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Lección IV

Del carácter y tendencias de las principales teorías socialistas de nuestros días. Socialismo filosófico.

I

     Concluí, Señores, mi conferencia anterior con una reflexión de consuelo, y con una palabra de esperanza. Y cuanto más se medita sobre la situación actual del espíritu humano, y sobre la marcha, que han seguido en su alternada dominación las dos tendencias que examinamos, en la sociedad y en el individuo, tanto más se fortalece nuestro ánimo en aquella esperanza; tanto más reposa nuestro corazón en aquel principio de consuelo.

     Hemos visto el principio social esclavizando al hombre, hasta el punto de arrebatar a la criatura libre por excelencia, toda su personalidad y albedrío. Hemos visto en otros tiempos, y presenciamos en los nuestros, el espíritu de individualismo exagerarse hasta el punto de reducir todos los principios sociales a la libertad, conveniencia e interés del individuo, y todos los dogmas religiosos, a la deificación del hombre. Pero, a poco que se examine la historia, es fácil observar que esta alternativa se reproduce con tal regularidad en el curso de la vida de los pueblos, que parece una ley general, que caracteriza y regula el movimiento armónico de la civilización del mundo.

     Cuando uno de estos principios se exagera, cuando una de estas dos fuerzas prepondera exclusivamente sobre la otra, ora sea que el socialismo esclavice y anule al individuo, ora sea que el individualismo disuelva y pulverice la sociedad, la verdad es, Señores, que el movimiento social se perturba, que la humanidad padece, que la civilización se estaciona o retrocede. Pero también es verdad que en aquel mismo punto se verifica en su seno un movimiento de reacción vital en favor del principio debilitado, que revive de pronto, y se manifiesta y se dilata con más briosas fuerzas y en más extensas proporciones.

     Si abrigáramos la convicción histórica de que la humanidad, considerada en conjunto, ha sido alguna vez más feliz, más moral, más inteligente, podríamos dudar de la regularidad de esta ley. Pero como observamos, por lo contrario, que a través de esos alternados cataclismos, el mundo moral ha descrito una órbita de mejora constante, cualesquiera que hayan sido las manifestaciones exteriores de la civilización, creemos poder deducir rigorosamente que esta alternativa es un movimiento orgánico en la existencia de la humanidad; que estas oscilaciones parecen previstas y calculadas, como la sucesión de calor y frío de las estaciones; que los límites de la fuerza invasora de un principio están señalados como los de la creciente en las mareas del Océano; que estos desequilibrios son las crisis del crecimiento y desarrollo, que llevan a su perfección a la sociedad y al individuo, y que ese flujo y reflujo, esta sístole y diástole entre los dos principios, esta lucha entre la vida social y la existencia particular, empujan y moderan el movimiento de la humanidad por la órbita de la civilización, de la misma manera que en el hombre, el combate entre sus intereses y sus obligaciones, entre sus sentimientos sociales y sus necesidades egoístas, impele y regula la elevación de su espíritu hasta el grado de perfección y nobleza, que le es dado alcanzar en el orden moral.

     Este antagonismo, esta oscilación, este paso de un período de energía al desfallecimiento de la postración, y de aquí a otro nuevo y más brioso arranque de fuerza, son lo mismo que las crisis vitales en los que se llaman años climatéricos de la existencia humana. Por eso, si en la transformación que a la crisis sucede, la civilización se levanta más lozana y robusta que de primero, debemos rigurosamente concluir que la crisis era conveniente; que el principio preponderante en ella había necesitado avivarse y fortalecerse para dilatar su actividad en el subsiguiente período, y marchar de esta manera al complemento de esa ley de equilibrio, que debe estar cada vez más próxima, y que aun antes de llegar a su ignorado complemento, en cada período de organización tiene que mostrarse más fecunda.

     Señores, esta deducción, rigurosamente exacta, nos da idea de lo que ha debido suceder en la época presente, y nos ilustra acerca de lo que podrá acontecer en las venideras. La perturbación causada por la universal invasión del individualismo corrosivo -cuyos síntomas hemos descrito en la noche anterior-, se reveló con fenómenos tan repugnantes en el orden moral, y con tan desastrosas calamidades en la esfera de los padecimientos físicos y materiales; que estaba en la naturaleza del espíritu humano, que estaba en la ley y en las condiciones de ese principio de reacción moral, que acabamos de señalar, buscar el remedio de esa situación en un sentimiento social, regenerador y cohesivo, y pensar en una organización más adelantada, más extensa, más rica y más suficiente que todas las organizaciones sociales de épocas anteriores, pero no menos fuerte y compacta en la asimilación de todas las individualidades.

     El socialismo moderno nació de esta tendencia, Señores. La demostración irrefragable de que su aparición en el mundo correspondía a una necesidad legítima, y sentida vivamente, ha sido esa misma variedad de doctrinas, esa misma desconformidad de sistemas, la misma divergencia en la dirección de todas esas teorías, aspiraciones, utopías, revelaciones o programas, que naciendo casi al mismo tiempo en diversos y muy apartados lugares, con distintos caracteres y denominaciones, llevan en su diferencia el sello de su espontaneidad, y revelan en su origen espontáneo la unidad de la causa que las produce, y de la tendencia que las determina.

     Pero aquí se ofrece una consideración muy grave, Señores. El socialismo de otros tiempos había recibido su forma de la religión o del patriotismo: el socialismo de nuestros días se concibió en las entrañas de la filosofía. He aquí, Señores, por qué nació como le veis, como le vais a ver. La filosofía y la razón que le concibieron y le incubaron en su seno, eran materialistas y ateas: la filosofía y la razón que le criaron a sus pechos, eran individualistas y desorganizadoras. El engendro de semejante enlace fue desde luego el embrión de un monstruo, y si Dios ha permitido que las organizaciones híbridas vean la luz, les ha negado en su sabiduría infinita la fecundidad y la transmisión de la vida.

     Examinad si no todas las diferencias de estas teorías en su división más general. Interrogad a los fundadores de sistema, más bien en la diversidad de su principio, que en la de sus nombres. En definitiva conclusión, a todos los hallaréis iguales, porque todos serán al fin reaccionarios y antisociales. Unos buscaron su ley y su fórmula en una nueva organización del poder público; otros, creyendo que las formas de gobierno por que había pasado la sociedad, eran todas insuficientes para asegurarle cohesión y armonía, partieron de la indiferencia política, para asentar las bases de su nueva organización sobre la reforma de las instituciones sociales; sobre nuevos principios constitutivos de la familia; sobre otra explotación y repartimiento de la propiedad; sobre nueva organización del trabajo; sobre nuevos establecimientos de crédito; sobre variaciones fundamentales en la manera de ejercerse la industria y el comercio, y hasta sobre un nuevo plan y manera de construir la morada y vivienda de los hombres, sustituyendo a la casa de la familia el edificio, palacio o metrópoli de la asociación.

     Así nacieron el socialismo, que puede llamarse político, y el que no podemos calificar sino con la frase redundante de socialismo societario. Uno y otro estaban destinados a representar el papel de aquellas supersticiones groseras y extravagantes, que han precedido o acompañado la aparición de las religiones, que más influyeron sobre los pueblos. El socialismo político fue a buscar de nuevo sus principios y su ley en los derechos del individuo: el socialismo societario, en las necesidades y apetitos materiales de la naturaleza humana. Por eso he dicho que el socialismo moderno, que debía haber sido una reacción contra el individualismo, no fue más que la última y extrema consecuencia de la filosofía, que había producido la situación contra la cual en vano se revelaba. Por eso he asegurado que ese socialismo, fundido en el molde de la filosofía dominante, ha llegado a ser la última y completa exageración del individualismo moral, que nos devora. Por eso me he permitido decir en la segunda de mis explicaciones, que para combatir a este socialismo falso, era menester un socialismo verdadero. Por eso no he vacilado en afirmar en la lección antecedente que el socialismo materialista estaba, antes que juzgado, perdido.

II

     Largo sería, Señores, y totalmente extraño a mi propósito, examinar y exponer a vuestros ojos estos sistemas, dado que cupiera tan ardua y complicada tarea en mis limitadas fuerzas de erudición crítica. El tema que voy siguiendo desde la conferencia a que he aludido, no me conduce tampoco a la necesidad de tan larga tarea. Lo único que entonces me propuse demostrar, es: �que todas las teorías, a cuyo conjunto se da la calificación de socialismo, habían partido de un principio, y seguido un rumbo opuesto a su destino: que ese pretendido socialismo no ha sido para los unos más que la omnipotencia política de la muchedumbre; para los otros, la deificación materialista del individuo�. El resultado no podía dejar de ser una contradicción flagrante y un retroceso lastimoso. Los unos llegaron a la abolición del poder social en nombre de la soberanía del pueblo: los otros, a la comunidad y centralización de todas las funciones y facultades del hombre, en nombre de la libertad humana: otros, en fin, a la abolición de toda idea de obligación, ante las exigencias de la palabra necesidad, hecha sinónimo de derecho. Bástanos consignar en cada una de estas diferentes escuelas la unidad de estos caracteres, y la consecuencia fatal de estos resultados.

     Cuando en una de las lecciones precedentes indicamos el origen metafísico de la escuela alemana, también hicimos una rápida indicación de sus últimas deducciones teóricas. En cuanto al resultado práctico de sus aplicaciones sociales, si es dado a mi meridional, y demasiado corpórea inteligencia, comprender alguna cosa de las sutiles e impalpables elucubraciones de la joven escuela hegueliana, confieso paladinamente, Señores -a riesgo de que me miren con desdeñosa compasión más allá del Rhin-, que ese ideal de sociedad democrática, fundado en la omnipotencia y soberanía individual, bajo la dirección moral de eso que ellos llaman la verdad, o la idea absoluta; sin ley penal, sin poder coercitivo, sin sanción divina, sin religión, sin autoridad, sin magistrados, sin fuerza pública, sin representación y sin limitaciones, me parece una creación bastante parecida al estado salvaje.

     Para dar a esa organización la posibilidad de una civilización adelantada, sería necesario variar las leyes del mundo moral, y cambiar al mismo tiempo las condiciones materiales de la naturaleza física. Yo no sé si una asociación semejante sería posible entre ángeles; pero sé de fijo que no, si los ángeles habían de trabajar la tierra con el sudor de su rostro. Pudieran aspirar tal vez aquellos filósofos a convertir en ángeles a los hombres con la propagación de elevadas doctrinas. Permítanme, sin embargo, Fenerbach y Arnold Ruge, Bruno Baner, y Max Stirner sospechar, que conociendo ellos mismos que no era el mejor medio para alcanzar este objeto predicar a los hombres que no hay Dios, tomaron el resuelto y desesperado partido de hacerles creer que eran dioses todos.

     En el socialismo francés, más positivo y más práctico, es donde podemos observar ya formulada con mayor claridad la doctrina de los que creyéndose legítimamente reaccionarios, o atrevidamente innovadores, no fueron más que continuadores o retrógrados. Ora buscando la ley social en la forma política; ora invocando como principio de asociación el derecho y la utilidad individual; ora limitando el destino de la sociedad a la satisfacción de las pasiones, los unos retroceden a la antigüedad y a una civilización imperfecta; los otros toman un rumbo, que los conduce a la negación de sus mismos principios. Y unos y otros, dando por infinito el progreso social, y por posible la desaparición de todas las miserias e imperfecciones individuales, asientan una suposición gratuita, sin ningún dato, sin ninguna razón valedera para afirmarla.

     Escuchad si no a la clase más numerosa de los socialistas políticos, y a los que con la palabra democracia y con la fórmula república pretenden remediar todas las miserias sociales. �Qué principio cohesivo han escrito al frente de su bandera? Igualdad, libertad, sufragio universal, mayor amplitud en las garantías individuales, más dilatada repartición del poder público entre los ciudadanos... Preguntadles qué significa todo eso; cómo remedia nada de eso los males del individualismo; cómo se deduce eso de las premisas que han asentado. Preguntadles cómo se concilia la necesidad de dar al individuo mayor participación e influencia en el poder, con la conveniencia de mayores medios de defensa, hostilidad y resistencia hacia ese poder mismo, con el cual se le identifica. Preguntadles cuál es la relación que media entre esa organización democrática del poder público, y la felicidad social. Preguntadles cuál es la ley, según la cual debe ejercerse esta soberanía colectiva, o dónde está el vínculo misterioso, que enlaza el aumento y ensanche de los derechos individuales, con la mayor cohesión y eficacia de la sociabilidad. Preguntadles cómo sus aplicaciones, sus poderes, sus principios, dan solución a cualquiera de las cuestiones que han dado origen a sus doctrinas...

     No; no les preguntéis nada de esto, porque tales preguntas serán para ellos otros tantos indescifrables enigmas. No les haréis salir del terreno de la política: no os hablarán más que de Asambleas, y de legislaciones, y de nombramiento de Presidentes y de funcionarios públicos, y de responsabilidad de los poderes. Esa pretendida reforma social, la encontraréis al punto reducida a una nueva edición de la Constitución política; lo cual, en verdad, no vale la pena de meter tanto ruido en el mundo, ni de anunciarse con tan altas pretensiones. Esa doctrina no merece llamarse socialista: yo me atrevo a creer que lo soy más. Ese pretendido socialismo, en último resultado, es el último traje de que se reviste el individualismo social, llevando las extremas consecuencias de sus principios a la organización del poder público.

     Otros hay, es verdad, que de tal manera identifican la constitución social con la organización política; que de tal manera quieren absorber la acción de la sociedad en la fuerza del poder público, que llegan por medio de una regulación universal de todos los intereses, de todas las propiedades, de todas las transacciones y de todas las industrias, a constituir el poder central del Estado en director, gestor, depositario y regulador de toda acción, y de todo derecho; de todo servicio, y de todo provecho; de toda posesión, y de toda propiedad; de toda manera de trabajo, de toda participación de productos. A esto se ha llegado en nuestros días, Señores: a esto ha llegado el comunismo. Era preciso, sin duda, para enseñanza y escarmiento de los hombres, que los falsos principios condujesen a tan espantosas contradicciones. En otros tiempos hubo quien quiso probar la no existencia de Dios con textos de la Sagrada Escritura: en nuestros días se ha proclamado el más opresor de los despotismos en nombre de la libertad.

     Y en verdad, Señores; para retroceder a la exageración del antiguo sistema; para absorber en la concentración de la soberanía política todas las facultades y todas las acciones del individuo; para hacer ley de las grandes sociedades modernas el monaquismo espartano; para depositar todos los títulos y derechos de la personalidad humana en un poder absoluto, material, omnipotente e irresistible; para ajustar bajo un círculo de hierro todas las desigualdades de la naturaleza y de la humanidad; para hacer a todos los hombres iguales delante de la fortuna, y no sé si a todos los merecimientos y virtudes delante de la gloria, es demasiado evidente, Señores, que no había por qué exagerar esa misma libertad que se anula, esa personalidad que desaparece. Ni esta tendencia, ni este resultado, valían la celebridad y el estrépito de una doctrina de salvación y de reforma. Es muy antigua esa tendencia en el mundo; y explicar la propensión constante del espíritu humano a identificar la constitución política con el conjunto de la organización social, será para nosotros objeto de un estudio particular en el curso de estas explicaciones.

     Ahora me basta, Señores, haceros observar que esta teoría, no sólo es de facilísima y vulgar comprensión, sino que hay países en el mundo donde se halla completamente realizada y establecida. �Pensáis que quiero aludir a la Icaria de Mr. Cabbett? De ninguna manera. El Egipto de Mehemet-Alí es la manifestación más completa de esta doctrina. Yo la admito, Señores; yo comprendería este sistema y este principio en los apologistas del poder absoluto: figuraría muy bien como corolario a los principios de De-Maistre y de Bonald. El señorío de vidas y haciendas no es otra cosa. Lo que de manera alguna puedo comprender es la relación que haya entre esta organización, entre este resultado, y la significación de derecho, de garantía, de libertad y de ciudadano.

III

     Es verdad, Señores, que otra escuela más radical, más filosófica, y de miras más extensas, prescindiendo completamente de la organización política, no sólo busca la ley social fuera del círculo en que giran los poderes públicos, sino que muchos de sus adeptos han llegado a asentar y sostener que la forma del poder es de todo punto indiferente, para la realización de su sistema; que las palabras, derechos y libertades políticas, las instituciones, las magistraturas y las garantías, no tenían sentido en su diccionario, ni aplicación práctica en su doctrina.

     �No -dicen a los hombres políticos estos innovadores atrevidos-, no, para nosotros nada significa esa libertad, que hace a todos los ciudadanos, Diputados o Jueces, Prefectos o Generales; nada significa esa igualdad, que hace a todos los hombres vivir en una misma mazmorra, o morir en un mismo patíbulo; nada esa independencia personal, que convierte a todos los hombres en enemigos, haciéndolos concurrentes a un mismo interés: ni nada tampoco nos vale esa comunidad de la miseria, que sumiría en la pobreza a cien mil ricos, pero, que dejaría seguir siendo mendigos a treinta millones de hombres. Nuestra libertad no es un fin, es un medio. Con la libertad sola, perece a la puerta de la cárcel el preso a quien mantenían en el calabozo. Nada nos importa que hayáis abolido la esclavitud, y que hayáis proclamado la emancipación de las clases, si las clases emancipadas tienen un amo más feroz que los antiguos dueños, más duro que los Señores de la Edad media, y este tirano se llama el hambre.

     �Nada nos importa que llaméis libre a la Inglaterra, y a la Polonia esclava, mientras que los Vaivodas de la una son tan felices y opulentos como en la otra los Lores; mientras que el minero sepultado en las herrerías de Manchester y de Birmingham, sin ver luz, sin comer pan, sin respirar oxígeno, sin tener un abrigo físico, ni un consuelo moral, vive en una servidumbre más espantosa que el paisano del Vístula, y que el condenado de Spieltzberg. Nada nos importa que el proletario tenga el derecho de hacer leyes, si no hay leyes que puedan hacer que los campos den dos cosechas en vez de una, y que todos los productos del trabajo tengan demanda y consumo; que todas las fuerzas productoras encuentren capital y empleo; que todo individuo de la especie humana, por miserable que su condición sea, cuente con un minimum de subsistencia; y que todo hombre dotado de capacidad y fuerza, logre comodidad y holgura con un trabajo moderado, interrumpido, que no agote ni enerve su existencia y su razón.

     �Nuestra libertad no es esa: nuestra constitución no es esa: no es esa nuestra democracia; ni nuestra comunidad; ni aun la fraternidad nuestra es la compañía en las lágrimas, en la miseria, en los dolores, en las privaciones. Nuestro fin es la supresión de todo eso; es la abolición del dolor: es la cesación de toda miseria, el cambio de todo trabajo en placer. Nuestra ley social es una organización de la vida y de la industria humana, suficientes a satisfacer todas las necesidades, y a dar libre desarrollo y desembarazada carrera a todas las facultades y pasiones del hombre�.

     Ya lo veis, Señores: a pesar de que atenúo cuanto me es dado las expresiones; a pesar de que ennoblezco cuanto puedo la fórmula de esta tendencia, siempre nos volvemos a encerrar en el mismo círculo, siempre nos encontramos arrebatados hacia el mismo principio que se combate, siempre tenemos delante el espectro del individualismo, que acompaña sin cesar a los enfermos de tan funesta, y al parecer incurable, alucinación filosófica.

     Poco hace era el individualismo político estéril, gastado, palabrero: ahora, el individualismo en una forma más positiva y determinada, en su manifestación más grosera y material; la satisfacción de todas las necesidades y de todas las pasiones del hombre, el epicureísmo elevado al rango de ciencia social. �Los apóstoles de esta doctrina pueden estar vanagloriosos del progreso, que han alcanzado las ideas y las creencias de la humanidad en el transcurso de veinte siglos!

     �Las necesidades, los apetitos, las facultades del hombre completamente satisfechas!... es más; infinitamente desarrolladas... y con todo eso, satisfechas plenamente en su ilimitado desarrollo. He aquí en resumen el fin y objeto de esta doctrina.

     Vosotros acaso creeréis que no necesita demasiada crítica... Yo creo que sí, Señores: creo que es digna de profundo examen, tanto como de severísima censura: sólo que no es mi propósito hacer ahora detenidamente lo uno, medio de llegar infaliblemente a lo otro. Consiguiente, sin embargo, a mi tema, me permitiré preguntar a los apóstoles de esta teoría, cómo de estas pasiones y facultades, santificadas y divinizadas en cada uno de los hombres, han podido deducir la ley que las dirige, el principio general que las armoniza y conduce. Si esta ley reside en la legitimidad de las pasiones mismas, en su libre desarrollo, en su ilimitado curso, según la voluntad, la vocación, el deseo, o la aspiración de cada individuo, �a qué fin entonces ninguna combinación social? �A qué fin entonces la asociación misma?... Volvemos en esta hipótesis al heguelismo puro, menos el reconocimiento de la verdad suprema, menos aquella idea absoluta, aquella razón universal, que hace las veces de ley de Dios y de revelación en las teorías de los filósofos alemanes.

     Y si en la ley de la asociación hay algo que limita, que ordena, que gobierna y encamina estas pasiones y necesidades, esa designación de límite, ese poder que enfrena, esa dirección que conduce, esa fuerza que estimula, o que reprime... �en dónde está? Eso, que haga las veces de obligación, de orden, de justicia -y que no puede nacer en el individuo por su sólo interés-, �dónde lo colocáis? �En su propia voluntad, o en la fuerza de los demás asociados?... Y en uno y otro caso, �seréis capaces de darme la razón de ese sacrificio, o los títulos de legitimidad de esa fuerza? -En vano lucharéis; en vano os revolveréis dentro de vuestro estrecho círculo, donde no ha querido Dios que podáis encontrar arma alguna para defenderos. Tenéis que salir de él: tenéis que buscar fuera del individuo una ley de obligación para dirigir sus pasiones, como hay que salir fuera de la tierra opaca para encontrar el origen de la luz, que nos deja ver el espacio.

     �Y bien! -tengo que deciros todavía-, en la necesidad de buscar ese destello de lumbrera social fuera de las tinieblas, del interés y de la existencia del hombre, �cómo podréis deducirle, cómo podréis hacerle brotar y nacer de esas mismas necesidades, de esos mismos instintos que le han de estar subordinados, si ha de imponer a su voluntad y a su interés el freno de una represión coercitiva, o en otro caso, la abnegación espontánea del deber, del sacrificio, de la virtud?...

     �Oh! No creáis, Señores, que a los filósofos a quienes aludo, les falte respuesta todavía. No son inteligencias vulgares, ni han dejado de meditar sobre el objeto de sus teorías y sistemas. Preveo que me contestarían con una recriminación. Serían capaces de decirme que para dirigirles este cargo, me colocaba yo también en la esfera del individualismo, y en la suposición de un aislamiento inadmisible. -�Esa imperfección de la naturaleza -me dirán-, sólo en el individuo existe; pero la perfección de la sociedad es infinita. Por eso buscamos nosotros en la sociedad la relación de la armonía: por eso en ella, y sólo en ella, desaparecerán de todo punto esas luchas de pasiones; esos conflictos de deberes, ese antagonismo de intereses personales y sociales; esa antinomia -como dicen los filósofos alemanes-, del egoísmo y la virtud, en cuya acción y reacción creéis vosotros que se labran y acrisolan la perfección del individuo, la dignidad y nobleza de la especie humana. �Ilusión triste de la creencia, que se funda en llamar a la tierra lugar de expiación y valle de lágrimas! �Preocupación absurda, que tiene su origen en los hábitos de dolor y de miseria de una organización social viciosa, subversiva, degradante! Desaparezca esa organización; y la lucha, el antagonismo, la antinomia cesarán de suyo: la armonía entre el orden social y las necesidades individuales, reinará sobre la tierra; y no existiendo pasiones ni deseos, que no puedan ser amplia y legítimamente satisfechos, todos los motivos de sacrificio, y todos los poderes de represión vendrán a ser de todo punto innecesarios. La virtud que invocáis, perderá su significación, porque no existirá el vicio. Vuestra justicia severa dejará de ser una divinidad de sangre, porque nadie tendrá interés en ser injusto; y hasta vuestro feroz y soberbio heroísmo perderá su gloria, porque ni la felicidad general se labrará con cadáveres de mártires, ni el altar de la Patria reclamará sangre de víctimas...�.

     Desde luego, Señores, notaréis en el giro de esta argumentación, el círculo vicioso en que eternamente se estrechan los razonadores que así discurren. Si la individualidad humana es, de suyo, buena y perfecta, si todas sus luchas y conflictos nacen de una mala organización social, �a qué fin dar tanta importancia a una organización nueva, corriendo los mismos o mayores riesgos, y no dejar al hombre en el pleno goce de su perfecto aislamiento, en la pacífica posesión de su nativa bondad?... Juan Jacobo Rousseau, Señores, era ciertamente más sincero y más rigorosamente lógico que los filósofos contemporáneos. Proclamando que el hombre era de por sí libre, bueno y virtuoso, declaró resueltamente la guerra a una sociedad que le tornaba perverso y esclavo. Por eso pasó su vida en hacer la elocuente apoteosis del aislamiento y de la individualidad. Su principio moral era la fiera independencia de la naturaleza: su ley política no podía ser más que un pacto; esto es, un permiso, una estipulación, un consentimiento, una tolerancia del individuo.

     Los actuales socialistas, exagerando por una parte las facultades de la naturaleza humana, esperan al mismo tiempo una serie de prodigios de su combinación social. Luego -según su confesión propia-, hay en esa organización armónica, capaz de satisfacer todas las necesidades individuales, algo que no está en la naturaleza del individuo mismo; algo, que excede a la impotencia de sus medios, y a la lucha eterna de sus deseos. Luego -según su propio razonamiento-, no puede buscarse el principio de la fuerza social en ese hombre, que ni a sí mismo se basta.

     Poco ha preguntábamos a esos filósofos: si el hombre es de por sí perfectible �a qué buscar la perfección en la organización de la sociedad? Tenemos que dirigirles ahora otra pregunta de solución más difícil. �Si sólo la sociedad en su conjunto es perfectible �qué derecho hay, ni qué razón, para cifrar su perfectibilidad en la satisfacción de las necesidades del individuo?...�.

     Hay empero, Señores, otra cuestión todavía más ardua, que estos filósofos han resuelto previamente con una hipótesis absurda. Antes de que ellos y nosotros podamos responder al anterior problema, tengo que preguntarles: ��Quién es el que ha dado, así a la individualidad, como a la sociedad humana, ese derecho a la perfección absoluta en sus medios, en el cumplimiento satisfactorio de sus deseos; esa esperanza segura de la felicidad material, que se cifra en el logro de todas las pasiones?...�. Si el hombre es mísero y limitado; si su existencia física, y su adelanto moral giran por una órbita de combates y de victorias, de deseos y privaciones, de dolores y de placeres, �con qué razón se ha arrogado la filosofía títulos para creer que la sociedad está exenta de la ley universal, que la destina a la prueba del dolor, a la condición misteriosa del trabajo y del sufrimiento? �Qué principio de analogía, qué instinto del corazón, qué inducción filosófica han seguido los que atribuyen a la sociedad humana la posibilidad y la esperanza del absoluto bien sobre la tierra? En este punto la historia del individuo y de la sociedad, no se identifican ni se confunden; pero se corresponden.

     La experiencia nos muestra al hombre siempre en pos de un ideal de felicidad, que camina y se aumenta delante de su corazón, como huye y se agranda el espacio delante de sus ojos. La Historia nos representa a la civilización adelantando en un camino de mejora, en el cual, cuanto más anda, mayores esfuerzos emplea para desterrar las miserias sociales, y alcanzar ese bien supremo, incompatible con la ley del dolor, con la ley de la muerte, con la ley del trabajo. Yo no encuentro en la sociedad ninguna fuerza ni organización alguna, que sea capaz de eximirse de este inexorable triunvirato.

     Mucho menos, Señores, podemos estar inclinados a creer que esa felicidad absoluta haya de consistir en la plena satisfacción de todos los deseos, de todas las aspiraciones. El examen de la naturaleza individual no puede conducirnos a este resultado. Siempre queda entre el poder y el deseo del hombre un más allá... tan grande, como el que ha puesto la naturaleza entre el extremo de sus brazos y el alcance de sus ojos. La investigación de la ley social no puede tener por punto de partida una quimera, ni por resultado final una contradicción con nuestro destino y con el testimonio de la Historia. Hemos visto a los metafísicos alemanes hacer divinidad al hombre: habíamos visto antes a los filósofos liberales hacer al individuo soberano: los socialistas -de quienes vamos hablando-, han aspirado a más: anuncian una sociedad perfecta, para hacer al individuo omnipotente; y esta perfección, y esta omnipotencia, no para crear un mundo de ángeles, sino un paraíso de placeres. -�Os dejo el juicio de estas doctrinas!...

     La verdad es, que el conocimiento de la perfectibilidad social nos está negado. Una ley de universal analogía, que no es simplemente una comparación metafórica, nos autoriza para creer que la esfera de la civilización y el alcance del progreso tienen límites, como las fuerzas del mundo físico; y que allí donde estos límites existen, el libre desarrollo de los deseos y de las necesidades tiene que encontrarse con la valla de la represión, con la ley del deber, con el fatalismo de lo finito y de lo perecedero.

     Desde que se hace esta consideración, Señores, el destino de la sociedad no puede representársenos como la prolongación del impulso, sino como el equilibrio de las fuerzas. Desde que se hace esta consideración, el fin de la sociedad no puede ser para nosotros una felicidad absoluta, quimérica, angelical, empírea, sino un destino terreno, providencial, ignorado y perdido dentro de los límites de las miras de Dios. Desde que se hace esta consideración, la ley social no puede fundarse en la satisfacción de las pasiones humanas, sino en el dualismo que las desarrolla, y que las encadena. Desde que se hace esta consideración, el principio de este equilibrio, de este concierto, de esta armonía, de este destino, de esta civilización, no puede ser el principio materialista de las necesidades y placeres, que lejos de representar la existencia social, sólo corresponden a una de las dos fuerzas que constituyen la vida del individuo. Desde que se hace esta consideración, en fin, se ve que el rumbo en que parten los filósofos a que aludimos, en dirección totalmente opuesta al objeto que buscaban, lejos de concluir a la armonía social por el concierto de todas las voluntades, debe llegar a la exageración más anárquica del egoísmo, por la legitimidad de todos los intereses.

     Permitidme, Señores, insistir en una proposición. La armonía de las voluntades sólo puede producirla un sentimiento, una idea, un principio superior a la voluntad de cada uno. Y es preciso decirlo; este sentimiento y esta idea en un alto grado de perfección no se ha presentado todavía, ni en el mundo moral, ni en el mundo político. Cuando Dios permitió que se ofreciera a los ojos humanos un ejemplar de esta sublime concordia, el mundo y el cielo dieron a esta armonía celestial un nombre más significativo que socialismo, más noble que Patria, más blando que Derecho, más consolador que obligación, más sensato que libertad, más venerando que autoridad y poder. El mundo y el cielo dieron a esta concordia un destino más dilatado que la superficie del globo, un término más remoto que la sucesión de los siglos, la esperanza de una felicidad más grande que el epicureísmo de los sentidos, y que los limitados goces de los humanos placeres.

     �El mundo y el cielo llamaron RELIGIÓN a este sentimiento, a esta doctrina, a esta felicidad, a esta asociación y a esta sublime esperanza!

IV

     Verdad es que a nosotros no nos es dado subir tan alto. Nuestra marcha está trazada por las pedregosas veredas de la tierra, regadas hasta ahora con el sudor y el llanto de los hombres, y sembradas a derecha e izquierda con las ruinas y cementerios de las civilizaciones más poderosas y robustas. Pero antes de pasar más adelante, justo será detenernos un momento de respiro, para contar las piedras miliarias, que dejamos señaladas en nuestras primeras jornadas por estos escabrosos caminos.

     Hemos visto en primer lugar que la ley del orden y del destino social no podían buscarse en las cualidades individuales; y que todos los que lo intentaron, lejos de llegar a encontrar el fundamento de la sociedad, llegan hasta el desamparo del individuo.

     Hemos procurado demostrar cómo la ley de la asociación debe buscarse en las condiciones de la existencia de la sociedad misma; y el principio de su desarrollo y progreso en los fines generales de la Providencia, atestiguados, para lo futuro, por el orden del mundo; para lo pasado, por el juicio de la Historia.

     Hemos proclamado que todo principio de asociación humana, además de colectivo, tiene que ser inmaterial, moral y espiritualista.

     En la existencia del hombre, hemos distinguido las facultades y pasiones que pertenecen a su vida individual, de las que le enlazan y encadenan con la organización general de la sociedad.

     En la sociedad hemos hecho comprender cómo el equilibrio entre la ley social y el libre desarrollo del individuo constituyen la perfección; cómo, siempre que en vez de este equilibrio, se establece el predominio absoluto de un principio, la sociedad padece, y la civilización retrocede hasta una nueva reacción.

     Hemos dejado entrever cómo el destino de la civilización es girar entre estas dos fuerzas, agrandándose siempre la acción de cada una; cómo esta oscilación entre la existencia social y la vida del individuo, constituyen el movimiento de la humanidad por la órbita del mundo moral.

     Descendiendo de la metafísica a la Historia, hemos observado predominando en las sociedades antiguas el principio de asociación, hasta absorber al individuo en la entidad social; y naciendo, por reacción, el individualismo, del seno de esta condición opresora.

     En la sociedad moderna hemos visto al individualismo absoluto dejar indefensa a la sociedad; y de la exageración misma de este resultado, nacer el socialismo moderno.

     Hemos distinguido en la categoría general de socialistas:

     Primero. A los socialistas políticos, que de nuevo quieren identificar a la sociedad con el Estado, por medio de una forma democrática o de un régimen comunista.

     Segundo. A otros, que haciendo la organización social independiente del sistema político, buscan el destino de la civilización en el principio materialista de la satisfacción absoluta de las pasiones y necesidades del hombre.

     De unos y de otros hemos hecho observar que, buscando el fundamento de su sistema en las calidades individuales, habían concluido por un resultado contradictorio con su aparente objeto.

     De los socialistas societarios hemos creído poder afirmar con razón suficiente, que parten de una suposición falsa a una consecuencia absurda; y hemos invocado contra su epicúreo optimismo el principio de que lo mismo la perfección social que la del individuo, son finitas y limitadas, por más que estos límites sean para nosotros indeterminados e indefinidos.

     Respecto al socialismo político, contentándonos con oponerle las mismas palabras de la doctrina societaria, hemos indicado la necesidad de dejar su examen, para hacerle objeto de consideraciones más detenidas en las explicaciones siguientes.

     Recelaba, Señores, de la pesadez y demasiada extensión de mis observaciones. Al contemplar el espacio recorrido; al ver de qué manera vamos llegando al corazón del objeto mismo que me he propuesto examinar, veo en verdad que más bien debo culparme de superficialidad y de ligereza. El auditorio al cual tengo la honra de dirigirme, debe conocer que siendo mi propósito, no más que señalar los principios, y colocar en un orden de aplicación fácil las ideas generales, faltaría a la consideración que debo a su esclarecida inteligencia, si hiciera objeto de mis estudios las consecuencias intermedias; así como desconocería orgullosamente mi propia flaqueza, si delante de vosotros me creyera con suficiencia para profundizar todas las cuestiones. Por motivos idénticos he huido de impugnar nominalmente escritos y autores: me he contentado con juzgar ideas y tendencias.

     Este método tiene la ventaja de permitir a la razón mayor severidad, quitando a la crítica las apariencias del orgullo. De haber descendido a un análisis más fundamental, puede ser que algunos nombres hubieran reprimido mi osadía con la autoridad de su gran talento. Porque, Señores, algunas de esas inteligencias no nacieron en vano para la humanidad. Algunas merecen la refutación, porque merecen el estudio. Temeridad sería negar el respeto a un coloso como Hegel, y confundirle en su Patria con Ruge y con Baner, y más acá del Rhin, con los mil charlatanes de ciencia y de filosofía, que a favor del mercantilismo literario de nuestros vecinos, vemos pulular diariamente en las orillas del Sena. Injusto sería colocar en una misma línea al ilustre Carlos Fourrier, digno, a pesar de sus delirios y puerilidades, de consideración profundísima, con la vulgaridad de Roberto Owen, o medir con el mismo compás el sombrío fanatismo y las febriles alucinaciones de Luis Blanc, con el talento pasmoso, y la razón tantas veces sensata y luminosa del Autor de las Contradicciones económicas. No, Señores; ha pasado el tiempo del desdén, de la crítica sin examen, y de esas condenaciones en masa, que de nada han aprovechado.

     No todo lo que han escrito esos hombres será perdido. En la guerra de las ideas, como en la de las naciones, hasta las huestes vencidas suelen dejar semillas de civilización en el mismo territorio que destrozaron, o donde sucumbieron. Muchos de los hombres a quienes aludo, ejercerán influencia sobre el porvenir de la filosofía y de la ciencia social. Muchas ideas generosas, muchas miras nuevas, muchos preciosos datos, muchos pensamientos fecundos, muchos luminosos principios, tiene que recoger en sus trabajos la misma política que los resiste, la misma ciencia que los combate. Sirva, Señores, esta protesta de disculpa para mi atrevimiento, si la índole de estas conferencias me veda descender a un terreno, donde examinando con más detención sus doctrinas, pudiera a veces significar la simpatía que algunos me inspiran, la admiración que a otros consagro.

     Hay algo que admiro con más entusiasmo; y es la VERDAD, que no siempre les ilumina. Hay algo más sagrado que la gloria del talento; y es la armonía del orden social, que ciertos principios comprometen. Hay una causa más simpática que la de esa reforma radical y completa, que tan pomposamente se anuncia; y es la de la libertad misma, de la libertad social, moral y doméstica del hombre, amenazada por ciertas doctrinas con un nuevo género de opresor, irresistible y sangriento despotismo.



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Lección V

Del socialismo en la historia de las instituciones políticas y administrativas.

I

     Señores: en las dos explicaciones anteriores hemos tenido ocasión de examinar la tendencia y la doctrina de los que pretenden identificar el gobierno del Estado con la dirección absoluta de los intereses de la Sociedad. Esta clase de socialismo, la hemos examinado como deducción de una teoría filosófica.

     Para completar este examen, tenemos necesidad de juzgar esta tendencia y este sistema en otra región más práctica, y descendiendo de un origen más antiguo, tan antiguo como los orígenes de la civilización, tan remoto como todas las asociaciones políticas de que conserva memoria la historia del mundo. Después de ver el nacimiento, desarrollo y adelanto del principio de la asociación en las ideas y en las doctrinas, no estará demás que -aunque tengamos que repetir ciertos principios-, examinemos y describamos el progreso de lo que hemos llamado socialismo político en los Gobiernos; estudio, que por pesado que sea -y procuraremos hacerle con la mayor ligereza-, no será perdido para el resultado final de nuestra doctrina y de nuestras deducciones.

     Ya he tenido, Señores, ocasión de consignar que desde los primeros tiempos a que alcanza la tradición de los siglos, y la historia de los pueblos, encontrábamos el principio de la asociación, ingénito, y como preexistente a la naturaleza humana. Ni la tradición, ni la memoria de los hombres nos recuerda jamás la historia de un individuo, ni de una familia; y hasta los Libros Santos, al empezar los orígenes del pueblo hebreo, único en la claridad de su principio, cuando nos refieren la vida de Abraham, de Isaac y de Jacob, tienen cuidado de manifestar que la importancia de estos varones patriarcales se funda en que son progenitores de una estirpe dilatada. La alianza de Dios con Abraham no estipula riquezas ni venturas: lo que Dios le promete, es multiplicar sus hijos como las arenas del mar, haciendo derivar de él por Isaac, y por Ismael, dos grandes y predestinados pueblos. En la tradición, o en la historia antigua, el hombre se presenta siempre asociado; y cualquiera que sea el principio que le ligue, o la zona de cielo que le cubra, la primera sociedad en que le vemos constituido, por más informes, por más obscuras y no bien determinadas que estén las proporciones y líneas de esta asociación, es, a no dudarlo, Señores, una sociedad política.

     Otra observación nos es dado repetir; y es que esta asociación no se forma nunca, ni es cierto que se haya formado en los principios, en torno y bajo la dirección de un interés material y positivo. La naturaleza no procede así: no procede por las reglas de nuestro cálculo. Hasta en el desarrollo de la existencia individual, el sentimiento y el deseo anteceden a la necesidad. No aguardó la naturaleza a que el hombre pensara que era bueno el matrimonio: ciertamente por este camino no hubiera llegado a su fin: infundiole el amor a su compañera. No quiso que el hombre calculara fríamente que sus hijos le serían útiles en la vejez: era esto un accidente individual, más o menos problemático; pero encendió en sus entrañas el amor de padre, e inspiró en su corazón la complacencia en la prolongada posteridad.

     De la misma manera, Señores, no es verdad que el primer germen de la vida de un pueblo consista en una asociación deliberadamente calculada, para aprovechar la tierra, para apoderarse de los animales, o para defenderse del enemigo. Estos intereses son efectos, y no causas; son resultados, y no principios: muchas veces se hallan desamparados, o exclusivamente atendidos por el individuo, cuando la asociación se halla ya constituida. Antes de que estos intereses se protejan por la cooperación social, el sentimiento de la asociación ha nacido ya, y -como el amor sexual, y como el amor paterno, respecto a la familia-, no aguardaba ni necesitó para existir, que aquellos nacieran.

     No pretendo, Señores, determinar absolutamente el sentimiento primitivo, que preside a la organización de todos los pueblos, y hasta comprendo que puede no ser uniforme; pero si examinamos el principio de las sociedades, no en las teorías que al efecto se han inventado, sino como las da a conocer la historia literaria o la historia monumental, el sentimiento que encontramos presidiendo a la formación de todos los Estados, es ya el de la nacionalidad. Pero no hay que tomar esta palabra, Señores, en el sentido en que la ha consagrado el lenguaje de los últimos siglos, aplicada al amor que tienen los hombres al suelo donde han nacido.

     Los pueblos primitivos la hacían consistir en aquel vínculo de predilección, afecto y hermandad, con que se han mirado siempre los que reconocen una comunidad de origen, una igualdad de tipo, de sangre y de lengua. La nacionalidad así comprendida, es el primer vínculo político, que enlaza moralmente a los hombres, mucho antes de que esta asociación se constituya en poderes, se organice en instituciones, y cree fuerza pública para la sanción de sus mandatos. Los hombres se sienten instintivamente estrechados con sus hermanos de raza; por obligaciones de amor y respeto, de cooperación y de asistencia, que subsisten a través de las vicisitudes del tiempo, que sobreviven al cambio de suelo, y con frecuencia a la confusión de dos o más razas sobre la superficie de un mismo territorio.

     Los que creen -por una ilusión, disculpable ciertamente-, que la sociedad política tuvo su principio en la autoridad paterna y en la obediencia de la familia, no llegarán a explicarnos jamás cómo esta autoridad y esta obediencia salen de los umbrales de la casa patriarcal. La familia es un círculo algo más dilatado que el de la personalidad; pero no es todavía el sentimiento de la Patria. El uno no se presenta como embrión, germen o elemento del otro: a veces -y con más frecuencia en esos tiempos-, son mutuamente hostiles. Desde el hombre que corre a la muerte por la salvación de sus hijos, hasta Bruto, que inmola los suyos por la salvación de Roma; hasta Guzmán, que tira la daga por no hacer traición a su lealtad de vasallo y a su fe de cristiano, hay ciertamente una distancia infinita, cuyo abismo no podrán nunca colmar los afectos de hombre y de padre.

     Por eso yo no he encontrado nunca, ni en la tradición, ni en la Historia, el tipo determinado del patriarcado puro; siempre veo a la familia inscripta en el círculo de otra sociedad, influida y dominada por sentimientos superiores. No encontraremos a veces en ella ni autoridad, ni gobierno, ni forma bien delineada de poder; pero hallaremos siempre un vínculo moral, del cual irán germinando y naciendo, como de una diminuta semilla, todas las ramas y retoños de las instituciones sociales.

     Las llanuras de Mesopotamia podrían estar cubiertas en tiempo de Abraham, como lo están ahora las arenas del Yemen, de tiendas patriarcales, donde al parecer no existe otra autoridad que la del cabeza de familia. Pero que se presente un extranjero a disputar el terreno del pabellón patriarcal, o a solicitar una alianza de sangre con aquel jefe del desierto; y veréis, como a una chispa eléctrica, despertarse por toda la extensión a donde alcanza la raza de que forma parte, aquel sentimiento poderoso, que le hace mirar con mayor interés que si fuera individual, la causa de toda la gente con quien está ligado por comunidad de origen.

     Sentimiento es éste tan social, y tan exclusivo, que en todos los pueblos ha sido consagrado por la religión. La mayor parte de las razas humanas, antes de tener códigos e instituciones, formularon una genealogía divina, y entroncaron sus progenitores con los Dioses, para dar a su estirpe una predestinación teocrática y providencial.

     He dicho antes, que antiguamente la asociación se fundó en la nacionalidad; y que la nacionalidad no tenía sus raíces en el suelo. Antiguamente, he dicho; y he dicho mal. En nuestras mismas sociedades, tan arraigadas en el territorio, se ha conservado hasta nuestros días una distinción de clases, que traía su origen de la diversidad de las razas. Todavía, Señores, las guerras más sangrientas, las cuestiones diplomáticas más complicadas, las conmociones sociales más profundas, las catástrofes, que amagan más amenazadoras al reposo de la Europa, tienen su fundamento en este principio de nacionalidad, no ajustado ciertamente a las líneas coloradas de una carta geográfica, como lo ha intentado en mal hora la impotente y presuntuosa diplomacia moderna; sino vivo, alimentado y encendido por el espíritu de raza, por la hermandad de estirpe, por la comunidad de sangre, como la entendieron los antiguos, cuando llamaban Gentes a las naciones.

     Tended hoy mismo la vista desde el Tíber al Neva, o desde el Támesis al Indo; y veréis cómo todavía ese sentimiento es más vivo, más eficaz, más influyente, más expansivo, más inflamable que los principios de las doctrinas políticas, que el cebo de los intereses materiales. Examinad hoy mismo el origen del movimiento italiano, de la fermentación alemana, de la efervescencia esclavona, del caos austriaco, de la impotencia otomana, de la miseria egipcia. En vano buscaréis el principio de estos fenómenos, y de los accidentes que los acompañan y complican, ni en las pasiones políticas, ni en las cuestiones comerciales. La cuestión de raza, el antagonismo de nacionalidad domina entre todos estos principios; es el motor primero de todos estos acontecimientos, y ha de ser al fin el Deus ex machina de todos estos complicadísimos dramas.

     Aun entre las naciones más asentadas y tranquilas, considerad, por ejemplo, a la Inglaterra. Os dirán que la fuente de su poderío, de su dominación y de su política, es el espíritu de lucro, la sed de oro, el afán y la necesidad de enriquecerse. -No lo creáis: ese deseo, ese instinto, esa pasión, la sienten todos los hombres de la misma manera; lo tuvieron todos los pueblos en el mismo grado; lo mismo la agricultora Roma, que la mercantil Cartago; lo mismo los codiciosos Galos, que ya pedían oro cuando quemaron el Capitolio, que los avarientos Hebreos reprendidos de usureros en el Deuteronomio; lo mismo el especulativo alemán, que el paciente y económico suizo; lo mismo el holandés laborioso, a la orilla de sus canales helados, que el rapaz beduino en el arenal, donde saltea las ricas caravanas. No: esa pasión no es el carácter distintivo del inglés: sobre ella, más allá de eso, que entre los pueblos es como los apetitos animales entre los individuos, está la fuerza y tenacidad poderosa de su patriótico orgullo, está ese nacionalismo soberbio, dominador, exclusivo, tiránico de la activísima raza anglosajona.

     En él está la raíz y fuente del patriotismo incomparable con que ese pueblo ha hecho maravillas; de esa enérgica y asimiladora actividad con que se distingue la influencia social de esa señalada familia, que tiene, es verdad, una capital que se llama Inglaterra, como tuvieron los hebreos un Santuario en Sion, y los romanos una colina sagrada, que llamaron Capitolio; pero que reconoce por territorio el mundo, y vive, y obra, y se mueve desde las fuentes del San Lorenzo hasta las del Ganges; desde el Peñón de Santa Elena hasta la gran muralla de la China.

     Delante de ese patriotismo �qué importa el oro? Por arruinar a Bonaparte aventuraron cuanto poseían. No mueren por el oro los que se matan, teniéndole a rimeros. Cuando Nelson y Collingwood arengaban a sus tropas en el Nilo, en San Vicente y en Trafalgar, no les hablaban de Hydepark, sino de Westminster: no les prometían palacios en las márgenes del Támesis, sino el nicho de una tumba en aquel panteón, donde cuarenta generaciones de muertos, todos ilustres y todos ingleses, representan la religión de la nacionalidad y la eternidad de la Patria, más que sus Cámaras, más que sus escuadras, más que sus colonias, más que sus tesoros, y más que los portentos de su opulenta industria.

II

     Me he extraviado tal vez, Señores, por la preocupación de una idea. Refrenaré mis divagaciones, para fijar de nuevo los principios. Había ya proclamado que para formar una asociación se necesitaba un sentimiento superior a la existencia individual: había ya profesado altamente que este principio no era ni podía ser jamás un interés positivo, tangible, material.

     Hoy me toca fijar que este principio y este sentimiento, desde lo antiguo hasta nuestros días, ha sido la NACIONALIDAD: hoy me es dado hacer observar que este sentimiento es la nacionalidad moral de raza, o de fusión, no la nacionalidad material de suelo: hoy me atrevo a consignar que la asociación fundada en virtud de este principio, es desde luego una sociedad política. Y esto es verdad de tal manera, Señores, que la asociación primitiva no abarca ni comprende más que ese sentimiento; no cuida más que de aquello que se refiere al detrimento, o al progreso, al menoscabo o la dilatación de la nacionalidad. Mas una vez formada esta asociación al impulso generador de este principio, como el molde en que se derrama el metal candente de una fundición, o más propiamente, como el primer rudimento orgánico de un feto en las entrañas de su madre, es ley constante de la vida de esta sociedad, es condición natural y eterna de aquel desarrollo, que se llama progreso y civilización, ir asimilando gradualmente en derredor de ese molde, o en los órganos de ese embrión todos los sentimientos que nacen, todas las necesidades que se desenvuelven en el crecimiento progresivo de la gente así asociada, a medida que van saliendo de la esfera del individuo; siendo el complemento de esta vitalidad social, identificar de todo punto todos los intereses individuales, con la forma, con la organización de las instituciones y de los poderes políticos.

     Esta asimilación, Señores, es un trabajo gradual y lento, a veces contrariado, a veces interrumpido, a veces también, y en ciertos períodos, acelerado. En el efímero transcurso de nuestra individual existencia no nos es dado nunca asistir a su completo desarrollo; pero la Historia nos permite seguirle paso a paso, en el examen y contemplación atenta de todos los pueblos, que han alcanzado una época de civilización. Esta obra social, que poco ha comparamos al crecimiento orgánico del individuo, recorre, como él, diversos períodos, terminados con crisis más o menos violentas, en las cuales a veces encuentran la muerte las naciones, y se desenvuelven de una manera análoga nuevos sentimientos, nuevas necesidades, nuevos medios, y nuevas fuerzas.

     Sigamos este movimiento en sus manifestaciones exteriores, que es en lo que se igualan los pueblos. Ellos -a la manera que los hombres tienen un carácter y una profesión en la sociedad-, reciben todos un destino que cumplir, y un papel que representar en la historia del mundo. La vida es la existencia de unos y de otros, es la condición necesaria de esta representación y de este destino; pero no es el destino mismo. Dejemos ahora la consideración de este destino, que es en lo que se diferencian; y examinemos solamente las fases y condiciones de su formación y de su existencia, que es en lo que se equiparan y asemejan. Lo uno sería la moral de su historia: lo otro pertenece a la fisiología de su política.

     En el primer período, que se ofrece a nuestra consideración, la raza tiene por ocupación material la ocupación del suelo. Es indiferente para nuestro objeto, que sea agrícola, cazador o pastor el hombre en esta condición primitiva; condición que determinan, en parte el terreno, en parte los hábitos, en parte la organización misma distintiva del pueblo. Lo que sí se puede afirmar, es que no se encuentra nunca en este período una raza que pueda llamarse agrícola, en el sentido completo de esta apelación. Ordinariamente la agricultura de esta época, el aprovechamiento de los frutos de la tierra es tan comunal, como el de las aguas de los ríos, como el de la caza, y el de la tala de los bosques. La idea de propiedad privada, en embrión todavía, no sale del límite de las fuerzas, medios, recursos o instrumentos del hombre. Pero el hombre entonces importa poco; como importa poco, siempre que hay una gran lucha, un gran esfuerzo, un gran peligro común.

     La existencia de la raza y del pueblo es entonces el interés social. Se ocupa detenida o pasajeramente un territorio; y en esta posesión, en este aprovechamiento se concentra la fuerza colectiva. La materialidad de su acción es la conquista, la guerra, la defensa, o la lucha. La vida moral reside en el sentimiento del poder actual y en la esperanza del poder futuro de aquella asociación, simbolizada y concreta en la idea de una religión y un culto, bajo la invocación de un Dios, que preside a todas las operaciones de la sociedad; que guía, que protege, que encamina, o regula los destinos del pueblo. En este primer período, cualquiera que sea la forma que revista el poder social, no abarca más que estos intereses y sentimientos. Todo lo demás queda fuera de su círculo, e independiente de su acción. Si la familia existe, y existe poderosa y autorizada, es porque sólo dentro del hogar paterno se reconocen intereses privados. Pero la familia misma suele ser en esta época una excepción, una aristocracia, el germen de un nuevo período. Hay época en la Historia, en que poder nombrar uno a su padre es una distinción tan grande como en otras contar cien abuelos.

     Como quiera que sea, en esta condición, la existencia privada no tiene representación pública: las faltas de hombre a hombre, la violación de los derechos individuales no tienen castigo: las obligaciones del amor, de la gratitud, o de la promesa no tienen otra sanción que la fuerza y la venganza. No hay más delitos que los atentados contra el orden social, contra la religión del pueblo. La ley criminal no tiene más que dos nombres en su código: traición y sacrilegio. Por eso algunas veces los dos se confunden: por eso también se confunde la magistratura que representa y ejerce el poder social. Por eso son jueces los sacerdotes: por eso los Reyes son al mismo tiempo Pontífices. Por eso el sacrílego es enemigo de la Patria: por eso el traidor es maldecido y consagrado a los númenes infernales. Por eso la muerte del criminal es un sacrificio: por eso a la víctima sacrificada se la llama hostia. Con estos caracteres se presenta siempre a nuestros ojos la fisonomía de las primeras tribus, que dan principio a las civilizaciones antiguas, o de las razas septentrionales, que en los primeros siglos de nuestra era se aprestaban a lanzarse sobre las provincias del Imperio.

     Asentada ya la asociación en un territorio robado a la naturaleza, o a otra raza extinguida o conquistada, tendida la población en fértiles llanuras, o guarecida a la espalda de quebradas montañas; acampada a la orilla de un caudaloso río, o en las playas de un golfo propicio a la navegación, el carácter material del pueblo se determina, su subsistencia se fija, su ambición se dilata, su seguridad interior da lugar a la dilatación de sus relaciones exteriores, los intereses individuales se desenvuelven, y la acción social que antes los desatendía, o los ignoraba, se asimila las nuevas necesidades, sentimientos y recursos de la sociedad.

     La propiedad inmueble, que dimanando de la ocupación colectiva, es en los principios, patrimonio público y de comunal aprovechamiento, se va repartiendo gradualmente en los individuos, primero en suertes, luego en fincas y heredades. De este repartimiento nacen violaciones y conflictos, dudas y arbitrariedades; y la usurpación de estos derechos y obligaciones de parte del interés individual, ataca el orden social, haciéndole retroceder a su condición primera.

     Entonces la asociación política, que en el anterior período sólo comprendía la religión y la guerra, se ve en el caso de comprender otra relación, otro sentimiento, otra necesidad; la justicia. Entonces nace la ley civil, y sus primeras disposiciones son políticas todavía. La propiedad individual va perdiendo de día en día la consideración de propiedad pública; pero la ley política va siguiéndola hasta el seno de la familia. Los derechos de las personas se deslindan y determinan; pero la emancipación se consagra por la autoridad pública, sea pueblo o príncipe. La propiedad obtiene el último grado de representación individual, por medio de la transmisión póstuma; pero la testamentifacción se convierte en una ley del poder soberano; y aun allí donde las formas populares no existen, interviene siempre en este acto solemne la representación de la autoridad social, por medio de los delegados del poder público.

     Con la ley civil nace naturalmente la criminalidad privada. El robo, el dolo y el fraude entran en la jurisdicción de la autoridad política, como una violación del orden social. Pero todavía las injurias particulares, los ataques al reposo doméstico o a la honra personal, tardan en salir de la esfera de la individualidad, y algunos hay que no salen nunca, por grande que sea el adelanto de la civilización. Se observa con frecuencia en la legislación de los pueblos nuevos, severamente castigado el robo, reprimido el fraude, condenada la falsificación y prohibida la usura, al mismo tiempo que el homicidio, la mutilación o el adulterio quedan remitidos y abandonados a la venganza privada.

     En estos dos períodos, la autoridad social, de política que era primero, se ha convertido en legislativa; pero queda mucha distancia todavía -y han existido civilizaciones que no la han recorrido toda-, hasta el punto en que la acción del poder se hace gubernativa y administradora.

     En estas primeras épocas no hay gobierno sino para las personas que ejercen la autoridad; no hay administración sino para los intereses de que el poder, como poder, dispone. El Gobierno se limita al nombramiento de los magistrados, o de los guerreros; a la dirección de las operaciones militares, de las solemnidades religiosas y de las relaciones internacionales; la administración, a la recaudación de los impuestos o a la gestión de aquellas propiedades, recursos y subsidios, que proveen a esta necesidad en las constituciones primitivas.

     El ejercicio de la industria, la producción de las riquezas, la facilidad de las comunicaciones, las transacciones del comercio, los inventos de las artes mecánicas, los adelantos de la navegación, quedan por mucho tiempo fuera del alcance, inspección y asistencia de la autoridad social. Estos intereses tardan mucho en ser comprendidos y asimilados por el gobierno político de una sociedad. Cuando empiezan a salir del hogar doméstico o de la esfera del individuo, es para agruparse bajo la influencia de sociedades particulares, o de aquella asociación local y limitada, que en los Estados de alguna extensión reviste bajo diferentes nombres el carácter de municipal.

     En este círculo empiezan ciertos intereses a hacerse comunes: se dictan medidas generales sobre la construcción de los edificios; sobre la disposición de sus proporciones y de sus servidumbres: se reducen a método y sistema las faenas agrícolas: se reglamenta el uso de los pastos, la caza de los bosques, la tala de los montes: se señalan determinados días para el cambio de los productos por medio de ferias y mercados. La multiplicación de estas relaciones agranda el círculo de su importancia hasta convertirle en movimiento social; y desde entonces la autoridad política se apodera de este movimiento para dirigirle y regularizarle.

     La autoridad se hace administrativa y reglamentaria de los intereses particulares en nombre del interés común. El Gobierno, que sólo cuidaba de los caminos militares, construye carreteras públicas y veredas vecinales. El Gobierno, que tenía un servicio de pronta expedición para la publicación de sus leyes, y para la comunicación de sus órdenes oficiales, asocia a este servicio la correspondencia privada de los ciudadanos. El Gobierno, que percibía sobre el lucro de las mercaderías extranjeras, tributos puramente fiscales, inventa derechos de protección. El Gobierno, que antes sólo cuidaba de la construcción y armamento de sus bajeles de guerra, adopta medidas y dicta ordenanzas sobre la navegación comercial. El Gobierno reglamenta la industria; el Gobierno regulariza la caza; el Gobierno señala los métodos de la pesca; el Gobierno legisla sobre el comercio; el Gobierno interviene en la conservación, precio y transporte de los frutos de la agricultura.

     El Gobierno, en fin, se hace gerente, director y procurador de los intereses individuales; y el motivo de esta gestión suprema no es ciertamente jamás el interés individual, ni la necesidad misma a que este interés corresponde. Es siempre el interés común: es todavía la grandeza y el adelanto social, representado en el poder público, que preside desde el principio a la nacionalidad y a la existencia colectiva. Ya veis, Señores, que no invento una teoría: refiero sencilla y desnudamente los hechos consignados por la Historia.

III

     No es completa, sin embargo, la asimilación de la vida y del movimiento social por la absorción que de ellos hacen estos materiales intereses. Afortunadamente para la humanidad hay otros que los dominan y los vencen; y sin cuyo desarrollo las naciones más ricas, las más pródigamente dotadas de prosperidad se enervan y empobrecen, como plantas de buena semilla y en feraz terreno, a las que faltara la luz del sol y la circulación del aire. El desarrollo de la inteligencia, el sentimiento de la belleza, y el genio creador de las artes, el talento inventor de las ciencias son el más precioso y rico patrimonio de los pueblos; y las ciencias y las artes, y los talentos, no bien salen de la limitada esfera, en donde a las veces germinan, para dilatarse por el vastísimo campo en que se alimentan, se crían y florecen, no pueden dejar de pertenecer a la sociedad, cuyo conjunto de relaciones abarcan y poderosamente agitan. Hay siempre un momento en que la autoridad social tiene que hacerse a su vez centro del movimiento intelectual, y foco del sentimiento artístico.

     No hay que dudarlo, Señores: las artes son eminentemente sociales: las artes no son nunca para el individuo; la ciencia no es nunca para el hombre. A veces nace solitaria, como aquella planta de las inaccesibles montañas, o de los desiertos climas, que van a buscar la Medicina y la Botánica para el placer de los sentidos, o el remedio de las humanas dolencias: a veces no se sabe de dónde viene, como aquellos ríos, de ignorada fuente, que sin embargo inundan y fecundizan con sus raudales vastísimas regiones. El fruto de las artes es donde quiera un patrimonio público: la doctrina de los sabios no obtiene el nombre de filosofía, si queda reducida al secreto de una secta, o al arcano de una sociedad tenebrosa. El arte y la ciencia necesitan un heredero, que recoja el patrimonio de la belleza, y que vele por la transmisión de la verdad. La autoridad social está allí para recoger esta herencia, para conservar el fideicomiso de esta riqueza invisible, de esta propiedad inacotable.

     La autoridad política se hará artística y literaria: fundará academias, protegerá escuelas, abrirá enseñanzas, establecerá premios, instituirá certámenes y solemnidades artísticas. Más tarde, hará obligatoria la educación científica: luego al fin le señalará límites y reglas. Conocer los rudimentos y reglas de las ciencias físicas o morales, materiales o abstractas, podía ser en los períodos anteriores un portento individual. La civilización llegará a término de que el cultivo de la inteligencia se convierta en una obligación social. En otras épocas la ley política exigió que el individuo se educase vigoroso, ágil e idóneo para las fatigas de la guerra, para los trabajos que demandaba la defensa de la Patria. En las nuevas fases de la civilización, la gimnástica militar, o la coreografía religiosa ceden el puesto a la enseñanza científica, y a la educación artística y profesional. El Gobierno se ha apoderado de la ciencia... un paso más; y también se hará cargo de la virtud.

     La beneficencia, la caridad, la limosna, el remedio de las dolencias humanas, habían nacido entre las paredes que abrigan el hogar doméstico, o bajo las bóvedas de los templos. El Gobierno, asimilándose la filantropía o la caridad, en nombre de las numerosas clases pobres y desvalidas, es el primero en hacer obligación pública las virtudes del corazón. No supieron siempre, es verdad, los Gobiernos, al tomar el pontificado de este sublime sacerdocio, que lo que desempeñaban como un servicio, alguna vez se les pretendería exigir como un deber: no adivinaron que cuando distribuían al pobre la ofrenda del rico, empezaban por enseñar de qué manera un día podría el pobre aspirar a hacer obligatoria y coercitiva la beneficencia y la limosna... Pero no adelantemos las ideas; que aún no estamos en situación de profundizar cuestiones tan hondas. Que la beneficencia y la instrucción pública se incorporaron al dominio de la gobernación del Estado, es lo único que nos cumple consignar ahora. Las grandes consecuencias ya vendrán de suyo.

     �Qué falta ya para que la gobernación política comprenda todas las facultades, intereses, sentimientos, fuerzas, recursos e ideas, de que se compone el movimiento social? Fáltale todavía la vida íntima del individuo, la inspección de sus costumbres y de sus acciones privadas: fáltale el conocimiento de su moralidad, de su virtud, de su piedad, de sus pensamientos habituales, de sus ordinarias ocupaciones, de sus placeres, de sus viajes, de sus riquezas.

     Y no hay remedio, Señores: la acción y la autoridad del poder político, acelerando esa fuerza asimiladora, que no detiene su impulso, se apoderará de la familia, de la morada, de la persona del hombre; y unas veces llamándose censura, intitulándose después policía, ahora bajo la forma de estadística, ahora de administración y vigilancia, penetrará en su hogar, se sentará a su mesa, acechará bajo las cortinas de su lecho, le acompañará en su carruaje, examinará los libros de su biblioteca, registrará los papeles de su escritorio, las herramientas de su industria, las mercaderías de su almacén, el grano de sus trojes, las monedas de su gaveta: pondrá en todo su mano, estampará en todo su sello: no quedará ninguna acción, ningún derecho, ni ocupación, ni movimiento, ni interés alguno, de que no se haya constituido reguladora y gerente.

     La autoridad depositaria del poder público dirá, en nombre del interés social: YO SOY EL INDIVIDUO, -como un Rey dijo un día: YO SOY EL ESTADO-. Entonces el principio político habrá completado su evolución: habrá llegado a sus últimas consecuencias: habrá cerrado su capullo. El poder creerá haber llegado a la perfección: la cultura y prosperidad del pueblo parecerán rayar en su más alto punto.

     Pero he aquí que en el seno de la muchedumbre se oye en aquel mismo momento una palabra atronadora que dice: �DEMOCRACIA! He aquí que se agita en el aire una bandera roja, donde está escrito: �COMUNISMO!... Y cuando quiere el poder reconcentrar las fuerzas sociales para combatir estos dos espectros; cuando la civilización y todos sus progresos, miran aterrados delante de sí el abismo, que se abre a los pies de esa bandera, hay otra voz, que se levanta enfrente de ese poder y de esa civilización, gritándoles como el Ángel a Abraham: ��Qué intentáis hacer? Vais a sacrificar a vuestro hijo�. -�Si esa es vuestra misma obra! �Si ese es vuestro mismo sistema político! Ese era vuestro ideal de civilización; y esa revolución y esas masas no han hecho más que volver las medallas, para que leyerais por su transparente reverso vuestras propias leyendas.

     Donde habíais escrito �centralización�, leéis ahora �comunismo�; donde decía �intervención del poder en todos los actos del ciudadano�, dice ahora �intervención del ciudadano en todos los actos del poder�; y en ese magnífico estandarte donde había bordado con oro la Economía política: �El objeto de los Gobiernos es la riqueza de las naciones�, leed que dice ahora: �El único, el santo, el noble fin de la sociedad humana, es el placer, la riqueza, la abundancia y el ocio de los individuos�.

     �Gobiernos y filósofos! �Estadistas y revolucionarios! �Habéis asentado unos mismos principios: no os aterréis de pavor, ni os restreguéis los ojos de asombro, al encontraros cara a cara con unos mismos resultados!

IV

     �La democracia! �El comunismo!...

     Harto sensible me es, Señores, dejaros con la inesperada sorpresa de esa consecuencia; pero para confirmarla, para quitarle las apariencias de paradoja, para apreciar debida y profundamente los resultados de este trabajo de la política, necesito otra explicación, tanto como necesito de vuestra indulgencia y de vuestra interpretación benévola. Hemos llegado a un punto delicadísimo e importante: hemos llegado a una dificultad gravísima de nuestra tarea; hemos llegado al plazo de una obligación grave y sagrada de nuestra enseñanza.

     Era fácil, Señores, manifestar las consecuencias del error en la doctrina de los filósofos; es arduo, muy arduo en la presente época aplicar la piedra de toque de la crítica a la tendencia y a la obra de los Gobiernos. Una sola cosa tengo que advertiros, si ya no lo habéis comprendido, si ya no lo habéis adivinado. Mi crítica y mi examen es general, es filosófico, es sistemático, es doctrinal; no es de ninguna manera polémico ni local; ni tiene nada absolutamente que ver con las querellas y pretensiones de nuestros partidos, con los principios, con el sistema, con la marcha de ningún Gobierno determinado. Lo que hice respecto a las teorías filosóficas, eso me cumple hacer, y lo haré general y rápidamente, con la conducta y con la tendencia de la política y de la administración europea. Lo que he señalado en la civilización convertida en teoría, o revelada en costumbres, eso mismo me toca hacer, una vez siquiera, con la civilización representada por el poder.

     Y cuando digo la civilización, Señores, harto descubro a vuestra inteligencia mi pensamiento; harto comprenderéis que si yo tengo que señalar errores o equivocadas tendencias en la marcha general de la gobernación de la Europa entera, estoy muy distante de considerar a los Gobiernos bajo ese punto de vista, trivialmente revolucionario, que mira a los poderes del Estado como otras tantas conjuraciones contra la felicidad social, y a los hombres, que toman parte en las funciones políticas, como otros tantos enemigos públicos. Muy al revés, Señores. En esta época tan profundamente revolucionaria, me siento con el valor necesario para proclamar tan sincera como filosóficamente, que ahora considero yo, más que nunca, a los Gobiernos como venerandos custodios de la autoridad y del principio social; como los legítimos y más autorizados representantes de la civilización del mundo.

     Y por esto sólo, Señores, y por este santo título, tengo que dirigir mis ojos a su elevada esfera. En nombre y por el interés de esa misión y de ese título, no puede ser su acción indiferente a nuestras consideraciones. Porque representan la autoridad, es porque nos cumple señalar en ellos cómo la autoridad se debilita: porque representan la civilización, es por lo que tenemos que estudiar en ellos cómo la civilización se exagera, o se descamina. Nos reconocemos con la obligación de investigarlo, y nos sentimos con el valor de revelárselo. A la revolución, al socialismo, a la democracia hemos dicho: �Habéis sustituido a una creencia social un individualismo grosero: habéis reemplazado un sentimiento de unidad y de religión con el interés del oro y de la riqueza... �Estáis perdidos!�.

     Tócanos ahora decir a los Gobiernos: �El curso de la civilización os ha llevado a asimilaros con vuestro poder la vida individual. No era esa vuestra misión: vuestra misión era la dirección de la sociedad. Habéis llegado a creer que el Gobierno podía ser una gestión de negocios, un sindicato. No: el Gobierno de los pueblos es un pontificado, y una magistratura. Habéis materializado vuestro propio principio vital, y habéis dicho: �El fin de los gobiernos es la riqueza de los pueblos�. A vosotros también os digo: ��Error lastimoso! �Fin insensato, fin quimérico, fin revolucionario!... �Si no viráis de bordo, vais perdidos!�.

     Paradoja o delirio es posible que parezca esta proposición. Paradoja y delirio es, en verdad, atreverse a contradecir lo que de consuno profesan los economistas, los socialistas, los constitucionales, los monárquicos, todos los estadistas políticos: aquello, a lo menos, que todos convienen en que debía ser la verdad.

     -��Que los hombres sean ricos! Esa es la ciencia, esa es la ley�. -Hace más de un siglo que los economistas lo están diciendo; hace más de un siglo que los Gobiernos lo repiten; hace algunos años que los socialistas lo proclaman. No me importa, Señores. No he venido yo aquí para deciros lo que dice todo el mundo. No me importa afirmar que hace más de un siglo que Gobiernos, y economistas, y socialistas se engañan, porque hace más de diez y ocho siglos que el Redentor del mundo nos dejó su nunca desmentida divina sentencia-: �Siempre tendréis pobres entre vosotros�.

     En nombre de esa santa e infalible palabra, es hora, Señores, de decir a la política material: �-�No! Procurando exclusivamente crear riqueza, no crearás sino revolución...�. Es hora, Señores, de decir a los Gobiernos: ��No! No está en vuestra ley, porque no está en vuestro poder, que todos los hombres sean ricos. La ley de la humanidad es otra. La ley del Gobierno es que vivan con resignación y esperanza la vida de su amargura y de su trabajo, los que han de ser eternamente pobres�.

     Y cuando llegue a esta deducción, que os parece tan desapiadada, tenedme descubierta, economistas, una verdad más consoladora, sacada de los datos de vuestra estadística. Tenedme preparado, políticos del interés y de la riqueza, un resultado más satisfactorio. Y entretanto os permito que me tratéis de paradójico, de visionario, de pesimista.

     No me importa, os digo. La historia de lo pasado no me desmentirá; y en cuanto a la historia del porvenir, yo no os diré que desmentirá a la política, a la economía, y al socialismo; pero en nombre del cielo os juro que no ha de desmentir al Evangelio.



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Lección VI

Continuación de la lección anterior. Consecuencias de la centralización administrativa y de la política del interés.

I

     Señores: reducidas estas explicaciones a un breve período de tiempo, y mediando entre una y otra un considerable intervalo, sucede que la impaciencia de manifestaros un resultado, me obliga o me impele a veces a anunciaros una deducción, para la cual mi entendimiento o mi fantasía tienen que salvar las ideas intermedias y las proposiciones preliminares. Y no sería extraño que la consecuencia de este aventurado proceder, fuera la necesidad contraria de retroceder parte del andado camino, y de volver a colocarnos en aquel punto de que me había lanzado el ímpetu de la impaciencia, y el temor de tener en demasiada suspensión esa atención benévola, que nunca podrá agradecer bastantemente mi corazón.

     Al anunciaros en la noche anterior que tenía que elevar mi examen crítico hasta la esfera en que funciona el poder público, era para mí una necesidad de conciencia, señalar desde luego hasta dónde iría mi juicio: no fuera que alguien sospechara, si por medio de una transición violenta, o de una disimulada maniobra, quería yo descender de la región filosófica a mezclar mi voz con la estrepitosa algarabía de la discusión polémica o de la crítica revolucionaria. Tuve y cumplí, Señores, la obligación de dar a conocer mi propósito; tuve y cumplí también la de señalar de antemano con una línea de lápiz los contornos del razonamiento, que me llevaría a dirigir a la política los mismos cargos hechos a la filosofía, las mismas reconvenciones, con que había increpado a la presuntuosa civilización de nuestros días.

     Pudo creerse acaso que yo iba a sacar consecuencias temerarias de una proposición aventurada, y debí prevenir que si mis juicios podían ser atrevidos, distaban mucho de ser peligrosos. Era natural que yo hubiese de censurar a la política moderna, de individual y materialista, después de no haber vacilado en declarar que la política no estaba exenta de culpa, de influencia, de acción en el advenimiento del socialismo, en la generalización de la democracia.

     Era verdad, que yo había dicho -y tengo que recogerlo y que repetirlo-, que el socialismo y la democracia no fueron solamente creados por la revolución, ni improvisados por la filosofía: que el socialismo y la democracia, hijos de la civilización moderna, al paso que tomaban cuerpo y forma en una doctrina, habían encontrado acogida, y cobrado existencia en el poder: que el socialismo y la democracia habían descendido de las regiones del Gobierno bajo la forma de centralización de intereses, bajo la forma de gobernación individual. Y vosotros, Señores, al oír estas palabras que, si no fueron el término de mi lección, pusieron realmente fin a mi discurso, pudisteis quizá confundir con una paradoja la sorpresa de haberos encontrado demasiado pronto con una consecuencia que no esperabais sin duda.

     Hoy tengo que volver a ella: tengo que explicarla más: tengo que dar -ya que otra cosa no me es posible-, la autoridad de una convicción sincera, y de una deducción rigurosa, a una verdad, que se presentó a mi pensamiento, casi sin buscarla. Tengo que recordaros cómo llegamos a ella, no por un raciocinio, sino por la Historia. Tengo que repetiros que esta observación no nació del propósito de ejercer la censura sobre sistema alguno, sino de la obligación de exponer el nacimiento y la filiación de todos. Tengo que señalar los puntos por donde a veces, los que se creen movimientos de adelanto, se convierten en curvas de retroceso. Tengo que manifestaros cómo ciertos principios y ciertos resultados, poco antes de aparecer como un amago de barbarie, se presentan como un ideal de civilización. Tengo, Señores, por último, que subir a los orígenes de lo que parece una transformación, o una disolución social, donde quiera que se escondan; y cuando se encuentran en la política que ha gobernado, con no menos severa imparcialidad es nuestra obligación juzgarlos, que cuando se anuncian como bases de la doctrina que aspira a gobernar.

     Desde esta tribuna, puramente filosófica, una colección de decretos codificando la industria, reglamentando el comercio, y sistematizando la agricultura, no es más que una obra registrada en el mismo catálogo, que la organización del trabajo de Luis Blanc, que la asociación doméstico-agrícola de Carlos Fourrier, que el banco del pueblo de Proudhon. Desde esta tribuna, Señores, el lenguaje de una política, que hace cincuenta años no sabe hablar más que de azúcares, de algodones, de carbón de piedra, de aduanas y de bancos, debe merecernos la misma desconfianza que aquellas teorías, que no prometen al hombre más que abundancia, comodidad y regalo. Desde esta tribuna, nosotros, que la noche anterior dirigimos contra ese epicureísmo engañoso una sentencia evangélica, tenemos hoy que decir a esa política -como hemos dicho a aquella filosofía-, que el Divino Maestro de los hombres, no en vano dijo al mundo: �No sólo de pan vive el hombre�. La Eterna Verdad nos ha enseñado con esta sentencia, que las sociedades que sólo de comer se ocupan, se disuelven; que los gobiernos que sólo al interés material presiden, pasan, caen y perecen.

     Por eso, Señores, he procurado haceros una breve, pero exacta reseña de cómo nació el socialismo político. Nació, y no podía dejar de nacer, con la sociedad misma; creció, y no podía dejar de crecer, con su progreso. Se exageró, y no podía dejar de exagerarse, con las necesidades y con las tendencias de una civilización, que propende siempre a identificar la vida privada con la vida social, y la existencia social con la unidad política.

     Hemos recorrido los varios períodos por donde pasa esta asimilación, hasta llegar al punto en que una existencia se hace idéntica de la otra. Y a esta identidad, Señores, que es -a no dudarlo-, la consumación del socialismo, vosotros habéis podido ver cómo han contribuido fatalmente, sin distinción de épocas ni de principios, lo mismo los Gobiernos populares, que los absolutos; lo mismo aquellos poderes, que derivaban su origen del derecho divino, que los que se bautizaron en las fuentes de la soberanía nacional; lo mismo las monarquías militares, que los Estados regidos por Asambleas aristocráticas; lo mismo la España de Felipe II, o la Prusia de Federico, que la Inglaterra de Cromwell; lo mismo la Florencia de los Médicis, que la Francia de la Convención.

II

     De consiguiente, Señores, hay un período en que esta tendencia es civilizadora, y en que este socialismo es legítimo, como es legítimo todo lo que es necesario.

     No en vano os indiqué en una de las primeras lecciones, que yo nunca podría comprender los derechos personales sino comprendidos en el principio de la asociación; y que para formar ideas exactas del individuo, era menester admitir previamente la ley y la existencia de la sociedad. Lo que hemos dicho de todos sus derechos en general, tenemos que repetirlo de cada uno en particular. Lo que es verdad tratándose de su existencia, es verdad también tratándose de su propiedad, de su virtud, de su ciencia y de su justicia, como de su libertad. El hombre no puede ser individualmente libre, si la sociedad no asegura sus derechos; el hombre no pudiera ser individualmente rico, si la sociedad no diera valor a sus productos y empleo a sus capitales; el hombre no podría ser sabio allí donde la ciencia fuera para el hombre solo. En moral y en política, el individuo nos parece una abstracción mental, como el punto y la línea en las matemáticas, que sólo goza de una existencia aparente, y no de una realidad metafísica.

     Pues bien, Señores; si el individuo mismo no puede ser individuo, �cómo podría llegar a serlo la sociedad? Infinitamente menos le sería dado prescindir de su ley general, de su principio colectivo, y considerar sus obligaciones y su destino bajo el punto de vista de la individualidad aislada. Menos le es dado considerar la justicia, la conveniencia o la grandeza de cada uno, y no las condiciones necesarias para que puedan aspirar a ella todos; menos puede ser su ley aquel interés individualista, que tiene en cuenta a un hombre o a un ciudadano, en lugar de aquella unidad colectiva y dilatada, que tiene su conciencia y su razón en las grandes empresas y en las grandes instituciones.

     Por eso, en tanto que el poder político aspiró a concentrar en la institución social la dirección de todos los sentimientos, y la magistratura de todas las voluntades, no salía de los límites de unidad y armonía, que circunscriben la marcha de una civilización perfecta. La centralización de todo pensamiento, de toda acción y de toda fuerza en la existencia y grandeza de la nacionalidad, fue una obligación de los pueblos y un derecho de los Gobiernos, mientras que la nacionalidad fuera el principio más eficaz y el círculo más dilatado de la sociedad humana. Por eso también hay un punto en que esa tendencia se exagera, en que esta unidad se quebranta, en que la fuerza de ésta rompe las fibras y corta los nervios de toda organización. Hay un momento en que la acción social se aplica y se sustituye al interés personal del individuo: en aquel momento el equilibrio se rompe, y en los miembros del cuerpo político, a la inflamación sucede la gangrena.

     Sucede, Señores, con el poder, lo que con la luz y con la influencia del sol. Basta su calor derramado en el cielo y en la atmósfera, para la vegetación y la vida de la naturaleza; pero si quisierais concentrar sus rayos sobre cada planta, haciéndola foco de un lente ustorio, la tornaríais en un instante ceniza.

     Sí, Señores; no me cansaré de repetiros lo que la razón demuestra, y la Historia de todas las épocas nos enseña. En el momento en que la idea del poder se toca con el individualismo; en el momento en que la sociabilidad se ha transformado en democracia, la revolución social está consumada, la asociación política está disuelta. La idea de gobierno central se pierde, desde que la centralización gubernativa se sustituye a la actividad individual; y el sentimiento de un destino moral se extingue, así que en la acción colectiva prevalece la consideración del interés privado. �Qué importa entonces que esta centralización se llame Gobierno?

     Los comunistas reconocen también la necesidad de funciones gubernativas, para la gestión de los intereses comunes; pero el sentimiento de los pueblos, jamás ha asociado las altas ideas de mando y los principios elevados de autoridad, con aquellas necesidades, que en todos los grados de la asociación humana, quedan a cargo de la iniciativa y de la responsabilidad individual. Hasta en la estrecha disciplina de un cuartel de soldados, hasta en el limitado recinto de un navío cargado de pasajeros, cuando del mando del buque o del regimiento se trata, las funciones de fondista o proveedor no se presentan a la imaginación como empleos de gobierno.

     La verdad, Señores, es que el comunismo de los intereses no es una sociedad política; que la dirección de las acciones privadas, no es la gobernación social. La verdad es que esta centralización misma, que se proclama y se presenta en las épocas a que aludo, como más necesaria que nunca, no es más que un esfuerzo de agonía, un gemido de estertor de esa sociedad pulverizada, que demanda a los hombres y a los cielos un vínculo que la ligue, y una fuerza que la reúna. Y cuando los hombres no pueden darle otra cohesión que la de un ataúd de plomo que la encierre, la Providencia no puede darle otra unidad sino la de una tumba de mármol que la sepulte. �Oh Señores! Nosotros hemos visto alguno de esos Gobiernos muy centralizados, al frente de una sociedad hecha escombros y polvo; alguno de esos ostentosos mausoleos, que sólo encerraban un cadáver inerte y corrompido.

     No es una vana declamación, Señores. Es una verdad de la razón, y es una verdad de la Historia. Es un resultado práctico, que donde quiera veréis confirmado: es una consecuencia rigurosamente lógica de la naturaleza humana y de las condiciones de la asociación. Los dos fenómenos, que hemos señalado como producto necesario de la absorción completa de la vida individual, no son solamente de esta época y de esta civilización, ni han sido tal vez acompañados por los mismos sucesos, o revelados por síntomas idénticos. En los pueblos de raza menos enérgica, o de más atrasada cultura, el socialismo político absoluto, arrebatando, por decirlo así, a la cabeza la vitalidad de los miembros, ha solido producir la servidumbre, la parálisis, la muerte.

     El individuo que enajena todas sus facultades en la sociedad, empieza por perder su albedrío, después su actividad, por último su inteligencia. Muy luego esta postración y marasmo concluye por apoderarse del mismo poder central; y las naciones presentan aquel triste espectáculo, que podéis contemplar en muchos pueblos orientales, y que se reproduce más señaladamente todavía en la fisonomía contemporánea de algunas sociedades europeas envejecidas. Porque si es profundamente triste para la consideración del hombre la desaparición de un pueblo, todavía es más aflictivo presenciar su degradación y envilecimiento.

     Es fúnebre y desconsolador que se dude en qué sitio florecieron Menfis y Tebas, Nínive y Persépolis. Es horrible que no haya quedado nada de Tiro, y que el delenda est Carthago de Catón se haya cumplido al pie de la letra sobre las playas desoladas de la un tiempo opulenta patria de Aníbal. Pero hay una perspectiva más lúgubre, más desgarradora, y es ver a la Roma de los Gracos y de los Césares; a la Roma que venció a Aníbal y sobrevivió a Alarico; a la Italia de Bruto, de Boecio y del Dante, tan decaída, tan fraccionada, tan ajena de sus tradicionales destinos, que no ha podido hacer frente a extranjeros tiranos que la subyugan, sino para prosternarse ante sicarios que la desgarren. �Más le hubiera valido que Atila la hubiera dejado yerma y desolada!

     Pero en las razas activas y vigorosas, en la mayor parte de las sociedades de la Europa moderna, el resultado de la sustitución absoluta del poder a la acción del interés individual, toma otra forma, y se reviste de otro carácter. Ya lo he dicho, Señores: a despecho de los socialistas filosóficos y de los centralistas políticos, la omnipresencia del poder público produce la democracia. E inevitablemente, Señores, tan rigurosamente como el panteísmo produce el ateísmo, tan rigorosa e inflexiblemente, con la absoluta democracia sobreviene la dictadura. En tanto que el Gobierno central reconcentra en su foco el sentimiento que preside al destino de la sociedad, el individuo, que no necesita chocar con la independencia del poder en las funciones de su actividad individual, conserva la espontaneidad de sus fuerzas.

     Mas cuando el círculo de la asociación política ha llegado a identificarse con su misma existencia; cuando por todos los puntos de su vida se siente tocado por la mano del poder social, la consecuencia natural es reconocerse partícipe de ese poder tan inmediato, es querer inspirar su voluntad a la acción que ha reemplazado a su interés, es proclamarse miembro integrante de una soberanía, que de tal manera se sustituye a su voluntad.

     Cuando llega este caso, Señores, no es necesario que aparezca en el mundo J. J. Rousseau para invertir los términos de la proposición, y para que los individuos de una asociación política, �que se ha convertido en voluntad individual, proclamen alta y poderosamente, que la soberanía reside en la voluntad de todos�.

III

     Sin embargo, esta democracia podría no ser antisocial y disolvente, si la intervención a que aspira el ciudadano en el gobierno de la sociedad, tuviera un objeto colectivo, o un fin moral, que arrebatando al individuo de su esfera, le hiciera obrar y pensar, sentir y moverse en el interés común de la nacionalidad y de la Patria. Pero desde que el poder proclama que no tiene otra razón que el interés privado, ni otro destino que el bienestar material del individuo, el sentimiento democrático pierde todo contrapeso, y la razón y la existencia del Gobierno quedan a merced de la pasión, de la fortuna, de la posición, de la inteligencia, y hasta del carácter de cada uno de los asociados.

     En esta situación, Señores, la preocupación de los intereses materiales absorbe exclusivamente la atención pública: las necesidades positivas reemplazan a los sentimientos y a los principios: y en aquella región, en que los hombres y los pueblos estaban acostumbrados a ver una autoridad justiciera, o una magistratura paternal, no queda más que una sindicatura de intereses, una procuración de negocios, cuya bondad, cuya justicia y cuya sabiduría se calcula, como en las cuentas de una compañía de comercio, por la suma de las pérdidas y de las ganancias, por el número de los pobres y de los ricos.

     Ahora bien, Señores: este resultado ha sido hasta el día falaz y deplorable. En esta cuenta de caja de la política, no ha permitido Dios -por más esfuerzos que ha hecho la ciencia económica-, que el saldo esté en favor de la civilización; que el dividendo de la riqueza satisfaga las exigencias de la mayoría. Parece una ley inescrutable de la Providencia, que, a proporción de los medios materiales, de los recursos y goces de una parte de la sociedad, se aumente el número indefinido de los que viven en la agonía eterna de la privación, de la miseria, y sobre todo, de la incertidumbre del siguiente día.

     En vano es que la cultura de las grandes metrópolis alcance el más alto punto de esplendor y de magnificencia: en vano fertiliza los campos una agricultura científica, esmerada, exuberante: en vano se acumula en las ciudades una industria lujosamente productiva: en vano agita los pueblos una actividad comercial, afanosa y calenturienta: en vano se cruza el suelo con carreteras magníficas, con canales de navegación, con grandes líneas de caminos de hierro: en vano surcan los mares innumerables bajeles, llevando a los dichosos de apartados climas los ricos productos de que carecen las cuatro quintas partes de los mismos que los elaboran.

     A través de todos esos resultados magníficos, más allá de todos esos cálculos pomposos de la estadística territorial, y de la balanza mercantil, enmedio de esa paz profunda, y de esa prosperidad tan bonancible, encontraréis siempre, como fatal resultado, el desconsolador fenómeno, de que a mayor paso que la actividad industrial, se ha desarrollado una población, siempre superior a la riqueza: hallaréis que esos grandes intereses nunca llegan a ser los intereses de la totalidad: hallaréis que numerosísimas clases de esa sociedad opulenta no tienen más patrimonio que la privación, que la envidia, la ignorancia y la fuerza brutal. Hallaréis, en fin, Señores, que delante de ese tremendo concurso de acreedores, el poder que no tiene que rendir otras cuentas que de oro y fortuna, está siempre en quiebra, y se levanta todos los días amenazado de ser preso por deudas.

     La población menesterosa y desvalida le pide pan, le pide sustento; y aquel poder, que se proclamaba exclusivamente económico, ve que no tiene con qué alimentarla: aquel poder, cuyo destino se había anunciado exclusivamente materialista, no tiene con qué dirigirla. Había escrito en su programa �riqueza�, y la democracia hace revoluciones en nombre de la miseria. Había escrito en su ley �bienestar y fortuna para todos�, y las clases desvalidas y desafortunadas aspiran a apoderarse del Gobierno para realizar su programa, no por el largo camino de la producción, sino por el más corto del repartimiento.

     Su raciocinio es lógico, Señores: el principio del Gobierno es el que era falso. Se les había dicho que en la sociedad había bienes para todos; y ellos creen que si todos no tienen lo bastante, es porque muchos tienen demasiado. En la hora del terrible desengaño; en la hora en que se descubre cómo en la sociedad más floreciente, si se repartiera la riqueza general, todos serían mendigos; en la hora en que se demuestra que para que muchos millones de hombres tengan lo bastante para no morirse de hambre, es menester que haya algunos, cuyo capital exceda en mucho a sus necesidades, no hay ningún principio preparado, no hay sentimiento alguno capaz de hacer comprender a las masas la ley de la humanidad, y de hacerlas someterse resignadamente a su suerte.

     Las clases inteligentes se levantan aterradas para hablar a la muchedumbre, de deberes y de principios, de conciencia y de obligaciones. Pero �ay, Señores; que estas palabras se habían desterrado ya del lenguaje de la política! Las clases inteligentes reclaman entonces los derechos de la libertad individual y de la propiedad privada. Pero la política había ya dado el ejemplo de reglamentar la actividad personal, y de intervenir en todos los usos del trabajo, y en todas las modificaciones de la propiedad. Las clases inteligentes aspiraron a fundar la soberanía, y a cimentar la asociación sobre un principio cohesivo, superior a las exigencias de la muchedumbre; y burladas por la economía, como desamparadas de la moral y de la religión, no encuentran en ese cataclismo otro elemento, ni otro principio que la fuerza!...

     Entonces, Señores, sobrevienen entre las clases de la sociedad aquellas luchas tremendas, que en los tiempos primitivos trababan dos razas enemigas, para apropiarse un territorio; y cuando estas luchas se encarnizan, aunque la inteligencia y la propiedad tengan una hora fuerza para vencerlas, no tienen un principio ni un sistema para extinguirlas.

     Entonces la nacionalidad se ha disuelto, y la asociación ha desaparecido. Ha perdido su unidad, porque ha faltado a su ley, porque ha renunciado a su destino. Su ley y su destino eran la influencia moral, la influencia intelectual, religiosa o política de la Nación: su ley y su destino se han hecho el interés y la riqueza del individuo; y la riqueza y el interés del individuo, no son la ley social, porque no son la condición de la humanidad: no son siquiera la situación, en que los hombres y los pueblos consuman más grandes e importantes hechos sobre el teatro del mundo, y en el dominio de la Historia.

     Dios permitió a la vista de los pueblos, como a la de los ejércitos, que Roma sobria, pobre y religiosa, triunfara del mundo; y que el Imperio romano, abrumado con todas las riquezas del universo, fuera presa de un puñado de bárbaros. Dios permitió que seis falanges griegas anonadaran en una campaña los ejércitos innumerables del Rey de Reyes. Dios permitió que el potentísimo Imperio de los visigodos se hundiera en el Guadalete, bajo el alfanje de los rústicos y escasos secuaces de Tarik, y que pocos millares de montañeses cántabros arrojaran a las arenas de África el fastuoso poderío de los Califas del Guadalquivir. Dios permitió que quinientos soldados de Castilla conquistaran un Imperio de muchos millones de habitantes. Dios ha permitido, en fin, que una nación de treinta y dos millones de almas, fortísima y opulenta, haya estado a punto de hundirse y desaparecer en la barbarie, al día siguiente de una revolución política, por no poder gastar en dar sustento durante un mes a doscientos mil obreros; la mitad de lo que costó cualquiera de las catedrales que levantó la piedad religiosa en los tiempos bárbaros.

     Por último, Señores; Dios permite que el socialismo político haya llegado al mismo punto que el materialismo filosófico, para decir al uno: ��no tienes porvenir!...� o para decir al otro: ��no tienes remedio!�.

IV

     Es muy dura esta palabra, Señores; es muy desconsoladora esta sentencia: lo sé. Es un anatema demasiado absoluto para que no pueda ser modificado. No es, a la verdad, mi propósito, Señores, repetir en este recinto las fatídicas palabras: �Lasciate ogni speranza! -Mi corazón las abriga fervientes y sinceras. Al consignar la historia y filiación de estos fenómenos, la razón y la filosofía quizá pueden deducir que el espectáculo, que presenta la situación actual de Europa, no será perdido para el sentimiento de los pueblos, ni para la inteligencia de los hombres encargados de dirigirle.

     Cuando hemos dicho �no hay remedio�, hemos querido decir: �no le hay por ese camino�; pero no pudimos pensar que sea imposible apartarse de esa senda fatal, en cuya rápida pendiente pueblos y Gobiernos han perdido, en su precipitado impulso, el equilibrio de las fuerzas sociales. Que el equilibrio se restablezca, y veréis cómo aparece el orden. Que la sociedad viva para la sociedad: que el poder sea para la Nación: que las naciones no crean que existen con sólo el fin de que el individuo viva y goce: que comprendan que la riqueza y el bienestar son un accidente individual, como el genio, como el saber portentoso, como la fuerza hercúlea, como la hermosura perfecta, como la virtud heroica, como la religiosidad santa; pero que no son estas dotes el patrimonio común de los individuos. Que el poder interprete de una manera más inteligente y elevada la misión de sus obligaciones; que la sociedad tenga una conciencia más moral, más severa, menos epicúrea y menos falsa de sus derechos; y que demostrado que el interés material no puede ser nunca el interés de todos, haya, superior, en el centro de la esfera social, un interés político, común a los que gozan y a los que nada poseen.

     Veréis cómo entonces la democracia se convierte en patriotismo; cómo las revoluciones varían de rumbo; cómo las clases sociales se armonizan; cómo las predicaciones del socialismo materialista pierden su cebo. �Sabéis cuál es el antídoto más activo contra la democracia revolucionaria? La inteligencia filosófica de la libertad individual por parte del poder. �Sabéis cuál es el freno más poderoso contra el nivelador comunismo del interés? La comunidad de un sentimiento desinteresado.

     �Creéis que voy a concluir por la fraternidad republicana? �No, Señores: harto sé ya lo que significan las palabras en el diccionario de unos hombres que, al llamarse hermanos, niegan que la humanidad tenga Padre!

     De otro principio, de otro origen sabíamos todos más antiguo, más eficaz, más alto, más sublime, más poderoso: PER QUEM OMNIA FACTA SUNT, ET SINE QUO FACTUM EST NIHIL; pero antes de llegar a él, antes de tocar a la última consecuencia de nuestros raciocinios, bien comprenderéis, Señores, que tenemos que hacer todavía muchas paradas y reconocimientos en el andado camino. He indicado con demasiada ligereza algunos resultados, para que no reconozca el deber de ilustrarlos. He presentado incidental y accesoriamente algunas proposiciones demasiado controvertibles, para que me atreva a esquivar el compromiso de tratarlas de deliberado propósito.

     Me someto al deber de mi conciencia y de mi posición. Sin querer, estoy luchando con tres adversarios poderosos: con la filosofía socialista, con la economía política, y hasta cierto punto, con la política constitucional. Para sostener esta lucha en nombre del orden social y de la verdad filosófica; para atreverme a ser más liberal que los demócratas, y más conservador que los Gobiernos, es menester, Señores, que pueda retroceder a proposiciones que dejo asentadas. Conozco que esto podrá hacer pesados mis trabajos, áridos y fatigosos mis discursos. Pero de vosotros, Señores, espero la indulgencia necesaria para realizar mi propósito: de vosotros, que me habéis sostenido en mi tarea, y fortalecido en la sinceridad de mis convicciones: de vosotros, que tan ampliamente me indemnizáis de la oscuridad en que se sepultan y ahogan estos estudios y trabajos, cuando no lleva un nombre francés o alemán, sino un apellido español, quien a ellos se consagra.



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Lección VII

De la propiedad con relación a la riqueza.

I

     Señores: La economía política, el socialismo y la oratoria no han descubierto todavía el secreto de hacer derramar lágrimas de ternura, o hacer palpitar de entusiasmo, en cuestiones en que se trata del origen de la propiedad y de la formación de la riqueza. Cúmpleme, pues, en esta noche, como en alguna de las anteriores, advertiros y suplicaros que miréis con indulgencia la aridez indispensable de mis palabras.

     Sin poder negar nosotros que las hipótesis han conducido a veces al descubrimiento de verdades importantes para la felicidad del género humano; sin desconocer que a veces ha sido necesaria la suposición gratuita de ciertos datos, para venir a la demostración real y absoluta de su certeza, no podemos tampoco dejar de confesar que la razón humana ha solido abusar del procedimiento hipotético, especialmente cuando no sólo se han asentado como ciertos los datos necesarios para resolver un problema, sino que la suposición ha recaído sobre el problema mismo que se intentaba resolver; y sobre todo cuando era menester, no ya suponer, sino inventar este resultado. Tal vez es fácil, y es permitido, que la medicina, por ejemplo, aspire a resolver el problema de llegar al término de la vida sin dolencias ni enfermedades. �Pero le sería lícito aspirar a preservarnos de la ley de la muerte? �No sería irracional, no sería extravagante una doctrina, que se anunciara con las pretensiones de prolongar por dos o tres siglos ese período de la existencia humana, que no sólo es una consecuencia de las leyes del mundo físico, sino que le encontramos en consonancia y armonía con las condiciones del mundo moral? Ciertamente, Señores. Y no sería necesario grande esfuerzo de la razón para negar desde luego hasta el examen y crítica de esa afirmación absurda.

     Sin embargo, la razón humana y la más racional filosofía han procedido de esta manera en muchas cuestiones, sin incurrir en condenación. Sin embargo, la filosofía y la política se han propuesto con frecuencia, no sólo en el campo especulativo de la teoría, sino en la región práctica de la experiencia, en la esfera misma de la administración y del gobierno, la resolución de problemas, para cuyo resultado hubiera sido menester preguntarse primero, si el fin a que se aspiraba estaba en los límites de lo posible, y si no era una quimera absolutamente incompatible con la existencia del hombre y con la existencia de la humanidad.

     �Qué diríais, Señores, de quien hubiera invertido muchas vigilias y cálculos profundos en el medio de llegar a convertir toda la masa del Océano, no sólo en agua potable y dulcísima, sino en una bebida regalada, en limonada gaseosa? (Risas).

     �Os reís, Señores? Pues este problema no es invención mía. En este siglo se ha propuesto, y sobre él se ha escrito; y de esta singular transformación se ha dicho por cierto célebre escritor, que llegará el caso de suceder fácil y naturalísimamente; que la condición del globo se modificará hasta ese punto, no ya, Señores, por las leyes geológicas o por las variaciones astronómicas, sino por la acción de los adelantos de la industria del hombre sobre el planeta que habita.

     �Y qué! �Os parece tan absurdo este problema, y tan delirante este pensamiento, porque se os presenta de bulto a vuestros ojos, porque lleva consigo la idea del cambio de la naturaleza física; y no tendríais reparo en admitir a discusión otro, cuyo resultado supusiera el trastorno de la naturaleza moral, la variación de aquellas leyes y condiciones, con que ligó a las sociedades y a las generaciones humanas la mano misma que saló las aguas del Océano, que escondió en el polo los tesoros de la nieve, y afirmó en la luna el punto de apoyo de la invisible bomba que mueve las mareas! -Sí, la filosofía y la política lo admitirían a discusión; y no solamente anunciarían su posibilidad, sino que esta posibilidad la harían el objeto de su ciencia, el ideal de su perfección.

     No lo dudéis. La política y la filosofía también se pusieron a contemplar ese océano, que se llama la humanidad; también le miraron agitado de tempestades; también le gustaron amargo y salado, con el sudor del trabajo del hombre, y con el llanto de sus dolores. No se contentaron con descubrir de qué manera, a pesar de las tormentas, y a riesgo de naufragios, podrían construirse bajeles que pusieran en comunicación las apartadas orillas; no se contentaron con que en la inmensidad del piélago, donde no se veía ribera, hubiera para su rumbo señales en el cielo, y que en las caliginosas noches en que se encapotaba el firmamento, quedara a bordo la brújula que señala el polo. No pusieron su consideración en que sobre esa inmensidad de aguas salobres, ardía un sol que las filtraba en tenuísimos vapores, para llevarlas dulces y cristalinas a los veneros de las fuentes, a las lagunas de las montañas, a la corriente tranquila y fecunda de los ríos caudalosos. Ellos variaron, al compás de su cálculo, de su tipo de hermosura y de sus ideas de conveniencia, el orden y el destino de la divina creación, y fingieron un ideal de perfección y felicidad en la anulación de las leyes de la naturaleza.

     Ellos dijeron a ese mar: �no tendrás tormentas, ni huracanes, ni correrá el tifón sobre tus ondas, ni se levantará de tus abismos la manga gigantesca. No nos basta el agua dulce de la lluvia y del rocío, de la fuente y de la laguna, tenuísima cantidad comparada con tus inmensos depósitos. Haremos que esa ley desaparezca, y que ese amargor eterno se convierta por todas las zonas, por todas las latitudes y por todas las riberas, en azucaradas dulzuras. -�Mar de las generaciones, salado océano de las humanas dolencias, nosotros te haremos apacible como la taza de alabastro de los jardines; te haremos dulce y sabroso como el licor de los banquetes!

     Y llamaréis a esto poesía, imaginación; ya lo sé. Y yo también, Señores. Pero cuenta que esta es la poesía de los otros; que esa delirante quimera, la combato. Yo no la creo; yo no la invento para combatirla: ese absurdo y fantástico problema, propuesto está por la política y por la filosofía; y la solución ideal, que el socialismo y la política buscan hace tiempo a la cuestión de la armonía de los intereses materiales, la solución a que de consuno aspiran, y que resueltamente proclaman; el ideal, que se proponen, de felicidad, de ventura, de prosperidad, de grandeza, no es otro que el que hemos anunciado. Es desalar el mar, que ha sido siempre amargo; es hacer opulenta la humanidad, que ha sido siempre necesitada; es convertir en placer y en reposo la ley universal, indeclinable y divina, que ha dicho al hombre: �suda, llora y trabaja�: que ha dicho al mar: ��agítate y brama!�.

     Esa es, y no otra, la solución que han buscado la filosofía y la política, cuando para resolver este problema, han querido agitar la cuestión de la propiedad, han querido buscar una solución a lo que se ha llamado cuestión del trabajo.

     No os sorprendáis, Señores, si por tan extraños caminos hemos llegado nosotros también a estas regiones tempestuosas y ardientes. Teníamos que llegar: no eran nuestro punto de arribo; pero estaban señaladas en el derrotero de nuestro viaje, y no podíamos dejar de reconocerlas. Advirtamos que ha tiempo que las estamos bordeando: cuestiones son que se presentan hoy a nuestros ojos natural y lógicamente, porque corresponden a esos dos objetos, que ha tomado por blanco de su dirección la civilización de los Gobiernos y la doctrina de los socialistas; la cuestión de la propiedad, que es la cuestión de la riqueza; la cuestión del trabajo, que no puede ser cuestión, sino en cuanto se aspira a modificar esta ley de la naturaleza humana, convirtiéndola en placer, o dándole la ociosidad por recompensa.

     También os extrañaréis, Señores, de que yo vuelva a equiparar en este común designio, y a confundir en la unidad de intento, a los socialistas y a los políticos. Después de haberme oído en las anteriores lecciones, no debéis extrañarlo. No he profesado en vano mis principios en las explicaciones precedentes, ni creo haber expuesto inútilmente a vuestra consideración la filiación de los sistemas, y la dirección convergente que habían seguido estadistas y filósofos. Lo que he hecho respecto a unos y otros en la universalidad de un sistema, eso mismo pudiera hacer en la especialidad de una cuestión. Los socialistas, los comunistas de todos géneros, los innovadores, los utopistas de todos los tiempos, y con más particularidad los de nuestros días, han agitado, es verdad -y demasiadamente lo sabéis-, la cuestión de la propiedad, hasta remover sus eternos fundamentos. Pero �no la habían agitado antes los poderes? �No había sido siempre esa cuestión objeto de atención esencial y preferente de parte de los Gobiernos?

     No hay que dudarlo, Señores: ni podía ser de otra manera. La cuestión de la propiedad es inherente a la cuestión misma de los Estados: o ha nacido con ellos, o ha nacido por ellos, o al mismo tiempo de su organización se ha organizado. La propiedad es tan antigua como el hombre social: la cuestión de la propiedad es tan antigua como la asociación política.

     Y digo, Señores, tan antigua como la asociación, y como el hombre asociado, porque bien conoceréis que la idea de la propiedad, que parece tan individual, es cabalmente la idea que más implica, que más directamente lleva consigo la vida de relación y la idea de sociabilidad. El hombre solo no tendría propiedad. O se creería dueño de todo, o no sería dueño de nada. Para que nazca la propiedad -que es la limitación de las facultades de los demás sobre lo que uno posee-, es menester que haya asociación. En la vida individual -si de alguna manera podemos formar idea de esta vida-, sólo se concibe posesión y fuerza. Para que haya reconocimiento de un derecho, es menester la SOCIEDAD. La propiedad, como fuerza o como facultad, puede comprenderse entre las necesidades individuales; pero la propiedad, como derecho, no puede existir en la naturaleza individual. Por eso, Señores, la propiedad ha nacido con la sociedad, y ha nacido con la ley. Por eso, Señores, no debe parecernos extraño que la idea y el derecho de propiedad, haya residido en los Gobiernos y en las legislaciones, antes que en los individuos.

     Y en efecto: el derecho de propiedad, examinado en la historia de las naciones, ha sido primero un hecho colectivo, que un derecho individual. Las primitivas adquisiciones, las antiguas conquistas territoriales, el aprovechamiento de tierras o de pastos, la colonización de los desiertos, y aun la fundación de los establecimientos industriales, nunca se nos presentan como un fenómeno individual. Esos hechos grandes y primitivos, son siempre obra de una población, de un ejército, de una colonia, de una tribu numerosa, de una raza. Hasta las cazas y las pescas de los pueblos salvajes, son siempre operaciones sociales. Cabalmente en esa condición ruda y mísera, es donde el hombre es más débil y necesitado; donde nada pueden contra las fuerzas naturales y las necesidades físicas, los impotentes esfuerzos de su mísera y endeble organización individual. El plantador solitario, el agricultor aislado, el cazador errante, el obrero en su taller no se encuentran nunca, en esas épocas primitivas.

     Estas condiciones y estas existencias son producto de una civilización adelantada; son resultados de la fuerza, poder y seguridad, que dan al individuo la existencia de un poder, y la seguridad y eficacia de los medios y de los recursos sociales. Entonces es cuando hay propiedad de apropiación; pero en el origen de los pueblos, Señores -si nos es dado llamar con este nombre a ciertos períodos de muy informe y limitada cultura-, la propiedad de ocupación es siempre propiedad social; la propiedad individual no es más que de repartimiento. En esa primitiva condición de las sociedades humanas, no encontramos más que ejércitos, que caminan a la conquista del mundo. La propiedad social se adquiere por la razón de la victoria; el disfrute individual, por la ley del botín.

     Sin embargo, este derecho ha sido siempre reconocido por la sociedad, y no podía dejar de serlo. Propiedad social y colectiva, propiedad individual y de repartimiento, las dos nacieron y coexistieron con el hombre desde sus primeras y necesarias asociaciones; las dos eran un complemento de la obra, como de su misma existencia; las dos han existido siempre inseparables y correlativas; las dos reconocían una comunidad de origen, en su principio originario y metafísico; las dos tenían un objeto y un destino común, en la organización de la sociedad humana. La una y la otra tienen su fundamento en la existencia misma y en la voluntad del hombre; fundamento que no es muy recóndito, fundamento muy sencillo, y que está al alcance de nuestras primeras observaciones.

     La propiedad no es más que el ejercicio de la voluntad humana sobre los seres y objetos sometidos a la acción de su necesidad y de su deseo. La propiedad social no es más que la dilatación de la existencia de la sociedad: la propiedad individual, la dilatación de la existencia misma, de la personalidad del hombre. Ni la actividad del uno, ni la acción de la otra, se comprenden sin la propiedad, porque no se comprenden sin la apropiación. No comprendemos un cuerpo sin espacio donde se coloque, ni una acción sin tiempo en que suceda.

     La idea de la propiedad es tan metafísicamente necesaria, como estas dos nociones eternas y fundamentales de nuestro espíritu. Pudiera decirse, Señores, que es idéntica con ellas. La propiedad es el espacio en que la vida humana se agita; es el tiempo en que la vida humana obra. Y tan positiva, y no figuradamente, es esto cierto, que toda propiedad material del hombre es en su condición primitiva, adquisición de espacio en que moverse, adquisición de tiempo en que existir. Terreno y subsistencia; espacio y duración, son las formas de toda propiedad, porque son en el hombre las condiciones de existencia, que le son comunes con todos los seres organizados. Su vida, su existencia, son su propiedad fundamental: propiedad es el rayo de luz que le alumbra; propiedad, el aire que respira; propiedad, el agua que templa su sed; propiedad, el fruto que sacia su hambre; propiedad, la sombra del árbol, o la gruta de la peña en que reposa su sueño; propiedad, la piel que cubre sus miembros, o el heno de que mulle su lecho. No hay acción ni momento de la vida, que sin propiedad puedan comprenderse.

     Pero si extendéis la idea de la propiedad hasta la pertenencia exclusiva; si avanzáis hasta la seguridad de que aquella sombra de aquel árbol, de que aquella gota de agua, de que aquel fruto, y aquella guarida no han de venir a arrebatárselos ni otro hombre, ni una fiera; esta idea, Señores, ya no entra en el dominio de la propiedad individual, porque las fuerzas del hombre aislado no alcanzan a tanto. Esa propiedad es una propiedad de civilización y de sociabilidad; es una propiedad de derecho y una propiedad de ley. Es una propiedad de participación. La sociedad ha podido hacer lo que al hombre le está negado. La sociedad ha podido reunir sus fuerzas contra la naturaleza y contra los individuos. La sociedad ha necesitado también espacio, territorio, subsistencia, vida; y esta dilatación, sin la cual el hombre solo hubiera faltado y perecido desde el principio; esta asimilación colectiva de la acción y de la personalidad social, es la cualidad fundamento de la propiedad-derecho.

II

     Por eso, Señores, esa propiedad reside primitivamente en el poder político. Por eso la sancionaron y la modificaron eternamente las leyes. Por eso la posesión y aprovechamiento del territorio fue la última en individualizarse. Por eso la propiedad no se consideró de tal manera consagrada exclusivamente al hombre, que le libertara de ciertas prestaciones, deberes y obligaciones para con los demás individuos. Por eso la propiedad, cuanto más originaria y primitiva, tanto más se presenta comunal y colectiva. Por eso cuanto más se individualiza, cuanto más se limita y se consagra al dominio privado del hombre, tanto más necesita y supone la intervención, la fuerza, la acción del poder. Por eso en todos los tiempos los hombres partieron los productos de su propiedad con el Estado. Por eso la adquisición y los contratos fueron objeto de solemnidades públicas: por eso la política intervino siempre en la propiedad, por medio de la ley de las herencias, de las sucesiones, de los jubileos, de las sustituciones, y hasta en nuestros días, Señores, nosotros hemos presenciado dos grandes revoluciones en la propiedad por medio de la ley política: la una en la propiedad industrial, por la abolición de los gremios: la otra en la propiedad territorial, por las desvinculaciones.

     Y no importa que estos cambios, tan radicales y profundos, hayan sido para repartir e individualizar más la propiedad. Esto prueba la verdad de nuestro aserto: esto afirma con un ejemplo patente que la política y la civilización, han procedido siempre de lo comunal a lo individual: que lo comunal era lo primitivo y originario; que lo individual ha necesitado para su confirmación y estabilidad, de la ley y del Derecho. Pero es más todavía: esta repartición individual no se ha verificado ni en nuestros días, ni en las épocas anteriores, en nombre del interés particular. Ese interés, por el contrario, luchaba por la conservación del régimen existente. Esa transformación se hizo en nombre del interés público, en nombre de la prosperidad general, en nombre de la sociedad, por la ley, y por la fuerza del poder político, que a la sociedad representa.

     La sociedad, por consiguiente, en todas las épocas y en todos los países, bajo todas las formas de Gobierno, se ha considerado propietaria; y ha tenido razón para ello. Su título era tan legítimo en su origen, como el del individuo. Pero en su objeto y en su fin todavía lo era más.

     Efectivamente: así la propiedad particular como la propiedad social, además de tener un origen inherente a la naturaleza humana, tienen también una causa final. Si la primera estriba en la acción, en la fuerza asimiladora, y en la voluntad activa de que Dios ha dotado al hombre; la segunda se funda en la satisfacción de sus necesidades, en la conservación de su existencia, y en la mejora progresiva de su condición material. El objeto de la propiedad privada es la satisfacción de los deseos y necesidades del hombre; pero el deber de la sociedad tiene un objeto todavía más alto y más difícil: la subsistencia de la sociedad misma, sin la cual la misma economía política ha venido a reconocer que nada podría adquirir ni apropiarse el individuo.

     En efecto; una pareja de hombres, desprovista de todo recurso anterior, y abandonada en manos de sus propias fuerzas, enmedio de la naturaleza más próvida, y del terreno más propicio a la satisfacción de sus necesidades, perecería irremisiblemente de inanición y de miseria, en la lucha sobrehumana de las fuerzas individuales, tan endebles y limitadas, contra los obstáculos inmensos de una naturaleza inculta, virgen y resistente. Para que la palanca del humano poder llegue a superar estos obstáculos, y a dominar estas fuerzas, necesita un punto de apoyo, necesita instrumentos, necesita agentes, necesita los productos de otro trabajo anterior, necesita, en fin, lo que estamos acostumbrados a llamar capital o anticipación.

     Ahora bien, Señores, tengo que asentar una proposición, cuya controversia necesitaría un volumen entero, y de la cual volveremos a tratar en la lección siguiente; pero cuya verdad y meditación profunda no creo que desmentirán los economistas más adictos a considerarlo todo desde el punto de vista de la acción del individuo: �la creación de los capitales es absolutamente un imposible para la individualidad humana en el estado de aislamiento: la creación de los capitales es un producto eminentemente social�.

     No importa que en las civilizaciones adelantadas el trabajo del hombre llegue a apropiarse un número de productos tan superior a sus necesidades, que deje un sobrante para la producción subsiguiente. Pero en esta condición, ese trabajo y esa industria, si se examinan detenida y profundamente, obran y se ejercitan sobre capital anteriormente adquirido, ya sea de la sociedad, ya de otros individuos colocados en la misma posición; sin lo cual no sería posible que el trabajo humano alcanzara a cubrir ni las primeras necesidades de la vida. Y bien, Señores; en la suposición vulgar de un hombre o de algunos hombres, empezando con solas sus fuerzas la obra de la producción, estad seguros de que apenas llegarían a cubrir su diario sustento, y de cierto no serían capaces ni de perpetuar su especie, ni acaso de vivir, por la declinación de sus fuerzas.

     Prueba clarísima de la verdad de este fenómeno es que ahora mismo, en las naciones más adelantadas y opulentas, el capital social no es capital para todos los individuos; ese capital, repartido entre la masa general de la asociación, no tocaría a nada, no serviría de nada; siendo propiedad alícuota de cada uno, no sería bastante para ser elemento de trabajo; se confundiría con la ganancia, con el salario, con la producción diaria y estrictamente necesaria, y desaparecería en un momento, quedando la sociedad en la indigencia primitiva.

     El capital necesario para este trabajo de subsistencia y adelantamiento, es una creación a que nunca puede arribar en su origen la fuerza individual; y donde quiera que se encuentre una sociedad organizada, tenéis que encontrar, Señores, una acumulación de medios, de recursos, de instrumentos, de fuerzas y de métodos, que se deben exclusivamente a la acción de la sociedad, y son un elemento necesario y una condición rigorosa de la vida y del progreso: primero, para la subsistencia social, y en seguida, y como natural consecuencia, para la existencia y empleo de las fuerzas del individuo. No importa -vuelvo a decir- que ese capital se encuentre hoy en manos de muy pocos. Esto, si bien se mira, no es tan absoluto como se cree, y como a primera vista aparece; pero aun cuando, lejos de esto, las transformaciones sociales hubieran conducido la propiedad hasta el punto de casi universal repartimiento, a nosotros nos basta para nuestro propósito observar que la subsistencia social necesita capital y anticipación; que ese capital es necesariamente en su origen producto de las fuerzas de la asociación, y que ese capital, repartido individualmente entre todos los asociados, perdería desde luego su naturaleza; y que en este caso dejaría de haber riqueza para ninguno, y anticipación o capital para todo y para todos.

     De aquí se deduce, Señores, una consecuencia muy transcendental para la cuestión que vamos a examinar en breve. Este capital, que es necesario para la sociedad, y que no ha sido nunca, ni puede ser, propiedad y patrimonio individual de la totalidad de una nación, o ha tenido que pertenecer a la sociedad colectivamente, o que concentrarse en manos de unos pocos: ha sido preciso, o que pertenezca a una clase, o que lo posea el poder.

     Ahora bien: esto último era imposible: el poder por sí ni le puede crear, ni le sabe conservar. Ha tenido, sí, que comprender siempre, y reconocer instintivamente, la obligación de velar sobre esta riqueza y este patrimonio de algunos, en nombre de ese mismo interés de todos, que no podían poseerle, porque le hubieran poseído para consumirle: ha tenido la misión conservadora y legítima de velar por ese bien de unos pocos, cuyo sobrante más allá de las necesidades representaba la subsistencia de la generalidad. Sí, Señores; ley es esta de la humanidad y de la economía. Para que los hombres no sean enteramente fieras selváticas, para que haya pilotos, que puedan conducir un bajel por el Océano, maquinistas que aticen el fuego de los vapores y locomotoras, soldados que evolucionen estratégicamente en un mes; es menester que haya inteligencias eminentes, ilustradas y científicas; que hayan venido al mundo Newton, James Watt, y Napoleón.

     Lo repetimos, lo resumiremos formulándolo. Es necesaria la riqueza para la subsistencia de la sociedad, porque es necesario el capital para que sea útil y fructuoso el trabajo; así como también, sin el trabajo, desfallece luego y se disipa el capital: es necesaria la opulencia individual, no para que las naciones vivan ricas, sino meramente para que puedan vivir. Sin este capital, sin este sobrante, sin esta riqueza, ya lo hemos dicho: no hay que pensar que serían pobres; desaparecerían completamente de la haz de la tierra, como desaparecieron las tribus natches e iroquesas de la América Septentrional.

     Y véase cómo la cuestión de propiedad no es para nosotros, ni puede ser para la política social, cuestión de riqueza: es cuestión de subsistencia; es cuestión de vida. Por eso no ha sido nunca nuestro propósito, tratar a fondo la cuestión de la propiedad. Bástanos solamente señalarle su puesto y su jerarquía, en el orden de las cuestiones inscriptas en nuestro programa.

     Y aun por eso, la existencia de la propiedad no es problema, ni una cuestión, ni una pura teoría, ni solamente una verdad. Es más que todo esto, Señores. Es un sentimiento, es una creencia. Sin la idea de la propiedad, no existiría, ni tendría objeto en el mundo, el sentimiento ni la virtud de la justicia. La existencia de la propiedad no es un principio de utilidad ni de interés material; es una grande idea moral. Avanzamos más. La propiedad, cuando pudiera ser controvertible y problemática en el terreno de las cuestiones humanas, sería todavía de revelación y de derecho divino. No es verdad, Señores, que el cristianismo haya sido en ningún tiempo comunista. Los que lo han asegurado, no han comprendido el espíritu del Evangelio, ni tienen memoria de la letra de la ley santa.

     Dios dijo entre los truenos del Sinaí: �No robarás�. -Decidme qué es esto sino santificar la propiedad. Jesucristo predicó a los hombres la caridad y la limosna: la caridad a todos, ricos y pobres; la limosna �cómo había de recomendarla a los pobres y a los mendigos? La limosna por la caridad, y el repartimiento y distribución de los frutos de la propiedad, por virtud del amor de Dios y del amor del prójimo; la sumisión también, en nombre de la caridad. -�Oh! Esta sí que es la perfección: esta es la resolución del problema de la miseria humana.

     Dios impuso a los hombres el trabajo. A los ricos hizo entender que siéndolo, tenían obligación de ser más caritativos, de trabajar más para los necesitados, de consolar a la miseria: y a esta obligación, que no podía ser ley de la tierra, le dio en el cielo su sanción y su corona. Los fundamentos de la religión están más altos que toda filosofía. Por nuestras propias fuerzas no podríamos llegar a ellos; ni la caridad ha sido nunca ni invención humana, ni invención filosófica.

     Explicada así para nosotros la sociedad, y comprendida a esta luz, para tratar de la propiedad, en sí misma y por ella misma, ni nos sentíamos con fuerza y con talento, ni hubiéramos podido abarcar en un curso entero el conjunto de consideraciones y principios, necesario para tan ardua y complicada tarea. Y además, Señores, �qué importarían mis trabajos al lado de los que acaban de consagrar a tan delicado asunto, los hombres más eminentes, los talentos más claros, las inteligencias más altamente reputadas de nuestros días? No. Nosotros sólo hemos debido exponer con qué derecho y con qué título, con qué fin y para qué objeto, se han mezclado y han intervenido los Gobiernos en la cuestión de la riqueza, demostrando cómo era legítima esa intervención.

     Acaso tengan que reconvenirnos algunos, arguyéndonos que pues afirmativamente la resolvemos, hemos ido a parar a un resultado contrario al fin que nos habíamos propuesto. De ninguna manera, Señores: nosotros no podemos detenernos en este resultado. Por lo mismo que hemos llegado a punto de demostrar que la principal y privilegiada acción de los Gobiernos en la esfera de los intereses materiales, consiste en hacer que vivan y subsistan las naciones, por eso mismo tenemos que concluir que no puede esa subsistencia, ni para la filosofía, ni menos para la política, convertirse en cuestión ni en problema, ni menos revestir las formas de una quimera, ni los visos de un imposible.

     Y en el terreno práctico, Señores, para nosotros, antes de la cuestión de la creación de la riqueza, hay en el orden del interés material otra cuestión más profunda, que es a la vez su elemento, y que la comprende; la cuestión de subsistencia. Para nosotros -no nos cansaremos de repetirlo-, el problema no puede plantearse proclamando el medio de que todos puedan gozar. La verdadera cuestión es cómo todos pueden vivir.

     Pues bien, Señores: desde que para llegar a este resultado creemos necesaria la existencia de un capital, bastante grande para que puedan conservarle algunos; desde que averiguamos, desde que consignamos que por inmenso que fuera, si lo poseyeran todos, sería para disiparle y hacerle morir, la cuestión de la propiedad quedaba reducida a saber si la posesión de ese capital debía estar en manos del poder colectivo, por medio de una organización comunista, o en manos de una clase de la sociedad, por medio del fenómeno social de la producción de la riqueza.

     Propuesta así la cuestión, Señores, claro es -ya lo habéis podido echar de ver en vuestra ilustrada penetración-, que no podíamos menos de llegar a las consecuencias que habíamos anunciado. La organización comunista, confundiéndose en último resultado con la distribución del capital, no satisface las condiciones de la civilización y de la humanidad; la organización política y social, fundada en el interés individual de una clase más o menos libre, más o menos limitada, puede llegar a la solución del problema de la subsistencia; pero al ideal de la riqueza y de la fortuna, como el socialismo y la economía política lo habían propuesto, no puede llegar organización alguna.

     Este problema, Señores, no en vano lo hemos comparado al de endulzar el Océano. La cuestión para nosotros no podía ser esa absurda quimera. Resignados también en cuanto a esto, a la ley de la naturaleza, tenemos que contentarnos con esa tenue evaporación del sol, y pensar en aprovechar para la sed, para el riego, para la navegación y para fecundar la tierra, los veneros de las fuentes, el raudal de los ríos y la benéfica lluvia de los cielos. -Al Océano, Señores, tenemos que dejarle su amargor y sus tempestades, sus mareas, su bramido y sus inevitables naufragios.

III

     El mundo va siendo ya viejo, Señores: todo se ha ensayado ya en él prácticamente por la política y por los Gobiernos; hasta el régimen comunista, hasta la concentración del capital y de la tierra por el poder político. Y aun allí donde se dejó a una clase la propiedad de la tierra y el poderío de acumular riqueza, vemos conservada como obligación directa de los Gobiernos, y como cargo del Estado, el cuidado inmediato y diario de la subsistencia de la muchedumbre.

     Pero en las sociedades en que se hicieron estos ensayos, y en que se reconocieron estas obligaciones, nunca se llegó al resultado que se logra para la subsistencia general por medio del trabajo y de la producción pacífica. Las sociedades en que el poder se encargó de la subsistencia general, necesitaron el despojo, la guerra, la depredación, la conquista, y después de todo, la servidumbre. Roma y las repúblicas griegas necesitaron robar para vivir. Para distribuir a la plebe hambrienta el diario sustento, necesitaron reducir a la esclavitud y a la miseria a la mitad del mundo; y esas distribuciones, que abolían el trabajo, y ahogaban el estímulo de la actividad humana, no hacían más que perpetuar la miseria y la degradación.

     Pero todavía para concebir este régimen, para dar consistencia a esta organización, para sostener y dilatar el principio de la guerra y del despojo, condición indispensable de esa precaria subsistencia, tenemos que recordar que no era esta necesidad misma el principio en cuyo nombre se hacía la guerra; que ninguna nación del mundo había tenido la impudencia de proclamarlo, y que en nombre de este intento y de este propósito, no hubieran podido nacer el patriotismo, las virtudes y el heroísmo necesarios para realizarlo. El poder de Roma y de Grecia sobre las demás naciones, representaba la civilización y la ley; la unidad y la ciencia; la libertad y la protección. Sobre la necesidad de vivir descollaba un fin y un principio más alto, de grandeza moral y de superioridad política; y no eran solamente los trigos de Egipto y los vinos de Chipre los móviles de aquellas formidables legiones, que oían resonar en los bosques de la Germania, como en los arenales de Palmira y en las gargantas del Pirineo, aquella voz eléctrica y sagrada, que gritaba desde la altura del Capitolio:

Tu regere imperio populos, Romane, memento.

     Y la otra solución que conocemos, la organización moderna, distribuyendo la riqueza, y remitiendo la formación de los capitales a la actividad del trabajo y de la industria humana, no olvidéis, Señores, que esta organización -aun cuando tan satisfactoriamente se explica y se comprende- no se improvisó así; que a la posibilidad de esta situación hemos llegado, después de pasar por otras condiciones muy distintas del régimen que en el día alcanzamos; que la libertad actual de la producción se fundó sobre la base de un capital previamente acumulado o recogido por la sociedad; que necesitó también la intervención del poder público, y revistió asimismo diversas formas y caracteres distintos, que sería curioso e instructivo seguir a través de la historia de los pueblos modernos.

     También esta organización en sus principios necesitó la guerra; también necesitó del trabajo social; también se fundó en la ocupación de la conquista; también tuvo que repartir el territorio en manos de una clase; también tuvo que asegurar la subsistencia de las masas por medio del vasallaje feudal y del trabajo obligatorio; también tuvo que dejar a clases menesterosas aprovechamientos comunales; también se vio obligada a impedir el repartimiento individual de las tierras y de los capitales, por medio de la amortización y de las vinculaciones; también dictó leyes a la industria por medio de los gremios.

     Y si es verdad, Señores, que todas estas instituciones se presentan ahora a nuestros ojos como fenómenos de la barbarie, �seremos capaces de afirmar que sin estos elementos, e instituciones y formas, hubieran llegado esas sociedades bárbaras al período de cultura y de civilización, en que nos ha tocado vivir? �Seremos capaces de afirmar que estas naciones en sus principios hubieran provisto a su subsistencia, y a su crecimiento y desarrollo, por medio de un repartimiento individual y comunista del capital primitivo, por medio de la libertad omnímoda de las desvalidas y niveladas muchedumbres? �Podremos atrevernos a afirmar que las sociedades hubieran andado desde el primer día fuertes, erguidas y vigorosas, sin estos, que ahora nos parecen andadores y castillejos? Cuestión es esta, Señores, demasiado ardua y profunda, para que nuestras limitadas fuerzas se atrevan a resolverla.

     Examinando las condiciones de la civilización presente, aprendamos, Señores, a respetar la historia de lo pasado, como obra de la Providencia y de la necesidad. Esa barbarie ha producido la civilización actual. Lo que de esta civilización hereden los siglos futuros, no lo podemos predecir nosotros. Lo único que sabemos es que esta organización satisface más completamente que la antigua a las necesidades de los pueblos; que las sociedades y las razas antiguas casi desaparecieron; que los pueblos de nuestros días, por más que presenten fenómenos de revolución, no ofrecen síntomas de decadencia, de desaparición y de muerte. La subsistencia material de las naciones modernas está asegurada; y esta es una gran conquista sobre lo pasado. Preguntadlo a la Historia.

     Pero la subsistencia nada más, Señores. De las dos soluciones que dejamos enunciadas, de los dos sistemas, que más o menos completamente han ensayado las sociedades -ya lo veis-, ninguno ha podido resolver el problema de la riqueza universal, de la riqueza individual, de la riqueza de la mayoría. Luego esta condición, Señores, no es la condición de la sociedad. Luego cuando se le señala éste fin quimérico por la filosofía, y cuando se propone por la política este resultado imposible, se lanza en el seno de las sociedades un germen de luchas, se arroja sobre las muchedumbres una tea de revolución, se destila en el ánimo de los individuos una corrosiva ponzoña de encono y de egoísmo.

     Luego hay que señalar a las sociedades otro destino, a los Gobiernos otra misión; luego hay que fortalecer a los individuos en una creencia menos falsa que esa esperanza irritante y engañosa. Luego tenemos que decir a los hombres y a las sociedades, a los súbditos y a los Gobiernos: �La riqueza de una minoría es una condición necesaria para la subsistencia general; pero la condición general, es la expresión vulgar -profundamente filosófica y sencillamente cristiana-, ganar la vida�. Y para conservar y dirigir a las sociedades en esta condición, es menester vivificarlas con un principio, con un sentimiento, con una virtud o con una creencia, indispensables para someterse a esta desigualdad y a esta ley, como nos sometemos o resignamos a la necesidad del dolor y de la muerte.

     Y luego me diréis que saco consecuencias duras, tiránicas, desapiadadas... �quién sabe si revolucionarias? �quién sabe, si demagógicas? �quién sabe, si absolutistas y opresoras? Es verdad, Señores, que a las veces el hombre no es dueño de sus ideas, aunque sean errores: y si lo fueran las mías, nunca he abundado tanto en mi propio sentido, que me avergonzara de retractarme de mis juicios ante el escándalo o el peligro de desastrosas consecuencias. Pero si el hombre no siempre es dueño de sus raciocinios, lo es de su voluntad, lo es de sus intenciones; y yo puedo responderos de la sinceridad y rectitud de las mías en la exposición de mis doctrinas, en el dogmatismo -que tal vez parezca escéptico-, de mis modestas creencias.

     No faltará quien piense que yo quiero condenar a eterna y estacionaria pobreza a las naciones. No, Señores; no es ese mi intento. Sólo quiero decir que considerando siempre a los pueblos y a la humanidad como un ser colectivo, he creído encontrar, que por medio del interés, ni aun las cuestiones de interés se resuelven; y que el adelanto material de los pueblos nunca puede llegar a tan alto punto, que baste él solo para ser la ley y el destino de las sociedades. Afirmo que esta satisfacción de todo deseo y de todo interés, será siempre escasa e imperfecta; y que si las sociedades antiguas conservaron su vida y su unidad, a favor de principios más fecundos y activos que el interés, cuando a su satisfacción se oponía el atraso de una civilización imperfecta, no menos necesario es un sentimiento, una creencia, una virtud social, cuando la satisfacción de las necesidades sólo tiene por obstáculo la limitación y natural flaqueza de la condición humana.

     Si esto es duro, y bárbaro, y desconsolador, Señores, proclámese lo contrario. Que la inteligencia de los que meditan, y la experiencia de los que mandan, sigan erigiendo en principio que el interés individual se basta y se sobra a sí mismo; que el interés material basta y sobra para la sociedad. La lucha, la revolución, la guerra, la demagogia, los intentos de trastornos radicales, el levantamiento de las masas, la irritación de las pasiones y apetitos sin freno, y la agitación corrosiva de esperanzas burladas y escarnecidas, vendrán, Señores, de donde vengan; pero de seguro no vendrán como consecuencia de estas palabras... que se llaman duras, de estas doctrinas despiadadas; de estos acentos de un corazón empedernido, que no sabe decir a las turbas: �Tenéis derecho a ser ricos o a despojar a los que lo son: tenéis derecho a gozar, o a degollar a los que gozan�.

     �Oh! sí, es mucha barbarie, mucho retroceso, mucha dureza, mucha impiedad decir a los hombres: �trabajad y sufrid! Algunos de vosotros seréis ricos, y esa riqueza sobrante será el elemento del trabajo y de la subsistencia de los demás. Trabajad y vivid; que vuestra tarea es el trabajo y la vida. La riqueza es un fenómeno excepcional, necesario para la subsistencia social; pero vuestra condición general no es físicamente más que lo que llamáis �ganar la vida�. Trabajad y vivid; y los que no lleguéis a ser poderosos y opulentos, sabed que sin ese fausto y esa opulencia de algunos, no trabajaríais, ni viviríais, porque os moriríais de hambre. Trabajad y vivid: y pues que la riqueza general es un fin quimérico sobre la tierra, otro será el fin, y otro el destino, y otro el objeto para que vosotros viváis, para que las sociedades vivan, para que vosotros forméis parte de esa sociedad, cuya existencia sola no puede ser tampoco su fin último y exclusivo.

     �Soldados de fila de los grandes ejércitos de la humanidad!... los caudillos célebres a cuyos pies se prosternó el mundo, no tenían oro para todos sus soldados, no tenían el bastón de mariscal, ni los tres entorchados de Capitán General, sino para muy pocos. Y cuando llevaban sus tropas por dilatados y desiertos climas, desnudos, helados y hambrientos, a algunos podría sonreírles la fortuna; pero ellos no prometían a sus legiones sino la victoria. No tenían para todos un manto de armiños, o una corona ducal; pero para todos tenían una sonrisa de entusiasmo, y una cinta teñida con los colores de la gloria. No tenían para todos pan candeal y viandas exquisitas; para todos, sí, palabras de fuego, y miradas magnéticas, y gritos de entusiasmo.

     Y ellos iban a la muerte sin pan y sin zapatos, porque no peleaban por vestirse y calzarse; ellos iban al martirio, sin goces y sin esperanza, porque el nombre de la Patria, o el amor de su General, eran su bien y su tesoro. Ellos hacían prodigios de heroísmo en los días de batalla, empeñándose mil veces, aunque la fortuna no les alcanzara; y en los días de la desgracia, y en la confusión de la derrota, enterrados en masas de hielo o de arena calcinada, o envueltos en las ondas de un río impetuoso, luchaban desde el fondo del abismo, por subir un momento sobre la superficie de las aguas, para poder gritar en su agonía: ��Viva el Rey! �Viva España! �Viva el Emperador!� y morirse en un éxtasis de gloria.

     Y bien, pobres soldados de la humanidad: �no seréis capaces de creer que lo que hicieron Viriato y el Gran Capitán, y Hernán Cortés, Napoleón, o César, o Alejandro, o Pedro el Ermitaño, �no lo puede hacer el Dios poderoso, que os ha dado el alma y la vida, y que encendió las de ellos? Por lo mismo que no habría ejército si todos hubieran de ser mariscales y caudillos, �no comprendéis que el destino de vuestra vida es el resplandor de la aureola de su gloria? Porque no es sino de algunos la carroza del triunfador, y porque la suerte de todos no es más que la ración del soldado, �no imagináis que esa hueste va a otro fin y a otra conquista, que al mero y pobre goce del diario sustento?

     Soldados de fila de la humanidad: en esa campaña no concluida, cuya epopeya es la historia del mundo, �creéis que el Dios de los ejércitos os ha enviado al campo de batalla para daros festines y banquetes, y que no hay al fin de esas penalidades, y de esos rudos trabajos, un destino más grande que la conquista del Asia, un sol más resplandeciente que el sol de Bailén o el de Austerlitz? Si los soldados de Bonaparte se embriagaban de entusiasmo en los arenales del Nilo, porque una voz les gritaba a vista de las Pirámides: �cuarenta siglos os contemplan...� si los españoles los contrastaban después, y vencían con su sublime ��NO IMPORTA!...� �no podréis reconoceros invencibles, cuando en los desiertos del mundo, os grita una voz poderosa: �Dios os ve: la Patria os sonríe; la eternidad os espera!...�.

     �Oh! Yo sé que cuando esta voz suena en vuestro corazón, no reparáis en la marcha penosa, ni en el calor que ahoga, ni en el suelo que punza, ni en el pobre alimento, ni en vuestros gloriosos harapos. No creéis desventura ni desastre que haya cadáveres mutilados, heridos que se lamenten, columnas barridas por la metralla, divisiones que se dispersen, batallones que se hundan en una sima. �Más allá está la gloria, el placer, el lauro, el Hossana y el Te Deum! �Soldados de la humanidad: esa es la vida, ese el destino... lo pasado y el porvenir!

     Un ejército sois: un caudillo os guía; a una conquista vais. �Cuál es ésta? Ése es el secreto del que os lleva. Pero cuando por el desierto os conduce, y con tantos padecimientos os prueba, no, no hay que dudarlo, yo puedo decíroslo: que no para ese desierto, ni para ese padecer os sustenta; después de esas asperezas está el más allá!... �Y ese más allá es la Patria verdadera, donde todos son ya ricos, donde cesó el trabajo, donde se ignoran las lágrimas, donde con la realidad queda ya ociosa la esperanza!

     Ésa es la palabra que yo os digo: que sea esa vuestra creencia, y veréis cómo no se encrudecen sobre la tierra ni el disolvente y seco anhelar del egoísmo, ni el odio de la riqueza, ni la desesperación de la miseria, ni la insolencia de la fortuna; ni esos grandes motines sobre pan, que han dado en llamar revoluciones.

     Y ahora, Señores, decid lo que queráis de la dureza de mi doctrina, y buscad otra de más consuelo. Decid lo que queráis de lo fantástico de mis promesas, y dad otras al mundo, de mayor verdad.

     Que la verdad de las mías, Señores -ya lo sé-, no es la verdad del socialismo, ni de la filosofía, ni de la economía política; pero es la verdad de la Historia, es la verdad del corazón, es la verdad del sentimiento y de la conciencia del género humano.



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Lección VIII

Del trabajo, y sus condiciones.

I

     Algunos han dado en creer, Señores, que ninguna verdad práctica puede ser demostrada sino por la Estadística, y que todas las proposiciones que se asientan en aquellas ciencias y doctrinas que interesan a la condición del hombre en la sociedad, deben estar sostenidas en series muy compactas de números.

     Yo tampoco acostumbro despreciar, y no desdeñaré nunca las observaciones estadísticas. Más de una vez han rectificado algunos errores: más de una vez han puesto a los hombres en camino de llegar a verdades profundas; pero también sé que con números solos nada se prueba, por la razón sencilla de que con números se prueba todo.

     Los números sirven para calcular la progresión de un hecho general; no para encontrar la ley del hecho mismo. Con la Estadística se hacen las comprobaciones de la mortalidad humana; pero de seguro no necesitamos de ella, para saber que dentro de un siglo no quedará nadie de la generación actual; ni es ella la que nos ha de demostrar el problema fatal de la muerte. De la misma manera no fue el cálculo, no fue el álgebra la que reveló a Newton la ley de la gravitación celeste, por más que haya servido a Kepler para encontrar las relaciones entre el impulso, la órbita y la densidad de los cuerpos planetarios.

     Y luego, Señores, la Estadística es falaz, e inexacta: y luego, los que tienen la pretensión de llevar la aritmética y las matemáticas a la región de las ciencias morales y de las doctrinas políticas, suelen olvidarse con frecuencia de la verdad más trivial de su ciencia favorita, a saber, de que no se suman sino cantidades homogéneas: suelen olvidarse todavía más, de que en los problemas del álgebra moral los signos son también incógnitas, y que empezamos por ignorar cuál es la cantidad positiva, cuál la negativa, cuáles son los exponentes que se adicionan, cuáles son los que se destruyen. Y luego, Señores, la Estadística es un trabajo muy lento: es la obra de los siglos, y Dios no ha permitido que aquellas verdades en que se funda la existencia de los pueblos, la organización de las sociedades y la conservación de la especie humana, quedaran a merced de la lentitud de estos trabajos, y de la dificultad ímproba de estas problemáticas observaciones.

     Dios ha dado al hombre un instinto y una conciencia, que desde el principio se las revela; o le ha dotado de facultades intelectuales y de sentimientos para dirigirse y obrar, como si aquellas verdades le fueran conocidas. Así, Señores, el hombre había usado de la palanca muchos siglos antes de que naciera Arquímedes: así, Señores, el ave se remonta a los cielos, sin que le sea dado calcular la fuerza que necesita para encontrar punto de apoyo en los aires. No ha menester calcularla: siente que la tiene.

     Muéveme a hacer esta reflexión la necesidad, en que algunos me creerán, de probar con datos exactos un principio, que nos ha servido de fundamento en la conferencia anterior, para algunas deducciones importantes. En ella partimos del supuesto y del resultado, de que no había en la sociedad capital para todos; de que la producción general, repartida igualmente entre todos los individuos de una Nación, no dejaría sobrante para ninguno.

     Este principio podrá redargüirse de aseveración infundada: contra este resultado se querrán abrir delante de nosotros las tablas de la Estadística. Contra las deducciones que nos ha suministrado, podrá decirse que hemos partido de un supuesto falso: o llevando -y en este caso, con más apariencia de razón-, a otra esfera nuestro raciocinio, todavía pudieran replicar, si en datos numéricos y experimentales lo fundábamos, que estos datos estaban tomados de una civilización imperfecta, de una condición social atrasada; que nos encerrábamos en un círculo vicioso, y para encontrar un límite eterno a la prosperidad de las sociedades humanas, buscábamos sus condiciones perennes en las mismas de su situación presente, cuya mejora es el problema propuesto.

     Pues bien, Señores: esta propia razón nos hace conocer que de nada hubiera servido apoyar en números la verdad de mi principio. Siempre sería un cálculo fallido; siempre se podría apelar a otros guarismos; siempre se me podría decir que aunque la Estadística demuestre rigorosamente que el capital social repartido en la totalidad dejaría de serlo, esto no significaba más que la necesidad imperiosa de que las sociedades salieran de condición tan mísera y precaria, para elevarse a un grado de prosperidad en que haya sobrante para todos. Y aquí tenéis cómo para explicar este hecho, cómo para dar la razón o señalar la influencia de otros muchos, no es bastante saber y decir que suceden; sino inquirir y averiguar hasta qué punto es menester que sucedan, y si no pueden suceder de otra manera.

II

     Dije en verdad, Señores, y vuelvo a repetir, que para que hubiera trabajo para todos, era menester capital en manos de algunos; y que sin este capital, el trabajo no proveería a la subsistencia. -�Pero �y con qué razón -se me dirá-, limitáis el número de los poseedores del capital? Si para que una sociedad viva, es menester que una clase tenga sobrantes, �no viviría mejor si sobrara producción para todas las clases sociales? Si el capital de unos pocos, como elemento del trabajo subsiguiente, se reparte escasamente entre una gran muchedumbre, �no sería más fecundo el trabajo, no sería más reproductivo, a medida que hubiera mayor número de capitales? Si en una sociedad pudiera llegarse al punto de que todos tuvieran capital...�.

     -No concluyáis... Parad; que ahí está mi respuesta; que ahí está la imposibilidad de eso, que os parece fácil y naturalísimo. Parad; que en esa consecuencia está la razón eterna de nuestra proposición, y el límite insuperable de ese progreso que creéis ilimitado e indefinido. Parad; que os vais a encontrar con una consecuencia, cuya explicación no se halla ni en la economía política, ni en las utopías socialistas, porque está en la naturaleza y en la organización humana. Parad; que cuando me preguntáis: �Y si todos los hombres tuvieran capital? Es como si dijeseis: �Y si todos los hombres llegaran a cien años, como llegan algunos? �Y si todas las mujeres parieran diez hijos, como muchas?... -Y yo, en verdad, os digo desde ahora, que si estos hechos sucedieran, se perturbaría el mundo moral; que en el orden físico no habría terreno para las generaciones humanas.

     Si todos los hombres tuvieran capital... todos serían capitalistas: no habría trabajadores. Si todos los hombres tuvieran sobrante, no habría necesidad ni estímulo: no habría ni trabajo, ni producción. Si todos los individuos fueran capitalistas, tendrían que llamar de otra parte masas de obreros, o emigrar adonde los hubiera, y el vacío de las clases necesitadas estaría al momento colmado; porque si todos los hombres tuvieran sobrante, lo consumirían hasta nivelarse con lo necesario, y hasta tener que trabajar por el estímulo de la miseria. Porque si es bastante para la disposición útil del capital el uso de la inteligencia, la condición del trabajo es el dolor y la fatiga del empleo de la fuerza; porque si basta para el uso del capital el aliciente de la comodidad, para la adquisición de lo necesario es menester el aguijón del hambre, y la incertidumbre del sustento de la vida; porque, en fin, la rotación de la actividad humana, lo mismo que el movimiento de los astros, no describe una línea indefinida, sino que tiene una órbita, regulada por las fuerzas de su impulso y de su peso, que son en el mundo moral la actividad y el reposo.

     En la esfera del interés material, y de la subsistencia del hombre, hay dos polos también, y dos condiciones: el capital y el trabajo: el capital, sin el cual el trabajo no puede producir; el trabajo, sin el cual el capital es estéril: el capital, que se consume sin la necesidad de trabajar; el trabajo, que no busca el capital, sino por la necesidad de producir para vivir. En esta armonía, que corresponde a la generación de todos los seres, capital y trabajo son como los dos sexos de la producción humana. Uno solo es infecundo, y perece. La reunión de uno y otro en un mismo ser, constituiría un hermafroditismo, no menos estéril y más monstruoso. Con la universalidad de los elementos del trabajo, sin capital no hay trabajo posible: con capital para todos, no hay necesidad de trabajo para ninguno.

     Y henos aquí, Señores, cómo también hemos llegado natural y lógicamente a la cuestión tan debatida en nuestros días, tan complicada, tan obscurecida, desde que se la ha querido examinar y resolver en sí misma, y con independencia de las demás leyes y condiciones de la naturaleza humana; desde que se la ha querido examinar y resolver como una cuestión puramente mecánica, y en vista de un interés exclusivamente material; desde que se la ha querido examinar y resolver, como tantas otras, a la luz de un punto de vista aislado, y concretada a un sólo individuo; sobre todo, desde que se la ha querido examinar, no con la intención de resolverla, sino con el propósito de abolirla.

     Porque esa es la cuestión, Señores; ese es el problema que hemos visto plantearse en nuestros días; la cuestión no ha sido hacer el trabajo productivo para todos, sino dar al trabajo la seguridad de producir siempre; la cuestión ha sido asegurar al trabajo la producción de un mínimum y de un sobrante; la cuestión ha sido quitar al trabajo la fatiga y la incertidumbre; la cuestión ha sido aliviar sus molestias, disminuir sus horas; la cuestión ha sido convertir el trabajo en placer. Y esta cuestión, como las anteriores, lo mismo se la han propuesto el socialismo que la política; en los mismos términos ha intentado resolverla el epicureísmo sensualista de las modernas utopías, que el propósito formal y concienzudo de los Gobiernos más ilustrados, más morales y más entendidos.

III

     Ahora bien, Señores: propuesta así la cuestión del trabajo, desde luego me confieso incompetente para tratarla, aunque a mi fin y a mi propósito cumpliera. Y esto, no solamente, y de seguro, por lo arduo, por lo difícil, por lo complicado: que por estas solas razones, ya que no me fuera dado aspirar a resolverla, a lo menos no me abstuviera de plantearla. Pero en esto consiste para mí precisamente, no la dificultad inmensa, sino la imposibilidad absoluta.

     Ya lo hemos dicho, Señores, en la explicación anterior. Los imposibles no pueden ser cuestiones para nosotros, los absurdos no pueden llamarse problemas; y variar las condiciones físicas y morales de las leyes de la humanidad, es, para mi manera de concebir la filosofía y la política, un imposible y un absurdo. Algunos filósofos de nuestros días han intentado, Señores, escribir la historia del trabajo; otros, en mayor número, han aspirado a resolver el problema de su organización. �Colosal pensamiento, Señores, el de los unos! �Titánico y prodigioso esfuerzo el de los otros!

     La historia del trabajo es la historia del mundo, la historia del hombre. La organización del trabajo es la organización de la sociedad misma, de la cual el trabajo no es más que una función, un aparato, un sistema, usando del lenguaje de los fisiólogos. En el organismo de la humanidad, el trabajo se puede equiparar a la fuerza muscular; y bien, Señores!... todos los estudios fisiológicos no alcanzarán a variar la estructura de un músculo. Dado es tal vez a la gimnástica desenvolver y vigorizar las fuerzas humanas en la condición de su natural empleo; pero nunca podrá hacer que el hombre se sostenga en los aires con sus brazos, como el águila con sus alas; nunca podrá evitar que, abandonado a su peso, caiga desde la altura; nunca podrá hacer que los ojos vean sin luz, que el pulmón respire, y que la sangre circule sin el oxígeno del aire.

     Por eso, Señores, está, ahora más que nunca, lejos de mi propósito, hacer lo que se ha llamado historia del trabajo, ni buscar las leyes de su organización; pero cumple, sí, al objeto que nos hemos propuesto, hacer con esta cuestión lo que he intentado con la de la propiedad; no profundizarla; mucho menos resolverla: es más modesta mi pretensión. Bástame con señalarla puesto en el orden de nuestras meditaciones; con indicar su filiación en el desarrollo de nuestras ideas; con manifestar su enlace con las doctrinas que vamos examinando; con demostrar la exageración a que la ha conducido la preocupación exclusiva de los intereses; con caracterizar la clase de influencia, que tal exageración puede tener, y ha llegado a alcanzar, sobre las pretensiones de la política y de la filosofía; finalmente, con distinguir y determinar el papel que la ley del trabajo representa en el orden y mecanismo de las cuestiones sociales y del destino de la humanidad. Y cuando me reconozco insuficiente para inquirir las leyes de su organización, tal vez adelantaré más camino para mi propósito, ciñéndome a considerar las condiciones fundamentales de su existencia.

     No me detendré por consiguiente, Señores, en la ruidosa controversia de lo que se ha llamado �derecho al trabajo�. Confieso que después de haber estudiado diez años la ciencia del Derecho, y de no haber pasado quizá un solo día de mi vida sin tener que usar de esta palabra, cada vez entiendo menos su sentido, cada vez me parece más inoportuno y estéril su significado, cuando se la aplica a ciertas funciones, actos o necesidades de la vida. �Es de derecho, trabajar? �Hay derecho a trabajar? -Señores, no lo entiendo. Esta cuestión significa demasiado, o no significa nada, porque no explica cosa alguna.

     He nacido en una provincia donde es muy frecuente responder a una pregunta con otra, y aún no ha perdido del todo mi espíritu esta costumbre del país natal. �Es derecho trabajar? -Yo os preguntaré primero: ��Es derecho ver, es derecho sentir, es derecho pensar, es derecho querer, es derecho vivir?�. Puede ser que alguien me responda afirmativamente: puede ser que me contesten rotundamente que sí; que todos esos son derechos, y derechos imprescriptibles, y derechos sacrosantos. �Quién sabe? Posible es que yo mismo se lo haya llamado así alguna vez; pero, como dijo Proudhon de su famoso principio �la propiedad es el robo�, hay palabras que se sueltan, y no se repiten: hay frases, que no son ideas; hay locuciones, que cuando no son fórmulas, son figuras; y no de figuras, ni de fórmulas, ni de frases sin sentido podemos pagarnos, cuando se trata de deducir consecuencias transcendentales, y de asentar principios con el propósito de llegar a resultados.

     Para mí, Señores, la palabra derecho, aplicada a trabajar, como aplicada a vivir, es una frase que no llamaré vacía; pero sí impropia e incompleta. Trabajar -como vivir, como querer, como pensar-, no es un derecho, ni aun tampoco, en cierto sentido al menos, es sólo una obligación: es más todavía que esto; es un hecho, es un fenómeno, es una condición, es una función, es una necesidad. Trabajar -como querer, como pensar-, es existir, es respirar, es ser: es nuestra ley, nuestra existencia, nuestra personalidad, nuestra organización, nuestro destino.

     El Libro de la Verdad, Señores, ha dado a esta ley divina la misma antigüedad y la misma importancia, que a la creación del mundo. Dijo el Eterno desde las profundidades del caos: �Hágase la luz, y la luz se hizo�. Y es aquella misma voz, Señores, que creó el cielo y los mundos, la que truena sobre el desterrado de Edén con aquella palabra formidable: �Con el sudor de tu frente comerás tu pan�, la misma que dice a la Madre del género humano: ��Tu vientre parirá con dolores�. �Pues bien, Señores! La palabra de la creación es eterna, como el poder del Altísimo: se está repitiendo siempre en el tiempo, para que los mundos se conserven. La palabra de la sentencia no podía ser menos inmortal, ni más transitoria; estará tronando de continuo en el oído de todos los hombres, para que el género humano viva.

     En vano el orgullo del hombre se sublevará contra ella, y agitará en el calabozo su cadena, como el Encélado de la fábula removía en el fondo del Etna sus encendidas entrañas: los esfuerzos de su satánico intento no servirán jamás, sino para revelarle la extensión de su flaqueza, y la insensatez de su impotencia. COMERÁS EL PAN CON EL SUDOR DE TU FRENTE, tanto quiere decir para el hombre, como para el sol, �Alumbrarás al mundo�; como para los planetas, �Rodaréis en derredor del sol mientras que tengáis vida�.

     �Comerás el pan con el sudor de tu frente!... y no pienses que eludirás esta ley, porque a fuerza de trabajo tengas un día sobrante el pan de tu boca: porque yo daré a tu inteligencia y a tu corazón cien estómagos insaciables, que no se llenarán jamás, y que te hagan sudar eternamente para colmar su estimulante vacío. �Con el sudor de tu rostro comerás el pan de tu hambre; y cuando el hambre se sacie, también será con dolor y con jadeante y desvelada fatiga, con lo que comerás el pan del saber, el pan de la ambición, el pan del orgullo, el pan de la codicia, el pan del amor, el pan de la gloria y hasta el pan delicioso de la virtud, y el pan angélico y sagrado de la esperanza del cielo!

IV

     No es el objeto de estas palabras entregarme a estériles o místicas declamaciones. Mi intento es manifestaros que el trabajo es, antes que todo, la condición, la vitalidad misma de la humanidad, colectivamente considerada: que no es de ninguna manera una ley y una condición individual. Fácil es sin duda representarse en la imaginación la condición y la existencia del hombre desocupado y ocioso, como podemos considerar a un hombre impotente, o a una mujer infecunda. Pero a la humanidad no podemos verla de la misma manera: a las sociedades no podemos nunca considerarlas inactivas, por más que se nos presente con frecuencia el espectáculo de individuos inertes.

     El trabajo es el movimiento, es la corriente, es la marea y el oleaje del género humano y de las sociedades. �Qué importa que algunas gotas se estanquen y reposen en el hueco de una peña, en el remanso de una playa? La condición y la vida del Océano es que se agite y se remueva: parado, se corrompería; y allí donde los hielos dejan en reposo su superficie, así en el mar de las aguas, como en el océano de las humanas generaciones, esa quietud es la calma, es la muerte, es el frío, es el invierno polar, es la desolación hiperbórea y la noche eterna!

     Pero como el trabajo es la condición social, el trabajo social es la primera forma del trabajo. Sin el trabajo social, no existiría el trabajo del individuo; porque éste no tendría en qué trabajar. Faltaríale suelo, faltaríanle agentes, faltaríale morada, faltaríanle instrumentos, faltaríale anticipo, faltaríale capital; y nada de esto, no lo dudéis, Señores, puede procurárselo el individuo. El individuo por sí solo no puede ocupar un territorio: el individuo no puede asegurar y defender una sola cabaña: el individuo no puede abrir una comunicación por la tierra: ni construir una mala canoa para surcar las olas: el individuo no puede llegar a obtener una onza de metal alguno, de cuantos están en las entrañas de la tierra: el individuo no puede arrancar una sola piedra, de las canteras que asoman a su superficie: el individuo no puede derribar ni un tronco de árbol, y si alcanzara a abatirlo, no podría transportarlo: el individuo solo no puede ni domar, ni dar la muerte a un animal poderoso.

     No nos cansemos, Señores: en cualquiera de los ramos de la industria y del trabajo humano, a que volváis los ojos, encontraréis imposible primitivamente el trabajo individual. Para ser fructuoso en el principio del mundo, hubo de concurrir a hacerle tal, para que el mundo se formara, Aquel a quien está reservada únicamente la creación, el que sólo es poderoso a sacar el todo de la nada.

     Fuera de esto, siempre encontraréis la necesidad de que para el trabajo humano haya precedido el concurso de la sociedad. El trabajo individual no es originariamente productivo: no es ni suficiente; y la primera condición de todo trabajo es satisfacer las necesidades, y alimentar la vida del que lo ejecuta. Sin eso, tan inútil es como imposible. Vosotros concebiréis al hombre de la naturaleza, trabajando un día entero: si aquel trabajo no le ha dado su sustento, si no ha sido producción, si deja de serlo un solo día, al día siguiente el hombre habrá perecido.

     El trabajo -como la vida, como la ciencia, como el lenguaje-, necesita una generación anterior, necesita un germen, necesita una fecundación, necesita una maternidad, necesita una infancia, durante la cual no viva de sus propias fuerzas, sino de ajenos cuidados y de anticipados recursos. No podéis comprender la existencia física del hombre, sin una madre que le haya criado, sin una familia, en cuyo seno se hayan guarecido sus infantiles años. Para asegurar en la edad adulta aquella suma de fuerzas, que es el capital de la vida, Dios ha hecho necesaria la familia: para dar al hombre robusto el conjunto de medios, que hacen posible su sustento y su adelanto, Dios ha hecho necesaria la sociedad.

     Acabáis de ver, Señores, cuál sería la condición del trabajo individual, abandonado a sí solo; y que en esta condición la humanidad no hubiera podido durar un solo día. Para que un individuo pueda hacer productivo su trabajo aislado, es menester que hayan pasado siglos; que la sociedad se halle muy asentada, muy constituida; que la civilización haya hecho muchos progresos. La primera producción ha sido social, Señores; y el primer trabajo ha tenido que serlo: es imposible dejar de someterse a la necesidad de esta verdad histórica; pero no temáis que de ella se deduzca ningún principio comunista, ni aun el del derecho al trabajo.

     No. Considerada la sociedad en su condición primitiva, y en la necesidad originaria de proveer a su subsistencia, no encontraremos ese derecho, ni ese principio, no. Un principio muy diferente, una verdad más dura, un hecho menos halagüeño es lo que se desprende de esta primera consideración. No encontraremos -de seguro-, que el individuo tenga derecho al trabajo: no se presenta de esta manera el primer aspecto de esta necesidad: lo que encontramos y deducimos infaliblemente, es que la sociedad tiene el derecho de hacer trabajar al individuo.

     Por eso, Señores, los que de este socialismo primitivo quisieran sacar ejemplos y consecuencias para la civilización, tendrían que retroceder ante la anulación de esa misma libertad individualista que invocan. Ese socialismo es la barbarie con todas sus consecuencias, porque es la infancia con todas sus miserias. En ese socialismo del primitivo trabajo, la sociedad tiene derechos; el individuo no los tiene todavía. La sociedad entonces no tiene cuenta más que con el trabajo social, no con la individual repartición y recompensa. Que en aquellos trabajos el operario muera, o el esclavo no goce, no afectará seguramente a la sociedad, como ella viva y adelante. Que centenares de soldados queden en el camino, muertos de fatiga, de miseria, o de inclemencia, poco es para el General, si ha sentado sus reales en el campo enemigo.

     El trabajo social no se fundaba ciertamente en derechos: tenía su origen en necesidades: los derechos no podían nacer, hasta que aquellas necesidades estuvieran satisfechas. Los derechos individuales suponen la acción social en la aptitud de asegurar su disfrute al hombre: antes que esto suceda, es menester que la sociedad tenga fuerza; y para que tenga fuerza, antes se ha menester que tenga vida.

     Afirmarse en un territorio, allegar un capital, asegurar los elementos de la general subsistencia, eran las condiciones de este primer período, y de este primer trabajo. El trabajo social pudo ser desde los principios, productivo: el trabajo individual no podía serlo hasta el momento en que la sociedad le asegurase esta posibilidad. Pero �esta posibilidad era un derecho? Yo no lo sé, Señores: a mí no me toca por ahora decidirlo: fáltanos todavía averiguar si podrá ser un resultado: fáltanos todavía examinar las condiciones del trabajo individual, no solamente en lo que toca a su propio interés y a su necesidad privada, sino como formando parte de la asociación. Las cuestiones, como las presenta la ciencia individualista, son, en verdad, mucho más sencillas; pero os dejo juzgar si sus soluciones pueden ser de esta manera satisfactorias y completas.

     Respecto a mí, Señores, no vacilo en confesar lo distante que me encuentro todavía de considerar el trabajo como derecho, cuando a la altura actual de mi raciocinio, no bastándome mirarle como una necesidad, aún no se me presenta sino como una obligación.

V

     No hay que dudarlo, Señores: desde que hemos visto que el hombre entregado exclusivamente a sus recursos individuales, era impotente para producir; desde que hemos reconocido que la existencia del individuo sería imposible de todo punto, sin la subsistencia de la sociedad; desde que al trabajo individual sólo podemos comprenderle como resultado y progreso de una civilización que le de posibilidad, elementos, y seguridad, no queda duda de que el primer aspecto, bajo el cual se ofrece a nuestros ojos el trabajo del hombre, es ciertamente como cooperación del individuo a la obra social y colectiva.

     Pero también hay que tener entendido, Señores, que entonces la obra social, no es otra que asegurar su existencia y su perpetuidad, su presente y su porvenir. Presente y porvenir social, Señores; subsistencia y perpetuidad colectiva, subsistencia de la mayoría, adquisición de los medios necesarios para la subsistencia futura de la generalidad; de ninguna manera la subsistencia del individuo. No hay que dudarlo, os tengo que repetir; -yo a lo menos no lo dudo-: en esta primera condición no encuentro derechos en el individuo: no tiene más que necesidades; no tiene más que obligaciones.

     Tal es la condición dura y tremenda de este socialismo; y tal será siempre, Señores, la condición de cualquiera socialismo que se establezca y se organice. Si desde el primer momento hubiera llegado la sociedad a asegurar la subsistencia de todos, y a tener para todos trabajo productivo y fecundo, la sociedad hubiera llegado desde su infancia a un resultado, que no han podido alcanzar todavía las más completas y adelantadas civilizaciones.

     Y como esto sea un absurdo y un imposible, Señores, es menester que el trabajo social se haya verificado, sin la esperanza y sin la posibilidad de que la producción y la subsistencia, hubieran de alcanzar a todos los individuos: es menester, Señores -por dura y atroz que os parezca esta consecuencia-, que el trabajo social se haya verificado sin la seguridad de la recompensa.

     �La seguridad! �Sabéis lo que es ese resultado? Pues nada menos hubiera sido, Señores, que haber empezado por anular las primeras condiciones de ese mismo trabajo individual que aquel necesitaba para su fin. Semejante seguridad no la pudieron alcanzar las sociedades nacientes; pero yo os digo más, Señores: me atrevo a aseguraros que no la alcanzarán jamás las sociedades futuras más adelantadas. -�Y por qué? me diréis, o aterrados, o incrédulos. Ya sé dolorosamente que no vengo a profesar verdades halagüeñas, ni a anunciar esperanzas consoladoras. �Por qué? Por un principio eternamente contrario a todos los que han proclamado los socialistas y los economistas, dando al trabajo por móvil y agente la seguridad de la producción, la infalibilidad de la subsistencia. No, Señores, no. Ese principio es falso: ese principio no se funda en la naturaleza del hombre.

     Juzgadme, Señores, como os plazca; yo me atrevo a sustentar el principio opuesto. Yo proclamo que para que haya trabajo individual, no basta la necesidad del día de hoy: es menester la incertidumbre de poder subvenir a la necesidad de mañana. Quitad esa incertidumbre, y la necesidad desaparece: quitad esa incertidumbre, y convertiréis al hombre en un autómata: quitad esa incertidumbre, y abolís todos los cálculos de la previsión: quitad la incertidumbre de tener lo necesario, y destruís de un golpe la producción de lo sobrante, la formación del capital. Dad al hombre la seguridad de que ha de trabajar siempre lo suficiente; y nunca producirá lo necesario. Quitad la incertidumbre, aunque le dejéis la necesidad, y le veréis cómo no adelanta ni progresa más que el bruto: el bruto no prevé, ni teme. Quitad esa incertidumbre, y veréis para qué sirve la libertad: cabalmente el trabajo del esclavo no la tenía. Quitad, Señores, quitad al hombre el miedo, la posibilidad de morirse de hambre mañana aunque trabaje, y empezará por no trabajar hoy. Quitadle el temor de no tener mañana en qué emplear sus fuerzas, y no las empleará nunca.

     Sí: meditad, profundizad, discutid, analizad este paradójico principio; y cuando le hayáis examinado detenidamente en la organización del corazón humano, y en el origen y desarrollo de sus facultades y de su actividad, volved la vista al ideal de perfección, que os presentan algunos deslumbradores sistemas, que aspiran a la perfección social, anulando o desconociendo las leyes de la naturaleza.

     El principio que yo consigno, no le busquéis en la economía política, no; ni en eso, que se llama la historia o la teoría del fenómeno de la producción. Pero examinad la condición moral del hombre, y en ella -y no en sus brazos ni en sus fuerzas- encontraréis la primera condición de su actividad y de su empleo. Veréis, Señores, que es la misma condición de su vida y de su existencia, la incertidumbre de sus días. Dad al hombre la seguridad absoluta de que no ha de morir antes de ochenta años, y sería un monstruo de vicios, de pasiones y de excesos. Dad al hombre la seguridad absoluta de que nunca podrá ser víctima de la miseria, y habréis creado en el orden económico y social una criatura no menos monstruosa y depravada, creyendo hacer una obra perfecta.

     No queráis -que no es posible- enmendar nunca las obras de Dios. Él ha permitido que la vida del hombre no vicioso, ni desarreglado, ni endeble, sino robusto, morigerado y continente, pueda apagarse de súbito al soplo de su aliento. Él ha permitido que el hombre honrado, laborioso, inteligente, pueda encontrarse en la indigencia y en la miseria, hasta apurar sus últimas consecuencias. �Son éstas, imperfecciones de la creación divina? �Qué podemos nosotros decir, sino que son leyes de su Soberana Providencia? Probemos a destruirlas nada más que con el pensamiento; y veréis destruida con ellas, de una parte la armonía del mundo; de la otra, la vida de la humanidad y el progreso de la civilización.

     Continuaremos en las conferencias siguientes el estudio de estas condiciones.

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