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ArribaAbajoCapítulo III

Administración y gobierno


Importancia del poder. -Centralización. -Intereses materiales. -Algunas cuestiones de gobierno. -Del régimen militar.

I.

Cuando hemos pedido para el individuo garantías de libertad, no hemos rechazado para el poder medios de fuerza. Cuando queremos que el ciudadano obre, estamos lejos de pretender que el Gobierno abdique. Sobre los intereses personales están los intereses públicos, y es necesario que el Estado tenga administración. Entre los derechos y las obligaciones de los ciudadanos hay colisiones que hacen necesaria la intervención pública de la justicia. La Nación mantiene relaciones con las demás potencias, y ha menester diplomacia. La sociedad puede ser hostilizada por la fuerza, y ha menester que la defienda la fuerza pública.

Harto comprendemos toda la extensión y toda la importancia de estas necesidades públicas, para que las dejáramos a merced del interés privado. Cuando hemos enaltecido la libertad al rango de principio social, no habíamos de hacer descender de su elevada esfera el principio de autoridad, fuerza vital y sagrada, sin la cual la sociedad no se comprende. Lejos de pretender debilitar la acción del poder, todos nuestros principios tienden a fortificarle. Cuando pedimos para él las más ventajosas condiciones de legalidad, de fuerza moral, de respeto ante la opinión, no es para dejarle después inerte y pasivo al frente de la Nación, cruzado de brazos ante los intereses y las pretensiones de los partidos, viviendo en una esfera de ociosidad egoísta, como en su Olimpo los dioses de Epicuro.

Estos dos principios, el poder y la libertad, no son dos cualidades que se excluyen, dos fuerzas que se alimentan la una a expensas de la otra. Dista mucho de nuestra política considerarlos enemigos ni rivales: los que pudieran creernos partidarios todavía de tan rancia preocupación, no han comprendido nuestras tendencias. El poder y la libertad son dos principios correlativos y coexistentes, que se desarrollan a la par en el progreso del cuerpo social, como se desenvuelven dos fuerzas vitales en el curso de la existencia del individuo. Crecen en el seno de las naciones, como progresa en el hombre la inteligencia a la par de la fuerza; como se fortifica la razón en la edad de las pasiones.

Ni en nuestra filosofía, ni en la de la Historia, presentan los pueblos esclavos el ejemplo de los Gobiernos más fuertes: las sociedades activas y libres necesitan y producen siempre poderes robustos. La flaqueza de la autoridad central en los pueblos poco civilizados, nunca nos ha parecido libertad: es un síntoma más de barbarie. En las naciones que consuman hechos extraordinarios, y realizan notables progresos, por absorbente y concentrada que la acción del poder aparezca, siempre se descubre al examen de un observador profundo un gran fondo de espontaneidad e independencia en el seno de la sociedad.

En los Estados europeos de la Edad Media ni había independencia, ni gobierno: no había justicia, ni fuerza. La sociedad estaba en su infancia, como el Estado en embrión; y había donde quiera debilidad en el Gobierno, miseria lastimosa en el individuo. Las mismas Monarquías absolutas, que anunciaron un gran progreso en la civilización, y fueron necesarias para destruir la tiranía feudal, presentan la más deplorable flaqueza de esos que nos parecen ahora poderes omnímodos y colosales.

Ahora se dice, -en teoría- de algunos Monarcas, que reinan y no gobiernan: de hecho aquellos Reyes ni gobernaban, ni administraban. Ni tenían hacienda, ni centralización, ni apenas justicia. La Reina Católica tuvo que vender sus joyas para la conquista de Granada, y para equipar las pobres carabelas en que Colón fue a descubrir el Nuevo-Mundo. El gran Carlos I agotaba su habilidad y su genio en mendigar recursos para sus expediciones, y no pudo, por falta de medios, conquistar a Argel. La gran Monarquía de Felipe II nunca logró tener pagado en los Países-Bajos un ejército dos veces menor que el que sostuvimos nosotros siete años en las provincias Vascongadas.

Pero los Reyes se han engrandecido con los pueblos; el incremento de actividad que ha comunicado a las sociedades el ejercicio de la libertad, ha dilatado prodigiosamente la esfera de acción de los Gobiernos: la multitud y la complicación de los nuevos intereses han creado nuevas facultades, y rodeado de más poderosos medios a la autoridad encargada de dirigirlos. El poder de la Reina Victoria y el de Luis Felipe hubieran parecido a Luis XI y a Enrique VIII tan gigantescos y majestuosos como se han presentado a los ojos de Ibrahim-Bajá.

La regeneración política de la Francia es la que hizo necesaria la vigorosa administración de que la dotó el Imperio, y que robusteció después el Monarca de Julio. El desarrollo de la prodigiosa civilización inglesa ha dado al Gobierno británico esos medios colosales, esa influencia universal que sublima a los descendientes de Guillermo de Orange a una altura de dignidad, que hubiera parecido fabulosa a Enrique Tudor y a Carlos Estuardo.

En nuestra creencia de la superioridad de la sociedad actual sobre las sociedades antiguas, entra por más de la mitad la fuerza mayor de los Gobiernos de nuestros días, comparados con la organización del poder público en las épocas anteriores. El respeto que consagramos a la institución del sistema representativo, nosotros, que sólo consideramos la dignidad humana noblemente representada en Estados fuertes, y en Gobiernos poderosos, nace de la convicción que abrigamos de que el poder adquiere en esta organización política un alcance de acción, una plenitud de fuerza y un esplendor de majestad, de que nos parece imposible que pueda revestirle por ningún otro medio, la civilización de nuestros días.

En épocas, que todavía nosotros hemos conocido y alcanzado, el Gobierno no se curaba de los intereses más vitales de la sociedad. Apenas sí en los últimos reinados se intentaron leves ensayos de una organización administrativa. Jamás la acción central, floja, entorpecida, contrariada en su mismo origen, alcanzó a poner orden y concierto en los intereses comunes. Subordinada la suprema dirección gubernativa a las premiosas necesidades de una mala administración fiscal, o a las preocupaciones e intereses del privilegio y de la rutina, los intereses más preciosos de los pueblos, sin centro ni representación en el poder, permanecieron míseramente abandonados y divididos, a merced de las pasiones locales y de corporaciones extrañas al Gobierno.

En aquel régimen no se atendía a las cosas: y a las personas se atendía con un solo objeto, con una sola mira. No había más Gobierno que la vigilancia política. El poder era no más que represión: su pensamiento, precaverse. Su existencia se gastaba en el triste trabajo del valetudinario, en el afán de cuidarse. Los grandes intereses morales estaban confiados a instituciones y a clases independientes del poder. La beneficencia, la caridad, la sanidad pública, la enseñanza, en gran parte, estaban, y por fortuna, encomendadas a la religión, cuando no a los intereses individuales, a la administración municipal o a establecimientos corporativos. La industria y el comercio sólo conocían la existencia del poder por el férreo yugo fiscal que pesaba sobre el interés privado. Hasta la administración de justicia era un poder tan combatido por intereses de cuerpo y por privilegios de fuero, que sólo podía llegar, como un arroyo exhausto y desangrado, a la mitad de su carrera.

En la ponderada quietud de aquel régimen, el Gobierno no tenía dignidad ni consideración, por más que la debilidad le mirase con miedo, por más que la adulación supersticiosa se prosternase humilde ante aquellos ídolos inmóviles. Aquella paz era la indolencia y el abandono: luego fue la postración y la atonía. Después que en su exclusiva tarea de conservación agotó todas las fuerzas, todavía este trabajo fue superior a sus medios; y a la languidez del marasmo sucedió la calentura de la consunción. Los hombres de aquella política ignoraban que sin acción no hay autoridad, y que las fuerzas vitales que no se emplean, no se alimentan, sino que se tinguen.

Si fuera cierta la fórmula inversa de los partidarios de aquel triste régimen, «que la sociedad existe por el poder,» la sociedad hubiera sucumbido en la lenta agonía de aquel Gobierno raquítico; pero la sociedad, que estaba destinada a rejuvenecerse por la revolución, había también de encontrar, en la nueva vida de su regeneración política, la forma y la índole de un Gobierno y de una administración acomodadas a sus nuevas necesidades y a sus nuevas fuerzas. Así se desprende de la boca del niño la débil y quebradiza dentadura de la edad primera, para nacer, -no sin dolores y sin enfermedad a veces,- los nuevos instrumentos de nutrición que la adolescencia y la juventud necesitan.

Hoy, empero, que todo género de intereses están encomendados a la dirección de la potestad suprema; hoy que no hay institución alguna independiente del Parlamento y de la Corona; hoy que todos los medios morales y religiosos están en manos del poder público; hoy que no basta la política negativa de represión para librar de la infamia o de la muerte a un Gobierno que se excede o que se abandona; hoy que ha desaparecido la unidad ficticia de la provincia; que la unidad real del pueblo no es independiente, y que la administración municipal está bajo la inmediata autoridad de los delegados del poder; hoy que el interés privado, libre de trabas, suscita por todas partes empresas y trabajos, a los cuales la acción del poder no puede dejar de concurrir por varios modos de protección y fomento; hoy que los Ministros tienen en la tribuna parlamentaria un noble palenque donde defender una administración popular y acertada, contra los manejos y embarazos de intrigas tenebrosas; hoy que la opinión pública acude siempre a amparar y fortalecer a los Gobiernos contra las asechanzas de una diplomacia que ha perdido sus misterios; hoy que han desaparecido todas aquellas individualidades poderosas que podían torcer su curso al recto camino de la justicia; hoy que no existen otras clases influyentes y elevadas que aquellas mismas que son responsables ante la opinión, de comunicar su acción y su legítima influencia al Gobierno; hoy que el país está delante del poder, como un ejército inteligente maniobrando al impulso del pensamiento y de la voz de jefes respetados; en verdad que el poder tiene dignidad, y tiene grandeza, y tiene gloria, por más que se quejen de que está menguado, los que no alcanzan a ver su extensión; por más que deploren la disminución de medios de autoridad, los que no se atreven a reconocer dentro de sí mismos la falta de vigor y de inteligencia.

Lamenten enbuenhora las trabas de las instituciones actuales, y echen de menos los tiempos bienhadados en que la palabra Ministro era sinónima de privado, aquellos hombres que pudieran figurar al frente de los negocios públicos, si hoy bastara la amistad familiar del Palacio para dar la investidura del poder. Quédese para ambiciones mezquinas envidiar, como posición encumbrada, la representación burocrática de aquellos Ministros oscuros y olvidados, que hacían temblar a los pretendientes en las antesalas, y a quienes los Reyes en su cámara solían convertir en bufones y juglares.

Si nosotros fuéramos ambiciosos, entre el trono de un Príncipe despótico, o la silla de un gran Ministro constitucional, no vacilaríamos un momento. Luis XV o Carlos IV, Pablo de Rusia o Francisco de Austria, serán para la posteridad unos nombres con unos números. Pitt y Canning, Casimiro Perrier y sir Roberto Peel serán por el contrario grandiosos personajes históricos.

Y es que la grandeza del poder no está en la falta de leyes: en esa creencia, no sería grande Dios, que nunca las traspasa. La grandeza está en la sublimidad de inteligencia y de carácter que se necesita para hacerse órgano y centro de esas leyes, y dirigirlas, convertidas en fuerzas, a la consecución de grandes resultados. Ni los agentes del mundo moral o del mundo físico pierden su supremacía y espontaneidad, porque sea preciso darles reglas y traza, y límites a su acción: sin reglas y sin límites no hay vida, ni organización, ni armonía en nada de cuanto ha sido creado con existencia propia y con particular destino.

Cuanto mayor es la fuerza y más nobles las funciones, más circunscrito e inviolable es el círculo de las leyes que la encadenan. Si es lícito usar esta comparación, podríamos decir, en cierta manera, que el orden es la divinidad: la ley es la Providencia. La arbitrariedad es el acaso: el capricho es la impotencia.

El dócil y manso animal que cabalgaban nuestros abuelos en sus jornadas de siete leguas, y transportaba en lentas caravanas su reducido tráfico, bien podía ir suelto a través de los campos, sin más vereda que la que trillaban sus plantas. Pero para que el vapor realizara la mayor maravilla de la civilización, convirtiendo en una sola provincia la Europa, anulando las distancias entre los pueblos, y arrastrando por la tierra, -con más rapidez que por los mares,- convoyes sin número de cargamentos mayores que escuadras, y muchedumbres de personas tan grandes como pueblos, ha sido menester encajonar el motor prodigioso en tubos de bronce, y ajustar inexorablemente su dirección y su impulso por carriles de hierro.

II.

En la aplicación del poder dijimos antes de ahora que nos diferenciábamos esencialmente de otros partidos, en que le queríamos indivisible y concentrado. En política la centralización es para los Gobiernos y las Naciones una condición de perfección y de progreso; como la existencia de un foco central de inteligencia es lo que determina la superior jerarquía en la escala de los seres orgánicos. De la centralización hemos sido partidarios toda nuestra vida: en favor de su realización hemos empleado todas nuestras fuerzas: hemos contado su conquista entre los beneficios del sistema representativo; y hemos echado en cara al partido progresista la pretensión contraria, como una de aquellas preocupaciones que le constituían en inferioridad, como uno de aquellos errores en que debía rectificar sus doctrinas.

Pero cuando hemos proclamado la centralización como un adelanto para el país, y como una ley de necesidad para el Gobierno, estábamos harto distantes de dar a la centralización esa significación absurda y esas proporciones mezquinas, que pueden causar a la administración y al Gobierno perjuicios tan grandes como las pretensiones contrarias. Estamos, sobre todo, muy distantes de aprobar que se copie exageradamente en todos los ramos de la administración pública la organización francesa, cuyos buenos resultados jamás se obtendrán donde no existen los hábitos y la índole de aquel país, y donde falta más principalmente aquella unidad material, que le presta la misma disposición geográfica de su suelo.

Al recorrer la Francia, se ve con los ojos que aquel país es una vasta provincia; una correría del Pirineo al Estrecho de Gibraltar es un viaje por veinte naciones.

Aquellos que han obtenido entre nosotros la reputación de grandes administradores, por traducir al español las ideas y las instituciones francesas, debieron tomar ejemplo siquiera de otros traductores más hábiles y más modestos, que al arreglar vaudevilles para la escena, empiezan por acomodarlos a nuestro teatro. Lejos de nosotros el retrógrado pensamiento de perpetuar los antagonismos interiores de los que aún se llaman estos reinos, cuando esta incoherencia clama por un correctivo en el Gobierno y en la legislación. Conjunto tan heterogéneo, cuya asimilación no acertó a conseguir la ponderada fuerza del Gobierno absoluto en sus mejores días, menester es que reciba al fin, de la unidad moral que se forma con el Gobierno parlamentario, aquella liga y cohesión, sin la cual no existirá jamás en la Península española una poderosa nacionalidad política.

Que los pueblos del Pirineo acá hagan causa común durante la guerra, no basta para ser una Nación fuerte: la situación actual de la Europa exige que tengan en la paz una administración única, para ser una Nación grande. Pero esta unidad robusta y poderosa está muy lejos de ser esa centralización meramente burocrática, en que han cifrado su perfección espíritus superficiales y concepciones mezquinas.

La ubicuidad del poder y la uniformidad del Gobierno no consisten en que se discuta en Consejo de Ministros la construcción de un camino vecinal, o en que vengan a acumularse monstruosamente en una secretaría ministerial treinta mil expedientes de gastos municipales. La unidad que resulta de la aplicación de un mismo sistema, del predominio de un mismo pensamiento, del concurso a un mismo objeto y a un mismo resultado, del reconocimiento de un solo supremo poder, del respeto a una sola justicia y de la obediencia indisputada a una misma autoridad, debe considerarse de una manera más elevada, menos material, más directiva, más moral, por decirlo así.

La uniformidad de movimiento que debe imprimir a la administración pública un Gobierno parlamentario, no ha menester esa centralización de detalles, esa omnipotencia de pequeñeces. Con esa centralización aparente y vana es compatible que órdenes expedidas por el departamento de Hacienda se contradigan con las disposiciones de la autoridad gubernativa; que clases enteras eludan el alcance del fuero común de la justicia; que operaciones o trabajos, emprendidos por la administración, se vean embarazados por la administración misma; que un delegado del poder deprima, degrade y envilezca la autoridad de otro funcionario del poder mismo; y que los súbditos de un mismo Gobierno tengan que preguntar cada día a cuál de las autoridades constituidas deben prestar obediencia. Con esa centralización, que no se remonta a su verdadero principio, se crean todas las trabas de la fiscalización, sin el concierto y sin la armonía del Gobierno.

Los perjuicios de ese sistema no serán solamente para los intereses locales, a cada paso embarazados, y siempre mal comprendidos: los peligros de esa absorción impotente y opresora no serán solamente fatales al desarrollo de la actividad individual: más tristes serán todavía para la administración misma, siempre odiosa y a cada paso paralizada. El poder central hallará en esa acumulación apoplética de facultades, entorpecimientos de que no podrán sacarle sus fuerzas enervadas: los pueblos y los ciudadanos encontrarán en esa pretendida igualdad una injusticia irritante; y como acontece en los cuerpos vivos, a la congestión sucederá la parálisis; la postración y la atonía a la excitación exagerada.

Queremos la mayor centralización en las relaciones del poder con las personas, en lo que más especialmente llamamos Gobierno. No pueda pesar sobre el ciudadano, inflexible e irresponsablemente, autoridad alguna cuya corrección no pueda hacer inmediatamente el poder, cuya responsabilidad no se identifique desde el momento con la responsabilidad del Gobierno mismo. En la aplicación de las leyes que modifican y regulan el ejercicio de las libertades personales y de los derechos políticos, queremos aquella uniformidad rigurosa que excluye toda interpretación, todo poder discrecional, toda tendencia, todo pretexto, toda sospecha de arbitrariedad.

Con el caciquismo, -siquiera sea democrático,- de aquellas instituciones que preconizó como liberales el partido progresista, no es compatible el principio de la igualdad, tan encarecido en sus dogmas, tan respetado en los nuestros. Con la anarquía sin nombre que hoy resulta del predominio del poder militar, y de la arbitrariedad discrecional de la autoridad civil, la libertad constitucional es una excepción privilegiada, y la unidad política es todavía, como en las legislaciones anteriores, no más que una esperanza. Bajo el régimen de 1841 el ciudadano que pasaba de un pueblo gobernado por un alcalde moderado, a donde dominara un comandante de milicia turbulento, hacía la misma transición, que quien en los siglos medios, se trasladara de un pueblo güelfo a una fortaleza gibelina. En el año de 1845, caminando cincuenta leguas dentro de España, se pasa de una provincia donde hay la tolerancia liberal de Prusia, a un bajalato militar donde se apalea como en Beyrouth o Alejandría.

Pero en la gestión de los intereses materiales, así en los que constituyen la administración interior, como en la aplicación de las grandes medidas de conveniencia pública, es conciliable la unidad del Gobierno con la influencia necesaria de las circunstancias locales; es racional y es conveniente que la dirección central deje desarrollar su espontaneidad y vida propia a los intereses del individuo y de la sociedad vecinal; es altamente útil y beneficioso a la robustez misma de la fuerza pública, que crezcan de suyo, y se alimenten de sus propias fuerzas las diversas asociaciones de interés, de trabajo y de progreso, que surgen y se organizan al impulso vivificante de la libertad y de la seguridad sobre el suelo de los países libres.

Bástale al Gobierno la acción necesaria para hacer cumplir las leyes: bástale el poder de hacer respetables los mutuos derechos: bástale el ilustrar a los ignorantes sobre sus verdaderos intereses por medio de una educación entendida y popular: bástale la obligación de asegurar a todos el goce tranquilo de sus afanes y sudores: bástale el deber sagrado de proteger y amparar a los débiles contra la iniquidad y usurpación de los poderosos. Por lo demás, la uniformidad absoluta de la administración interior, en un país donde tan distintas son las circunstancias locales, es una quimera: la intervención inmediata del poder sobre todos los intereses en una Nación en que la mancomunidad de derechos es la condición social de la mitad del pueblo; la uniformidad reglamentaria en un país en que el derecho de propiedad exclusiva está todavía en la infancia, es un monstruoso imposible.

La pretensión de reglamentar la industria y la agricultura, sobre ser desastrosa para un pueblo que se regenera, o es un pensamiento reaccionariamente retrógrado, o radicalmente revolucionario. Los socialistas modernos tienen de común con los reglamentistas antiguos la pretensión de disciplinar la industria, y de codificar el trabajo. Pero el tiempo de las viejas trabas, de las estacionarias rutinas ha pasado; y la solución satisfactoria de los nuevos problemas económicos no se ha presentado todavía.

Las doctrinas de un liberalismo moderado, que no desespera del porvenir, ni se jacta de saber hasta dónde irá en el progreso de sus consecuencias el espíritu de asociación, no tienen en esta época otro principio que el de la libertad y de la concurrencia. En las exageraciones de esa intervención del Gobierno, que se convierte en participación activa, está la paralización de todo impulso, la represión de todo adelanto. En el fondo de esa omnipresencia administrativa que se quiere hacer condición necesaria del poder, está nada menos que el comunismo, cuando llegue para la revolución radical el día de sacar las últimas consecuencias de los principios reaccionarios.

III.

El abandono en que los Gobiernos antiguos tuvieron la administración, y la tendencia de la civilización actual, especialmente en la vecina Francia, han producido, en reacción contraria, la creencia que algunos abrigan, de que el Gobierno sólo puede ocuparse de intereses materiales. Nosotros tenemos ideas demasiado elevadas del poder, para no protestar contra este sórdido y falso principio.

El poder es una ley social, y en la sociedad no puede dejar de existir todo lo que hay en el individuo. En el más positivo y carnal de los hombres queda todavía un vacío inmenso, después de satisfechas sus materiales necesidades. Un pedazo de pan grosero le basta pan su alimento: una tela burda puede vestirle: una choza de paja abrigarle. Las mismas necesidades que distinguen al hombre civilizado del salvaje, derivan del cultivo de la imaginación, del desarrollo de la inteligencia, de la perfección del gusto, del sentimiento de la belleza. Y quedan todavía fuera de ese círculo exterior y sensual la vida del corazón, las relaciones de afecto, la actividad incansable de la inteligencia, la curiosidad sin límites del espíritu, el sentimiento de las artes, la adoración del Ser Supremo, el reconocimiento de su dignidad propia, y la incesante agitación e impulso de las pasiones morales.

NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE, dijo el que todo lo sabía, condenando con una sola frase, enérgica y concisa, la vanidad de aquella moral, de aquella política y de aquella filosofía que se contentan con dar a la humanidad pan como a los perros. La inteligencia y la voluntad de los pueblos tienen otras cien mil bocas que demandan a la sociedad su sustento; y nosotros ignoramos en nombre de quién, la doctrina que combatimos pretende vedar a los Gobiernos la intervención en esos otros tan varios y tan numerosos intereses de los pueblos.

En política, profesamos al materialismo el mismo horror y el mismo desprecio que en la metafísica. La ley espiritual del individuo se reproduce no menos pronunciada en la organización y en la naturaleza de la sociedad: el materialismo no ve sino a medias los fenómenos de la creación, y de esos edificios vivientes que se llaman hombres, o que se llaman naciones, no conoce más que la perspectiva; no sabe más que lo que sabría de arquitectura el que sólo conociera los templos y palacios de las decoraciones teatrales; lo que sabría de fisiología el que estudiara sólo esqueletos, y disecara estatuas de mármol, y cuando más, de cera.

La idea del poder, y la legitimidad del Gobierno, es en sí misma una concepción puramente espiritual: el principio de la sumisión y de la obediencia, un sentimiento moral. La fuerza sola ni lo explica ni lo comprende. Sobre la explicación de la fuerza está el pensamiento que la domina, la voluntad que la subyuga; y en esa voluntad y en ese pensamiento nace el poder, como nace en el sol la luz, como está la razón del hombre en su inteligencia, y no en sus músculos.

Por eso los pueblos no comprenden ningún poder sin una grande idea moral. Por eso las revoluciones no las hacen los hombres, sino las doctrinas. Por eso las religiones más absurdas han durado más que los poderosos imperios. Por eso los individuos que cambian la suerte de las Naciones, representan un pensamiento y una necesidad moral. Por eso César y Mahoma, Cromwell y Bonaparte, fundaron imperios: por eso Lutero, Rousseau y Mirabeau hicieron revoluciones. Por eso las revoluciones crearon poderes: por eso fundaron legitimidades las dictaduras; por eso en fin, el materialismo político es todavía más ignorante, más insuficiente que el materialismo filosófico.

Cuanto más desaparece el individuo, más predomina la ley de las fuerzas inmateriales. Si un hombre difícilmente vence a otro hombre si no tiene más fuerza, un ejército puede derrotar a otro doble en número, si tiene mejor disciplina y más entusiasmo; y diez mil fanáticos o desesperados se abrirán paso a través de cien mil combatientes desmoralizados. Un sentimiento es la fuerza de las asociaciones; un principio, el sentimiento de los pueblos; y un principio y un sentimiento lo que ha constituido la superioridad y la grandeza de los Imperios.

Un principio fue el que hizo a una ciudad del Lacio legisladora del mundo; un sentimiento, lo que hizo a la Grecia resistir primero, y conquistar después a la Persia: por un principio pudo una tribu de Palestina someter el orbe a una palabra del cielo: un principio dio a los árabes el Asia y el África: un principio hizo a Venecia extender su formidable poderío desde el cieno de sus lagunas: por un principio y por un sentimiento, de una cueva en los Pirineos salió a dominar en dos mundos el Imperio Español; la Francia de 1793 cubrió de ejércitos la Europa; y fue dado en nuestros días al poder de una pequeña isla del Océano, sentarse en el trono de los Mogoles, enseñar la Biblia a los Bramas, conquistar los reinos de Poro y de Darío, y derribar la muralla de los veinte mil años.

Siempre es el poder de una idea, siempre es una fuerza inmaterial la que consuma tan grandes resultados. No es la pólvora ni el vapor, no. La artillería, el carbón de piedra, el algodón no pueden tanto. Colón y Cortés harto pobres medios tuvieron para realizar maravillas; y ridículo y absurdo parecería quien pretendiera explicarnos la construcción del Escorial o de San Pedro, por la perfección de las piquetas o de las garruchas; quien de los adelantos de la química en el arte de hacer colores, quisiera reclamar para este siglo superioridad y excelencia en aquel arte divino que inmortalizaron con su genio y su fe Durero y Rafael, Velázquez y Murillo.

Rechazamos, como esas absurdas explicaciones, la apoteosis del interés material, y despreciamos como incompleta y falsa la mísera política que sólo se ocupa de hilanderías de algodón y de títulos de la Deuda. Esas mismas cuestiones de interés, sólo se conocen a medias, sino se desconocen de todo punto, cuando no resuelven un problema moral, o cuando no preside a su examen un pensamiento político. Una ley de aranceles es harto fácil cuestión bajo el aspecto económico, sino se rozara con transcendentales consideraciones diplomáticas: un reglamento sobre fábricas es mucho a nuestros ojos, si debe influir sobre la organización del trabajo, sobre la condición moral de los obreros; y la legislación de azúcares es grave y ministerial en la nación más práctica del mundo, porque intervienen en ella un sentimiento filantrópico y una preocupación religiosa.

El predominio del interés material no es solamente anti-progresivo; es retrógrado, porque es disolvente. Enerva, gasta, descompone los pueblos. Sin los resortes morales, las naciones son plantas en que falta la savia interior, por más que en torno de ellas haya calor y humedad. El interés aísla los individuos, y cuando no hay más que individualidades, la sociedad más compacta es como una piedra oxidada, que se hace polvo, y cualquiera viento se lo lleva. La civilización misma no es fuerte contra la barbarie, cuando aquel principio egoísta prevalece. Roma civilizada y rica cedió el poder a una raza de bárbaros sin artes y sin oro, porque los discípulos de Epicuro habían derribado las puertas por donde entraron las hordas de Alarico.

Si los Gobiernos favorecen esta tendencia, los pueblos pueden llegar, bajo las apariencias más brillantes de cultura, a una degradación de consecuencias incalculables; y si no acampan hoy a las orillas del Danubio y del Volga enjambres de bárbaros que amenacen la seguridad de los pueblos enervados, se mueven y se agitan dentro de las mismas naciones europeas, en los mismos barrios y arrabales de las espléndidas metrópolis modernas, mazas inmensas, más míseras, más necesitadas, más feroces que los godos, sajones y francos del siglo V, acechando con avidez la hora de agonía de los Gobiernos corrompidos.

Por eso el poder llamado a la conservación de la sociedad, necesita algo más que ese positivismo menguado y disolvente de que estamos viendo cerca de nosotros algún ejemplo deplorable: necesita la inteligencia profunda de las necesidades morales y de los grandes sentimientos de un pueblo: necesita algo más que el apoyo y la cooperación de esos intereses estrechos y mezquinos, en los días de la paz arrogantes y presuntuosos; débiles y tímidos en la hora del peligro, y cuya preponderancia es uno de los riesgos que más particularmente amenazan a los Estados constitucionales.

Si el Gobierno, que solamente de intereses materiales se ocupe, no comprende sociedad alguna, mucho menos comprende la sociedad española. Acaso España ha pecado por la exageración de los principios: acaso llevó más allá de donde la razón lo permite, el desprecio de los intereses: acaso ni la tendencia de nuestros días es apenas suficiente a colocar en su verdadero nivel el carácter nacional. Pero si fuera posible que el impulso dado por la revolución hubiera despertado demasiadamente entre nosotros sentimientos comunes a las tendencias de otros países, al Gobierno es a quien cumple no dejarse influir exclusivamente por inspiraciones materiales y egoístas.

Al Gobierno incumbe imprimir a los negocios públicos el sello de aquel gran carácter nacional, que no se ha perdido todavía, y que se revela a veces en grandes hechos individuales, a veces en sus mismos extravíos, a veces en esas pretendidas anomalías que frustran los cálculos de los pensadores vulgares. Ese carácter y esa originalidad, esos sentimientos que algunos creen atraso intelectual o desdén de la civilización, al Gobierno corresponde aprovecharlos en lo que tienen de noble, rectificarlos en lo que tengan de bárbaro, no contrariarlos en lo que tienen de elevado. La moralidad social es suya: el progreso intelectual a él está encomendado. No le basta la moralización de los funcionarios administrativos: los sentimientos, las tendencias, la dirección de los espíritus en las demás clases son su objeto también; y si es una verdad reconocida que la revolución ha causado pérdidas, que es justo reparar, no es menos estrecha la obligación de llenar el vacío que dejó la falta de aquellas instituciones que en el antiguo régimen presidían a la enseñanza, a la moralización pública, al socorro de las clases desvalidas y a la emulación y gloria de las acomodadas.

El Gobierno de la libertad no ha venido a destruir la herencia del poder antiguo, sino a recogerla y fecundarla. Queremos que diga de su misión las palabras evangélicas non veni tollere, sed adimplere, que son el emblema de todo progreso. El Gobierno pudo ser llamado en otros tiempos un sacerdocio. No afectamos nosotros elevarle a tanta categoría. Lo que no podemos consentir es que no sea más que una gerencia. Lo que tenemos derecho a pedir es que sea una Magistratura.

IV.

Sobre un sistema general de gobernación, ningún partido ha proclamado principios absolutos: acaso ninguno puede presumir de profesar doctrinas irrevocables. Tampoco nosotros las tenemos. Sabemos lo que se debe al tiempo en la inmensa tarea de proveer a las necesidades del país en todos sus pormenores. Pero al indicar la conveniencia de no ceñir esta obligación a límites demasiado estrechos, harto hemos condenado las preocupaciones que la árida filosofía de nuestros vecinos ha querido realizar en gobernación y en política, como las realizó en malhora, en las ciencias morales y en el estudio de la naturaleza. Las consecuencias de nuestro principio, aplicado en toda la extensión de la administración pública, nos conducirían a una tarea inmensa, extraña a nuestro objeto, y superior a nuestros medios. Sólo al presentarse a nuestros ojos, como en rápido panorama, aquellos objetos más conocidos y vulgares de que se han ocupado nuestros Gobiernos, hemos podido dirigirles al paso algunas palabras, no como quien resuelve cuestiones, sino como quien indica ejemplos.

Así, hoy se cree que la beneficencia pública debe estar encomendada a la administración; ¡como si un sentimiento fuera un interés!... Hoy se imagina que los vicios de la humanidad pueden corregirse con establecimientos de represión; y las malas costumbres disminuirse con precauciones de policía. Nosotros nos atrevemos a rechazar, como absurda, la administración en aquello en que sólo admitimos y comprendemos la magistratura: creemos la represión estéril, donde faltan otros estímulos e instituciones de moralidad. Creemos que los Gobiernos no pueden llevar el indiferentismo hasta el punto de hacer la moral pública independiente del principio religioso: creemos que lo que en el tecnicismo de la administración se llama beneficencia es una decepción hipócrita e impotente, sin los esfuerzos, sin la abnegación, sin la santidad de la caridad evangélica.

Cuando el poder religioso resignó el predominio político, se quiso que el poder político se abstuviera de toda influencia religiosa. Nosotros, empero, de que el fin de la religión se extienda más allá de la vida, no hemos podido deducir que el Gobierno de una nación cristiana sea indiferentista o ateo. De que la religión constituye la educación moral de la sociedad, deducimos, sí, la obligación del Gobierno respecto a las instituciones religiosas, y sus títulos al protectorado temporal de la Iglesia. Creemos que la cuestión religiosa para el poder, es algo más que la dotación del clero; y en este sentido la trataremos en otro lugar ampliamente. Ahora nos contentamos con enunciar que hay obligaciones de la política para con la religión, en nombre de las cuales la conciencia pública tiene a veces derecho para exigir del Gobierno que sea tan católicamente cristiano como los Ministros de la potestad eclesiástica.

La tendencia de las doctrinas gubernativas francesas es cerrar las puertas de la instrucción científica a las clases poco acomodadas, y extinguir aquel espíritu de cuerpo escolar que ha parecido a los planistas modernos un resto de barbarie. Sin que pueda caber en nuestro ánimo degradar la ciencia, ni hacerla, como en algunas, -como en algunas sociedades antiguas,- patrimonio de domésticos o esclavos; sin que aspiremos a renovar los tiempos de la abyección literaria y de la mendicidad escolástica, no quisiéramos que se exagerasen demasiadamente las aspiraciones aristocrático-literarias, y que los gobernantes de nuestros días renunciaran enteramente a los antecedentes de nuestro país.

Parécenos que en una nación tan meridional, el saber continuará siendo un poco democrático; que la toga del magistrado y del profesor serán siempre trajes populares; que el bastón, el compás, el alambique y el cuadrante no serán nunca emblemas heráldicos, y que los Lopes y Calderones, los Cervantes y Quevedos, los Brocenses y Nebrijas, los Canos y Cisneros, los Granadas y Leones, los Feijoos, Campomanes y Jovellanos de los tiempos venideros, saldrán de las mismas clases de donde salieron los antiguos. Parécenos que en vez de apagar del todo el viejo espíritu académico, fuera mejor dirigirle, y dejar fermentar en nuestros institutos algo de esa agitación filosófica, de esa vida científica, de esa libertad escolar, que tanto repugna a la rigidez politécnica de nuestros vecinos, y de que tan grande impulso recibe el espíritu humano en países todavía más ilustrados que la única Nación que tomamos por modelo.

El espíritu de la administración actual propende a dejar las artes y oficios mecánicos en el mismo desamparo de instrucción elemental de aquellos tiempos en que a lo menos había reglamentos de aprendizaje, e instituciones gremiales. Nosotros -profesando el principio de la más amplia libertad y concurrencia en el ejercicio de toda industria- nos atreveríamos a reclamar del Gobierno un sistema de educación primaria más amplia, y para las clases laboriosas un plan sencillo de enseñanza popular para el aprendizaje y perfección de los oficios.

El fomento de la actividad comercial y del industrialismo fabril es el objeto preferente de nuestros regeneradores económicos. Para nosotros la cuestión de comercio es administrativamente cuestión de comunicaciones y de libertad. De la importación de industrias exóticas no deseamos ni pedimos el estímulo. En economía, no estimamos por gran riqueza la elaboración de aquellas primeras materias que no creamos, ni de lo que no consumimos; y en moral, no envidiamos la precaria condición de los países exclusivamente fabriles, ni la corrupción de los grandes centros manufactureros. En esos grandes focos del trabajo mecánico, que circunstancias locales crean en determinados países, es donde han nacido y desarrolládose, en proporciones monstruosas las formidables cuestiones del pauperismo y del salario.

Estas cuestiones no existen en España, y no debemos importarlas en cambio de oro alguno. Puede ser que el día en que la prosperidad de nuestra riqueza indígena determine naturalmente entre nosotros un gran desarrollo industrial, la ciencia haya resuelto esos problemas temerosos, y las grandes masas obreras estén a cubierto de las calamidades que hoy bajo mil formas las amenazan. Contentémonos en tanto con nuestras cuestiones, y estudiemos concienzudamente nuestras circunstancias.

Antes que aclimatar con penosos esfuerzos industrias extrañas, antes que buscar salidas mezquinas y costosas a sobrantes imaginarios, probemos a explotar los criaderos de nuestra espontánea producción, y a satisfacer las inmediatas necesidades de nuestros propios consumos. Antes que empujar las clases obreras por el incierto camino de trabajos repugnantes y forzados, empléelas y aprovéchelas el Gobierno en un sistema vasto y bien combinado de obras públicas y de vías de comunicación, que demanda, como primera necesidad material y política, este país tan fraccionado y dividido. Antes de fundar todas las esperanzas comerciales en las contingencias de la exportación ultramarina, acordémonos de que hay en nuestras provincias de Galicia y Cataluña cuatro millones de habitantes que no tienen a quien comprar trigo, mientras que en Extremadura y Castilla un millón de labradores no tienen a quien venderlo3. Antes que recurrir a monstruosas trabas fiscales para encarecer artificialmente los productos extranjeros, busquemos el despacho y ventajosa competencia de los propios, procurando que por su perfección y baratura sostengan la concurrencia con los extraños. Antes que apartar a los hijos de nuestros campos de la ociosidad en que los dejan nuestras faenas rurales, para encerrarlos en ciclópeas mazmorras, adoptemos los medios de introducir la perfección en los procedimientos agrícolas, y de multiplicar los trabajos que exigen sus mil industrias accesorias, para que los frutos de nuestro suelo salgan del atraso e inferioridad a que los reduce una producción semi-bárbara.

Y después, ya podremos lograr que una diplomacia entendida franquee mercados ventajosos y seguros para aquellos productos, en que la naturaleza otorgó liberalmente a nuestro suelo las ventajas de la superioridad y el privilegio del monopolio. Y después, ya adquiriremos de nuevo, en esas vastas regiones americanas, donde dominarán siempre nuestra lengua, nuestros gustos y nuestros hábitos, colonias comerciales cien veces más útiles como hermanas y amigas, que lo fueron un día como esclavas. Y después que los nuevos poderes rompan y allanen los caminos de conducir y de emplear la actividad de un pueblo, que falsamente se ha creído inerte y desaplicado; a situación y a tiempo podremos llegar de que vuelvan a campear iguales, -ya que no a dominar superiores,- la comprensión viva, la imaginación ardiente, la razón profunda y las nobles cualidades morales, patrimonio común de la gran familia española. Hoy sólo nos atrevemos a decir de los pueblos más aventajados de Europa, lo que Mirabeau decía al pueblo francés de 1789: «Los Grandes nos parecen grandes, porque los miramos de rodillas. Para ser sus iguales no tenemos más que levantarnos.»

No: no lo pedimos todo en un día. Sabemos que la obra del Gobierno de los pueblos no se mide por la péndula que señala las horas de su estudio al especulador teórico. Sabemos que en el campo de la gobernación, las cosechas son tardías, y los árboles dan fruto después de siglos.

Por eso los Gobiernos son más que hombres: por eso los poderes son instituciones. Por eso la inteligencia de los Príncipes, la convicción de los legisladores y la sabiduría de los Ministros, se elevan sobre las pasiones efímeras de los individuos. Por eso administrar no es formar expedientes. Por eso gobernar no es publicar decretos de muerte y de exterminio. Por eso dirigir a los pueblos no es hacer genuflexiones en los palacios; y por eso también hay una gloria, que no son placas de brillantes ni bordados de oro.

Y aun también, por lo mismo, cuando un hombre de Estado comprende el destino de su país, y labra la prosperidad de las generaciones venideras, su nombre da nombre a su época, y la posteridad simboliza en la consagración de su memoria el culto a la sabiduría y a las virtudes de los tiempos pasados.

V.

Creyendo tan importante y elevada la misión del Gobierno, no parecía necesario insistir sobre la naturaleza y la índole propia del poder público. En los rudos y calamitosos tiempos en que la defensa material del Estado era la obra exclusiva del Gobierno, compréndese cómo la autoridad suprema estuviese resumida en la fuerza militar. Hoy, que las sociedades se mantienen de los trabajos de la paz; hoy, que en las relaciones internacionales predomina la diplomacia; hoy, que la constitución de los Estados se funda en principios políticos, el predominio de la fuerza militar en la gobernación pública es un contrasentido tan absurdo, que sólo puede explicarse con los deplorables hechos que le han producido.

Un elocuente publicista español de nuestros días ha dicho, desde lo alto de la tribuna nacional, «que el Gobierno militar es la barbarie.» Todavía hubiera podido añadir que la historia nacional no nos ha legado memoria de siglos bastante bárbaros para que el poder fuera la espada. En los tiempos de la lucha y de la reconquista, lo que era militar era la sociedad. No había ejércitos: el ejército era la Nación. Los padres con sus hijos, los señores con sus vasallos, las ciudades con sus vecinos, el Rey con todos sus pueblos, salían a campaña o estaban en campaña siempre. No mudaban de disciplina, ni de legislación, ni de Gobierno. No tenían ordenanza, ni presupuesto, ni leyes excepcionales. La vida, que era la guerra, era sin duda la barbarie; pero el poder era la justicia; y de vuelta a sus hogares, el Rey batallador juzgaba las diferencias de sus súbditos, el conquistador de Sevilla mandaba escribir un Código.

Los fueros, las cartas-pueblas, los ordenamientos generales no respiran espíritu militar: su ejecución no aparece nunca encomendada a las armas. La jerarquía militar era la nobleza; y la nobleza en las Cortes y en los pueblos, era una clase social que figuraba por sus tierras y su nombre; pero que no desnudaba el sable sino en el campo.

Creados en el siglo XV los ejércitos regulares, y constituida la dignidad Real en su mayor plenitud, todavía en España el Gobierno fue puramente civil. Desde el Consejo hasta el Alcalde, la idea del tribunal fue el principio elemental del Gobierno. Los Monarcas que no consintieron Grandes Maestres de las órdenes, no hubieran nombrado Generales en jefe. La milicia no había llegado a ser autoridad. Padilla, Bravo y Maldonado fueron degollados en virtud de sentencia de un doctor y dos licenciados4. El memorable Alcalde Ronquillo no era un General. El Consejo supremo de Carlos I no contenía un solo militar. Sólo en las conquistas lejanas, los Gobiernos y Virreinatos se encomendaron a los jefes de la fuerza armada; pero todavía entonces los conquistadores de Méjico y del Perú temblaron ante el poder de los Alcaldes y Oidores: el desempeño de los empleos de Gobierno por los militares, era severamente residenciado por la justicia civil.

Hernán Cortés tenía que legitimar su autoridad recibiendo el bastón de mando, de manos de un Alcalde de su creación. Y el que quiera saber lo que valía en España la vara de un simple Alcalde contra las pretensiones invasoras del militarismo, que recuerde o vaya a ver El Alcalde de Zalamea de nuestro gran Calderón.

Los Reyes, finalmente, creían siempre menoscabada la majestad de su poder, cuando los que mandaban tropas traspasaban sus atribuciones; y si es verdad que alguna vez llevaron hasta la injusticia el recelo y la suspicacia; si Gonzalo de Córdoba, y Hernán Cortés, y el Duque de Osuna padecieron tratamientos indignos de su gloria, esas mismas persecuciones prueban hasta qué punto consideraban los Monarcas atentatorias a su autoridad las pretensiones desmedidas de la fuerza.

Con la guerra de sucesión, y con la dinastía francesa, hízose más influyente en el Gobierno el estado militar; pero todavía fue necesario que la autoridad civil y la superioridad gubernativa pasasen a los Capitanes Generales, como a Presidentes de las chancillerías y audiencias; en cuyo acuerdo no cesó de residir el gobierno superior de las provincias. Este predominio de la fuerza fue, sin embargo, un síntoma de la decadencia del principio monárquico. Así que apuntaron los primeros gérmenes del espíritu revolucionario, la autoridad Real se preparó instintivamente a la defensa; y todos los que habían sido hasta entonces instrumentos, -si bien imperfectos,- de gobierno, se convirtieron en medios insuficientes de resistencia.

La caída de Carlos IV y sus consecuencias, no fueron una revolución política como en Francia, porque se complicaron con la invasión francesa. La Francia ha tenido siempre en España la mala suerte de excitar reacciones. La guerra de la Independencia dio a los jefes militares el gobierno del país. La revolución de 1820 fue una insurrección militar. La restauración monárquica de Fernando VII fue una dictadura; y en 1823, la España se dividió en verdaderos bajalatos, como los imperios del Oriente, cuya organización basta para explicar la precaria situación de aquel Gobierno, y el deplorable aislamiento de todas las aristocracias sociales, en que se había constituido aquella administración, fundada en la fuerza, y que había de desaparecer con el último suspiro del Rey que la creara.

Con el triunfo del Gobierno constitucional parece que debía haber dejado de ser autoridad la fuerza armada, y perdido su prepotencia un principio tan opuesto y tan antipático a las instituciones representativas. Pero desgraciadamente, todos los Gobiernos establecidos desde el comienzo de la revolución, parece que han heredado la misma debilidad y desamparo que aquejaba al anterior absolutismo.

Las cuestiones de los partidos han sido todas cuestiones de fuerza; y la tarea de los Gobiernos, constantemente de represión y defensa. El partido carlista suscitó una guerra: el partido progresista nombró un dictador: el partido moderado obedeció a un ministro soldado; y bajo las exigencias, las necesidades y los hábitos de estas situaciones sucesivas, ha ido creciendo y desarrollándose ese sistema de arbitrariedad, de excepción y de violencia, tan incompatible con la organización constitucional, como con el establecimiento de una administración inteligente y fecunda.

Lo que no existió en tiempo de la barbarie feudal, se ha levantado a nuestros ojos al lado de las instituciones liberales de la civilización. Lo que infundía pavorosos recelos a los Monarcas del derecho divino, ha obtenido en nuestros días la confianza exclusiva y entusiasta de aquellos mismos Gobiernos que se proclamaron hijos de la soberanía popular. Lo que fue una necesidad lastimosa para administraciones débiles y efímeras, sigue siendo la condición ordinaria de esta situación inexplicable, que con un Trono y un Parlamento en Madrid, cuenta tantos Virreinatos despóticos, cuantos son los distritos en que se conserva dividido lo que todavía se llama gobierno militar de las provincias.

Con esta situación y este sistema no podemos ser considerados ni indulgentes. Con el Gobierno militar las instituciones liberales son una decepción escandalosa, el Trono es un fantasma, el Parlamento una comparsa teatral. Con el régimen militar el principio de autoridad está falseado; la libertad individual, sancionada en vano en una Constitución que ha cedido su lugar a la Ordenanza. Con el régimen militar, la costumbre de la fuerza, quitando su espontaneidad a la sumisión, va borrando más y más cada día el sentimiento moral de la obediencia, y la legitimidad de la justicia. El régimen militar es la más triste de las condiciones sociales, la más anárquica de las situaciones políticas, la más débil de las organizaciones administrativas.

El Gobierno militar es un principio anti-monárquico, anti-liberal, anti-europeo. Es más todavía: es anti-militar. El tiempo dará la razón a esta aparente paradoja. El ejército español deberá su disolución y su muerte a la que se ha creído su enaltecimiento y soberanía.

Porque nosotros queremos ejército. Aún no vemos afianzada la paz del mundo; y en la posibilidad de una guerra europea, no podríamos mirarla con los brazos cruzados. Necesitamos ejército; ejército digno de nuestro poder y de nuestro nombre; bien sostenido, bien administrado, brillante por su marcialidad, temible por su valor, moralizado por la disciplina, imponente por la pericia, la inteligencia y el patriotismo de sus Jefes. Queremos armada; una armada como la necesita una nación peninsular con importantes y remotas colonias; como la exige la protección de nuestra considerable marina mercante. Queremos, necesitamos, sostendremos un ejército digno del nombre europeo de los tercios españoles. No aborrecemos la milicia, no. Nuestro corazón sabe palpitar por la gloria como por la libertad; y en nuestros oídos suena armonioso el toque del clarín, y el relincho del caballo de batalla.

Queremos ejército: pero queremos un ejército militar. Lo que rechazamos es un ejército político. Lo que condenamos es que el país esté administrado militarmente; que el Gobierno sea un Estado mayor; que la ordenanza sea el código; que la justicia sean Consejos de guerra.

Queremos el esplendor de la clase militar; la honra, la prez, la recompensa de sus Jefes. Lo que es incompatible con el régimen constitucional, es que además reúnan atribuciones civiles: lo que es absurdo en una administración entendida, es que los militares sean Jefes políticos: lo que es una monstruosidad en la organización gubernativa de una nación civilizada, es que la autoridad política esté sometida, como en los pueblos bárbaros, a los que tienen el mando de la fuerza.

Nosotros hemos proclamado que un pueblo liberal no debe tener el uso de las armas. A nuestra vez anunciamos que los ciudadanos no pueden ser juzgados como si la vida social fuera la disciplina de un campamento. La barbarie es igual, sea el Gobierno o sea el pueblo quien ponga a la sociedad en estado de guerra. Ni comprendemos en el espíritu de la civilización que una gran plaza de comercio se gobierne como una fortaleza, ni cabe en la inteligencia del verdadero espíritu militar, que los sargentos sean alguaciles; que se hagan comisarios de policía los coroneles.

La supremacía del Gobierno militar es un retroceso, un anacronismo. Su tiempo fue; pero pasó. Pasó: como pasó la dominación de otros principios que gobernaron la sociedad. Pasaron los pontificados teocráticos: pasaron los patriciados nobiliarios: llegó su día a los imperios militares, y su ocaso llegó también. La civilización moderna no ha desechado ninguno de aquellos principios: les quita solamente el absolutismo de su dominación, y los admite en la limitación de su destino. A la Iglesia, que había usurpado el mando político, le conservó el dominio moral, la soberanía de las conciencias, el magisterio de las virtudes, la predicación evangélica. A la aristocracia le quitó los privilegios de raza, pero no la ilustración del nombre; y dilatando la esfera de sus principios, le asimiló nuevos elementos. A la clase militar la priva de la administración y de la justicia, pero le guarda la guerra y la gloria.

Si las revoluciones modernas han conducido a una dictadura militar, este Gobierno ha sido un accidente personal, y desapareció como un meteoro, confundiéndose en la sociedad civil, o abismándose bajo el peso del antagonismo social. Si Bonaparte reasumió en sus manos victoriosas el poder de la Francia revolucionaria, un siglo antes la Inglaterra puritana había convertido en General revolucionario al austero labrador de Saint-Ives.

Ni en Inglaterra ni en Francia el nuevo poder era militar, por más que se concentrara momentáneamente, como la electricidad de una tormenta, sobre la eminencia más encumbrada. Siempre pausa, nunca término de la revolución, la dictadura fue arrastrada al fin en la grande avenida que debía llegar a su destino; Cromwell condujo a Orange; Napoleón a Luis Felipe. La Francia de 1800 se dejó disciplinar por un General; pero en 1792 se había dejado guillotinar por un abogado; y Napoleón sucumbió, como Robespierre, por la exageración de los principios.

Diéronle el poder a Napoleón, más que sus victorias, su admirable talento organizador; y en sus trabajos administrativos fue donde se doraron las hojas de su corona de triunfo, para transformarse en diadema imperial. Pero ni toda su gloria, ni todo su genio, pudieron convertir en un siglo de conquistas, el que estaba destinado a ser época de industria y de diplomacia. No le derribó Waterloo, no. Waterloo no hubiera sido más para la Francia, que Jenna fue para la Prusia; que fue para la España del año 10 uno de sus grandes descalabros, si en 1815 Napoleón hubiera representado la Francia y el siglo como en 1801. Pero Bonaparte había querido fundar un imperio militar, y el espíritu de los siglos es más fuerte y más sabio que el genio de los hombres. Por eso en Waterloo se perdieron las conquistas extranjeras, las fronteras lejanas, las jerarquías de Generales Reyes, los quiméricos sueños de la ambición embriagada. ¡Todo lo militar quedó por el suelo en aquella sangrienta arena!...

Cuando Almanzor vencido sintió llegar su hora postrera, dicen nuestras leyendas que mandó que le sepultaran con el polvo que se desprendiese de su albornoz, recogido en tantos combates. Cúpole también esta suerte al prisionero de Santa Helena. Toda la tierra que ganó en sus conquistas, cabe en su tumba. Lo que queda en pie de las hazañas del gran Capitán, es una columna de bronce en la plaza Vandoma, y un mausoleo más en los Inválidos.

Pero quedan sus códigos inmortales; pero queda la administración civil, poderosa y organizada; pero quedan sus institutos, sus escuelas, sus reglamentos, su Hacienda, su Banco, su comercio, su industria... íbamos a decir que hasta su Iglesia. El siglo que vio disipada su fuerza como el humo de su artillería, al quebrantar contra una roca del Océano la espada del conquistador, adoptó con orgullo, y conserva como su patrimonio, la obra monumental del legislador político.

Si este fue el destino del mayor Capitán de nuestros tiempos... ¿qué tienen que esperar los aprendices de Césares? En los combates de su vida no recogerán bastante polvo para sepultarse. Los dictadores constitucionales de nuestros días son diplomáticos y banqueros, propietarios y catedráticos. Los Reyes se visten de Generales, como de un ropaje antiguo: cuando eran Generales usaban el manto de los cónsules. Uno de los mayores ejércitos de los tiempos modernos, que hoy conocemos, ha obedecido a las órdenes de una compañía de comercio. La pólvora ha cedido el puesto de importancia al carbón de piedra.

Las conquistas de la Rusia son el oro de Altay. La Inglaterra posee más millones en docks y en locomotrices que en arsenales y en artillería. Bajo el pacífico sucesor de Bonaparte, los franceses cubren su país con una red de caminos de hierro; y el nieto de Federico el Grande completa la obra de su progenitor con una unión de Aduanas.

El Gobierno militar, lanzado por la civilización de Europa, ha pasado los mares, y ha buscado un asilo de emigración en las anárquicas repúblicas de América.

Dejémosle allí, donde las ciudades cultas tienen muy cerca de sí bárbaros desiertos adonde relegarle. Dejémosle allí, como el elemento civilizador de Rosas. Dejémosle allí donde Bustamante, Santana y Paredes no han podido constituir un Estado. Dejémosle allí donde los Louverture y Boyer tiñeron de color de sangre el mar de las Antillas. No permitamos que se reproduzcan en nuestro suelo espectáculos de tanta ferocidad, o ejemplos inmorales de tan desleal bastardía.

Los que deseamos un Gobierno fuerte, no elevemos nunca a un súbdito a la altura del poder, para después humillarle y desobedecerle. Los que pedimos libertad y justicia, no permitamos que eche raíces entre nosotros ese sistema, que para gobernar, fusila. Los que queremos y proclamamos el Gobierno parlamentario, no creamos poseerle, ínterin pueda el estruendo de la artillería ahogar la voz de los Diputados o de los Ministros en el Parlamento.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cuestión eclesiástica


Indicación de lo que pensábamos decir. -Reseña de la conducta de la corte romana en el Pontificado anterior. -Resumen de las obligaciones de Roma y del Gobierno español.

I.

Siendo consecuentes a lo que manifestamos en los párrafos anteriores, la situación de la Iglesia y del clero de España respecto a la sociedad, respecto al Gobierno y respecto a las instituciones, no podía dejar de ser examinada por nosotros con toda la gravedad de nuestras creencias, con todo el detenimiento y mesura de nuestros principios. Nosotros, para quienes la ciencia y los fines de la Religión en sus relaciones con la humanidad y con el individuo, están fuera del círculo de las cuestiones filosóficas y de las instituciones políticas; nosotros, para quienes los fundamentos de la doctrina evangélica están a una altura infinita sobre la utilidad y conveniencia individual y sobre la moralidad filosófica; nosotros, con todo eso, no nos ponemos en contradicción con el espíritu de nuestras más vivas creencias, cuando pensamos que la sociedad debe ser tan religiosa como el hombre; cuando creemos que la religiosidad es una condición todavía más necesaria para los pueblos que para las personas.

La Religión, como la naturaleza, puede ponerse en contradicción con los sentimientos, o con los intereses del individuo; con los de la sociedad, jamás. La Religión, como la naturaleza y como la ley, puede ser para el individuo el dolor, la expiación y el sacrificio: para la sociedad es siempre el orden, la armonía, el progreso, la grandeza. De los extravíos de la flaqueza humana, de la presuntuosa audacia del orgullo del hombre, de la pretensión arrogante de no admitir lo que la imaginación no se figure, aunque la inteligencia lo comprenda; lo que los sentidos no tocan, aunque la conciencia lo sienta; pueden nacer fácilmente esos monstruos incompletos de ateísmo teórico, que a lo mejor se contradicen y desmienten, y pagan -a pesar suyo- un tributo de adoración a la causa suprema, reconociendo la existencia de agentes y de principios, que obran solamente en el mundo moral, y en la región de los fenómenos espirituales. Lo que no hemos concebido jamás, es la existencia de un pueblo descreído, la organización de una sociedad atea.

Y pensando con Bossuet que la verdad primera de la Religión conduce hasta el conjunto de verdades que forman la doctrina de la Iglesia católica, con una lógica más inflexible todavía que la de la dialéctica racional; así como no concebimos sociedad sin Religión, así creemos que toda Religión sinceramente. profesada lleva al cristianismo, última palabra de la revelación divina; y así no comprendemos el cristianismo sin los caracteres y condiciones de la Religión católica, primera y última y completa expresión de la palabra evangélica.

Esta creencia, sin embargo, no nos hace intolerantes, ni ultramontanos. Esperando de los progresos del tiempo, el predominio de la doctrina de Jesucristo sobre todas las naciones, esperamos también que la Providencia acaso se valga hasta de los medios de la religiosidad y de la instrucción de las iglesias disidentes, para volverlas al gremio de la comunión universal.5

Reconociendo el destino progresivo y la dilatación indefinida que reserva el cielo a esa sociedad independiente de toda política humana, y elevada sobre toda divergencia de opinión y de interés terrenal, deploramos el extravío de los hombres, que se atreven a contrariar en su efímera pequeñez los designios de la Providencia. Acatando la supremacía jerárquica de la cabeza visible de la cristiandad, podemos alguna vez reclamar contra las usurpaciones que la ambición humana pudiera intentar, fuera de los límites que trazó a ese poder su divina institución. Sometiéndonos con reverente humildad a la infalibilidad dogmática del soberano intérprete de la ley de Jesucristo, pudiéramos apelar respetuosamente de los fallos con que en nombre de la fe se quisieran resolver cuestiones, que Dios ha dejado bajo la jurisdicción y competencia de los poderes del reino de este mundo.

Bastante católicos para sublimar sobre todos los sistemas y sobre todas las instituciones el espíritu conservador y la tradición de la Iglesia, somos bastante religiosos para no querer que se comprometa la santidad de la doctrina con deducciones exageradas, con antipatías contrarias a la índole evangélica. Bastante ortodoxos para contrariar esforzadamente tendencias políticas que aspiren a una emancipación herética, o a una independencia anárquica, deploramos también con amargura, que el estímulo y la provocación de inclinaciones y pensamientos que no tienen mucha raíz en nuestro suelo, partan de donde solamente deben descender inspiraciones de unión, y medidas conciliadoras. Por último, bastante poseídos de la necesidad de hacer toda clase de esfuerzos y de sacrificios en favor de la concordia del Estado y de la Iglesia, somos bastante españoles y bastante liberales para conocer cuán incompatible es con el espíritu de nuestros días ceder y abjurar de aquellos derechos y prerrogativas, que reconoció siempre el catolicismo como propias de la potestad temporal, y que forman el vínculo de unión entre la sociedad política, y la gran comunión cristiana.

Por eso no habíamos podido dejar de considerar la cuestión eclesiástica de España bajo el doble aspecto de una cuestión de catolicismo, y de una cuestión internacional; de una cuestión política, y de una cuestión diplomática; de una alta cuestión de moralidad, y de una elevada cuestión de gobierno; de una cuestión de reforma y arreglo, de una cuestión de reparaciones y de justicia; de una cuestión de religiosidad y de conciencia, de una cuestión de decoro nacional y de regia prerrogativa.

Así habíamos pensado examinar, con la sincera desconfianza que en tan arduas materias tenemos de nuestra opinión propia, hasta qué punto son religiosas o políticas todas las cuestiones pendientes entre la Santa Sede y el Gobierno español; hasta qué punto es competente sobre ellas el fallo de los legisladores y el criterio de los principios políticos.

Así, habíamos querido consignar con severa imparcialidad hasta dónde la revolución había sido injusta y violenta con el clero; y hasta dónde el clero, sin hacerse revolucionario, debe admitir las condiciones y consecuencias de la reforma política, desde que la revolución ha abdicado en manos de un Gobierno constitucional.

Así, habíamos querido exponer hasta dónde cumple al Gobierno, y conviene a la sociedad enaltecer el ministerio sacerdotal, y la jerarquía de sus Pastores y Prelados: hasta dónde el sacerdocio tiene obligación de entrar en los designios del Gobierno para la enseñanza y moralización del pueblo: hasta qué punto el clero tiene derecho a reclamar y a obtener del Estado protección distinguida, y decoroso sustento: hasta dónde puede llegar la competencia del Gobierno para reclamar sobre la disciplina y la enseñanza del clero.

Así, habíamos pensado indicar hasta dónde son ventajosas para la Iglesia en general, y obligatorias para el clero español particularmente, las regalías de la Corona: hasta dónde se extendieron las inmunidades y privilegios eclesiásticos, y hasta dónde son hoy compatibles con el goce y ejercicio de los derechos políticos.

Así, habíamos intentado explicar hasta dónde puede llevarse lo que, tratándose de la dotación del clero, se ha llamado vagamente su independencia: hasta qué punto la legislación, introduciendo mudanzas esenciales en las condiciones de la propiedad y en el sistema de las rentas públicas, puede modificar las condiciones de aquella independencia, o proponer al clero que en provecho propio las renuncie.

Por último, hubiéramos querido manifestar hasta qué punto prevalecieron en los tratos y conducta de la Corte Romana, influencias que nada tienen de común con los intereses de la Iglesia, o consideraciones tan extrañas a la Religión, como a los mismos derechos temporales del Gobierno pontificio; y también hubiéramos asomado nuestros ojos a la entrada del laberinto misterioso, donde se esconde todavía el secreto de las miras e influencias personales, -ajenas de la Religión y de la política,- que han enmarañado las negociaciones de nuestro Gobierno.

Pero una consideración más imperiosa todavía que la flaqueza de nuestras fuerzas ha cortado el vuelo de nuestro trabajo. En el momento en que coordinábamos para su publicación los pensamientos que habíamos arrojado sobre el papel en la incoherencia y desorden de la situación en que escribíamos, hiere nuestros oídos un doble funeral, que anuncia la muerte del anciano Pontífice. A poco, resuena en el orbe católico una voz de júbilo que proclama un Sucesor de larga vida y de grandes esperanzas a la Cátedra de San Pedro; y algunos días después atraviesa los montes y los mares el ¡viva! de un inmenso pueblo, y la aclamación de gozo de toda la Italia, porque en las alturas del Quirinal han brillado rayos de celestial bondad y sabiduría, y han brotado torrentes de piedad y de consuelo para los pueblos atribulados y oprimidos.

Ante las consideraciones que se desprenden de situación tan nueva, la pluma se ha caído de nuestras manos, y hemos creído prudente desechar un trabajo concebido en amargura, para entregarnos al placer de la nueva esperanza. Al Soberano de Roma acaso habríamos dirigido palabras severas: no las diremos sobre su santo sepulcro al Padre de los fieles. Habíamos querido defender como buenos patricios la reputación de nuestro pueblo y de nuestra revolución, mancillada con acusaciones en que la exageración deja sin fuerza a la justicia; pero temiendo que siniestras interpretaciones de nuestros principios no se presenten como obstáculo al logro de nuestros deseos, nos hemos limitado a dar un bien corto resumen del plan de nuestras ideas, para quedarnos con el caudal entero de nuestras esperanzas.

II.

Las abrigamos fervientes y sinceras. Por mucho que se contriste el corazón del piadoso Pontífice al volver sus ojos hacia la Iglesia española, deplorando las causas de su viudez y desamparo, puede ser que encuentre tan cerca de sí el velo de luto que la cubre, que lo rasgue solamente con extender la mano para bendecirnos.

Nosotros pudiéramos decirle que en España no hay cuestión religiosa: que no han sido los españoles los que han tenido la imprudencia de suponerla y de suscitarla: que no ha sido el Gobierno español el primero a llevar los intereses de la Iglesia al dominio y jurisdicción de la política; que la hostilidad de la revolución contra el clero, no fueron los revolucionarios ni los primeros ni los únicos a enconarla y a embravecerla: que no fueron los corifeos de la reforma política los que hicieron todos sus esfuerzos por encaminar la Iglesia española por la senda resbaladiza de una disidencia protestante; y que cuando la España constitucional quiere poner orden y concierto en los graves asuntos que pueden rozarse con la disciplina, los obstáculos para conseguir la apetecida inteligencia no han nacido tanto de quien demandaba solícito, como de quien rehusaba escuchar obstinado.

Pero el Romano Pontífice tiene que saberlo sin que nosotros se lo digamos. Nada podemos decir a las potestades de la tierra como individuos. Nada tenemos que decir al Vicario de Jesucristo como cristianos. Para tratar con los Príncipes, tenemos un Gobierno. Para que la sociedad represente sus agravios o sus derechos, el Estado tiene un Jefe. Si Roma no quiere escuchar nuestras palabras, negando la legitimidad del órgano por el cual podíamos dirigirlas, nosotros no podemos excogitar otro medio de darle razón de nuestras intenciones. Si la corte de Roma ha querido revindicar sus derechos, ella misma se ha quedado sin tener de quién exigir el cumplimiento de nuestras obligaciones.

En otro tiempo el poder del Vaticano excomulgaba a los Príncipes, ponía en entredicho a los pueblos. La corte romana del cardenal Lambruschini hizo más: suprimió la Nación española. Era más que desatenderla, más que olvidarla. La revolución no había hecho tanto. Al Gobierno revolucionario no se le ocurrió declarar que el Pontífice no estaba canónicamente elegido, y que no le prestaría reconocimiento hasta nueva elección, hecha a placer de sus principios. Entonces España hubiera sido disidente y cismática.

Lo que hizo España fue demandarse, atónita y afligida, por qué vías y direcciones podía llegar a resolver la dificultad primera, la falta de personalidad y representación para ser oída; y de esta primera dificultad no ha salido todavía. Esta dificultad absurda no es ya la Nación española la que puede vencerla; y nosotros nos atrevemos a creer que no es el ilustre y clemente Prelado de la amnistía un Pontífice para quien esta dificultad exista, desde el momento en que la vea.

En el Pontificado anterior, la España constitucional se preguntó en vano qué era lo que Roma religiosa exigía, o lo que Roma diplomática demandaba. Había creído que la política y la conducta de tan antigua potencia era una política pura e inflexiblemente de principios; pero buscaba vanamente en los ejemplos contemporáneos, esos principios que pudieran servirle de norma para adoptarlos, o de credencial para ser admitida a exponerlos.

Investigó si sería bastante a sus ojos un cristianismo ortodoxo a prueba de revoluciones y de libertades: el clero polaco y eslavo, amonestado duramente por el Pontífice por haber simpatizado con la causa de la emancipación de su Patria, los cristianos del Líbano, sacrificados a millares, sin que en la metrópoli de la cristiandad hubiera ocurrido ni un pensamiento de intercesión mediadora, respondían tristemente que el solo título de católicos o de cristianos no bastaba. Consideró de cuánto valor y peso podría ser para la política romana el puritanismo de la legitimidad política; pero las repúblicas de América daban testimonio de que la Roma del siglo XIX no dilataba el reconocimiento de cualquiera clase de Gobiernos; y las bendiciones apostólicas que cayeron sobre el clero militante de D. Carlos, probaban que la conciencia del Gobierno de Roma se había reservado interpretar y admitir la inculpabilidad de las rebeliones.

Preguntaba el pueblo español si era la supresión de la propiedad eclesiástica la que se presentaba a los ojos de la Corte romana como un crimen, o si eran las instituciones liberales su irremisible pecado: la Francia, la Bélgica, el Portugal, contestaban negativamente a esta doble pregunta. Hasta se demandó en un examen severo y dilatadamente retrospectivo, si los excesos cometidos contra el clero durante la revolución, si algunos castigos sangrientos -siquiera fuesen injustos- podrían haber parecido, ante la clemencia pontificia, agresión de hostilidad, o sistema de persecución. Pero no: porque el autocrático jefe y Pontífice de una Iglesia disidente; el perseguidor coronado de 30 millones de católicos, era recibido en pompa imperatoria por un sucesor de Gregorio VII.

Desconcertada y perdida en sus cálculos e investigaciones, la Nación española hubo de resignarse tristemente a creer que contra todos los principios y contra todas las contradicciones; contra el espíritu que debía prevalecer en los consejos supremos de la cristiandad, y contra la prudencia que debía dirigir la conducta de un Gobierno que gozaba la reputación de hábil, la cuestión religiosa se subordinaba a la cuestión política. La cuestión política no estaba sujeta en Roma a un pensamiento espontáneo, ni a la dirección de una diplomacia independiente; y los supuestos compromisos del dogma, y los peligros reales o posibles en que el desamparo de la Santa Sede exponía a la disciplina, no querían ser mirados por aquella Potencia sino a través de una cuestión de intereses.

La Nación en tanto, más apegada y fiel al principio que está identificado con su nacionalidad misma, no se apartó un solo momento en espíritu de la cabeza visible de la Iglesia. Más evangélico que la política que le desamparaba, el pueblo español no dedujo de tan extraviada conducta consecuencias cismáticas o impías. Sus creencias y su culto fueron para él independientes de las formas de Gobierno, muy superiores a los intereses mundanos de las potencias dominantes en Italia, y mucho más elevados que la manera de retribuir y sustentar a los ministros de la Religión.

El pueblo de la revolución y de la libertad política sigue siendo cristiano y católico, como el pueblo de la Reconquista, como el pueblo del Feudalismo, como el pueblo de la Monarquía; y espera del tiempo y de la Providencia el remedio de males y de errores, que atribuye prudente y piadoso a la flaqueza de los hombres, o a la debilidad de los Gobiernos; sin confundir las faltas de la administración de la Sede romana con el espíritu de la Iglesia, así como no ha confundido los errores y desaciertos de su propio Gobierno con el anatema de irreligiosidad, fulminado a clases y a partidos enteros. Ha esperado que, para ilustrar la cuestión española, descendiera una llama de luz y de claridad sobre la más excelsa de las siete colinas; así como no ha dejado de creer que en las regiones del Gobierno y de la legislación prevalecerán al fin la sabiduría, la firmeza, la elevación y la moralidad con que los poderes públicos necesitan considerarla.

No falta, no; no falta todo para resolver esta doble cuestión, cuando el cielo ha dado tan insigne muestra de haber acogido propicio la primera parte de esta doble esperanza.

III.

Pero esta cuestión no puede dejar de resolverse; estas faltas y errores no pueden dejar de corregirse: esta situación no puede prolongarse. Los altos intereses de la Religión no pueden quedar por más tiempo abandonados: la situación material y moral del sacerdocio no puede continuar de tal manera, sin mengua de una Nación piadosa, sin vergüenza y baldón de un Gobierno ilustrado, sin menoscabo y mal nombre de las instituciones representativas. El Padre supremo de la cristiandad sabe mejor que nadie las obligaciones de su excelso ministerio. Su augusta sabiduría harto comprende que el cristianismo, nacido para vivir en el tiempo tanto como en el mundo, y para durar después por una eternidad que el mundo no tiene, no sólo se acomoda en su vitalidad perenne a todas las formas políticas que desde su fundación han revestido los pueblos, sino que de la misma manera se ha de identificar con las modificaciones sociales que experimente la humanidad en la inmensa duración de los siglos.

El ilustrado Pontífice de Roma sabe que el protectorado oficial, que desde el tiempo de Constantino han resumido los Príncipes cristianos sobre el sacerdocio y el culto, abandonados sin él a la acción espontánea y móvil de la sociedad, induce para el ministerio sacerdotal la necesidad de tener en cuenta las modificaciones mismas de administración y de propiedad a que se han sometido los Gobiernos.

El poder y el espíritu de la política romana no desconocen que las prerrogativas temporales, que en los siglos XV y XVI no les otorgaron los Fernandos, los Carlos y Felipes, ni aun después los no menos absolutos Borbones, mal pueden hacerse consideraciones de avenencia y de concordia, en un siglo más independiente, y de menos deferencia al influjo político del poder eclesiástico. La experiencia ilustrada de Roma conoce muy bien cuán peligroso es presentar en lucha aparente un principio religioso con la dignidad nacional, y cuán fácil es que los Parlamentos y los Ministerios de nuestros días abriguen sentimientos y tendencias que cupieron en el ánimo piadoso de Carlos I y de Carlos III.

El soberano Jefe de la cristiandad conoce por último, cuanto cumple a su política y a su misión apostólica el espíritu flexible y conciliador del principio que representa en la tierra. Los poderes intransigentes y las instituciones inmóviles pasan efímeros, o se aislan limitados; pero aquella palabra divina que prometió a la Iglesia la eternidad del tiempo, y la universalidad del Orbe, no en vano simbolizó en una barca el destino móvil y progresivo de la silla de San Pedro.

Mas al abrigar esperanzas en la Corte romana, estamos lejos de desconocer las obligaciones del Gobierno español. La situación actual del culto y del clero no puede ser mirada con indiferencia ni por la sociedad, ni por los partidos, ni por el poder. La conducta de algunos de sus individuos durante la guerra, no justifica en manera ninguna durante la paz una miseria más degradante y aflictiva que la persecución. Las esperanzas ilusas que a algunos animen de una restauración quimérica de personas y de intereses, no pueden servir de pretexto para continuar un sistema, que no conduciría sino a alimentar más vivas y más deslumbradoras las alucinaciones de este sueño.

La naturaleza de las funciones que el clero desempeña, exige de la justicia humana que su condición no sea por más tiempo inferior a las demás jerarquías y a las otras magistraturas. La necesidad de constituirle en aptitud de cumplir su misión de caridad y de enseñanza, clama porque tenga fin ese estado de envilecimiento y pobreza que para los que le miran, empieza por la compasión para caer en el desprecio, y en los que le padecen, pudiera recorrer todos los grados que hay desde el abatimiento a la abyección. No basta lamentar las circunstancias que pudieron inducir al clero a mostrarse hostil a las innovaciones del siglo: es menester cobijarle bajo el abrigo de las instituciones. En una época en que han sido necesarias tantas amnistías para hechos, es preciso también una amnistía para intereses y tendencias.

No basta combatir y refutar las pretensiones quiméricas de una independencia, con que la jerarquía sacerdotal quiere en vano eludir las eventualidades de un desconcierto administrativo y la vigilancia suprema de la administración: es menester ocurrir inmediatamente al medio eficaz de compensar esa imposible condición con la generosidad de la justicia, con una dotación que tenga su garantía en la santidad de las leyes: el Trono no tiene otra. No es bastante que los partidos y los Ministerios vayan aplazando indefinidamente una cuestión, que pasan rápidamente unos a otros como un ascua encendida: es menester que un Gobierno digno de este nombre la coja resuelta y definitivamente, aun a riesgo de abrasarse la mano.

No basta adular hipócritamente principios caducos y proclamar reaccionarias doctrinas, para satisfacer después con dones irrisorios y compensaciones indecorosas pretensiones y necesidades apremiantes: es menester decidirse resueltamente a condenar imposibles políticos, a no resucitar absurdos económicos, y a combatir con las condiciones imprescindibles de la actualidad las deducciones de la Historia; pero es forzoso satisfacer pronta y cumplidamente los clamores de la indigencia, los derechos de la justicia, las necesidades del ministerio pastoral. No basta que el Gobierno quiera ser justo; es menester que lo sea también la sociedad.

Allá en los templos, al pie de los altares, los fieles y los sacerdotes pueden no considerarla Religión cristiana sino en la santidad de sus dogmas y en la divinidad de sus fines; pero frente a las urnas los electores, y en sus escaños los representantes del país, y al pie del Trono los consejeros del poder, tienen que considerar además que el ministerio sacerdotal es tan importante, tan necesario, tan indispensable, -y más,- que la magistratura judicial, la administración y el servicio de la guerra.

Y no importa debatirse contra la exigüidad de la fortuna pública: las economías deben alcanzar a todos los servicios y a todas las clases. Y no basta alegar las dificultades y apuros de la situación de la Hacienda: las obligaciones del altar no son menos sagradas que el crédito de los grandes libros de la Deuda. No basta declinar la responsabilidad de la abolición del diezmo, para obstinarse en el criminal descuido de no compensarle. El Gobierno y el Parlamento están obligados a destruir todos los temores y recelos que la Nación y los partidos pueden tener o suscitar, de que vuelva a prevalecer aquella prestación ya imposible; pero los hombres y los partidos deben procurar convencerse, desechando erróneas preocupaciones, de que en una Nación en que la industria y el comercio no representan ni la décima parte de la producción social, la dotación del clero, cualquiera que sea, recaerá, -como todo impuesto,- casi totalmente sobre la agricultura.

Reconociendo esta necesidad y esta justicia en la administración y en el país; convenidas y aceptadas por los poderes y los partidos de España las obligaciones del interés positivo y de dirección moral que les incumben, la cuestión de Roma podrá no ser una negociación difícil, a menos que de nuevo se desnaturalice y bastardee. Si entonces todavía se presenta en primer término la cuestión política, no será culpa del Gobierno español la resistencia constante que debe oponer a ventilar sus negocios en tribunales incompetentes. El día que el Austria intente o quiera hablar con nuestro Gobierno, deben citarse a Viena, a Madrid, a Berlín, a Florencia... al Vaticano, no.

Y por lo que toca a los misterios de intereses privados, a los secretos enigmáticos de las conciencias atormentadas de escrúpulos y de remordimientos; quédense en buenhora para objeto sombrío y pavoroso de los dramas que escriban los Shakespeare y Schiller de las edades futuras; pero que no puedan hallar cabida jamás en las altas negociaciones de una Potencia católica y de la Sede pontificia.

Prostérnense cuanto hayan menester los fieles ante el tribunal de la penitencia: que las naciones, al arreglar los intereses en que principalmente se compromete el destino del inculpable porvenir, no pueden presentarse ni se han presentado nunca con el saco ni el cilicio, sino con el manto regio sobre los hombros, y la corona en la frente.

Así se presentó en esplendor y gloria en la basílica de San Pedro aquel Rey de España que depuso el globo imperial, cuando quiso ir a morir como un ermitaño en la celda de un monje. Así queremos que se presente siempre el poder de la Nación española en sus negociaciones, para que no tengamos que aplicar dos veces a su conducta aquella inculpación tremenda del ilustre Burke a la misión diplomática de Lord Chesterfield cerca de Bonaparte. «No es extraño que no adelante camino; porque anda muy despacio el que anda de rodillas.»




ArribaAbajoCapítulo V

Política exterior


Situación general. -Reseña de la diplomacia española. -Relaciones con la Francia y con la Inglaterra. -Política con las naciones que no han reconocido a nuestra Reina. -Porvenir de España.

I.

En uno de los primeros días de Febrero de 1792, hallábase al anochecer de una tristísima tarde el Rey Carlos IV de España en su palacio de Madrid, deplorando con harto desconsuelo, ante sus más leales cortesanos, la gran catástrofe que acababa de presenciar la Europa espantada, el suplicio de Luis XVI. Sin atreverse nadie todavía, en aquellas dificilísimas circunstancias, a indicar la actitud que un Gobierno desautorizado y enflaquecido podía tomar con la audaz y sangrienta República, entró a deshora un ujier de la Real Casa, dando aviso de que en las antecámaras de palacio esperaba en traje de camino, y demandaba inmediata audiencia de S. M., el Embajador de Francia. Atónito el Monarca, y estupefacta la corte con aquella inesperada aparición y con aquella tan premiosa exigencia, resolviose -después de no pocas dudas y perplejidad,- que no había medio de dejar de recibir en el acto al enviado de la formidable Potencia. Presentose en efecto con sus botas y el polvo del viaje, con aire resuelto y ademán respetuoso, el representante del Comité de salvación M. Barthelemy, empezando por manifestar a S. M., que, en su carácter de Embajador de familia, y representando a una Potencia con la cual ligaban al Rey de España tan estrechos vínculos de parentesco, no se había permitido un minuto de reposo, ni menos hubiera podido pasar la noche en la corte sin tomar las órdenes del Rey. Absorto el Monarca al oír el extraño lenguaje del diplomático republicano, y como si la tristísima tragedia del 21 de Enero pudiera ser todavía un sueño, o una invención, -«¿De qué familia me habláis?» exclamó con lágrimas en los ojos. «Pues ¡qué! ¿No ha sido decapitado mi primo?» -«Es verdad, Señor; repuso el Ministro del poder regicida; pero el Gobierno que me envía, ha creído que el parentesco de V. M. es con la Francia.»6

Esta palabra, pronunciada bajo tan siniestros auspicios, a nombre de un Gobierno con el cual estamos harto lejos de simpatizar, y del cual nosotros -sea dicho de paso- Ministros de Carlos IV, no hubiéramos admitido Embajadores; esta palabra, sin embargo, encierra y formula el principio y la verdad fundamental, sobre la cual debía haberse levantado regenerada la diplomacia del presente siglo, abriéndose con él una nueva era en la dirección de las relaciones internacionales.

Era necesario. En la última época de las Monarquías del Occidente de Europa, a contar desde las guerras de Luis XIV con la casa de Austria, el principio de la diplomacia se había falseado notablemente. En los tiempos precedentes, y aún en el sistema de aquel Borbón ilustre, no había política personal. Los Monarcas austriacos y los Príncipes franceses e ingleses eran sinceramente, eran de corazón, -cualesquiera que fuesen por otra parte sus medios y sus creencias,- los representantes de sus pueblos. Pero cupo a Gobiernos débiles e incapaces sacar las últimas consecuencias de la exageración de los principios monárquicos: la política exterior no pudo ser de mejor condición que las teorías gubernativas, y aislándose cada vez más del interés y de la conveniencia de las Naciones, sólo se curaron de la utilidad y provecho, de la vanidad y orgullo de las personas y de las familias reinantes.

Con el establecimiento de un nuevo derecho público, y con los sucesos extraordinarios de que fue teatro la Europa desde la revolución de 1789 hasta el tratado de París, debiera haber desaparecido el sistema que vituperamos, restableciéndose las relaciones entre las Potencias europeas sobre la base del luminoso principio proclamado por el Embajador jacobino. Pero como quiera que los errores son tanto más difíciles de combatir, cuanto más alto se asientan; como quiera que la política general no tiene Parlamento representativo, ni Ministerio responsable; como quiera que la reacción contra los principios, que conmovieron tan profundamente la Europa durante la revolución francesa, no se ha calmado entre los Gobiernos, y ha servido de fundamento a los últimos tratados; como quiera que las Naciones mismas no han perdido todavía rancias o interesadas preocupaciones, herencia de administraciones pasadas; las mismas dos tendencias, que en las cuestiones políticas dividen de la antigua a la moderna sociedad, se reproducen más fuertes y más autorizadas que en ninguna otra región, en la esfera de las relaciones internacionales, y realizan a nuestros ojos la coexistencia de dos diplomacias diversas, y fundadas en distintos principios; la diplomacia de las Naciones, y la diplomacia de los Gabinetes.

Este dualismo, -que de algún modo recuerda la ciencia vulgar de los egipcios e indios, o el jus papirianum de los antiguos romanos comparado con el edicto del Pretor,- complica y desnaturaliza grandemente todas las transacciones diplomáticas de nuestros días, e introduce la confusión y la doblez allí donde más necesarias eran la claridad de vista y la rectitud de miras. Por eso en todas las naciones donde predomina esta tradicional diplomacia, cuando en los otros ramos de la administración pública hemos visto penetrar la capacidad y la ilustración fecunda y progresiva, hemos solido mirar las negociaciones internacionales puestas en manos de insignificantes medianías, o a merced de inteligencias que no comprenden el espíritu de la época, ni los verdaderos intereses de los pueblos modernos. Por eso, a veces se siente uno inclinado a creer que la ciencia de los hombres de Estado ha retrocedido tanto como los otros conocimientos humanos han adelantado en los últimos siglos.

Retirados al fondo de su santuario, los sacerdotes a quienes se ha dejado como en levítica custodia el tabernáculo de esta divinidad tenebrosa, no ven sobre el mundo otra luz que la de sus lámparas sagradas. La discreción de los Parlamentos de los países constitucionales ha sido parte para que no se ponga aún en demasiada evidencia todo lo que a veces se encubre bajo el ostentoso aparato de ciertos nombres fantasmagóricos, de ciertas fórmulas cabalísticas.

Cicerón decía que no sabía cómo dos augures se saludaban sin reírse. No diremos eso nosotros de algunos diplomáticos; porque si Cicerón ignoraba cómo no se reían los augures, nosotros sabemos por qué ofician con seriedad los graves sacerdotes de la adivinación política. Su condición es más triste: ¡no son impostores!... Son los más sinceros creyentes en sus falsos horóscopos; los que con mayor adoración se prosternan ante sus ídolos7.

En vano los pueblos gritan en derredor por todos los tonos la antigua voz fatídica: «¡Los dioses se van, los dioses se han ido! ¡los oráculos callan, los misterios se acaban!,» Ellos siguen creyendo que rigen el destino de los pueblos, hasta el día que ven, como los asombrados pontífices de Belo, que el fuego que revienta de entre las nubes de una revolución, los sepulta en el polvo; o que una catástrofe no prevista en sus cabalísticas tablas, destruye los profundos cálculos de toda su recóndita astrología. Profesando a todos los demás hombres políticos la misma desdeñosa compasión que los mandarines de la China a los bárbaros europeos, no se les parecen menos en los medios de hacer la guerra a los profanos invasores de sus sagrados dominios. Los caudillos del Imperio celeste hacían pintar en lienzos cocodrilos y alimañas horribles, para ahuyentar a los ingleses: los alcaides de la gran muralla diplomática escriben en el papel unas palabras no menos espantables y pavorosas.

La diplomacia de los antiguos tiempos y la diplomacia europea del siglo XV y del siglo XVI; la diplomacia de los grandes Pontífices, y de las ilustres Repúblicas, la diplomacia de los Reyes como Isabel y Fernando, y de los Emperadores como Carlos I, era progresiva, civilizadora, marchaba delante de su siglo, llevaba los pueblos a la conquista del porvenir: la diplomacia de los Gabinetes actuales, retrospectiva y atenta a un interés de conservación puramente personal, ha dejado marchar delante a la sociedad, y se ha quedado lastimosamente atrás.

Aquella diplomacia era expansiva y vivificante: ésta se ha tornado sórdidamente egoísta. Antes la diplomacia proclamaba principios: ahora sólo reconoce intereses. Los intereses que en aquel tiempo la influían, estaban de acuerdo con los principios seguidos por el Gobierno: los que ahora suele tener en cuenta, no son los intereses de las Naciones. El engrandecimiento de aquellos Príncipes era el engrandecimiento de sus Estados: hoy vemos a Monarcas poderosos hacer cuestiones de política general las más mezquinas pretensiones de familia. La razón de Estado de aquellos tiempos no medía la dignidad y grandeza de los pueblos por las formas de su Gobierno: el Emperador de Alemania y el Pontífice Romano no preguntaban a Suiza ni a Venecia si eran Imperios o Repúblicas: hoy Soberanos poderosos ofrecen el risible espectáculo de no reconocer un Estado constitucional, porque los principios que triunfaron en una guerra, están en oposición con sus doctrinas de Gobierno.

Pero de esta discordancia diplomática saldrá la armonía; de este dualismo saldrá -como otras veces- la unidad europea que tiende a hacerse cada vez más compacta. Por estos vestigios, polvo y escombros que han dejado épocas de retroceso, pasará pronto con su empuje irresistible el viento del siglo, que es el aliento de los pueblos. Los que acabamos de ver a un Emperador poderoso extender notas diplomáticas, para vindicarse ante la Europa de una acusación de barbarie lanzada por un periódico, estamos destinados a presenciar más importantes triunfos de la opinión. La razón y la conveniencia de los pueblos que predominan hoy en todas las legislaciones, llegarán a ser en nuestros días la razón única de los tratados. Pronto será que en esa región elevada de las obligaciones y derechos de los pueblos, suene ridículo y absurdo el nombre de pactos de familia, y que el parentesco de los Monarcas sea, según el principio de Barthelemy, la fraternidad de las Naciones.

Entretanto, los Gobiernos que, comprendiendo de una manera más elevada y progresiva su política exterior, se colocan los primeros en esa vía, avanzan más rápidamente en su engrandecimiento y en su influencia. La Inglaterra, empero, entre los Estados constitucionales, y la Prusia entre los monárquicos, no se dejan prender en la red que envuelve a los demás Gobiernos; rómpenla o nadan sobre ella, siempre que a sus fines cumple. Por eso la Inglaterra no encuentra obstáculos en la soberanía comercial del mundo, ni en el dominio del Oriente. Por eso a la Prusia le reserva el cielo un porvenir de incalculable influencia entre las Naciones germánicas a que preside, y sobre los pueblos eslavos, que a ella vuelven sus ojos.

II.

Por lo que toca particularmente a España, puede decirse que su diplomacia se enterró en el sepulcro de Don Íñigo de Cárdenas.

Cuando el Imperio español tenía diseminados por el mundo los pedazos de su territorio, su política debía ser tan vasta como sus provincias, tan complicada como su administración; y en una Nación que fue la mitad de Europa y toda la América, las cuestiones mal podían dejar de ser europeas y universales. Pero todavía no aparece tan grande aquella diplomacia de conservación, como lo había sido la de engrandecimiento. Era la una un interés y una necesidad: la otra había sido un principio.

Las Naciones llamadas a civilizar el mundo por los varios modos que la Providencia emplea, encuentran en la perseverancia de su proyecto aquella inteligencia poderosa que dio a Roma el señorío de la tierra, que ha hecho de la Inglaterra el Leviathan de los mares. España, como la ciudad del Tíber, oyó aquel llamamiento. Para Roma había sido una misión legislativa: para nuestros Padres fue una vocación religiosa. El islamismo la había subyugado: la unidad cristiana, necesaria para lanzarle de su suelo, había de formar la unidad española; y cuando fortificado en la lucha, este impulso llegara vigoroso y enérgico a todos los términos de sus playas, tenía que pasar los mares con la bandera que hasta el mar le había llevado.

Por eso cuando España no era aún más que una cueva en las montañas, sus pensamientos eran ya tan grandes como la Península, para ser después tan vastos como el mundo y como el catolicismo. El trabajo empleado para conseguir su restauración y su fe, sí la hizo fanática, la hizo también heroica. La Providencia que le había concedido lanzar el Alcorán al África, la señaló con su dedo para llevar a América el Evangelio, y para detener en Europa los progresos de la Reforma.

Toda la diplomacia, toda la política española de Reyes y de pueblos, de nobles y plebeyos, de sacerdotes y de soldados, de Parlamentos y de Palacios, se resume durante ocho siglos en este destino. Desde Alfonso el Casto a Felipe II, desde el Cid a Hernán Cortés y al Duque de Alba, los caudillos y los Monarcas españoles no tienen más que un pensamiento, no más que un principio, no más que un objeto; y ora sea su teatro una garganta del Pirineo, ora la escena se despliegue desde las fuentes del Rhin hasta los mares de la California, los que se llaman hijos de Pelayo, oyen todos en derredor de sí, desde que aprenden su primera oración, una voz como la que repetía a los hijos de Rómulo:

«TU REGERE IMPERIO POPULOS, ROMANE, MEMENTO.»

Pero aquel supremo regulador que ha señalado límites, y dado contrapesos a todas las fuerzas de la naturaleza, ha condenado con una sentencia de exterminio la exageración de todo principio. El Imperio español contrajo el germen de su muerte en los últimos esfuerzos de su dilatación atlética. Conseguido su grande objeto, Dios permitió que la espada de Carlos I se enmoheciera, y que el cetro de Felipe II llegara a ser juguete en las manos de un niño adulto. Cupo en sus soberanos designios que los árabes fueran devueltos al África; pero no consintió que diéramos al mundo la Inquisición.

Por eso el Rey gran político tuvo nietos imbéciles, y en las hogueras de la plaza de Madrid se quemaron los títulos de España a la supremacía europea. El texto de las Historias no lo dice así literalmente; pero la Inglaterra de Isabel y de Cromwell, el pueblo de Horn y de Orange, los descendientes de Lutero y de Mauricio de Sajonia sabían mejor que nuestros cronistas y diplomáticos el secreto de la conjuración europea contra el fantasma pavoroso de la Inquisición.

Poco tuvo que hacer Luis XIV para rendir al león enflaquecido, y arrancarle sus garras en la hora de la agonía. El Rey hechizado estaba de verdad bajo el influjo de un maleficio de expiatoria maldición, y Dios entregó la España a la casa de Borbón, como a la muerte del último heredero disipador y arruinado de una estirpe noble, pasa un castillo feudal a ser casa de labor de un propietario más hacendoso. La influencia diplomática española exhaló su último suspiro en Villaviciosa; sus funerales se celebraron pomposamente en Utrech: las demostraciones de Felipe V contra su Abuelo, no pasaron de ser un síntoma de debilidad en lugar de serlo de fortaleza; y si España no fue enteramente francesa, es que los nietos de Luis XIV, para quienes Dios tenía reservadas mayores expiaciones todavía que para los de Felipe II, no tuvieron política nacional, ni aun política de familia.

En aquel fatal periodo en que se consumó el divorcio de la autoridad con el espíritu de las Naciones, y en que los poderes fueron los primeros en abandonar a éste, las sociedades, como esposas aborrecidas, se fueron por su camino, libres aunque maltratadas, en aquella libertad que en algunas había de ser la embriaguez y el desenfreno. Con aquella pobre política, con aquella menguada diplomacia de testamentos y de matrimonios, crecieron Reyes que no habían de morir en sus Tronos, y que habían de llevar sus esposas al patíbulo o al destierro. Entretanto eran filósofos y académicos, no diplomáticos, los que escribían los tratados que debían unir o separar a los pueblos, a despecho de los Embajadores. Los pactos de familia vinieron mezquinamente estrechos para tan dilatadas parentelas; y el pueblo francés de 1792, que cortó con la segur de la guillotina el lazo de alianza de la casa de Hapsbourg con los nietos de San Luis, no debía tener en mucho el origen francés de los herederos de Carlos II.

Si al abrir a Enrique IV las puertas de París, no habían cedido a su estirpe sus libertades, mucho menos los españoles habían podido enajenar su nacionalidad a los parientes de Felipe en aquellas batallas singulares que se habían ganado a sí mismos. La nacionalidad no había sido hechizada ni vencida; heredada sí por el único heredero que la nacionalidad tiene, la Nación misma; y cuando Napoleón, desconociendo su origen y contrariando su destino, no se acordó más que de las pretensiones de Luis XIV y de tratar con los Reyes, encontrose con una España que no era de Carlos IV ni de los Borbones.

Poco antes, Bonaparte, representante de la revolución, había sido el ídolo, y como el Mesías esperado de los españoles: era que las dos Naciones tendían a unirse. De antagonismo que había de ser después tan funesto como reaccionario, la Historia hará responsable a quien, en vez de favorecer la emancipación, acometió la conquista; y el Pacto de familia no estorbó que la Inglaterra y la España se dieran la mano para lanzar de su suelo al enemigo de aquella nacionalidad, que enmalhora habían olvidado los Reyes; que en hora no menos menguada para su gloria y su fortuna, había desdeñado también el heredero de la revolución francesa.

España se levantó de su postración con un nuevo carácter. En los tiempos antiguos, era más religiosa que política: en la guerra de la Independencia, la Religión figura en ella en primera línea, es cierto, porque todas las causas y todas las escenas, y aún todas las desgracias grandemente populares, no pueden dejar de ser religiosas; pero los que sólo afectan ver en el alzamiento del año de 1808 una explosión de fanatismo, se olvidan de considerar que la Nación que recibía como aliados a los ingleses para defender su independencia, un siglo antes nada más, se había batido por un Príncipe extranjero contra ellos, porque eran herejes. La Nación española, si se había dormido fanática, despertaba política.

Una nueva era empezaba, una nueva diplomacia nacía. Los clarines de Bailén tocaron la hora de la restauración. La nacionalidad atacada que nos restituía nuestra fuerza, debía devolvernos, como en otro tiempo, nuestro territorio. De 1808 a 1816, la España debió obtener de la política europea las fronteras naturales de sus costas y las bocas de sus ríos. Pero faltábale de inteligencia lo que le sobró de heroísmo; y el Gobierno de aquella época o no fue bastante hábil, o no fue todavía bastante independiente. Todas las condescendencias del decoro nacional fueron después castigadas con pérdidas de territorio.

En vano llegó la hora de las compensaciones: la antigua diplomacia, que había podido aún alucinar a Bonaparte, se alzó rejuvenecida cuando salieron de su tumba otros principios desenterrados. Un inglés lo ha dicho8. «Cuando murió el león, quedaron todavía lobos.» En el Congreso de Viena no estuvieron los Generales de Bailén y de San Marcial. El caudillo de los ejércitos españoles era el mismo de Waterloo. Las glorias y los sacrificios de España estaban representados por un inglés, como años antes habíamos perdido nuestra marina a las órdenes de un almirante de Francia.

Cúpole tal vez en ambas ocasiones a nuestra Nación la suerte que merecían sus Gobiernos; pero en estas dos tristes páginas hemos debido aprender los pensadores vulgares una verdad que afectan creer preocupación de barbarie los escribientes de Metternich y del conde de Aponny; que el primer principio de nuestra diplomacia, en frente de esa política de protocolos, es la idolatría de la nacionalidad, como el culto de la unidad en materia de Religión.

III.

Esos ejemplos no deben ser perdidos para la política actual. No los olviden los hombres del poder en los arrebatos de una ambición descaminada, o en las sugestiones de la vanagloria, explotadas para su deshonra. No los olviden los partidos, arrastrados por esperanzas y preocupaciones más transcendentales y funestas que los errores de los hombres. Moderen los unos sus complacencias y sus simpatías: rectifiquen los otros la acerbidad de sus odios y la acritud de sus resentimientos. Enemigos de todas las exageraciones, si algún sentimiento pudiéramos ver sin recelo que se sacara de quicio, sería la confianza en nosotros mismos, que ha sido tantas veces el áncora de la salvación de la Patria.

No somos de los que quisieran circunvalar a España con una gran muralla, o volver a colocar en las columnas de Hércules el dragón de las Hespérides; pero nunca podremos condenar con indignación bastante la conducta de aquellos Ministros que no se atreven nunca a tomar resolución en los negocios del Estado, sin consultar antes el buen placer de un Gobierno extraño.

Todavía, para otros errores o debilidades de los hombres públicos pudiéramos hallar, sino disculpa, motivo. Sabemos lo que pueden exigencias de personas a quienes se debe gratitud y respeto: sabemos cuánto aterran los temores de la revolución; cuánto seducen los halagos de la vanagloria; y hasta comprendemos las sugestiones del interés en su forma más material y positiva. Muchas palabras han retumbado en nuestros oídos durante la tormenta revolucionaria: mil estrepitosos nombres se han lanzado, unos a los otros los partidos, como proyectiles de guerra, o los escribieron en su pendón, como divisa de pelea. Para todos, más o menos gastados, hemos encontrado, siquiera en su origen, significación y fuerza: más o menos desvirtuados, representaron principios, sentimientos e intereses que conmovían las masas de los hombres y de los partidos. Pero hay dos palabras en nuestra situación actual, cuyo significado positivo no hemos podido comprender jamás: -«El apoyo de la Francia.» -«El apoyo de la Inglaterra.»

En vano los miembros del Grande Oriente diplomático formularán una aplicación profundamente sabia de sus tradiciones y de sus creencias. En vano desdeñarán el juicio de los que solamente estudiamos la historia en los hombres, ellos allá en las alturas del Tabor simbólico, donde se les presentan transfigurados y gloriosos los Príncipes de la tierra. Contra ese desdén tenemos nosotros otro desdén más soberano, el desdén de la sana razón y del sentido común, que juzga en última apelación del saber de los hombres de Estado por el grado de prosperidad de los pueblos. Para el conjuro de esas palabras que se fulminan como invocaciones nigrománticas contra los partidos y contra los Parlamentos, también guardamos nosotros en los más profundos senos del corazón unas palabras que pudiéramos lanzar, corrosivas y abrasadoras, sobre las sillas curules de los que arríen el pabellón de su Patria ante los colores extranjeros, o sobre las carrozas de aquellos diplomáticos que osen interponerse entre la prerrogativa regia y los poderes públicos de las Naciones amigas.

¡El apoyo de la Francia, el apoyo de la Inglaterra!... ¿Para qué? ¿Contra quién? La una contra la otra. ¡Qué absurdo! La primera operación del álgebra (a + b) + (-a -b) se destruyen. ¿Para nosotros mismos? ¿Contra nosotros mismos? ¿Cómo?...

Si el apoyo de la Francia, si el apoyo de la Inglaterra, significa -como en nuestra vulgar inteligencia comprendemos- la situación que resulta de que se observen las consideraciones debidas en la ley de recíproca amistad, de Nación a Nación, y de Príncipes a Príncipes; la exactitud en la observancia de los tratados; la lealtad en el cumplimiento de mutuas obligaciones; la protección pública de los respectivos súbditos, y las garantías de la buena fe privada en las transacciones del comercio; nada vemos en el conjunto de estos mutuos deberes y derechos, que deba dar, ni al uno ni al otro de los dos Gobiernos, influencia de predominio sobre nuestras cuestiones nacionales.

Dentro del fiel cumplimiento de los tratados, tan libres somos y nos quedamos, como los individuos dentro de la observancia de las leyes; y para la estipulación de nuevos derechos tenemos intereses y ventajas materiales con que adquirirlos, sin acudir a concesiones políticas, ni a mediaciones depresivas. Teniendo con ellas semejanza de instituciones, y no sólo ningún antagonismo, sino antes bien reciprocidad de intereses, la Francia y la Inglaterra son para nosotros dos grandes sociedades, que caminan al frente de la libertad y de la civilización del mundo; dos Gobiernos sabios y poderosos, en cuya organización y adelantos, en cuyos errores también y calamidades y conflictos, tenemos un grande espectáculo de enseñanza y de escarmiento. Ellas son para nosotros dos grandes centros de relaciones, dos grandes focos de luces, dos grandes mercados y talleres de máquinas y productos.

La Francia está ligada con nuestra sociedad por una comunicación más frecuente de personas: la Inglaterra, enlazada con nuestro país por mayor comercio de intereses. La una se parece más a nosotros en instituciones, en Gobierno, en clima, en producciones: la otra nos es más simpática por la severidad de sus costumbres, por su carácter grave y reflexivo. La Inglaterra mira nuestro suelo -y así le miró Roma- como un admirable campo de batalla. La Francia, en una guerra europea, nos tiene a su espalda como una inmensa ciudadela, o como un vasto desembarcadero de enemigos. La una puede invadir, como en 1808, nuestras fronteras: la otra puede hostilizarnos en nuestras inmensas costas, o en la posesión de nuestras remotas e importantes colonias. He aquí por qué el principio mismo que nos prohibe ser de ninguna súbditos, nos aconseja ser de ambas amigos.

He aquí por qué el mismo interés que nos impone ser entre las dos neutrales, nos impide ser de ninguna exclusivamente aliados. He aquí por qué, si la independencia es el primer principio de nuestra política, la neutralidad es la primera necesidad de nuestra posición. Y he aquí, en fin, por qué, si en una complicación universal no somos bastante fuertes para permanecer indiferentes, debemos ser bastante entendidos para sacar todavía ventajas de nuestra flaqueza, estimando en mucho nuestra aprobación, en vez de mendigar apoyo, y negociando nuestra alianza al noble precio de nuestra consideración y nuestro engrandecimiento.

No, no debe suceder dos veces que sucumbamos en Trafalgar, para recibir en premio de nuestra abnegación una invasión desatentada; que nos desangremos en Bailén, en Talavera, en Rioseco y en Vitoria, para que en la penosa convalecencia de tantos padecimientos se nos arrebaten sin recompensa colonias más grandes que Imperios. No debe suceder nunca más que a un Embajador extranjero le crea el país instigador o cómplice de un movimiento revolucionario, ni que se atribuyan a otro instigaciones de un golpe de Estado. No debe acontecer jamás que el Ministro de una Potencia amiga, deslumbrado de orgullo acerca de la opinión que de su política se forma, llame a un gran partido nacional partido francés, sin que el Palacio Borbón se estremezca al estrépito de una carcajada homérica, que resuene desde el estrecho de Gibraltar hasta el canal de la Mancha.

No deben figurarse, por último, los Ministros de Francia o Inglaterra, que lo que entendemos por independencia, es el aislamiento de la barbarie; pero no entiendan tampoco los Ministros españoles que es neutralidad el que entre las dos nos anulen.

Era posible en tiempos bárbaros no ser sino de Roma o de Cartago; pero no puede ser hoy que se torne nuestra política el campo de Munda entre César y los hijos de Pompeyo. Este destino pasivo y funesto de un campo de batalla cesó el día que, entre el Alcorán y el Cristianismo, nuestros Padres no siguieron a Almanzor, ni a Carlos Martel. Pelearon por su cuenta.

La leyenda antigua que pinta a los españoles, con una mano arrojando los musulmanes hacia el Estrecho, con la otra sepultando en Roncesvalles a los paladines del Emperador, no es la fábula de la barbarie; es el mito simbólico de la política que fundó la Monarquía.

Para ocupar el puesto que nos corresponde en la civilización, debemos desempeñar el mismo papel en la diplomacia que antes hicimos en la guerra; como quiera que esta diferencia señale toda la distancia que hay de los tiempos antiguos a la sociedad moderna; de la temeridad a la prudencia; del predominio de un principio entusiasta e invasor, a la tranquila firmeza de una política de conservación y de pacífico engrandecimiento.

IV.

Lo que hemos señalado como política nacional, es la más conforme a la diplomacia europea. El día que un cañonazo tirado al pie de las Balkanes, o en las playas del Delta egipcio, diera a las Naciones la señal de alarma, conocerían las Potencias del Norte que el aislamiento de la España ante el influjo de sus vecinas era una fatalidad tan grande en el Mediodía, como lo ha sido para otras en el Norte la desmembración y desamparo de la Polonia. Los que aparecen errores en la ocasión de la guerra, no pueden ser aciertos en la política de la paz.

Harto conocemos cuán difíciles de obtener serán las condiciones de nuestra natural diplomacia, mientras que las demás Potencias continentales dejen al Gabinete de Madrid en comunicación exclusiva con sus dos poderosos aliados; y no olvidamos tampoco que aquellos Estados a quienes ha presidido una política más hábil y afortunada, nos han enseñado antes de ahora la conveniencia de buscar alianzas, precisamente donde no hay intereses y respetos de vecindad. Pero estas consideraciones debían ser todavía más importantes que para nosotros, para los Gobiernos mismos, a quienes deplorablemente ciega la ignorancia de nuestra situación. En vano esperan un cambio de dinastía: el logro de sus esperanzas sería la más completa ruina de sus principios. También esperaron en Francia en el siglo presente, en Inglaterra en el siglo XVII; y el triste ejemplo de aquellas restauraciones no ha sido enseñanza bastante dura. La dinastía que quisieran legitimar en España, por más que se presentara pacíficamente ataviada con las galas de boda, no probaría mejor fortuna que la restauración de los Estuardos y los Borbones: serviría solamente para establecer una completa analogía entre el desenlace del final de nuestra revolución, con la revolución inglesa en 1688, y con el cambio político de la Francia en 1830. Amargos serían entonces los frutos de tantos años de error.

Entonces podrían rechazarlos del todo las instituciones y sentimientos que no les rechazan ahora. La actual enemistad, ellos la han creado: a ellos toca suspenderla. Pero si dilatan indefinidamente esa suspensión, podrían encontrar enajenada por la prescripción del tiempo aquella autoridad y aquella influencia, cuya pérdida sería desventajosa para nuestro destino; pero más fatal y más funesta todavía para sus intereses ulteriores. Recíprocas entre nosotros y los pueblos a que aludimos, las ventajas de nuevas y amigables relaciones, ni podremos desechar para anudarlas, la ocasión que dignamente se ofrezca, o sabiamente se calcule, ni pueden sacrificarse en un ápice a su importancia los principios y los derechos asegurados por nuestras instituciones. Algo más valdrán los principios que las alianzas, cuando pudieron valer más que las colonias.

La legitimidad de la dinastía y las prerrogativas del Parlamento son tan sagradas como la integridad del territorio; y no hay quien pueda creer que estos elevados intereses que constituyen parte de nuestra nacionalidad, pudieran ser objeto ni condición de transacciones diplomáticas. Fuera de este inviolable terreno, todavía quedan ventajas que estipular, obligaciones que contraer, pretensiones que conciliar, eventualidades que prever, prerrogativas que aprovechar, e influencia y prestigio y poder, con que hacer peso en la balanza de la política o de la guerra; y nosotros haríamos una injuria, y fulminaríamos un anatema de incapacidad contra el sentido común de los hombres de Estado que dirigen los negocios de estas Potencias, si creyéramos que desconocen hasta tal punto nuestra importancia.

Es verdad que está hoy demasiadamente rebajada. Es verdad que la Europa tiene de nuestra situación un concepto exageradamente desventajoso, que va concluyendo por apoderarse de nosotros mismos. El orgullo nacional y los juicios ligeros de nuestros vecinos han llegado a punto de crear esa opinión, contra la cual es forzoso que sin jactancia, pero con nobleza, protestemos cada día.

La Francia, interpuesta entro nosotros y las demás Naciones, no nos deja ver ni ser vistos, sino a través del prisma pintado con sus colores. Esas tintas no son, sin duda, la hostilidad, ni el odio, no: lejos estamos de hacerles esta inculpación injusta e inexacta; pero la desmedida presunción, pero la arrogancia de la superioridad, pero las pretensiones enciclopédicas del falso saber, hacen a veces los efectos mismos de la calumnia o de la impostura. En esa adoración idólatra de sí propia, que nosotros le envidiamos porque es una gran cualidad nacional, la Francia se nos da a sí misma como la Europa entera, y a su vez quiere persuadir a la Europa de que el mundo de la civilización concluye en el Pirineo.

Cuando un español atraviesa el canal de la Mancha, le asombra el espectáculo de una civilización de que la Francia no le había dado idea: en tres horas ha andado tres siglos. Cuando un alemán pone los pies en la Península, encuentra en este país tan falsamente juzgado, algo más que toreros, gitanos y bandidos. Sólo un francés no ve más que lo que ha leído en París.

Nosotros debemos protestar contra esa tendencia y ese sistema, que, pasando de la literatura a la diplomacia, produce quizá algunos de los males que nos aquejan, algunas consecuencias más transcendentales de lo que es permitido a una preocupación. Y a lo menos, si esa absorbente personalidad quiere como eclipsarnos en los resplandores de su disco luminoso, no seamos nosotros los primeros en someternos a semejante anatema de depresión, y en aceptar como oráculos de verdad, las suposiciones de la irreflexión y de la ligereza.

No es que aspiremos a presentarnos con el ostentoso aparato de una ridícula jactancia; no. Apreciamos debidamente nuestra posición, y no nos rebelamos contra la ley suprema de las revoluciones de los Imperios. Pero sin exagerar pretensiones arrogantes, podemos no tolerar comparaciones depresivas; sin entrar en odiosos paralelos, no debemos sufrir postergaciones injustas. En el festín de las Naciones europeas no seremos nosotros los que pidamos la primera silla; pero estemos dispuestos a hacer pedazos la que no corresponda a nuestro rango y a nuestros títulos.

No son los antiguos, no. No los queremos: no compraríamos hoy esos perdidos blasones con las condiciones con que los llevábamos. No queremos asistir como una aparición desenterrada, como el espectro de Banquo en el banquete de Macbeth; por más que hubiera en la mesa quien nos mirara con la fascinación del remordimiento. Con nuestras galas de hoy, con nuestros atavíos de vida, de fuerza, de libertad, de juventud y de esperanza concurrimos; y esta España que formamos, es grande todavía entre Naciones que se han hecho colosales; más grande aún al lado de pueblos que no tienen sol ni terreno para crecer a su altura.

España es aún un pueblo de diez y seis millones de habitantes, que si no son opulentos como los ingleses, no conocen el pauperismo horrible de Irlanda, ni la miseria de muchos pueblos eslavos. España es un Estado que puede tener armados cien mil hombres sin aniquilarse, y pagar mil millones sin empobrecerse. España es un país de más de cuatrocientas leguas de costa sobre los mares, y tiene una marina mercante de más de dos mil buques en el Mediterráneo y en el Océano. España es una Nación de la cual son provincias todavía Cuba y Puerto-Rico entre las dos Américas, las Canarias en el camino de las dos Indias, las Filipinas a las puertas de la China, y las Baleares en la ruta de Argel y del Egipto. España es un país donde Barcelona y Sevilla, Valencia y Málaga, Jerez y Murcia, Granada y Zaragoza son ciudades de provincia; y que cuenta entre sus puertos a Vigo, a Mahón, a Cartagena, a Cádiz y el Ferrol, por cada uno de los cuales darían una provincia de sus imperios algunos soberanos de Europa. España tiene graneros tan abundantes como la Livonia, Castillas tan fecundas como el Mar Negro, Extremaduras tan feraces como el Egipto.

La Australia y la Sajonia no han podido arrebatar aún a nuestros rebaños la primacía de sus vellones de seda: en el nopal de nuestros setos anida a millares el preciado kermes que ha reemplazado a la púrpura; y desde las albarizas de Jerez hasta las playas de Málaga, la naturaleza ha derramado ríos de néctar, con cuya riqueza y fragancia en vano aspiran a competir el Garona y el Danubio, las rocas de Chipre y las lavas del Etna. España guarda sola los ricos tesoros que hierven líquidos en las venas del Almadén; y a España dio la naturaleza por el Norte cordilleras de carbón y montes de hierro; por el Oriente sierras cuyas entrañas son de plata. De su antiguo señorío y del poder que ejerció en el mundo quedan todavía vestigios, no enteramente perdidos para su actual influencia. Su sangre y sus costumbres, sus gustos y sus necesidades, su idioma y su literatura, su creencia y su legislación, prevalecerán eternamente desde el Cabo de Hornos hasta los ríos de Tejas, con el doble prestigio del descubrimiento y de la conquista.

El nombre de España suena todavía con respeto sobre el Sepulcro de Cristo; en las islas vecinas al mar de Lepanto, en las tierras que gobernaron un día los Osunas y Moncadas. Toledo, Sevilla, Compostela, León y Burgos ostentan aún esas maravillosas construcciones religiosas, en cada una de las cuales cabe dentro varias veces Nuestra Señora de París. La raza oriental nos ha dejado a Córdoba y la Alhambra. Los lienzos de nuestros pintores pueden colocarse a millares enfrente de las tablas de Rafael o las de Durero. Los profundos alemanes pasan las vigilias de sus largas noches sobre las páginas monumentales de Calderón, de Lope y de Cervantes; y los navegantes ingleses han aprendido el camino de los mares y la figura de las lejanas tierras en los cartones de los Tofiños y Jorge Juanes.

Y si es verdad, como lo ha dicho un generoso francés, el ilustre Lamartine, que las simpatías dilatan las fronteras, y que allí donde conservan adhesión y fuerza moral, allí tienen todavía provincias y colonias las naciones, nosotros tenemos unos dominios que llegan más allá del Vístula y del Po: al nombre de españoles va unido todavía el de caballeros, donde esta palabra tiene una significación; y más allá del Rhin, y en el Támesis, y al pie de los Highlands, un apellido castellano es todavía un distintivo de honor, más acogido que otras cintas y otras estrellas.

No hablamos de la España de nuestros mayores, no. Ésta es la España de nosotros, y la que ha de ser más bella y más grande en manos de nuestros hijos. Todavía es una España más poderosa que la de Isabel la Católica. Todavía la mano de nuestra Reina vale más que cuando la demandaban de rodillas los herederos de la Casa de Borgoña, aquel día que al tocar la diestra de una Infanta de Castilla, pudieron alargar la siniestra al globo imperial de los Césares.

Y esa mano pudo haber sido suya otra vez: no sabemos si ellos solos han sido los culpables de ese desdén. Esta Corona, por más que descanse sobre un libro, como antes se sostenía sobre una espada, no ha dejado de ser de oro. Acaso los que han permitido que otros la tuvieran por de alquimia, la han tenido por demasiado pesada. Este eslabón de la cadena europea es todavía de diamante: los que le han dejado suelto y desprendido, no conocen que han abierto una barrera al libre paso de otros Gobiernos, a quienes tal vez no importa demasiado el estrechar ese círculo. Nosotros no somos los que debemos bajarnos a recogerle; pero en las regiones del poder tampoco creeríamos haber hecho lo bastante por nuestra Patria, sólo con esperar que alargaran la mano para estrecharla. Ínterin que no tendiéramos la vista más allá de la diplomacia que tiene interés en aislarnos, no creeríamos haber andado bastante camino.

Nuestro mundo político no concluye en el Sena. Nosotros procuraríamos llegar siquiera al Spree; y si nuestros pasos eran infructuosos, si nuestra fortuna no correspondía a nuestros nobles intentos, no nos quedaría el desconsuelo de poder haber sido engañados. Fortalecidos con el testimonio de haber hecho lo posible, esperaríamos confiados que la Providencia, que nos ha dejado llegar a salvo solos por entre los principios de la revolución y de la guerra, haría no menos próspera nuestra peregrinación por los anchurosos caminos de la paz, de la ciencia y del trabajo, a la luz de la justicia y de la ley, y del respeto profundo a todos y de todos los pueblos.

V.

Lo que es verdad respecto a nuestras instituciones y a nuestra nacionalidad, no puede dejar de serlo respecto a la unidad del territorio que la comprende. La defensa y la consagración de la primera ha sido la tarea de nuestros días; pero la unidad del territorio peninsular, principio legado por los siglos a los descendientes de Pelayo y de San Fernando, es el designio y la obra del porvenir.

En la política de conservación, no puede dejar de ser admitido lo que es una condición de existencia. El espíritu que interiormente se opone a este principio, no merece en este siglo el nombre de sentimiento de nacionalidad: es una mezquina preocupación de provincialismo. Los intereses que en lo exterior la contrarían, no son por cierto las seguridades de la diplomacia general. Si hubo una época en que las proporciones del poder español rompían las leyes del equilibrio europeo, las proporciones actuales de su territorio no satisfacen, en la civilización actual, las necesidades primeras de su vida.

En otro tiempo los ríos servían a Dios para el riego, y a los hombres para fronteras. En aquel tiempo en que no tenían metrópolis las naciones, para campamento temporal de los Reyes, lo mismo servía un arenal que unos jardines. Hoy, habernos cortado nuestros ríos es la amputación de nuestros miembros: la falta de la costa que se extiende de la embocadura del Tajo a la del Duero, es haber dejado el techo de nuestra vivienda más bajo que nuestra altura; haber acortado de nuestro lecho el sitio de la almohada.

La política que quiera perpetuar para la España esa ley de mutilación y desangramiento, no contraría sólo los intereses de todos los pueblos de España, sino también las leyes naturales de la organización de Europa9. De esos dos pedazos de Península, pueden decirse las tristes palabras de Cromwell sobre el tronco sangriento de Carlos Primero. «¡Pobre cabeza sin corona! ¡Pobre corona sin cabeza!» Nosotros añadiremos. ¡Pobre diplomacia que quiere guardar las puertas de una fortaleza con dos cadáveres, porque tiene miedo a un centinela!

Por eso, si la realización de este gran designio aparece hoy superior a nuestros medios y a nuestros esfuerzos, no puede ser superior al trabajo de las generaciones, ni a las contingencias del tiempo que los designios de Dios se cumplan. La inteligencia de nuestro Gobierno no es precipitarlos ni desatenderlos. Su política no puede ser la temeridad absurda de demostraciones estériles, ni la resignación fatalista que coloca en el rango de las quimeras, a naturales contingencias.

A nadie le es dado penetrar los secretos del porvenir, ni calcular hasta qué punto puedan presentarse un día como fáciles y necesarios resultados, los que aparecían el anterior como fenómenos extraordinarios. Nadie puede saber si en los cambios y progresos de la opinión, y en las extrañas peripecias de la política, lo que hoy parece contrario a los intereses de un Gobierno, entre mañana en la conveniencia de sus proyectos, y en el plan de sus designios. A nadie puede parecer fantástico el porvenir de otros años 1808 y 1815, tan sorprendentes como los pasados.

En la paz, -como los hábiles marinos en la calma,- debemos tener dispuesta la jarcia, y pronta la maniobra para aprovechar el viento que salte con la tormenta. No, creemos que la bonanza que se llama statu quo, sea ley eterna de las naciones europeas, y pleamar o baja mar de sus encontradas corrientes: cuando esta situación vuelva a perder su nivel, y llegue la otra hora de la marea en el océano de los acontecimientos, la España debería ser, en la diplomacia, tan fuerte y tan compacta como lo es geológicamente contra los dos mares, a los que sirve de inmenso dique europeo.

No fundamos empero en la guerra nuestras más lisonjeras esperanzas. Sin tener una confianza absoluta en la estabilidad de la situación actual, podemos creer que es otra la ley de las revoluciones futuras. Cuando hemos consignado la coexistencia de dos diplomacias, hemos indicado que el imperio de la una caducaría, como caducaron otros principios vetustos.

El principio de Barthelemy, que ya ha empezado a hacerse lugar en el comercio, concluirá por prevalecer en la política; y lo que hace un siglo parecía un sueño en los escritos paradójicos de Saint-Pierre, será antes de otro siglo una verdad práctica que dé al Derecho de gentes nuevos fundamentos, y a la política nuevos tratados. El principio de fraternidad será más fecundo que el de la lucha; y así como la política ha resuelto ya en algunos países el problema de evitar las revoluciones, con más facilidad todavía las relaciones internacionales podrían no necesitar la intervención de la fuerza.

Ocasión puede venir en nuestros días, o en los días de nuestros nietos, en que la igualdad de derechos y la comunidad de instituciones haga posible y fácil lo que no fue dado a la unidad moral de la Religión, o a la unión material del poder absoluto, en los tiempos de su mayor predominio. El sistema constitucional, en la aplicación de sus consecuencias, y en la religiosa observancia de sus condiciones y prácticas, está quizá destinado a facilitar una asimilación más completa.

Por eso, para nosotros el culto de las instituciones, y el respeto profundo a sus garantías y libertades, después de ser el símbolo de nuestra política, es el fundamento de nuestra diplomacia. Por eso contribuiremos con todas nuestras fuerzas a la creación de ese sistema generoso de diplomacia europea y española, que se funda en el verdadero interés de las naciones y en las relaciones naturales de los pueblos, y que espera sus Cobden europeos, como esperó los suyos el sistema comercial de la Gran Bretaña. Por eso, en fin, ora sigamos marchando a tientas por la antigua subterránea senda, ora se nos abran a la luz más anchurosos caminos, nosotros, sin forjar gigantescas quimeras de engrandecimiento, que hoy nos atraerían el desprecio, como en otro tiempo la venganza, procuremos legar a nuestros hijos una sociedad, que viva y funcione dentro de los límites que le ha señalado la naturaleza.

La nacionalidad los ha menester para su integridad; la administración, para su acción y ejercicio; y el reposo europeo necesita además que las naciones que lleguen a pesar sobre nuestro suelo, no desequilibren el continente, asentándose con demasiada fuerza sobre el extremo puntal de esta inmensa romana.