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Objetos de deseo: algunos personajes femeninos en la narrativa breve de Antonio Di Benedetto

Fabiana Inés Varela

El hombre es el Sujeto y la mujer es la Otra

Simone de Beauvoir



Antonio Di Benedetto (1922-1986), narrador mendocino de trayectoria internacional, nos ha legado una galería de personajes masculinos que persisten en el imaginario intelectual contemporáneo: Zama, el corregidor anclado en mitad de la tierra que espera inútilmente un ascenso; Besarión y su interlocutor «El Silenciero», además de otras entrañables figuras dispersas en sus cuentos como, por ejemplo, Aballay, especie de centauro, símbolo -según Graciela Maturo- de nuestra identidad americana1, o Jonás, mítico ser devuelto por el vientre de la ballena y dispuesto a «hacer florecer la nada». Todos ellos, complejos y sugerentes, enfrentados con aporías vitales que los llevan a meditar o enfrentar su destino.

Sin embargo, los personajes femeninos dibenedettianos son bastante menos recordados, posiblemente por ser menos elaborados -aunque no por ello menos complejos- y por carecer de una identidad tan definida como la de sus personajes masculinos. Si bien, las mujeres presentes en sus novelas han sido objeto de diversos enfoques críticos, especialmente las de Zama, que entran en una sutil relación con el protagonista2, los personajes femeninos de su narrativa breve no han sido suficientemente estudiados, aun cuando puedan arrojar luz sobre distintos aspectos de la cosmovisión del autor3.

El propósito de este estudio se centra en el análisis de los personajes femeninos presentes en algunos de sus cuentos, específicamente aquellos en que tienen un papel protagónico. Nos interesa destacar tanto su rol actancial como su caracterización, además de las relaciones que se instauran con otros personajes. Nuestro objetivo es indagar en torno a la concepción de la figura femenina en sí misma y, también, en su relación dialógica con el varón, según lo que se desprende de estos textos de Di Benedetto4.

La problemática del personaje

La teoría literaria y la narratología en general ven al personaje como una categoría problemática debido a la ilusión de referencialidad que se busca a través de ellos. Si bien son una construcción verbal, tienden a parecerse a las personas reales, hecho que confunde al lector. Por otra parte diversas categorías aparecen en su construcción sin que el personaje pueda reducirse a ninguna de ellas. De allí la relación con la noción de persona, el trasfondo psicológico, los atributos que lo definen y, fundamentalmente, el tema de las acciones en las que participa y que definen la trama5.

Esta diversidad de categorías brinda también gran riqueza al personaje que puede ser observado y considerado desde distintas perspectivas. En primer lugar, «como un trasunto de las preocupaciones del hombre de la calle y, en definitiva, de la condición humana»; pero también como «expresión de conflictos internos característicos del ser humano de una época o el reflejo de la visión del mundo del autor o un grupo social», además de ser un «elemento funcional de la estructura narrativa o, de acuerdo con el enfoque semiótico, un signo en el marco de un sistema»6.

De este modo, a partir de las complejas características que definen al personaje, el escritor puede ahondar en el corazón del hombre y también en sus circunstancias, tendiendo así un puente con el lector para que también este cavile sobre la condición humana, y sobre su propia condición al identificarse o no con los caracteres representados. En suma:

Mediante la práctica del personaje, el escritor se inscribe en el mundo, lo interroga, le responde, lo representa o lo valida; por el fenómeno de recepción, la categoría de personaje renueva la comprensión del mundo. Por la contemplación estética, el personaje abre la vía a una liberación subjetiva que trasciende imaginariamente las normas del comportamiento7.


Interrogado sobre sus personajes, Antonio Di Benedetto manifiesta en más de una oportunidad en primer lugar, su relación con la realidad, su fuerte carácter referencial y por otro, la intención de universalidad que pretende indagar por medio de ellos en la condición humana más allá de las coordenadas espacio-temporales de su propio contexto, aunque, también aclara, no pueda separarse totalmente de su propia realidad americana:

Digo pues, que las figuras de mis novelas y mis cuentos son personas de mi entorno, yo mismo, y las criaturas imaginadas e imaginables por esas personas o por mí; pero que, como poseen atributos y pasan conflictos que pueden darse en hombres y mujeres del mundo infinito, quizás logren cumplir la aspiración de universalidad que declaro y confieso para los seres de mis libros, y que asiduamente la crítica me ha reconocido [...]. he dicho que mis personajes de la ficción son personas que caen habitual u ocasionalmente bajo mi ojo, el individuo que encuentro cuando pienso o cuando me ubico ante el espejo y las criaturas que pueden ser fabuladas por mí o por mi prójimo [...] Pues bien, esas personas y yo, ¿qué somos sino naturalmente americanos? Pasemos por alto cualquier personaje declaradamente extranjero que ande por alguna página. Repito y planteo: ¿Qué somos sino naturalmente americanos? Porque quiero decir que será gratuita y deformante...8.


Si bien no de modo explícito, podemos afirmar por otra parte, que los personajes de Di Benedetto en alguna medida se insertan en una sociedad determinada y por ello dan cuenta de las realidades de este medio con sus luces y sus sombras, a través de la transparencia de las ideologías de la época y de una sociedad conservadora y provinciana como la mendocina. Postura que veremos es importante en la consideración de los personajes femeninos.

Mujeres en rol no protagonista

En primer lugar, debemos destacar que las figuras femeninas son considerablemente escasas en los cuentos de Di Benedetto y generalmente ocupan un rol secundario, apenas una sombra que permite armar el escenario de la acción: dueñas o empleadas de pensiones, esposas burguesas exigentes de comodidades. Mujeres, por lo general, subalternas y siempre en función del varón. Solo en pocas ocasiones ocupan un rol protagónico, aunque siempre subordinado de una u otra forma al papel masculino.

Si espigamos brevemente algunas citas extraídas de los cuentos observamos el predominio de una caracterización negativa. Así, en la sección «Espejismos», de Cuentos del exilio, en una expresión brevísima nos advierte, bajo el título irónico de «Fidelidad», sobre la volubilidad de las mujeres: «¿Quién podrá fiarse de las afirmaciones femeninas? La sombra me promete: "Te soy fiel". Y en cuanto no hay sol me abandona»9.

Mucho tiempo antes, en su prehistoria literaria había escrito:

Las mujeres se clasifican en: Gatas, que son las mujeres de lujo, las de la aristocracia; son hermosas, malas e inútiles como los felinos. Vacas son esa especie que tanto abunda de las dueñas de casa; son mansas e inútiles. Perras, las irregulares. Y burras, las esclavas del trabajo, indiferenciadas, embrutecidas de tanto no ser más que animales de faena10.


Esta visión estereotipada de la mujer, que en buena medida configura ciertos prejuicios ancestrales aparentemente vigentes aún en la sociedad de su tiempo, de un modo u otro reaparecerá a lo largo de su producción posterior.

Entre los tipos de mujeres que podemos encontrar en sus cuentos destacamos, en primer lugar, la madre, quien en relación con el hijo aparece muchas veces como una imagen castradora que recrimina y reta al niño:

Cuando [...] aquella vez hice mi aparición, físicamente sombría, en el semialborozo, con urdimbre de cálculo e inquietud transfigurados, del té-canasta de mi madre, y ella tuvo que decirme, retadora y perdiendo aplomo, que cómo hacía eso de ponerme a silbar en medio de la reunión de señoras11.


Sin embargo, la ausencia de la madre es causa de sufrimiento, soledad y aislamiento tanto para el niño como para el padre viudo. Esta situación se textualiza en el cuento «Enroscado» donde un padre y su niño pequeño que no pueden elaborar la pérdida de la mujer. Carecen de palabras para poner a los sentimientos que experimentan, se aíslan el uno del otro, principalmente el niño que acaba recluyéndose dentro de sí mismo en una actitud «enroscada» a la que alude el título del relato.

Otra figura recurrente es la mujer soltera, personaje menor, generalmente denostado por el varón -narrador o personaje- que no ahorra sarcasmos hacia ella. Simone de Beauvoir señala la repulsión que el hombre, incluso moderno, siente hacia las mujeres solteras, especialmente vírgenes que son consideradas «matronas agrias y malas»12. Una actitud de irritabilidad y falta de comprensión se puede distinguir, por ejemplo, en el personaje de la tía solterona que aparece también en el cuento «Enroscado»:

La tía no puede tenerlo consigo y el padre prefiere que no pueda.

Una visita, tercera o cuarta desde que habitan la pensión, ha tenido un resultado ingrato. Crispamiento del niño, gritos, una taza rota. Al salir, la tía deplora en presencia de la dueña:

-Es un animalito13.


Con respecto a la mujer soltera, es interesante observar la relación que suele establecerse con el varón, generalmente el novio, en algunos de los cuentos. Por ejemplo, en «Hombre-perro», relato de Mundo animal, el hombre, paradigma de la persona que no puede dominar sus pasiones y es víctima de ellas -de allí el título de la historia-, no ahorra solapada crueldad hacia su novia de toda la vida, agresión que, veremos, aparece con frecuencia en las relaciones hombre-mujer:

Cuando vino Conchita Piquer al Teatro Municipal, la Perea, departamento seis, aprendió aquello de

«A la lima y al limón,

Te vas a quedar soltera...».


Se lo cantaba sin compasión. También los niños lo aprendieron.

Barbarita me lo contó; no para apurarme, estoy seguro. Me lo contó con una sonrisa triste, alguna vez quiso hacerme entender que no sólo yo era digno de lástima.

El sábado, ¡oh, que malintencionado estaba yo!, fui preparándola y en cierto momento, bajito, muy bajito, le canté:

«A la lima y al limón,

Te vas a quedar soltera...».


Y la dejé irse, en retirada, herida, con la boca semiabierta, pero sin palabras14.


Mención detallada merece la figura de la mujer ideal, objeto inalcanzable al que se anhela pero cuya posesión es imposible. Aparece en la narrativa Di Benedettiana ya desde el primer libro y su presencia puede rastrearse a lo largo de toda su obra, tanto en cuentos como novelas. El relato de Mundo animal, «Las poderosas improbabilidades», desarrolla en un clima idílico, una historia de juveniles amores contrariados donde el narrador protagonista solo puede acercarse a su amada a través de la relación con otro compañero de escuela: «Vino, sí; vino a verme, pero con José. Con José. ¿Podía ser de otra manera?»15. Así se conforma un triángulo amoroso en el que los dos vértices masculinos se alejan progresivamente del objeto amado, sin lograr ninguno la posesión:

No siempre estuvo, con Nora, José. Sin embargo fue -y es- como si estuviera.

En general, de ellos lo ignoro todo, si bien creo saber que no son novios, que no se aman ni los une la alegría. Cuando se reúnen -creo-, el silencio los separa16.


Di Benedetto da curso en este relato a un tema que ahondará ficcionalmente en El pentágono, libro de corte experimental en el que el narrador presenta la imagen de la amada ideal, en contraste con la esposa real, a través del juego de triángulos amorosos superpuestos que configuran el pentágono que da título al libro17.

Los triángulos amorosos son frecuentes en la narrativa de Di Benedetto quien busca ahondar, desde diversas perspectivas en los conflictos y necesidades presentes en las relaciones humanas y en especial entre varón y mujer. Uno de ellos, «Málaga paloma» de Absurdos, superpone también dos triángulos pero uno de sus vértices es una figura infantil, el tonto de la paloma, que ama con puro y sincero amor a una mujer casada, amante a su vez del pintor Pablo Picasso:

Picasso era un artista, con preocupaciones de orden superior, y únicamente pudo concederme residuos de su tiempo y ciertas indulgencias menudas.

En cuanto a mi amada... era la esposa de otro, y yo apenas podía tener, sobre ella, los derechos de la veneración a distancia y una ilusión de amor. Pero inconfesa. ¡Dentro de mí, oculta!

[...]

A mi turno, ¿dónde los reencontraré?, yo que sólo soy (así me llaman en el foro) el Tonto de la Paloma18.


Otra modulación del tema de la amada ideal se observa en «No», cuento que cierra la colección Grot, publicada en 195719. Historia sentimental de un hombre que vive del recuerdo idealizado de una mujer lejana, amor de su juventud. Un día llega carta de ella y allí le cuenta que dejó los estudios y la ciudad para casarse. Él contesta e insiste en verla, solo verla. Al fin lo logra y en el encuentro descubre la razón de la imposibilidad de su amor:

Yo me arranqué de la silla y, al llegar a ella, ella se ató para darse a mis brazos y decir, decir: «Querido mío, querido mío...».

Pero era la voz con que se nombra lo muy amado que está perdido y en mi abrazo quise preguntar, con desesperación, por qué, hasta que en el abrazo mismo percibí su cuerpo combado desde abajo del pecho, marcando entre nosotros una separación irreparable20.


En el relato, la maternidad apenas sugerida frustra toda posibilidad de que la mujer sea además de madre, amante. Esta tensa relación entre la mujer-madre y la mujer-amante puede observarse en varios relatos y será retomada más adelante.

Más desarrollado, aunque con un papel secundario, es el único personaje femenino presente en el extenso relato «Onagro y hombre con renos» de la colección Absurdos. Allí aparece la figura de Yajam, la burrerita, que ayuda a Jonás y a su hijo Renato a sobrevivir en el desierto. Se trata de un personaje con dimensiones míticas, relacionado con antiguos cultos celtas, pero también con arquetipos femeninos muy fuertes como la Virgen y la Madre, además algunas referencias que remiten al universo cristiano.

Desde su primera aparición, cuando es presentada desde la perspectiva del joven Renato, la burrerita emerge silenciosamente como la quintaesencia de lo femenino:

Ella, de verme no más, huyó, azuzando al animal con los talones.

Toda fue una visión silenciosa y no lamenté para nada que acabara.

[...]

Un momento volví a pensar en la burrera y noté que, no obstante mi ausencia de ansiedades, me había causado y dejado una sensación: la de su presencia de mujer21.


Su posterior caracterización confirma tanto su dimensión mítica y religiosa como la primacía de su ser femenino y el efecto consiguiente que produce en el varón que la encuentra, quien ve en ella, de modo condensado, todo el misterio de la vida:

Ella se me vino mirando con candor y sin reparos, y me inspiró sentimientos místicos. Se me humedecieron los ojos, alta la frente, mientras menor era cada vez el trecho que nos separaba. Reconocía a un ser humano, una persona, que estaría con nosotros en el desierto. Llegaba a poner fin al extravío, la soledad concluía. Escucharía otra voz humana, de mujer, previsiblemente modulada con delicadeza...

La esperé sin adelantarme, contemplando su ascenso lento a la colina con un fondo de franjas de colores celestes, dorados y rosados que le daba de respaldo el horizonte.

Su burrito se detuvo precisamente ante el punto donde me sustentaba en mi éxtasis, y ella, que venía de rostro afable y confiado, acentuó para mí la sonrisa, y ése constituía su saludo, porque hablar -a poco llegué a saberlo- no podía22.


Si bien su caracterización es positiva, un elemento quiebra esta visión celeste de la mujer a la par que le brinda cierta lejanía con respecto al varón: la ausencia de voz.

Jonás, el héroe de esta historia, desde que toma contacto con la joven quiere bautizarla con el nombre de María23 como un modo de tomar posesión de ella24, sin embargo, educadamente la joven lo rechaza, confirma su propio y silvestre nombre -que se asemeja fonéticamente al rebuzno- a la par que subraya su libertad y autodeterminación:

Luego de presentarme de tan desventurado modo, como era de prever reincidió en su manía bautizante:

-Tú eres María -le dijo.

Y el nombre era para mí grato y piadoso; pero la joven negó, con delicadeza, diciendo sencillamente que no, con la cabeza, no que lo rechazaba, sino que ése no era su nombre.

-¿Cuál entonces? -pregunté, pero ella no podía decirlo.

Lo intentaba. Emitía un arrastre de sonidos para mí sin atadura, algo así como «Iaaa... jam» o Iaján o Yajam25.


Más adelante, sin embargo, acepta sin reparos el nuevo nombre que Jonás le otorga, y que hace referencia a una antigua deidad celta, Epona, diosa protectora de los pesebres, los caballos, de la fertilidad y de la naturaleza:

-Padre Renato, ¿la burrerita Yajam era mi madre?

-Dejó de ser Yajam. Jonás le dio el nombre de Epona.

-¿Y ella quiso ser Epona?

-Ella obedeció, aun sin saber las razones de mi padre.

-¿Por qué Epona?

-En una época antigua hubo una ciudad. Estaba cerca de un mar y al pie de una montaña. El mar se hallaba en medio de la tierra. La montaña tenía fuego adentro, pero no se sabía. Una vez la montaña lanzó truenos y llamaradas y por sus costados bajaban arroyos encendidos que inundaron esa ciudad y otras ciudades. Murieron los hombres y los perros. Lo que desbordaba la montaña y al bajar perdía sus llamas pero no su calor, cuando después se enfrió quedó hecho un polvo seco y gris que lo cubría todo, se endurecía y ni el viento se lo llevaba. Tiempos y tiempos continuó asentado, lo tapó la tierra, creció el yuyo, hasta que otros hombres cavaron y cavaron. Se habían hundido los techos, pero las paredes no cayeron. En las paredes encontraron pinturas de abundante color carmesí. Una pintura era de una mujer joven, con un niño en brazos, los dos hermosos y con rostros iluminados y frescos montados en un burrito.

-¿Un onagro?

-Un asno predestinado no más, hijo.

-Sí, pero ¿por qué Epona?

-Esa madre del niño en brazos era llamada Epona, protectora de los pesebres26.


Si atendemos a su rol actancial, la burrerita ocupa el lugar del ayudante. Constantemente sus acciones tienden al servicio del otro, tanto sus propios burros a los que apacienta y ayuda en los momentos de la parición como, de modo fundamental, a Jonás y a su hijo. A ellos, en primer lugar, alimenta: «Yajam sacia el hambre del padre, Jonás, y del hijo de Jonás, Renato. En sus alforjas porta cacharro cerámico y jarros de hojalata; calabaza, bombilla, yerba mate; lienzos con los que cuela la leche y envuelve la masa para fabricar el queso. Elige las hierbas finas de condimento para los tres humanos mientras su rebaño halla por cuenta propia las tiernas hojas del sustento»27 (p. 215). Pero también comercia, por ellos, con los hombres de los poblados y consigue así los elementos necesarios para la supervivencia en el desierto: «Jonás no merca, tampoco Renato. Epona lo hace. Allá donde estos hombres no van, abandonándolos durante semanas y semanas, comercia cueros y lanas, y uno que otro hato de ganado en pie. Recibe en pago víveres, herramientas, semillas...» (p. 232). Más adelante, será ella quien encuentre los animales para concretar el sueño de Jonás de ser dueño de un rebaño de cabras.

La relación amorosa con el varón es una de las más plenas que aparecen en los relatos de Di Benedetto y su consumación es feliz y fecunda. Sin embargo, ambos amantes son presentados como seres inocentes, tontos o niños, confirmando una vez más que para el autor, el amor en su perfección corresponde a la etapa paradisíaca de la vida, que concluye con la pérdida de la inocencia y el ingreso en la edad adulta que conlleva agresión y violencia en su ejercicio de libertad:

De mí se redujo a decir que yo era un débil mental, cosa que para mi alivio, ya que la joven oía perfectamente, ella no mostró comprender.

[...] él tuvo instinto y tino para corregirse de inmediato:

-Más bien es un niño. Creció, y ustedes dos deben de tener aproximadamente la misma edad; pero él no creció para las durezas de la vida ni para saber ganarse su alimento...

Ella, gentil, puso en mí una mirada tan bondadosa, abrió los brazos con un gesto tan de ofrendar el pecho, que claramente quería decir: «Y bien, ¿qué?... Le ayudaremos»28.


«Onagros y hombre con renos» es uno de los pocos relatos en los que puede observarse un personaje femenino secundario desplegado con amplitud de detalles. Aquí la mujer es vista en su dimensión simbólica como Madre, Virgen y Esposa y su función es la de ayudante en la dura supervivencia en el desierto de los protagonistas varones. Está caracterizada como un ser bondadoso, servicial pero a quien no le ha sido dado el poder de la palabra. Se forma así una visión idílica de la mujer, pero desde un sesgo eminentemente masculino que resulta reductivo del ser femenino: la mujer aparece como servidora en función de los deseos del hombre, sin cuestionar con su palabra ni con su acción lo que le imponen, agravado en este caso por la mudez del personaje29.

De esta manera, podemos observar que en muchos de los cuentos, la mujer es una figura silenciosa y sumisa que aporta verosimilitud al relato: dueñas de pensión, chicas que atienden a los huéspedes, prostitutas, mujeres entrevistas en la calle que atraen de alguna manera al hombre. Un friso callado, telón de fondo de situaciones en las que no pueden, en definitiva, participar más que como espectadores o, mejor, como servidoras del varón. Desde un ángulo más positivo, es también la mujer ideal aunque siempre imposible e inaccesible.

Las protagonistas

Pocas son las mujeres protagonistas de los relatos de Antonio Di Benedetto y muchas de ellas participan de las características generales de los personajes femeninos ya comentados. Nos centraremos a continuación en cinco cuentos de épocas distintas y de diverso tenor pero relacionados en tanto la mujer aparece en un rol principal.

El primer relato que consideraremos apareció publicado en 1953 en Mundo animal con el nombre «Mi muerte tuya» y sufrió notables transformaciones en la segunda edición de 1972, en la que se publica con el nombre de «Trueques con muerte». La versión inicial presenta un narrador autodiegético, identificado con la misma protagonista, una mujer desamorada de su esposo, a quien sin embargo respeta:

Está bien que me quiera así y es lo que yo deseaba. Por otra parte, no le doy motivo alguno para que se reduzcan ni su cariño ni su devoción. Mi hermosura se mantiene intacta. Sólo que él no sabe que a mí ya no me importa mi hermosura. Vivo para él. Sólo que estrictamente ignora que no lo amo30.

Es este uno de los pocos ejemplos -que luego será eliminado- de un narrador que se apropia de la voz femenina, aunque es difícil establecer si efectivamente asume la perspectiva que ello conlleva. El discurso de una madre -la protagonista- que gesta un niño en su seno, al parecer no del todo aceptado, adopta un carácter fuertemente racional sin fisuras donde se cuele la afectividad propia de la situación: «Quizás también me engaño al pensar que en realidad siento la materialidad y que los pensamientos, esta misma desazón de calcular pasado el trance de la maternidad en el cuerpo, es una porción ínfima de lo que materialmente me ocurre»31.

La versión posterior de 1971 objetiva el relato al colocarlo en tercera persona. El cambio de narrador permite, paradójicamente, presentar con mayor nitidez los sentimientos y emociones de la mujer: la desazón frente a la gestación («Se ha venido sintiendo circundada de vacío, y con nada adentro. Ahora en su materia está enfundada otra materia, que posee temperatura y palpita, que la llena y crece»32) pero también la violencia que desencadena la presencia de una gata preñada luego de haber perdido su embarazo: «Se le arrima la gata blanca, con su panza englobada, los pezones rosados y reventones. A puntapiés la agrede (muda, mordiéndose los labios). Quizás quiere matarla, quizás quiere matarle los nonatos»33.

Ambas versiones comparten el mismo modo, más velado que explícito, de presentar las desazones y mentiras de la relación hombre-mujer y la problematización de la maternidad. También se advierte la violencia, en este caso ejercida por la mujer, que será recurrente en los relatos en los que se textualicen distintas relaciones de pareja.

En «As», de la colección Grot/Cuentos claros, aparece una nueva protagonista femenina, Rosa Esther poseedora de una única condición excepcional: ganar invariablemente en cualquier juego de azar o ingenio que aprenda. Esta será, a lo largo de la historia, la causa de su desgracia y de su sojuzgamiento por parte de los personajes masculinos.

Rosa Esther trabaja como criada en la casa de un viudo, hombre mayor, postrado, que se entretiene jugando al ajedrez con algún ocasional compañero. Su hija, mujer madura y soltera, está a cargo de la tienda familiar, pero contrata a un dependiente con el que se involucra en una relación amorosa. En tanto, el viejo enseña a jugar a Rosa Esther, primero a las damas y luego al ajedrez, a fin de tener con quien distraer su ocio. La jovencita aprende bien y comienza a ganar una a una cada partida. Es tal la obsesión del hombre que comienza a apostar y le entrega parte de las posesiones. La pérdida de dinero y la falta de mercadería de la tienda llevan a sospechar a la hija y a su amante quienes, enterados de la situación, quitan las ganancias a la joven y la echan de su trabajo, devolviéndola a la casa de su padre.

Rosa Esther regresa a su casa e inicia un segundo momento de sojuzgamiento, esta vez bajo el poder de su padre quien, consciente de la aptitud de su hija, le enseña a jugar a las cartas y la lleva al boliche para que gane. Su fama crece y un compadrito de la zona le enseña los secretos del poker y luego la seduce, llevándosela del hogar paterno, pero colocándola nuevamente bajo otra tutela.

Si bien el personaje tiene un nombre que la caracteriza -Rosa Esther- aparece desvalorizada desde la perspectiva de sus patrones quienes se refieren a ella como «esa chica» o, directamente, «la chica». Desde un primer momento la sumisión, pasividad y silencio son sus notas peculiares («... es resignada y pasiva. Vela al amo en silencio») y constantemente serán subrayadas. Desde la perspectiva del personaje anciano, la joven aparece también como alejada del mundo, envuelta en un callado halo de sujeción:

Él la estudia: ella se absorbe en algo que no es la música y prescinde por completo de los sonidos que vienen del aparato. Si maneja las piezas de ajedrez después de concentraciones tan rigurosas como para enfrentar a un sabio jugador ella se mantiene calladita, en su rincón, mirándolo o mirando quién sabe qué34.

Los diálogos muestran también su humillación, su incapacidad para defenderse de la violencia y de la mentira que generan los otros. Solo hará gala de una actitud más asertiva cuando se encuentre con el compadrito que la seduce, uno de los pocos momentos que muestran al personaje en una actitud diferente:

-¿Y dura siempre esa licencia? -pregunta Rosa Esther riéndose con simpatía.

Él la mira y enseguida le ayuda a reírse. Se han entendido.

Hasta ese momento, Rosa Esther nunca había dicho, para él, una frase ajena a los temas del juego. Nunca habla en la mesa. Nunca habla con los hombres. Lleva semanas de alternar con ellos y nada ha conseguido perturbarla. Ni las malas palabras35.

A lo largo del relato, serán los hombres los que detenten el poder sobre ella y su capacidad: primero el viejo al que cuida, luego el padre y finalmente Leyes, el hombre que la conquista. Todos interesados en sacar ventaja de su habilidad, como un objeto que puede utilizarse para provecho propio:

-Yo le dije recién [habla Leyes]: «Me la llevé a prueba y estoy conforme». Entiéndame. Si se enoja y no da la venia, me voy y no nos ven más. No se la voy a devolver. No se haga ilusiones. Si me la llevé a prueba era para ver cómo andaba en el poker con su suerte famosa. Si estoy conforme es porque anda bien. Además, me gusta. Es flaquita, pero aceptable. Si la traigo acá, el negocio no anda, para mí, se entiende36.

Junto a Rosa Esther, aunque en segundo plano, se delinea otro personaje femenino que puede ser leído como una especie de contrapunto. Una contraposición intermedia que culmina, finalmente, en cierta coincidencia de destinos: la mujer no puede adquirir vida propia sin un hombre que la domine junto a ella. Nos referimos a la hija del tendero, en la primera parte del relato. Mujer madura que tiene acceso a bienes económicos y culturales pues es de modo prácticamente efectivo la dueña de la tienda y quien la maneja («Desde que el padre quedó impedido de las piernas, la hija supo organizar tiempo y fuerzas para cuidarlo, hacer las comidas y la limpieza del hogar, vigilar y atender la tienda»37). Si bien se la caracteriza como desilusionada de los hombres, emplea como dependiente en la tienda a un joven arribista: «Cuando emplearon al nuevo dependiente, que al padre no le impresionó bien porque carecía de eso que manifiesta a las personas trabajadoras y parecía demasiado acicalado y compuesto, comenzaron en la hija los primeros signos de la evolución»38. Paralelo a la «evolución» de la mujer se desarrolla la toma de poder del joven quien se convierte en su amante y se transforma, de hecho, en la persona que toma las decisiones últimas con respecto a la joven criada: «Manuel, con una actitud de hombre tranquilo, ha estado en la puerta escuchando sin ostentarse. Ahora interviene y decide. Cuando el amo confiesa: "No sé qué haremos", él sentencia: -Quitarle todo y echarla»39.

«Declinación y Ángel» es una nouvelle publicada en 1958 en la que se observa la experimentación del autor con imágenes cinematográficas -explícita en un breve epígrafe que introduce el relato- y también con las técnicas del Nouveau Roman40. El relato desarrolla una historia sencilla aunque nimbada de horror poético. Una mujer regresa de un viaje para tomar conciencia de que su amante desea cortar la relación y para ello busca un nimio pretexto: unos bombones dejados como regalo por un adolescente que ella conoció en el tren. Un vecino, que a su vez tiene un hijo pequeño llamado Ángel que suele jugar en las azoteas del edificio, es testigo de una pelea entre los amantes en la que la mujer es golpeada. Consumido por el deseo, acepta ayudarle a cobrar venganza pero solo lo motiva el deseo sexual hacia la mujer. Cuando quiere poseerla, ella se evade hacia la ventana e insta a Ángel a que, en la azotea, eleve su barrilete hacia el cielo. El niño da un traspié y cae en el mismo momento que su padre quiere abusar de la mujer, pero al escuchar el grito del pequeño, el hombre toma conciencia de la secreta relación entre su proceder y el castigo recibido.

Siguiendo las técnicas cinematográficas dominantes en esta nouvelle, la mujer es presentada desde el principio, no en su totalidad sino a través de partes que van componiendo, poco a poco, su figura: «Una cabeza de mujer reposa sobre un respaldo de cuero sujeto a leves sacudimientos rítmicos»41. En un juego de miradas objetivas, el narrador nunca caracteriza a la mujer: solo indicios que se infieren de su propia actuación y de su relación con el resto de los personajes. Así la actitud del adolescente que viaja con ella en el tren, permite suponer que es una mujer madura (el joven le pregunta si tiene hijos) pero aún atractiva y consciente del poder de su sensualidad: «La mujer entreabre los ojos, examina un instante al muchacho; los cierra. Él lo nota. Se alisa el cabello»42.

Por otra parte, el interés del joven en la mujer puede inferirse de la atención que le ha prestado antes de subir al tren y por el deseo manifiesto de entablar una conversación con ella.

Más adelante, sus actitudes ante la criada y el niño la revelan como despótica e intolerante43. Aquí podemos observar que repite, de modo invertido, su relación con el amante: él autoritario y ella pasiva. Su única preocupación es conocer qué ha hecho su amante durante su ausencia, por ello interroga con insistencia a la sirvienta quien señala: «El lunes lo vi en la calle con la señora» (p. 25). Respuesta que despierta la ira del personaje:

[...] ya está a la vista una cabeza que si no grita se saldrá del cuerpo por la furia.

-¡La señora soy yo! ¡La esposa soy yo! ¡Yo soy la única, la única! [...] ¡tamaña insolencia! ¡Te vas ya mismo de mi presencia y que nunca más te vea!...

(p. 26)



La relación con el amante está marcada por el temor, la sumisión y, en algunos aspectos, la derrota. En contraste, el hombre asume la postura del ganador, del que ostenta el poder y está seguro de su posesión:

Un ruido de puerta que se cierra. Y el rostro, la actitud, todo en Cecilia se vuelve vigilante, como ante una gran alarma.

Se adelanta con precaución. Queda en el vacío de la puerta con una mezcla de desconcierto, rabia, quebranto y satisfacción.

Ahí está su hombre. Ostensiblemente: los brazos abiertos y una exclamación:

-¡Venga aquí esa muchacha!

Los ojos derrotados, el sacudimiento de cabeza de la desesperación de Cecilia.

Los brazos del hombre fuerte se extienden a lo largo del cuerpo; las piernas abiertas y los pies firmes en el piso, como a la espera del vuelco de ella que no se produjo. El hombre se maravilla:

-¿Pasa algo?

El llanto de Cecilia y las palabras mezcladas con lágrimas.

-¡Todo eso junto, Julián! ¡Nunca me habías hecho tanto!

Un gemido que se manifiesta también con los ojos. Si se recorta sólo medio cuerpo de Cecilia, resalta más su brazo que apunta al suelo, estremecido, mientras ella pronuncia su torturada queja:

-En esta casa que me diste...44.

La pasividad y el silencio de las mujeres se observa claramente en una escena en la que un diálogo mudo se produce entre Cecilia, la protagonista, y su vecina que sabe, por sus confidencias, el problema que existe con su amante. Ambas mujeres deben callar ante los hombres pues son víctimas de la ira y la violencia de estos45, sin embargo, entre ellas existe el resquicio de una complicidad frente al destino de sumisión compartido:

Se establece ante su puerta la mujer de abajo, como un centinela que no se oculta. Pero con una excusa:

-Buenas... (Cecilia: «Buenas»; Julián: «Buenas»). ¿Le dijo el nene...?

Al pasar, Cecilia dice: «Sí, gracias», y la mira como despidiéndose para un viaje triste.

Ana, estática en su puerta, controla al hombre con una mirada rápida (está despreocupado de todo lo que tiene alrededor) y con los ojos, impaciente, inquiere a Cecilia: «¿Y?...».

Cecilia, ya desprendiéndose de la escalera, con la cabeza apenas vuelta al interrogante, responde con el gesto de la resignación: «¿Qué puedo hacer?...».

Ana mueve toda la parte de arriba del cuerpo en la forma que dice: «Y... si usted no puede...»46.

El narrador presenta a una protagonista femenina cuya identidad se ve reducida a ser amante de un hombre. No hay menciones a otras posibles actividades, ni sociales ni económicas, que le otorguen cierta independencia o libertad. Salvo al principio del relato cuando en el diálogo con el muchacho del tren comenta muy brevemente el encuentro con su madre, las acciones se centrarán de modo exclusivo en la esfera de sus relaciones con los hombres (adolescente-amante-vecino). Esta caracterización del personaje -y su valoración implícita- se alejan también de la visión de la amante que en ese momento tenía, por citar un ejemplo prestigioso, la pensadora feminista Simone de Beauvoir47. Ella destaca la dimensión de libertad que tal relación posibilita a la mujer48. Por el contrario, el sojuzgamiento ante el varón, quien detenta el poder económico y afectivo, hace del personaje un carácter más cercano a la figura -tan propia de las sociedades machistas- de la mantenida:

-Has ganado tanto... Podríamos llenar de cortinas.

-¡No! Para esa casa, ni un centavo más.

¡Ese silencio...! Como si la orquesta y la vajilla sonora hubieran retrocedido. Después, la inquietud de Cecilia:

-¿«Esa casa...» has dicho?49.

La situación de desventaja afectiva y económica del personaje se traduce en una crisis histérica ante la posibilidad de una separación. Tal ruptura conlleva el riesgo de la desintegración de su núcleo personal, pues no es en sí misma sino en función del otro. Pero también aquí se observa el poder físico del hombre que no duda en golpearla y huir, dejándola desvanecida:

Un zamarreo (el cuerpo de ella rebasa el otro, a derecha e izquierda) y Cecilia, aunque zarandeada, recupera el dominio para volverse estridente:

-¡Bruto! ¡Traidor!

Resaltan las cejas espesas del hombre recio.

La mano izquierda suelta el vestido y de revés cachetea a Cecilia.

Un fragmento del rostro de Cecilia -en diagonal, por el dislocamiento del golpe- con unos ojos dolidos. La voz bronca y profundamente segura:

-¡Traidor! ¡Te haré mil daños!

El puño derecho de él se descarga sobre la sien de Cecilia y ella se derrumba a los pies del hombre.

Las piernas de Julián dan vuelta y escapan.

Cecilia permanece en el suelo, sin sentido. Por el vestido desgarrado cuelga un seno50.

Sin embargo, el relato presenta una situación más compleja para la protagonista pues también se define en tanto objeto de deseo de varios hombres. En primer lugar, el amante que busca su satisfacción en ella, luego, el adolescente que conoció en el tren, quien le trae bombones. Finalmente el vecino quien la auxilia cuando la encuentra desvanecida, pero quien también sucumbe al deseo cuando observa sin trabas su cuerpo semidesnudo e inconsciente:

El seno desnudo se halla tan cerca de su rostro que el aliento del hombre jadeante puede humedecerlo. Con la punta de los dedos, con los miramientos que requiere la extrema fragilidad, lo levanta y procura introducirlo en el vestido blando. El seno se descuelga de nuevo, por el desgarrón de la ropa.

Otra vez, ya no con las yemas solamente, sino haciendo comba con la mano para soliviarlo. Pero la cabeza del hombre cae, desesperada, y asienta la mejilla en la carne de mujer51.

La secuencia final del relato es aterradora: el hombre enceguecido por la pasión solo ansía poseerla sin tener cuenta, ni temer las consecuencias de su arrebato. Ella, para distraerlo, incita al niño, el hijo del vecino que juega afuera, para que suba más alto en la azotea. El niño, alentado por las palabras de la mujer, no mide riesgo hasta que resbala, cae y muere.

En el final, el grito del pequeño en su caída es una alerta al padre quien asume la culpa de su muerte:

El grito golpea en la impavidez de los edificios. Golpea en el living de Cecilia: Cecilia y el hombre ávido luchan en el suelo. El grito magnetiza y esculpe la cabeza del hombre y todas las fuerzas del hombre lo empujan a la ventana. Encara el techo; la mirada busca, enredándose en el trabajador doblegado y trémulo, se resigna y baja, hacia el fondo del patio, y entonces la cabeza se hunde más, como para saber más hondamente.

Desde su humillación en el suelo. Cecilia lo ve salir de la luz pujante de la ventana, clamando como para atajar algo poderosísimo:

-¡Soy culpable! ¡Soy culpable! ¡Soy culpable!52.

(p. 54)



Si bien el hombre es quien asume la culpa por la muerte del niño, el hecho puede también leerse de modo simbólico: si bien Ángel no es hijo de la mujer, su niñez y candor aluden sin dudas, a la maternidad. Mujer-madre y mujer-amante se excluyen mutuamente. El deseo destruye la imagen materna, intacta y pura de la mujer.

Por otra parte, en la relación varón-mujer se textualiza una situación de desigualdad y de sojuzgamiento. La mujer, esposa o mantenida, está sujeta al poder masculino y aparece víctima de su violencia de variadas formas: los golpes del amante, el acecho del vecino quien quiere poseerla aun contra su voluntad, pero también la sumisión de la esposa, su silencio, el bajar la cabeza frente a la ira y el enojo de su marido. El narrador nos despliega situaciones comunes en las que las relaciones entre varón y mujer son vistas desde una dimensión de poder y el correlativo sojuzgamiento.

«El cariño de los tontos», cuento largo publicado en 1961, continúa con la tematización de las relaciones varón-mujer a través de la exposición del tedio y el hastío en la relación conyugal. Amaya, el personaje protagónico, es una mujer casada y madre de una niña. Está presentada como una mujer burguesa y frívola, herida por un deseo insatisfecho que la lleva a buscar diversas compensaciones: «Amaya busca la revista deportiva, con atletas musculosos y jóvenes. No la encuentra»53. También ha sido lectora de novelas que su marido ha quemado: «El marido quemó una vez -él sabe por qué- todas las novelas»54. Esta mención inicial anticipa, en primer lugar, el carácter sádico y golpeador del hombre: «No se moverá. Él sabe. Ni cuando alce la mano, ni cuando la mano caiga sobre ella. Y, a su vez, Amaya sabe que la golpeará y la golpeará. Será lo mismo»55. Pero además, remite al intertexto de Flaubert, Madame Bovary, que subyace a lo largo de todo el relato.

El personaje de Amaya está delineado en función de su insatisfacción, por ello sale en busca de la mirada anhelante de los otros hombres, para lograr, de algún modo, reafirmar su propio ser:

Toma el ómnibus de las 4 y se entrega a las calles de la ciudad, para ser rociada de piropos. Porque está desesperada y la desesperación le da, después de la primera caída, una fuerza que pone vibrante su cuerpo elástico, más joven.

Circula entre las frases galantes, las estimula sin mirar a los hombres. No la tocan, la rozan, ninguna prende en ella. No obstante, le duele como un fracaso caminar una cuadra sin ofrendas amables o brutales palabras que aludan al sexo56.

La fantasía compensatoria toma forma en un hombre joven, poeta suicida a quien no conoció pero cuya historia leyó en el periódico. A él entrega, a lo largo de los años la fidelidad de sus ensoñaciones. Sin embargo, el deseo puede más y seduce -y se deja seducir- por un veterinario nuevo en el pueblo y, años más tarde, por un extraño rabdomante.

En ambos episodios se produce la tensión entre la amante y la madre y es el segundo término el que triunfa. En el caso del veterinario, apenas culminado el encuentro clandestino, llega a su casa y la niña ha desaparecido, inmediatamente su plegaria es: «Renuncio a ese hombre. No me tocará más. Yo te prometo. Pero que ella esté viva. Aunque enferma, aunque herida, viva»57 (p. 60).

En el segundo episodio de seducción ocurre algo similar pero en este caso su ruego no es escuchado:

Mi culpa -balbuce, asociando a una idea de castigo lo suyo y de Gaspar-.

Piensa en Dios, pero no quiere comprometerse. Le pide, sólo le pide. Ruega y reza.

En la noche, con el segundo diagnóstico, se rinde. Cae de rodillas y promete58.

La niña muere enferma de difteria y si bien Amaya es libre para ceder a su deseo, lo único que perdura es la fantasía compensatoria, que muestra al personaje incapaz de asumir un rol más activo:

Se siente liberada del compromiso: ella ofreció a Gaspar en cambio de Suspiros; pero perdió a Suspiros.

Y encuentra a Gaspar.

Él la mira y quiere retenerla con la mirada. Ella se detiene. Lo observa, alza los ojos a los eucaliptos. Contempla de nuevo al hombre suave, con tristeza, pero sin deseos. Le dice no, con la cabeza. Y sigue su camino. Después otra tarde, va diciendo: «Mi cariño, José Luis, es como el cariño de los tontos: mi cariño dura».

Y aún: «Debes perdonarme, José Luis. Debes perdonarme por Romano y por Gaspar. Te buscaba59».

A lo largo del relato, si bien Amaya es presentada como un héroe activo y buscador, siempre el objeto se le torna inaccesible, por ello el deseo se frustra a nivel de la realidad y solo queda la fantasía como refugio. En la relación que se establece con los hombres ella misma será percibida como objeto y no como sujeto, ya sea de deseo por parte de los hombres en general, o bien como propiedad de su marido quien tiene derecho a la violencia y al maltrato sobre su persona.

Cuando Jimena Néspolo analiza el personaje de Amaya desde la perspectiva de la experiencia erótica, lo contrapone a Zama, como un modelo de erotismo distinto, centrado no tanto en la capacidad de conocimiento como en la experiencia de la maternidad. Señala, siguiendo a Lou Andreas-Salomé: «Cerrada, completa y perfecta en sí misma, la mujer, desde esta perspectiva, alberga en su interior la autosatisfacción y el autodominio. Este es el modelo de erotismo que Amaya defiende y que se encuentra en las antípodas de la empresa zamaniana. Amaya es la ensoñación de la trasgresión»60. Sin embargo, persiste en el relato la impresión de personaje trágico en tanto la satisfacción de su deseo le es constantemente vedada. Si bien accede a la maternidad, también es cierto que pierde definitivamente a su hija, razón por la cual tampoco resulta acabada dicha satisfacción en este ámbito. Mientras tanto continúa persistente una pregunta: ¿por qué el autor le niega a sus personajes femeninos el acceso a la felicidad ya sea como madre, ya sea como amante, ya sea ejerciendo ambos roles?

«Pez», relato de la colección Absurdos, presenta un nuevo personaje femenino esta vez parte, no de la burguesía ciudadana, sino de la marginalidad y el desamparo de los puesteros del desierto. Lumila, la protagonista, procede de una sociedad tradicional que no cuestiona los roles en el seno de la pareja, aunque su situación de impedida, permite al narrador mencionar a un personaje masculino atento, pendiente del otro: «Extraña que amanezca sin que él la atienda con un mate amoroso y cálido, porque, si a las veces se pierde, de todas maneras hay que reconocer que cumplidor y hacendoso es, y compasivo, con ella, que por sí misma apenas se puede valer»61.

Hemipléjica, su posibilidad de contacto con el mundo se ve coartada cuando su marido regresa en la noche, muy bebido y muere. A partir de allí el relato, centrado exclusivamente en la figura femenina, se precipita hacia un final atroz: ser devorada por un perro hambriento, guardián de los pocos bienes del matrimonio, frente al que la mujer manifiesta su absoluta y fatídica sumisión: «-¡No me hagás daño, Fidelito! Se lo dice con espanto. Sumisa, como de rodillas»62.

El personaje femenino ocupa el centro del relato y es presentado por un narrador omnisciente que se focaliza casi exclusivamente en ella. Si bien protagonista, la mujer es un personaje pasivo, en una absoluta indefensión. No puede realizar ninguna actividad por sí misma y, sin su hombre, su incapacidad es aún más notoria. El estigma de la pasividad es el que la precipita en su terrible destino. Aparecen en su presentación notas que manifiestan su sencillez, su fe simple y la aceptación de su suerte, que tiene un halo de fatalidad. Frente a la imposibilidad de ser, nuevamente la única salida que presenta el narrador a su personaje es la imaginación. En este caso, puede ser el sueño -que tiene una dimensión de terror y de pesadilla-, pero también la plegaria, la oración como un modo de modificar la situación a partir del deseo de que ocurra algo distinto a lo previsible:

Le ronda la tentación de suplicar que vuelva el hijo, que se fue a la ciudad, a las fábricas. Ella podría decir, en su ruego: «Mi hijo, Señor, mío y del Gabriel, legítimo de los dos, con fe de bautismo y todo...». Se apoca, sin atreverse a reincidir: «Sería muy mucho pedir, un milagro demasiado grande...». Y se cobija en las deliberaciones: «Pudiera ser que vuelva solo... Que perciba el llamado». Se pregunta cómo será ahora, después de diez años. Si se acordará de ella, si podrá saber que el padre no vive. Y deduce que si el padre ha muerto ya es ánima y un ánima le puede hablar a los vivos, aunque sea cuando éstos duermen, y quizás el ánima de Gabriel puede avisarle al hijo que ella está sola y lo necesita desesperadamente... ¿Puede...?63.

El personaje de Inés, la vecina, acaba de delinear lo femenino en el cuento, subrayando otro aspecto del comportamiento de la mujer. Inés sospecha que algo extraño ocurre en el puesto de su amiga, pero calla por falsa sumisión hacia la autoridad de su esposo y precipita con su silencio el fatal desenlace:

Inés ha observado el proceder del marido, le pregunta el porqué, él aduce sus razones y ella las atiende, aunque no las comparta. La alumbra un momento la sospecha de que algo anormal ocurre en el puesto de Lumila. Pero no hablará por ahora. Se propone hacerlo más tarde, cuando su hombre se dé cuenta solo que ha errado. No de taimada, por no contradecir su autoridad no más64.

Las mujeres aparecen en este cuento subordinadas a una autoridad, tanto del marido como del destino. En el caso del personaje de Lumila su sumisión frente a la realidad es absoluta. Su único escape es la imaginación, la creencia en el milagro, la posibilidad del sueño que concluye configurándose como una pesadilla. Como Amaya, la imaginación puede brindarle una compensación a su situación, pero también una salida, la posibilidad de escapar a través de una serie de suposiciones que no logran, ninguna de ellas, concretarse. Además, al igual que en otros cuentos, se la despoja del ejercicio natural de la maternidad: su hijo se ha ido a la ciudad -un indicio de la situación social de los puesteros- y no ha vuelto a tener noticias suyas.

Cerraremos esta serie con la mención a un breve relato publicado en Cuentos del exilio65, con el título «La búsqueda del diablo». Allí se cuenta la historia del sabio alquimista Eudosio quien dedicó toda su vida a la búsqueda del diablo para comprender, a último momento, que lo se había casado con él: «Gastaste tus días y tus noches en pos del diablo y lo tenías en casa: el diablo soy yo» (p. 153). El discurso de la mujer, que abarca dos tercios del breve relato, manifiesta una visión misógina tanto de la persona como del mundo femenino, pues todos los cuidados que tradicionalmente puede haber tenido la esposa para facilitar la vida del marido son vistos como tentaciones del demonio que lo alejaron de su misión trascendente:

Hurté tu tiempo y no te di sosiego para cavilar: cuando estabas concentrado en tus cavilaciones, yo enfermaba aparatosamente y tú te distraías para atenderme.

Te daba el gusto, con exceso, en las comidas (sopas espesas, tocino grueso, callos, especias picantes que en seguida reclaman más vino) y tú engordabas, te embriagabas y tu pensamiento se ponía pastoso66.

Conclusiones

A lo largo de este artículo hemos analizado los personajes femeninos de una serie de relatos representativos de la narrativa breve de Antonio Di Benedetto, tanto en función protagónica como en roles secundarios. Por tratarse de cuentos, puede observarse que el desarrollo textual de estos caracteres es más limitado que el del personaje novelesco, sin embargo, dos relatos más extensos, que podríamos definir como novelas cortas, nos presentan una mirada sugestiva sobre sendas protagonistas femeninas67.

En el caso de los personajes secundarios se textualiza una galería de personajes entre los que se destacan las mujeres como proveedoras de servicios (criadas, empleadas de pensiones, prostitutas); la mujer soltera, la novia, generalmente agria y objeto de burla; la mujer amada idealizada e imposible de acceder, ya sea porque es parte de un triángulo y pertenece a otro hombre, o bien porque es madre, caso en el que, de modo simbólico, también puede detectarse el triángulo amoroso (madre-hijo-hombre). Con respecto a la madre podemos también observar que su imagen es problemática pues con respecto al hijo, su participación en los relatos oscila entre la castración y su necesaria presencia para que el niño pueda tener vida plena y desarrollarse.

Con respecto a las mujeres en roles protagónicos llama la atención la presencia constante de la violencia, ejercida por ellas mismas («Trueques con muerte»), por el varón -el caso más frecuente-, pero también por un destino que las somete de modo inexorable (Lumila). Las mujeres carecen de voz para expresar su propio mundo y sus necesidades, no aparecen con capacidad para acciones concretas que puedan alterar su destino, de allí su papel muchas veces de víctimas. El universo propio de la mujer es la casa y el mundo de las fantasías, alejados ambos del mundo real masculino con sus dificultades y luchas. Por otra parte, en su caracterización operan dos mitos contradictorios y sin posibilidad de síntesis en el nivel textual: la mujer amante, que se deja llevar por su deseo pero que en general no puede concretarse su posesión, y la mujer madre, ideal de pureza inalcanzable.

Nos surgen a partir de lo expuesto una serie de preguntas: ¿por qué las mujeres aparecen como víctimas?, ¿por qué se las silencia?, ¿responde esta actitud a una postura del mismo autor o es propia de su sociedad? Posiblemente no exista una única y absoluta respuesta. Tal vez operen en esta visión de lo femenino tanto las ideas del autor -sean estas conscientes o inconscientes- como los prejuicios vigentes en una sociedad provinciana.

Sin embargo, y teniendo en cuenta las reflexiones del autor sobre el sentido de su escritura68, observamos que esta está planteada como un asedio a los aspectos más oscuros del hombre, a sus zonas sombrías, para destacarlas, colocarlas a la luz y producir en los lectores una reflexión sobre la perfectibilidad del hombre, sobre la posibilidad de ser mejores para convivir en mayor armonía. En este sentido puede comprenderse la textualización de la violencia de género centrada en las mujeres, en parte por la atracción que el mal ejerce, de un modo u otro, en su escritura, pero también como un modo de mostrar lo falible para hallar el camino hacia una mayor comprensión en las relaciones humanas.

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