceles donde encerrarlos, ni podía él darles sustento en el largo viaje a la capital. Además, si los pusiera en libertad habría el peligro de que tomaran nuevamente las armas y continuaran la insurrección. De cualquier modo, la ejecución de esos texanos echó un borrón sobre la reputación del presidente mexicano). Creyó, entonces, el general mexicano haber dominado totalmente la rebelión y dio orden a sus tropas de retirarse al valle de San Jacinto a descansar de su larga y penosísima jornada.

Pero, entre tanto, el general Sam Houston andaba reclutando soldados americanos de los estados de Louisiana y Mississippi y, tras de la batalla de Goliad, sorprendió con ellos a Santa Anna y a sus tropas. (Los historiadores mexicanos consideran a Houston como un «filibustero» que introdujo en «territorio mexicano» soldados americanos para luchar contra el gobierno legítimamente establecido. El ejército que derrotó a Santa Anna en San Jacinto no estaba formado por texanos. Eran ciudadanos de los Estados Unidos, reclutados para pelear contra el gobierno de México sin que hubiera estado de guerra entre las dos naciones). El presidente mexicano fue hecho prisionero y obligado a firmar un tratado secreto reconociendo la independencia de la provincia de Texas. Ese tratado fue, años más tarde, ratificado por el congreso de México.

Así terminó la obra que por espacio de más de trescientos años llevó México a cabo en las feraces y prometedoras tierras del hoy rico y floreciente estado de Texas.

Colonización de Nuevo México

La colonización de Nuevo México tuvo un carácter distinto de la llevada a cabo en México y en Sudamérica porque fue el resultado de la filosofía encarnada en las Nuevas Leyes de las Indias emanadas de la corona española en 1573.

Según estas leyes sólo se permitían expediciones colonizadoras que se encaminaran directamente a la conversión de los indios. En esas expediciones podrían incluirse soldados, es cierto, pero sólo en el número suficiente para velar por la vida y la seguridad de los misioneros. La primera expedición llevada a efecto de acuerdo con las disposiciones de las leyes de 1573 fue la de fray Agustín Rodríguez.

Era fray Agustín un hermano lego del monasterio franciscano de San Bartolomé, cerca del río Conchos. En 1581 fray Agustín obtuvo permiso del virrey de México para establecer misiones al norte del Río Grande y llevó consigo a otros dos frailes: fray Francisco López y fray Juan de Santa María. El virrey ordenó que el capitán Francisco Chamuscado y un pequeño grupo de soldados acompañaran a los frailes y se quedaran con ellos hasta dejarlos debidamente establecidos.

—77→

Salió la caravana de San Bartolomé el cinco de junio de 1581. Cruzaron los expedicionarios el Río Grande y encontraron en seguida a muchos indios que los recibieron con aparentes muestras de afecto y con grandes deseos de recibir el evangelio. Se determinó que fray Juan se quedara ahí y que los otros frailes siguieran hacia el norte. Empero, no bien se alejaron los expedicionarios, cuando los indios de fray Juan, viendo a éste solo e indefenso, se le echaron encima y lo mataron para robarle lo poco que poseía.

Los otros misioneros, ignorantes de lo ocurrido, siguieron caminando por el desierto hasta que encontraron unos pueblos habitados por indios que los acogieron con las mismas pruebas de fingido amor y respeto. Ahí creyeron encontrar otro lugar propicio para sembrar la semilla del cristianismo y ahí, pues, decidieron quedarse. Por su parte, Chamuscado pensó regresar a México ya que creyó que no serían necesarios sus servicios entre aquellas gentes tan apacibles, al parecer, y tan afectuosas con los frailes.

De regreso a México supieron los soldados de la muerte trágica de fray Juan. El capitán, viejo y enfermo, murió en el camino y el resto de los soldados rindió un informe lleno de inquietud por la suerte de los dos misioneros que habían quedado solos en el corazón del territorio indio.

Los misioneros franciscanos decidieron entonces enviar una expedición de soldados que fuera a dar protección a los misioneros y que no regresara tan pronto como lo había hecho la de Chamuscado, sino que permaneciera con ellos hasta estar completamente segura del éxito de las misiones y del bienestar de los misioneros. Un rico y devoto mercader con el nombre de Antonio de Espejo se ofreció a financiar la expedición y a ponerse al frente de ella.

Con catorce soldados salió Espejo de la población de San Bartolomé el diez de noviembre de 1582. Pronto llegó al poblado donde se habían quedado los misioneros, pero de ellos no encontró ni huella. Sólo después de diligente búsqueda se llegó a saber que ambos misioneros habían sido asesinados por odio al cristianismo y que los autores intelectuales del crimen habían sido los brujos idólatras que incitaron a los indios a cometer el delito. (Dieciséis años más tarde descubrieron los soldados del conquistador Juan de Oñate unas pinturas indias en que se veía a los dos franciscanos siendo sacrificados por los salvajes).

Lamentaron todos el triste fin de los misioneros, claro está; pero Espejo era un hombre de empresa que no iba a regresar a México sin explorar todas aquellas tierras. Por más de siete meses viajó, pues, con sus hombres, recorriendo gran parte de Texas, Nuevo México y Arizona. Sin novedad y con una gran información sobre los territorios visitados, volvió Espejo con toda su gente a San Bartolomé a fines de junio de 1583.

Espejo llevó un minucioso diario de su expedición. A su regreso a San Bartolomé decidió seguir hasta la capital para ponerlo en manos del virrey de México con objeto de interesarlo en la conquista del territorio del norte. El virrey lo leyó con interés y lo envió al rey de España. Felipe II lo estudió con cuidado y contestó al virrey autorizándolo a proceder a —78→ la colonización de Nuevo México (que en aquella época se extendía sobre todo lo que es ahora Texas y Arizona).

Don Luis de Velasco, virrey de México, se alegró sobremanera al recibir, la contestación del rey de España, pues él tenía vivo interés en los territorios del norte y se apresuró a dar providencias para organizar una importante y bien equipada expedición. El primer paso debería ser el nombramiento de un jefe para la empresa.

Muchos candidatos se presentaron para el cargo de «Adelantado y Gobernador de Nuevo México». Los informes de Espejo, hacían ver que la evangelización de esos territorios no podría llevarse a efecto a menos que el virreinato tuviera verdadero dominio sobre de ellos, para lo cual se necesitaba un hombre de extraordinarios cualidades como conquistador y caudillo. Por otra parte, la esperanza de las riquezas de esas tierras ofrecía un fuerte incentivo a los muchos hombres de empresa que había entonces en México y que ardían en deseos de emular las glorias de los grandes conquistadores de México y del Perú. Innumerables caballeros, pues, se presentaron al virrey solicitando a su favor el nombramiento de capitán de la empresa de Nuevo México. (Mientras en la corte del virrey se investigaban las cualidades de los muchos solicitantes a la empresa de Nuevo México y se escogía al jefe de la empresa varios individuos, se pusieron en marcha, hacia las prometedoras regiones norte del Río Grande sin la necesaria autorización. Estos presuntos colonizadores exploraron territorios de Texas y de Nuevo México, pero en cuanto a colonización, ninguno tuvo éxito.

La gloria de colonizar esas enormes extensiones de territorio al norte del Río Grande estaba reservada a un mexicano de bien ganada reputación como soldado y caudillo. Su nombre era don Juan de Oñate, hijo de don Cristóbal de Oñate, famoso compañero de Hernán Cortés, fundador de la ciudad de Guadalajara y hombre inmensamente rico. (Don Cristóbal descubrió y explotó por muchos años las minas de Zacatecas, consideradas entonces como las más ricas del mundo. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII salió de esas minas más de la mitad de toda la plata en circulación en todo el mundo. Su dueño era un multimillonario. Como todos los hijos de don Cristóbal nacieron ya, en México, y fueron por tanto «mexicanos por nacimiento», al heredar una inmensa fortuna de su padre, se convirtieron en los primeros mexicanos millonarios de América). Ya para 1580 se había distinguido don Juan como valiente soldado del virrey (Nació don Juan de Oñate en Guadalajara, hacia 1549. Poco se conoce de su niñez, pero sí es sabido que en su juventud fue un hombre de empresa y que casó con doña Isabel de Tolosa, nieta de Hernán Cortés y biznieta del emperador Moctezuma. De doña Isabel tuvo don Juan de Oñate un hijo, don Cristóbal, quien con su padre vino a Nuevo México donde murió en 1609) y así, por su habilidad, riqueza y fama, no le fue difícil obtener el nombramiento de «Adelantado, Capitán y Gobernador de Nuevo México». El documento del virrey confiriéndole estos títulos fue firmado a favor de Oñate el día veintiuno de octubre de 1595.

De acuerdo con el espíritu de las leyes de 1573, la expedición estaba formada, básicamente, por los misioneros cuya labor educativa y evangelizadora daba justificación, según la filosofía de esas leyes, a la conquista de Nuevo México. Don Juan de Oñate y —79→ sus soldados tomarían parte en la expedición solamente como auxiliares y protectores de los misioneros. Eran los misioneros, sin embargo, los que en todo caso deberían dictar las disposiciones relativas a los territorios ocupados y al trato de los indios. (La supremacía del clero sobre el orden civil iba a crear innumerables conflictos en Nuevo México y a entorpecer la obra colonizadora, como veremos más tarde en esta historia. Además, los indios muy raras veces trabajaban de grado y los misioneros se opusieron tenazmente a que se les obligara a prestar servicios contra su voluntad. Se creó, pues una situación anómala en la que tanto la iglesia como el poder civil pugnaban por hacer valer sus derechos. La economía de la colonia languidecía entretanto). Algunas disposiciones benéficas aparecían ya en el oficio del virrey. Los indios deberían ser tratados con amor «para que la pacificación de esas tierras se lleve a cabo en paz y no en guerra». Los soldados deberían dar buen ejemplo a los indios evitando toda ofensa a Dios y debiendo ser severamente castigados por los abusos que cometieran contra los indios. Éstos, por su parte, deberían ser adoctrinados en la religión cristiana pero nunca obligados a aceptarla contra su voluntad. Deberían asimismo ser entrenados en las artes y oficios de la civilización europea, pero nunca forzados a prestar servicios, o a prestarlos sin recibir la debida retribución.

Don Juan de Oñate debería financiar la empresa. Se comprometió por escrito a llevar consigo a Nuevo México cuando menos doscientos colonos, hombres bien versados en artes y oficios y equipados con todos los instrumentos de su profesión; además, trigo en abundancia para sembrar, mil cabezas de ganado, tres mil borregos, mil arietes, mil cabras, ciento cincuenta potros, ciento cincuenta yeguas, semillas de árboles frutales y muchos otros productos desconocidos hasta entonces en la región que iban a conquistar.

Gran prisa se dio don Juan en reclutar la gente de su expedición y en hacer los preparativos de su magna empresa y, a mediados de 1596, se puso en marcha caminando en jornadas cortas debido a la multitud de animales que transportaba. A fines del año se hallaba ya cerca de San Bartolomé.

Entre tanto, en la corte del rey español se tramaba un complot para suplantar a Oñate. Un tal padre Ponce de León que había visitado México hacía más de veinte años pero que gozaba de influencia en el Consejo de Indias, pedía ser nombrado jefe de la expedición y acusaba a Oñate de no haber cumplido con los términos de su contrato. Felipe II dio oído a las recomendaciones del Concejo y, con fecha 9 de septiembre, dictó la suspensión temporal de la empresa y que se hiciera una inspección de la expedición de Oñate. La orden del rey llegó a México a fines del año, cuando Oñate se hallaba ya con su gente en las márgenes del río Nazas.

Dos meses duró la inspección -dos meses de cruel invierno en las montañas de Chihuahua- y, cuando todos creían que, terminada la revisión, había llegado el momento de seguir la marcha hacia las anheladas tierras del norte, una nueva orden -esta vez del virrey de México- vino a detener a los viajeros. Quería el virrey cerciorarse, por medio de un nuevo inspector de su confianza, de que don Juan de Oñate llevaba consigo todo lo que había ofrecido para la colonización y si, contra lo —80→ que se murmuraba en la ciudad de México, todos los expedicionarios iban de su propia voluntad y no por fuerza.

Pasó un año -el de 1597- sin que los viajeros pudieran seguir adelante. El nuevo escrutinio se llevaba a efecto con minuciosa escrupulosidad. Cada uno de los expedicionarios era llamado ante el notario público y dos testigos escogidos por el investigador para rendir cuenta del lugar de su origen, motivos porqué se había enlistado en la expedición, cosas personales que llevaba consigo, etc. Se contaron los animales, se investigó si iban con entera salud y si estaban cuidados por expertos. Las semillas y objetos que se transportaban fueron también examinados cuidadosamente y evaluados para hacer constar que valían lo estipulado por Oñate. Todo quedó consignado en sendos legajos que fueron turnados al virrey para su aprobación. (El curioso lector puede leerlos aún hoy día en español o en inglés. En inglés fueron publicados por la Universidad de Nuevo México en voluminosos tomos según consta en la biografía de este libro. Una tercera parte de los hombres que viajaban con Oñate eran mexicanos por nacimiento).

Por fin, el veintiuno de enero de 1598 terminada la inspección virreinal, pudieron los viajeros proseguir su marcha. En el mes de abril llegaron al Río Grande y el día 30 de dicho mes tomó Oñate posesión de todos los reinos «al norte del río» incorporándolos al virreinato de México y colocándolos bajo la jurisdicción del rey de España. Con ese motivo hubo gran fiesta en el campamento. Por la mañana tuvo lugar la ceremonia religiosa y se bendijo el estandarte real y por la tarde se puso en escena un drama, especialmente compuesto para esa ocasión por el capitán Marcos Farfán de los Godos (Ese drama, presentado sobre el tema de la colonización de Nuevo México debería ser considerado como la primera obra literaria en la historia de la literatura de los Estados Unidos. El capitán Farfán, su autor, nació en Michoacán, México, de donde salió para unirse a la expedición de Oñate. Trajo consigo treinta hombres y ochenta caballos, así como gran cantidad de bienes de fortuna que se perdieron o estropearon a causa de la demora sufrida en el camino).

El tres de mayo llegaron a El Paso del Norte (Se dio el nombre de Paso del Norte al lugar por donde esta expedición encontró un buen «paso» para atravesar el Río Grande) numerosos indios de Nuevo México que iban a dar la bienvenida a los expedicionarios de Oñate. Esos indios se veían muy rústicos. Andaban completamente desnudos, aunque cuando hacía frío se cubrían el cuerpo con capas de cierta clase, de fibra parecida al algodón. Como mejor pudieron, pues aún no se había encontrado quien sirviera de intérprete, indicaron a Oñate la manera de llegar a los pueblos más cercanos y ofrecieron acompañarle.

Acompañado, pues de estos indios, Oñate se adelantó al resto de la expedición, llevando consigo a dos frailes franciscanos y a un reducido número de soldados para invitar a los habitantes de las poblaciones a lo largo del río a rendir vasallaje al virrey de México y al rey de España. El resto de la gente seguía avanzando despacio, conforme lo permitían las dificultades del camino y las necesidades de los colonos. Por fin, a principios de julio se reunieron todos en el pueblo que los españoles llamaron Santo Domingo no lejos de —81→ donde se encuentra ahora la ciudad de Alburquerque. (En todos los pueblos por donde pasaban eran recibidos con muestras de confianza y amistad. En uno de ellos hallaron a dos soldados españoles llamados Tomás y Cristóbal, cuyos servicios de intérpretes iban a ser sumamente valiosos. Esos soldados pertenecían a expediciones que habían llegado ahí quince años antes y ya dominaban el idioma de los indios de Nuevo México).

En ese pueblo se celebró el siete de julio una imponente ceremonia: siete caciques indios, llevando nutrida comitiva y representando otras tantas tribus indias del centro de Nuevo México se reunieron en solemne asamblea para escuchar, a través de los intérpretes, la explicación de la doctrina cristiana y la invitación que les hacía don Juan de Oñate para prestar obediencia al virrey de México quien, a través de su gobernador, les prometía defenderlos de los indios salvajes, instruirlos en la fe cristiana y enseñarles las costumbres de los europeos.

Después de escuchar las palabras del adelantado y del superior de los misioneros, cada uno de los caciques consultaba con los miembros de su tribu. Después de algún tiempo de deliberación, todos contestaron unánimemente «con gran armonía y regocijo» que deseaban hacerse cristianos, en prueba de lo cual querían besar la mano del padre comisario; y que acataban la obediencia del señor gobernador y del rey Felipe II a quien libre y espontáneamente rendían sumisión y vasallaje. Se celebró una misa de acción de gracias y se levantó un acta atestiguada por los presentes y firmada por el notario real.

El once de julio llegó don Juan con su pequeña comitiva al pueblo de Ohke y ahí, a las orillas del Río Grande ordenó el gobernador que se estableciera la capital del reino de Nuevo México con el nombre de San Juan de los Caballeros. (Pocos meses después se trasladó la sede de gobierno al lado oeste del río y se le cambió el nombre por San Gabriel. Ahí estuvo la capital hasta 1610 en que el gobernador don Pedro de Peralta, sucesor de Oñate, ordenó la fundación de Santa Fe). El dieciocho de agosto llegó a San Juan el resto de la expedición y por orden del gobernador se celebraron nuevos festejos para la colocación de la primera piedra de la iglesia.

Los indios estaban admirados de las costumbres de los extranjeros. La fama de su bondad, valor y religiosidad se extendió con rapidez por la comarca y, uno tras otro, casi todos los pueblos de Nuevo México y algunos de los que forman ahora los estados de Texas y Arizona enviaron a sus caciques, acompañados de numerosas representaciones, a rendir obediencia al gobernador y a los religiosos franciscanos. Las principales ceremonias de vasallaje, semejantes a la que tuvo lugar en Santo Domingo, se celebraron el nueve de septiembre, el 12, 17 y 27 de octubre y el 9 y 15 de noviembre de 1598. Según listas contenidas en las actas notariales levantadas de estos importantes sucesos, más de doscientos pueblos se incorporaron voluntariamente al imperio español y a la iglesia cristiana nada más en ese año y recibieron con demostraciones de afecto y gratitud a los misioneros que se les designaron para su cuidado espiritual. Sin un solo disparo de fusil, sin dar muerte o molestar a nadie, sin causar pena o trastorno a los habitantes de la región, el ilustre «tapatío» daba así término a la conquista de Nuevo México. (Todos trabajaron tan rápidamente en la construcción del templo que éste quedo pronto concluido. Con motivo de las fiestas de su inauguración, el 8 de septiembre de 1598, se presentó otra obra —82→ dramática compuesta, muy probablemente como la anterior, por Marcos Farfán. También hubo corridas de toros y un torneo de bailes populares españoles).

Traiciones y guerras

Pronto, sin embargo, habría de comprobarse que no todos los indios de Nuevo México habían obrado de buena fe al rendirse a los frailes y a Oñate. También se habría de comprobar que los soldados y colonos no podían encontrar grandes facilidades para hacer fortuna estableciendo granjas o explorando minas, según se les había prometido al reclutarlos para la expedición. Frustrados en sus deseos, tanto los indios como los españoles empezaron a mirarse con recelo.

La primera chispa de rebelión estalló en Acoma, pueblecito situado sobre una meseta a cuatrocientos metros de altura de la tierra circunvecina y de muy difícil acceso. Según el historiador Gaspar Pérez de Villagrá, capitán de Oñate en la conquista de Nuevo México, (Historia de la Conquista de Nuevo México por Gaspar Pérez de Villagrá, publicada en Alcalá en 1610. Villagrá nació en Puebla de los Ángeles (México) en 1555. Estaba emparentado con don Francisco de Villagrá que peleó en Chile contra los araucanos. Estudió en Salamanca por los años de 1580. Se enlista con don Juan de Oñate para la conquista de Nuevo México y le profesó una veneración inquebrantable, a pesar de encontrarse Oñate en desgracia cuando Villagrá publicó su obra. La Historia de la Conquista de Nuevo México fue escrita totalmente en verso. A juicio del autor, debe considerarse como un poema épico. Los investigadores de la literatura de los Estados Unidos deberían considerar esta obra como la primera obra de nuestra literatura, no sólo por tratar de un asunto íntimamente relacionado con la historia de nuestro país, sino también por haber sido escrita por un Mexicano-Americano. Se publicó diez años antes de la llegada del «May Flower»). Los habitantes de Acoma llevaron a los soldados españoles a una emboscada donde los asesinaron a casi todos. (Algunos autores hacen caer la culpa de la masacre sobre los mismos españoles asesinados, por haber tratado de apoderarse de unos pavos de los indios, mientras eran sus huéspedes en Acoma).

La tragedia de Acoma fue seguida de otros levantamientos de indios y venganzas de los españoles. Oñate quiso mantener su autoridad e impuso severo castigo tanto a los indios como a los colonizadores, enajenándose así la voluntad de unos y otros. La verdadera causa de la inquietud con que empezaron a vivir los habitantes de Nuevo México poco después de 1598 fue la extrema pobreza de la tierra y el celo excesivo de los misioneros por la defensa de los indios. «¿Cómo vamos a explotar las minas -decía Oñate al virrey- si no hay suficientes brazos para trabajarlas?» Las leyes que reglamentaban el trabajo de los indios habían cambiado en los últimos veinticinco años; no podían ya los españoles obligar a los indígenas a trabajar como lo habían hecho en México o en el Perú. Según las leyes de 1573 (de que se hizo mención al principio de este capítulo) ya no estaban los indios sujetos a los conquistadores, sino a los frailes y éstos trataron siempre de cumplir su deber para sus encomendados. Los misioneros se opusieron enérgica, —83→ constante y, a veces, rudamente a todo intento de los colonos por abusar de los indios o de su trabajo o siquiera a obligarlos a trabajar, lo cual ayudó a los indios, sin duda; pero, en las circunstancias en que se encontraba Nuevo México por aquellos años, esta oposición radical de los frailes al trabajo de los indios impidió a los colonos de Oñate impulsar la minería y la agricultura de la región. Como natural consecuencia, vino la pobreza más lamentable.

Oñate, como jefe de la expedición, tuvo que sufrir la peor parte de esas calamidades. Es cierto que realizó viajes de exploración por Texas, Oklahoma y Kansas. Lleno de ilusiones por encontrar un camino para el Asia, cruzó en toda su extensión el actual estado de Arizona y, cerca de Yuma, creyó haber hallado un puerto de mar para Nuevo México en el Golfo de California. Escribió cartas llenas de fe y de entusiasmo al virrey, anunciándole óptimos frutos de su colonia y soñando con abrir para el virreinato una fuente de ingresos en Nuevo México una vez que se resolvieran las dificultades por que atravesaban los colonos. Empero, los problemas de su gobernatura se multiplicaban sin cesar, debido, sobre todo, a las condiciones económicas de la provincia y la gente empezó a perder confianza en su administración. Conforme pasaban los años, aumentaban los conflictos y los mismos frailes se confabularon contra él. Diez años después de la conquista del territorio de Nuevo México, Oñate hubo de presentar su renuncia como gobernador y en 1608 el virrey le nombró un sucesor con órdenes de enviar a don Juan a la capital mexicana para someterse a un juicio que en contra suya iniciaron sus enemigos. Entre otros cargos, se le acusaba de haber sido demasiado severo en castigar los desmanes, tanto de indios como de españoles.

Don Juan fue hallado culpable y, como tal, enviado a España donde se le obligó a pagar una fuerte multa. Además se le despojó de todos sus títulos. Así vivió en desgracia por casi veinte años el ilustre mexicano «Padre de Nuevo México» hasta que, muy próximo al ocaso de su vida, obtuvo justicia del rey. Entonces se le devolvió su título de Adelantado, se le absolvió de todos sus cargos y pudo al fin morir tranquilo, aunque todavía en el destierro, a la avanzada edad de ochenta años.

Entre tanto y a pesar de las dificultades económicas del país, la obra de evangelización seguía adelante en Nuevo México. Llegaron nuevos misioneros de la capital del virreinato y, con ellos, nuevos abastecimientos de ganado, semillas y árboles frutales. Hacia el año de 1630 había en Nuevo México cincuenta misioneros franciscanos que daban asistencia a más de sesenta mil indios cristianos, sin contar los que se habían convertido en Texas y Arizona. (Aun plantas de flores eran traídas de México con solicitud pasmosa a través de extensos desiertos por las manos amorosas de los misioneros). Cada misión tenía una escuela donde los indios aprendían a leer, a contar, a escribir, a cantar y a tocar varios instrumentos musicales. También había en las misiones uno o varios talleres donde se enseñaban artes manuales y principios de economía doméstica.

La pobreza del país, las dificultades que surgían con frecuencia entre las autoridades civiles y religiosas, las incursiones de los indios salvajes que bajaban muchas veces de las montañas donde vivían para robar y matar a indefensos habitantes de las misiones, y, —84→ sobre todo, los abusos de los colonos que no siempre lograban evitar los misioneros, dieron oportunidad a un curandero apache, conocido con el nombre de Pope para soliviantar a muchos otros indios en contra de los colonos y de los frailes. Pope era un verdadero caudillo con extraordinarias dotes de organización que en 1680 logró preparar un asalto general contra los blancos y del cual se salvaron tan sólo aquellos que, siguiendo las recomendaciones del gobernador Otermín, huyeron hacia las ciudades del sur. En el norte del territorio murieron cuatrocientas personas, y entre ellas veintiún misioneros franciscanos, asesinadas cruel e ignominiosamente. La historia de las atrocidades cometidas entonces es de las más espeluznantes de que se tiene memoria en la colonización de los Estados Unidos. Es una página de horror, pero también de gloria para la Orden Franciscana que, con estas víctimas, elevó a cuarenta y cinco el número de sus mártires en Nuevo México.

Los fugitivos del norte, entre los que se contaban muchos indios de las misiones, encontraron un refugio seguro en el distrito de El Paso. Ahí permanecieron durante casi doce años. En 1691 el virrey de México nombró como gobernador de Nuevo México a un hombre de gran habilidad, don Diego José de Vargas, veterano de las campañas de Italia y heredero de grandes riquezas y títulos nobiliarios en España. Traía don Diego el encargo de recuperar el reino de Nuevo México, ardientemente codiciado entonces por los franceses. El nuevo gobernador desplegó suma actividad y prudencia en la subyugación de las tribus del sur y del centro a las que se ganó mediante la bondad de su trato y la entereza de su carácter. Pero quedaba aún por conquistar la región del norte donde los seguidores de Pope se habían hecho fuertes por todos estos años. (Los años que siguieron a la revuelta encabezada por Pope fueron muy crueles también para los indios. Divididos por rencillas entre ellos mismos y, sobre todo, careciendo de alimentos por no haber querido o sabido cultivar sus tierras, muchos de ellos deseaban el regreso de los españoles. Sin embargo, Pope y otros dirigentes pudieron mantener viva la oposición por espacio de diez años).

Don Diego se puso, pues, en marcha el veintiuno de agosto de 1692 hacia Santa Fe, antigua capital de Nuevo México. Marchaba el gobernador delante del ejército llevando en sus manos el mismo pendón real que había enarbolado Oñate casi un siglo antes en la conquista de esas tierras. Por tres semanas vadeó el Río grande y el 12 de septiembre llegaba a las murallas de la vieja ciudad. ¿Opondrían resistencia sus habitantes? Al principio así lo creyó el gobernador, pues por los gritos que se oían de adentro y la algarabía de tambores y amenazas que atronaban los aires, parecía que los indios de Santa Fe le rechazaban. Sin embargo, era entonces ya de noche y los indios de la antigua capital habían confundido a los españoles con los apaches. Por eso lanzaban amenazas y gritos de reto al enemigo. En cambio, cuando vieron por la mañana el pendón real y oyeron el toque del clarín, se convencieron de que eran españoles (y mexicanos) los que llegaban a sus puertas y no tardaron en aprestarse a tener con ellos conversaciones de paz. Los indios exigieron como condición para rendirse que entrara el gobernador solo y desarmado. «Entonces -dijeron- bajaremos de nuestras murallas y aceptaremos la paz». Así lo hizo don Diego. Solo y sin un arma avanzó por las calles de Santa Fe hasta la entrada del palacio, donde se había congregado una multitud de indios. El gobernador estrechó las manos de los presentes y les dirigió palabras llenas —85→ de confianza y de amor. Luego bajaron de las murallas los soldados indios y permitieron la entrada a los soldados de México. La ciudad se inundó de alegría y desapareció toda señal de desconfianza y recelo. De nuevo los caciques prestaron obediencia al gobernador y besaron la mano de los padres misioneros. La pacificación del reino de Nuevo México era entonces una alentadora realidad.

La reconquista de Nuevo México abrió su territorio a una colonización más amplia y efectiva. Muy pronto empezaron a establecerse poblaciones a ambos lados del Río Grande, se reconstruyeron las misiones y se fundaron ranchos y haciendas con las tierras hasta entonces baldías. Una de esas ciudades nuevamente establecida fue Alburquerque, construida sobre terrenos que fueron propiedad del general mexicano don Diego de Trujillo.

Nació Trujillo en la ciudad de México el año de 1612. A la edad de veinte años se enlistó al servicio del virrey de México y por casi toda su vida recorrió el camino entre la capital del virreinato y Nuevo México acompañado y sirviendo de escolta al «situado», (como se ha dicho ya en otro lugar, se llamaba «situado» a la cantidad de dinero que el virreinato de México enviaba anualmente para el sostenimiento del gobierno y de las misiones en el norte del país. Durante el siglo XVII recibían las misiones la cantidad de sesenta mil pesos) a las expediciones misioneras y a los convoyes que llevaban al norte medicinas, plantas, semillas, herramientas de trabajo y otros objetos de vital importancia para los habitantes de la región. En 1662 fue elevado don Diego de Trujillo a la categoría de sargento mayor en la jurisdicción de Sandía. Se distinguió por su arrojo en defender a los colonos durante la insurrección de 1680 y en 1692 regresó con don Diego de Vargas a Santa Fe. En premio a sus servicios fue nombrado general y recibió una rica encomienda a la margen derecha del río. Su esposa, doña Catalina Vázquez, le dio un hijo llamado Francisco, quien, juntamente con su madre, heredó las propiedades de don Diego cuando éste murió, probablemente antes de fines del siglo.

Era Francisco Trujillo un joven habilidoso y progresista que cultivó sus tierras con asiduidad, plantó muchos árboles que daban solaz al caminante y que convirtió su propiedad en un vergel. Ese bien cuidado lugar iba a ser escogido para establecer la ciudad más importante de Nuevo México cuando el nuevo virrey de México, don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, dio instrucciones al gobernador de Nuevo México, don Francisco Cuerbo y Valdez, para que estableciera una nueva ciudad en el territorio de su jurisdicción. (El 8 de diciembre de 1702 hizo su entrada oficial en la ciudad de México el trigésimo cuarto virrey de la Nueva España, duque de Alburquerque. Como la mayoría de los virreyes de México, fue este mandatario un hombre bueno y, según testimonio de sus contemporáneos «franco y amante de la justicia», una de sus primeras providencias fue visitar los barrios pobres de la ciudad y proveer de ayuda a los encarcelados por deudas civiles).

Cuerbo buscó el lugar más conveniente para fundar la nueva ciudad y lo halló pronto en la propiedad de Francisco Trujillo. A 23 de abril de 1706, escribió el gobernador al virrey dándole cuenta de la fundación de una ciudad establecida según «el título siete, libro cuarto de Recopilación de las Leyes de las Reinos de las Indias». (El gobernador se —86→ refiere a la Ordenanza III de dicho título siete, que dice así: «Ordenamos que el terreno y cercanía que se ha de poblar se elija en todo lo posible el más fértil, abundante de pastos, leña, madera, metales, aguas dulces, gente natural, acarreos, entrada y salida, y que no tenga cerca lagunas ni pantanos en que se críen animales venenosos, ni haya corrupción de aires, ni aguas»). Treinta y cinco familias mexicanas formaron el núcleo de la población. El terreno de Francisco Trujillo quedó ocupado por la iglesia, las casas de gobierno y por gran parte de lo que hasta hoy constituye el sector comercial de la ciudad. El Parque Grande de San Francisco Xavier, amorosamente plantado por las manos del joven Trujillo, da aún solaz y amable acogida a los habitantes de la ciudad ducal. (El gobernador Cuerbo no dice que llamó Albuquerque a la nueva ciudad en honor del virrey mexicano, pero es fácil colegirlo. (La primera «r» que figura en el nombre del virrey Alburquerque, después de la u se perdió en el nombre de la ciudad de Albuquerque sólo por descuido ortográfico, tan común en palabras españolas usadas para designar lugares geográficos en estas regiones del norte, por ejemplo: Monterrey, Cortés, Villarreal, etc. El cabildo de México le hizo notar a Cuerbo que el rey Felipe V de España había ordenado que se estableciera una ciudad con su nombre; entonces Cuerbo empezó a llamar la nueva ciudad Villa San Felipe de Alburquerque para complacer al rey y al virrey).

El gobernador escribió también al Cabildo de la ciudad de México pidiendo ornamentos de iglesia, cálices, vestiduras para el culto, etc. Todo esto se necesitaba en la ciudad que acababa de establecerse. Don Francisco Cuerbo y Valdez sabía por propia experiencia que los mexicanos se mostraban siempre generosos, especialmente con las misiones recientemente fundadas. Y el gobernador no se equivocó. De la ciudad de México salió en seguida -28 de junio de 1706- un bien surtido convoy enviado por el cabildo rumbo a Alburquerque.

La historia no lo dice, pero es muy probable que la familia Trujillo fuera compensada por la pérdida de sus tierras en Alburquerque. En Nuevo México nada abundaba tanto como las tierras y lo que faltaba eran brazos para cultivarlas.

La agricultura, base de la subsistencia de la colonia, languideció por falta de elemento humano. Los colonos eran pocos y los indios que habían acatado el dominio español no eran muy numerosos. Por otra parte, los misioneros se oponían a la utilización del indio en las labores campestres más allá de lo que el indio se aprestaba a contribuir de grado. Se ha de tener en cuenta que las leyes de colonización, vigentes al tiempo de la conquista de Nuevo México, no ponían al indio en las manos de la autoridad civil o de los colonos, sino en las de los frailes y que éstos no se preocupaban tanto por el progreso material de la comunidad, cuanto por la protección -en ocasiones excesiva- de sus encomendados. Se explotaron muy poco las minas, por la misma razón. La vida en Nuevo México transcurría monótona durante todo el tiempo de la colonia, en un mundo lento, aislado del exterior y en el que los rigores del clima, las privaciones causadas por la pobreza y la misma muerte se aceptaban con una paciencia que rayaba en los confines del fatalismo.

El indio marcó siempre con su paso lento la marcha del progreso en Nuevo México. En el transcurso de los años adquirió esa provincia su fisonomía peculiar, originada en la —87→ mezcla de razas y costumbres, bajo las condiciones impuestas por un régimen de excesivo paternalismo. En esas circunstancias, poca necesidad había de educación formal. Los padres de familia daban a sus hijos enseñanzas prácticas en el hogar y los misioneros instruían a los niños en las artes de leer, escribir y contar, pero en grupos sumamente reducidos, dado el aislamiento en que vivían las familias esparcidas en las extensiones inmensas de ese grandísimo territorio. Los virreyes de México urgían el establecimiento de escuelas y los superiores de la Orden Franciscana disponían que en cada misión hubiera cuando menos una escuela para los hijos de los indios bajo su custodia. De hecho había escuelas; pero los habitantes de Nuevo México no llegaron nunca a sentir la necesidad de ellas. Los niños no iban a la escuela más que unas cuantas semanas al año y sus padres no los obligaban a asistir; pues la comunidad no presentaba oportunidades para el erudito. Los colonos españoles, atados de manos ante los misioneros, aprendieron por fin a refrenar sus ímpetus, a convivir con los indios, a compartir su vida, a formar hogares con ellos y a constituir al «nuevo mexicano», distinto del indio puro, del español de España y del mexicano de México: el mexicano-americano de Nuevo México.

Nuevo México durante la primera mitad del siglo XIX

Los acontecimientos que sacudieron a México, a España y a toda Europa en las primeras décadas del siglo XIX influyeron poderosamente en la vida de Nuevo México.

En 1808 Napoleón Bonaparte llevó a Francia, cautivo al rey de España Fernando VII y millares de españoles murieron defendiendo el territorio de su patria. Los mexicanos también se levantaron en armas y, al grito de «Viva Fernando VII», el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, dio principio en 1810 a una guerra que en diez años iba a romper para siempre los lazos que por tres siglos habían mantenido a México unido al imperio español.

En 1821, al terminar la contienda, México surgió como país autónomo con la misma extensión de territorio que había tenido el virreinato de la Nueva España y abarcando, por tanto, en sus confines las inmensas regiones que se extienden desde Oregón hasta el Istmo de Panamá. Nuevo México, que aceptó gozosamente el lugar que le correspondía en el nuevo Imperio Mexicano, empezó en seguida a experimentar los saludables frutos de su independencia. (Los festejos con que se solemnizó el izamiento de la nueva bandera mexicana y la obediencia prestada al Emperador de México don Agustín de Iturbide quedaron grabados por muchos años en la memoria de los habitantes de Santa Fe. La ceremonia principal tuvo lugar el seis de enero de 1822 e incluyó ceremonias religiosas, cívicas y populares. Según el informe rendido por las autoridades de Nuevo México, todo el pueblo cooperó para hacerlas muy rumbosas y llenas de patriotismo y entusiasmo).

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En primer lugar el territorio de Nuevo México fue declarado «departamento» con derecho a elegir gran número de sus funcionarios y a nombrar representantes al Congreso Nacional con sede en la ciudad de México. Este cambio marcó un paso decisivo en el camino de la democracia y sirvió indudablemente para despertar a la dormida colonia a una vida de mayor actividad y progreso.

Las nuevas autoridades tomaron mayor empeño en promover la educación del pueblo. Es cierto que, desde 1813, se habían hecho planes para el establecimiento de un sistema de educación pública, pero en realidad nada concreto se logró hasta que, en 1825, el coronel mexicano Narbona recabó fondos suficientes para la organización de escuelas gratuitas y de asistencia obligatoria para los niños de seis a doce años de edad. Además, durante el período mexicano, se estableció la primera universidad de Nuevo México, que abrió sus puertas el 19 de mayo de 1826 en Santa Fe, con cátedras de filosofía, ética, gramática e historia. Ese mismo año, el famoso padre Antonio J. Martínez estableció en su propia residencia de Taos otra institución de la misma índole frecuentada por alumnos que llegaban a Taos de todo el departamento. En Santa Fe se organizó también por esos años una escuela normal para maestros de la que fue director el síndico don Cayetano García. Además de las escuelas públicas que empezaron entonces a operar en todo Nuevo México, se estableció el 16 de mayo de 1829 en Santa Fe otra escuela de tipo lancasteriano bajo la dirección de don Marcelino Abreu, hermano del síndico procurador del ayuntamiento capitalino. Por esas fechas se introdujo también la imprenta. En realidad, dos imprentas trabajaron en Nuevo México durante el período del gobierno mexicano. La primera fue adquirida en Chihuahua por el licenciado don Antonio Barreiro representante (diputado) en el Congreso Nacional. La segunda fue posiblemente comprada por la familia Abreu, pero vendida en un año al padre Martínez, quien por algún tiempo publicó un periódico en Taos.

Tan buenos auspicios parecían augurar un futuro muy brillante para el departamento de Nuevo México. Muy pronto, sin embargo, empezaron a llover nuevas calamidades sobre esa desventurada provincia.

La primera de esas calamidades tuvo su principio en nuevas depredaciones cometidas por los apaches. Volvieron a caer éstos, como langosta sobre campo en sazón, en los ranchos, haciendas, pueblos y ciudades y, como antes, robaron y quemaron muchas veces las propiedades de los colonos, matando a los pacíficos habitantes, no sólo españoles, sino indios de las misiones. (Durante los últimos años del régimen virreinal se había llegado a un acuerdo con los apaches y otras tribus bárbaras. El virreinato los proveería de los elementos más necesarios para la vida si ellos se abstenían de atacar a los indios pacíficos y a los españoles. De este modo se restableció la paz en Nuevo México. Durante la guerra de independencia, sin embargo, no se les pudo enviar estos subsidios y los indios revoltosos volvieron a cometer desmanes y tropelías). Las autoridades, privadas ahora del subsidio que recibieron por más de doscientos años del virreinato, no contaban con los recursos necesarios para apaciguar a los indios salvajes ni para sostener una policía eficaz. Cansados de vivir en condiciones de inquietud y zozobra constantes, muchos vecinos de Santa Fe decidieron en 1836 huir hacia California; el gobernador, previendo el colapso que ocasionaría la salida simultánea de tantos vecinos, publicó un bando —89→ prohibiendo a todo mundo salir de Nuevo México. Este bando causó profundo descontento. Las depredaciones de los apaches se hacían cada vez más devastadoras y los dueños de haciendas y ranchos los abandonaron por temor de su vida, refugiándose en las ciudades. Con tanta aglomeración, las condiciones de vida en Santa Fe, Alburquerque y Santa Cruz se hicieron intolerables.

Pronto empezaron a sentirse presagios de una tormenta inminente. Nuevo México se vio envuelto en un ambiente de inquietud. Rumores de una revolución corrieron por todos los ámbitos de la provincia y pronto esos rumores se trocaron en una triste realidad. Nuevo México se vio envuelto en una guerra civil. Los insurrectos tomaron una a una todas las poblaciones del norte y el diez de agosto de 1836, entraron triunfantes en la capital.

Poco tiempo, sin embargo, duró el triunfo de esa revolución pues tropas llegadas de Chihuahua obligaron a los rebeldes a abandonar la capital y pronto la insurrección fue sofocada en toda la provincia. Sus caudillos fueron ejecutados sumariamente.

La otra calamidad que embotó los esfuerzos de las autoridades durante el período mexicano fue causada por la proximidad de los americanos y por sus repetidos intentos de ocupar el territorio de Nuevo México, atraídos por el lucrativo comercio de Santa Fe. Era más fácil llevar productos a Nuevo México, por ejemplo, desde Saint Louis Missouri que desde la lejana capital mexicana. Además, la independencia de Texas había abierto las puertas de ese territorio al tráfico mercantil de los Estados Unidos y resultaba aún más rápido y económico transportar productos a Santa Fe desde la nueva república. Los americanos empezaron, pues, a interesarse en el comercio con Nuevo México desde principios del siglo y este interés aumentó considerablemente conforme pasaron los años y aumentaba la protección que le daban las autoridades. (Las compras que hacía Nuevo México a los americanos ascendían a varios millones de dólares al año. Sólo en una de las muchas caravanas que transportaban a Santa Fe sus productos se contaban, el año de 1846, 414 vagones con mercancía por valor de dos millones de dólares). Pronto pudo preverse que, tarde o temprano, vendría a ser Nuevo México el puente por donde pasarían los Estados Unidos a apoderarse de California. Navegantes de los Estados Unidos habían visitado las costas del Pacífico y habían informado al gobierno de Washington acerca de la feracidad de la tierra californiana y del adelanto que la agricultura había alcanzado bajo el sistema comunal de las misiones. Desde entonces, esa provincia del Pacífico había empezado a constituir un atractivo poderoso para los americanos. Nuevo México, entre Texas y California, no tardaría en sentir la fuerza avasalladora de los Estados. Unidos.

A Nuevo México empezaron a llegar muy a principios del siglo XIX no sólo comerciantes, sino también expediciones armadas de los Estados Unidos. En 1806, el teniente americano Zubalón M. Pike avanzó al frente de un destacamento de soldados hasta las riberas del Río Grande, no lejos de la ciudad de Santa Fe. Aprehendido por las autoridades de Nuevo México, fue enviado Pike a Chihuahua donde, después de amonestársele, se le envió, escoltado, a los Estados Unidos. En 1812, Robert McKnight, James Baird, William Chambers y otros se aventuraron hasta Santa Fe donde fueron apresados, despojados de sus bienes y conducidos a la frontera. En 1817 otra expedición semejante fue encarcelada en Santa Fe por término de un mes y puesta luego en libertad. En 1819, David Meriwether tuvo un encuentro con una compañía de dragones de Santa —90→ Fe, al mando del capitán José María de Arce. Meriwether fue derrotado y puesto en prisión por dos meses en la capital de la provincia.

La más importante invasión sufrida por Nuevo México antes de su anexión a los Estados Unidos fue la que partió de Texas a principios de septiembre de 1841 con el propósito de tomar por las armas todo el territorio al este del Río Grande. El ejército texano llevaba como general a Hugh McLeod, graduado de la «Academia Militar» de los Estados Unidos.

Al encuentro del invasor salió apresuradamente don Manuel Armijo, gobernador de Nuevo México. Uno a uno fueron cayendo en manos de Armijo los destacamentos de los texanos y, por fin, el cinco de octubre, el resto de las tropas de McLeod se rindió incondicionalmente al general mexicano. Armijo regresó triunfante a Santa Fe. En cuanto a los prisioneros, fueron atados codo con codo y enviados a la ciudad de México. Ahí se les juzgó con corte marcial. Mostrando una magnanimidad muy laudable, la corte perdonó a los prisioneros y les permitió regresar a sus hogares.

En 1846 los Estados Unidos declararon la guerra a México. El presidente Polk levantó un ejército extraordinario de cincuenta mil voluntarios; Zachary Taylor cruzó el Río Grande y el general Stephen Watts Kearney se dirigió en agosto desde Arkansas hacia Santa Fe, para tomar posesión de Nuevo México a nombre del gobierno de Washington.

Las autoridades de Santa Fe se sintieron anonadadas. El gobernador Armijo pronunció patrióticos discursos exhortando a los habitantes del territorio a defenderse; se convocaron juntas extraordinarias para decidir el curso de acción y se empezó a organizar un ejército de voluntarios. Pronto se vio, sin embargo, que cualquier intento de resistir por la fuerza equivaldría a un suicidio ya que los enemigos estaban magníficamente preparados y contaban con cantidades de armas, municiones y hombres inmensamente superiores a cuanto pudieran oponerles los patriotas de Nuevo México. Además, todo el territorio mexicano, desde California hacia el sur estaba siendo invadido por columnas del ejército americano y no había posibilidad ninguna de que pudiera obtenerse ayuda militar del centro. El terror paralizó la acción.

Entre tanto, Kearney atravesaba el estado, el 15 de agosto tomaba sin oposición la plaza de Las Vegas y el 18 del mismo mes se hallaba a veintinueve millas de Santa Fe. El gobernador Armijo abandonó el gobierno en manos de Donaciano Vigil que desde un principio se había mostrado dispuesto a aceptar la dominación americana y a las seis de la tarde de ese día todo el ejército invasor entró en Santa Fe. Al día siguiente, la bandera de las barras y de las estrellas fue izada sobre el palacio de los gobernadores de Nuevo México.

Tres meses después varios hombres que habían ocupado puestos prominentes en el gobierno mexicano de Nuevo México llevaron a cabo una sublevación contra el ejército de ocupación. El gobernador americano fue asesinado y mucha sangre corrió, en algunos casos de inocentes e indefensos ciudadanos. Pronto, sin embargo, se impuso la fuerza del —91→ gobierno de Washington y se restableció la paz. La conquista americana de Nuevo México era un hecho consumado.

En septiembre de 1847 los ejércitos de los Estados Unidos tomaron por las armas la capital de México. Entonces, el gobierno mexicano decidió ceder a la nación americana todos los territorios al norte del Río Grande. De este modo, por el Tratado de Guadalupe Hidalgo, se legalizó ante las naciones del mundo la invasión de Nuevo México, y termina la historia mexicana en ese estado de nuestro país.

La colonización de Arizona

La colonización de Arizona dio principio en el siglo diecisiete con el esfuerzo misionero de los jesuitas. Fue, en su mayor parte, la extensión del trabajo que esa corporación religiosa desarrolló en la parte de México llamada por entonces Nueva Vizcaya y que comprendía, además de Arizona, los presentes estados de Durango, Chihuahua, Nayarit, Sinaloa, Sonora y California.

Como se ha dicho ya en esta obra34 los jesuitas vinieron de España y desarrollaron originalmente su trabajo misionero en Florida de donde pasaron, en 1572, a la ciudad de México. Al principio se dedicaron a la educación de la juventud y establecieron varias instituciones de enseñanza superior; pero pronto aceptaron también trabajo misionero en regiones que no habían sido cultivadas por ninguna orden monástica, esto es, en el norte del país muy especialmente las zonas habitadas por indios salvajes.

En dos frentes bien definidos avanzaron los jesuitas desde la meseta central de México hacia el norte. El frente oriental subió por Zacatecas y Durango hasta la tierra de los tarahumaras en Chihuahua. Ahí, muy cerca ya de la actual frontera con los Estados Unidos, regaron los jesuitas con su sangre la mies confiada a su custodia35.

El otro frente subió por los presentes estados de Nayarit y Sinaloa y, a principios del siglo XVII, llegó a Sonora. El año de 1620 -el mismo año del May Flower- fundó el padre Julio Pascual las misiones del Río Yaqui, de donde habrían de salir más tarde —92→ alimentos y vituallas para las misiones (jesuitas también) de la Baja California. Tanto el padre Pascual como su coadjutor el padre Manuel Martínez murieron martirizados por el cacique yaqui Cambeia.

Conforme pasaron los años se fueron estableciendo nuevas misiones en Sonora. Para 1645 había ya treinta y cinco misiones importantes en esa región y más de cien «visitas»36. El éxito de los trabajos misioneros se lograba a costa de penalidades y de actos de heroísmo. El número de los mártires crecía a medida que aumentaba el número de los nuevos cristianos. En 1650 el padre Cornelio Godínez fue asesinado por odio al cristianismo y el padre Basilio murió clavado en una cruz37.

A estas misiones llegó en 1687 un jesuita como muchos otros; hombre de Dios, valiente y emprendedor, pero cuyo principal mérito consistió en extender las misiones de la Pimeria sobre territorios que son ahora parte de los Estados Unidos. Nuestra nación, fiel a su tradición secular de dar honor a quien honor merece, le ha hecho justicia: es el padre Eusebio Francisco Kino, cuya estatua ha colocado en el capitolio nacional entre las figuras de los héroes de la patria. Su vida llena un capítulo interesante de la historia de Arizona.

El padre Kino nació en el pueblecito de Segno, Italia, en 1645. Después de una peligrosa enfermedad (de la que fue sanado por un milagro de San Francisco Javier) entró en la Compañía de Jesús y pidió ser enviado a las misiones. Llegó a México en 1681 y poco después fue enviado a misionar en la Baja California.

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La colonización de la península californiana no tuvo éxito por entonces y el futuro apóstol de Arizona fue transferido a la nueva Vizcaya, al territorio de «los pimas» que se extendía desde el río Altar en Sonora hasta el río Gila en Arizona. En el norte de Sonora estableció Kino el 13 de febrero de 1687, la Misión de Dolores, madre de todas las demás misiones que fundó el santo jesuita durante los veinticuatro años que sirvió a los pimas. De ahí salió innumerables veces a visitar a los indios de las más apartadas regiones y de ahí salió con su ilustre paisano -el padre Juan María Salvatierra- a explorar los territorios de Nogales hasta la población india de Tumacácori, ya en territorio que es ahora de los Estados Unidos. Esa primera visita a Tumacácori tuvo lugar en 1691.

Desde esa fecha en adelante, Kino empezó a recorrer -caballero incansable- los polvosos caminos de Arizona. Por un cuarto de siglo -dice Bolton- Kino fue la figura más prominente en la frontera de Sonora, Arizona y California. Un buen número de pueblos y de ciudades que subsisten aún dieron principio a su historia como pueblos de misión fundados por él, directamente, o bajo su influjo. Fue Kino quien introdujo muchos cereales europeos, árboles frutales y ganado; y con su ejemplo empezó en el suroeste la industria del ganado vacuno. Por ejemplo, el cultivo del trigo en la Alta California empezó cuando Kino envió desde México un puñado de semillas a través de los desiertos de Arizona a un gigantesco cacique de Yuma a quien había visitado anteriormente a las orillas del Río Colorado38.

El arte popular representa al padre Kino como un ranchero guiando gran cantidad de ganado por los desiertos de Sonora y Arizona. Es que la nota característica de este misionero de Arizona fue el cuidado que tuvo de las necesidades de los indios de sus misiones. Kino era un hombre de fe religiosa muy profunda; de eso no hay duda. Kino, sin embargo, se dio cuenta de que la verdadera religión tiene por base un armonioso balance entre la materia y el espíritu. Por ese motivo no se limitaba a bautizar, predicar e instruir a sus indios en la doctrina cristiana, sino que los proveía amorosamente de cuanto necesitaban para mejorar sus condiciones de vida, trayéndoles de México carneros, mulas, caballos, vacas, toros y becerros, así como plantas que no se conocían en Arizona y que empezaron a ser entonces (y son aún hoy) la base de su economía.

La más hermosa misión principiada por el padre Kino en Arizona fue, sin duda, la de San Xavier de Bac, a corta distancia de la ciudad de Tucson. Su primera visita a los indios del Bac ocurrió en 1691 cuando, después de recibir en Tumacácori a un grupo de indios de aquel lugar que fueron a pedirle que estableciera ahí una misión, siguió hacia el norte y dio principio a la misión de San Xavier, cuya capilla fue comenzada en 1700, aproximadamente a una milla de distancia de Tucson. La ganadería del estado de Arizona tuvo sus principios, no cabe duda, en el empeño del padre Kino porque en todas las misiones hubiera amplios corrales en los cuales los indios cuidaran el ganado que él había traído de México. En sólo San Xavier del Bac tenía Kino trescientas cabezas de ganado, cuarenta carneros y un buen número de mulas. La agricultura no le iba en zaga a la ganadería, pues en las misiones hacía el ilustre misionero que se sembraran las más variadas plantas que él había introducido en Arizona, así como árboles —94→ frutales que vendrían más tarde a constituir la riqueza del estado. Según testimonio del santo misionero, en Tumacácori y en San Xavier había extensos campos de sembradío de trigo, así como huertos que se habían plantado con árboles que él había hecho traer desde el sur.

En 1695, mientras el padre Kino predicaba en uno de los pueblos de Sonora, los indios bárbaros (siempre en acecho para caer sobre las misiones y robar ganado y víveres de los indios que trabajaban bajo la dirección de los padres) irrumpieron en la misión de Tubutama y, después de saquearla, prendieron fuego al edificio. Fueron luego a Caborca -era Sábado de Gloria y el padre Francisco Xavier Saeta celebraba los oficios del día- y ahí hicieron los mismos desmanes que en Tubutama39. Pero en Caborca corrió sangre inocente. Se echaron los salvajes sobre el padre Saeta, que de rodillas y abrazando el crucifijo, los esperaba presintiendo su próxima muerte; lo despojaron de sus vestiduras y con flechas envenenadas lo martirizaron hasta que su cuerpo, exánime, quedó todo desfigurado ante ellos.

Ninguno de los misioneros se acobardó con el horrible crimen perpetrado en la persona del santo misionero de Caborca y mucho menos el padre Kino que, reuniendo el ganado disperso en el campo de la misión de Caborca, abandonado por los indios que se habían asustado con la irrupción de los salvajes, rehízo la obra de Saeta40.

Después de asistir a las honras que se tributaron al padre Saeta y de ayudar a la pacificación de Sonora, partió Kino a Arizona, donde el trigo que él había sembrado estaba ya a punto de cosecharse. Ahí enseñó a los indios a cortarlo, a rastrillarlo y a guardarlo en graneros. «El padre a caballo» se le llamaba al santo misionero: jesuita, por los viajes que hacía constantemente para evangelizar y civilizar a muchos miles de indios que estaban totalmente a su cuidado en el norte de Sonora y en la parte sur del presente estado de Arizona. Aun hoy se le representa en traje de vaquero, guiando ganado y enseñando a los indígenas a cuidarlo y a aprovecharse de sus productos y derivados. La vida de los indios de Arizona cambió gracias a las actividades del buen padre y su dieta se enriqueció con los alimentos que sacaban de los animales, árboles y plantas que los misioneros, sobre todo el padre Kino, traían de México.

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Explorador incansable, el padre Kino recorrió en innumerables viajes todo el sur de Arizona. Deseando encontrar un camino terrestre para California, llegó a Yuma y trabó amistad con su cacique, a quien obsequió también plantas alimenticias y semillas. Llegó hasta el sur del Río Colorado y hubiera pasado a California de no haber tenido que regresar por la enfermedad grave de su compañero, el padre Manuel González, que viajaba con él y que a poco de regresar a Sonora, murió víctima de los sufrimientos del camino y de los rigores del clima41.

Al padre Kino parecía no molestarle ni los largos viajes, ni las privaciones a las que estaba siempre sujeto. Dormía muchas veces a campo raso, comía lo que encontraba a su paso y aguantaba con sorprendente resistencia lo mismo los rigores del frío que la asfixiante temperatura y los calores bochornosos del verano. Al fin, sin embargo, su robusta naturaleza se rindió al peso de los años y de las incesantes fatigas de su apostolado. En 1711 hizo un largo viaje para asistir a la dedicación de la nueva capilla del pueblo de Magdalena. Ahí, mientras celebraba la misa, se sintió enfermo y, al terminar la ceremonia, tuvo que ser llevado a su humilde habitación. En ella murió el 15 de marzo a la edad de setenta años, después de casi veinticuatro años de ministerio en las misiones de Sonora-Arizona.

Kino había abierto brecha y, después de él vinieron a Arizona nuevos colonos y atrevidos mineros. En 1752 se estableció el presidio de Tubac en las márgenes del río Santa Cruz y no lejos de la misión de Tumacácori. Una inmensa cantidad de ganado vacuno pacía por los valles y montañas de la región y florecientes ranchos y haciendas cubrían el sur de Arizona, entre otros los de Sopori, Arivaca, Revantón, San Bernardino y Babocomari. La minería tuvo un auge extraordinario cuando, en 1736, se hallaron unas «bolas de plata» de gran tamaño cuya aparición despertó la codicia de gran número de mexicanos que, soñando con la adquisición de fáciles riquezas, se establecieron cerca del punto llamado Arizonac, algo al sur de Nogales. Las «bolas de plata» fueron un «fiasco», pero ya para cuando se descubrió el engaño, grandes e importantes minas estaban en acción en Arivaca y, sobre todo, en las montañas de Santa Rita. La seguridad de las minas y de los agricultores era protegida por el presidio de Tubac.

En 1765 fue nombrado comandante de dicho presidio un ilustre militar mexicano, don Juan Bautista de Anza, oriundo del presidio de Fronteras, en el estado de Sonora. Anza tenía el celo de Kino por extender la civilización y el cristianismo más adentro del territorio indígena y encontró en la misión de San Xavier del Bac a otro misionero del temple de Kino: el franciscano Francisco Garcés, recientemente llegado de México.

Garcés era un hombre muy sencillo y lleno de caridad, que pronto se ganó el respeto y el amor de sus feligreses. Viajaba sin cesar, visitando a los indios de las regiones más apartadas, enseñándoles las artes de la carpintería, de la herrería y de la agricultura y —96→ llevándoles productos de la civilización europea que tan útiles habrían de serles para mejorar su habitación y su sustento.

Hasta Arizona llegaron entonces noticias del trabajo de fray Junípero Serra en California y se reavivaron los deseos que ya Kino había sentido de abrir un camino para el tráfico comercial entre esas dos apartadas regiones. Siguiendo, pues, las huellas de Kino, Garcés se encaminó hacia el oeste y llegó hasta la desembocadura del Río Colorado. Ahí trabó amistad con el cacique Palma que comandaba todas las tribus alrededor de Yuma. Palma alentó a Garcés en su empresa y pronto se halló otro expedicionario en la persona del capitán de Anza. Palma dio a Garcés como guía a un indio de su confianza y los tres viajeros: Garcés, Anza y el guía salieron rumbo a California, siendo los primeros en hacer el viaje entre Arizona y Monterrey, capital entonces de California42.

Al regresar de su viaje a Monterrey, encontró órdenes del virrey: debería dedicarse a abrir un camino que uniera a Yuma y Tubac con la ciudad de Santa Fe en el reino de Nuevo México.

Lleno de entusiasmo se puso entonces Garcés en camino hacia el norte, uniendo el trabajo apostólico a la tarea de explorar los territorios del centro y del norte del estado. Visitó el Gran Cañón; habló de Dios y de la redención a los indios havasupais; conoció a los hopis -cuya maléfica influencia había encendido la rebelión en Nuevo México en 1680- y trató, inútilmente, de convertirlos al cristianismo. Los hopis de entonces, como sus abuelos, habían jurado odio a todos los extranjeros y se negaron a recibir a Garcés en su pueblo. El misionero se había encontrado, al fin, con una resistencia que ni su predicación, ni sus ruegos, ni sus obsequios fueron capaces de vencer. Aunque pudo seguir su camino y abrir así comunicación directa con Santa Fe, volvió Garcés a su misión de San Xavier con el alma llena de amargura por la obstinación de los hopis.

En 1779, el virreinato decidió establecer una cadena de misiones sobre la ruta Arizona-California, estimulado con la amistad que el cacique Palma mostraba hacia los españoles43. Deberían, además, establecerse varias ciudades en esa región, semejantes a las de California, pobladas por mexicanos traídos del sur para enseñar a los indios las artes de México. Cuatro misioneros -Garcés, Barreneche, Moreno y Díaz- quedarían a cargo de las misiones y de los pueblos que empezaran a establecerse.

Desgraciadamente, tan halagadoras perspectivas no pudieron nunca llevarse a efecto. La tragedia se cernía ya sobre los dominios del cacique Palma y, por más esfuerzos que hizo —97→ él para dominar la situación, un diluvio de sangre iba a deshacer sus generosas promesas al virrey. Las tribus de los apaches advirtieron la oportunidad de sacar rico botín de los pueblos nuevamente fundados; por otra parte, el prestigio de Palma había sufrido menoscabo entre la gente de su región que empezó a considerarlo como aliado de los españoles.

En 1781 un fatal incidente vino a disgustar a los indios de Yuma y a convertirlos en cómplices de sus encarnizados enemigos, los apaches, en contra de los habitantes de los nuevos poblados. En el mes de junio de ese año pasó por territorios de Yuma don Fernando de Rivera y Moncada, conduciendo un numeroso grupo de gente de México en ruta hacia California44. Iban todos a establecer ciudades en la costa del Pacífico y, obligados por la necesidad, dejaron que el ganado que llevaban pastara en los campos de los indios, próximos al nuevo pueblo de la Purísima Concepción, creyendo, quizá, que eran propiedad de los españoles. Los indios resintieron el atropello y pronto buscaron el modo de vengarse. El 17 de julio, mientras los padres Moreno y Díaz se preparaban a decir misa en la iglesia parroquial del pueblo de Bicuñer, fueron golpeados hasta morir. Los feligreses que llenaban la pequeña capilla corrieron la misma suerte y por todo el pueblo fueron perseguidos a muerte los colonos mexicanos y españoles. Muy pocas personas lograron escapar a la horrible hecatombe. Los bárbaros cortaron la cabeza del cadáver del padre Díaz y la colocaron en un palo muy alto con el que hicieron burla de las procesiones de los cristianos.

En la mañana del día 18, los indios atacaron el pueblo de la Purísima Concepción. Mataron al teniente y a casi todos sus colonos que por un mes habían estado acampados en el pueblo. Los misioneros -Garcés y Berreneche- trataban en vano de negociar con los indios para que cesaran en su carnicería, y, aunque lograron sobrevivir a la matanza del día 18, cayeron ellos mismos el 19 asesinados a golpes. Jamás, en los anales de la historia de la América del Norte, se había registrado una hecatombe igual. Para honor de las autoridades del virreinato, debe decirse que nunca tomaron venganza contra los indios yumas, si bien es cierto que jamás volvió a hacerse ningún nuevo intento por colonizar esa región.

La muerte de tantas víctimas pareció ser un sacrificio de propiciación y un augurio de paz. Arizona vio empezar entonces una era de prosperidad como nunca la había gozado hasta entonces. El cambio se efectuó mediante las tácticas del nuevo virrey, don Bernardo de Gálvez -que tan gratos recuerdos había dejado como gobernador de La Luisiana- el cual ofreció a los belicosos apaches que él los proveería de todo lo necesario para su alimento y vestido, con la condición de que se redujeran a las misiones y dejaran de molestar a las tribus de indios laboriosos y pacíficos. Los apaches aceptaron la proposición y durante casi medio siglo florecieron las misiones y prosperaron la agricultura, la minería y el comercio en todos los ámbitos del estado. Especialmente la industria minera logró un auge considerable en esta época de paz. Las minas de Santa Rita y de Santa Cruz producían gran cantidad de plata, cobre y otros metales, en tal cantidad que se llegó a pensar que se podrían duplicar aquí las ricas extracciones de Zacatecas y del Potosí. Españoles y mexicanos llegaron entonces a Arizona, deseosos —98→ de participar en su era de prosperidad. Se multiplicaron las huertas de árboles frutales y se abrieron nuevas tierras al cultivo. Aunque en mucho menor escala que en California o en Nuevo México, mejoraron también en Arizona las condiciones de la vida y los indios pudieron también vivir sin el temor de continuas irrupciones de los salvajes.

En 1810 estalló la guerra de la independencia de México y pronto otras naciones americanas se declararon en rebeldía contra José Bonaparte, colocado por su hermano en el trono de Madrid. El virrey, necesitado de fondos para sostener la guerra en casa y para enviar armas y pertrechos a otros lugares del continente, se vio precisado a suspender el subsidio prometido a los salvajes del norte. Los apaches empezaron nuevamente a sublevarse y, otra vez, bajo la amenaza de los bárbaros, se interrumpieron las actividades agrícolas, comerciales y misioneras. Las continuas guerras en que se vio envuelto México en la primera mitad del siglo XIX impidieron que se diera a Arizona la ayuda económica que por más de cien años había fomentado, desde México, su desarrollo y prosperidad. Arizona, pues, decayó considerablemente durante esa época.

Entretanto, Washington empezó a sentir la presión que los hombres de negocios americanos hacían sobre el gobierno para la invasión de Arizona. En 1846 los Estados Unidos declararon la guerra contra México y, mientras el general Zachary Taylor avanzaba hacia el sur, el ejército que comandaba Stephen Watts Kearny penetraba en Nuevo México. Tras de ocupar militarmente la ciudad de Santa Fe, partió Kearny hacia el oeste el 25 de septiembre acompañado de 300 dragones siguiendo el curso del río Gila. Un batallón formado por 397 hombres y 5 mujeres (todos ellos de la fe mormona) siguió al ejército de Kearny dentro del territorio de Arizona rumbo a la ciudad de Tucson.

México no estaba preparado para resistir la invasión americana y Tucson no tenía para su defensa más que un puñado de soldados acuartelados en el presidio. El ejército americano, no halló resistencia y entró en la ciudad el 17 de diciembre. La bandera de México fue arriada y en su lugar se izó el pendón de las barras y las estrellas. La conquista americana del territorio de Arizona era un hecho consumado que fue legalmente ratificado por el gobierno de México en el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848.

Quince años más tarde se firmó otro convenio entre los Estados Unidos y México, por el cual recibía la nación americana 29670 millas cuadradas al sur del río Gila. Esta franja de terreno era necesaria para abrir una ruta de ferrocarril hasta el Pacífico. De este modo adquirieron los Estados Unidos la franja minera de Douglas y Benson y se fijó la frontera con México a la altura de Nogales. El campo de misiones fecundado por el padre Kino y sus misioneros jesuitas quedó así partido en dos, pasando la parte norte a poder de los americanos y quedando el sur en poder de México.

Colonización de California

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Por más de dos siglos se creyó que California era una isla y que su colonización tendría que empezar, lógicamente, por la punta de lo que llamamos ahora Baja California que quedaba más cerca de México. Y así sucedió, en efecto. La Baja California fue el puente para la colonización de la California del Norte. La historia de la colonización de la Baja California es, pues, una parte integral de la historia de la colonización de California.

A diferencia de la Alta California que es ahora un estado de la Unión Americana, la Baja California es un jirón de continente seco, desértico e intransitable. «Es una extensa roca que emerge del agua», escribió su primer historiador P. Baegert, «cubierta de inmensos zarzales y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias»45.

Según los lingüistas, la palabra California se deriva de «cálida fornia», esto es, «hornos calientes», título que hace honor a la Baja California (única California de los españoles por más de dos siglos), que realmente parece tierra calcinada. Contra esta tierra estéril, pobre y seca, se estrellaron los intentos de colonización emprendidos por el virrey de México y auspiciados por el rey de España; repetidos intentos que siempre encontraron el fracaso más completo.

Tocaba la gloria de la colonización de esta parte de California al misionero jesuita, Juan María de Salvatierra, que llegó a México hacia 1670 y que, para el año de 1691, llevaba ya misionadas varias regiones del país.

Hasta el mismo padre Kino había encontrado su trabajo en California extremadamente difícil y finalmente destruido en 1677. De labios del futuro misionero de Arizona escuchó el padre Salvatierra la necesidad en que se encontraban los indios de la California por conversión a la fe y porque se les ayudase a salir del estado lastimosísimo de miseria y de barbarie en que se hallaban. Como se expresó el padre Kino, parecía que los californianos eran los indios más atrasados, ignorantes y salvajes que se habían jamás encontrado en toda la América.

Salvatierra no tenía recursos para empezar una obra tan costosa como la colonización de ese vasto territorio, pero encontró en México buenos protectores, protectores ricos que se interesaron en ayudar esta obra, y en pocos días reunió entre ellos el dinero suficiente para principiarla. Entre sus bienhechores se encontraban don Alonso Valles, conde de Miravalles, Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buenavista y don Juan Caballero de Ozlo que ofreció veinte mil ducados y cubrir, además, todas las libranzas que llegaran de California.

El diez de octubre de 1697 el padre Salvatierra abordó una pequeña lancha, llevando consigo con destino a California cinco soldados y tres indios mexicanos. Completaban su equipo treinta vacas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos. El día 26 de octubre tomaba posesión de aquellas tierras a nombre del virrey de México, y empezaba a atraerse a los indios dándoles maíz cocido que él mismo cocinaba.

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Sin duda no tanto por convicción como por el hambre (que aquellos aborígenes sufrían en un grado imposible de describir) iban acercándose los salvajes al misionero. Paso a paso fue ganando éste su confianza y en pocos meses logró establecer su primera misión. Otros dos misioneros llegaron luego de México: el padre Francisco María Piccolo que había misionado doce años entre los indios tarahumaras y que empleó los treinta y uno restantes de su vida en las misiones de California. El otro fue el padre Juan Ugarte, un hombre de extraordinaria estatura y tan fuerte que podía levantar dos hombres simultáneamente y que fue el sucesor del padre Salvatierra como superior de las misiones en la Baja California. Estos dos padres, ya diestros en el trabajo misionero ayudaron a echar un fundamento sólido en la península, del que se habría de levantar más tarde la obra de la colonización de la Alta California y de donde se habrían de sacar los elementos básicos para la civilización de los territorios del norte. Hasta el dinero que el padre Salvatierra había recaudado para el sostenimiento de las misiones de la península y que se denominó Fondo piadoso de las Californias se utilizó más tarde y sirve todavía para sostener las misiones de California en territorios que son ahora de los Estados Unidos.

El primer cuidado de los misioneros, dice el historiador Alfonso Trueba46 era el de los niños, «porque de su educación dependía todo». Algunos, escogidos de todas las misiones, se criaban en Loreto, donde había escuela de leer y escribir y de canto con maestros traídos de la otra banda (de Sinaloa, México). Aprendían los niños el castellano y a veces servían de fiscales en las iglesias y de maestros de doctrina en sus rancherías donde eran muy respetados.

Con otro grupo de misioneros que llegaron de México, se amplió considerablemente el trabajo y, al cabo de algunos años, desde la punta sur de la península hasta muy cerca de lo que actualmente es la frontera de los Estados Unidos, una red de misiones se encargaba de las necesidades no sólo espirituales sino también materiales de los indios californianos del sur.

Al principio alimentaban los padres a todos los indios47 que se juntaban en los pueblos, a cambio de que no vagaran por los montes y con objeto de que pudieran ser instruidos en la fe. Les daban atole48, por la mañana y por la noche, y pozole al mediodía. El misionero vestía a sus parroquianos de sayales, jergas, bayetas, almillas y telas semejantes que, a cuenta de su consignación, hacía traer de México. En los días de fiesta y en la semana santa se reunía toda la comunidad y entonces se les repartía, además de la comida ordinaria, la carne de algunas reses, unas cargas de maíz, higos secos y uvas pasas, además de algo de ropa y premios para sus concursos y tiro al blanco.

De los enfermos se encargaban los padres, quienes les proporcionaban alimentos y medicinas; de modo que un misionero no sólo debía ejercer los cargos de padre de almas, sino también todos los de un padre de familia, los de maestro de oficios mecánico, labrador, cocinero, enfermero y cirujano, y esto sin la menor utilidad para sí mismos; muy por el contrario, gastando en la comida y vestido de los indios su propio sustento. —101→ Los aptos para el trabajo recibían instrucción en la labor y riego de la tierra cuyo producto era sólo para los mismos indios. El vino se les prohibía por no exponerlos a la embriaguez.

En marzo de 1717 murió el fundador de la Baja California, Juan María de Salvatierra, a la edad de setenta y un años, después de trabajar casi veinte años en la península. Su sucesor fue el padre Juan Ugarte, que continuó con igual fervor y energía la obra de Salvatierra.

El padre Ugarte gobernó las misiones hasta el año 1730 en el que, el 29 de septiembre, entregó su alma al Creador, a los setenta años de edad, después de más de treinta años de misionar en California.

Entre los misioneros californianos se deben mencionar otros dos, cuya sangre regó aquellos campos fecundándolos y haciéndolos producir mayores frutos. Fueron éstos el padre Nicolás Tamaral y el padre Lorenzo Carranco, misioneros entre los indios pericues. Eran estos pericues una tribu de indios fieros y en extremo sanguinarios que se oponían a la doctrina cristiana que los privaba de la muchedumbre de mujeres y los obligaba a vivir sin su bruta libertad. Soliviantados por sus brujos, asaltaron un día la misión de la paz a la hora en que el padre Carranco terminaba la misa. Embrutecidos, los indios se echaron sobre él, lo sujetaron con cuerdas y lo arrastraron fuera, donde los demás lo acribillaron con flechas. Luego acabaron de matarlo a golpes. Desnudaron el cadáver, lo profanaron, lo mutilaron horriblemente y por fin lo quemaron.

Dos días después los mismos indios encabezados por el brujo atacaron la misión del padre Tamaral que también acababa de celebrar la misa y estaba sentado en una silla dando gracias.

Fingiendo ser indios leales, le pidieron maíz, ropa y navajas. El padre, aunque sospechaba sus malas intenciones, les dijo: «Entrad, hijos, tomad lo que queráis, que todo es vuestro». Se arrojaron entonces los indios sobre él, lo arrastraron por los pisos fuera de la casa y, ya afuera, le dispararon flechas envenenadas y, mientras el buen padre se retorcía en el suelo por el dolor que le causaban las heridas, se echaron sobre él y lo atormentaron con las mismas navajas que él mismo les había regalado. Muerto el padre con el nombre de Jesús en los labios, cometieron los indios toda clase de abominaciones con el cadáver y luego lo quemaron. Llevaba el padre Tamaral dieciocho años de misionero en California.

El levantamiento cundió por todo el sur de la península y, como los indios cristianos se dispusieran a defender a los demás misioneros, empezó una guerra de guerrillas, matándose los indios unos a otros. Las misiones de California hubieran desaparecido a no ser por la ayuda de los indios yaquis, miembros de las misiones que el padre Kino había establecido en Sonora. Habiendo oído éstos las aflicciones por que pasaban sus hermanos de California, más de quinientos guerreros armados bajaron de sus pueblos a la costa y se embarcaron para acudir en socorro de los de la península.

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Restablecida la paz, los indios cristianos salieron de sus escondrijos y fueron en peregrinación hasta la misión principal de Loreto donde los misioneros jesuitas habían buscado albergue. Les rogaron que volvieran y prometieron que ellos los defenderían contra los ataques de los bárbaros. Los trabajos misioneros continuaron con gran regocijo de los indios y no menor de los padres. Gracias a los sacrificios de los jesuitas y al celo de los fundadores de estas misiones, los indios californianos se habían enriquecido con los beneficios de la fe cristiana, los adelantos de la cultura y también con multitud de ganado, huertas y hortalizas que por doquier cubrían los campos, antes desérticos, de la península. Los misioneros abrieron caminos, poblaron de ganado los desiertos, plantaron maíz, trigo, olivos, vides; establecieron telares, vistieron y alimentaron por muchos años a los indios y luego les enseñaron a trabajar y a bastarse a sí mismos. Crearon pueblos, erigieron iglesias, construyeron presas y canales de riego, explotaron mares y costas. Cincuenta y dos misioneros llevaron a cabo esta magna empresa y fueron padres, apóstoles y civilizadores49.

La historia de las dos Californias revela los abismos de ingratitud a que llevó a México el espíritu sectario que pronto iba a destruir la unidad nacional y a desgarrar el territorio heredado de Serra, Kino y Salvatierra. Hacia el año 1767 los jesuitas habían consolidado la vida económica de la Baja California, habiendo creado permanentes fuentes de riqueza y bienestar. Pero ese mismo año llegó de España el decreto de la expulsión de la Compañía de Jesús de toda la América Latina y los misioneros de la Baja California tuvieron que abandonar sus misiones bienamadas. Los indios lloraban como niños la partida de sus padres y pastores que no pudieron llevar más que la ropa con que andaban vestidos. Como bestias fueron hacinados en una pequeña fragata y transportados a San Blas donde padecieron hambre, frío y enfermedades, encarcelados como criminales en una pequeñísima habitación donde tres de ellos murieron y los demás conducidos entre soldados a Veracruz fueron embarcados para su destierro.

«Por algo más de medio siglo, las misiones pasaron de mano en mano entre varias órdenes religiosas hasta que, ya consumada la independencia un gobierno antirreligioso dictó leyes contra todos los misioneros de cualquier orden que fueran y secularizó las misiones de California tanto del norte como del sur. Entonces los indios, abandonados a sus instintos salvajes, huyeron a las montañas, abandonaron para siempre el cuidado de sus huertas, robaron y mataron el ganado y retornaron a sus antiguos hábitos de lujuria, depredación y pereza. Alta California fue invadida entonces por las fuerzas norteamericanas y continuó prosperando bajo la dirección de la raza dominadora. La Baja California, después de haberse sumido en la miseria y abyección más humillante, está apenas haciendo esfuerzos ahora por restaurar su economía».


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Colonización de la California del Norte

La colonización de la California del Norte o Alta California es continuación de las misiones establecidas a través de todo el siglo XVIII en la península californiana. Fue la expansión natural del cristianismo que ya se había arraigado en la parte sur de la gran extensión de territorio que lleva el nombre de California: desde el cabo de San Lucas hasta el estado de Oregón.

Consideraciones de otro orden tuvieron parte en la determinación tomada por el virrey de México para explorar y conquistar las provincias del norte. En esos años se hablaba mucho de dos peligros que amenazaban a California: el peligro ruso y el peligro inglés. Los cazadores de pieles rusos se habían desbordado desde la Siberia hacia el Pacífico; en 1725 Catalina de Rusia había enviado al danés Bering rumbo a América y, por el estrecho a que el famoso marino danés había dado su nombre, los rusos habían empezado a efectuar desembarques en Alaska y lo que es ahora el estado de Oregón. Además, paso a paso iban estableciendo colonias rusas en América hasta llegar a la parte norte de lo que es ahora el estado de California.

Los ingleses también visitaban de cuando en cuando esas mismas costas y, junto con los rusos, significaban un serio peligro de invasión sobre California que España consideraba, cuando menos en teoría, como incluida en el virreinato de México.

Dos hombres iban a representar en la conquista y colonización de California los intereses de la Iglesia y del Estado. Por parte del Estado surgió un hombre de gran carácter y habilidad; su nombre era José de Gálvez. Por parte de la Iglesia surgió la figura extraordinaria del último de los conquistadores. Fray Junípero Serra, quien, no con la espada sino sólo con la Cruz, conquistó para México una extensa provincia y para Dios un mundo de cristianos, preparando además para los Estados Unidos un terreno fértil donde germinaran sus ideas de libertad y democracia plantadas ahí, como en raíz, por los misioneros franciscanos.

José de Gálvez, que había venido como Visitador Real de México en agosto de 1766, dio el primer impulso a la conquista material de California; pero su regreso a España en 1769 hubiera dejado trunca la obra si no hubiera tomado su dirección el valiente y decidido misionero fray Junípero Serra.

El padre Serra nació el 24 de noviembre de 1713 en la pequeña población de Petra, en la isla de Mallorca. Profesó en la orden franciscana el 15 de septiembre de 1731 y, después de haberse ordenado sacerdote, fue nombrado catedrático de la: Universidad Luliana en la ciudad de Palma. Aunque desempeñó su cargo con gran aplauso de todos, sintió fray Junípero que su vocación estaba en tierras de América a donde se encaminó el día 13 de abril de 1749 después de despedirse tiernamente de sus padres a quienes sabía muy bien —104→ que no volvería jamás a ver sobre la tierra. Iba destinado al Colegio de «Propaganda Fide» (para la Propagación de la Fe) en la ciudad de México50.

Fue pronto designado a las misiones de Sierra Gorda, lugar agreste en la zona tropical del noreste de México que no había podido ser subyugado por las tropas de los virreyes; lugar en que, a pesar de la abundante vegetación, morían los indios de miseria. Fray Junípero, aunque ardiendo en deseos de convertir a esos indios a la fe, se dio cuenta de que, antes de poder resolver sus problemas espirituales, esas gentes necesitaban saciar su hambre. En los nueve años que duró fray Junípero trabajando ahí, no sólo aprendieron los indios a producir abundantes cosechas para su alimentación, sino que lograron empezar un activo comercio de las semillas sobrantes con los más apartados lugares de México. El padre Serra aleccionó a los indios para que cambiaran sus cereales por ganado, herramientas o vestidos. La alimentación de los indios no sólo aumentó en cantidad sino que mejoró en calidad, pues el misionero introdujo el cultivo de legumbres. Las trojes de las misiones que antiguamente no podían sostenerse sin ayuda ajena, llegaron a almacenar cinco mil fanegas sobrantes de maíz51.

En 1758 las misiones de Texas se encontraban en gran necesidad de misioneros debido a que, por una gran conflagración de los indios salvajes, varios misioneros habían sido asesinados y los demás habían huido en desbandada. Fray Junípero fue mandado traer de las misiones de Sierra Gorda al colegio de San Fernando con destino a las misiones de San Sabá en la provincia texana. Pero, a pesar de que fray Junípero se encontraba preparado para emprender el viaje de más de cuatrocientas leguas para sustituir a los mártires de San Sabá, circunstancias de índole administrativa difirieron su viaje. Los superiores religiosos le encomendaron entonces la misión de predicador en las zonas de Mezquital, las Huastecas, Tabuco, Tuxpan, Oaxaca, Tabasco, Tamiagua, Río Verde, etc., etc. Fue, pues, el padre Serra de pueblo en pueblo por casi nueve años anunciando las buenas nuevas del Evangelio a toda clase de gentes y dicen sus biógrafos que los frutos habidos en conversiones fueron muy numerosos.

A esta sazón, el visitador José de Gálvez, recién llegado de España, pidió en 1767 al rector del colegio de San Fernando que proporcionara misioneros para la colonización de las Californias. ¿Quién más indicado para esta delicada labor que el padre Serra? Ni siquiera se le consultó. Se le ordenó volver inmediatamente a México y ahí se le notificó que, en unos cuantos días, debería salir por el puerto de San Blas hacia su destino en la California. Él iría como superior de la compañía de doce misioneros franciscanos que habían sido destinados también a esa misión. El 14 de julio de 1767 salió fray Junípero —105→ del colegio de San Fernando de la ciudad de México hacia el pueblo de Tepic donde debería de esperar a los otros misioneros.

Como tardaron éstos algo en llegar, fray Junípero aprovechó la espera para reunir ganado, implementos de trabajo y ornamentos de iglesia para las misiones. Por fin, venidos los misioneros y estando todos los preparativos terminados, salieron del puerto de San Blas el 12 de marzo de 1768. Después de diecinueve días de travesía por mar, desembarcó el padre Serra con sus doce misioneros en la Rada de Loreto, capital entonces de la California, el primero de abril de 1768.

Ocho días después salió de México a San Blas el visitador Gálvez y, después de visitar las Islas Marías y el puerto de Mazatlán, desembarcó en la Baja California en la primera semana de julio. Una vez ahí, suplicó al padre Superior que tuvieran una entrevista para organizar mejor la expedición al norte. La reunión se verificó en Loreto. En unos cuantos días esos dos grandes hombres formularon un plan magistral para la colonización y evangelización del presente estado de California. No una, sino cuatro expediciones saldrían casi simultáneamente de la Baja California; dos por mar y dos por tierra. Llevarían todo lo necesario para satisfacer las necesidades de los colonos durante los primeros meses, para lo cual se pediría a todas las misiones de California del Sur que contribuyeran generosamente y aún con espíritu de sacrificio para la magna obra; con ganado, caballos, aperos, víveres, ropa y todo lo necesario para el culto católico. La Baja California, se convertiría así en la evangelizadora y protectora de la California del Norte. El capitán Gaspar de Portolá y fray Junípero quedaron encargados de recoger esas contribuciones.

La generosidad con que ayudaron las misiones de la California del sur para la colonización de su hermana del norte hizo honor a la tradicional liberalidad mexicana. Una verdadera caravana desfiló por los valles y montañas de la península hacia el norte. La misión de Velicatá, recientemente establecida por fray Junípero, vio pasar por ahí centenares de vacas, toros, carneros, ovejas, cerdos, cabras y caballos que iban a la Alta California para servir de principio a los inmensos ganados que más tarde casi cubrirían los valles y montañas del gran estado de California. Velicatá se designó como lugar de reunión de las expediciones por tierra y de todo cuanto se destinaba para las futuras misiones y por esa puerta natural de la nueva California saldrían también más tarde hacia el norte carnes secas, granos de todas clases, semillas, harina, arroz, trigo, naranjas, limones, arbolillos de pera, manzanas, melocotón, ciruela y de otras frutas no conocidas antes en California; por ahí pasaron también las primeras plantas de plátano, así como semillas de flores y legumbres del antiguo y del nuevo mundo que los buenos frailes iban cuidando con esmero casi femenino para que llegaran lozanas a la Alta California y se aclimataran allá.

Las expediciones por mar salieron en dos barcos -el San Carlos y el San Antonio- desde la punta sur de la península a principios de 1769 llevando algunos misioneros y vituallas recogidas en las misiones del sur. Iban también un médico, un abogado, varios técnicos en agricultura, carpintería, herrería, etcétera.

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La expedición terrestre se dividió en dos grupos; el primero encabezado por el capitán Fernando Rivera y Moncada, salió el 22 de marzo llevando como capellán al padre Juan Crespi cuyo nombre se habría de hacer famoso por el diario que escribió de la expedición a California. El otro grupo encabezado por el capitán Portolá y por el padre Serra salió de Velicatá casi dos meses después. El viaje duró algo más de cincuenta días y estuvo lleno de penalidades, especialmente para fray Junípero que sufría dolencias muy agudas en una pierna. Por fin el día 15 de julio el segundo grupo divisó las azules aguas de la bahía de San Diego y en ellas los mástiles de los navíos anclados a gran distancia de la costa. El gozo de todos fue grande.

Sin embargo, ese gozo quedó nublado con las tristes nuevas que recibieron al acercarse a la costa. Los dos barcos estaban atestados de enfermos, algunos muy graves, y el San Carlos era un verdadero cementerio. Habiéndoles faltado el agua potable en el camino, determinaron bajar en una isla, donde se surtieron de agua abundante; pero ésta estaba contaminada y toda la tripulación se enfermó. Para esa fecha -15 de julio- ya llevaban cuatro cadáveres arrojados al mar y el resto de la tripulación se hallaba muriendo de escorbuto52. El mismo médico, doctor Prat, se encontraba tan débil que no podía bajar a buscar remedio entre las hierbas del lugar para los enfermos de a bordo.

El padre Serra y sus compañeros empezaron en seguida a construir chozas para albergar a los enfermos. Éstos seguían muriendo a bordo y los que lograban bajar solamente vivían unas cuantas horas. La tragedia más espantosa daba principio a la historia de la Alta California.

Fray Junípero tuvo siempre su confianza puesta en Dios. Ayudado de los soldados, abrió pozos para sacar agua sana y limpia. Él y los otros frailes transportaron a los enfermos a sus improvisadas viviendas y tuvieron cuidado de ellos, dándoles medicinas y el mayor refrigerio posible. Se hicieron verdaderos padres para todos, a pesar de lo cual, tantos colonizadores murieron que faltaba tiempo para enterrarlos. El cementerio de aquellos centenares de hombres que dejaron ahí su vida se llama hasta hoy día La Punta de los Muertos (Dead Man's Point).

El padre Serra escribió en esta ocasión al padre Palau, su amigo y compatriota que había quedado de presidente en la Baja California:

«Yo, gracias a Dios llegué desde ayer, día primero de este mes a este puerto de San Diego, verdaderamente bello y con razón famoso. Aquí alcancé a cuantos habían salido primero que yo así por mar como por tierra, menos los muertos. Aquí están los compañeros, padre Crespi, Vizcaíno, Barrón, Gómez y yo. Todos buenos, gracias a Dios. Aquí están dos barcos y el San Carlos sin marineros, porque todos se han muerto del mal de Loanda (escorbuto) y sólo le ha quedado uno y un cocinero»53.

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Después de enterrar a los muertos y de dar cuanto alivio se pudo a los enfermos, se dispusieron los padres a construir una pequeña capilla que estaría dedicada a San Diego, nombre dado ciento sesenta y siete años antes a este lugar por el explorador Vizcaíno. Se terminó la capilla en breve y se colgaron las campanas que habían traído de Velicatá. El día 16 de julio se inauguró la primera de las famosas misiones californianas. El padre Serra celebró una misa solemne, repicaron las campanas y todos cantaron un Te Deum de acción de gracias. La obra de la colonización de California empezaba a realizarse.

Pero los expedicionarios estaban a punto de enfrentarse con una de las más severas pruebas: la de la incertidumbre. Todas las provisiones traídas por mar habían quedado total o parcialmente dañadas durante la terrible enfermedad y mortandad de los marinos. Quedaba sólo lo que los expedicionarios por tierra habían ahorrado después de los dos meses que tardaron en llegar a San Diego. Durante la segunda mitad de 1769 se realizaron nuevas expediciones a Monterrey y a la bahía de San Francisco que fue así descubierta por primera vez en la historia54.

Llegó luego el invierno y no había ni medicinas para los que seguían enfermos, ni comida para los sanos, ni con qué protegerse de los rigurosos fríos de diciembre. Se determinó mandar el barco San Antonio al puerto mexicano de San Blas para que trajera todo cuanto se hacía necesario. Así pasó el resto de 176955.

Pasaron meses sin que se recibieran noticias ni del San Antonio ni del San José que había salido de Baja California con socorros. El 10 de febrero de 1770 se celebró un consejo de todos los dirigentes de la expedición con objeto de decidir lo que debería hacerse en aquellos angustiosos momentos. Todos decidieron volver. La colonización de California había costado ya demasiadas víctimas y demasiados sufrimientos y lo mejor sería abandonar la empresa. Todos aprobaron la decisión menos una persona, el padre Serra que dijo que ni él ni los otros misioneros volverían aun cuando tuvieran que quedarse completamente solos en California.

Se debatió ampliamente el caso y se vio que dejar solos a los padres entre aquellos indios salvajes equivaldría a dejarlos morir a sus manos. Así, pues, todos deberían regresar.

Entonces fray Junípero se arriesgó a hacer una proposición. Esperarían hasta el día 19 de marzo fiesta de San José, bajo cuya protección había puesto Gálvez el proyecto. Si para —108→ ese día no llegaban los auxilios necesarios, todos regresarían el día siguiente. Se aceptó la idea por unanimidad.

Pasaban las semanas y no estaba ya lejano el día en que se cumpliría el plazo fatal. Los padres empezaron una novena de oraciones; llegó el día 19 de marzo y, como ya al caer la tarde no se viera llegar la ayuda anhelada, empezaron todos a hacer preparativos para levantar el campo. Era ya muy tarde, el sol se ocultaba ya en el horizonte cuando, ante la mirada expectante de fray Junípero, apareció en alta mar una manchita blanca que por minutos se agrandaba y se acercaba a la playa. Era la vela del navío San Antonioque llegaba a San Diego justamente a tiempo para salvar del fracaso la colonización de la Alta California. El barco San José que había salido mucho tiempo antes del San Antonio jamás volvió a puerto: como tantos otros barcos de aquella época, probablemente se lo había tragado el mar. El San Antonio había andado perdido buscando en vano el puerto de San Diego por las costas de California, hasta que, ya de regreso a la Baja California, los marinos lo divisaron.

Con los socorros llegados de México se dispusieron a continuar la marcha colonizadora hacia el norte. La expedición salió dividida en un grupo que caminó por tierra y otro grupo que se embarcó en San Antonio. A este segundo grupo se incorporó el padre Serra.

El día primero de junio de 1770 se encontraron las dos expediciones en Monterrey. Ahí, junto a su bahía56 fray Junípero celebró misa muy solemne y bendijo una gran cruz con que significaba la toma de posesión de aquellos territorios por parte de la Iglesia y del virreinato de México. Repicaron campanas, y los soldados dispararon tiros de fusilería57.

Así fue establecida la misión de Monterrey, dedicada a San Carlos Borromeo y que vino a servir de casa central donde el presidente (que fue el padre Serra hasta su muerte) vivió y desde donde salía para hacer fundaciones por toda California58.

El 14 de julio de 1771 se fundó la misión de San Antonio de Padua en un fértil valle de las montañas de Santa Lucía. Al año siguiente se fundó la de San Gabriel, cerca de lo que es ahora la ciudad de Los Ángeles; el primero de septiembre de 1772 se puso en servicio la misión de San Luis Obispo, donde los indios, al cuidado de los misioneros, se dedicaron a hacer sarapes y a cuidar los inmensos rebaños de ganado lanar que se multiplicó por la comarca.

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La extensión bonancible del trabajo misionero llenaba de alegría a los religiosos; pero fray Junípero consideraba que era necesario unir las misiones de California con las de Nuevo México y abrir camino por las montañas para establecer así un comercio entre California y las provincias internas que habría de resultar sumamente benéfico para todos. Un ilustre mexicano, el capitán don Juan Bautista de Anza, llevaría a efecto este gran proyecto. Nacido en el presidio de Fronteras en el estado de Sonora, había servido por varios años en el ejército y en 1774 se hallaba como capitán en el pueblo de Tubac, del presente estado de Arizona.

Acompañado del misionero fray Francisco Garcés, escaló Anza las montañas que separan Arizona de California y llegó, después de innumerables peripecias, a Monterrey, capital ya de California. Subió luego hasta la bahía llamada hoy de San Francisco; exploró la comarca, escribió un diario de sus descubrimientos y emprendió el viaje hasta la ciudad de México para presentar al virrey un plan de extraordinaria importancia: el de establecer en California no ya sólo misiones, sino ciudades con gobierno civil.

Las misiones habían probado ser muy convenientes para ayudar a los indios; para enseñarles la civilización y para acostumbrarlos a la forma de vida española y cristiana. Pero, según Anza, en California se necesitaban verdaderas ciudades con gobierno independiente de la Iglesia, y cuyas autoridades fueran elegidas por el pueblo, según la forma democrática de vida de los pueblos españoles.

Acogió con beneplácito la idea el virrey don Antonio María Bucareli y en el mes de noviembre de 1774 la junta de gobierno de la ciudad de México aprobó el establecimiento de varias ciudades en California, entre ellas la de San Francisco, encomendando al capitán Juan Bautista de Anza la realización del proyecto. Bucareli obsequió para esta expedición colonizadora cuatro atajos de mulas, muchos caballos, y ganado. Ordenó que las familias de los primeros ciudadanos de San Francisco fueran transportadas a expensas suyas y dispuso que se les diera sueldo de tres años por adelantado. El cabildo de la ciudad de México entregó al capitán gran variedad de animales, víveres y ropa.

A mediados de 1775 salió Anza hacia el norte reclutando voluntarios y el 23 de octubre de 1775 se reunieron todos los colonizadores en San Miguel de Horcasitas (Sonora); eran en total doscientas cuarenta personas de diversas edades y sexos, formando treinta familias. Estas treinta familias mexicanas iban a fundar la ciudad de San Francisco. Figuraban en la expedición veintiocho soldados, siete arrieros, dos intérpretes, tres vaqueros que guiaban ciento cincuenta y cinco mulas, trescientos cuarenta caballos y doscientas treinta cabezas de ganado.

En su camino hacia el norte los expedicionarios pasaron por San Xavier del Bac, Tucson, Casa Grande y muy cerca del lugar donde se establecería más de cien años después la ciudad de Phoenix, Arizona. Continuaron hacia el río Gila y, torciendo aquí, hacia el río Colorado, llegaron hasta Yuma donde el cacique Palma los recibió con muestras evidentes de simpatía. Subieron luego a las montañas cubiertas de nieve donde, en la noche —110→ de Navidad, nació un niño, pero donde murieron de frío y agotamiento, muchos de los animales que llevaban.

Bajando luego de las montañas hacia el Pacífico, arribaron a la misión de San Gabriel; cruzaron el río Santa Ana por donde se halla ahora el barrio de Riverside en Los Ángeles el cuatro de enero de 1776; y continuaron luego hacia San Luis Obispo, a donde llegaron el dos de marzo; atravesaron con alguna dificultad el río Salinas y por fin pudieron descansar en Monterrey el diez del mismo mes de marzo.

Permanecieron en Monterrey los viajeros más de tres meses mientras se apaciguaban los ánimos bastante exaltados de los indios de San Diego que, como veremos pronto, se habían sublevado. El 27 de junio ya estaban en la laguna de los Dolores en las cercanías del puerto de San Francisco y pronto se pusieron a desmontar la tierra para construir sus habitaciones, y sobre todo la capilla. El 17 de septiembre, ya urbanizado el lugar, se tomó posesión de esos territorios a nombre del virrey de México y se dijo la primera misa. La ciudad de San Francisco California quedaba así establecida. La capilla, sin embargo, no se había terminado para esa fecha y por eso no se considera la misión de San Francisco inaugurada sino hasta el 19 de octubre cuando el padre Palau, recién llegado de la Baja California, cantó ahí la primera misa en presencia de las autoridades y de gran concurrencia del pueblo.

Mientras peregrinaba la caravana de expedicionarios que iba a fundar la ciudad de San Francisco en el norte de California, sucedían hechos sangrientos en la misión de San Diego. En la noche del cuatro de noviembre de 1775 más de mil indios bárbaros atacaron la misión a cargo de los padres Luis Jaume y Vicente Foster y prendieron fuego a las viviendas. Salió el padre Jaume a ver qué ocurría cuando le salió al encuentro una bandada de indios. Los saludó como de costumbre diciendo: «Amad a Dios, hijitos» pero los salvajes se apoderaron del padre, lo llevaron a la espesura, junto a un arroyo y, quitándole el hábito por fuerza, lo golpearon con unas macanas y le dispararon flechas hasta matarlo. Una vez muerto, le machacaron la cabeza y el cuerpo y no le quedó parte reconocible.

Esos indios que se habían dejado seducir de sus hechiceros, siguieron ensañándose con los de su raza que estaban en la prisión, tratando de penetrar en ella y disparando flechas constantemente. Acudieron los soldados del presidio y defendieron la misión con valor extraordinario, pero todos ellos fueron heridos, a pesar de lo cual, mantuvieron a los atacantes a raya hasta que llegó el alba. Entonces los bárbaros, temiendo que llegaran refuerzos del norte, huyeron a las montañas.

Al saber fray Junípero lo que había ocurrido se afligió por la dolorosa muerte del padre y por los sufrimientos de los indios de la misión, pero a la vez dio gracias a Dios porque «ya California se había regado con la sangre de un mártir».

A pesar de esa desgracia ocurrida en San Diego, las misiones siguieron, multiplicándose. El primero de noviembre de 1776 se fundó la de San Juan Capistrano; el 12 de enero de 1777 la de Santa Clara y el 31 de marzo de 1782 la de San Buenaventura.

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En 1777 se llevó a cabo otra de las fundaciones de ciudades que había aprobado el virrey de México en 1774. Fue la de San José de Guadalupe (o simplemente San José como se llama en la actualidad esa ciudad que queda al sur de San Francisco). Esta ciudad se estableció con familias mexicanas reclutadas por el capitán Fernando Rivera y Moncada en los estados de Sinaloa y Sonora.

Otra fundación llevada a cabo también por algunas de esas familias fue la de la Ciudad de Nuestra Señora de los Ángeles o simplemente de Los Ángeles como ahora se le llama. Desde el territorio de México salieron esas familias por mar hasta el sur de California y luego subieron por tierra hasta el río de la Porciúncula donde, el cuatro de septiembre de 1781, fueron oficialmente reconocidas por las autoridades de California como un pueblo legalmente establecido.

El Gobernador Neve otorgó a cada uno de esos pueblos cuatro leguas cuadradas de tierra. Ahí se trazó la plaza, rodeada de edificios públicos, tales como el palacio municipal, la iglesia, bodegas, la cárcel y los tribunales de justicia. El gobierno local constaba de un alcalde que, en la mayoría de los casos, fungía como padre y consejero de los habitantes y a quien todos llevaban sus problemas. El ayuntamiento, compuesto de síndicos elegidos por la población, se encargaba de los asuntos públicos, no sólo de la población sino de los territorios circunvecinos que a veces eran de enorme extensión59.

La fundación de Los Ángeles y la de San Buenaventura fueron los últimos dos goces del santo padre fray Junípero. Viejo ya, cansado y, sobre todo, muy trabajado, entregó el alma a su Creador el 27 de agosto de 1784 en la humildísima celda del convento de Monterrey donde había pasado la mayor parte de su apostolado en California. La riqueza de California, creada por fray Junípero, siguió en auge gracias a los trabajos de los demás misioneros, como veremos en el siguiente capítulo.

Al morir el padre Serra tenía setenta años de edad y había trabajado en California dieciséis años. Había fundado nueve importantes misiones, bendecido la erección de cinco ciudades, multiplicado las «estaciones de predicación» y transformado la vida errática de los indios en verdadero y sólido principio de una gran civilización y progreso. Los ganados que había traído del sur se habían multiplicado sobre miles de leguas cuadradas y por todas partes se veían talleres en actividad constante donde los indios californianos trabajaban en hilados y tejidos, en carpintería, herrería y en la construcción de hermosas casas y capillas cuyo estilo, único en el mundo, dio origen al llamado «estilo californiano».

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No sin razón es considerado fray Junípero como el fundador de California. Su estatua fue erigida en el Statuary Hall del Capitolio de Washington como representación de la riqueza, cultura y civilización de ese floreciente estado.

Andrew F. Rolle, en su libro California. A History dice así sobre la obra de las misiones en California:

«The missionaries instituted a form of patriarchal government, assuming a paternal attitude towards the Indians treating them as wards. There were usually two friars at an establishment, one of whom had charge of interior matters and religious instruction, while the younger attended to agricultural and other outside work. Each of the mission administrators was subject to the authority of a father-president for all of California. He in turn bowed to the others of the College of San Fernando, the headquarters of the Franciscans in México... The missions were not devoted entirely to religious instruction. Each was also a sort of industrial school, in which the natives learned the formal meaning of work for the first time and where they were taught various trades. Native strength was harnessed with missionary inventive genius and mechanical skill to produce remarkable results notably irrigation works. The Franciscans, indeed, were the pioneers of California's future water system; and some of the mission dams and canals whose construction they directed are still in a good state of preservation. The friars by nature of the task confronting them, served as teachers, musicians, weavers, carpenters, masons, architects, and physicians of both soul and body. In addition, some times putting their own hands to the plow, they raised enough food for mission use, and occasionally more. At mission farms and orchards the missionaries tried adapt various crops to the climate and soil. Semi-tropical fruits, such as oranges, lemons, figs, dates, and olives, flourished in the mission gardens, and their cultivation preceded the development of California horticulture».

(Andrew F. Rolle, op. cit., p. 75).



Gobernadores de California, desde 1794 hasta la invasión americana

No hay duda de que California tiene una enorme deuda de gratitud para los misioneros que trabajaron por su evangelización y colonización. Fueron ellos los que con sus esfuerzos y, a riesgo de su vida, sacaron esta región, que ahora constituye uno de los más importantes estados de nuestra patria, del lamentable salvajismo en que se hallaba todavía a mediados del siglo XVIII, introdujeron en ella los elementos de la civilización occidental y prepararon su economía para el auge que alcanzó a fines de ese mismo siglo.

A los infatigables misioneros franciscanos debe rendir California un homenaje de agradecimiento, es cierto. Sin embargo, no se haría justicia a la verdad histórica si se —113→ omitiera hacer mención de algunos siquiera -de los muchos civiles (españoles y mexicanos)- que laboraron también por el establecimiento y desarrollo de esta próspera provincia del virreinato de México. Fueron tantos los que cooperaron con los misioneros por implantar aquí la civilización y el progreso, que sólo el dar sus nombres haría excesivamente largo este capítulo. Baste, pues, citar a los gobernadores de California que, a fines del siglo XVIII y principios del XIX dejaron huellas imborrables de bondad y de justicia en estas tierras60.

De don Diego Borica, que gobernó de 1794 a 1800, se expresa así H. H. Bancroft, célebre historiador de California:

«Sobrepasando los deberes rutinarios de su cargo, el gobernador se dedicó leal e inteligentemente a procurar el desarrollo general de la provincia. Ninguna de las clases de California fue desatendida o indebidamente favorecida. Misioneros, neófitos, gentiles, soldados y colonos, todos recibieron comprensión, aliento y ayuda del gobierno. Ninguna industria o institución fue descuidada. Misiones y pueblos, conversión y colonización, agricultura y comercio, gobierno civil, militar y eclesiástico, fueron igualmente atendidos... Don Diego fue un hombre prudente, sensato, honesto y celoso en el desempeño de sus deberes públicos».

(Bancroft, History of California. Traducción tomada de California, Tierra perdida, de Alfonso Trueba, II, p. 5).



Sucedió a Borica don José Joaquín Arrillaga (1800-1814). Este progresista gobernador emprendió trabajos de exploración en el interior de California; cimentó la agricultura e impulsó el comercio exterior. Durante el período de su gobierno se descubrieron unas famosas minas de oro cerca de Monterrey; se pidieron expertos de México que mejoraran los métodos de cultivo y se introdujeron plantas de cáñamo y de lino.

De Arrillaga dice Bancroft:

«Desde el día de su enlistamiento hasta su muerte ninguna falta fue hallada en su conducta por los superiores, los subordinados o los frailes. Como soldado y gobernador de la provincia obedeció todas las órdenes y cumplió sus deberes con celo, valor y buena fe; ejercía sus funciones con mucho tacto y por eso no tuvo enemigos».

(Ib., p. 27).



Al gobernador Pablo Vicente de Sola (1814-1822) le tocó decidir sobre la suerte de California al proclamarse la independencia de México. En 1821, el virreinato de México se convirtió en el Imperio Mexicano, después de romper todos los vínculos que la unían a España. El último virrey, don Juan de O'Donojú, reconoció la separación de todos los —114→ territorios del virreinato para formar la nación libre y soberana de México, mediante el Tratado de Córdoba, firmado por él y por el libertador don Agustín de Iturbide.

La noticia de tan importante acuerdo llegó a California en marzo de 1822. El gobernador Sola convocó entonces a los representantes de las fuerzas vivas de la provincia a una junta en la capital, Monterrey, y en dicha junta se aprobó por unanimidad reconocer al gobierno mexicano nuevamente establecido y prestarle juramento de lealtad61.

En seguida se procedió a instaurar el sistema de representación popular, conforme al cual deberían elegirse cinco diputados por California al Congreso de la Nación. Se eligieron éstos, pues, así como diputados a la legislatura local. Como Sola fue elegido miembro del congreso nacional y tuvo que trasladarse a la ciudad de México, se procedió a la elección de su sucesor. Sola dejó en California imborrables recuerdos de bondad, lealtad y justicia. Fue elegido entonces para regir California el capitán don Luis Argüello, nacido en San Francisco, California, en 1784 «buen soldado y muy popular por su liberalidad y buen genio». Tomó posesión de su cargo en Monterrey el 22 de noviembre de 1823.

Por esas fechas se llevó a efecto un censo de la población y de las riquezas de California que arrojó las siguientes cifras:

«La población española (o mexicana) era de 3000 almas. Había tres anglo-americanos, dos escoceses, dos ingleses, un irlandés, un ruso, un portugués y tres negros. El número de neófitos era de más de 20500. Treinta y siete misioneros atendían a diecinueve misiones. Las misiones poseían 140000 cabezas de ganado vacuno; 18000 caballos; 1882 mulas y 190000 ovejas. La producción agrícola de las misiones era de 113625 fanegas por año, o sea de 5970 fanegas por misión».

(Alfonso Trueba, California, Tierra perdida, II, p. 35).



En 1824 se fundó una nueva misión importante: la de San Francisco Solana, en la región de Sonoma. Según el historiador Alfonso Trueba, se cultivó ahí una huerta de 3000 árboles frutales, un viñedo de tres mil sarmientos, había caballos en número de 725 y se pastoreaba un ganado de unas dos mil cabezas vacunas y de cuatro mil carneros.

El gobernador Argüello amaba profundamente a su tierra natal y realizó grandes esfuerzos por patrocinar el trabajo de las misiones. Según Trueba, «era un criollo recio, fornido, muy alto y de pelo negrísimo; un ejemplar acabado de aquella raza de mexicanos de frontera que conquistó California. Como gobernante, mostró Argüello una cualidad rara en aquellos tiempos: el sentido común. Sabía mandar de acuerdo con el interés general de la provincia en que había nacido». Murió este buen gobernante en San Francisco, su tierra natal, en 1830.

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A partir de la fecha en que ocurrió la prematura muerte de Argüello, México empezó a padecer de dos clases de agresión que iban a minar todas las energías y a precipitarlo en el caos: la agresión interna causada por la intemperancia de los dos partidos políticos reinantes y la agresión externa62.

Las dificultades por que atravesaba el gobierno central de la república afectaron las condiciones políticas, sociales y económicas de California, que se vio pronto desgarrada por levantamientos y revoluciones, cuyo motivo verdadero era la codicia de políticos sin escrúpulos que querían apoderarse de las tierras de las misiones. Para lograr su intento, consiguieron que el gobierno central decretara la expulsión de los misioneros. De este modo, desterrando al misionero, se podrían acabar las misiones, se desbandarían los indios y sus tierras quedarían a merced de los políticos. Afortunadamente, los gobernadores de California hicieron honor, en casi todos los casos, a la justicia y al interés de los indios; y las misiones pudieron sobrevivir a la proyectada tormenta.

La orden de expulsión de los misioneros de origen español llegó a California en 1829. La ley era tan bárbara y afectaba tan profundamente la economía del departamento, que el gobernador Echeandía se rehusó a ponerla en vigor. Presionó el gobierno federal y entonces hubo de obligarse a los buenos misioneros que por tantos años habían velado por el bienestar de sus indios, a abandonar sus respectivas misiones: ¡por el solo delito de haber nacido en España!

De entre los gobernadores del período mexicano merece mención honorífica el general don Juan Figueroa, que había sido por seis años comandante de Sonora y que estaba bien enterado de los asuntos de California. Llegó a Monterrey el 14 de enero de 1833 acompañado de diez franciscanos -todos mexicanos- del seminario de Zacatecas, e inmediatamente dio providencias para continuar la colonización de la provincia hasta el grado 42, contrarrestando así las tentativas de rusos e ingleses por apoderarse del norte de California.

Impulsó también la fundación de nuevas ciudades trayendo contingentes colonizadores desde México. En abril de 1834 salió de la ciudad de México un grupo de doscientos cincuenta personas destinadas a establecer ciudades en California. En la comitiva iban no sólo agricultores, sino médicos, boticarios, pintores, sastres, peluqueros, herreros, —116→ albañiles y representantes de muchas otras profesiones. Se embarcaron en Acapulco a bordo del bergantín Natalia (bergantín que, según tradición popular, era el mismo en que Napoleón había regresado a Francia después de escapar de la isla de Elba en 1815). Aunque por las condiciones difíciles de la navegación murieron algunos colonos durante la travesía, el grueso de la expedición llegó a Monterrey a 25 de septiembre, dirigiéndose en seguida hacia el norte de California. En el otoño de 1835 fundaban los nuevos colonos el pueblo de Sonoma.

El gobierno de Figueroa, aunque truncado por una muerte prematura (pues murió el ilustre soldado el 29 de septiembre de 1835) fue muy benéfico para la provincia. Figueroa organizo el sistema educativo; dio protección a la agricultura; impulsó el comercio, fomentó la ganadería; defendió las propiedades de las misiones ardientemente codiciadas por funcionarios sin escrúpulos; levantó una estadística que hizo posible al gobierno federal conocer mejor las necesidades del territorio y logró oponerse a la ambición de rusos e ingleses que pretendían ocupar terrenos de California. Fue sin duda uno de los mejores gobernantes de la época de la independencia. Para suceder a Figueroa, nombró el gobierno mexicano a don Mariano Chico, que fue uno de los más discutidos gobernadores californianos.

Chico no pudo permanecer largo tiempo en su oficio de gobernador, como no pudo lograrlo tampoco su sucesor don Nicolás Gutiérrez. El desplome de California había comenzado ya y algunos extranjeros que habían logrado establecerse en sus ricas tierras -Graham, Garner, Coppinger, etc.- convencidos de que la provincia que les había dado hospitalidad debería unirse al movimiento rebelde de Texas, empezaron a manejar, a tras mano, los hilos de la intriga y de la traición.

En la noche del tres de noviembre de 1836, José Castro, líder rebelde, avanzaba al frente de cien hombres sobre la capital, mientras barcos de la escuadra americana -Caroline, Enrope y Don Quixote- bloqueaban el puerto y proveían de armas y municiones a los rebeldes. La sublevación tomó incremento y en dos días escasos el gobernador Gutiérrez fue obligado a renunciar. Los revolucionarios recibieron entonces, de los conspiradores extranjeros la orden de arriar la bandera de México y de izar una bandera con una estrella solitaria, semejante a la de Texas. Sin embargo, los jefes de la asonada no quisieron llegar tan lejos. Aunque movidos a sublevarse por su ambición personal, no querían ver su tierra sometida a los americanos. Además, temieron la reacción que su movimiento causó en el sur, donde, al grito de «¡Viva México!», se organizó pronto un ejército destinado a frustrar los intentos separatistas de los norteños. Al triunfar la revolución, los extranjeros que la habían instigado fueron enviados a prisiones en la capital de la república.

A pesar de este fracaso, los Estados Unidos habían determinado apoderarse de California y así, apenas cinco años después del frustrado complot de Graham, tuvo lugar una invasión temporal del territorio californiano ocasionada por lo que el comodoro Thomas Catesby. Jones, autor del desacato, declaró haber sido una equivocación. Sucedió que Jones, jefe de la escuadra americana que hacía más de diez años patrullaba las costas de California, dio crédito al falso rumor de que los ingleses estaban a punto de invadir esos —117→ territorios y, sin previa declaración de guerra, determinó tomar por la fuerza la plaza de Monterrey. A las 4 de la tarde del 19 de octubre de 1842 el comodoro envió al capitán James Armstrong a intimar la rendición de la ciudad «en forma pacífica -decía Jones- para evitar pérdidas inútiles de vidas y propiedades».

Cogido así, por sorpresa, Alvarado no supo qué hacer. Pensó que el nuevo gobernador, Manuel Micheltorena, podría levantar rápidamente un ejército en el sur, donde se hallaba aún, pues acababa de desembarcar en California. Pero, ¿qué podía hacer él, sin autoridad ya y sin recursos, ante la avasalladora fuerza de los marinos americanos decididos a apoderarse de la indefensa capital? A las nueve de la mañana del día siguiente la rendición de la plaza fue firmada y, después de arriarse la bandera tricolor, fue izada la de las barras y las estrellas.

Entre tanto, el gobernador Micheltorena enviaba despachos a todos los jefes militares de la provincia, animándolos a defender el resto del territorio con sus vidas si fuera preciso y mandaba también angustioso informe de la invasión a las autoridades de México. La cancillería mexicana envió una fuerte nota de protesta a Washington por el atropello de Jones y Washington se apresuró a contestar que todo había sido un error; que Jones había procedido sin instrucciones del gobierno americano; que se retirarían las tropas de Monterrey y que se repararían los daños causados. Así terminó la primera invasión norteamericana de California.

Según el historiador Trueba, el gobernador Micheltorena «en medio de la pobreza y bajo el temor de la guerra, se ocupó de la educación pública más que ninguno de sus predecesores, excepto Sola y Figueroa. No sólo auxilió al obispo a establecer su seminario, sino que los archivos de 1844 contienen muchas comunicaciones de su puño y letra que muestran el vivo interés del gobernador por la instrucción primaria. En mayo expidió un reglamento para las escuelas de niñas y ordenó que se establecieran en cada una de las siete principales ciudades... También proyectó abrir una escuela de educación superior en Monterrey». (Trueba, op. cit., p. 132).

Las condiciones por que tuvo que atravesar México durante esa borrascosa época de su historia son muy difíciles de comprender. Tres naciones invadieron su territorio (España en 1827, Francia en 1845 y los Estados Unidos en 1847), sociedades secretas trabajaron por socavar el sentimiento patriótico de los mexicanos y algunos políticos se vendieron a potencias extranjeras que buscaban el desmembramiento y aun la aniquilación de la nación mexicana. En esos primeros años de su vida independiente, México no tuvo amigos; sólo enemigos que trataban de robarle sus tierras, sus riquezas, su independencia y aun su existencia de nación autónoma. Nada extraño es, pues, que esas condiciones anárquicas en que vivía México se reflejaran en inquietud, inseguridad y zozobra en California.

El gobierno de Micheltorena no tuvo buen fin. México, desgarrado interiormente por luchas entre hermanos y ocupado en defenderse de las invasiones extranjeras, apenas tuvo tiempo de velar por esta provincia tan alejada de la metrópoli. Especialmente en los últimos años había convertido a California en una colonia penal. El último envío de —118→ tropas había consistido en un batallón de ex presidiarios y de «cholos» de Acapulco que acompañaron a Micheltorena al venir de gobernador; cosa que irritó sobremanera a los californianos.

Un grupo de jóvenes reaccionó ante este ultraje y se preparó a resistir por la fuerza. Los insurrectos enviaron un ultimátum al gobernador exigiéndole que embarcara para México a los supuestos soldados. El gobernador se negó a hacerlo y la rebelión estalló el 15 de noviembre de 1844. Micheltorena salió de Monterrey dispuesto a aplastar la rebelión, pero fue abatido por los insurgentes que le obligaron a firmar un tratado por el cual se comprometía a sacar de California su famoso batallón de forajidos.

No cumplió el gobernador lo ofrecido, sin embargo. Nuevamente, pues, se reanudó la lucha y, por fin, el 22 de febrero de 1845, salió el gobernador mismo hacia México llevándose el batallón, causa y motivo de la revuelta.

México tuvo entonces el acierto de reconocer la justicia de la revolución y, lejos de castigar a los alzados, nombró a Pío Pico, uno de los rebeldes, gobernador y a Manuel Castro, otro de los insurgentes, comandante, poniendo así en sus manos la defensa de California.

Muy pronto iba a ponerse a prueba la lealtad de los nuevos gobernantes. Los Estados Unidos se hallaban seguros de que California estaba a punto de caer en sus manos y, para preparar su invasión, enviaron allá a un oficial del ejército John Charles Fremont, encabezando a cien soldados que venían disfrazados de civiles. Estos soldados atravesaron Nevada, se internaron en tierras californianas en diciembre de 1845, y llegaron hasta la ciudad de Monterrey. El comandante Castro les intimó orden de salir de territorio mexicano pero Fremont contestó que sólo visitaba Monterrey en misión comercial, y que pronto abandonaría California.

Fremont faltó a su palabra, pues solamente se retiró hacia el norte del estado, donde erigió fortificaciones y enarboló la bandera de los Estados Unidos. Castro organizó entonces un pequeño ejército y salió de Monterrey, determinado a enfrentarse con él, pero Fremont, al verle llegar, abandonó precipitadamente sus posiciones y, dejando en el campo gran parte de su equipo, cruzó la frontera de Oregón.

Castro no quiso perseguir a Fremont en territorio que Inglaterra consideraba de su propiedad y volvió a Monterrey; pero, apenas vio Fremont despejado el camino, torció hacia el sur, penetró nuevamente en el estado y tomó por las armas la indefensa ciudad de Sonoma, no sin que antes corriera sangre por ambos bandos.

Alentados entonces con los éxitos de Fremont, los americanos que habían entrado en los últimos años en California y que se habían radicado en las inmediaciones del Río Sacramento se levantaron en armas proclamando la independencia de California contra el gobierno mexicano. William Ida quedó como jefe militar de Sonoma y fue en esa población donde, el día 14 de junio, enarbolaron los rebeldes la bandera del oso con la leyenda California Republic.

—119→

El historiador Bancroft avalúa las causas de la revuelta:

«Los colonos rebeldes eran hombres que habían sido hospitalariamente recibidos en una tierra a la que entraron violando las leyes. Los americanos de Sacramento nada tenían que temer de los californianos... Eran gentes que llevaban pocos años de vivir en el país; estaban preparaos por educación a creer todo lo malo respecto de un hombre que tuviera sangre española en sus venas; apenas podían entender el derecho de México a exigir de un libre ciudadano americano requisitos de pasaporte o naturalización y eran firmes creyentes en el destino de su nación a ser el territorio del oeste. Tenían una vaga idea acerca del derecho de un pueblo, aun el mexicano, a gobernarse según su propio modo».

(Trueba, op. cit., p. 139).



El 13 de mayo de 1846 los Estados Unidos declararon la guerra a México. Casi dos meses después, el comodoro John D. Sloat, comandante de la escuadra americana que, desde años atrás, patrullaba las costas de California, intimó al capitán mexicano, don Mariano Silva, la rendición de la plaza de Monterrey. Como Silva se negara a hacerlo, Sloat desembarcó a su gente y se dirigió a la aduana del puerto donde, después de leer una proclama, izó la bandera americana. Sloat nombró a Robert F. Stockton gobernador de California y con extraordinaria rapidez fueron tomándose todas las demás ciudades del estado. Sloat volvió a embarcarse pensando que la conquista de California era ya un hecho consumado.

Pero Sloat estaba en un error. California iba a defenderse y a defender su libertad. La lucha, a pesar de la falta de preparación militar de los californianos y de la falta de parque, iba a ser muy sangrienta.

Stockton quiso apelar a la ambición de los gobernantes mexicanos, ofreciéndoles confirmarlos en sus cargos a condición de aceptar el dominio yanqui, saludar la bandera americana y prestar obediencia al gobierno de Washington. Tanto el gobernador Pico, como el general Castro se rehusaron a hacerlo y prefirieron el destierro. Al salir de California, ambos funcionarios dirigieron a sus paisanos una proclama en la que aseguraban que iban a México para volver con refuerzos y liberar a California.

Pero ellos también estaban equivocados. El general Zacarías Taylor había ya cruzado la frontera del norte de la república al frente de un poderoso ejército y seguía avanzando hacia el sur. El gobierno mexicano no podía distraer ni un solo soldado de la contienda principal para enviarlo a California. Si los americanos tenían que ser detenidos, eso debería ser con gente y recursos de esa provincia nada más.

Pero California estaba exhausta y pésimamente preparada. Los soldados que había en todos los presidios no llegaban ni a cien y con la salida de Castro estaban en desbandada. California no había sido nunca una provincia guerrera y no contaba, por consiguiente, con armas ni municiones para oponerse al bien equipado invasor. Al parecer, tanto Pico —120→ como Castro habían hecho lo más lógico: volver la espalda al enemigo y acogerse al destierro.

Sin embargo, en esa hora de suprema angustia, un puñado de jóvenes angelinos, cuyos nombres deberían figurar por su heroísmo en los anales de nuestro estado, se organizaron, lanzaron una proclama de protesta por la invasión americana y, contando con el apoyo decidido de un numeroso grupo de compatriotas, se levantaron en armas. Damos a continuación los nombres de los pronunciados: Serbulio Varela, Hilario Varela, Manuel Cantúa, Pedro Romero, J. B. Moreno, Ramón Carrillo, Pablo Véjar, Nicolás Hermosillo, Leonardo Higuera, Gregorio Atenso, Bonifacio Olivares y Dionisio Reyes.

Más de trescientos ciudadanos de Los Ángeles (algunos de ellos muy prominentes en la sociedad angelina) secundaron el movimiento y, aprestando cualesquiera armas que pudieron encontrar, salieron al campo a unirse a los rebeldes.

El primer choque armado ocurrió en un lugar llamado Rancho Chino a veinte millas de la población, defendido por el destacamento de Ben Wilson. Al momento mismo de atacar, cayó muerto de un balazo el valiente californiano Carlos Ballesteros; pero sus compañeros, lejos de acobardarse, cargaron con tanta furia que forzaron a los americanos a rendirse. Ésta fue la primera victoria de los defensores de California Se hicieron muchos prisioneros, cuyas vidas, amenazadas por las ansias que sentían los californianos de vengar la muerte de Ballesteros, fueron salvadas por la entereza del capitán Varela63.

Se acercaron los insurgentes a la ciudad de Los Ángeles, defendida por las fuerzas de Archibald Gillespie, y le pusieron sitio. Cortaron las comunicaciones con el Fuerte Hill, donde se habían concentrado los americanos, y lograron con su astucia y coraje poner en tan serio aprieto a los soldados de Gillespie, que éste se vio obligado a rendirse. Usando un salvoconducto expedido por Varela, salió Gillespie del fuerte y dejó así la ciudad de Los Ángeles en poder de los californianos. La bandera de las barras y las estrellas fue arriada y en su lugar se izó de nuevo la bandera de México.

Una vez ocupada la plaza de Los Ángeles, fue proclamada capital provisional del estado de California y se procedió a reorganizar un gobierno legítimo para el estado. Se convocó a sesión del congreso de California que se reunió el 26 de octubre. El presidente Figueroa felicitó al pueblo por su fidelidad y por la ayuda que había prestado a la causa de la liberación y propuso el nombramiento de un gobernador y de un comandante militar, para esos puestos que habían quedado vacantes por la huida de Pico y Castro. Por unanimidad se resolvió que, dadas las circunstancias por que atravesaba la provincia, ambos mandos quedaran unificados en una persona. Se eligió al capitán José María Flores jefe civil y militar de California mientras durase la guerra y se le dio orden de continuar la lucha de liberación.

—121→

Manuel Farfias, otro capitán insurgente, fue enviado por Flores a Santa Bárbara contra Theodore Talbot, comandante americano que defendía esa población. Talbot, al tener noticia de la proximidad de los patriotas, salió huyendo sin detenerse hasta llegar a Monterrey. Santa Bárbara fue ocupada por Farfias quien puso en prisión a los extranjeros que habían ayudado a Talbot y se apresuró a tomar posesión de San Buenaventura.

Francisco Rico salió con tropas rebeldes hacia San Diego, donde otro grupo de patriotas se había organizado y obligado a Gillespie a salir de California en el barco ballenero Stonington.

En el norte, el comandante Flores designó a Manuel Castro jefe de operaciones en Monterrey y lugares circunvecinos. Era Castro un oficial del gobierno anterior que, al tener conocimiento de la revolución del sur, entusiasmó a sus paisanos para unirse a los patriotas y, acompañado de ciento veinticinco hombres, instaló su cuartel general en San Luis. El 7 de noviembre lanzó un llamado a todos los californianos del norte para que se alzaran en pie de guerra contra los americanos y para que surtieran de armas y parque a los patriotas. El 16 de ese mes se enfrentó Castro con el enemigo capitaneado por Charles Burroughs y F. Thompson. Los californianos se dejaron atacar y aparentemente se echaron a huir delante de los yanquis que disparaban incesantemente sus fusiles; pero, como era su fuga sólo de táctica, se volvieron de pronto y atacaron por sorpresa a sus enemigos que, después de ir tirando a los patriotas, se hallaron en esos momentos con los rifles descargados frente al enemigo que luchaba cuerpo a cuerpo con arma blanca. Burroughs y varios de sus oficiales cayeron muertos acribillados por las lanzas de los rebeldes. El parte oficial fijó en veintiuno los muertos americanos; los californianos sólo tuvieron cuatro bajas e hicieron numerosos prisioneros.

Entre tanto, los americanos empezaron a organizar su contraofensiva y miembros de su escuadra marítima, al mando del Capitán Melvin, desembarcaron en gran número, dispuestos a capturar Los Ángeles. Eran trescientos cincuenta soldados, los cuales se unieron a los que Gillespie había dejado al abandonar la plaza. José Antonio Carrillo salió de Los Ángeles con sólo cincuenta californianos para detenerlo, llevando únicamente un cañoncito y la pólvora que se había estado fabricando en una casa de San Gabriel. Marinos y soldados americanos marchaban formando un solo escuadrón. Carrillo dividió sus hombres en tres partes. Cuando Melvin estuvo cerca de los mexicanos, el cañoncito fue disparado e inmediatamente tirado por reatas a cabeza de silla, para ser cargado de nuevo, a distancia segura64. Los americanos, con su impecable disciplina militar, marchando en bien formada línea, ofrecieron un excelente blanco. Las bajas de los de Melvin fueron muchas y, al fin, los sobrevivientes se dispersaron en desbandada. Derrotado, Melvin retrocedió hacia San Pedro donde se embarcó de nuevo, habiendo dejado en poder de los californianos una bandera y la mayor parte de su equipo.

California estaba ya casi totalmente en manos de los patriotas. El mismo Stockton se hallaba en apuros para encontrar caballos, víveres y otros elementos necesarios para el sostenimiento y transporte de las tropas americanas. Los californianos se habían —122→ declarado en guerra no sólo en el campo de batalla, sino aun en las pocas ciudades que dominaban los americanos, negándoles los medios más necesarios para existir. «La situación del puerto -declaró más tarde Stockton- era deplorable. Todos los habitantes varones habían abandonado la ciudad. Ni un solo caballo podía conseguirse para el transporte de cañones y municiones. Tampoco podíamos conseguir -ni una res para nuestra alimentación». Alfonso Trueba, op. cit., p. 177.

«Thus General Kearny had found that the Californians, having thought better of their first apparent submission -which was the result of surprise- had thrown off, by force of arms, near three months previously, the foreign yoke; that of the whole great Territory, only three small villages on the coast were dominated by the navy, which had ceased all further efforts, apparently vain enough».

Philip St. George Cooke, The Conquest of New Mexico and California in 1846-1848, Alfonso Trueba, op. cit., p. 177, p. 263.



El autor es testigo de vista de lo que afirma ya que formaba parte del ejército de Kearny que, como se verá en seguida, llegó a California en los más difíciles momentos de la guerra de ocupación y ayudó a ponerla definitivamente bajo el gobierno americano.

A principios de diciembre llegó al campamento del comodoro Stockton una comunicación alentadora. Era del General S. W. Kearny, el cual le avisaba que, habiendo terminado la conquista de Nuevo México, llevaba sus ejércitos a California para la pacificación de esa provincia.

Stockton ordenó que Gillespie -que había regresado ya a California- saliera con un fuerte destacamento al encuentro de Kearny. El 5 de diciembre se unieron las fuerzas de Kearny y Gillespie cerca de un poblado indio llamado San Pascual. Ahí tuvo lugar la batalla más importante en la lucha por la independencia de California.

En San Pascual, precisamente, se hallaba el capitán don Andrés Pico que había salido de Los Ángeles con sólo cien hombres a fin de cortarle a Gillespie, lo que los patriotas, ignorando la llegada de Kearny, suponían era una retirada de los americanos hacia Arizona. Después de entrevistarse los dos jefes americanos, determinaron atacar a las insignificantes fuerzas de Pico estacionadas en San Pascual y aniquilarlas. Los americanos determinaron atacar por sorpresa y, muy temprano, al amanecer del día 6, cargaron los de Kearny sobre los californianos con tanta rapidez que apenas tuvieron éstos tiempo suficiente para montar sus caballos y empuñar sus lanzas. El capitán Johnson iba a la vanguardia con doce dragones montando excelentes caballos; le seguía el general Kearny con los tenientes Emory y Wagner; a continuación venía el capitán Moore y el teniente Hammond con cincuenta dragones. Marchaban luego Gillespie y Gibson con los voluntarios del batallón de California y en la retaguardia figuraba el resto de la fuerza, de cincuenta a sesenta hombres, que conducían un cañón al mando del mayor Swords.

La gente de Pico resistió valerosamente la acometida de los dragones de Johnson. Cuando el enemigo estuvo a tiro de fusil, dispararon los patriotas sus armas haciendo —123→ caer a sus pies, muertos, a Johnson y a un dragón, causando con ello la desbandada de toda la compañía. Arremetió entonces Kearny con sus tropas y los californianos, siguiendo su táctica de no atacar en seguida, aparentaron huir delante del enemigo. Pero de pronto se volvieron contra sus perseguidores que acababan de agotar la carga de sus fusiles y, en lucha cuerpo a cuerpo, dejaron el campo cubierto de cadáveres. Kearny resultó tan seriamente herido que hubo de renunciar al mando de las tropas en manos del capitán Turner; Gillespie quedó en tierra con tres heridas y contado ya por muerto. Sin vida quedaron también el capitán Moore y los oficiales William West, Geo Ashmead, Joss Campbell, John Donlop, William Dalton, Samuel Repoll, Otis Moore, David Johnson y muchos otros soldados. Las pérdidas de vida entre los patriotas fueron insignificantes.

Después de la batalla, los invasores se dedicaron febrilmente a enterrar a sus muertos y a curar a sus heridos, preparándose así para huir al día siguiente hacia San Diego. Los patriotas se abstuvieron de atacar a su enemigo, movidos de piedad al verlos ocupados en tan lastimosos menesteres; pero, al día siguiente, cuando el ejército de Kearny prosiguió su marcha, salieron de San Pascual los californianos y los atacaron con tanta furia, que los obligaron a abandonar el ganado que conducían y a refugiarse en el cerro.

Tres días duraron los americanos cercados por los patriotas, sin poder avanzar y privados de alimentos. Para saciar su sed tuvieron que hacer un pozo en el cerro; para satisfacer su hambre, mataron mulas para comer sus carnes. Ahí en el sitio murió el sargento Cox; otros heridos seguían en condiciones sumamente críticas. Kearny, mejorado ya de las heridas sufridas en la batalla de San Pascual, había asumido nuevamente el mando; pero su ejército, según propia declaración, era «el más andrajoso y mal alimentado que haya desfilado bajo los colores de los Estados Unidos».

El día 11 llegaron refuerzos que mandaba Stockton desde San Diego. Doscientos soldados, perfectamente equipados y llevando vituallas abundantes y medicinas para los heridos, llegaron bajo las órdenes del teniente Gray, a las inmediaciones del campamento de Kearny. Los californianos habían desaparecido. No teniendo armas adecuadas ni parque, ni hombres en número suficiente para oponerse a un enemigo mucho más numeroso65, optaron por alejarse del campo de batalla y dedicarse a acosar al enemigo siguiendo su sistema de guerrillas. Kearny pudo así llegar a San Diego el 12 de diciembre66.

El tiempo fue, sin duda, el mejor aliado de los ejércitos invasores. Los patriotas se agotaban en una lucha desesperada y sabían que no podrían vencer definitivamente a los americanos, cuyas posibilidades de recuperarse eran mayores después de cada derrota. Mientras México, que luchaba contra un poderoso enemigo en su propio territorio, estaba imposibilitado de dar ayuda a los californianos, los Estados Unidos tenían todo cuanto podía asegurarles la victoria final: excelente armamento, organización militar impecable, y abundantes recursos pecuniarios. La causa de los patriotas era justa -de ello no había duda- pero también demasiado romántica para —124→ asegurarles el triunfo. No tenían más que unas pocas armas viejas y estropeadas y carecían casi totalmente de parque. Además, pocos de ellos eran soldados: la mayoría de los insurgentes estaba integrada por individuos que nunca antes habían disparado un fusil. Por eso, cuando se bajaron los cañones de los barcos; cuando los marinos de la escuadra americana que patrullaba el Pacífico recibieron instrucciones para luchar como soldados en tierra firme; cuando se recibieron más refuerzos para combatir a los rebeldes y, sobre todo, cuando se unificaron las fuerzas dispersas en el territorio californiano para dar el golpe decisivo a la rebelión, pudieron los patriotas prever que su causa estaba perdida.

El 29 de diciembre de 1846 avanzó desde San Diego hacia Los Ángeles el grueso de un flamante ejército llevando al frente la flor y nata de la oficialidad americana. Por diez días caminó sin hallar indicio alguno del enemigo hasta que, el día 8 de enero, vieron interceptado su paso por el comandante Flores con el grueso del ejército insurgente.

Llevaba Flores cuantos hombres y recursos pudo encontrar disponibles para impedir a los americanos el paso del Río San Gabriel que daba acceso a Los Ángeles. Arengó a su gente haciéndoles ver que iba a librarse la batalla decisiva por California. Por una hora y media se luchó valerosamente por ambas partes, pero el enemigo estaba ahora muy bien preparado y Flores hubo de retirarse, dejándolo avanzar hacia la otra orilla del río.

Al día siguiente atacó Flores nuevamente arremetiendo con furia por ambos lados de la columna americana que tenazmente avanzaba hacia su meta, pero de nuevo fue rechazado el ataque de los patriotas que se vieron obligados a retirarse. Los Ángeles estaba ya destituido de defensa y los invasores pudieron tomar la plaza sin disparar un fusil.

La causa de los californianos estaba definitivamente perdida. Una a una fueron cayendo en poder de los yanquis las demás ciudades; los insurgentes del norte habían fracasado también y depuesto las armas bajo condiciones favorables y, por fin, el 13 de enero de 1847 se firmó en el rancho de Cahuenga un tratado de paz, por el que los rebeldes ofrecían rendir las armas y los americanos otorgaban una amnistía general a los vencidos.

Así terminó la lucha de tres meses y medio que probó ante el mundo y ante la historia el amor a la independencia que animaba en el pecho de los patriotas californianos. No fue una lucha estéril. Si fracasó (como indudablemente tenía que suceder), vino a atestiguar el valor y la dignidad de un pueblo que supo pelear y aun morir por defender sus derechos.

El capitán José María Flores, último gobernador mexicano de California, prefirió el destierro en Sonora, a vivir bajo el dominio de los invasores.

—125→

A más de un siglo de los acontecimientos que acabamos de narrar en este capítulo, podemos evaluar con ecuanimidad y sin rencor las circunstancias por que atravesaba California en esos críticos años de 1816 y 1847. México había decaído mucho en los últimos lustros y no era ya aquella potencia que aun a fines del siglo XVIII podía disputar a Rusia y a Inglaterra el dominio de los mares. Lejos de estar en condiciones de sostener trabajos de colonización en Norte América, veía ahora su existencia misma amagada por la ambición de las potencias extranjeras que codiciaban hasta el último palmo de su territorio. Lastimosamente debilitada en su interior, la República Mexicana no tenía fuerzas para oponerse a los gobiernos de Rusia, Inglaterra y aun Francia que tenían sus ojos puestos en la riqueza y en las posibilidades casi sin límites de California. ¿Y que haría California abandonada a sus propias fuerzas o dependiendo de la raquítica ayuda que México podría darle? Ese territorio caería, más pronto o más tarde, en manos de alguna de las potencias europeas que la codiciaban.

Los Estados Unidos tomaron California en el momento oportuno. Sustraído al poderío de las belicosas naciones europeas, este estado ha gozado de una ininterrumpida paz por más de un siglo; bajo el vigilante gobierno americano, ha llegado a la cumbre de su prosperidad y riqueza y, abriendo sus brazos a México, ha dado hogar a millares de mexicanos que llegaron y todavía llegan a ella en busca de mejores medios de vida.

Las batallas ganadas y perdidas en San Pascual y en San Gabriel no representan ya frases de triunfo o derrota para dos pueblos enemigos. Los mexicano-americanos de hoy «vencimos» y «fuimos vencidos» en cada uno de ellos. Ahí se estaba forjando nuestro destino, pues ahora todos somos, con orgullo, americanos.

Al repasar la historia de los hechos heroicos de la campaña californiana, no debemos creer en una permanente rivalidad entre americanos y mexicanos, sino en el coraje y la entereza de un pueblo que se aferró a su momento histórico y trató de cumplir con su deber. Ahora, en el siglo XX, tenemos también un presente histórico que nos urge responsabilidades y obligaciones. ¡Ojalá sepamos abrazarlas y cumplirlas como lo hicieron los héroes cuyas proezas aquí, muy brevemente, hemos contado!

Derechos del indio sobre la tierra americana. El virreinato de México. Expediciones mexicanas a Alaska.

El tema de la legalidad de la conquista de América ha sido discutido en todos los tiempos (y en todos los tonos) desde que Colón puso pie en una pequeña isla de las Antillas en 1492. Ignorando el verdadero significado de su descubrimiento y queriendo compensar a la corona española por los gastos de sus expediciones, Colón quiso hacer en América lo que los portugueses habían hecho ya en África: empezar el comercio de esclavos. La insigne Isabel la Católica, sin embargo, dictó entonces el tono en que por siempre habría de expresarse la monarquía española respecto a los habitantes del Nuevo Mundo: —126→ «¡Válgame Dios que nadie vaya a convertir en esclavos a mis hijos los indios!» (El tema de este capitulo no se refiere al trato que los encomenderos dieron a los aborígenes americanos. Hay muchas obras que tratan de ese asunto. La leyenda negra recarga las tintas y presenta a los españoles como verdugos de los indios. Los autores que se proponen denigrar a España no distinguen entre las leyes emanadas de la monarquía (que siempre fueron de protección y amparo a los indígenas) y los abusos cometidos por los españoles en América. Tampoco toma en cuenta el número considerable de amigos de los indios que trabajaron, pelearon y aun murieron por hacerles el bien. La historia imparcial rechaza hoy día tanto la leyenda negra como la «leyenda blanca». Si se hubiera de evaluar la realidad histórica de la conquista usándose una «frase hecha» podría decirse que la conquista española (como todas las conquistas) tiene una leyenda «gris». Abunda en abusos, es cierto; está sembrada de crímenes, no hay duda; pero también está iluminada con incontables hechos heroicos y con el ejemplo de muchísimos españoles que fueron figuras de maravillosa virtud, abnegación y talento).

La legalidad con que España y el virreinato de México ocuparon y poseyeron grandes porciones de tierras en América podrá comprenderse mejor con una pregunta que se refiere a algo muy concreto y de actualidad, pero que sirve para ilustrar el caso de la propiedad de la tierra americana. «¿Con qué derecho vende el gobierno de los Estados Unidos parcelas de terreno en los estados de California, Arizona y, en general, en todo el sudoeste del país? ¿No son esas tierras propiedad de los indios que primero las ocuparon? ¿No fueron propiedad de México?»

Jurídicamente esas tierras pueden ser vendidas por el gobierno federal en virtud de tratados firmados por nuestra nación con México y con las diversas tribus indias que originalmente las ocuparon No se discute aquí la forma en que se concluyeron esos tratados. Si se cree que son injustos se puede (y se debe) llevar el caso ante los tribunales internacionales para que se estudie y se dicte un fallo más de acuerdo con la equidad. Pero, mientras no rinda una corte competente su veredicto oficial, el gobierno de nuestro país podrá seguir disponiendo de esas tierras que tiempo atrás no le pertenecían y que ahora posee de acuerdo con las leyes del mundo.

Del mismo modo puede plantearse el problema de la legalidad con que España y México obtuvieron en propiedad vastísimas regiones del continente americano. Antes de 1992 los indios habían ocupado algunas regiones del nuevo mundo, pero ni la ocupación de esas regiones ni el uso de ellas pudo haberles conferido título a perpetuidad sobre todo el continente. A la llegada de los españoles había enormes extensiones no afectadas que constituían verdaderos «bienes mostrencos» no poseídos por nadie.

España (y más tarde México) obtuvieron la propiedad de la tierra americana (I) por decisión de una corte mundial; (II) por el derecho de primera ocupación; (III) por tratados celebrados por los españoles con indios; y (IV) por derechos de primera exploración. Todos estos títulos, considerados en conjunto, dieron legalidad jurídica en el continente norteamericano al virreinato de México.

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- I -

Las tierras americanas fueron afectadas por el derecho jurídico de propiedad cuando España y Portugal, únicas naciones dedicadas en el siglo XV al descubrimiento de territorios desconocidos necesitaron definir la extensión de los territorios donde podrían llevar al cabo sus descubrimientos. (El mundo conocido de los europeos hasta mediados del siglo XV era muy pequeño. Se reducía a Europa, al norte del África y a algunas regiones del Asia Menor. Sólo algún atrevido viajero, como Marco Polo, había visitado países del Extremo Oriente, pero no se habían logrado establecer rutas marítimas o terrestres para llegar a ellos. La expansión del mundo empezó con el trabajo de investigación llevando a cabo por el príncipe portugués Enrique, llamado por antonomasia «el navegante», (1394-1460). Él descubrió las Azores y las Islas del Cabo Verde en las costas orientales del África. Sus discípulos descubrieron todas las costas del África y llegaron a la India, dejando en pos de sí, bien trazados caminos que permitieron entablar un activo intercambio cultural y comercial con la India, China, el Japón, y algunas islas de Oceanía. El descubrimiento de América por los españoles alarmó a Portugal que, como único explorador hasta 1492, reclamaba la hegemonía del mundo. Para evitar un conflicto armado, ambas naciones decidieron apelar al papa como árbitro). A falta de un tribunal civil de jurisdicción internacional, acudieron ambas naciones a la autoridad máxima en esa época -el papado- cuyo influjo sobre el mundo occidental era indiscutible en el siglo quince.

El papa Alejandro VI dividió entonces el mundo desconocido en dos partes, tomando como punto de referencia las Islas Azores y el Cabo Verde. Un meridiano fue trazado a cien leguas marítimas al oeste de las Azores, dividiéndose así en dos sectores: el del oeste para España y el del este para Portugal. (En junio de 1494, el tratado internacional de Tordesillas cambió la línea divisoria de propiedades doscientas setenta leguas marítimas más hacia el oeste de las Azores. Este cambio de meridiano dio a España la oportunidad de colonizar en 1564 las Islas Filipinas y a Portugal grandes porciones de lo que es ahora el Brasil. El virreinato de México proporcionó barcos, dinero y soldados para la conquista de las Filipinas; por eso ese archipiélago quedó incorporado a México y permaneció como parte del virreinato hasta 1821). De este modo se dio a Portugal el derecho de descubrir África, el sur de Asia y Oceanía y a España se le concedió casi en toda su integridad el continente americano. (Ni las bulas pontificias ni el Tratado de Tordesillas concedían a España o a Portugal un dominio absoluto sobre las tierras descubiertas. La evangelización de esas regiones era el principio jurídico sobre el que se basaba la cesión. Por tanto solamente se otorgaba el dominio de la tierra en cuanto fuera necesario para la reducción de sus habitantes a la religión cristiana y a la civilización occidental).

Según fue España descubriendo, conquistando y colonizando los territorios de América fue estableciendo jurisdicciones y gobiernos para su administración. Al principio fue la Isla de La Española (Santo Domingo) la sede del gobierno de América, pero tan pronto como se conquistaron los dos grandes imperios americanos: al norte el de los aztecas y al sur el de los incas, se usaron éstos como centros alrededor de los cuales quedó organizada definitivamente la estructura política de América. Con fecha 17 de abril de 1535, México fue constituido capital del Virreinato de la Nueva España que comprendía todos los territorios americanos al norte del Istmo de Panamá; y Lima, capital del Virreinato del Perú que comenzaba en Panamá y se extendía hasta la punta sur del continente —128→ (excluyendo Brasil que, por estipulaciones del Tratado de Tordesillas, quedó bajo la jurisdicción de Portugal).

El virreinato de la Nueva España -o Virreinato de México como por razones antes indicadas se le llama en esta obra- estaba dividido en capitanías generales: la del centro que abarcaba el actual territorio de la República Mexicana y todas las regiones del norte (Como en 1535 no se conocía la geografía de la América del Norte, el decreto que creaba el virreinato no especificó los límites hacia el norte. Los derechos del virrey de México para colonizar hasta el extremo norte de América nunca fueron puestos en duda. Sólo a fines del siglo XVIII le disputó Inglaterra los territorios de Oregón y del Canadá, así como Rusia reclamaba Alaska por las exploraciones de Bering. Como veremos en este capítulo, el virreinato de México trató de hacer valer sus derechos contra Inglaterra y Rusia, extendiendo sus trabajos de exploración hasta Alaska y defendiendo con acciones de guerra sus títulos sobre Oregón); la de La Habana que comprendía el Caribe, La Luisiana y La Florida (Debe tenerse en cuenta que en los siglos XVI y XVII se llamaba Florida a toda la extensión de tierras sobre el Atlántico del Norte y no sólo a la península que hoy lleva ese nombre. La Luisiana, tal como fue adquirida por los Estados Unidos en 1803, comprendía toda la región del oeste del Misisipí hasta Montana, con exclusión del Sudoeste) y la de Guatemala que abarcaba los territorios que constituyen hoy día las repúblicas de la América Central. Políticamente así cristalizaron en la América del Norte y del Centro las bulas de Alejandro VI y el Tratado de Tordesillas.

- II -

El decreto de ocupación

Según se ha podido comprobar en el transcurso de esta obra, los virreyes de México procuraron hacer efectivo el derecho del virreinato sobre la América del Norte. El primer virrey don Antonio de Mendoza envió navíos por la costa del Pacífico para descubrir tierras que forman hoy día los estados de California, Oregón y Washington y para tomar posesión de ellas. Hacia el centro, subieron Marcos de Niza, Alarcón, Coronado, Espejo, Oñate, etc. Todos ellos reafirmaban la propiedad de la tierra que hoy forma el Sudoeste americano a nombre del virrey de México que los enviaba y del rey de España. Más allá de los territorios del Sudoeste subieron expediciones no enumeradas en esta historia, pero cuyos vestigios se encontraban aún fehacientes en el siglo XIX, en comarcas colindantes con la frontera del Canadá. Así lo atestiguaron Lewis y Clark en su famoso viaje a través de los actuales estados de Wisconsin, Idaho y Montana. Por el lado del Atlántico, uno tras otro fueron llegando a sus costas marinos españoles desde 1513 y, muy pocos años después, capitanes, soldados y colonizadores mexicanos cuyo primer acto fue siempre tomar posesión de tierras vírgenes a nombre de España y que con sus incansables esfuerzos lograron por fin incluir esas vastísimas comarcas en el virreinato de México. (Como se ha visto en el capítulo de la colonización de Florida, fue el virrey de México quien, por espacio de casi trescientos años, sostuvo económicamente el gobierno y las misiones de la Gran Florida. El «situado» (cantidad que el virreinato enviaba para las actividades religiosas y militares de la península) llegaba periódicamente desde México y, además, se proveía desde México de cuanto hacía falta para la protección y seguridad de los colonos).

La Luisiana fue propiedad de México, según los tratados originales, pero fue colonizada originalmente por Francia. Sabido es ya que fue devuelta al imperio español en 1762 y —129→ que fue la influencia de México la que hizo llegar esa provincia a la cumbre de su desarrollo cultural y económico.

Primero, pues, que otra nación alguna, aseguró España su derecho de propiedad sobre esas regiones hacia el norte y, al erigir a México capital del virreinato, trasmitió España (vicariamente) a su favor el dominio militar, social y político de esas inmensas posesiones. Por su parte, México afianzó su dominio sobre esas comarcas al invertir la plata de sus minas y la sangre de sus hijos para hacer efectiva esa posesión.

- III -

Acuerdos con los indios de Norteamérica

Al tomar posesión de las tierras vírgenes de la América del Norte, los exploradores evitaron atropellar los derechos de los indígenas, digan lo que quieran los propugnadores de la leyenda negra. Individualmente, algunos españoles cometieron abusos; se sabe de muchos casos en que los colonizadores les arrebataron a los indios sus alimentos, sus casas y hasta sus mujeres; pero hay un acervo enorme de documentación fidedigna para probar que, al llegar los expedicionarios colonizadores a los territorios que ahora forman parte de los Estados Unidos, los jefes expedicionarios entablaron negociaciones amistosas con los indios para arreglar de común acuerdo todos los derechos de propiedad.

En Nuevo México, por ejemplo, don Juan de Oñate, el conquistador, convocó a los jefes y delegados de los pueblos de la región para explicarles el motivo de su llegada y los términos del convenio que iba a realizarse entre ellos y el representante del rey. Según el testimonio de testigos presenciales y de las actas notariales que se levantaron de esas memorables asambleas, no hubo coacción de ninguna especie contra los indios; antes gozaron éstos de absoluta libertad para deliberar y exponer sus puntos de vista. Su decisión fue en todos los casos la de atenerse a las ventajosas condiciones que les brindaban los representantes del virrey.

Consta por documentos de la época que los españoles establecían sus habitaciones cerca de los poblados indígenas y que en algunas ocasiones tuvieron que cambiar de lugar cuando los indios mostraron descontento con su proximidad. Así ocurrió, por ejemplo, en el pueblo de Taos67.

Que hubo extorsiones y abusos, nadie lo duda; pero ni el gobierno ni la iglesia los condonaban. Muy al contrario, el rey de España, el virrey de México, los superiores de las órdenes misioneras y el mismo papa hacían incesantes exhortaciones para que se respetara la propiedad de los indios. Famosa es, entre otros documentos referentes a este asunto, la bula del Papa Paulo IV titulada Sublimis Deus fechada en Roma el primero de junio de 1527. En ella, además de proclamar la igualdad de los indios con los europeos y de afirmar que debían ser tratados como tales por las autoridades civiles y eclesiásticas, añade:

«Determinamos y aclaramos con autoridad apostólica, que los indios, aunque estén fuera de la ley de Jesucristo, en ninguna manera han de ser privados de su libertad ni del dominio de sus bienes; que libre y lícitamente pueden usar y gozar de sus propiedades; que en ningún modo se les puede hacer esclavos y que si se —130→ hiciese lo contrario, sea de ningún valor y fuerza».

(Mariano Cuevas, Historia de la Nación Mexicana, p. 385).



Más que en Nuevo México hubo respeto a la propiedad india en Florida y en California donde la colonización se redujo casi exclusivamente a las misiones que se erigían, no para la explotación, sino para el beneficio de los indios. Hubo ahí concesiones de tierras, es cierto; pero eran de tierras baldías y que no contaban mucho en esos inmensos territorios abiertos a todo el que quisiera explotarlos. En toda la colonización de Norteamérica apenas se sabe de algún indio que fuera privado de sus tierras; sí sabemos, en cambio, que el derecho de propiedad de los indios fue defendido durante todos los siglos de la colonia.

IV. Exploraciones en Alaska. Los derechos del virreinato de México sobre todo el norte del continente americano fue la idea motriz que alentó por tres siglos a los mexicanos -fueran éstos nacidos en México o no- a llevar a las más apartadas regiones su idioma, costumbres y religión. Fue ese anhelo de colonizar «lo suyo» el que impulsó, muy avanzado ya el siglo XVIII, la colonización de California y el establecimiento de sus grandes ciudades; y fue ese mismo empeño por conservar el suelo patrio el que, ya ante la invasión rusa e inglesa de las comarcas muy al norte del continente, lanzó al mar a los últimos navegantes mexicanos para explorar y tomar posesión -siquiera efímera y temporal- de las regiones árticas.

Desde el año de 1725 Catalina de Rusia había enviado al danés Vitus Jonassen Bering a descubrir y explorar territorios de Norteamérica. En su primer viaje (1725-1730) el nuevo descubridor pasó por el estrecho que recibió su nombre y abrió así el camino a traficantes en pieles que durante el siglo XVIII establecieron la población de Kadick y empezaron a comerciar por barco en las costas de Oregón.

Esas incursiones rusas alarmaron al virrey de México que vio en ellas un gran peligro de perder parte de sus propiedades del norte. Dadas las condiciones por que atravesaba el país a mediados del siglo XVIII, nada o casi nada se hizo para remediar la situación en el norte del continente, pero al ocupar el poder en el virreinato el emperador conde de Bucareli, se empezaron a enviar barcos y más barcos para tomar posesión formal de aquellos territorios.

A once de junio de 1774 salió de Monterrey el capitán Juan Pérez, acompañado de misioneros y marinos a bordo de la corbeta «Santiago». Subieron los exploradores por las costas del Canadá hasta el extremo sur de la península de Alaska y, aunque no encontraron lugar adecuado para establecer colonia, sí tuvieron oportunidad de escribir mapas y de entablar relaciones amistosas con los indios de la región. La fragata regresó hasta México para dar cuenta al virrey de las exploraciones realizadas.

Una fragata y una goleta salieron en seguida del puerto de San Blas, en las inmediaciones de Tepic, con órdenes de tocar tierra, tomar posesión de ella y buscar los mejores lugares para establecer puertos. Era su capitán el marino mexicano don Bruno de Ezeta68. El trece de julio desembarcaron los —131→ tripulantes en costas de lo que es hoy el estado de Washington y tomaron posesión de la tierra. Fray Miguel de la Campa y fray Benito Sierra, misioneros de la expedición, erigieron una cruz e hicieron labor evangelizadora con los nativos. Empero, por la plaga del escorbuto que se había propagado entre los navegantes, la fragata hubo de regresar. La goleta, en cambio, siguió adelante y subió por las costas del Canadá hasta llegar a las playas de Alaska. Desembarcaron sus tripulantes a altura de 58 grados en un lugar que ellos llamaron Nuestra Señora de los Remedios: tomaron posesión de la tierra y nuevamente levantaron una cruz. Continuaron adelante hasta el grado 61 de altitud donde descubrieron un buen puerto al que llamaron de la Trinidad. Trataron de seguir adelante, pero vientos contrarios se lo impidieron, teniendo entonces que descender un poco, hasta la Bahía Bodega (llamada así en honor de un miembro de la expedición) donde anclaron el tres de octubre. Después de permanecer ahí varios días, optaron todos por regresar a Monterrey para escapar de los rigurosos fríos del invierno que ya se aproximaba.

El año de 1779 zarpó del mismo puerto de San Blas una flotilla formada por las fragatas La Princesa y La Favorita, al mando del capitán Ignacio Arteaga, mexicano por nacimiento como el jefe de la expedición anterior. Esta flotilla subió hasta una isla que llamaron Isla de Flores en las costas del Canadá, donde los tripulantes, después de tomar posesión, se surtieron de agua para seguir adelante. Siete meses duraron los expedicionarios reconociendo las costas del norte de Canadá y explorando costas de Alaska donde establecieron las ciudades de Valdez y Córdoba a los sesenta y dos grados de latitud: no lejos del lugar donde se fundó más tarde la ciudad de Anchorage.

Alegres por haber llevado al cabo su misión sin contratiempos y después de contribuir con importantes datos a la cartografía del Pacífico, regresaron a México.

Al recibir noticia el virrey Bucareli del éxito de estas expediciones, escribió al apóstol de California urgiéndole que siguiera colonizando hacia el norte para que pudiera el virreinato ocupar efectivamente los territorios de Alaska y hacer firmes así sus derechos sobre toda la América septentrional. Decía el virrey a fray Junípero:

«El puerto de la Trinidad, descubierto por don Bruno Ezeta, nos convida a un establecimiento; y, para no perder de vista ese objeto que tanta extensión puede dar al evangelio, debemos consolidar esos establecimientos y es a lo que espero contribuya el fervoroso celo de vuestra reverencia. Para podernos establecer en lo más distante ya descubierto, es preciso que esas reducciones puedan subsistir por sí en lo correspondiente a víveres, y a eso espero se dedique el celo de los padres misioneros, fomentando las siembras y la cría de ganado».

Por desgracia para México, los rusos continuaron avanzando hacia el sur y poniendo así en peligro la propiedad del virreinato sobre las costas del Pacífico del Norte. Si el derecho de primera ocupación tenía realmente preeminencia sobre el creado a favor de España y de México por la bula de Alejandro VI y el Tratado de Tordesillas, no tardarían los rusos en reclamar como suya la península de Alaska.

—132→

Para obtener informes fidedignos de la situación, envió el virrey una nueva expedición en 1788 a cargo del capitán Martínez69, quien regresó con muy fundados temores de que, tanto como el peligro ruso en Alaska, el peligro inglés se cernía sobre las costas de lo que se llamaba entonces California del Norte y que son ahora los estados de Washington y Oregón. Era preciso que el virreinato tomara medidas drásticas paro evitar el colapso, ya inminente, de todas esas regiones, con la pérdida de inmensos territorios que por más de doscientos años se habían juzgado propiedad de México.

Una poderosa escuadra salió de México en 1789 para salvar, por la fuerza si fuera preciso, las propiedades de México sobre las costas del Pacífico. La escuadra mexicana tuvo encuentros frente a las costas de Washington con barcos ingleses en los cuales salieron victoriosos los marinos de México. Contraatacaron los ingleses, después de recibir refuerzos de navíos que merodeaban frente a Oregón, pero nuevamente se defendieron los mexicanos con tal denuedo que llegaron a capturar varios barcos del enemigo. El disgusto de Inglaterra por la captura de sus barcos no tuvo límites; protestó ante la corte española y a punto estuvo de provocar una guerra. El primer ministro inglés alegaba propiedad de la costa canadiense fundando sus derechos en el Tratado de París de 1763, pero España los defendía con el título que le concedía su pacífica posesión desde las exploraciones de Vizcaíno en 1602. Por fin, ambas naciones convinieron en firmar el Tratado de 1790 sobre la propiedad del territorio de Nutka (Nootka). El coronel mexicano don Juan Manuel de Alba fue el encargado de poner en ejecución el tratado. Fue este oficial a Nutka, devolvió a Inglaterra los barcos confiscados, pero hizo que se bajara la bandera inglesa y reafirmó la propiedad del virreinato sobre Nutka que, por mucho tiempo, siguió siendo abastecida periódicamente por barcos de la flota mexicana.

Nuevamente surgieron dificultades con Inglaterra cuando, en 1792, el capitán inglés George Vancouver reclamó para su patria las tierras al norte del Estrecho de Juan de Fuca, al norte del actual estado de Washington. La isla al norte de ese estado pertenecía, según él, al Canadá; según el representante del virrey pertenecía a México por haber sido explorada por el marino del virreinato de México, Juan de Fuca, que desde el siglo XVI le había dado su nombre.

Tratando de llegar a un acuerdo con Vancouver, salió de San Blas don Francisco de la Bodega, comisionado del virrey. Nada se pudo dilucidar respecto a la propiedad de la isla, pero México entonces despertó a un interés mayor sobre los territorios del norte. Ese mismo año de 1792 salieron del paraíso tropical de Acapulco las goletas La Sutil y La Mexicana rumbo a las heladas regiones del Canadá. Iban comandadas por los capitanes Dionisio Galindo y Cayetano Valdés. Su intento era la exploración del Estrecho de Juan de Fuca, porción del Pacífico que divide actualmente el estado de Washington de las tierras del Canadá. Cumplieron su misión, entraron por el estrecho hasta rodear la península de Olimpia y alcanzaron a divisar la majestuosa cúspide del Renier.

La suerte, sin embargo, estaba ya echada. Inglaterra se había adueñado ya de esas regiones y los marinos mexicanos no podían, desde los convenios de 1790, establecer colonias en esas tierras que, aunque teóricamente pertenecían al virreinato, habían sido —133→ invadidas por los cazadores de martas de la poderosa Albión. Para esas fechas también Alaska había quedado totalmente dominada por los rusos.

A principios del siglo XIX se paralizaron todos los intentos de exploración y colonización del norte por causa de las guerras de independencia. En 1818 Inglaterra, que se había quedado dueña de los territorios al norte de California, firmó un tratado con los Estados Unidos por el cual tanto Oregón como el actual estado de Washington se considerarían en adelante tierra abierta a cazadores y mercaderes de ambos países.

Como se ha dicho ya en los capítulos dedicados a la colonización de Florida y de Texas, el embajador de España en Washington vio en 1819 que la ocupación de Oregón por los americanos era ya un hecho consumado y pensó que el virreinato de México saldría ganancioso de un tratado por el cual se obtuviera el reconocimiento de Texas como territorio mexicano a cambio de la cesión de Florida, de Oregón y de Washington a los Estados Unidos. Las autoridades americanas acogieron con agrado la proposición del embajador y España firmó ese mismo año de 1819 un convenio con Washington cediendo a los Estados Unidos las regiones comprendidas desde los límites oeste de La Luisiana hasta las costas del noroeste del Pacífico. Con ese tratado concluyó, automáticamente, el dominio de México sobre esos territorios.

Con la cesión mexicana del sudoeste en 1848 y la compra de Alaska a Rusia, toda la América Septentrional al norte del Río Grande vino a quedar en manos de Inglaterra y de los Estados Unidos. ¡Así se iba cumpliendo el sueño de Jefferson! ¡Así tomó cuerpo en América del Norte el Destino Manifiesto de nuestra nación!

Contribuciones de los mexicano-americanos al progreso económico de los Estados Unidos

Todo cuanto se ha dicho en el curso de esta obra queda abarcado en el título del presente capítulo. Ángel Cabrillo, el descubridor de California; don Juan de Oñate, el conquistador de Nuevo México; Juan Bautista de Anza, etc., todos cuantos realizaron obras de exploración o colonización en territorios que forman ahora la Unión Americana hicieron contribuciones importantísimas a este país. Ellos -y los millares de hombres y mujeres que figuraron en sus expediciones- estaban ya forjando una patria. Su trabajo, sus esfuerzos, su vida, su presencia misma en estas tierras constituía una aportación al futuro de la nación americana.

Pero ahora vamos a estudiar las aportaciones que los mexicano-americanos hicieron durante trescientos años al acervo económico de nuestra patria, trayendo árboles frutales, plantas alimenticias, animales de trabajo, materias primas para la industria, etc. (Se da aquí el nombre de «mexicano-americano» a todo hijo de México, o naturalizado en el virreinato de México, que vino a territorios que son ahora parte de los Estados Unidos y que, en alguna forma, influyó en el proceso de este país). Todos los elementos básicos —134→ de la vida y de la civilización que eran desconocidos en estas regiones y que llegaron de México importados por los conquistadores, mandados por los virreyes o amorosamente transportados por los misioneros.

- I -

Desde antes de 1492 México había surtido de ideas, y de productos alimenticios a los habitantes del Sur de los Estados Unidos. Enumeraremos aquí sólo los más importantes, siguiendo el parecer del Lic. Heriberto García Rivas en su interesante obra Aportaciones de México al Mundo70.

El maíz. Según conjeturas de la ciencia antropológica, el maíz apareció sobre la tierra en México hace unos 16000 años. No pertenece a ninguna familia conocida y fue obtenido por los indios en la región de las Huastecas mediante un proceso de hibridación. De ahí se propagó poco a poco a través de milenios por las regiones del norte, donde el profesor Paul C. Mongesdorf halló ejemplares prehistóricos en unas cuevas de Nuevo México, y por la zona del Caribe, donde Colón lo conoció en su tercer viaje. El maíz fue por más de diez mil años la base de las grandes civilizaciones indias y aun hoy día es fundamental para la alimentación del hombre y del ganado. Además es una fuente extraordinaria de riqueza pues de él se extraen almidón, dextrina, glucosa, azúcar, aceite, disolventes y lacas, xilosa, cartón, papel, seda artificial, sémolas y muchos otros productos.

El tomate. Su nombre se deriva de la palabra tomatl o xitomatl con que fue conocido por los indios de México miles de años antes de la conquista. Actualmente se usa en los cinco continentes. Llegó a España en el siglo XVI y al sur de los Estados Unidos había pasado desde tiempo inmemorial pues ya los descubridores encontraron ahí plantíos de este fruto.

El frijol. Los indios mexicanos llamaban a los frijoles ayacotl y fueron los primeros en el mundo en cultivarlos. De México pasaron a los países del norte y en el siglo XVI a España. En Francia el nombre mexicano ayacotl se convirtió en haricot; en Italia, se inventó un nuevo nombre: fiesoles del que los españoles sacaron la palabra frijoles.

El chile. Figuraba en la farmacopea azteca como uno de los remedios principales. Su nombre era tzilli. De la planta original se derivaron los chiles dulces o pimientos.

El aguacate. Árbol frutal originario de México y su nombre se deriva de la palabra náhuatl ahuacatl. Avocado o Avocat (en francés) son corrupciones del nombre mexicano.

El cacao. Los indios mexicanos cultivaban el cacao siglos antes del descubrimiento del Nuevo Mundo y su fruto servía no sólo de alimento sino también de moneda. Era, por tanto, un producto muy valioso. El emperador Moctezuma recibía sólo de la ciudad de Tobago 160 millones de boyas de cacao con las que se le preparaban diariamente —135→ cincuenta tazas de chocolate. De México se propagó el cacao por todos los países vecinos especialmente en los trópicos. Cortés envió el primer cacao a Carlos V en 1529. De España pasó a Francia y de ahí a la corte austriaca.

El chocolate. Con el cacao se hace el chocolate, cuyo nombre es netamente mexicano así como el producto que fue conocido por Cortés en la mesa de Moctezuma. El chocolate es actualmente un producto que, por usarse en muchas formas, constituye una fuente de riqueza para nuestro país.

La vainilla. La Academia de Ciencias y Artes Gastronómicas de París rindió en 1921 un homenaje «al indio anónimo que arrancó a la naturaleza el secreto de la vainilla», homenaje que -dice acertadamente el Lic. García Rivas- fue para México, ya que en México fue donde se descubrió esa maravillosa orquídea aromática que es originaria, como el maíz, de la Huasteca.

Frutas. Son originarias de México y de ahí se extendieron al resto del mundo: la piña o anona, la guayaba, el cacahuate y la papaya. La piña la cultivaron, antes que nadie en el mundo, los aztecas y fue enviada por Cortés a Carlos V de España, de donde se propagó por las tierras de los trópicos constituyendo ahora una fuente de ingreso muy considerable. El cacahuate cacahuatl en idioma náhuatl. Según el doctor George Washington Calver, se obtienen más de trescientos usos de esa raíz bulbosa, tales como cremas, aceites, pinturas, plásticos, gomas, etc. La papaya tiene muchas aplicaciones en medicina.

El pavo común (Guajolote)71.

Según la Enciclopedia Británica, fueron los aztecas quienes, siglos antes de la llegada de los españoles, domesticaron esta ave, y mezclándola con otras de la misma especie, lograron obtener de ella una carne blanda y sabrosa. En ninguna otra parte de América se conocía esta clase de pavo hasta que los españoles la llevaron a Europa donde tomó varios nombres y donde pronto se hizo muy popular. A nuestro país llegó por dos direcciones: de México y de Inglaterra de donde la trajeron los primeros colonizadores ingleses.

El hule. El árbol del caucho o hule fue cultivado por los olmecas, indios prehistóricos, más de dos mil años antes de la llegada de los españoles. Desde entonces lo usaban los indios para fabricar pelotas para sus juegos sagrados. Por toda la extensión de México lo mismo que en algunos lugares de Arizona pueden verse estadios donde se practicaba este deporte.

—136→

El chicle. Los indios de México masticaban tzictli que extraían del árbol del zapote blanco oriundo de las cálidas regiones del sureste mexicano; pero nadie más en el mundo practicaba esa costumbre tan común ahora, hasta que el americano Tomás Adams pensó en las ganancias que podría obtener industrializándolo y vendiéndolo en los Estados Unidos. Adams se hizo rico en 1869 con este producto mexicano. En 1907 se gastó un millón de dólares en la publicidad del chicle, pero ya en 1910 esa industria produjo sólo para uno de sus fabricantes -William Wrigley- la cantidad de cuatro millones y medio de dólares.

El algodón. A diferencia de los productos hasta aquí mencionados, que no se conocían en ninguna parte del mundo hasta que los mexicanos se los obsequiaron, el algodón sí se conocía en Europa antes de 1492. Sin embargo, era de distinta especie. El algodón de México se originó en el suelo mexicano y de ahí vino a las regiones de Arizona y Nuevo México muchos años antes de la conquista. En tiempo de Moctezuma era México un gran productor de algodón. Se calcula que la producción anual de fibras y telas sólo en la meseta central ascendía a 50000 toneladas. Diez años después de la conquista, México exportaba grandes cantidades de algodón a Europa. Desde entonces el mundo empezó a cultivar el algodón mexicano gossympium hirsutum, por considerarlo de mejor calidad que el originario de la India.

Otras fibras. El ilustre arqueólogo mexicano doctor Alfonso Caso dice que «el cultivo de las plantas que producen fibras es una de las contribuciones más importantes que el indio de Mesoamérica ha hecho a la economía del mundo»72. El algodón actual, el henequén, la pita, el ixtle y la raíz de zacatón han duplicado el conjunto de fibras usadas por la cultura europea. Del henequén se hacen sogas, lazos, cordones, cables, calabrotes, hamacas, redes, sacos, costales y la seda artificial mexicana, o artisela. El plástico moderno se obtiene de la mezcla del henequén con polyaterina y sirve para fabricar tanques de aviones, puertas y muchos otros objetos de aplicación industrial.

El añil. Se usan actualmente en el mundo más de doscientas especies de la indigofera cistatis y todas ellas se derivan de las plantas originarias de México. «En un principio, durante la Colonia, se cultivaba el añil en toda la Nueva España; pero pronto la Corona española no vio con simpatía su explotación, por considerar que tal industria era altamente dañosa para la salud de los indios. Así, en 1579, se hizo extensiva en el virreinato mexicano la Real Cédula, dada con anterioridad para Guatemala, prohibiendo el cultivo del añil porque, se decía, "debe preferirse el bien y conservación de los indios, más bien que el aprovechamiento que pueda resultar de su trabajo, mayormente donde interviene manifiesto peligro y riesgo de sus vidas". En cambio de ello se fomentó el uso de la grana»73. La grana, «uno de los más preciosos frutos que se crían en nuestras Indias Occidentales, mercadería igual como el oro y la plata»74.

Flores. La poinsettia o Flor de Nochebuena es uno de los más bellos regalos que ha hecho México a los Estados Unidos y al mundo. Es originaria de Taxco, donde los indios —137→ la obtuvieron mediante injertos de varias plantas y por la hibridación de sus semillas. Antes de la conquista, adornaba los invernaderos de Netzalhualcóyotl y Moctezuma. Vino a los Estados Unidos cuando el primer ministro de nuestro país en México, envió a su tierra natal, Carolina del Sur, unas semillas de esa planta con instrucciones de cómo cultivarla. A su regreso a los Estados Unidos dedicó su tiempo y sus energías a propagarla logrando así que se le diera su nombre a la flor e ingentes ganancias económicas. Se cree que su mercado anual representa más de 200 millones de dólares.

La dalia. Los mexicanos domesticaron y cultivaron amorosamente esta flor que es el símbolo de México. Según el sabio botánico don Francisco Hernández, es originaria de Cuernavaca, donde los indios la obtuvieron cruzando numerosas variedades de plantas. En 1784 obtuvo el abad Cabanilles, director del Jardín Botánico de Madrid, las primeras semillas de esa flor que salieran de México. El padre Cabanilles las sembró y cuidó las plantas con esmero logrando una variedad que denominó Dahlia variabilis en honor de su amigo, el botánico sueco. Dahl sembró varios bulbos en Dinamarca de donde pronto se propagó por todos los países nórdicos especialmente en Holanda, donde constituyó pronto uno de sus más lucrativos negocios. Los ingresos de Holanda por el comercio de las dalias asciende a más de 50 millones de dólares anuales. Francia obtiene 500 millones de francos en sólo una semana, la semana en que se celebra en París la Exposición de las Dalias.

Las orquídeas. «Todas las especies de orquídeas que existen en el mundo, dice García Rivas, son originarias de México»75. Los indios cultivaban una enorme variedad de ellas. Actualmente se calcula que existen en la república más de dos millones de variedades de orquídeas. Los indios las venden a precio bajo pero en los Estados Unidos, donde son muy estimadas, se cotizan muy bien. Una orquídea mexicana (cinco bulbos, y una guía) se vendió en 10000 en los Estados Unidos, según afirma Heriberto García Rivas. La Laelio grandiflora fue cultivada en Michoacán y se vendió en Nueva York en 5000 dólares.

- II -

A raíz del descubrimiento del Nuevo Mundo principió entre Europa y América un intercambio de productos que constituye, quizá, el capítulo más fabuloso y apasionante en la historia de la humanidad. América -con México a la cabeza- empezó a enviar al Viejo Mundo las riquezas que atesoraba no sólo en oro y plata sino en cosas más útiles y delicadas: alimentos, fibras, plantas medicinales, flores, etc.

La magnificencia de la corte de Moctezuma con todos los atractivos que habían cautivado la admiración de Cortés y de sus soldados se volcó en España de donde otras naciones recibieron flores y frutos tropicales, jamás imaginados.

Exuberante como fue, sin duda, la contribución de América a Europa, quedó muy por abajo, no obstante, de las aportaciones que España hizo a América. Al ser descubierto —138→ el Nuevo Mundo mandó la reina Isabel que trajera Colón semillas, plantas e implementos de trabajo desconocidos en América. Años después, el conquistador Hernán Cortés nombraba a su padre don Martín como su agente para buscar en España cuantos animales, plantas medicinales y otra infinidad de objetos se necesitaban en México, y con insistencia pedía al emperador -que no dejara salir barcos con destino a la América a menos que trajesen a bordo plantas y animales útiles de este lado del océano. Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México hacía la misma petición: «Que los oficiales de la Contratación de Sevilla envíen en los navíos toda planta de todo género de árboles y viñedos, según fuere el navío, y que se le haga traer hasta Veracruz proveído de agua, de manera que no se le pierda ni se seque por el mar».

De este modo, México se convirtió en el puente por el que pasó, rumbo a nuestros territorios de California, Arizona, Nuevo México, Texas y las demás regiones de los Estados Unidos, toda aquella inmensa variedad de animales, plantas, flores, aperos de labranza y útiles totalmente desconocidos por los indios de estas comarcas.

Entre los animales que España dio al Nuevo Mundo enumera García Rivas los siguientes: vaca, gallina, cabra, cerdo, carnero, pato, paloma, caballo, mula, burro y gato. Entre las plantas: olivo, morera, caña de azúcar, trigo, arroz, cebada, vid, naranjo, manzano, plátano, peral, fresa, durazno, membrillo, albaricoquero, cerezo, higo, datilero, granada, melón, limón, toronja, lima, castaña, ciruela y melocotón. Entre las legumbres: ajo, repollo, zanahoria, coliflor, remolacha, rábano, acelgas, espárragos, nabos, chícharos (guisantes), habas, lentejas, alcachofas, lechuga, trufas y algunas clases de cebollas. Entre las flores: rosas de Alejandría, jazmines, claveles, violetas, azucenas y otras muchas76. Se tratará aquí en particular solamente de los más importantes de estos productos.

El caballo. Es oriundo de América, pero desapareció de nuestro continente hace muchos miles de años y cuando Cortés trajo algunos de ellos para la conquista, los indios sentían miedo de su aspecto arrogante y feroz. Más caballos llegaron después y, como había en México muy expertos caballistas, pronto llegaron a multiplicarse extraordinariamente conservándose siempre de pura raza y en las mejores condiciones para la equitación. Todos los exploradores y colonizadores que partieron de México trajeron caballos a nuestros territorios donde se aclimataron pronto y se multiplicaron también en tal extremo que en grupos de millares de ellos recorrían las praderas causando daños en los sembradíos y pánico a sus habitantes.

El ganado vacuno. Sabido es que no había ni toros, ni vacas en América antes de la llegada de los españoles. Cortés los trajo a México y ahí se reprodujeron con extraordinaria rapidez. En 1541 Coronado trajo algunos de estos animales a Nuevo México para sustento de los miembros de su expedición. No se sabe con certeza si algunos de esos animales quedaron aquí a la partida de los españoles, pero sí es un hecho que don Juan de Oñate, en 1598, incluyó en su lista de importaciones, de México gran cantidad de toros y vacas no ya sólo para alimento de su gente, sino, sobre todo, para el establecimiento de establos y ranchos en las nuevas tierras. De esa fecha acá no cesó de entrar ganado vacuno traído desde México por los hacendados de Nuevo México, por los —139→ exploradores y, sobre todo, por los misioneros. (En algunas ocasiones ciertos descubrimientos tardíos dejaron informes escritos sobre productos y animales encontrados en estas regiones y que ellos creyeron ser oriundos de aquí. Así, por ejemplo, en 1598 el inglés White anunciaba a su reina el encuentro de viñas en las costas, de la Bahía de Chesapeak. White, pues, creyó ser la uva indígena de esas tierras, pero olvidaba que por ahí habían pasado colonizadores españoles desde 1527 y que en la segunda mitad del siglo XVI, los jesuitas habían establecido misiones en toda esa comarca importando muchos productos ahí desconocidos y enseñando a los indios a cultivarlos. Las viñas que encontró White muy bien pudieron ser residuos de plantíos anteriores. También sucedió algo parecido en 1680 con las vacas encontradas en Texas por los soldados del capitán don Alonso de León. Esas vacas habían quedado abandonadas por otros exploradores cuando, por cansancio, se negaron a caminar de regreso a México).

En algunas ocasiones llegaban aquí en rebaños de miles de cabezas, como en 1716, cuando fray Margil de Jesús que traía acopio de animales por él mismo recogidos para Texas, encontró que otros franciscanos conducían ya más de mil cabezas de ganado con el mismo fin. Innumerable cantidad de toros, vacas y becerros entraron desde Baja California para las misiones de fray Junípero, y, en Arizona, el padre Kino transportaba, en incesantes peregrinaciones, millares de esos mismos animales para los indios de sus misiones. Con el ganado obtenían estas regiones una fabulosa riqueza en pieles, leche, mantequilla, quesos, cuyos beneficios ascendían a cantidades fabulosas.

El burro. La rueda. En América no había animales de carga. Tampoco se conocía la rueda. El transporte tenía que hacerse sobre las espaldas de los indios. Dos hombres compasivos se movieron a piedad en México: Cortés y fray Juan de Zumárraga. Ellos trajeron los primeros burros a América. El beato fray Sebastián de Aparicio implantó el uso de la carreta, dándoles a conocer así a los indios el valor de la rueda como medio de transporte. Pesadas carretas subían periódicamente desde la ciudad de México al norte trayendo alimentos, semillas, muebles y artefactos para las misiones. Los indios de estos territorios recibían con el burro y la rueda dos instrumentos más para aliviar sus fatigas.

El trigo. No se conoció el trigo en América antes de 1493 en que Colón en su segundo viaje trajo el que se sembró en la isla de Santo Domingo. La llegada de este importantísimo grano a México es referido por el secretario de Cortés, Francisco López de Gómara, en su libro Historia de las Indias: «Un negro esclavo de Cortés que se llamaba, según pienso, Juan Garrido, sembró en un huerto tres granos de trigo que halló en un saco de arroz; nacieron dos y uno de ellos tuvo 180 granos; tornaron luego a sembrarse aquellos granos y poco a poco hay infinito trigo». Cortés, en cuyo huerto se cosechó el primer trigo de México, premió a Juan Garrido con una parcela que se transformó pronto en un hermoso huerto plantado con hortaliza y verduras de las que llegaban en los barcos de España de esa huerta se extendieron por todo México y muy pronto también por los territorios de nuestro país. El renombrado historiador Herbert Bolton afirma que el trigo que se cría en California debe su origen a los granos de esa gramínea obsequiados por el padre Kino a un cacique de Yuma77.

Animales domésticos y legumbres. Si como hombre cometió Cortés errores, hay en cambio a su favor un gran cúmulo de méritos que justifican el título que le dan algunos historiadores de «Padre de México». Además del caballo, del ganado y de animales de transporte que introdujo en México, a él debe Norte América la mayor parte de las hortalizas, árboles frutales y otras plantas que vinieron a enriquecer la dieta y la vida de los habitantes de este continente.

El conquistador mexicano estableció haciendas -verdaderas granjas de experimentación-, donde se aclimataban los vegetales llegados de España; a esas granjas llegó la caña de azúcar, traída anteriormente por Colón a las Antillas y plantada por Cortés en Tuxtla, Veracruz, desde 1519. A esas granjas de Cuernavaca, Vista Hermosa, Cuautla, Coyoacán, etc., llegaron también muchas otras plantas y semillas, y árboles frutales como el manzano, el naranjo, la toronja, que, cultivados con amor, se propagaron rápidamente por el suelo mexicano, y aún llegaron a las apartadas regiones del norte.

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