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Al Serenísimo Señor el Cardenal Infante Mi Señor

Serenísimo Señor,

El Panegírico Funeral que dije a la santa memoria de la Señora Reina Doña Margarita, Madre de Vuestra Alteza, en la presencia del Rey nuestro Señor, su glorioso hermano, consagro al nombre Serenísimo y purpúreo de Vuestra Alteza. Dignación fue ya de Su Majestad (Dios le guarde), admitir como a la protección de su grandeza, a la prescripción de su real nombre, el otro panegírico que dije a las Honras del Señor Rey Don Felipe Tercero el Piadoso, Padre suyo y de Vuestra Alteza, primero dueño mío. No molestemos los humildes tantas veces una misma deidad humana con la devoción importuna e interesal de nuestros menesteres. Estos segundos borrones ampare Vuestra Alteza, que en la misma eminencia de sangre, si recibió el Cielo sin la corona de rayos, templado el sol, con amor y respeto a la mayor luz de la Majestad la Alteza, se le ha querido también vestir de púrpura con humanidad y favores a los menores la soberanía. La profesión también sagrada de Vuestra Alteza, el genio, si de la naturaleza majestuosa, inclinado a más arduos manejos de la elección sabia, casi genialmente amador de los estudiosos, y el juicio que de unos talentos y otros, mayor que pedían sus dulces años, hace Vuestra Alteza, no sólo ofrecen a mis deseos, desafían a mis temores, defensa muy sensible. Aliento que casi está para atrever a la afabilidad de Vuestra Alteza alguna respuesta, no satisfacción, a tantas censuras. No sé, Serenísimo Señor, si las llame envidias, por no arrojarme más animoso, ni recibir más calor del que la humildad de criado y la modestia de un religioso deben creer a los rayos de Vuestra Alteza. De tantas censuras, pues, digo, de palabras, de plumas, de prensas, de otras profesiones y la mía, hasta en lugares obligados, como a más pública, a doctrina más sana, desatendí siempre. Siempre fue descanso de trabajos eruditos el sudor de la verdad, y a los que arribaron con sus estudios a parte que otros no llegaron, se les permitieron aun los descuidos por leyes. En este siglo, y más en nuestra nación, no hay tranquilidad de letras. La calma es borrascosa, el puerto se ha hecho escollo y naufragio el muelle. Alguna singularidad (no dice esta voz soledad, acierto, soledad dice) de mis estudios y estilo comenzó a hacer, no envidias, odios: gran culpa es desear saber más. La edad me descuidó, ya no lo ignorara. La edad, empero, ni el crédito, no son remedios contra este miserable afecto que con el mal ajeno se quieta o con la muerte se engaña, tan violentamente enferma. Conque en tanto espacio de la vida humana, cual es el de veinte años que he asistido, en tanta obligación de ocupaciones, a la mira, no a la vista sólo, de esta Corte, sola la emulación, o amiga o enojada, me anda a enjugar los sudores. Quiera Dios, como se sirve de darme algún espíritu y celo de su gloria, libre de afectos para la doctrina, no negarme al aliento, no espirituoso, sino espiritual, de que necesita el valor para recibir mortificaciones las que vienen calumnias, y más si fuesen de los hermanos, aunque mayores. Juez es el Padre de todos también, remitámonos a tanto arbitrio. El sentimiento mayor de los que carecieron de este genio (si dichoso o infeliz, no sé determinarme), es contra la novedad de las oraciones fúnebres o panegíricos que en forma castellana perpetua he introducido. Y desde el nombre a los puntos, no hay coma (que llaman) que se huya a la acusación. A nadie, a nada, he respondido. No por desprecio, que soy y debo ser muy humilde, ni por constancia, que no necesitan tales injurias de tanta resistencia. Blando, sí, excusé manifestar con afectación impaciente a mis desagrados (sea ingenuamente dicho) los errores que la verdad, con severidad tranquila y risueña, les enseñaba. Ni dejé de temer la ofensa de cuantos tienen vista de libros y luz primera de erudición. Pues, contra cuanta hemos alcanzado a descubrir de Grecia e Italia (no sólo en Demóstenes, Cicerones, eminencias profanas, sino en los Naciancenos y Ambrosios, maestros divinos), militan las calumnias que contra mí se arman. Y he hallado por más seguro, errar acertadamente con ellos, que acertar con los mayores de mi profesión (que también confieso maestros) dudosamente. ¡Oh, Señor, si se dejara de hablar algo por leer más! Si copiar (bien que con aprendiz pluma) en nuestra habla española las ideas de estos idiomas valientes merece castigo, Vuestra Alteza me le señale, que yo le esperaré, más que obediente, ambicioso. Es verdad que ya excusan (quizá acusados de su conciencia) la acusación con que no mira a la ejecución mía, sino al ejemplar y a las demasías de estilo que ocasiona.

Confieso que sin cuidado y casi sin libertad (no sin elección), he deseado con esta tal cual pluma levantarme de tierra. Mas no las presunciones del águila al cielo verdaderas, las templanzas de Dédalo, que fingen en lo peligroso del vuelo, si sublime del aire, deseé imitar. No corren las ruinas de los ícaros por mi cuenta, si bien el que va arrastrando, más seguro está de caer. No fue temeridad y soberbia, sino curiosidad y ánimo el de Colón, ni inventó nuevos climas: hallólos. Haber hallado, después de tantos, algo nuevo en esta lengua (sea estrecho, nuevo mar es), a confesión de los que viven y murieron con amor de ella, no es formar otro odioma, sino venerar tanto el vulgar castellano nuestro, que nos prometemos de él la sublimidad clásica de los otros. Ya hubo seso grande en la antigüedad que, no saber pecar en estos intentos mayores, lo llamó culpa. Más allá del seso debo de pecar yo en el estilo, que así acongojo las inocencias, y más en esta oración, escrita el domingo, primer día de octubre, encargada a la memoria el lunes inmediato, y fiada a la lengua y al caso el martes siguiente. Tropel que en fe de su obediencia merece perdón de los descuidos: el género de la oración, la materia, el asunto, la audiencia, el lugar, todo grande, la estampa ausente y tumultuaria, con ocasión del camino y obligaciones de mi oficio. Estos pocos días que hurté a la asistencia de Madrid, juzgándolos vacaciones, por no estar Su Majestad, Dios le guarde, en él, ayudará a granjear algunos achaques más a este mi trabajo, unos, empero, y otros, todos los descansos y me aseguro, arrojándolos a ellos, y a mí a los pies de Vuestra Alteza.

Todavía, al expirar último de esta humilde dedicación, me falta pedir perdón más forzoso a Vuestra Alteza de haberle embarazado este pedazo de tiempo con oración, aunque epistólica, al parecer más descogida que la suma diferencia del dosel de Vuestra Alteza a la tarima de mi profesión me enseñaba. Mas los cetros augustos no desdeñaron las pláticas familiares, ni aun las porfías estudiosas con los ingenios de sus vasallos. No estrañara Alteza tan humana favor que Majestades terribles afectaron. Demás, Serenísimo Señor, que a Dios vamos con quejas y con lástimas cada día.

Guarde Su Divina Majestad la real persona de Vuestra Serenísima Alteza largos años.

Fray Hortensio Félix Paravicino.


Panegírico Funeral

Otra vez, Corona católica, generosos fieles, otra vez, vuelvo a decir en la presencia vuestra y en linaje de oración, si bien enseñado de las lumbres griegas y latinas de la antigüedad, de las menos ancianas trompas del Evangelio, o no entendido o excusado, al fin no ejecutado en el idioma nuestro hasta mí. Empeño fue de mi afecto, entre el ardor del estilo, habrá largos tres años, cuando más verdadero que elocuente, oré en las Honras del Señor Rey Don Felipe Tercero el Piadoso. Hoy me desempeña obediencia soberana, en días bien cortos, apenas justa hora.

La costumbre de invocar el favor divino en las oraciones evangélicas o sermones, es tan religiosa y sabiamente útil, que si (en aprobación de los que han omitido la memoria expresa de ella) no ven nuestros ojos en los santos y Padres las estampas, debe nuestra fe (aunque opuesta a las leyes más severas de la oración profana) venerar sus huellas pues aun el error soberbiamente supersticioso de los romanos no olvidó a sus mayores esta reverente memoria en las acciones del cuidado público. Y si esto siempre, ¿cuándo más providente, más rita, más decorosa esta invocación, que en el día que llega a decir de la más gloriosa Reina, más amable, más resplandeciente en méritos naturales, ilustre más en virtudes y ejemplo católico que (sin afectación dicha) nos acordamos, un orador religioso, humilde, si no del todo desnudo de los arreos de la elocuencia española, mal aseado de la improvidencia, peor dichoso del genio? ¿Dónde, más que en presencia tanta, en tal corona de fieles, si breve por el sitio, tan preciosa por el valor, que dobladas en ella y en nuestra voz más proprias las coronas (una y otra, digo del occidente y del norte), si no confunden flamantemente en los rayos, abrazan (no mezclan) dulcemente los resplandores, formando en los orientes de Su Majestad el mayor mediodía que desde la eminencia de sus luces ha visto el sol? Y ¿cuándo mejor que cuando se han de decir las verdades severas que esta Reina santa ocasiona a oídos soberanos, con quien tan poca dicha (en todos los siglos) suele tener la verdad?

Así, pues, omnipotente, eterno Dios, en quien nos movemos, vivimos, somos, Padre de las lumbres a quien no se puede acertar mudanza inestable de claridades ni achacosas veces de sombras, de quien toda dádiva grande desciende y todo perfecto don, me da gracia para que sea hoy esta oración mía digna del palacio, digna del príncipe, ya que a la memoria de reina tanta y sus gloriosos y piadosos manes no baste a corresponder.

Y Vos, Reina de hombres y ángeles, y de este Dios Madre Virgen, ¡Oh, María! sed de protección tan grande eficaz intercesora. Sean fructuosamente recibidas la verdad, la fe, la libertad de lo que hoy dijere, y si bien parece error mal erudito ocupar de horror el principio y los ánimos, despierte hoy mi humildad afectuosa a los ojos lágrimas, al corazón sentimientos de tan enorme pérdida, que la misma razón que en las muertes recientes solicita consuelos, obliga a mover dolor en las que se olvidan. Olvidar la memoria de Margarita no es obediencia descuidada al imperio villano de los tiempos, no es ingratitud; riesgo es, e infidelidad. ¿Cuándo, empero, de virtudes tan excelentes, por hacer algún ruido a nuestro proceder, no afectamos el desacuerdo?

Oye, pues, tú, Reina santa, tus loores, si acaso la condición afectadamente ignorante de los mortales, medrosa a la imitación desde el ejemplo, se ensordeciere. Comenzarélos, poco adulador, por los que nunca más afecto tuyo que la desatención pudieron merecerte. Si ya no fue para aprender de tus padres (que tu imperial nobleza voy a emprender) la virtud y el verdadero trabajo, mejor que Ascanio de Eneas y como de los suyos Tobías.

Naciste de la naturaleza como pudieras de la adopción. Séate culpa tu nacimiento (seguramente me arrojo), como si fuera acción tuya, pues si no escogiste el linaje (porque sólo se dio a sí mismo Dios esta excelencia no comunicable a los hombres), como si le escogieras le tuviste en las generosas y esclarecidas casas de Austria y Baviera. Austria, la que excedió en Emperadores el número que en hijos particulares premiaba Roma, la que que comenzando reverencia de sacerdotes, creció amparo de pontífices. Austria, la que dominó la parte del norte habitable del mundo, para ser imán del corazón de España, aguja al norte de Roma. Austria, la patria animada de los Carlos, de los Fernandos, Maximilianos, Albertos, Filipos, Federicos, Rodolfos, águilas de dos cabezas contra el dragón de tantas, nunca bastardeando las sucesiones. Baviera, la columna de estos imperios, la casi de la fe de Alemania única conservadora, el rayo de los sectarios, la hacha de las hidras, llama de culpados y luz de fieles. Éstas fueron, una y otra sangre, las que resplandecieron siempre con rayos de majestuosa serenidad a la Iglesia, de nube turbulenta a sus enemigos. Éstos los dos ramos racionales de aquella vena tan rica que en todos tiempos da siempre mejores (no buenos) los metales humanos. Nada mediano sabe nacer de ella. Cuantos hijos da, tantas eminencias ostenta. Y lo que difícilmente acaece, la frecuencia de ella es más rara, más estimable la muchedumbre.

De este, pues, más que mortal (si bien mortal) origen, fueron, Margarita, tus padres. De Austria, el Archiduque Carlos, dueño de Stiria, Carintia, Carmola, del condado de Coricia y parte de la Dalmacia, hijo segundo del emperador Maximiliano, nieto de nuestro Filipo Primero, primero por su nombre, por sus sucesores y nuestra dicha, primero. De Baviera tu madre, la archiduquesa María, hija del grande Alberto, el que en los pendones sagrados, en las banderas católicas acreditó con el hecho (no con la presunción o la apariencia) el blasón augusto de perdonar humildes y debelar soberbios, tremolando contra las panteras septentrionales la greña del león imperial, que transformado can, fiel por el afecto pío, intentó reducir los lobos de la herejía, ya al cordero en piel de púrpura Cristo, ya al pastor (en su perpetua sucesión) Pedro.

Héroes son éstos, Margarita, que si tu modestia, aun ausente, no me arredrara, si no me desaconsejara judicialmente la fe, cuando por traslados a no alterable imperio no los llamara dioses, como cultamente bárbara solía Roma desperdiciar los títulos de divos o divinos, como a un Antíoco, tan feamente fallecido en las historias, de Dios se le quiso adoptar, medrosamente soberbio su sucesor. Por haber sido padres tuyos, les diera yo este culto que Enós mostró prometérsele en el idioma santo, no siéndolo más que Abel (primera imagen de Cristo, en carmín tan costoso como su sangre), por haber dejado tan santos hijos. De estos padres (venzamos ya esta luciente niebla) naciste, Reina ínclita, el año de mil y quinientos ochenta y cuatro, en veinte y cinco de diciembre, entre las nueve y las diez del día, cuando tocaban al alzar de la misa, como el pueblo dice. ¡Dichoso y cristiano agüero nacer para el bien de España el día en que Dios mismo para el del mundo! Y en aquella dichosa tierra, términos de Carintia y Stiria, donde se vieron amanecer tal día dos soles, o porque para esforzarse contra tan clara noche buscó el sol compañía, o porque para reconocer al sol Dios que en un establo rayaba luces, menos hachas no bastaran. ¡Ay, cuántos vicios murieron en otros al mundo este día! ¡Oh, cuántas virtudes en ti nacieron! Siempre observaron los nacimientos de las personas grandes los tiempos todos. La suerte de Matías sagrada hizo dichoso a tu abuelo magnánimo día veinte y cuatro de febrero, más que el diez y ocho de julio a César su vanidad supersticiosa. Y yo noto ahora que al levantar brazos sacrílegos en un leño el precio de nuestra salud y el fiador de ella desnudo el viernes de la semana mayor, nació después tu hijo y Señor nuestro, y tú naciste cuando entre celajes cándidos de sencillísimos accidentes, misteriosamente vestido el sol mismo, le levantaba también la fe de los sacerdotes: que parece que no contento Dios con hallarse en un pesebre reclinado por su amor entonces, quiso que aun el horóscopo de tu nacimiento le tuvieses en las aras por ascendientes. Sirvan (breve y hermosa seña de mayores glorias) estas observaciones hoy a la ejemplar expectación de tu vida y hieran como en eco cristiano y culpen la credulidad ambiciosa, la superstición tímida de los poderosos que, en esta prohibida y falaz vanidad, tanto como yerran padecen. Cual si no hubiera enseñado Dios a los reyes más sabios de estas ciencias o opiniones a observar la genetlíaca más útil y más segura, buscándole con tan buena estrella, que hasta la casa del sol llegaron al no romper, sino clarear la alba de María, arrojando a sus pies la cláusula religiosa de todos los sacrificios, en dones, tributos, despojos divinos, humanos, reales.

Así, pues, con altas circunstancias, tu nacimiento fue en Graz, metrópoli de la Stiria (en más distantes siglos Valeria). Bien te describiera, ciudad dichosa, para granjearte atención, para solicitarte más puntual crédito. Bien te describiera, desde tus collados fértiles a tus bosques gustosos, del Mora que te baña a la vega que te sustenta, de los hospitales que te curan a la plaza que te hermosea, desde el castillo que en tantos militares tormentos te ampara a las escuelas insignes que en más sudores católicos de Ignacio te enseñan, si alcanzando a ser patria de Margarita debiera reparar de ti más que en tu cielo. ¡Oh, ya mejor, metrópoli ilustrísima tenga también nombre de cielo tu tierra: y sea del primero, por la imagen de media luna que forma, gallarda ostentación o amenazado triunfo de las banderas de Agar! Mayor, empero, y más vecino símbolo descubro a este cielo en ti para la formación tuya: que así me obliga a discurrir el nombre que te pusieron de Margarita. Séame lícito, si no augurar, filosofar cristianamente en él, pues Dios cuidó tanto, no sólo del suyo y de su Madre (que son sobre todo nombre), sino del de Abraham, del de Sara, alterando sus letras hondamente, del de Jacob, trocándosele entero, con tan diversas letras como significación, como el de Pedro con alusión grata, con seguridad misteriosa. Misterioso nombre el de Margarita, pues le pudo servir de símbolo a Jesucristo para su Evangelio y su amor para la ley y salud nuestra. Una y otra purísimas veces repetida y sutilmente forma una margarita, emulación vistosa de esos cielos, tan amigamente encontrados o encontradamente amigos, si bien Jesucristo y sus apóstoles (cielos místicos de la Iglesia) la acercaron plumas mayores, por el parto más precioso de los insensibles que aborta el mar o la tierra la codicia humana, la ha estimado siempre el mundo. ¿Tierra y mar dije? Cielo dijera mejor, pues formándose esta perla del aliento húmedo o rocío del cielo (fecundo si puro marido de la hermosura del nácar) más sangre muestra tener con el cielo que con el mar, cuanto es más sangre, más parentesco que la patria los padres. Pidamos, pues, a Dios, en esta parte de oración que este dulce símbolo nos halla, que suden blandamente divino humor los cielos, que dirijan gratamente liberales su rocío, si no para formar, para ilustrar a lo menos, esta margarita, para que a su luz bermejee la claridad interior, como en las naturales suele, y arda el sol de su criador la alma purpúrea de este sazonado aborto de su influencia, de esta humana perla, Margarita, antes que la edad (que también este ademán padecen las perlas) porfíe rugas o deslucimiento a su tersa preciosidad, a la opacidad diáfana de su ser. ¡Ay, a qué tan presto me he herido de mi voz importuna e intempestivamente! ¿No fue bien breve el período de tu vida, y más que adelantado al peligro de estas naturales injurias? Veámoste ya crecer, Margarita, y juzgo que no veremos sino el haber crecido, como en los árboles, pues cuando llegaste al uso de la razón, practicaste la doctrina (que tan dura como saludable tal vez ha parecido) de haber de amar a Dios con acto expreso o con el mismo desviarse de él. ¡Oh, en qué obscuridad ruda de naturaleza aprieta tanta elección! No pudiste, antes de nombrar padre, madre, andar inquietando en niñerías valiente el basilisco, en victoriosos juegos la víbora, con las manezuelas tiernamente duras, hermosamente triunfantes, como Cristo. Supiste, sí, en pudiéndolos nombrar, escoger sus padres por tuyos, a María y José por tus abogados. Si no ofendiera con la piedad el respeto, entre esos padres, y no entre tus Archiduques, te retratara de aquella edad. No acabó Rafael lienzo grande en historia, colorido y decoro, que no le comenzase o más medroso hieso, o menos cierto lápiz que su pincel tan nombrado y valiente. Ni Micael, el que si no ajustó pinturas, nunca erró dibujos, esforzó tanto el mayor diseño que en menos puntual esquicio no le borrase. En la tabla, empero, pasmosa de Margarita, el soberano pintor y primero, Dios (a tanta luz indigna sombra, la mayor humana), que suele disponer a nuestra cortedad sus favores, tasando próvido con la naturaleza lo que quiere liberal condescender con la gracia, así hizo el primer rasguño que pudo parecer última mano. Que en los sujetos grandes (como en Juan vimos) desde les trazos la pone Dios, bien que raras veces.

No naciste como él, como Jeremías y José, santa Margarita: mas la santidad o gracia del bautismo (en el nácar material de la pila, generación espiritual) hasta llegar a España no la perdiste. ¿En España? ¿Por qué? Son preciosas las margaritas del oriente, a cuyas líneas está señalando Graz. Pues no tienen precio por sumo las del poniente, cuyo centro asombra Madrid. Sospechas verdaderamente de divinidad (en la forma que puede ser) engendra preciosidad de méritos o adelantamiento tan grande. Así pareció reconocerlo Saúl en el mozuelo hijo de Isaías, por el alarde que le hizo del león y el oso desquijarados. ¿Cuántas más fieras, más monstruos de afectos suele llevar y esconder la selva más culta del pecho humano, aun antes que lleguen a boscaje bárbaro sus malezas! De doce años hiciste una confesión general. ¡Oh, afrenta de los que necesitan, no sólo de la persuasión de los jubileos, sino de la cuerda del precepto para la ordinaria o anual de sus delitos! ¿Qué acusabas, ángel hermoso? Porque si no es haber heredado la mancha de Adán, no te sospechamos otra. ¿Reprehendiste de haber errado en la primera cabeza? Porque ese achaque fue menester ser deidad o término de ella, quien la excusase: y ya la sangre de ambos, si bien los méritos del Hijo solos, te limpiaron en el bautismo de ella. Nada que mereciese nombre de culpa pudo dejar aquella agua liberal y piadosamente sangrienta. ¿Congojaríate (como mancha sospechada en el lugar que cayó) lo material de la yesca que abrasó la culpa, que por nacer de ella e inclinar a ella, el estilo irrefragable de Dios la suele llamar pecado? Prevendrías con razón desde esas niñeces, ciervecilla pura, la tierna y hermosa cerviz al yugo suave, que de sus mismos brazos sabe formar a hijos menos atentos aquel Padre, más que de familias, de amores, Dios. Desearías ignorar en el afecto más leve (como ya un alma que despertó su Divino Esposo) la túnica molesta que al baño soberano la primera vez depusiste. De doce años se perdió Jesucristo, bien que de amor por nosotros. Y tú te ganaste niña (sería niñería de la lengua llamarte de los ojos de Dios) entrando de esa edad en la congregación del Espíritu Santo, edad capaz, no de esponsales solos, sino de último desposorio tratado espiritualmente con tu hacedor mismo. Cera fuiste a su ardor divino, para recibir su imagen, si Margarita, más tenaz que el diamante al conservarla, si sedienta esponja al beber, más estampa siempre. Fue tu seso, niña, como de anciana. ¿Cuántos ancianos vemos como niños? Enseñaba a idolatrar desde las niñeces a Isaac Ismael tal madre tuvo en Agar. Entre las mismas, aprenda a bailar la hijuela de la majestad, sobre tirana, adúltera, de Judea: tal madre en Herodías tuvo. Tus niñerías eran virtudes; tus cuentos, oraciones; tus juegos y entretenimientos, limosnas; tus danzas, disciplinas; tus visitas, de lugares santos; los almuerzos, comuniones; tus golosinas, lágrimas; las músicas, suspiros. Tal madre tenías en María, y en María y en José, tales ayos. ¡Ay, educaciones de Madrid! ¡Ay, crianza de gente ilustre, niñeces de nobleza! ¿Criáis los hijos para Ismaeles? Y asimismo ¿las hijas para Herodías?

Entre estos devotos alientos, se iban abrazando y creciendo la hermosura interior y la exterior belleza. Flor es la hermosura de la virtud, fruto debe de ser la virtud de la hermosura. Y el arte augusto de las personas reales, mucho trae del Cielo. No fue casual efecto de su formación la hermosura de Moisés, pues blandeó con ella (eficaz, si lisonjero) a los padres, como envueltas entre la risa las lágrimas al nacer, y obligó la piedad paternal, contra más dura ley, a arrojarle al río. ¡Ah, condición miserable humana! ¿Qué puerto prevenía la crueldad, si fue piedad el naufragio? Sombras son éstas, no vanas, de Margarita, cuando se vio preferida a otra hermana mayor para Reina nuestra. Tu virtud, Margarita, mereció este imperio, tu hermosura añadió sufragios, calificó votos. Aquélla te puso la corona, ésta la decencia. De cuantas bellezas (que son muchas) nos dejaron memoria las noticias sagradas, la de Ester, por no vulgares atenciones, veo resplandecer en ti; y ahora, baste haber sido como fuente de agua que sonroseó la luz (¿qué luz o qué lustre en rostros generosos como la agua?) y que esta fuente de agua y luz creció hasta sol, convertida en él.

Aquí Tercer Felipe, última pérdida nuestra y primera gloria (a cuyos lazos nupciales disponen prevenciones de aliño santo), tu hermosa Ester grande ocasión me ofrecía el estilo de torcer hasta las entenas y divertir a nuevo y piadoso rumbo los linos o vela de mi oración. Temo, empero, tocar en la misma laja dos veces, si no embestir en su escollo y esme fuerza engolfar en el rumbo que llevó al mar más alto de España, para descubrir esta margarita.

Margarita, a tus méritos procedo: pues fuiste la mujer fuerte que el mejor Salomón, en fábricas divinas y humanas, Felipe Segundo halló, habiéndola buscado el hijo de David, con tantas señas inútilmente. Tú fuiste en quien descansó el corazón de tu Esposo, hasta imposibilitarle de otra mira mortal los deseos; la casada perfecta, que en todas circunstancias de valor, de virtud, de sexo y honra, ejecutaste la idea del Príncipe más infelizmente sabio, sin que la parte hacendosa, sobre la varonil y real, te faltase.

La nueva de este cuidado y de la pretensión (no elección sola) que hizo de ti este Príncipe. ¿Dónde hallarla, Margarita? ¿En tu palacio magnífico, en el estrado y dosel realmente archiducal de tu estado? O cuando más privadamente, ¿en tu oratorio devoto y rico? En un hospital haciendo a los pobres las camas te halló. Melindres femeniles, asquead la vista del pobre, que al horror de sus lechos, a las vecindades feas de los males de un necesitado y de muchos, pone manos, rinde sudor Margarita. La blandura o apacibilidad de Rebeca (cuando se parecía ofrecer menos a los ojos que al cuello, la coyunda de Isaac) pudo en un pozo, al dar agua a unos camellos, ofrecerle herencia tan grande. Y tu caridad ferviente te dispuso a ti a la igualdad de Felipe, haciendo las camas a los pobres en la enfermería de un hospital. ¡Cuántas majestades arrastraron sus excesos desde el reino al hospital! A ti te llevan tus virtudes desde un hospital al reino: y ya que te halló la nueva de un reino en un hospital, en tu ánimo, ¿qué obró? Congojas en el pecho, llanto en el rostro, verdades en la razón. Pues a las sospechas solas del matrimonio, no hay mujer moza que sea prudente en recatar el gusto a los ojos, ya que sea atenta en sellar la risa a los labios. Si fueran parabienes de casamiento como pésames de orfandad, las bascas del hermano (aun en lo sagrado de la mesa), no estuviera tan diestra Octavia en callar a los semblantes del rostro, los afectos del corazón. Llore la hija de Jefté, en el voto desalumbrado de su padre, su belleza violentamente infecunda, su edad supersticiosamente malograda. Mas tú, a quien no esperan aceros, fuegos, aras, antes vendas de principado, trono español, consorte soberano te aguarda, ¿por qué lloras? Porque la hija de Jefté llora el peligro de su vida, tú el de tu pureza. No todas las hijas nobles, ni aun las comunes, han de ser religiosas. ¡A cuántas el haber sido casadas les hubiera estado mejor! El voto de la integridad no es de todos genios, como ni de todas fuerzas su cumplimiento. Dios honró hasta con su asistencia los matrimonios y si bien el fruto del primer casamiento fue Caín, y del primer voto de virginidad Jesucristo, y él mandó calificar los árboles por los frutos, en reinos de sucesión, como son casi las monarquías todas, es el matrimonio forzoso; no es, empero, de la modestia de las doncellas el solicitarle. A la esposa de Isaac le preguntaron sus padres cuándo podía partir con el criado que vino, no si quería casarse con el pariente que la esperaba: que no es del empacho virginal hablar en marido, ni del decoro escogerle. De la obediencia filial, sí, es rendir consentimientos y de la sangre generosa y debida educación, no hacer ruidoso el agrado. ¿Hacia qué bien mira quien solicita sujeciones suyas? ¿Qué engaña los años tiernos que anhelan a las prisiones y en dotes formidables a las veces? ¡Oh, miseria, lustrosa pena del primer error, no entendida entre los halagos del gusto! ¡Comprar una mujer a caro precio su servidumbre, quizá su esclavonía!

Tú obedeciste, llorosa Margarita, al bien que, no alborozada disculpadamente, sino alborozadamente interesal, pudieras pretenderle: y éste, después del viaje largo y majestuoso, de las ceremonias grandes sagradas, siendo, si no Jesucristo, su vicario, el que asistió a tus desposorios, y la mesa, no sólo suya en que te sirvió aparatos nupciales, sino la de Dios, en que una y otra vez repetidamente te ministró su verdadero cuerpo. Últimamente en Valencia te entregó la compañía de Felipe. No sé en esta parte más: la compañía de Felipe. Dichosa ciudad, madre antigua de noblezas, de armas, de letras, taller perpetuo de santos, tálamo ahora reciente de las dos mayores purezas que vio inculpablemente ofendidas la sucesión. La tuya te dio en perfecto número siete hijos caros, carísimo más el uno (Tened, estilo, que tiempo hay). Fecunda y bizarra vid, con hojas de modestia espaciosas: flores puras de virtud, fértiles racimos de sucesión. Uno y otro goza el Cielo, la tierra venera en los que quedaron, coronas de España, Francia, Hungría, tiaras quizá de Roma, bastones quizá de la Asia, triunfos de Jerusalén. ¡Oh, sea! ¡Oh, sea así!

Dios, siendo Dios, se preció de tener hijos, y no el Eterno, sólo, y natural, ya en la eternidad, ya en el tiempo, sino los puramente adoptivos y temporales, hasta habérsele oído en no obscuros si divinos oráculos, estas voces: «Hago yo a otros tener hijos y ¿he de carecer de ellos?» Don proprio de Dios son los hijos. Justamente se pudo, si no ofender, apurar Jacob, a las ansias importunas de la esterilidad de Raquel. «¿Por ventura soy yo Dios? ¿Pídesme hijos por fuerza?» Que cuando no sólo el caso, sino la imposibilidad o la fuerza llegan a parecer culpa, es desdicha muy grande. Dios edifica las casas las sucesiones digo, que las casas de piedras o ladrillos, Satanás suele edificarlas. Díganlo ellas mudamente voceadoras, ya que hasta los estruendos de la costa se hacen mudos. Dios labró la casa primera a Adán, no solo cuando formó así a Eva, sobre el cimiento o cimbria de su costilla (que de todo vino a servir), sino cuando confesó ella que por Dios había tenido el hijo primero, con que comenzó a asegurar el imperio humano en un descendiente y otro, que no hay mayor seguridad de un imperio que la muchedumbre de hijos. Pues a los dos primeros hermanos estrecharon los términos del mundo, como los muros de una pequeña ciudad pudieran. Siendo esto así, Margarita, tu virtud eminente y la de tu consorte, no menos sublime, me obligan a pensar cuánto ayudan a estos edificios vivientes, la modestia de la majestad y la fe del matrimonio.

La modestia para que no se hagan dioses los hombres que desean hijos, pues a Dios le hace hombre para tenerlos: conque de hijos y hermanos contrae la deidad infinita parentescos mortales. Y, hasta hacerse carne por ellos, no dio a los hombres poder de hacerse hijos suyos. En la majestad del Sinaí estruendosa, cuando lo llevaba a rayos, no hubo mención de hijos; miedo, sí, hubo de vasallos: que a no templarlo el amor, pudiera parecer odio. En el Tabor, que trataba de padecer la deidad por su pueblo, si bien en naturaleza capaz de pasión, y en el Jordán, que disponía su remedio, a nubes de claridad, a voces de resplandor, confesó hijo, protestó agrado. La fe conyugal y continencia santa asegura esta dicha, este bien últimamente. No hablo de la tuya, Margarita, que no es prenda para advertida de forzosa, cuanto y más para alabada en las mujeres nobles. ¿Qué en las reinas? Una mujer humilde como Susana, y hermosa, solicitada con tanta instancia como fealdad (antes con peligro y violencia) de las canas purpúreas de los jueces, empuñó palma de pureza y victoria, y era mucho pisarla Ester. ¡Ah, borre nuestra memoria, como la pluma de Dios, el nombre de la mujer de Putifar, desdichada y ruin, que tan desdichado como torpe dejó ejemplo a la nobleza! La fe solemnizo de tu marido, que como a bien ganancial de la alma, espiritualmente tuviste a él parte; del marido que veneró tus prendas amante, correspondió a tus deudas justo, y bebiendo aguas puras a tu agrado, llamas dulces a tu semblante, todo veneno turbio, toda cisterna ajena ignoró. Ni de otra hermosura que la tuya, con libre y natural pacto, permitió a sus ojos atención leve, ni a su atención un mirar veloz.

Gran cosa en un príncipe, pues halló David sacrificio digno de sí y digno de Dios, en verter la agua que deseó beber: que reprimido un antojo o deseo real, no es agua vertida, hostia le es entera a Dios. Quien del baño del vasallo bebió adúltero, no poco hace en negarse modesto a la cisterna del enemigo. De un clavo de los cuatro en que pendió a desangrarse el cordero y pastor, Abel Divino, Jesús, para destilar a las muertes del mundo resurrecciones, hizo Constantino a su caballo un freno, habiendo echado otro al mar tempestuoso. Que para arredrar un príncipe resuelto, como para tirar del freno a un piélago insolente, de clavos de Dios y saboreados en su sangre, es necesario el bocado.

Gran cosa, pues, mas debida y útil la fe conyugal y continencia en los príncipes. Bastante ejemplo era Abimelec, en los medios de haber indignamente traído a su palacio la mujer de otro (aun del edificio insensible, sensible agravio), o en haberle dado a Sara mil escudos para tocas, advirtiéndola que se acordase que le habían cogido en el hurto, siendo el autor de la violencia, como de la defensa de Sara, Dios. Que hermosuras miradas afectuosamente de un príncipe, mucho han menester para tocas. ¿Darános ejemplo alguno más cuidadoso las historias acaso? ¡Ay, que nadan en tanta sangre como doctrina todos! Por todos sean solos dos: sagrado y judaico el uno, español y profano el otro. Salomón, tan lastimosamente perdido por la variedad de las bellezas infames a que se entregó. ¿Es posible que no miraras, Príncipe, ociosamente sabio, que habían sido dos mujeres de ruin vida las que en tu reino movieron a tus ojos el primer pleito, para cautelar aquel sexo desde aquel día? ¡Ojalá hubieran sido siempre pleitos los tuyos! Que mejor saliste del pleito de dos mujeres que de la paz de tantas. Rodrigo, que el imperio de trescientos años en los Godos dio por casi setecientos a los africanos, por mal dueño de su palacio, por mal señor de sí. Tanto hubo menester, como duró en no común nuestra, para expiarse una torpeza real. ¡Qué fácil es al hecho un agravio! ¡Qué difícil es a la satisfacción! ¡Cuánta mayor venganza deben tener los que no tienen de quien temerla! Y no acaso se acabaron de extirpar por Felipe las raíces obstinadas de tan infame selva, habiendo sido el más casto Rey que sin ayuda de la naturaleza ha dado a España la gracia. Y esto con tanta parte, Margarita, de tus consejos, de tu aliento, de tu instancia.

La que tuviste (parte digo) en la educación o crianza de tus hijos, si no me abrevia la vida el Cielo (a tan inútiles trabajos apresurada), diré algún día, cuando, si no la oración, la historia me obligue. ¡Oh, guárdalos, Señor, en amable prolijidad de gentes y de siglos!

La parte que toda la vida tuviste en la asistencia de tu Felipe, y más en esta ocasión, quisiera repetir importuno oportunamente. ¿Cuántas olas serenaste en aquesos recursos de pensamientos, entre el interés y la conciencia, la magnificencia y la severidad? ¿Qué perplejidades no desataste? ¿Qué remisiones no encendiste? ¿Qué desmayos no alentaste? Quizá te debe España la última resolución de la libertad, de su limpieza la fe. ¡Oh, en cuántos cuidados asististe a Felipe, amiga! ¡En cuántas dudas le aconsejaste prudente! ¡A cuántas elecciones (aunque excluyeses con no practicable entereza tu misma sangre) le dirigiste justa! ¡A cuántas dádivas y mercedes liberal le acompañaste! ¡De qué celo público no le fuiste individua compañera! ¡Oh, adjutorio de Eva, alguna vez practicado! Mujer que honraste el marido. ¡Oh, Reina que a tan buen Rey hiciste mejor!

Cuidó Ester del bien de su pueblo y fuele redención y amorosa madre. A los pueblos de su marido justificado mas casi implacable verdugo fue. Tú, siendo hija grata a los alemanes, fuiste verdadera madre a los españoles. ¿Qué virtudes contaré que compongan el Paraíso de tu vida, tan brevemente perdido de tu dueño, que no se ofenda cada una, siendo cada una mayor? Perpleja avecilla, mal dudosa abeja (si hubiera con el estilo usurpado alguna decorosa dulzura al enjambre de su Platón en Grecia o al de mi Ambrosio en Italia), me tienen las flores de esta primavera, y ¡cuán breve! Allí me llaman los claveles encendidos de tu caridad ardientes; allí la Clicie dorada, o esposa del sol, en tu amor puro, y, entendidamente embebecido, me vocea. Aquí cubren y ennoblecen de intenso color y saludable fragancia el aire las azucenas, blanqueando purezas tuyas, por alentarse émulamente a los jazmines de tu conversación religiosa y cargadas todas ellas de granos de trigo, como rocío del cielo en tu fecundidad. Los jacintos azules de la oración y contemplaciones empíreas (no celeste sólo) me elevan, si ya no me pierdo entre las flores de un jardín, como en las malezas pudiera de un monte. Y yerro el nombre a todas; pues todas con propria voz de la gracia a la naturaleza, todas son maravillas, reina santa.

Salgamos de metáforas y flores de jardín o paraíso, mas no sin atender a tus conversaciones en él, y todas fueron bien contrarias de las de Eva: o con tus damas del servicio de Dios, o con tu marido del bien del reino, que no hay bien de uno que no sea servicio de otro. Con la sierpe nunca, nunca en peligrosas curiosidades. Un día que te querían leer, por divertirte (y cómo que divierten) un libro fabuloso y desbaratado de ésos que llaman de caballerías, ¿qué paloma, víboramente (así lo digo) irritada, se ofendió así? ¡Ni en mi aposento ha de quedar tal libro! ¡Qué libros se imprimen! ¡Qué venenos se extienden o cunden en el papel! ¡Qué pestes se aseguran en las prensas de vanidades, de fealdad, de mentiras, de agravios! ¡Qué apologías, corriendo satíricamente sangre, sin que entre la inundación de tantos méritos humanos, como intentan ahogar las vendas se dejen atrever, no amenazar sólo, sino azotar las estrellas, a empañar las lumbres del cielo! ¿Es posible, cristiandad española, que con subscripción soberana y licencia, aunque sea mentida, se estampen y corran ilesos por nuestras manos, para perpetua mengua de la nación (si temporal ofensa de los particulares) estos vergonzosos monumentos, como cada día en legas o eclesiásticas temas escandalosamente revierten las imprentas?

Las acciones que contra la ociosidad (hecha autoridad desatentamente en las personas grandes) ejercitabas después de misa, visitas de conventos, comuniones, oración, eran labrar retirada, no para ti la púrpura real, o para tu marido la grana que encareció Salomón, sino a las iglesias colgaduras, a las misas ornamentos, a los altares frontales, a las aras sábanas, corporales a las hostias. Labró María, mayor Reina de hombres y de ángeles, para el Templo en su niñez, no matices, milagros de cañamazo: obra de sus manos veneró, gozó (¡oh, suma dicha!) la antigüedad, un vistoso paño de diversas colores en dos haces (que nada hay que suene revés en manos de María), carmesí la una, la otra verde, caridad y esperanza. A nosotros, de esto nos tocará la fe buena, si no católica. ¡Quién les diera, Virgen Madre, a ojos, piadosamente crédulos, ese paño a humedecerle a llanto, no a gozarle a curiosidad! Eran dibujo e historia a los matices, Jesucristo, Hijo suyo y Redentor nuestro, sus discípulos y apóstoles. Aquí doblarías la suerte, Matías, zodíaco sagrado, victoria poco cuidadosa del celestial en tal sol, en signos tales. Mas ¿por qué entre lo verde y carmesí del arco, lo azul del cielo no buscó lugar? Quizá por color mentido no se le dieron. De éstas eran las labores de María. No os habrá sido molestia copiar trabajos de esta señora. Solían acompañar labores semejantes las damas doncellas consagradas a Dios dentro del Templo. Las damas, empero, las reinas, menos devotamente, sin culpa pueden labrar. Así labró Margarita: cada una labre como quisiere. Así labró Margarita, y pudo, aun inmortal y pasible, vestir a Dios en sus templos. Él se lo agradecerá, que quien anda cuidadoso a buscar alguna obra que agradecer al Obispo de Laodicea, ¿qué ha de hacer, viendo a Margarita en España tantas? Él prometió ser despestañado en los templos, al remedio de nuestras necesidades. Ahora le ruego yo que lo esté al remedio de las suyas, por Margarita. Porque ¿a cuál inclinar a los ojos que no vea, aquí los corporales, allí los ornamentos, acá los frontales, los aliños al fin lucidos, los aseos todos de sus casas menesterosas? Y Vos, glorioso Diego, Patrón y Caudillo, como Maestro y protector de España, ¿no sentiste también la beneficencia y piedad de Margarita, en blandones, lámparas, colgaduras, paños, frontales? Y a vuestro sombrero o peregrino natural nuestro, no le escondan conchas vulgares, nácares de margarita, o margaritas de tan raro nácar os formen el cintillo.

Por ver a Dios sin necesidad de sus bienes, andaba David a hacerlos a los pobres. Dichosa tu alma, tú, alma santa, que hallaste a Dios con tantas necesidades de ti. Pues si no fuera por tu labor y cuidado en tantas iglesias de esas montañas, adonde enviabas estas ofrendas, se quedara Dios desnudo, se quedara Dios indecente. Así quiso su amor en su Sacramento y veneración, pender de tus manos, ¡oh, Margarita! Ni por esto dejaste de vestir también los pobres, y hacer como David en ellos maravillas. Bien pudieran como a Dorcas, resucitarle los vestidos mismos que tú les diste. Que eso parece que quiso enseñar Pedro, cuando al mostrar los pobres los vestidos, él señaló en la difunta la vida. Mas allí doblaron la vida, aquí sincoparon la tuya. ¡Oh, juicios incomprehensibles del árbitro de todo! ¡Oh, altísima providencia, qué obscuras nieblas te cercan, si bien tu justicia y tu equidad siempre te acompañan!

De los templos me arrancó breve excurso. Vuelvo, no a abrazarme sólo de sus aldabas, sino a besar sus piedras, desde las losas bruñidas de esa lonja de la Encarnación, a los estupendos postes de Salamanca, cuando no a las paredes de las Descalzas de Valladolid, al menor diseño de Santa Isabel. Ciento y sesenta mil ducados en piedras para Dios en una parte. Doce mil de rentas en otra. En otra lo decente. En otra lo necesario. ¿Qué magnificencia con Dios es ésta? Admirable fábrica fue la del Templo de Salomón, ejemplar quedó a los encarecimientos. Mas también labró casa a la hija de Faraón, y la que labró para sí le embarazó trece años. Tú, Margarita, afrenta de las prodigalidades profanas, victoria de las liberalidades religiosas, que historias o fábulas, o acusan o celebran, a Dios sólo labraste casas. Así te premió en eternas quietudes, por breve peregrinación, y apresurada, el Dios de Jacob. Que si por una piedra sola, erigida al altar, tanto favoreció a aquel patriarca, tantas, Margarita, y por margaritas, preciosas todas (aunque repita una vez y otra tus alusiones) ¿a qué no habían de obligar al que es siempre en dar, como en amar primero? Sillares del templo de la Encarnación, aseadas columnas del colegio del Espíritu Santo, con el resabio de los montes de donde os cortan soberbias, ¡clamad las virtudes y sobre real ánimo de Margarita!

Cuando las de tanto Babel loco, las de tantas estatuas ociosas de más codiciosos que doctos Mercurios, que sólo enseñan a errar, dan al cielo gritos contra la vanidad de sus edificadores bien declarada, contra el hurto mal mentido, ¿cómo, empero, no se acabaron en vida tuya estas fábricas? ¿Cómo no te dejó Dios lograr la felicidad de tu suegro? Mas, eras tú el templo vivo de la Encarnación, por el amor del Espíritu Santo, por la gracia. Y contento más Dios de vivir así, dilató a tu muerte sus casas.

¡Ea, pluma, ea lengua medrosa, ofensiva de reverente, intentemos lo difícil, aunque nos perdamos en ello! No templemos las velas en la oración, ni elijamos las vecindades tranquilas y seguras, si menos gloriosas del puerto. Desaprendamos ya miedo tan lánguido e intentemos la tempestad. No solicitemos domar los hibiernos de las ondas: el naufragio solicitemos; embistamos señaladamente el escollo nuestro, si el puerto suyo, que si nos dejamos fiar de los vientos largos, de los mares inmensos de su virtud, de sus méritos, bien que a estrecho de veinte y seis brazas de edad abreviados, aun prestados del Cielo infinitos lienzos, infinitas lenguas del bronce, sin acabar la navegación estudiosa, se apurarán los estilos, se ahogarán los alientos.

Llegó a mística perfección el número natural de tus partos. ¡Oh, generosa, real, santa, grande Margarita! Con que yo, humilde religioso, no el que debo, y el menor de todos, sí, llego a mirar en Madrid, como a ser otro pudiera en Patmos, una mujer coronada de estrellas, que aun en el cerco del sol obstinan sus resplandores: tus virtudes, digo, Margarita, que en la esfera de tu mente, toda ocupada de la lumbre de la gloria, diferencian centellas, centelleando una misma llama. En esa esfera, digo, Margarita, que en nuestro clima mortal al sol, las cautelaste humilde de día, y a nuestras necesidades las luciste caritativa de noche, coronada, pues, de estrellas te estoy mirando cuando acabas de dar a la luz el hijo, el hijo Alfonso, Alfonso el caro, el caro más costoso, que a la usura de la vida bebió alientos prestados. ¡Ay, Benjamín español! Cruel inocentemente, si heredaste a una paloma la muerte, ¿cómo la vida? ¿Qué víbora más o menos creída te enseñó a quitársela a tu madre? Si las inocencias ahogan, ¿adónde no habrá muerte? ¿Qué mal heredada culpa del primer padre, olí rapaz real (perdóname descortés, porque fiel me estimes), te inclina, si no te fuerza, a quitar el ser a quien te le da? ¡Oh, no culpable malhechor mío! ¡Oh, fieramente verdugo hermoso, qué importunas tragedias representas en la verdad! ¡Oh, en cuántas más lágrimas nuestras que tuyas naces!

Y tú, Raquel alemana, ¿cómo no le llamaste hijo de muerte, ni aun de dolor? Caro con el carísimo Alfonso te fue el amor de España último, pues el primer nombre más castellano de sus Reyes, que al hijo último pusiste, te llegó a costar la vida. Cuatro días te hallaste, no al parecer enferma, ni aun convaleciente de las ofensas del parto, antes como lisonjeada de gustosa, porque no fuese tu muerte de parto, sino de amor, y se pudiese prohijar la ausencia tuya, no a pies de ciervo, sino a vuelo de águila. Así te dio improvisamente un paroxismo mortal, al quinto día, día en que Dios formó las aves y día en que la Iglesia celebra al glorioso arcángel San Miguel, en veinte y nueve de septiembre. Mes también en cuya disposición se sospecha la creación entera del mundo. Bien que misterioso el arcángel a Josué prohibió pisar la tierra sagrada, y aquí aun de la vista de la suya santa priva a Filipo. ¿Si fue, Margarita, Miguel tu ángel de guarda? Mas ¿a qué se empeña traslumbrada mi piedad? ¿Qué sé yo?

Bien me acuerdo que en una enfermedad grave de uno de tus hijos (que ahora veneramos dueño único nuestro), queriéndote consolar en el riesgo que de él se temía último, un varón religioso, le respondiste: «Padre, consolada estoy, y segura, que un niño se me ha aparecido en mi oratorio y me ha dicho que el Príncipe sanará». Este niño, no siendo Jesucristo, como el de Antonio mi gran Portugués (que yo lo solemnizara), un ángel suyo ha de ser. No vamos de Miguel ya muy lejos. Pues ¿en tan tierna forma? Sí. Que otras Reinas de España tienen meninos de sus vasallos, de señores y de grandes, de hombres al fin. De Margarita los ángeles son meninos. Todavía insto: ¿por qué no en forma mayor? Por no perturbarla más. Que otra vez, que estaba enseñando a sus hijos la doctrina cristiana (¡oh, cuánto concibo que decir, cuánto callo!), oyó una voz que la dijo: «Esto es de Reinas Católicas» y se congojó de manera que no quiso quedarse nunca de allí adelante sola. Vengan a oír esta santa turbación, a ver este humilde y cuerdo cuidado las hazañeras de las revelaciones, las perdidas por chismes hasta en la oración, las tan amigas de cuentos, que hasta Dios traen en parlerías, y quiera él no en más. Ten, Señor, tu Iglesia de tu mano, esfuerza el redil de fuego, con que recoges, con que cercas tu ganado, que anda el león, sangrientas las presas, ya sobre el sitio. Tira a tu enemigo la rienda, que vive en eterno despecho de ti, en odio de nosotros eterno. Mas sea el que Dios hubiere escogido, el ángel de tu guarda, Margarita, Miguel parece que le ayuda hoy a encaminar a su patria, para que tú goces el premio de tus sudores y él enjugue ya el sudor de su cuidado. ¿No bastaba un ángel? Sí, para la necesidad. Para el gusto, empero, y las honras, muchos ángeles hacen exequias a Lázaro, y muchos a Margarita.

El paroxismo de la Reina, muerte fue del Rey, agonía de los religiosos de San Lorenzo, santamente ominoso sitio a nuestros Reyes, ansias de damas, congojas de criados, noche de vasallos común, lágrimas, disciplinas, procesiones, Sacramento descubierto, perturbación de amor, escándalo de amor, y fidelidad todo. Vuela la nueva a Madrid, anochece el pueblo, atónitas las gentes. ¡Ah, conmovida patria, qué bien pareciste así! ¡Ah, Corte perturbada, si tuviera tanta duración como ternura tu sentimiento! Parte, mi Simón de María (Rojas en patronímico y público apellido), no falte a tu larga voluntad esta breve memoria, siervo de Dios venerable. Llega apresurado de oraciones, desalentado de sollozos, encogido de cuidados. Acércase al lecho real, mira, ve el lirio cándido de la hermosura de Margarita mortalmente vivo, mas vivamente mortal. Así al ardor del Padre de los vivientes celestial, desmaya mustiamente la rosa, ahajada cualquiera flor. Tiempo era de primavera, vivaz que llaman y juventud natural del año, cuando salteó la muerte los descuidos gallardos de Raquel en el camino.

Primavera era de tu edad, y tú, maravilla de las edades, resplandeciente azucena, a quien casi en el primer amago hermoso de tu vida, en la belleza impaciente de tu aurora, cortó la muerte, no te acechó. No te acechó ¡oh, Raquel nunca envidiosa de hijos! En el camino, la muerte, prevenida la tenías. Que habías de morir de un parto dijiste muchas veces. Bajando a ver el panteón cristiano (olvido justo de funerales soberbias), le señalaste a tu gran consorte el lugar que te esperaba y que te le asegurase le rogaste. A cuántas personas decorosamente se ofreció, dijiste aquellos días, que dentro de ocho habías de morir. Esto ¿no era llamar la muerte? ¿Aguardarla advertida? ¿Desearla perfecta? Sí. Sí, Margarita, sí era. Mas no a la muerte, al Esposo salías a recibir, teñidas las manos entre la seda negra del ornamento de distintos que estabas bordando a aquella sazón. Mirra de mayor eficacia que la vulgar, con que no fue necesario ése ni otro bálsamo u olor, afectado de eternizar vanamente, aplicársele a tu cadáver: esto, tú lo prohibiste, tú lo ordenaste, o ya soberanamente presaga del olor bueno de tus virtudes que huele a Cristo, o ya cuerda, pura, modesta, generosa, imperial. Alejaste de tus prendas divinas, aun ya muertas, testimonio humano, vivo. A las voces, pues, que daba tu prevención a la muerte, parece que resolvió responderte Dios blandamente en los empeños de ella. Pues cuando te cogió el parto, acababas de labrar el terno lúgubre que señaló la mirra. En tu novena se celebró el aniversario del Señor Emperador Carlos Quinto. En los días de tu parto, los del Señor Rey Don Felipe Segundo y su hermano el Señor Don Juan.

Este alarde lúgubre voy haciendo. ¿Éstos son agüeros? No. ¿Son respuestas? No son sino respuestas o avisos. El loco amor que tenéis a la vida, no sabiendo amaros a vos todo (como de San Pablo pudiérades aprender) sino a la porción más humilde vuestra, hace que llaméis agüero el aviso, asombro la prevención. El ver acaso, cuando de vuestra casa salís, el hábito de aquel serafín humano, Cristo de sayal, Francisco, en un religioso suyo, os ofende, o por mejor decir le ofendéis vos en ambas propriedades, nuestra y latina. Siendo una seña para acertar al Cielo tan grande, el tropezar en la sepultura de huesos abierta, que a los hijos de Israel aseguró la jornada, os hace perder el tino. La sal derramada, que por beneficio temporal, para remedio eterno, en sus mismos apóstoles os libró Jesucristo, la miráis medrosamente perdida, temor supersticioso os aflige. ¡Ay, de la muerte impensada! ¡Ay, más, de la imprevenida! ¡Que no es la repentina gran daño! Así reconociera Saúl, como debía, las señas, cuando ungido rey de Israel, le guió el profeta a la coluna o monumento que a Raquel levantó Jacob, que mejor cuenta diera de sí y de su reino en los montes de Gilboa, pues de no saber matarse de su mano en la consideración, murió a las del Amalequita en su acero.

¡Oh, vengan los reyes todos, de más o menos edad, a reconocer las primicias de su unción o herencia al sepulcro de Margarita! Tomarán con tiempo el aviso de su muerte, y reconocerán que el mismo aire común a todos usurparon al nacer, el mismo han de deponer al morir. En el mismo gremio de la tierra fueron recibidos que los demás. ¿Qué diverso seno al despedirse esperan? Si desde entonces les tiene abiertas, quizá más maternales entrañas, las lágrimas de aquel primer día dilatan más o menos sensiblemente hasta el último los gemidos. Y si las del imperio son vendas, con ellas se ciñen los muertos embalsamados, y así van a su sepulcro los reyes. Porque en los primeros pañales de la vida tomó la muerte a sus mortajas la posesión.

Aprenderán también al mismo tiempo otra bien poco advertida, si importante, ciencia. Que como le cuesta a Raquel el menor hijo la vida, y a Margarita lo mismo, ellos (los príncipes) por el menor de sus vasallos deben ponerla y enseñarse a padecer y a trabajar de Dios, que de tres personas que hay en él, todas trabajan en nuestro gobierno, en la forma que se nos permite mirar su inalterable o infinito ser, sin poder prevaricar su atención de su perspicacia en el bien de sus vasallos. Que si es bueno en criar el mundo, en regirle es omnipotente, y en mirarlo por sí, es Dios, siendo Dios en todo.

Vuelvo a la prevención tuya por los avisos de Dios, ¡oh, Margarita!, y hallo de nuevo una oposición: que temió la muerte como mujer, es verdad, y como varón, de ese temor mismo vino a desearla. Bien así vimos a Elías huir la espada de Jezabel y gritar después por ella, que se congojó tanto, si no se desestimó a sí mismo, el ánimo generoso, viéndose ocupado del miedo, que por librarse de él, escogió la muerte. Morir no es indignidad, deuda es de la naturaleza, triste pensión de la culpa, pena de la afectación de la eternidad. Temer es indignidad, mal acierto de la libertad y el juicio, flaco pulso del corazón, síncopa torpe del alma. No vino Cristo a librar de la muerte a nadie, del temor de ella vino a librar a todos; y como árbitro y dueño de la naturaleza, que hace de los maderos amargos contraer deudas dulces a las aguas, con el temor de la muerte enjuga los miedos de ella. Librar, con miedo, del miedo, alentado poder es. Y a la verdad, ¿quién sabe no preciar la vida, como no ignorara los miedos a la muerte?

No estimó Margarita la corona, no pudo temer la guadaña. La gracia de Dios gustó por todos la muerte, y gustó de ella. Todavía por dejar ejemplar de morir perfecto, el que no movió ceño al dolor, torció el rostro a la bebida, para formar semblante grato a la muerte. En esta doctrina creció y vivió Margarita, y acabó, aunque presta, no arrebatadamente: porque para saborearse en la muerte, asqueó la vida; que no hay descanso como una cruz a la molestia de un reino, ni tal hombro al peso, como sacudirse de él.

¡Oh, cuánto tiempo ha, fieles, que llegaba mi Simón al lecho real donde estaba, si no como traspuesto entre sombras el sol de Margarita, como entre los horrores de la marina, a lo menos en mortal desmayo, la perla! Fijó en ella los ojos, suspendióse. ¡Cuántas meditaciones, qué tiernas, qué afectuosas, qué útiles formaría aquel alumno grande de la oración! ¡Oh, cuánto mejor fin dieran a la mía! ¡Cuánto más fructuoso a mis oyentes! Exclamó Ave Maria, Señora», «gratia plena, Padre Rojas» volvió la Reina. ¡Ah, Señora, os importó la devoción de María y la de aquel santo capellán suyo! ¿Cómo respondiste en tanto paroxismo al Ave Maria tan presto? Pero si el nombre de María en una pecadora rompió los lazos de la muerte a Lázaro, en la boca de un justo y en los oídos de una santa, ¿qué mucho fue que desatase los de un letargo? óleo derramado es el nombre de vuestro Hijo, y el vuestro le pareció aquí; pues como óleo santo en los labios de ese religioso, buzo de los misterios de Dios, en el obscuro y apoplético piélago de un paroxismo mortal llevó en su boca los sentidos vuestros todos. ¡Ea, Santo mío, sigue el alcance al milagro, inquieta corra la oración, según su promesa, al incapaz de afectos, día y noche, que no pare! Como vuelve a la vida Margarita, vuelva a la salud también, que necesitamos de ella mucho, que le importa mucho a España, a Alemania, al mundo un ejemplo tal. Muévate el dolor de Filipo, que está en su aposento, bañando en llanto el rostro, en dolor el sentimiento. ¡Oh, villano imaginario en realidad tanta, bien me entiendes! ¿Cómo en lugar de jugar acero, braceando estallidos y restañando cáñamo, vas a derribar de una pedrada insolente el nido amado de estas dos tórtolas, y una caiga a tus manos, la que quisieres primero? ¡Ninguna que quede sola podrá durar! Lastímente (Padre Rojas, a ti vuelvo: ¡oh, qué mal duran de un lado los doloridos!), lastímente tantos hijos en tierna edad, tan pendientes para su mejor educación de tal madre, tantas esperanzas de la tierra desnudas, tantas delicias del orbe desazonadas. Mira que pían en el nido real sollozos los polluelos; los aguiluchos implumes no examinan al sol los ojos, a su madre gradúan los gritos: y en estruendos lamentables de marido, hijos, damas, criados, religiosos, legos, la gran casa de Lorenzo retumba alaridos, rimbomba asombros. ¿No te acuerdas cómo dejaste a Madrid? ¿Cuáles andaban las gentes por las calles, por los caminos? Como si el día de la muerte de Margarita fuera el del juicio de todos. ¿Las piedras de esos montes no te acuerdas cómo quedaban?

No, empero, importunemos más al santo varón, ni a Dios en él, Margarita: que te miro con tantas ansias de ir a él, que a piedades mías te ofendo. Volviste, pues a la vida, y de ella al gusto mayor tuyo, recibiendo el Sacramento del altar Santísimo, viático divino a la peregrinación humana, y más que suficiente a su casi inmensa distancia, recibiendo el sacramento último, la unción extrema. Y volviste a las apreturas de desatarte del nácar de tu cuerpo, perla hermosa, que así lo dijiste a la dama que te daba con el tafetán los garrotes: «Atormentadme más, que presto descansaré con Dios. ¿Queréis vos venir?»

¡Ay, alma pura, cómo pensabas como David, que estaban los demás en tus sentimientos! ¿Que filosofaban como tú de la muerte, que vivían en obediencia de Cristo, para aguardar el interés de la muerte? Que hasta volver a ese agosto, fue la maldición de las espinas en la haza del primer hombre, que ella es el término de los males, y que le costó a Dios cuidados no fuesen los nuestros eternos, y con la muerte lo consiguió, hasta ponerle al árbol de la vida guarda de fuego.

Habías, pocos días antes, reparado en una pintura tosca que señalaba dos como escalas: por una, no con fácil ademán, mostraban subir pocos; por otra, con pretendido tropel se veían, no descender, precipitar otros. Tosca era la pintura. Mas si por ser de devoción ejemplar acertó o erró a ser tosca, las Venus, las Dánaes, las Ledas, los lienzos lascivos, de mejor pintura serán. ¡Oh, pueblo fiel, y no cristiano solo! No consientan ni permitan en lugares públicos (ahí, ni en el más retirado) esta nociva profanidad, este veneno insensible que en mentiras animosas iguala tal vez la verdad, y más disimulando que en el oro, en el carmín, en las cenizas y en el espalto, quita la vida a honestidades que de la hermosura efectiva quizá se defendieran, o con la fuga, o con el valor. Confieso ingenuamente (sea dicho sin ofensa de personas, ni casas, que no las miro con odio, sí grande de este exceso) que me duele y no acierto a discurrir cómo en aposentos cristianos pendan estos lienzos gentiles. ¡Oh, en cuántos más yerros que clavos penden! Resolvió el otro mozo profana y mentida pero razonablemente en la consecuencia, a una travesura pesada y alentó la disculpa de mirar una tabla de Júpiter, que en esa fabulosa lluvia de oro (que tanto habéis oído y visto con bien perniciosa moralidad) penetraba la torre de Leda, la codicia de la ama, los votos entre deseo y temor mal mezclados de la doncella. En una religión empero, que veneramos por fe un Dios tan puro, que habiendo de tener madre en carne sensible, la fecundó la virginidad y de su Santo Espíritu, y que de esto, piadosa y cristianamente hay pinturas, ¿quién colgó iguales unas tablas y otras? ¿En qué se parecen la luz y las tinieblas? ¡Mal hayan los crepúsculos! Tosco, al fin, y vulgar el lienzo, gran doctrina contenida en la diferencia de escalas, y más en una escalera de palacio, que ninguna hay que no sea rueda y de fortuna que allá llamáis; de providencia debéis decir, donde los que suben y los que bajan, cada día se dan de encuentros, ninguno de desengaños. ¡Oh, cómo viene a la muerte también esta doctrina y mejor!

Como el nacimiento natural de todos siempre es de cabeza, que es ademán expreso de precipicio o despeñadero, y en los entierros va los pies delante el difunto siempre: de cabeza nace, de pies se muere; señal que el que muere sale, el que nace se despeña. ¡Oh, dichoso el que así en la vida como en la fortuna supiere, para salir de pies, sacarlos (como dicen los diestros) y no dar de ojos y precipitarse de cabeza, como hacen los divertidos, trocando a la vida y a la muerte el misterio de estos amagos!

El último ensayas, ya, Margarita. De Margarita son las puertas del Cielo todas, las de la triunfante Jerusalén. No te desconocerán por margarita las guardas. Otra puerta más tendremos en tu intercesión, desde ahora, los Españoles. Y tendrá en esas puertas celestiales mayor gloria y más segura Filipo que en las de ciudad el varón dichoso por marido, que solemnizó Salomón. Cortas, mas seguras alabanzas de tus méritos, reina santa, ha emprendido mi humildad. Cortas, mas seguras, cuando ya, en veinte y siete años (grande espacio de la vida humana y de la tuya ni espacio) hollaste olas de afectos, evitaste escollos de accidentes, fortunas avasallaste de majestad; y a diez y ocho años que te sirvió lisonjas, tanto se recató de descuidarte arrecifes la barra de la muerte.

Mas ¡oh! luego no he hablado en tu muerte, Margarita. ¿Cómo, empero, había de hablar? Tendré yo ánimo de referir, y quien me oye de escuchar, aquel último, o romper, o enlazar la unión de la perla (que ella misma es unión) del nácar de tu cuerpo? Aquel tranquilo ademán del sueño con que selló, o resignó, la muerte sus luces? ¿Dejaránme las lágrimas (que harán mal, que harán mucho) algún lugar en los ojos para mirar aquel ángel humano a quien la comparación de blando mármol en la terneza y la blancura o candor ofenderá su apariencia, su verdad ofenderá, siendo un triunfo mortal en todo, del alabastro que oprime, vano y medroso, si sutil, su monumento?

¡Ay, qué poco llanto fue el de su marido! Perdona, Filipo mío, y de tanto grito el amor, si no puede con tanta voz el respeto. Pero llanto fue el tuyo a tanto amor, a tal pérdida, a media alma que se te muere. La otra media, ¿por qué vive? Mas, ¡ah, qué presto lo cumplirás, volando a la eminencia del nido de tu esposa a eterna tranquilidad! ¡Oh, cuán alegres os veo ya ambos despreciar y agradecer, estimar y reír estos afectos míos!

A los que quedamos es el dolor todo y esta luz dudosa nuestra. Poco llanto fue el del rey, pocas lágrimas las de sus damas. Impaciente de no ver ni oír más lágrimas, más suspiros el Cielo, desatando en lluvias las nubes, rasgando el vestido de ellas en un trueno espantoso que se oyó en aquel punto (verdades copio), gimió altamente. Esto ¿cómo he de contarlo? Cómo he de hacer alarde de las virtudes que en esta gran reina nos dejaron? De las desdichas que se nos siguieron en aquel año de seiscientos once? No hacemos mucho en vivir, cada vez que este día fatal de tres de octubre no resplandece luces, nos obscurece consuelos.

No soy humano, pues no deshebro a lágrimas la alma en los extremos que pide este dolor digno de que no tengan ni jurisdicción en su templanza los tiempos.

Llora Alemania, que murió Margarita; llora Austria, que Margarita murió; Baviera llora, que has perdido a Margarita; España llora, que a Margarita has perdido. Fieles, llorad, que ha muerto Margarita, que yo voy a ver si acierto a llorar y proseguir mejor mis lágrimas en mi celda, ya que en este soberano lugar he sido para tan poco, que he dicho.





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