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Nuevas versiones de un pacto fáustico

Lisa Block de Behar





Si cada celebración se propone, entre sus mayores objetivos, suprimir las eventualidades, intentando derogar los accidentes de la historia con el fin de apartar al individuo de la fugacidad de un tiempo y de las reducciones de un lugar determinado, partiré de las actuales circunstancias con un propósito similar. Desde aquí, en Berlín pero recordando otras ciudades, identificada con las añoranzas de mi padre que me hablaba del esplendor de esta ciudad, no dejo de lado la aspiración de reunirnos por medio de los prodigios que multiplica la obra de Adolfo Bioy Casares, en una unidad de la que su obra cuenta, con la que cuenta más allá de esta situación particular ya que es en esta ciudad donde la unidad se restablece. Por medio del quehacer literario, que implica una forma de Aufgabe -en tanto es tarea y renuncia- intento circunscribir, a partir de su obra, un «lugar común», el «sitio» del lector donde encuentra o inventa los topoi koinoi, el espacio en el que coinciden las diferencias y desaparecen las distancias, suspendidas por el ritual de una lectura que también, como por arte de magia, las suspende.

A partir de esas ceremonias, el hombre se reconoce e identifica: los mismos textos, los mismos gestos, las mismas palabras y pasiones, propician una instancia sagrada, una «separación» que suprime el presente y su fuga, el lugar y sus limitaciones, actualizando un pasado que compromete el tiempo por venir, como un avance de eternidad que también impugna las fronteras del espacio determinado desbordándolo más allá de esos límites, del «aquí» y «ahora» (now/here), hasta su desaparición en una segmentación distinta (no/where), una falta de lugar que, en su ausencia, en un instante, coincide con la eternidad.

Dada la aceleración de los tiempos que corren, su incidencia en las deslocalizaciones progresivas, en las extraterritorialidades menos jurídicas y más frecuentes, en la extensión de las regionalizaciones planetarias y la ubicuidad contradictoria de los «no-lugares», día a día más numerosos y más alejados de las utopías que la razón del nombre y la historia cultural podrían sugerir, esta época no parece ser la más favorable para invocar la protección de los genii loci y su influencia. Sin embargo, tal vez por la remota y adversa relación entre palabra y lugar, aún sin haberlos invocado, estos genios andan cerca; su tutela parece velar sobre la lectura, revelar sentidos imprevisibles, dirigirlos, entrecruzando afinidades insospechadas, coincidencias que el lector advierte y elige a partir de textos diferentes. Ya se sabe que el homo legens, el hombre que lee, es un lector-e-lector, más aún, como todos los hombres, no puede dejar de elegir y, por esa fatalidad -un ejercicio de libertad paradójica el suyo- apuesta a un juego que no descarta ni los riesgos del azar ni el rigor de las reglas.

La lectura no ilumina los mismos pasajes ni con la misma intensidad; más que propiedad de la literatura, ese resplandor aleatorio es potestad del lector, una participación discontinua que fractura el texto en varias partes, lo quiebra en fragmentos que, sin proponérselo ni saberlo, el lector va eligiendo a discreción, separándolos y reuniéndolos según un movimiento hacia su propia interioridad. Los fragmentos hacen juego, logran una diversión y una combinación que dispersa y ajusta las piezas a la par. En el silencio, la interpretación convoca voces diferentes, procedentes de distintas épocas, en distintos idiomas, superponiendo las inscripciones de una página ausente en otra, dándoles un relieve especial, relevándolas. La diversión pone al descubierto una escritura que se repliega sobre sí misma sin evitar dialogismos, ni polifonías, ni transtextualidades, esos términos con que se alude al tráfico de un lenguaje usado como si no lo fuera, o al revés, una literatura de segundo grado o de segunda mano, que abona el espesor geológico donde se transforma el texto de acuerdo con una imaginación literaria, estratificando referencias o reverencias, una quimera de escrituras siempre pasadas, obliteradas, que concentra como en un sueño, la creación como condensación. La lectura imprime marcas invisibles de lecturas anteriores, son impresiones que la memoria registra a tientas, huellas de otros tiempos en una superficie rugosa de las que los antiguos códices constituyen documentos históricos y simbólicos actualizados tanto por la ficción como por la teoría.

Como en una ceremonia, en una cita o más, el texto se colma de voces en las que resuenan las voces de otros que la pronunciaron en los mismos términos y con discutible fidelidad: ERITIS SICUT DEUS, SCIENTES BONUM ET MALUM («Seréis como Dios, sabedores del bien y del mal»)1. Es tramposa la fidelidad de la transcripción; dicha por Mefistófeles o por su prima la serpiente, por el estudiante, por quien escribe o quien lee, no es distinta ni es la misma. Consiente una lógica de la continuidad que participa en la voluntad ambivalente de eludir las citas y en la tendencia o tentación a ser citadas, casi siempre las mismas.

Por eso, en ocasión de este homenaje a Adolfo Bioy Casares y a su obra, por tratarse de un autor hispanohablante, no dudaría en volver a insistir sobre la importancia de las citas, a fin de sacar partido de una oscilación semántica que es privilegio del español, una pluralidad poética sometida a la revocación utilitaria que el uso requiere. La palabra cita designa tanto las menciones del discurso ajeno en el propio como la entrevista personal o pasional. En ambos casos, el término vacila entre una referencia literaria o literal y las efusiones amistosas o amorosas del encuentro, una bifurcación de sentidos que orienta la «vacilación prolongada», entre le Livre et le Vivre2, la gran alternativa, tan enorme como una parábola que apunta hacia el discurso o el curso de toda una vida, en tal medida que, según la propuesta temática de hoy, la cita podría ser un mot-de-passe, una consigna emblemática que cifra el Encuentro sobre/con Borges y Bioy Casares. Demasiado citada, cargada de las asociaciones con innumerables contextos, también «Esto es una cita», y la certeza de la afirmación no resuelve las ambigüedades de un referente capcioso y elusivo.

A partir de la continuidad de la figura de Fausto, no sería excesivo asimilar la obra de Bioy a una epopeya ordinaria, una figuración fundacional de su imaginación que redunda, una y otra vez, en torno a un héroe demasiado accesible, protagonista de una gesta que no contradice los mitos precedentes o derivados. Pero, ¿de qué Fausto se trata?, ¿del drama de Goethe que anuncia, en «Preludio», su deseo por complacer «a la multitud que vive y hace vivir»3, donde el poeta describe la reunión de los alegres bebedores en la Taberna de Auerbach, en Leipzig muy cerca de aquí? Precisamente, en esa conocida escena del Fausto, los parroquianos exaltan, patrióticamente, su tierra que es esta tierra, a través del prestigio de otra:

FROSCH.-  No me hables más que de mi Leipzig. Es un pequeño París, y da buenos modales a su gente.


(89)                


FROSCH.-  Pues bien, si he de escoger yo, quiero vino del Rin. No hay dones más ricos que los que ofrece la patria.


(93)                


o Brander quien, a pesar de que prefiere mantenerse lejos de lo extranjero, se lamenta de que lo bueno no esté cerca:

  «El verdadero alemán no puede sufrir a los franceses, pero bebe con gusto sus vinos».


(93)                


Pero no es justo hacerse eco de las exaltaciones patrióticas del personaje, ni censurarlas, sin recordar que fue Goethe quien dio a la Weltliteratur las dimensiones planetarias que aún siguen en vigencia. Si esa concepción manifiesta su «reflexión ético-política» concerniente a la tolerancia4, es necesario entenderla como un intercambio universal recíproco entre las distintas culturas, apto para dar lugar a una guerra menos cruel y a una victoria menos arrogante, como aquel a que el poeta aspiraba en aquellos años:

«En cada particularidad, ya sea histórica, mitológica o procedente de una fábula, ya sea inventada de manera más o menos arbitraria a partir del carácter nacional e individual, se advertirá brillar cada vez más transparente la universalidad»5.


Es en este sentido «universalmente humano» que interesa atender el pacto fáustico suscrito por el narrador de Bioy, semejante a su autor, semejante al lector que se suma a una aventura de esa dimensión o a los peligros del simulacro.

En varias entrevistas, también al comenzar sus Memorias, Bioy cuenta que, como tantos argentinos de su tiempo, se complace en repetir de memoria las décimas del Fausto no de Goethe sino el de Estanislao del Campo (1866), deleitándose en repetirlas una vez más. Asocia la chispa rústica de esos versos criollos a las estampas del campo en la estancia del Pardo y al gusto por la poesía gauchesca que profesaba su padre, a quien le atribuye el recitado que él recita. Nuevamente el acorde de voces conforma una diversión unánime: las palabras que dice el poeta, su padre, sus propias palabras, las de quien lee, se confunden en los ecos de una sola dicción. Es llamativo que remita la recitación de ese Fausto primitivo a sus primeros años, que lo registre al principio de sus Memorias, como exhumada del fondo de la tierra, de tierra adentro, una reliquia de su arqueología más profunda que permite vislumbrar, entre ritos y sombras, la invariabilidad de los arquetipos, un vestigio natal o nacional que cada comunidad hace suyo. Borges lo dice con certeza: «No pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece -como el tango, como el truco, como Irigoyen- a la mitología argentina»6.

Pocos años después de esos recuerdos de pampas y cuchillas, Bioy hace constar su lectura del Fausto de Goethe, primero y segundo, una lectura que registra como parte de su «Auto-cronología»7. De padre a hijo, de un Fausto al otro, como esas voces que pueden ocultar otras voces, el personaje deviene uno y dos, o más. Dentro de una ética de la continuidad poética que los confunde, Fausto pasa a formar parte de su «pacto autobiográfico», tal vez la filiación -literaria, personal- más transparente de su escritura.

El subtítulo del ingenioso Fausto criollo dice «Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta Ópera». En este Fausto de Estanislao del Campo, un gaucho que anda por la ciudad de Buenos Aires asiste a la representación de la Ópera porque, según cuenta, alguien le advirtió que esa noche habría un montón de gente («a pata y en coche») en la función («junción, binificio estraordinario»), «y que dar vainte pesitos / por verla era necesario»8. Desde los dichos de un lenguaje criollo exagerado a las alternativas de la interpretación equivocada, por fiel, por literal, que realiza el paisano, Del Campo recarga la parodia en una caricatura que transgrede los límites de la historia que se cuenta, de una diégesis en fuga. En la ilustración de la primera edición, aparecía un grabado (de Henri Meyer) que retrata al propio Estanislao del Campo en el retrato de Anastasio el Pollo, contribuyendo a un efecto similar por un movimiento inverso. Una mise en scène o mise en abîme se refleja en un doble espejo, visual y verbal, burlas de una carnavalización que, como decía Paul Valéry, en su Mon Faust9, apelan a los «instruments de l'esprit universel». Más que en línea recta, una circulación en círculos, un vaivén textual que hace oscilar el Fausto de Valéry al borde de un abismo similar, muchos años después.

Lust, uno de los personajes del Fausto de Valéry -de nombre igualmente paródico- lee en el libro que Fausto le dicta: «Au lecteur de bonne foi et de mauvaise volonté», una invocación al lector (de buena fe y mala voluntad) que, más provocadora, figura en el «Au lecteur» del propio Valéry. Como en el caso anterior, la fórmula convencional parodiada desde la interioridad del texto profiere un tono mordaz menos cimarrón, igualmente irónico, reformulando citas recontextualizadas de distintos autores fácilmente identificables (Balzac, Pascal, Shakespeare, Goethe, obviamente). Refiriéndose a su Mefistófeles, es Fausto quien recita: «Il parle italien avec un accent russe», aludiendo a las duplicidades de la lengua del Diablo, un primer verso de Paul Verlaine, con quien Valéry sabe que comparte desde las inquietudes poéticas hasta las mismas iniciales. Una parodia en cadena: «Tous vos savants n'en font que parodies», sentencia Mefistófeles (365), convencido, más sabio por viejo que por diablo, que los sabios solo saben hacer parodias. «¿Por qué casi todas las cosas me dan la impresión de ser su propia parodia?», dice Leverkühn en el Doktor Faustus, una travestización «lúgubre»10 la suya pero que no llega a disminuir esa «hilarité du sérieux», con que define Maurice Blanchot «Le Rire des Dieux». Por la hilaridad de lo serio, el humor «va mucho más lejos que las promesas de esa palabra, una fuerza que no es solo paródica o de burla sino que provoca la risa y designa en la risa el sentido último de una teología»11.

Acriollado o afrancesado, o actualizado sin desgermanizarlo, como lo representa Thomas Mann, se consolida y reproduce el carácter universal de la figura y se sospecha, además, una forma de inmortalidad que Fausto no hubiera menospreciado. ¿Y si fuera esta persistencia a través de la tradición, de la transgresión más bien, una solución de la inmortalidad irónica que se le concedió a Fausto o a sus anhelos de inmortalidad?

Precisamente, es la observación de esa continuidad paradójica una de las posibles claves apropiada para leer la obra de Bioy Casares. Similar a una «hipótesis astronómica»12 que Bioy conocía muy bien, Fausto o sus sosias logran la deseada inmortalidad en obras, lenguas, tradiciones distintas, una disposición coral del mito que hace coincidir en una suerte de trama celeste, en un drama o en sus burlas, la universalidad. Cierta forma de eternidad a través de esa pluralidad de mundos enuncia la nostalgia de una «felicidad» anterior a la Culpa, previa a la Caída, la anuencia poética para una potencia de universalidad -o universalidad en potencia- que las dualidades del personaje de Fausto reserva, más por el escarnio que por el encanto de la discreción que es, por definición, «el lugar de la literatura»13.

Todavía ahora progresan y regresan narraciones que siguen transmitiendo las aventuras de la «matière celtique», las variaciones épicas de ese mundo mágico que rescata la nobleza de los caballeros del Rey Arturo y exalta, entre brumas y brujas, la pureza de sus ideales. No estaría de más examinar las contradicciones de una «matière faustique» que, sin dejar de ser mística, es absurda, ya que intenta conciliar las angustias del sin sentido con la búsqueda de un conocimiento trascendente, la inutilidad de los actos y pactos signados por la voluntad de saber o de ser a imagen y semejanza de quien es y sabe. La materia es maleable como la imitación de modelos que imitan a su vez a otros modelos, una imitación diferente de lo mismo, grados de una escalada imitativa que, si bien no retornan a las cavernas ni a la serie en cadena con que Platón aleja la verdad, de por sí esquiva, de una realidad que no la retiene, contribuyen a la consolidación de una poética que celebra el conocimiento de verdad, o se burla de la desesperación por alcanzarlo.

A veces aparece la mención explícita de Fausto, de sus atributos y tribulaciones en sus escritos. Un título sobre sus «oficios»: «Las vísperas de Fausto» considera las vicisitudes teológicas de un personaje condenado, más que a vender su alma al diablo, a repetir el engaño: «¿Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?»14. Más secretos, más cerca de la imaginación difusa del mito, se encuentran referencias indirectas, indicios del deseo fáustico, una especie de contraseña que permite el pasaje hacia el misterio de una lectura en clave no siempre cifrada. Otras veces, el narrador disimula esos indicios aunque activa un mecanismo de pequeños engranajes que desplazan la acción hasta un terreno ya transitado; las alusiones desaparecen bajo circunstancias ajenas al drama original entreabriendo la trama por la que se filtra una luz ya conocida. Invirtiendo los papeles, las sombras del «espectro» fáustico se proyectan sobre el tiempo; el personaje trasciende los umbrales como si su deseo de inmortalidad se hubiera cumplido.

«Dirán algunos que la circunstancia de figurar entre nuestros mejores recuerdos una película cinematográfica arroja sobre la vida una curiosa luz; tienen razón»15.


En esta época, más que en otras, cuando la aniquilación que no se justifica solo deviene una estética de la desaparición, cuando se niegan teorías o ideologías con la misma convicción con la que hasta hace poco se formulaban y defendían, cuando se niega la historia o prescinde de ella tanto como se había negado la poesía, las diferencias que se enfrentaban sucumben frente a la indiferencia. Era previsible que, más que las alternativas del discurso, cuenten sus silencios, los huecos ocultos en huecos mayores. Los fantasmas acechan una interpretación que intenta penetrar el «revés silencioso» del texto donde cuentan en secreto entidades inasibles de otros espacios, donde se entrevén los arquetipos, se desvanecen sus rasgos y los opuestos se asimilan. Una conjetura, como un rapto, estremece las formas de la imaginación, donde surgen mitos y leyendas a los que esa imaginación da forma y secuestra, un ir y venir sin límites que vuelve a quebrar la fractura del principio y pretende, por la palabra, restituirla aunque solo la repita.

Si bien es con Fausto, más que con Mefistófeles o Mefisto, con quien Bioy sella su pacto, una vez más los recursos de la ficción ponen en evidencia que, de la misma manera que los opuestos se identifican, se distinguen y confunden a la vez; una iluminación rápida, como un rayo, fulmina a la persona o su máscara, la aclara con la misma luz que la destruye. Remitiéndose a una obra que comienza con un prólogo en el cielo, donde se habla de un personaje que aspira a conquistarlo, no sorprendería que sus nombres, o las consonantes que los identifican, como en la escritura de la lengua de las Sagradas Escrituras, no los diferencien: Fausto y Mefisto, FST y FST, el seductor y el seducido son solo dos fantasmas de uno y el mismo. El nombre o sus letras lo revelan, como el nombre de «Un perro que se llamaba Dos»16, con mayúscula, Dog, God, Dos, una oposición diabólica o un diablo que se desdobla para contraer esa y otras dualidades en sí mismo:

MEFISTO.-  «De buena gana me iría ahora al diablo, si el diablo no fuese yo mismo»17,


decía Mefisto en Fausto o, si de dualidades se trata, corresponde recordar las Memorias de Bioy y la literalidad onomástica que revisa:

«En cuanto al significado del nombre Bioy, me llegaron diversas versiones: para la que juzgo mejor, Bioy significaría "uno contra dos"»18.


O, igualmente biográficas, las dudas de la dualidad atraviesan el texto afirmando o impugnando las señas de una identidad que depende del nombre. Escribía Bioy en una carta a Silvina:

«[...] la impresión de encontrarme conmigo, después de haberme perdido de vista en el agolpamiento de la vida en Buenos Aires. No imagines que me creo tan agradable como para batir palmas por haberme encontrado; solamente quiero decir que el individuo que había aparecido en los últimos tiempos en Buenos Aires no era el mejor yo»19,


jugando con las ironías de una unidad que puede ser una y plural formuladas por un individuo que, contra su indivisibilidad, se divide y se vuelve a armar.




Con efe de fauna

Mefistófeles se le aparece a Fausto por primera vez bajo el aspecto de un perro de aguas; entra a su gabinete, lo acoge, bromea, el perro se transforma. Desde el principio o «En el principio», como si dijera el Génesis, es la animalidad o la posibilidad de esa metamorfosis la que se hace presente, como si antes que la Palabra, que el Sentido, que la Energía o la Fuerza (Kraft), «En el principio», fuera la metamorfosis, un cambio en silencio, el origen de una teratología que la palabra legítima. La transformación ocurre en la escena en que Fausto se afana por traducir, en esos términos sucesivos, la definición del Principio: «En el principio era la Acción» y esa metamorfosis de la Palabra, sus desplazamientos, procuran una solución. Fausto escribe convencido de que El Espíritu ha acudido en su auxilio y con acierto:

«Si he de compartir la estancia contigo, perro, cesa de aullar, cesa de ladrar. [...] Mas ¿qué veo? ¿Puede eso acontecer de un modo natural? ¿Es ficción vana? ¿Es realidad? Cómo se agranda en todos sentidos mi perro de aguas. Esa no es la figura de un perro. ¿Qué fantasma he traído a mi casa?»20.



Ni los perros, ni las metamorfosis, ni distintas muestras de una animalidad latente son raros en la ficción de Bioy donde, entre los avatares de un bestiario sobrenatural y doméstico, los perros ocupan un lugar de clara preferencia. Recordaría el protagonismo canino de la novela Dormir al sol21; a pesar de la metamorfosis invertida, la perra que se llama Diana se corresponde con el perro que acompaña a Fausto, y comparte con Mefisto la complicidad de una doble aparición. A pesar de que, en uno de los diálogos con Noemí Ulla, Bioy manifiesta su preocupación por no asimilar los nombres de sus personajes para no forzar parecidos involuntarios:

«Los personajes deben ser reconocibles uno del otro, si un personaje se llama "Ester" es mejor que el otro no se llame "Esteban"»22,



en esa novela el mismo nombre nombra a dos, el doble, o solo la mitad. Como en el drama de Goethe pero al revés, Diana se transforma en una perra que se llama Diana, con las facilidades que favorecen las metonimias de una iconografía mitológica, con la misma facilidad con la que su esposo, un bancario, se transforma en relojero. No falta más que el entorno alemán, y no falta: ahí se menciona a «un caballero teutón», un extraño domador de circo, sobre quien corrían los más variados rumores,

«[...] fue héroe en la última guerra, fabricante de jabones con grasa de no sé qué osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta en Ramos, instrucciones a una flota de submarinos que preparaba la invasión al país»23.



Dice el narrador en primera persona: «Voy a contarle mi historia y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea». Gracias a la opción de confiar en una creencia dudosa, «the willing suspension of disbelief» que propugnaba S. T. Coleridge y que la novela propicia, no sorprende que el mismo nombre indistinto designe a una perra, una diosa, a una mujer hermosa, un diablo a medias o partido al medio, ni que el nombre propio, en lugar de identificar o, además de identificar individualmente, dé lugar a una referencia plural y dudosa que no llega a discernir entre razas, animales, tierras y gentes:

«-Un perro ¿de qué raza? -pregunté como un idiota.

-Recuerdo la palabra Eberfeld. No sé decirte si es la raza o la ciudad donde vivían o el nombre del profesor»24.



La vaguedad inesperada, más grotesca en tanto compromete la propiedad del nombre y promueve la errancia de referentes que las definiciones del significado rechaza, se mezcla con los resortes de la fábula. La misma confianza legendaria en la creencia de que los animales son gente castigada explica la maldición de no poder hacer uso de la palabra o el comentar, sin perturbarse, el hecho «De los perros que hablan»:

«-Contó que otro profesor, un compatriota suyo, enseñó a un perro a pronunciar tres palabras en perfecto alemán».



Y así sigue la novela de un autor que no priva a los animales de la palabra, que utiliza nombres propios como puentes, cruzando espacios y especies para denunciar la ficción del nombre, apropiándose de nombres ajenos para reforzarla, habilitando un libre trasiego de personas, almas y animales, personajes de fábulas y sus autores confundidos por la mera mención que no se diferencia totalmente de la mentira sino solo a medias, como se fragmenta el nombre de Diana en diablo. En esta novela, el doctor Samaniego es un personaje de novela capaz de realizar experiencias extrañas para dar la palabra a quienes les falta; Félix María Samaniego, el fabulista, solía hacer otro tanto para la educación de sus discípulos en el Seminario de Vergara. Es en la extraterritorialidad de la ficción (o a la inversa) donde tienen derecho de ciudad los seres más diversos, donde los animales hablan porque solo en las fábulas se les otorga el don de la palabra, porque gracias a la fabulación o confabulación narrativas, se crea un estatuto de complicidad inherente a la palabra, el habla, la fábula, que habilita el espacio literario, donde es tan verosímil o tan fantástico que se pronuncie el príncipe Hamlet como el fantasma de Hamlet, su padre, confundidos en la permanencia de un nombre que no cambia, en la existencia de un nombre propio común. En los cuentos de Bioy, el hombre no se opone al animal, una oposición que no solo era parte de su humanidad para los griegos (gr. anthropos), sino la instancia perversa de una evolución que, más que degradarlo, lo desconcierta:

«De la muerte me devuelven la gata de mi amante, no a mi amante. ¡A mí tan luego me conmovía el mito de Orfeo! Por lo menos con Orfeo la crueldad no se agravó del sarcasmo»25.



Para mayor crueldad y peor sarcasmo, sin pasar al otro mundo pero muy cerca de ese pasaje, de un trance o tránsito que la vejez acelera, en el bestiario de Bioy son los cerdos los que protagonizan obstinadamente la mutación más frecuente, denigrando a los viejos en una sociedad que los detesta o ignora. Es conocido el comentario escandalizado de Borges al enterarse del título La guerra del chancho que Bioy proponía inicialmente para una de sus novelas: «¿Cómo vas a poner un chancho en la tapa?». Reconociendo la grosería de la palabra Borges prefiere, en todo caso, que reemplace chancho por cerdo e introduce Diario para aliviarla, una estrategia que distribuye, según él26, el desagrado entre tres términos.

Diario de la guerra del cerdo27 ha sido objeto de desigual aprecio. Para la editora italiana, los acontecimientos de la historia dieron razón a una novela que trata de diferencias de edad, de los odios que alientan esas diferencias, de las persecuciones y crímenes a los que dan lugar. Para el editor alemán, en cambio, este libro no fue aceptado como otros de Bioy ya que presume que la mayor parte de los lectores son de mediana edad y, por miedo o por otras razones, preferirían no leerlo28. Uno de los personajes de la novela se anticipa a las conjeturas del editor:

«En esta novela los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado...»29,



sin descartar que los desmanes de los totalitarismos que el siglo no ha escatimado, implicarían a lectores -no necesariamente alemanes- en distinto grado:

«"[...] La gente está loca. Descubrir tanto odio, en mis propios compatriotas, les juro, me entristece. [...] Pero ¿los cerdos somos nosotros?", pregunta uno. "-Ya no hay lugar para individuos -aseguró flemáticamente Arévalo.- Solo hay muchos animales, que nacen, se reproducen y mueren"»30.



No solo en sus frecuentes escritos personales, más íntimos o más confidentes, manifiesta Bioy sus preocupaciones por las posibles referencias históricas, por las alusiones internas, por las connotaciones de los términos, sino que los desbordes de su imaginación novelizan incluso los usos sintácticos, convirtiendo la corrección gramatical en un tema y meta de la ficción. A pesar de la extensión que la transcripción literal requiere, en este caso más que en otros, es interesante observar una dramatización del lenguaje por el lenguaje, la especulación de la palabra en espejo, discusiones que no incurren, sin embargo, en banalidades bizantinas, al contrario, llegan a restituir el peso o el pesar de una situación menos insólita, menos extravagante que el intercambio lingüístico que exteriorizan:

«-¿Qué leías?

-En Última hora, el recuadro sobre La guerra al cerdo.

-¿La guerra al cerdo? -repitió Vidal.

-Yo pregunto -dijo Arévalo- ¿por qué al cerdo?

-Ese al me parece incorrecto -opinó Rey.

-No, hombre -protestó Arévalo-. Pregunto por qué ponen cerdo. Este pueblo no es consecuente en nada, ni siquiera en el uso de las palabras. Siempre dijimos chancho.

-Basta el capricho de un periodista y todo el país hablará de la guerra al cerdo»31.



Si bien el terror de la discriminación profiere consignas que no habían desaparecido y parodia el absurdo de las argumentaciones de un pasado demasiado reciente, tal vez por eso mismo, la novela no tuvo fuera de su país o en Europa el éxito que mereció en la Argentina.

¿Y Fausto? Las proliferaciones suizas, las precisiones verbales y las discrepancias onomasiológicas que, más allá de la alegoría, aproximan los planteos a estas tierras, inducirían a pensar que quedó lejos el pacto anunciado. Al contrario. A partir del declarado combate contra la vejez, del rechazo a los cerdos y de un rodeo hermenéutico suficientemente conocido que los implica, no es difícil volver al ámbito literario de Fausto, a las rondas de brujas, monos y bestias, a la causa inicial del pacto. Curiosamente, contra las previsiones de una geografía próxima, habrá que desplazarse hasta el Río de la Plata para encontrar el itinerario más corto de regreso al tema.




Un Más Allá cercano

Con frecuencia, Bioy hace del Uruguay una radicación privilegiada donde situar sus narraciones con comodidad. La proximidad de este pequeño país, de un territorio considerado casi propio, las docilidades consabidas de una disposición hospitalaria, la dimensión desproporcionada que amortigua cualquier insinuación de rivalidad, el pasado compartido que confunde los dos territorios en una historia común, la antigua denominación histórica, la Banda Oriental, ubicada al este de la Argentina, condicionada por su perspectiva cardinal, la pretensiosa denominación oficial: «República Oriental del Uruguay», los vínculos familiares que estrechan esas circunstancias, explican el hábito de Bioy de abreviar el nombre del país al que designa como la «otra Banda». Un ejemplo: en «Planes para una fuga al Carmelo» (1986), Bioy no nombra el departamento de Colonia sino en esos términos. Pero, más allá de esas coordenadas realistas o de una otredad política desvanecida, es un Más Allá, con mayúsculas, a la vista y al alcance de la mano el que lo tienta.

De manera que, además de cierta trascendencia inminente, propondría un regreso a Fausto a través de una cortada o coartada narrativa transidiomática que no se apartara de un principio igualmente sagrado pero que tampoco alejara a los animales del todo. No es el problema de una animalidad que refute la condición de anthropos sino la particularidad de una relación con la palabra, con la exclusividad más que la exclusión del nombre que determina las recurrencias de la imaginación y de una estética nominal. En el relato «Historia desaforada»32, el narrador es un médico que entre sus pacientes recuerda especialmente uno al que llamaba Buey quien, en una primera entrevista, le dijo que la vejez era una situación sin salida. El médico prometió buscarle una solución, pero ¿cómo abandonar una naturaleza que opone la humanidad del hombre (gr. brotos) a la inhumanidad de los dioses?

Se pensaría, desde la filosofía, en una lengua preadánica, edénica, que superando los límites idiomáticos se desprendiera de su particularidad en busca de una dimensión diferente, un idioma que, anterior al castigo, conciliara las especies diversas con las variaciones del mito, sin descartar la aureola mística de una biología o zoología que hace del habla su fábula.

¿Volvieron los cerdos? Nunca dejaron de estar ahí, en realidad. «Ad porcos»33 es el título de un cuento de Historias de amor que ocurre en Montevideo en aquellos años, cuando Perón amenazaba cortar relaciones con nuestro país e impedir los viajes al Uruguay. El narrador dice haber olvidado el nombre de un personaje que lo entera de los alarmantes rumores políticos; sin embargo, recuerda, al pasar, el aspecto juvenil que mantenía y alguna vulgaridad de su dicción. Cuenta que debe postergar su regreso a Buenos Aires y permanecer en nuestra ciudad. En tales circunstancias, desecha volver al cine y prefiere recorrer la Pasiva, la Plaza Independencia, la Ciudad Vieja, cenar como un rey en el restorán El Águila y, al enterarse de que en el Teatro Solís se representaba La condenación de Fausto (1846), drama en cuatro partes de Héctor Berlioz, se compara con el protagonista de Estanislao del Campo sintiéndose tan desubicado como él en la ciudad. Al saber que la obra no era una ópera sino un oratorio (en realidad el oratorio es L'enfance de Christ, 1854), deja de lado sus aprensiones criollas y prejuicios antioperísticos y siente que Mefistófeles, más que Santa Cecilia, le tiende sus redes. Al instalarse en la sala, le llama la atención una señora de blanco que se sienta a su lado: «No solo estaba vestida de blanco: era blanca. Una piel pálida, demasiado pálida». De una pureza, blancura y belleza singulares, su apariencia le recuerda al personaje los atributos que «representan una variedad, no menos interesante que otras, del eterno femenino34 en Goethe» y al narrador, presumiblemente, las mágicas escenografías nevadas del Faust de Murnau (1926).

Como un retorno más, los temas repiten una nueva seducción. Al mismo tiempo, se oye el pasaje del enamoramiento de Margarita: «En mis sueños lo he visto». La escena musical es el leit motiv del cuento y no solo conduce su hilo narrativo sino que, a manera de bajo continuo, constituye la apoyatura sobre la que ocurren los acontecimientos más significativos. Por un lado la ópera, por otro, se verifica la constante del nombre y sus heterónimos: Perla, esta vez. Dice el narrador:

«Para quien se crea refinado, el humorismo que estriba en nombres acaso peque de basto. En cuanto a mí, que una muchacha blanquísima se llamara Perla me pareció el colmo. Admito además que en el instante de recibir la información me estremecí a ojos vistas. Hoy encuentro todo eso un poco increíble, Perla es Perla, naturalmente, y para designarla cualquier otro nombre resultaría ridículo»35.



En este cuento son estratégicas las elusiones narrativas de Bioy: casi de incógnito, se entrevén -entre nombres de pila conocidos, referencias musicales de desigual rigor y dichos evangélicos- tanto a Margarita como a los cerdos bajo otro nombre. En griego como en latín, «margarita» significa «perla», ya se sabe. Pasar de perlas a palabras parece natural, pasar de perlas a flores, parecería menos previsible; sin embargo, familiarizado por el Evangelio, el traslado se tramita sin dificultad; dice Mateo que dice Jesús:

«No arrojéis vuestras perlas a los chanchos, podrían pisotearlas con sus patas y volverse contra vosotros para desgarraros (Mateo VII, 6)».



En otro cuento, «Encrucijada», también de ambientación montevideana, dice un personaje: «La verdad es que esta gente no sabe que para el criollo una frase en otro idioma siempre tiene algo de cómico»36. Las encrucijadas son varias: por medio de un eufemismo retórico, por un nombre dicho en otra lengua, por una puesta en escena narrativa y paródica que seculariza, trivializando, una situación que el drama teatral y la música han consagrado, Bioy logra atenuar -con el humor cómplice de referencias culturales compartidas- la abyección del abuso, el desperdicio de la virtud arrojada a una especie denostada, la fatalidad del discurso religioso que eleva la narración más allá de las vicisitudes circunstanciales, o de la profanación.

Al remitirse en latín a la cita bíblica del título, hace posible una forma idiomática de universalidad «a término», una escapada semántica que reúne el mito de Fausto, los cerdos, las perlas, Margarita, en un mismo misterio ancestral y cotidiano. El escritor y sus personajes saben de la ambivalencia de esas citas que ponen en movimiento una tradición insuficientemente conocida y una expectativa que no siempre se cumple:

«Yo he descubierto que es muy peligroso aplicar a la conducta ideas literarias»37.



Pero, dentro o fuera del texto -en el caso de que fuera posible distinguir la interioridad de una exterioridad azarosa- las ideas literarias, las citas que las evocan, se van repitiendo desde la antigüedad como las palabras que las formulan. Una impulsión arqueológica superpone conceptos y términos, encastrando unos en otros desde los orígenes hasta la actualidad. Esos antecedentes prolongan en varias direcciones el mito de Fausto, su longevidad es causa o efecto del deseo de rejuvenecimiento, sus variaciones afianzan su inmortalidad. Fausto y su mito perduran a la par. No resulta extraño, en consecuencia, que en virtud de esas aspiraciones pululara una demografía de doctores, que conjuraran como brujas la eficacia de licores mágicos y pócimas añejas para rejuvenecer, para reanimar las pasiones, para vivir, en fin. Las referencias a médicos y hospitales, a sus curas milagrosas o diabólicas, a la atrocidad de fuerzas ocultas en sus ciencias, excederían los límites del inventario. Bastaría recordar que, hablando de Dino Buzzati, de la coincidencia en la invención de argumentos decía Bioy:

«Sin duda compartimos la obsesión por los médicos, los hospitales y los enfermos, y me agrada pensar que a lo mejor hay influencia suya en mi cuento "Otra esperanza"»38.



Tampoco resulta extraño que los prestigios de los doctores sabios circularan en espacios de eternidad. Desde el principio, en el «Prólogo en el cielo», que replica el comienzo del Libro de Job (I, 6-12), es el «El Señor» quien nombra a Fausto por primera vez como nombra a Job en su libro; reconocido por la fama de su profesión, Mefistófeles «cuestiona» su renombre:

EL SEÑOR.-  «¿Conoces a Fausto?

MEFISTÓFELES.-  ¿El doctor?

EL SEÑOR.-  Mi siervo»39.



El marco celestial, las referencias bíblicas, la profusión de ángeles, no impiden que las tentaciones del diablo, la solución de una temporalidad que acecha, de la ilusión y sus medidas reclamen la parafernalia fáustica de un escritor que fetichiza el conjunto de sus bienes. El cuento «El relojero de Fausto»40 vuelve a las andadas. Un personaje, Olinden, disfrazado de diablo, ilustra una vez más la semántica conjetural del nombre. «Olinden» (al. Linden, «tilos»), a la «Danza y canto» de los aldeanos que celebran bajo los tilos la Resurrección del Señor al principio de Fausto. En el cuento hay un zoológico con un animal horrible, más feo y ordinario que un chancho, probablemente más feroz que el jabalí. Entre otras citas, transcribo un diálogo que resume la renovada disposición al pacto:

«-Y usted, de vez en cuando, se da una vueltita por este mundo, comprando almas.

- Y... sí -dijo el diablo, un poco avergonzado.

-¿Trato hecho?

-De acuerdo. ¿Hay algo que firmar?

-Ya le dije, somos gente a la antigua. Me basta su palabra.

-¿Para cuándo el rejuvenecimiento?

-No va atardar, créame. Vaya tranquilo».



Alguien habla del Dr. Sepúlveda, hay quienes alaban sus descubrimientos, para unos es el inventor del atraso del reloj biológico que extiende «el estrecho mundo de los viejos», para otros es un gran embaucador. Las opiniones, siempre divididas, dan lugar a una reflexión que dirime la controversia en categorías: hay «dos clases de médicos: los que saben y los que sacan premios». La ficción se adelanta, sus médicos ensayan, experimentan, logran -a veces- detener el envejecimiento, evitar el descaecimiento y la muerte, gracias a inventos:

«-No vale la pena.

-¿Qué? ¿Seguir viviendo?

-¿Cómo se te ocurre? Yo, por mí, no me voy del cine hasta que la película acabe»41.



Las simplificaciones de inventarios no le contrariaban demasiado a Bioy, tal vez porque exponen la lista de un desorden diferente y el escarnio de las omisiones42. Si hubiera que emblematizar un animal entre otros, sería un cerdo -ya se dijo; si fueran máscaras, las del diablo; una profesión siniestra, la del doctor; una obsesión: el devenir; otra obsesión: el devenir viejo; un objeto ominoso: el reloj; un lugar: el cine, un no-lugar: el cine; un invento: el cine; una máquina: el cine. En el cine se cruzan todos sus temas y se diluyen sus temores.

La invención de Morel -un nombre que no disimula su deuda con las invenciones del Dr. Moreau, con la isla, con sus atroces experimentos- es un invento elevado a la EME, M... como... Mabuse, Mor- como Morel, con una o dos eles, con o sin te, o Morris, el personaje de «La trama celeste», or more and more. Posiblemente, la de Morel sea la invención literaria de la que más se ha hablado, multiplica o registra la figura, la retiene, la destruye para que continúe existiendo más allá de la vida en la perpetuación de las imágenes, en la eternidad que fabrica el cine. El cine es el tópico ideal de Bioy, el tema y el lugar dilectos, «vivía» yendo allí; vivía yendo allí, era donde anhelaba morir, para que su muerte se acabara, como un sueño o un film, al despertar o al iniciarse la próxima proyección, para que su cuerpo se fundiera en el espacio que hace del tiempo movimiento, del movimiento, imagen, de las imágenes toda la imaginación, a perpetuidad.

En la obra de Bioy, el pacto de Fausto es una variante del pacto del cine en el que ya son legiones los doctores que, a la manera de los científicos imaginados por el expresionismo alemán o los que siguen inventando anatomías macabras y simulacros mecánicos, superan o suspenden las limitaciones de los sentidos y la coacción de las circunstancias. Las imágenes perduran, inalterables, sin que la corrupción las venza y, en la misma medida, fascinan: una nueva querella de las imágenes, una superstición, en la animada eternidad del cine.

Las invenciones cruzan especies procreando híbridos de hombres con dioses, con animales, con máquinas; un mundo de quimeras, de sueños antiguos que sobreviven por una tecnología que los favorece, supérstites en un tiempo que ni los detiene ni llega a contaminarlos.

¿Cómo contraer en una misma figura las coincidencias de un personaje, del autor, de dos, de más? ¿Cómo distinguir la obstinada búsqueda del conocimiento de la pérdida o de la pérdida del conocimiento, de un tiempo sin tiempo o de la posesión de la mujer, el amor que evoca el otro sentido del conocimiento bíblico? En La invención de Morel, «la novela perfecta», según afirma el famoso prólogo, no solo el narrador se deja seducir por la precisión de imágenes copiadas por una máquina, preservadas a partir de la realidad que se descompone a la par que se registra para siempre. Más que por la presencia de una mujer misteriosa, se deja atraer por su imagen o por la falsedad del nombre: la mujer se llama Faustine, un nombre francés, fausse, como si sonara a falso en francés, o en falsete, como dicen en campaña que suena la voz del diablo. F for Fake es el aliterado título del film de Orson Welles que cifra fraudes, films, la fascinación que la falsificación y la fortuna ejercen.

A pesar de la recurrente asociación que se suele establecer entre Borges y Bioy, no me fue difícil, a lo largo de toda esta reflexión, casi no mencionar a Borges ni su obra. Tampoco lo evité. En silencio y desde la ausencia, como quien traza un contorno guiado por puntos que, al unirlos, muestran un dibujo insospechado, la lectura fue bordeándolo, especulando en contraste, una estrategia que no lo pasó por alto: al contrario. Su estampa definió, desde el hueco, la alteridad necesaria a la constitución de la identidad para que la identificación se verifique. Según el lector, Borges -el mismo, es el otro de Bioy-, una inquietante alternativa cuya figura espectral asigna a la obra de Bioy, la condición de un estatuto no-Borges, del que ninguno de los dos reniega.

A través, en filigrana, como en el vaciado de un molde, la obra de Borges constituye una de las dos partes del símbolo, esa mitad que según Aristófanes restituye, al encontrar su contrario, la felicidad de una unidad anterior a la fractura. Aun cuando su nombre sea un oprobio -según dice el personaje de Platón de los andróginos- su naturaleza es perfecta. Partido en dos, la pérdida de la unidad justifica la atracción entre partes opuestas, la reparación de una entidad primitiva, del todo completo, de una indistinción que añora.

Salvo cuando se refiere a la poesía gauchesca y consagra a Fausto como el más argentino de los mitos criollos, una sustitución de nacionalidades a la que era propenso, Borges no habla de Fausto, aunque sabios no falten en su obra. Tampoco aparecen las reliquias de la galería fáustica: ni cerdos, ni margaritas, ni relojes, ni cine, ni máquinas, ni médicos, ni diablos, ni obcecadas longevidades, ni tantas mujeres, raramente el amor. Si bien en la lengua original, en la lengua perfecta de las Sagradas Escrituras, el amor no se distingue del conocimiento43, uno se dirige en un sentido, el otro, en el otro. Denominar silepsis o dilogía a esa contracción semántica que tiende a disociarse, sería secularizar retóricamente una unidad que, inquebrantable, no se discute ni disputa: Yâdâ, el verbo bíblico, no distingue entre ambas disposiciones del espíritu y del cuerpo, sino la misma tentación a concebir; la unión queda consolidada por la conjunción desconcertante de la palabra. Es curioso, en el Faust de Murnau, sería amor (Liebe) la palabra que se lee y se ve al final. La perdición empezó por la necesidad de conocer y la salvación por el amor. Sin más, así termina.

El estrecho vínculo intelectual y amistoso entre Borges y Bioy, las inusuales prácticas literarias compartidas que, desde un principio, llevaron a cabo, por los aciertos literarios que entrecruzan señas de complicidad de uno a otro texto, justifican esa insólita asociación que la famosa fotografía en sobreimpresión de las imágenes de Borges y Bioy, como una sola persona, contraen en un híbrido paradigmático. A fin de indiferenciarlos, Rodríguez Monegal denomina Biorges esa síntesis que la ocurrencia de la fotografía pone en evidencia. El híbrido remite a la condición original anterior a la escisión y el castigo: el diablo separa, el símbolo vuelve a unir.

El amor de Bioy Casares en busca del amor alcanza, en profundidad, al conocimiento de Borges en busca del conocimiento, y devienen, en ambos, pura amistad. En un homenaje a Rodríguez Monegal, Borges pondera a su biógrafo como amigo. Transcribo:

«[...] la amistad es realmente una de las pasiones de nuestros países. Quizás la mejor. [...] En el Fausto de Estanislao del Campo, ¿qué importa la parodia de la ópera? absolutamente nada, lo que importa es la amistad de los dos aparceros»44.



A propósito de una narración de Martin Buber, es Maurice Blanchot quien recuerda en L'amitié que la historia del «Docteur Faustus lui-même dérive évidemment de modèles hébraïques»45, y no sería extraño que también este mítico doctor derivara de modelos hebraicos. Aparentemente distintos, en principio y en el fondo son lo mismo: el amor o el conocimiento redimen el castigo y la culpa deja de serlo: «solo comiendo por segunda vez del árbol del conocimiento podremos recuperar el paraíso» [only by eating a second time of the tree of knowledge will we regain paradise46].

Al comenzar se anunciaba que, si bien la celebración ocurre en un lugar y en un tiempo particulares, la repetición logra suspender esas circunstancias con el fin de acceder a una instancia donde las eventualidades no cuentan. Semejante a la ceremonia y sus ritos, la lectura propicia la pasión de un encuentro que es doble, literal, y que la cita prolonga.





 
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