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Al Conde-Duque

(Que Dios Guarde)


(De los ultrajes de Jesucristo, Señor y Redentor nuestro, nueva y sacrílegamente repetidos por unos Hebreos: Piadosa e ilustremente venerado por los Familiares del Santo Oficio de la Inquisición, en el Convento de Santo Domingo el Real.)

El acaecimiento horrible (que hay accidentes tales en todas cosas, que cuando más procurados, no parece que pueden ser sino acaecidos) de un Crucifijo varia y duramente injuriado en una desdichada casa de esta Corte por unos hebreos que, en acto público, castigó el Santo Oficio de la Inquisición, cristianos nuevos, pero nuevos también vecinos de este lugar, movió tanto la piedad de los fieles a justo sentimiento, que ha un año que duran (y no muestran acabarse) las solemnidades con que celebran la paciencia y amor de este Señor, entre los milagros que se sirvió obrar en caso tan grande. La última ha sido la en que ha mostrado la Congregación de los Familiares del Santo Oficio (siempre limpia, y ahora, con singulares circunstancias, ilustre y generosa) cuán abrazada a la fe viva anda siempre la caridad, y esto con fiestas y pompa verdaderamente real. Fue agrado soberano de su Majestad, Dios le guarde (¡oh, cuántas mercedes, que llamamos personales, sabe Vuestra Excelencia y no ignora el mundo, que le debo, y puede decir esto el menor vasallo del mayor Rey de la tierra oírme orar evangélicamente de tan grande asunto, hasta prevenir el día con particular favor. Deseé cumplir con tamaña obligación. Cumplir, ¿cómo podré? La iglesia donde ya me habían enseñado a errar menos muchos oradores insignes, fue Santo Domingo el Real, y el concurso, el que de la asistencia de tan gran dueño de todos debe entenderse. Vuestra Excelencia con tales y tantas ocupaciones, cuales nunca sino es ahora han dejado de ahogar, no embarazar sólo, eminencias de talentos, no pudo estar a honrarme; con gozarle yo (entre otras obligaciones mías, que comenzando pueriles, han encanecido ya, y mucho) continuo oyente en la Capilla Real de mis sermones. Estaba por decir aclamador también (¿por qué no?), si hay favores que se agradecen con sólo confesarse. Instóme el Duque de Medina de las Torres, sucesor acompañado de Vuestra Excelencia en mi protección, a que trasladase de la voz a la estampa la oración que dije aquel día. Porque la luz pública no se la podía quitar a mis borrones, por más que lo temiesen mi razón y mi modestia, cuando la Congregación imprimiese (como trata de ello) toda la celebridad en un volumen justo: y el gusto de los apasionados (claro está que habrá sido de ellos solos) se hacía sed en la dilación. ¡Oh, Señor Excelentísimo! ¿Qué testimonio tan grande podría citar? Pero han de ver esta carta todos, y si la envidia aun los trabajos muerde en los premios, o como premios, ¿cuán rabiosa se cebará? Determinéme con esto a que sudase debajo de las prensas el estilo, como de las emulaciones el dueño. Que es prudencia forzosa temer algo, pusilanimidad el temerlo todo. Y no yerran a veces menos los desconfiados que los presumidos. Si bien, cuando estuviera desnudo del favor, el mandato sólo de Señor tan entendido como el Duque, me pudiera hacer confiado. Iba a dejar correr la pluma en esta parte a algunas alabanzas de muchas deudas. Hablo, empero, con Vuestra Excelencia que, aunque se le trate verdad, tiene por lisonja el hablarle a gusto; y en la relación más breve de las partes de este hijo del entendimiento de Vuestra Excelencia, y que, a envidia de la fortuna, reengendró su amor, caben con la verdad largas lisonjas. Habiendo, pues, de pintarse con los moldes (vano sudor del otro pincel antiguo) estos ecos groseros míos, bien que piadosos, de los quejidos admirables que dio a sus agravios la Imagen de este Señor ofendido, poca perplejidad admitía la elección de honrarlos con la prescripción ilustre del nombre de Vuestra Excelencia. Las honras del mayor Rey de la tierra Don FELIPE TERCERO EL PIADOSO, con atrevida obediencia reducidas a unos epitafios o elogios funerales, consagré a la grandeza de Vuestra Excelencia, el primer día que el glorioso sucesor (¡ah, tarde le vea él, aunque seguro!) de tanta monarquía llamó a Vuestra Excelencia coadjutor admirable del peso insufrible que en sus hombros cargó la herencia. Las honras del Rey del Cielo y de los reyes de la tierra, JESUCRISTO, ofrezco ahora al blasón de Vuestra Excelencia. Crecido ha el sujeto, si descaecida la pluma. Todavía entendí poder haber dedicado a Vuestra Excelencia monumentos, si no de mayores efigies, de labor más prolija y menos bronco cincel con Vuestra Excelencia, no serán pecados las translaciones. No me han dado lugar los estudios forzosos y continuados por tantos años en esta Corte, que me han bastado a hacer Decano de la Universidad de Salamanca y de la Capilla de Palacio, aunque alguna antigüedad en una y otra parte me lo pleiteen. A que se ha llegado falta de salud, ya en estos últimos años tan perpetua que se me acusa por afectación el hablar en ella, aun en lugares públicos, y no la quiero cometer en esta habla particular con Vuestra Excelencia. En esto sólo no puedo vencerme: que es tener a gran mortificación males que, siendo poderosos a la imposibilidad de cumplir obligaciones en mí, no lo son a causar lástima de mí en los otros. Querrá Dios (que las esperanzas seguras, de las mayores desconfianzas deben nacer) darme algún rato de salud y ocio para cumplir parte de mis deseos y dejar algún testimonio a la posteridad, digno, si no de los blasones de Vuestra Excelencia, de mi gratitud a lo menos: que aun sin libertad la debiera arrastrar suavemente a sí, el haber hallado siempre mi humildad, no sé si diga, y mi manera de suerte en Vuestra Excelencia, no sólo amparo, sino conocimiento y reprehensión de las calumnias que, o el odio o la envidia, o por no arrojarme aun en las lástimas tantos nombres, la desatención me ha cargado en los sucesos de mi vida todos. Singular parte de ministro, penetrar ánimos y reconocer por el oído la verdad, de que sólo pueden testificar los ojos. Bien que sabe Vuestra Excelencia cómo debe con unos y otros seguir a las verdades el alcance hasta la evidencia. Que dejar la opinión de los beneméritos a la cortesía de los mal informados, será piedad injuriosa; y la disimulación con las emulaciones, aunque la acompañe el crédito, si el examen no la justifica o el premio no la declara, no llega a obrar honra. Si yo necesitase de uno u otro, de todo me prometería larga mano en Vuestra Excelencia, con que me arrojase un cabo seguro. Porque no sé si soy de aquellos navegantes que el lienzo que los debía conducir se resuelve a zozobrarlos. Guarde Dios a Vuestra Excelencia, como deseo y he menester. De la celda, hoy sábado, día de San Bernabé, año de 1633.

Antiguo y verdadero Siervo, perpetuo y humilde Capellán de Vuestra Excelencia que sus manos besa,

Fray Hortensio Félix Paravicino.


Oración Evangélica

¡Válgame Dios! ¿Hasta cuándo, pérfido hebreo, abusarás de la divina paciencia? ¿Hasta cuándo, finalmente, se jactará de su obstinación más desenfrenado siempre tu atrevimiento? Omnipotente Señor, árbitro eterno de todo, mucho he menester hoy vuestra gracia para vuestra honra y amor. Madre de ella, de él, y de Dios, singular Virgen María, sedme desde luego eficaz intercesora, y permitidme que la invocación vuestra no interrumpa el orden perpetuo a mi Oración, el continuo ardor a mi estilo y el ya suspenso sentimiento a todos. Sino que en este mismo ademán que no extrañaron las oraciones más fervorosas, en pie os aclame con Gabriel, Ave llena de gracia, en quien siempre estuvo el Señor, bendita entre las mujeres, y el fruto de vuestras entrañas bendito, pidiéndoos que roguéis por nosotros pecadores en la hora de nuestra muerte, y ahora, Señora, en esta hora, para acertar yo a decir y a sentir tanta corona, como me atiende, el hecho más duro, más cobardemente sacrílego, y más sacrílegamente temerario que infamó las noches nuevamente, con ser ellas encubridoras y naturales cómplices de los delitos; bien que éste, más que defenderle, pudo escurecerle la noche, porque cuantos ojos despestañó en el Cielo, se ocuparon tanto en llorar, que no tuvieron libertad para ver, ni aliento para lucir. Éste, Sacra, Cesárea y Real Majestad, es el caso de mi oración: que hasta ahora las invocaciones divinas me han suspendido esta debida y acostumbrada venia a vuestra augusta y amable presencia, que también es título real. El fin quiere la disposición piadosa de esta solemnidad que sean los desagravios de Jesucristo nuestro Señor en una imagen suya, blasfemamente injuriada de unos hijos de Dios y hermanos nuestros de padre bastardos, con haber sido herederos; viles, con haber sido nobles; impíos, aun cuando fieles en la profesión; favorecidos en el lustre; poderosos en la heredad, ya privados de ella; aleves en el amor; descreídos en la fe; oscuros en la sangre; miserables en el poder y heréticamente supersticiosos en la verdad. ¡Oh, cómo el aire más puro, en desagradeciendo el sol, se hace horrible en los nublados, en sobornándose del clima maligno, se ensangrienta en las epidemias! Cristianos fieles, católicos Españoles: éstos son los villanos a quien se quitó la viña, por no hacer fruto y se nos dio a nosotros. Mirad que no le hacéis, o muy poco: temed no se os quite, para darse a otros, que procedan mejor, y vengamos a ser reos, los que hoy actores. ¡Oh, no lo permitáis, Señor, nunca! ¡Y ahora, enseñadme a comenzar en perplejidad tan justa! ¡Ah, fieles, qué debida y decorosamente me embarazo! ¿Es posible que acepte una vez lo que temí tantas? ¿Qué acertaré a hablar? No digo bien o mal, con desaseado estilo y desmelenada pluma, como tal vez aclamé en ocasión semejante, y os acordáis hoy. Que me arrastran tanto estas veras cuando no me llamaran otros desengaños, que se me han olvidado los aplausos todos, y a quien respira dolores, mal le alientan vanidades. ¿Qué acertaré, digo, a hablar? ¿Qué amagarán los labios, desahogos del corazón, cuando sola la memoria le debiera quitar la vida? O no creemos, o no sentimos, o cómo vivimos no sé. Mas ya que este justo sentimiento me selle los labios, a los menos forzoso es que me abra las orejas, para oír los Cielos, que, introducidos por David, cantan la gloria de Dios días y noches. Un día dice el rey profeta, inspira alientos a otro, y enseña una noche a otra sabidurías. El un día nuestro es el de la venida del Espíritu Santo (en cuya Pascua estamos), a instruir plenariamente en la fe a los apóstoles, primeros cristianos, que estaban escondidos en una casa de la corte de Jerusalén, por temor de los judíos. Día que inspira divinos alientos al en que ésta, no sólo limpia, sino ilustre y generosa Congregación (no encerrados los cristianos por miedo de los judíos, que antes los judíos lo estuvieron por miedo de los cristianos) en imitación grata de su Dios, se hacen lenguas por las calles, plazas e iglesias de Madrid, triunfando con la imagen de Jesucristo, vencedor glorioso del pecado y de la muerte pues como dijo San Juan: ésta es la victoria que rindió el mundo, nuestra fe. Mira a ambos días el Evangelio del mismo San Juan, que la Iglesia universal canta hoy, porque en él acusa Cristo los pastores falsos y maestros infieles, como eran estos hombres, que no entran por la puerta, que es el mismo Cristo, al aprisco de su Iglesia, sino de noche, como ladrones, por otra parte; y no sólo quieren acabar con las ovejas de los fieles, sino con el mismo pastor. Y si bien dan a la puerta golpes, no es para llamar a ella, sino para derribarla, hasta pegarla fuego sacrílego. ¡Oh, paciencia de Dios, y lo que sufres! Éstos son los dos días en que nos empeñó David. Las dos noches son, la una la de Nicodemus, príncipe de los judíos, o principal entre los fariseos, cuando vino a aprender la fe de Jesucristo; y la otra, a quien ésta enseña, la en que unos judíos viles de la imagen de este mismo Señor solicitaron perder la fe. El Evangelio que en esta iglesia particular me han señalado para esta ocasión, hace luces a ambas noches. En él, dice San Juan (que parece que ha tomado todas estas fiestas por suyas) que vino aquel noble hebreo a buscar una noche (ya fuese miedo o vergüenza) a Jesucristo; al fin vino a buscarle. Y estos ruines, sin vergüenza ni miedo, le buscaron para huir de él. Creían pocos de los nobles entonces en el Señor: ahora creo que muchos creen, aunque se les eche de ver a pocos. Estaba bien puesto, no quería aventurarse. ¡Qué error! El que desea acertar no se aventura, aunque se pierda; el que yerra, aunque logre su intento, es el que se pierde no más. Era Maestro, corríase de aprender: más vergüenza es ignorar. ¡Oh, cuántos daños suele causar el querer recatar lo que no se sabe! Contra todos estos estorbos vino Nicodemus y deseó saber del Señor la mejor doctrina. ¡Gran doctrina de señores! Enseñóle Jesucristo que esto había de ser naciendo segunda vez para el Reino del Cielo (que para los de la tierra el nacer la primera basta), digo para heredar, que para conseguir o reinar con crédito, también es menester que el valor reengendre. Declaróse más Jesucristo, viéndole confuso, en que ésta era regeneración espiritual de agua y espíritu por el bautismo. ¡Desdichados los que segunda vez renacen a ser peores! Y viéndole todavía maestro e ignorante (que sí, los suele haber con una y otra comparación), trató de enseñarle, hasta enseñarse a sí mismo en una cruz, acordándole la serpiente de metal, figura suya que había levantado en un palo Moisés para curar los heridos de las serpezuelas y dipsas. Y así, los que creyesen en él cobraran interior salud y vida, como perdición y muerte estruendosa los que así en el bautismo como en la Cruz le descreen. Que si la figura de la sierpe era de metal vaciado, no es mucho que lo figurado por ella suene. Bien enseña esta noche a la que hemos de rondar con la justicia de la Inquisición; pero el Evangelio no las junta. Querrá Dios nos enseñe la oposición, lo que había de consolarnos la conveniencia. Pues como dijo en este mismo caso de Nicodemus Ruperto: ¡qué diferentemente usaron de la noche y poder de las tinieblas, cuando fue a buscar a Cristo, y los del huerto cuando fueron a prenderle! Y los de la casa de la calle de la Reina (añadiera yo) cuando se juntaron a blasfemarle, como suelen juntarse otras muchas veces. Yo no he de encarecer hoy cosa de cuantas dijere.

Los atlantes, pueblos llamados así, de los demás hombres degeneran bárbaramente. No tienen nombres con que conocerse ni distinguirse. Singulares hombres deben de ser: sus mismas acciones los deben de señalar; pero de todas señales hay. No padecen sueños durmiendo: esto, gran quietud era, pero gran peligro también de soñar despiertos los que durmiendo no sueñan. Lo más extraño y casi bruto que tienen, es juntarse, siempre que nace el sol o muere, a maldecirle, como contrario a sus tierras. Error que grandes hombres quieren que haya notado Job en los que se hallan siempre prevenidos a maldecir el día y a despertar el Leviatán de camino, ya sea el mar furioso, ya el mismo tono y horror de sus malediciones. Gran retrato en dibujo breve del pueblo de los judíos y de los que hoy acusamos más propriamente, porque su reino mismo, y la limpieza y nobleza de él, que todo es mucho, no los llama sino hombres, como los atlantes. No deben de soñar durmiendo, porque sueñan despiertos, y creen, no sólo la vanidad, sino la imposibilidad de sus sueños. ¿No llamó aquel discreto filósofo sueños de despiertos las esperanzas? Mirad si sueñan despiertos los que no sólo esperan lo por venir, sino lo pasado y lo imposible. ¡Extraña filosofía, esperar lo pasado e insufrible! porque aun lo por venir es muy trabajoso, y tanto, que se atrevió San Agustín a dar voces a Dimas, cuando le oyó pedir a Cristo la memoria de él en su reino: «¿Qué te fatigas, ladrón (le dijo), con dolores nuevos? Bástanle a esa fe esos clavos. ¿Cómo te atreves a escarpiarte en esperanzas, ahora, de que pender?» Y aquello era esperar de Dios. ¿Qué será, fieles, esperar de hombres? ¿Y de demonios, infiel, que será esperar? ¿Qué? Haber trocado infelizmente las manos, pues cuando le estaba bien a este pueblo, y tenía obligación a esperar, se desesperaba, y decían: Ya no hay Profeta, ni Dios vendrá a conocernos, ni acordarse más de nosotros. Ahora que tienen obligación a no esperar, todo es esperar. ¿Tan sabrosa cosa es esperar? ¿Y siempre? ¿E imposibles? Dígalo el tercer achaque de juntarse a maldecir el sol, cuando nace y muere, como nocivo; habiéndoles dicho Malachías, y creídole ellos justamente, que teniendo el temor que debían a su nombre, les amanecería el sol de justicia, y en sus rayos, como en plumas, vendría recetada de oro su salud. Adorar el sol pudo ser error de un judío a quien la claridad excelente de ese planeta hermoso, vida de cuanto la tiene, llegó a traslumbrar; pero aborrecerle, ni el aguilucho bastardo que examina y se despeña, ni el murciélago vil que acusa y avienta hace tal. Estas sí, espurias aves hebreas, neutralidades del aire torpes: mal crepúsculo las acabe. Lo bueno, aunque llegue a hacer mal, se ha de querer bien. ¿Qué diremos de los que a quien les hace bien, quieren mal? Que entre buenos y ruines de todo pasa.

Siempre, pues, se juntaron estos hombres a maldecir este Sol de justicia, Cristo. Al nacer, menos, porque le ignoraron. Mucho al morir, que quisieron ignorarle, hasta ponerle ellos en el occidente de una cruz, teñido en los arreboles bermejos, que su misma sangre por eclipsada luz dispensó a sus rayos. ¿No os acordáis de aquel prodigioso espectáculo pendiente de un palo, Dios, temporal y pavoroso poniente de un Sol eterno? Aquel «vah, el que derribabas el Templo ¿qué es de tus fuerzas?». Aquel «A Elías llama que le afloje los clavos, mal se desatará de ellos». Aquel «Como salvó a otros ¿por qué no se salva a sí?». Aquel «Si es rey de Israel, baje de la cruz, y le creeremos». Estas y otras maldiciones, entre baldones y escarnios, ¿no os acordáis? Crucificado mío, Sol ardiente de justicia, flamante en misericordia, que os visteis maldecir en el mejor hacer, que a costa, no sólo de vuestro resplandor, sino de vuestra vida, levantaron vuestros rayos, por vapores, ingratitudes sanguinolentas; por exhalaciones, dolores infames; por nubes, maldiciones blasfemas. ¿Vos, maldito? Sol divino mío, ¿habrá fiel que sienta el verse maldecir, calumniar y perseguir de otro? ¿Vos maldito? Esto repito, Señor, por el mayor sentimiento vuestro: que donde hay tormento de injurias, ninguna vuelta de cordel duele.

Fue, empero, una vez esto solamente: Cristo resucitado no muere más: no se le atreverá más la muerte a querer señorear su vida duramente. ¿Cesarán con esto las maldiciones? No. Cada noche, puesto ya el sol material, se juntan a maldecir el occidente del Sol Cristo estos atlantes que, en la verdad, quisieran derribar el cielo, como del otro fingen que le sustenta. Los tribunales todos, y el mayor más de este Santo Oficio, bien saben cuántas veces pasa esto en secreto. Las públicas que refieren antiguos escritos tocaré sólo. Es verdad que, como no tienen a los ojos el sol mismo en su occidente, le maldicen en su imagen, como en espejo, gozándose de ver en lo empañado y sangriento de aquel cristal, aunque sea diferente la materia, la claridad ilustre e inaccesible del sol tan vecina y tan desacreditada, como acá en los eclipses del sol natural solemos en el espejo o la agua. Espejo del Sol Cristo, bien lo es la imagen de un crucifijo que vuelve a los ojos y al ánimo la figura de Dios hombre en aquella agonía mortal. La agua sea, fieles, la de nuestros ojos, para llorar el corazón entero desatado en sangre, viendo en medio de una corte católica arrastrado, azotado y quemado un Cristo. ¿Y ha quedado casa en pie, y vivimos, nos entretenemos, y nos alumbra el sol como antes? Yo confieso, en el ejemplo que vamos, que me ha debido siempre esto el sol: que nunca he querido ver menos hermosa su luz, y así nunca me he puesto a observar eclipses. ¿Qué mal nos hace este corazón dorado del cielo que tanto alienta lo inferior todo, que así gustamos de desautorizarle el resplandor y las influencias, mirando sus desmayos y su trabajo, que a la sombra, si no a la luz de esta voz, los miró más condolida la antigüedad? Ríase de mí la astrología o la superstición: que algún día llorará sus errores vanos. Bueno es esto, cuando el estudio se presume tan largo de vista que ha descubierto en el sol manchas, como en la luna. Pero ¿cuándo la envidia no vio más, por hacer el crédito de otro menos? Pues ni la luna las tiene. ¿Habíase de caer a Dios al escribir esos cielos, como David dijo, alguna gota de tinta en lo batido de esas hojas azules, papel de sus maravillas entre letras de plata y oro, que cuando allá pasase por rasgo, pudiese acá parecer borrón? Parte son menos densas de ese planeta acusado que, como reverberan tibiamente, con desmayo (como dijimos) lucen más. No andéis a buscar en las mariposas: que yo no pienso que la porfía de este insecto o imperfecta avecilla a la llama sea amor de ella sino envidia y, como tal, se abrasa en sí misma. ¿Envidia de la luz la mariposa? Pues ¿es en rigor más que un gusano, que de lo más ascoso de él, no formó, sino remedó el sol con no sé qué alas informes, enjugando la humedad, que torpemente baboseaba? Pues ¿cuándo lo más ruin no se ardió en envidia de lo mejor? ¡Oh, viles gusanos hebreos, mariposas pintadas de azarcón y tierra roja (más en romance: de amarillo y colorado) que en tumultuario y odioso ímpetu solicitáis la lámpara de una cruz, no a quemaros, que menos noble incendio os espera, sino a quemarla! ¡Mal haya quien os diere más alas para que más os atreváis! ¡Bien haya este sagrado Consejo (tanto nombre doy a las causas, tanto a las personas) que anda a quemaros las alas, para que no voléis más!

Mas veamos ahora las que os habéis atrevido. El año 446, a primero de noviembre, hirió un loco de éstos en Constantinopla con un cuchillo en el rostro a un Cristo. Comenzó a correr de él sangre, y viéndose, medroso, cubrir de ella, le arrojó en un pozo donde acostumbraban los vecinos venir por agua, y a la mañana sacaban sangre todos. ¡Oh, igualmente líquida, clara, y fiel, pero adelantada copia, del pozo de Sicar! Allí Cristo, fatigado, sudando, y pidiendo agua sobre el brocal de él. Aquí, herido, dentro del pozo, y dando a todos entre la agua sangre. Acudióse al pretor, confesó el delincuente, bautizóse y renació, según la doctrina del Señor hoy a Nicodemus.

El segundo caso fue el año de 560, cuando otro tal (cortos andan en señalar el pueblo los monumentos antiguos y aun los modernos) atravesó de un dardo un crucifijo que había hurtado de una iglesia. ¡Oh, cuántos cristianos se le atraviesan, sin alterarle las aras! Profecía de Jacob antigua que tendrían envidia del mejor José los que jugaban los dardos. ¡Oh, ciervo hermoso sediento de nuestra salud! ¡Que a montería vuestra andan siempre vuestros enemigos, Señor! Quería quemar el cristo el deicida, pero turbóle la sangre milagrosa. ¿Qué mucho, si con ella en tan poca agua como la que salió de un corazón, después de muerto, herido, Satanás mismo se ahogó? Al fin, el pueblo apedreó al sacrílego. Mas ¿cómo (aunque interrumpa no inútilmente el caso) no se turbaron los delincuentes que acusamos hoy? Gran indicio de hechicería no extrañar prodigios. Así lo notó San Agustín en Balán, que acostumbrado a ver embelecos, no le asombró el oír hablar un bruto. Materia ésta de que me dicen que hay gran trabajo en nuestro lugar en no vulgar gente, y aun en vulgar también. Pero, sea la gente que fuere, la hechicería es una superstición que cae muy cerca de la infidelidad, mucho de la idólatra, y nunca en las pestes se miró la calidad de las personas, sino el riesgo de pegarse a todos el mal. La majestad humana ofendida no admite equidades en el castigo: la divina lesa no ha de respetar en la satisfacción delincuentes. Trate soberanamente, como lo hace este Santo Oficio en su mayor Consejo o en sus Tribunales menores causas semejantes. Apelliden de su parte a los que son de la de Dios, y a su fuego, como los levitas a sus espadas, pasen los que hubieren errado, besándose las manos a sí mismos, como dijo Job que, como allá Moisés, acá será nuestro dueño el que primero desnude el acero real, que demás de su celo católico, sobre toda manera grande (que la verdad y la obligación no han de coger temor a la lisonja) hallará en sus progenitores raros ejemplos. Dejo de referir los públicos: alguno de no tan común noticia, digno de la oración más espirituosa, referiré. Estaba enferma desahuciadamente en esta corte una gran señora: juzgaron los médicos por forzosas a su salud las experiencias de un herbolario eminente, morisco de Valencia, que estaba preso en la Inquisición de Toledo. Escribió el Señor Rey Don Felipe Segundo un papel al Cardenal Quiroga, Inquisidor General entonces, para que le fiase el preso y que él le daba su palabra real de restituírsele. Llevóle un gentilhombre de la Cámara, y leyéndole el Inquisidor General, respondió con celo santo: Señor, decidle al Rey que tome su oficio, y si quiere hacer esto, acabe primero la Inquisición. Llevó bien cuidadoso el gentilhombre la respuesta, oyóla mejor atento Su Majestad, y díjole: «A la verdad, Fulano, Quiroga nos enseña a ser cristianos». Palabra no generosa sólo, no real, quisiera poderla llama divina. Empeño glorioso a sus sucesores, para que en causas de fe, ni a vida atiendan, ni a honra de nadie. La mano que erró el golpe se quemó Mucio a sí mismo: menos es poner la hacha a las de los otros. Arda quien errare contra Dios (que es Rey de reyes), bien que en diferente ademán que el otro, y peguemos todos el fuego, aunque en tan debida acción nos abrasemos las manos; y si de esto nos olvidáremos, último olvido se apodere de ellas. No entre estos afectos se nos olvide el tercer caso, que abre tanto camino al nuestro.

En Berito, ciudad de Siria, entre los términos de Tiro y Sidón (pueblos con que amenazó Dios a esta gente en nombre de Betsaída y Corozaín), mudándose de la vecindad de la sinagoga de aquel pueblo a otra casa un cristiano, se olvidó detrás de la cama un Cristo (que en cualquiera mudanza humana lo que primero se olvida es Dios: así nos sucede todo). Pasóse a aquella casa un hebreo y, habiendo convidado a comer otro amigo, reconoció indignamente el crucifijo desde la mesa; que de la mesa a la Cruz siempre les fue breve el camino a los enemigos de Cristo. Acusó la alhaja divina, como acedo postre, el huésped con mil blasfemias. Dio cuenta a los príncipes de los sacerdotes que, tratando mal al judío, fueron a reconocerle la casa. Hallaron el Cristo Crucificado, y entre infinitas exorbitancias (que sería, dice San Athanasio, el oírlas sumo horror de los fieles), toda la tragedia lastimosa de la Pasión del Señor representaron en una imagen particular, quitándole de la Cruz, y volviéndole a clavar en ella, con puntual repetición de la Pasión dolorosa del dueño en su imagen santa. Finalmente, al lance último que fue el golpe de la lanza, dio tanta agua y sangre el pecho, que llenaron de ella un cántaro; que siendo castigos nuestros, escasean la lluvia sus mismas iras, pero en tocando a su piedad y en su sangre, a cántaros llueve Dios. Llevaron entre temor y mofa la urna a la sinagoga, a ver si obraba milagros de salud la sangre de la copia, como la voz del original. Fueron sin número los que obró, y algunos parecidos mucho a los primeros. El último fue en la ceguedad de todos ellos, pues se arrojaron a los pies de Adeodato, Obispo de aquella diócesis, confesando a gritos el error de sus padres, y acusando su imitación loca. Bautizólos, ya catequizados, el Obispo, y consagró en iglesias sus sinagogas. Aquí me es fuerza cortar esta relación, aunque estaba en los hilos últimos y, para satisfacción pública, dar a entender cómo con la misma diligencia previene la Reina nuestra Señora en aquella sinagoga bastarda, para llamarla así, aquella casa infame, digo, de la calle de las Infantas, porque tanta inscripción no quede escrupulosa. Cónstame, pues, por testimonio en humana autoridad irrefragable, que están señalados cuarenta mil ducados de presente, y cuatro mil de renta, para la fábrica de un templo y otras consecuencias de religión y piedad, que serán cumplimiento de un voto antiguo, por accidentes forzosos dilatado, que con la comunicación del Venerable Padre Fray Simón de Rojas (honra de mi religión y confesor de la Reina nuestra Señora), su Majestad hizo. Sirva esta testificación de pregunta y de respuesta a los que de cristianos viejos dan en desesperar, en oposición de los que esperan tanto, y también con debida venia servirán de empeño a los que tocare no olvidar piedad tan debida como gloriosa. Vuelvo a cerrar la relación Siriaca con el repartimiento que hizo Adeodato de aquella gran cantidad de sangre y agua por todas las Iglesias de Asia, África, y Europa. Y de él es sin duda la ampolla, que hoy se ve en las reliquias de Oviedo, habiendo estado en Toledo antes, de que hay testimonios antiguos nuestros, que sabe la erudición. No callemos el examen que se hizo al cristiano misteriosamente olvidadizo, que contestó haber hecho nuestro Nicodemus aquel Crucifijo por sus proprias manos, que él se le dio a Gamaliel, maestro de San Pablo, él a Jacobo, Jacobo a Simeón, Simeón a Zaqueo, y en prevención revelada de la destrucción de Jerusalén traídose a aquella tierra, y heredádole él de sus padres. ¡Raro caso y que, a no llamarnos el nuestro, pedía igual ponderación!

Ya, empero, es tiempo que oigamos las maldiciones últimas y ultrajes de este sol tan ofendido, para que no solemnicemos sólo, sino solicitemos sus desagravios; que aun aquella apariencia hermosamente admirable de aquel altar nos lo está acordando. En prosecución, pues, de las juntas que hemos dicho, y en herencia del odio que tienen a este Señor, se convocó una vil familia a entrapazar la devoción de una imagen de Jesucristo una noche quieta. ¿Quieta dije? Así llamó el gran Latino la del incendio de Troya, en que tan diferentes deidades de la nuestra peligraban. Y añadió que estaban compuestas con ella las cosas todas. No pudo sufrir Séneca la quietud vulgar que hermoseaba el poeta, y exclamó con seso grande: «¿Qué importa el silencio de la noche, si los afectos braman?» Y a la verdad, cortesanos, mírelo a sus escuras cada uno, y verá la razón que el gran cordobés tuvo. Y sin salir de nuestro caso, pregunto si estaban compuestas las cosas todas aquella noche, o si importó su silencio más que para bramar aquellos hombres más fieramente. Pues ¿hombres, y bramar? ¿El bramar no es de fieras? Sí. Pero ése, entre otros, es el prodigio de aquesta gente, que habiendo sido Jesucristo en el mundo (como Clemente Alejandrino ponderó, piadoso y erudito) un divino Orfeo, que de las fieras, amansándolas, hizo hombres, ahora de los hombres, embraveciéndolos, hizo fieras. A ser piedras, se quebrantaran, como vimos en su Pasión. Domesticáranse, a ser fieras, como oímos en su doctrina. Son hombres, y aborrecen: el más vecino y casi forzoso metamorfoseos es pasarse a fieras. ¡Oh, maldita sea noche tal, que para tanto destrozo divino y humano a los enemigos de Dios hizo amiga sombra! No se vea en ella (si ya no es mejor quitarla del cómputo del año y de los meses) sereno el cielo jamás. No celoso sólo, sino encendido, su velo vista de enojos el aire. No brillen sus ojos, no pestañeen sus estrellas: desaten su luz en mortales lágrimas y gemidos, como diamantes vencidos en agua fuerte y en sangre. Piadoso asombro las balde todas (como la distancia suele confundir el menos luciente número de ellas) o sueño eterno las selle. Tinieblas densas, como sombras mortales, la escurezcan. Sea sola siempre infame, y maldíganla los que al día mismo y al sol, se atreven a maldecir, despertando al Leviatán en infausto tono. Espere (como los que abriga) la luz del día siguiente. Pero no sólo no vea, mas ni sospeche de los párpados, de la aurora en las primeras vislumbres el movimiento y resplandor dulce del despertar y del levantarse. Estruendosos torbellinos la inquieten. Tempestades últimas la posean. No se enfríe en ella la tierra, como acostumbra. Ansiosa y trasudadamente se estremezca, y arda. No la sincope sólo arrebatada la esfera (sean más o menos su cielos), titubee atenta, bambanee irregular, vacile errada, y obligada quiebre. Falsee a tal infidelidad el concierto todo del Orbe. Ángel percuciente que degollaste una noche en beneficio de estos ingratos los mayorazgos todos de Egipto, y tú, vencedor sangriento que hiciste menos en otra ciento y ochenta y cinco mil hombres de un campo, siete u ocho hombres son éstos no más, y una casa sola la que espera señalar sus umbrales en la sangre no del Cordero Pascual en que ya el aposento inunda, sino en la de unos inhumanos lobos, que no la piedra como los canes, sino la sombra de la piedra muerden. ¿Para cuándo son las espadas? ¿Adónde tenéis las manos? Cuanto fuego azufrado lloviste en cinco ciudades alguna vez, a aquel aposento se le usurpasteis obedientes, restituídsele justicieros.

Mas vamos pisando las tinieblas con tiento, y veremos la canalla mal numerosa echar un cordel al cuello del crucifijo. ¡Oh, ociosa vejación! ¿Al puesto ya en la horca, prenderle? Comienzan a arrastrar por el suelo, hasta colgar en el aire al que en tan libre y común elemento quiso dar la vida. Otros cordeles, Señor, echáis Vos a los hombres, para arrastrarlos a Vos. En cordeles de Adán lo prometisteis por vuestros profetas, en beneficios y favores que arrastran hombres de bien en lazos de caridad. ¿Cómo en injuriosos y duros lazos, en villano y bruto dogal hoy os arrastran los hijos vuestros? Cordeles, Señor, solíades Vos echar a este pueblo de Jacob, pero era para señalar sus términos, y adjudicarle por heredad propria. Él os los echa hoy, para arrojaros aún después de muerto de ella, arrastrándoos sobre los espinos de la barda, con que os azota (planta que en la cerca es defensa, en la vid agravio). ¿Alabaréisos ahora, Señor, de que hermosamente os tiraron los cordeles el término mejor para vuestra hacienda? ¡Ay, Dios mío, que arrastrado os trae siempre el querernos tanto! Mas si se han querido vengar de los cordeles con que los echaste, como con azote, del templo, en muestra alentada de vuestra Divinidad, y hoy os las vuelven a los ojos con talión afrentoso, bien que confesándoos Dios en la misma acción que os niegan. Vino Dios, fieles, a redimir el mundo, y esto había de ser, como la fe y la experiencia nos enseñaron, preso en lazos, muerto en leño, ya que comenzando por maravillas. Óyelas San Juan en la cárcel, y envíale a preguntar, con dos de sus discípulos, si es él el que ha de venir o han de esperar otro. Fue decirle, dice Ambrosio: «no son señas últimas de Deidad Redentora los milagros; cordeles, prisiones, muerte son menester, pues aun yo de sólo precursor del Mesías doy estas señas». Decid si os habéis de dejar prender y arrastrar, azotar y crucificar después, o si ha de venir otro a esto. A ambas cosas vino, ¡oh infiel! (con los malhechores hablo), ambas ejecutó, pero los cordeles hicieron decir la verdad entera a las maravillas. Y así ahora, cuando le quieres negar, le renuevas tú mismo mayores indicios de su certeza. A ti te das el tormento en cada vuelta de este cordel, y negando la verdad con obstinación, la confiesas sin libertad. ¡Delincuente desdichado que, negando y confesando, igualmente te condenas! Atado salió Lázaro del mármol donde halló obediencia en la muerte la voz imperiosa de Jesucristo y envuelto en los lienzos últimos, que para los pañales primeros cortó Tertuliano, mostró, si no convaleciente, el milagro, menos robusto. Quien ató el nudo que rompió una guadaña, ¿no podía desatar los lazos que dio un cordel? Sí, dice Crisólogo; pero como se trataba de mostrar la deidad de Cristo, importó que se viesen ambas cosas, omnipotencia y flaqueza; resurrección y mortaja; jurisdicción y cordeles. Que el infierno se rinda, pero que contradiga también. Todo lo hemos visto hoy. Dios es sin duda el que arrastra esta gente: ahora que Dios resucita por su piedad a la fe, después que para contestar últimamente un Dios Hombre y Redentor, ambas cosas son menester, omnipotencia y cordeles.

No le azotaron con ellos, estando tan a la mano. ¡Rara cosa! Unos espinos de rosal buscaron para crueldad tan desatinada. ¡Oh, primer jardín! que por el pecado del hombre, en opinión de Basilio, armaste de espinas la rosa, ¿cómo ahora tan olvidadas de las rosas das las espinas? Pero si ellas las habían de hacer en los golpes del maltratado, en el vástago de la violencia sobraban. Ya vi yo cercada de espinas la rosa del campo en el del Calvario, verdes cuchillas, guarda luciente y real de Jesús Nazareno, Salvador florido y Rey. ¿Cómo ahora sirven las espinas de maltratar la rosa, vueltas las archas infieles dura y sangrientamente contra el Príncipe? Y permitiendo llegar ilesas al rosal las manos traidoras, la misma rosa que habían de venerar, ajan; la que habían de recatar, arrojan; y la que defender, despedazan. Si vio, empero, alguna vez Dios azotar a esta gente cuando los iba formando pueblo suyo, con varas de espino tal vez, ¿cómo había de dejar correr los siglos todos, sin tomar sobre sí la disciplina que Isaías dio de nuestra paz? Diréisme que ya ensayó esto Dios en el sitial de la zarza, hombre en la corona de los cambrones. Sí. Mas importaba también que fuese en alguna imagen, para que se viese que en su adoración no se respeta la madera vecina que ven los ojos, sino la Deidad que en su representación mira el ánimo. Nota ilustre el Clemente de Alejandría, que el haberse aparecido el Verbo Divino en espinas a Moisés, fue para que siempre que las viésemos junto a él, o ya le vista la carne, o ya otra materia le represente, siempre es el Verbo mismo el que adoramos. ¡Qué cara os sale, Señor, la maldición que echasteis al hombre, de que la tierra le produciría espinas a la mano cuando el sudor le regase el rostro! Cada día parece que apuesta a brotarlas para Vos. Siendo Dios, os ostentan cuidadoso; siendo hombre, os hacen sudar en el huerto sangre, en casa de los ministros os alancean (como dijo mi africano) las sienes; retratado, en una casa particular, os aran las espaldas. Escardar los sembrados de las espinas que arroja viciosa la tierra, ahogando el trigo en su misma fecundidad, en muchas hazas sucede; sembrar el mejor grano de espinas y arrojar sobre su macolla malezas, solas tus casas, Madrid, lo han visto.

Mas empeñámonos en el instrumento de la flagelación y la acción no ponderamos. Y así ella, como el odio con que se ejecutó, merecen igual sentimiento y nota. La acción, porque azotar un reo para crucificarle, era solemne suplicio; pero ponerle en la cruz para azotarle, prepostero y horrible baldón parece. ¡Oh, que no se trataba aquí de la vida de Cristo en una imagen! De la honra suya, y de su Deidad se trataba; y para esto, aunque sacrílega siempre, no iba del todo errada la injuria. Porque ninguna otra cosa más ajena de la Deidad, que la esclavitud, y los azotes fueron castigo de esclavos siempre. Pablo no sólo llamó oposición, sino exinanición, que diría el muy latino y el castellano anonadamiento de Dios (porque aniquilación suena muy recio), el tomar forma de siervo. ¡Bendito seáis Vos, Señor, que nos obliga el amor vuestro a procurar ajustaros voces del todo ausentes de vuestro ser! Mas ¿quién alcanzará, ni vuestro amor, ni el espíritu del apóstol vuestro? Y añadió Bernardo a la forma de siervo, y de mal siervo, para poder ser capaz de recibir azotes, y así más lejos de parecer Dios. Y el mismo Rey Profeta, que no huyó confesar tantas injurias de Jesucristo Dios y hombre, llegó a temer que ni el amago del azote crujiese a la cercanía de la deidad. Y que a desmentir la de Jesucristo, mirasen en esta acción estos bárbaros, vese, porque para ninguna afrentosa es menos a próposito un crucifijo que para azotado. Ni de cuantos sacrilegios hemos leído ejercer los herejes en las imágenes crucificadas de este Señor, han hecho jamás impiedad semejante, porque los azotes naturalmente se destinan a las espaldas, y en un crucifijo el leño santo los embaraza, y las defiende. ¡Qué de cosas acá embarazan sólo por defender! Azotar el pecho, es improprio agravio; romperle era más natural. ¿No os acordáis de la batalla de los otros Griegos con sus esclavos, que al romper las haces, en lugar de enristrar las lanzas, restañaron los azotes, como infamándolos con aquella befa, más que militar, doméstica, antes que llegasen a vencerlos, juzgando que la representación de su servidumbre era la más segura y más galante victoria? ¡Oh, mejor Hércules mío!, que Agustino os llamó así por veros con la cruz de nuestro Evangelio a dos manos: domando, como desde aquí os miro, no con hierro el orbe, sino con un leño, bien que adornada la clava de muchos hierros, que en Vos obran dolores, si errores, Señor, en vuestros enemigos. Por veros, pues, así, como a vil esclavo, chasquea el ateísta supersticioso tan en vuestra sombra el látigo, que llega a la luz el eco, por negaros la deidad, más que por repetiros el tormento. Tanto, que casi solicita que vuestro Padre desconozca el retrato, como parece que mostró desconocer tal vez el original, bien que a la cortedad de la vista nuestra. Pues cuando os vio desnudar en el Jordán (diligencia tan parecida a la de la columna), dijo desde la nube: «éste es mi Hijo querido, en quien me agradé», cláusula que apuntó interrogante y admirativa, como en desconocimiento, alguna gran pluma así: «Este hombre desnudo, como para azotarle, es mi Hijo querido». Sí, Señor, y Vos lo sabéis, aunque por enseñarme os servís de las señales de mis afectos. Y esta imagen es suya: miradla, al mirarnos con piedad, y pasen vuestros rayos de luz por este espejo, rayado a azotes; arderá más lúcidamente vuestro amor; levantará más constante llama nuestra gratitud. La crueldad del bote de la lanza, fieles, a esta luz la miro yo: no parece que fue el herir un muerto, que ya le juzgaba insensible el odio; despecho fue de que tuviesen por Dios hombre que aborrecían tanto. Y así juzgaron que si lo era, por cadáver que pareciese aquel cuerpo, interior deidad le animaba. Llegan, pues, en él, con terciar el soldado la pica, a escudriñar la oficina vital del ser humano, el corazón, digo, en el pecho, no para despedazar a hierro la hoguera de la vida apagada, sino para averiguar qué deidad se escondía en las reliquias de ella, y sacar la misma vida de Dios en el hierro, llevándole el ser en la punta de la lanza.

Ahora sea el odio, por no reñir con tantos, y cumplamos algo de lo que ofrecimos decir en este punto. Ilústrele, pues, el ejemplo valiente de Teágenes, no el fabuloso galán de la historia trágica de Eliodoro, de puro docta, vulgar, sino aquel verdadero y como universal vencedor de los juegos olímpicos, de quien apenas hay erudición grande que no se acuerde, si ya no se lo enseñó Pausanias a todas. Éste, pues, tan diestro, sobre robusto, atleta (si nuestra lengua lo sufre) que pudo acomodar en su frente cuatrocientos laureles, sudores de otras tantas coronas (¡Oh, siempre mucha palestra!), éste, pues, universal vencedor en lo natural, por tales hazañas glorioso, acabó la vida. Ésta, en los hombres grandes, nunca fue sin émulos y enemigos (aunque hay enemigos que no sé cómo puedan ser émulos). Una bugía breve apenas desata de su luz una línea sutil de humo: la llama, que por común beneficio o intento particular corona un monte, de tanta sombra tiñe los cielos, como ilumina de claridad el aire. Cada noche, pues (que no hay acabar con la noche en aqueste día), iba un enemigo de Teágenes a azotar a una estatua suya que le habían erigido los Tasios para monumento eterno a la posteridad de tan ilustre vida, como si en aquella imagen ofendiera la misma vida del dueño, o borrara la gloria de su fama. Implacable odio el que engendran los méritos, que las ofensas en la paciencia encallan las más veces, si bien temo que la paciencia las llama, como la modestia las ocasiona. Tantas veces, pues, repitió, y tan pesadamente, la injuria, que un día cayó sobre él la estatua y le quitó la vida: que el que agravia obstinada y repetidamente al que debiera dar gracias o loores, de la misma ruina del ofendido junta a la fábrica de su castigo los materiales. Que no le es nuevo a Dios dar satisfacción por medio extraordinario a las inocencias, bien que la dilación nos deslumbra, o la tardanza. Era ley de Dagón, el que las dio a los Atenienses, que aun las cosas no animadas que hiciesen daño al hombre se castigasen. Y vemos algunas veces cargados, no de suplicios, sino de premios, los ofensores, Por muy vivos, si por poco racionales, echaron la estatua por sentencia pública al mar, reo inocente, ofendido, paciente como una estatua, y castigada como debiera el actor. Siguióse una grande esterilidad en la tierra: consultado una y otra vez el Oráculo, vino a mandar restituir la estatua de Teágenes a la basa antigua. No era fácil descubrirla en las ondas, que lo es más siempre la injuria que la satisfacción. Al fin vino a parecer en la red de unos pescadores. ¡Ah, providencia divina, qué de milagros escondes en las acciones que parecen más naturales! Lleváronla con triunfal pompa a su lugar los Tasios e hiciéronle solemnes y divinas honras. Si es lícito componer con lo grande lo pequeño, mira, corte de FILIPO, no el Grande sólo, sino el Mayor, al victorioso Capitán CRISTO, que creciendo a su sangre tantos laureles, como si a la agua fueran corales, no pudo apagar la envidia sedienta y odiosa a sus enemigos, pues no sólo le aborrecen vivo y muerto, sino que le azotan de noche su sagrada estatua. Es verdad que ella no cayó sobre ellos, ellos cayeron sobre ella; mas habiendo de dar en piedra, todo viene a ser uno, como nuestro Redentor dijo. Y arrojada, si no al agua, al fuego, la venerable e imperial efigie, con no ser capaces de prisión las cenizas, pareció en la red vigilante de este Santo Oficio (que a tales lazos, ni basta a defender ni a ofender el fuego) entre bien ruin pesca (súfrase a la razón de la ironía la humildad de aquesta voz), y echándolos a ellos a la hoguera, hoy da a la estatua divina sagradas honras, gloriosos desagravios.

¡Cedió la imagen prodigiosa! ¡Oh, juicio de Dios, oculto a la vil y envidiosa acción! Y comenzó a correr sangre. ¿Sangre de un leño, y seco? Si estuviera verde y plantado en tierra, aun buscara al milagro templanzas, si no escusas. Allá fingió el gran latino, y lo han imitado otros, que respondió en la isla de Antandro con quejidos y sangre un árbol a los golpes de una segur. Pero fingió también que era mármol animado de Polidoro aquel tronco, y que él mismo le era sepulcro, como de la estatua de sal de la mujer de Lot, dijo Tertuliano, vuelta de cabeza de mujer, por marido bien en fragante, y aun en flagrante, castigada, que original nota fue de Agustino antes y ahora, si más lamida, no menos fiel. A más se han atrevido escrupulosas curiosidades de bien cercano siglo: que no será mucho esto en los árboles, porque tienen alma no sólo vegetante, sino senciente e intelectiva, y que la razón es un acaecimiento ordinario (no sé si habéis reparado en él), que al dar con el destral dos golpes el villano al tronco del árbol que pretende derribar, siempre el segundo es menor; porque el primero cogió al árbol descuidado, todo entero le admitió; al segundo, ya prevenido, endurece las entrañas, arrímase a la corteza, y se resiste. No es segura la filosofía en nuestra religión: con bastante ceño la oyeran las Escuelas, si no miramos como el ciego que curó Cristo, que vio los hombres como árboles, pues ojos eran dados por Dios. Ya eso es moralidad. Pues si es moralidad, de todos los hombres hablan, como de árboles, autores sagrados y profanos: en la caduquez repetida de los otoños, si no en la rejuventud de las primaveras; en lo adelantado de las flores, y aun frutos, como el almendro; en lo cuerdo y detenido, como el moral. Bien que suele haber árboles de tan oculta fortuna como siglo, que con dar flores y frutos tan precoces como el almendro, se los hacen dar a palos como el nogal, y ellos ocupados en sus flores y en sus frutos, como nunca falta hacha villana que, con alusión a todo su nombre, no sólo los quería derribar, sino consumir, no resistiéndose de modestos (mesura quizá excusada en república de árboles) todos los golpes les son mayores. Pero a un árbol seco, cortado de la tierra, ni la superstición le atribuyó sangre, ¿cómo se la venera la fe? ¿Por lo que representa en la imagen? No. Porque representa a un muerto, y un muerto no da sangre. Por sangre de Jesucristo, que aunque muerto, le asistía la Divinidad, y pudo verterla, y así ahora, como sangre propria, la vuelve a derramar, cuentan ésta algunos. La teología siempre inofensa del ángel Doctor, Príncipe de las Escuelas, no admite tal. Sangre es milagrosa, que en la incapacidad de aquel leño cría Dios por los fines que él es servido. ¿Qué sospechas piadosas se atreverían, si no, a medir, a sondar algo de este abismo? Pensar que quiso acreditar Cristo con la sangre de esta imagen cuanta derramó su persona, parece encarecimiento mayor. La sangre del costado me alumbrará entre las centellas, que como rubíes, aun fría ya, en apariencia de zafir cárdeno, arrojó de sí. ¡Oh, misteriosa fragua! Con poca agua más ardiente, pero con menos aliento más activa, con menos luz más flamante. Porque pienso que fue crédito seguro de la que vivo vertió el Señor. Que si bien es verdad que el Hijo de Dios por su voluntad padeció, la fe sola veía su amor en su sangre; los ojos la violencia de los instrumentos miraban: no pasaban a la vista del respeto humano sus heridas por amor, sino, cuando más, por paciencia. ¡Gran dolor de la voluntad que pase por fuerza la fineza de su amor! Dar, pues, muerto Jesucristo sangre de su corazón, fue mostrar que el amor que daba aquellas reliquias pocas de sangre en muerte, le había roto las venas todas en vida. Luego, amor que cuando se le acaba toda la sangre del corazón (que por eso salió después de ella, aunque continua, la agua) aun en el pecho de una imagen la cría, en parecida muestra de su Pasión, bien asegura que fue el amor solo el que en vida le desangró. Por esto dije que había salido con la sangre la agua. Por esto, o porque no mereciendo por aquel golpe Cristo, como los más teólogos sienten (sé aquello de la preparación del ánimo, pero también el estado en que se hallaba Cristo lo sé) o porque no padeciendo dolor en su crueldad quien tuvo en ellos tal gusto, era gusto aguado de Dios. O finalmente (con que volveremos brevemente a la arena sangrienta que corríamos) el enojo nace de la ira, y ésta es sangre encendida junto al corazón, y quien derrama la sangre del corazón templada en agua, bien asegura que no le queda enojo de las ofensas.

Pero hoy, sin que me ayude el agua a navegar el océano de esta sangre, hallo en ella la prueba del amor de Dios última; porque el odio humano ha llegado (no hay tiempo ahora de apurar esta hazañera filosofía) a derramar sangre un cuerpo muerto violentamente a la presencia del que le hirió. Luego, el amor, a lo menos, llegar debía a esto mismo. En los hombres no llega, que se usa poco el querer mucho. Llegó en Cristo, Dios y hombre, dando sangre de amor de su corazón, muerto ya su cuerpo a la vista de sus contrarios. Mas hoy, hasta el retrato que le representa la llega a verter. A esto jamás ha llegado el odio, a verter el retrato sangre; pues llegue el amor de Cristo, y vea el mundo que si el odio humano saca sangre de los muertos, el amor divino la derrama de las estatuas.

La sangre en las venas anima; fuera de ellas honra: por eso llamamos hombres de mucha sangre a los grandes señores, porque a sus mayores se la vimos vertida. No suene esto a lisonja, siendo recuerdo: que ellos también la sabrán verter, cuando al servicio de Dios y su Príncipe importare. Al mismo Verbo de Dios, ya hombre, llamó niño o muchacho San Mateo, dos renglones antes que Salvador, qué sé yo, si porque no había derramado hasta la circuncisión la sangre, que hasta no quedarle en las venas gota suspendió el nombre de JESÚS, efectivo en cuanto a esta parte. Parézcansele, pues, en ella a este Señor sus retratos, y hagan sus imágenes milagrosamente sangre para derramarla, pues para animarse a lo que son, no necesitan de ella. La misma sangre que unió a sí la Divinidad, vertió por las calles de Jerusalén Jesucristo, y cuantos pisaban aquella avenida prodigiosa que inundaba por ellas al mismo Dios a que estaba unida hollaban. ¡Oh, exceso espantoso de amor! ¡Qué ha menester toda la fe en el más agradecido para su crédito, ya que ninguna gratitud nuestra puede bastar! ¿Cómo será, pues, su retrato más parecido, el que no arrastrare por los suelos y los tiñere en sangre, aunque empeñe a su original a criarla? Salpicadas de ella llevó las tunicelas al Cielo Jesucristo (tenga lugar alguna analogía amorosa entre verdades tan serias) por estársela mirando y contemplando fresca en las mangas, ya que en las heridas de las manos la había secado resplandecientemente la luz. Prodúzcanla, pues, en la tierra milagrosamente sus retratos con delectación pura y divinamente morosa, de cuán natural y amorosamente la derramó. ¿No se consideran los espirituales por amor de Dios, muertos cuando más vivos? Pues Dios se quiere mirar, cuando más impasible, por amor de los hombres, desangrado. Hay hombres, que llamáis malos de sangrar, esto es dificultoso, y es necesario gran destreza, lanceta aguda, baños calientes; otros tan fáciles de sangrar, que dice el sangrador más embarazado: «Este brazo sangrado está». ¡Qué malos son, fieles, de sangrar los hombres y los amigos, qué malos! Bueno es no hacer la herida: recibirla ellos no es fácil. ¡Qué bueno es de sangrar Cristo! Sangrado estuvo siempre, en la circuncisión, en el huerto, en los azotes, en las espinas, en la Cruz, vivo, muerto. ¿En el muerto, sangrías? Y aun en el pintado. Siempre está Dios para daros la sangre de los brazos, aunque se los forméis de madera, como son los de su imagen. Tal sed tiene de derramar sangre. La falta de sangre da sed naturalmente: nueva y saludable hidropesía, porque en la agua el licor bebido y que se recibe da la sed; en la sangre, el licor vertido y que se desvía la da. Ponderemos la sed que exageró San Drogo en la Cruz, que fue de la mucha sangre que había vertido el Señor. No admite, pues, la bebida de la esponja, porque esta sed no era falta de uno u otro licor que el paciente necesitase, sino de la sangre que derramaba, y así, apenas la probó. Luego no derramando más sangre, ¿defraudada quedaba aquella sed? Así es verdad. Y a esa satisfacción acudió la sangre que derramó, después de muerto, el costado. Luego aquélla que derramó del costado (en el sentido que vamos) también engendró sed. Pues ¿qué satisfacción podría haber para ella, si a la sed de lo vivo satisface lo muerto? A la de lo muerto satisfaga lo pintado, y la sed que causó la lanzada, mitíguenla hoy, o enciéndanla, los azotes. Y finalmente, en materia de amor y sangre de Dios, no vaya nada de lo pintado a lo vivo, ni a lo muerto.

Con esto ¿cómo vendrá el haberse quejado Cristo, diciendo: «¿Por qué me maltratéis? ¿No sabéis que soy vuestro Dios verdadero?» Antes esto fue hacer, con ser Dios, el dolor más proprio. Porque estando Jesucristo en la gloria de su Padre, ¿qué dolor le habían de causar los golpes en su retrato? Así dijo no sé qué Príncipe al chisme de haberle ofendido un retrato suyo: «A mí no me duele nada», y tentóse. Gran doctrina a calumniados, tentarse las costumbres y el proceder. A mí no me duele nada, ¿qué importa? Que aun morir de verdades es flaqueza; de mentiras será grande desaire. Luego quejarse hoy Cristo, siendo quien es, fue mostrar que le dolía, y así que padecía en ello. Extraño y nuevo camino parece que halló el propósito eterno de Dios en aquesta imagen, porque éste no sabíamos que fuese más que padecer para entrar en su gloria Cristo, como él dijo a los otros dos discípulos, pero entrar en la gloria para padecer, aun a la imaginación se le huye. Ni basta el ver, como en redención eterna, reiterada su Pasión en el Sacramento del Altar Santísimo, que aquel misterio de tal manera es retrato, que es el mismo original. La sangre no se derrama efectivamente, que es incruento aquel Sacrificio, y todo pasa allá en el mayor retiro, que de nuestros sentidos hace la fe. Hoy, empero, en una imagen patente, y en sangre (si bien no redentora, representativa) en dolor que obliga a gritos, se ve Jesucristo glorioso e inmortal a un tiempo, y padeciendo y quejándose: nueva circunstancia (sanamente entendida) de su eterna redención. Quejóse en la Cruz a su Padre (pensamiento de tantas prosas, que aun los versos ha provocado). ¡Oh, si nos diese la devoción, sin preguntarla al ingenio, diferente alguna cosa! Quejóse, pues, de que le dejaba, como Dios, señal que la Divinidad le dejaba. Es verdad, que esto sólo se pudo entender del verse morir, reconociendo que la Divinidad soltaba el lazo de la vida, que ataba las partes de cuerpo y alma, humanidad que no dejaría nunca. Pero como no tomó hombre (hablando en términos escolásticos) pudo dejar la vida, que de la unión de las dos partes resulta. Doctrina es de Ambrosio, como verdad de fe, que de otra manera no podía Dios dejar a su Hijo. Pues si tanto gusto tenía de morir, ¿por qué de morir se queja? Porque tenía sed ardiente de padecer y vio que con la vida se la acababa el dolor, y con el dolor las finezas. Y así siente el bienaventurado Padre Laurencio Justiniano, que aquella queja fue petición para dilatar la vida. No se quejaba de morir, sino de morir tan presto, por no abreviar su Pasión. Pudo Josué, dice Cristo a Dios, detener ese sol común para obrar la venganza de sus enemigos, bien que con odio perfecto, y yo, mejor Josué (si ambos nombres suenan Jesús), ¿no detendré en el curso de mi vida el Sol de mi Divinidad, para satisfacer por ellos, y padecer? Amor tan largo, padecer tan corto, grande congoja es, Dios mío. ¡Que se me acaba la vida, cuando parece que mi amor comienza! ¿Cómo ha de descansar un amor eterno en tormentos de doce horas? Oyó Dios, dice el gran Patriarca de Venecia, la petición, y dilatóle por largo rato la vida, que tormentos tales ya se la hubieran quitado mucho antes que la entregó al Padre, si no se hubiera parado la Divinidad a alargar el día amoroso. Reconociólo el sol natural, y corrido de la fineza presente en nuestro Jesús, con la memoria de la venganza del otro, se escondió a las tres de la tarde, castigándose en las sombras, entonces apresuradas, las luces otro tiempo espaciosas; y todavía, viéndose Cristo ya agonizante, se congojó tanto de que se le habían acabado los dolores y las ocasiones de ellos, que en diciendo: «Ya esto está acabado», expiró con una voz grande, sintiendo, no el acabarse ya, sino el acabar ya de padecer; tanto que juzga mi piedad, si no muy puntual, muy tierna, que no le quitaron a Cristo la vida los tormentos últimamente, sino la falta que sintió de ellos.

Luego el quejarse ahora Jesucristo, no fue de lastimado humano, sino de amante divino. Como si les dijera: «Ya no estoy en estado de dolor por el golpe, que yo lo solicitara; de sentimiento sí, por la ofensa que deseo excusar. ¿Por qué me maltratáis? ¿No sabéis que soy vuestro Dios verdadero? ¿Por qué agraviáis mi Deidad, cuando ni en sí, ni en su retrato está capaz mi humanidad de pesadumbres?» ¿No veis que se quejó como Dios? Pues en la Cruz no se quejó sino como hombre, porque allí se obraba contra la vida del hombre, y aquí contra la honra de Dios. La infidelidad de esta gente era su dolor, que no los golpes que reciba de ellas; que yo no hallo otro sentido más declarado y nuevo a aquella queja antigua: «Sobre el dolor de mis heridas añadieron». Porque aunque se añadan heridas tan nuevas como las de esta imagen, siempre se debe añadir dolor distinto del que la heridas causaren. Luego el dolor del pecado es el de que habla Cristo, aun como Dios; porque a ser Dios capaz de muerte en su misma Divinidad, le bastara un pecado mortal a quitarle la vida. Encarecimiento que templan las evidencias, porque a amor infinito, cuando no lo fuera la ofensa, dolor infinito le corresponde. Dios ama infinitamente; infinita es la ofensa; infinito su dolor. Pues dolor infinito, a no estorbarlo la Deidad en la eternidad de su vida obrara. Todo su ser ha menester Dios, fieles, para que no le mate una ofensa vuestra. Tenéis fe y entendimiento, y oís esto, e ¿iréis a pecar más? Basta. Luego la infidelidad de estos enemigos suyos dolor fue, de que no es mucho que aunque ejecutado el golpe en una imagen, le lastime a Dios, y se queje. Demás que ha habido herejía, que de tal manera negó dolores en Cristo, como si hubiera vivido en la vida humana inmortal y en su Pasión rigurosa insensible. ¡Extraño modo de ingratitud! No sólo olvidar, sino deshacer la causa y la materia del beneficio. Error en que cayó, después de ochenta y dos años de fe segura, el emperador Justiniano. Perdónenme los juristas esta noticia, y teman los cristianos achacosos una apoplejía de fe. Sepa ahora pues el mundo, aunque le duela, su ingratitud: que estuvo tan lejos Cristo de no sentir en su humanidad dolores, que en la imagen de ella los siente; y no sólo se quejó como hombre entonces, sino como Dios ahora. Y que tenemos Príncipe (Dios le guarde tan católico), que no sólo cree los dolores de este Señor, sino sale de su casa a solemnizarlos y en su real pecho sabe sentirlos. Que el Cordero que hoy muestra en él, puede ser que sea solemnidad de la Pascua, mas yo como de nuestra fiesta le miro. Abrigadle, Señor, que nos le tratan mal. Pasaréis a finezas las profecías, estando el Cordero junto al León, no sólo en muestra de paz, sino por señal de amparo.

Bien, ¿y qué piedad obró en estos incrédulos la queja de este Señor? Echarle al fuego. Tened, sacrílegos, tened: que demás del delito atroz, es quitaros de los ojos la memoria de Dios toda. Señor, ¿Vos no os aparecisteis en una zarza ardiendo?, y con ser esta planta por su jugo oleaginoso lisonjera yesca del fuego, se halagó con él, y se alegró su verdor, como pudiera con el rocío. ¿Cómo ahora en parecida vecindad de espinas, es obediencia suya vulgar vuestra singular semejanza? La lumbre, que estallaba incendios en Babilonia por martirio de los tres mozos, no amagó más la violencia que en cuando se apareciese otro, que se os pareciese a Vos, ayudando (si se puede travesear con tanta llama) a alentar la capilla de los cantores y a desmayar la del horno. Suele el cielo fulminar los montes, e infamarlos con sólo eso, ¿cómo estos valles acroceraunios se atreven hoy a fulminar el Cielo? Mas, ¡ay, que son montes tocados de nubes y con velo de obscuridad a los ojos! Y éstas en una tempestad grande suele abortar al cielo rayos, que no se ven, y a la tierra, que se miran. Elemento voraz en tu ambición, furioso en tu estruendo, desagradecido en tu envidia, recoge en ti tu rigor, llámate a parar piadoso, no a estrellarte, o por mejor decir a soltarte desbocado. Lame la melena nazarena a la imagen, en servicio de vasallo, como la otra llama rizó las guedejas de Ascanio, en protestación de imperio. No te empeñes a hacer cenizas, materia en que arde inmortal una salamandra divina. Mas no en vano no te contó Moisés entre los demás elementos del primer caos, previniendo ya en esta acción tu felonía, y ya en todas tu ingratitud. Mas ¡ay!, que ya suena el fuego el delito natural de su violencia; la imagen se ilustra injuriosamente y se enciende con novedad al resplandor aleve; ya prende en la madera la actividad de causa tan poderosa. Cede fugitivo el barniz, las facciones todas se borran; ya se desata en pardas y calientes pavesas la Fénix esculpida; ya es ceniza ruda en el ser lo que era Dios en la representación prodigiosamente. Agua, fieles, que se quema agraviadamente vuestro Redentor: agua, Nicodemo, pues hoy os halláis en el nacimiento primero y seguro de la fuente del bautismo. Nubes, aguaceros caudalosos, no lluvias templadas. Cielos, agua, no rocío: que esto no es esperar al Salvador, sino desesperar de él. Mirad, oh incorruptibles orbes, por vosotros mismos, que de fuego que a Dios se atreve, mal seguros están vuestros diamantes, ¿y qué sé yo, si lo encendido de esos biseles es tostado de aquestas llamas? Señor, a Vos mismo os invoco: agua con aquesta sangre, que si la sangre hace arder, la agua podrá apagar. Y más doctrinalmente os invoco: vuestro amor hizo tan bastante holocausto a vuestro sacrificio, que desdeñó en la ejecución la llama en que ardió el Cordero, hostia substituida en las espinas a Isaac, ¿cómo ahora permitís material fuego a esta segunda representación, Vos, que abrasasteis en los incensarios a los que de otra casa menos sospechosa con fuego común profanaron vuestro altar? Dios de fuego consumidor solíades Vos ser, ¿pero Dios consumido del fuego? ¿Qué hondo enigma, Señor, es éste, que traslumbra en esta claridad el más perspicaz pensamiento y parece que hace trasudar la fe? Quédese, Señor, en los abismos de los juicios vuestros, no sondables, misterio tanto, y no sea el no dejar entre nosotros reliquias de vuestro nombre. Al océano, dije, se arrojó el mayor filósofo, por no poder averiguar el milagro natural y común de las mareas. ¿Por qué no me arrojaré yo a este fuego, si no curioso examinador, devoto concluido? Allá se abalanzó el sátiro a abrazar el fuego, enamorado de su resplandor, y más culto sabio, como Eudoesio, lo estuvo tanto del sol, que deseaba abrazarle, por perder en alientos tan resplandecientes el suyo, cegar y morir victoriosamente. Y al otro mozuelo apenas le pudieron tener en el teatro que no se echase a la hoguera en que una hermosura, ya apagada, muertamente ardía. ¿Cómo profanos ejemplos no me bastan a arrojarme a este fuego yo? Entró a librar iguales deidades el otro Troyano, capitán en su patria. ¿Será menor mi nombre que el de los hijos piadosos, que por sacar de él sus padres, perdieron la vida? ¡Oh, Etna prodigioso, que en llamas infielmente fieles haces tan buena vecindad a la nieve animada, para decirlo así, a los carámbanos humanos de este obstinado pueblo, siendo el Cielo mismo materia a las entrañas infernales, que en disimulado bostezo muestras, en tus estrañezas me arrojo, a toda tu violencia me fío! Mas, ¡ay!, que no me quiere la llama; el fuego me repele. Gran desatención ha sido querer con mis cenizas confundir las reliquias de incendio tal.

Bien veo (templado el ardor algo en mi afecto) que lo material de este sacrilegio, es ser el fuego el mejor medio para consumir cualquier leño, y así el que estaba reducido a imagen en este Cristo. ¿Quién, empero, dejará de admirar los extremos de esta gente? Cuando le prohíbe Dios los simulacros, es tanta la ansia de idolatrar, que de sus mismas joyas fundan los becerros para atribuirles su libertad, y cuando lo encarga la adoración de imagenes y bultos, anhelan por acabar cuantas esculturas y lienzos sagrados pueden. Si con las profanas lo hubieran, bien me holgara yo que se acabaran tantos peligros del alma como arrebozan las mentiras valientes de las pinturas, que aun con los ojos porfían a ser verdades. Y aunque os parezca ya rigor, o ya temor demasiado, gran cosa hace el que sin riesgo de pecar guarda las ideas desnudas de un pincel grande, fiadas en el lino a la eternidad, en fe de su valentía. También deseara de algunas pinturas divinas se guardara más decoro y propriedad, pero no es posible decirlo todo en un día, y en día que todo se debe a tan grave asunto. Fue, pues, el exceso acertado en el odio de querer consumir la imagen. Odio heredado de Satanás, que hijos suyos, y no de Abraham, los llamó Cristo, el cual (Satanás digo) de envidia y odio de la primera imagen de Dios, que fue el hombre, se perdió eternamente. Y si bien la borró a alientos venenosos la sierpe infernal, hoy la vuelve a reformar a espíritus celestiales nuestro Redentor (sierpe en la apariencia de culpa, pero formada de metal de Divinidad ardiente, a quien en vulgar cobre representó la otra de Moisés) en el Evangelio, con materiales tan mejorados, cuanto va de agua y espíritu, a tierra y aire. Mas la ocasión fue erradísima, porque fue temer que un Cristo que hablaba les podría descubrir y acusar. Porque este inocente Abel, no sólo difunto, como dijo San Pablo, sino pintado habla, pero siempre mejor que el otro, que no pide venganzas, sino perdón. Tembló la tierra en la muerte de Jesucristo: todos sienten que de horror, de espectáculo tal, como ver morir su Dios en un árbol, fue el terremoto. San Cirilo Alejandrino no quiere, con novedad, sino que fuese de gozo. Porque como estaba acostumbrada a recibir en sus entrañas sangre de justos oprimidos, y en sus oídos voces de las quejas de su justicia, y atendiendo a la sangre que derramaba en el leño Cristo, le oyó pedir al Padre perdón por los mismos que la vertían, y ella cayó vaheando piedades en su seno, no se pudo contener de gozo, y contra su firmeza insensible movió estremecimientos de alborozada. Pues, canalla vil, si le ofendías en una cruz, y le oías hablar, ¿cómo no entendiste que trataría tu perdón, y no su justicia, pues la tierra bruta lo conoció? ¿Quéjase como Dios, y queríais que os acusase la culpa? De que no le pidáis perdón de ella se queja, que ése es el dolor de Dios; y estaba por decir que la muerte: que tal parece el quitarle la ocasión de hacer bien. Fíeme San Pablo en tanto pensamiento, llamándonos herederos de Dios, y coherederos de Jesucristo. El prodigioso autor de la gran cartuja repara en que no hay herencias sin testamento, ni uno ni otro sin muerte de testador: ¿pues cuándo hemos de ser herederos de Dios? Parece que nunca, porque ha vivido, y vive, y vivirá siempre. En nuestra bienaventuranza, en el Cielo, dice San Bruno, donde en cierta manera muere Dios para nosotros. Porque es tan vida suya el hacernos bien, y cómo ocuparse en disponérnosle, que como en el Cielo no habrá lugar de hacer nuevo y esencial bien a los ya bienaventurados, viendo que ellos no tienen que pedirle su salvación, ni él medios que darles para ella, se dará como por muerto. ¡Gran encarecimiento de amor de Dios! Gran doctrina a los más poderosos de los hombres, que su vida depende de la nuestra, su bien del que nos hacen y que el que vive más, haciendo menos, muere cuando parece que vive. Pues aun Dios, cuando no obra nuestros bienes últimos, se sirve que discurramos de él en esta forma. Erradísimo, pues, fue el temor de estos delincuentes, y conocida causa del dolor y quejas de Cristo impedirle el hacer bien, y temer que había de acusarlos, sino antes rogar por ellos.

Vamos ya recogiendo, que tiempo es, a nuestra Oración las velas, procurando saber por qué permite casos tan exorbitantes como éstos Dios. Porque, a la verdad, la ignorancia nuestra, no desnuda del todo de piedad y celo, pudiera preguntarle a su justicia, oculta muchas veces en la obscuridad de su providencia (que lo inaccesible de su luz con estos lienzos suele cercarse): Señor, Vos ¿no sois dueño y árbitro universal de este mundo? El gobierno, así temporal como espiritual, ¿no toca a vuestra disposición? Vos ¿no veis tantos excesos, enormidades tantas como en la redondez del orbe suceden? Y en vuestro pueblo mismo, ¿no miráis cada día demasías perpetuas en muchos, violencias sumas, agravios, hurtos, torpezas? ¿Las inocencias afligidas, las culpas, o favorecidas o toleradas? ¿Por qué no lo remediáis?, que Vos vivís eternidades, y a nosotros nos abrevia caduco tiempo. Los enemigos de vuestro nombre ¿no campan de afortunados? Y, asistidos de los que no debieran, logran casi victoriosamente la impunidad de su rebeldía, cuando las armas católicas suelen verse menos dichosas, no menos valientes. ¡Oh, qué religiosa modestia me templa las alabanzas de esta monarquía, no envidiada acaso de todo el mundo! Y el valor y la verdad ¿no bastan a apostar con la suerte y la mentira? Y finalmente, estos hombres que acusamos, ¿no os quitaron, unos en voz de otros todos, la vida? ¿Por qué después de relapsos en su error sus padres y ellos, viven tan seguros entre nosotros, que se atreven a demasías tales? Y ¿hay quien, si no les puede librar, a lo menos lo pretenda?

Ya veo, fieles, que quien dice providencia, no por fuerza señala acción, permisión envuelve: que no puede, ni castigarse, ni perdonarse todo en el más seguro gobierno. Para tener bien la vara de cualquier ministro, dos manos son menester, limpias ambas, por que no deslice, iguales, por que no tuerza. Las razones que señalan santos y doctos a estas permisiones son querer Dios acreditar la adoración de las imágenes con estas maravillas; confundir la incredulidad de sus enemigos con estas ocasiones; y últimamente, amenazar como en profecía y pronósticos de horror, la carga que previene y castigos: necesidades, perturbaciones, guerras, hambres, pestes. Esto es verdad, fieles, no es figura de oración, ni afecto de doctrina: Cristo lo señala expresamente en la abominación de la desolación (términos son suyos) que profetizó Daniel; los Santos lo repiten; escritos sagrados y profanos lo muestran; las experiencias lo porfían, los ojos lo ven; el ánimo lo teme. Y por no cargaros de historias, que, o por distantes, o por ajenas, no muevan tanto, desde que aquel sacrílego extranjero holló en San Felipe el Sacramento del Altar Santísimo, acordaos qué males se nos han seguido tan para llorados con ambos ojos. ¿Qué necesidades, qué guerras en tierra y mar, qué sucesos tan infelices, qué desconsuelos particulares y públicos que parece que han jurado contra nosotros los elementos, el cielo, y cuánto poder bastan a mostrar sus estrellas? ¡Oh, no sea que el autor de ellas arme el orbe de la tierra contra los entendidos, como amenazó la Sabiduría a los insensatos! Pues ahora que hijos de esta misma plaga nuestra (y halle el equívoco el lugar que ha menester, o llamadlos como mandáredes), arrastren, azoten, quemen un Cristo, y haya tanta paciencia (por no llamarla disimulación) en muchos, que ha menester este Santo Tribunal hacer sumas diligencias para buscar los culpados, cuando todos habíamos de ser Familiares de celo, si no de cruz, y llevarlos arrastrando a sus cárceles. ¿Queréis esperar sucesos mejores, paz, abundancia, consuelo? Mucho creer es, como temer poco. Yo a lo menos, por el lugar sagrado en que estoy, por el oficio que tengo y por el espíritu que sin violencia me arrastra a estos fervores, con celo de la honra de Dios y su servicio (él lo sabe), os pronostico grandes trabajos, en cuanto cada uno en su estado no hiciere contra los enemigos de Dios demonstraciones últimas, o ellos tuvieren autoridad alguna entre nosotros. Porque Dios, de todas las cosas ha de sacar gloria. Cómo él lo guía, no nos lo deja saber, hasta que se lo vemos ejecutar. No hablo en la que saca de sus oprobrios, por ser pensamiento de todas ocasiones y porque quien llama exaltación a una horca, gloria a la infamia de un leño, acreditados deja los lances en que puede repetir el odio afrentosamente sus desahogos. La voz desagravios, y el medio de consiguirlos mirara yo para digna corona a la oración mía, puerto triunfal a mi navegación, pues no es ajeno, antes debido, el cuidado de la salud pública a las más graves oraciones. Y esto brevemente (bien que no sin favor soberano) lo podramos conseguir con la penitencia de nuestras culpas, y éstas contra un Dios a quien debemos tanto. Éstos son sus desagravios, sus satisfacciones son éstas. Los gozos del Cielo no bañaron de tanta alegría sus espíritus ardientes (al parecer) cuando entró triunfando por sus arcos Jesucristo, como cuando en la tierra se convierte el pecador más bajo. Las injurias de los dioses, dijo un cauteloso Príncipe, quédense a su justicia que cuide de ellas; el nuestro catolicismo, a él mismo le vemos cuidar y el Oficio Santo, que introdujeron nuestros nunca bastantemente alabados Reyes; no sólo trata de los agravios de Dios, castigando sus ofensores, sino procurando los reducir a la enmienda: que esto es, no sólo desagraviar, sino edificar a aqueste Señor, que los pecados nuestros, cuanto es de parte suya, destruyen. Así lo dijo San Ireneo con tan grandes palabras que apenas caben en la boca de la religión. Éste es el fin (dijo) del linaje humano, que reedifica a Dios, y hablaba en la penitencia. ¿Reedificar a Dios? Pues ¿qué?, ¿tuerce su infinidad, desmiente su omnipotencia, carga demasiado su altura, hace quiebras su eternidad, o su inmensidad sentimiento? Sentid generosamente de Dios: no estribéis para acertar su doctrina en materialidades tan lejos de él. Esto arguye el amor infinito de Dios y la malicia suma del hombre, que cuanto es de su parte, pretende destruir a Dios del todo. Esto es pecar, hombres: pero glorioso fin de este Tribunal Santo, ejecución piadosa de esta ilustre Congregación, no sólo derribar la casa de los enemigos de Dios, sino reedificar su gloria, ya con la conversión de ellos, ya con esta solemnidad. Bien que es menester que les ayudemos nosotros: y temo, fieles, por más que lo seáis, que no hacemos lo que debríamos en medio de tantas fiestas, como en este año habéis consagrado a los desagravios de este Señor. Porque en este tiempo he visto crecer las acciones religiosas a irreligiosos delitos, los aparatos a vanidad, a profanidad los aseos, y los concursos públicos a excesos particulares.

Lloraba San Bernardo en su tiempo ver solemnizar las Pascuas con galas y banquetes, siendo la ocasión tan festiva. ¿Qué dijera si viera festejar los desagravios de un Cristo arrastrado, azotado y quemado, con galas prevenidas, y más como las que ahora tan lascivamente se desenfrenan (todo estado me perdone), con escándalos solicitados, con muchedumbres de ofensas suyas? Lágrimas, dolor, penitencia, enmienda debida son los desagravios de Cristo. Ayudar a las injurias de su fe con las de vuestras costumbres, ¿quién os ha dicho que es desagravio, o que Dios lo tiene por fiesta? Vuestras fiestas, vuestros sábados, le decía por un profeta a esta gente, son mentirosas y de verdad me molestan. ¡Oh, quiera él, que no pueda decir que nuestras satisfacciones le ofenden, nuestros desagravios le injurian! Una mañana del día que llamamos del Corpus, saliendo con la procesión acostumbrada del Sacramento del Altar Santísimo el pueblo, se quedó sola en la iglesia de Écija Doña Sancha Carrillo, aquella gran mujer, que honrara siempre la Casa de Guadalcazar. Mostróle Dios en visión corporal el alarde (si dijésemos) que dentro de las especies sacramentales (fuertes viriles, que a tanto, tan vecino sol nunca quiebran) reverencia nuestra fe. Pasó por delante de ella en una como remembranza de su Pasión, el leño pesado al hombro, tirando de él la muchedumbre de los esbirros romanos, y el golpe de los actores judíos. Al sudor, a la sangre, a la fatiga, a la hermosura de los ángeles maltratada, se arrojó la santa señora. «Señor, ¿qué es esto? ¿Y hoy?». «Sí, Sancha», respondió Jesucristo, apartando de los ojos la madeja de cabellos, despedazada, si vistosa celosía, a aquel rostro que serena el Cielo y quieta la tempestades, «Sí, Sancha: así me tratan hoy en España, éstas son para mí las fiestas del Corpus». Perdona, nación gloriosa, mancha tan durable, intenten a borrarla tus lágrimas, y mira cómo celebras aquestas fiestas, pues cuando más festejas a este Señor, en apariencia alegre por las calles, en el espíritu y sentimiento de sus ofensas, por ellas mismas le arrastras. ¡Oh, Señor, o infundid más atención a nuestros ánimos, o desaconsejad estas devociones! Todo lo queremos llevar por fe en España; pues a de que suele el peso de las malas obras llevarse tras sí la fe. Intento fue de Satanás, que ya previno David, hacer como dormir en quietud olvidada los días de fiesta. Y está en el original: quemémoslos todos. Porque si en un concurso de éstos desde esa plazuela por donde entré a este sugesto en que estoy, se hubiese cometido el más leve pecado mortal (¿pues qué si fuesen muy graves?) demás que no hay muerte que se pueda llamar leve jamás, las colgaduras hermosas serían lutos, los reposteros vistosos despojos y alarde de entierro; aquellas luces y soles, con tanta novedad, hermosura y arte resplandecientes, fuego serían que ponemos a Dios para reducir lo más impenetrable a cenizas, tristes reliquias de fiestas. Las que serían alegres, serían la imitación del fundador glorioso de esta Casa, honra eterna de los Guzmanes, blasón ilustre de España y de la Iglesia, pues se hallan en este convento real, seminario perpetuo y exemplar de virtud y nobleza, capillas que hoy conservan la sangre de las disciplinas de aquel varón penitente. ¡Qué nuevo jaspe y seguro, para espirituales y materiales fábricas! Éstas sí son reliquias, y parecidas con las que David dijo, que le hacía el día de fiesta a Dios. Suena la lengua santa penitencia, adonde puso pensamiento la latina. ¿Qué son, pues, reliquias de pensamiento? No es difícil de averiguar. Quien ama, piensa; quien piensa, se acuerda; quien se acuerda, cuida; quien cuida, desea. Éstas son las reliquias del pensamiento y, dispuestas por la penitencia, le hacen fiesta a Dios: amar, pensar, acordarse, cuidar, y desearle, y determinarse a nunca ofenderle. Mas ¡qué de cuántos habéis dicho! Vamos a Santo Domingo, que está lo mejor del mundo. ¡Qué pocos os habréis resuelto! Vamos a confesarnos a Santo Tomás, no suceda otra cosa tal a San Salvador.

Señor, ¿esto no es así? Decidlo Vos, Divino Dueño mío. Y pues se dignó la otra imagen vuestra de hablar a unos infieles, esa escultura sagrada que habéis consagrado victoriosa piedad y representación vuestra, sírvase de responder a mi celo con ejemplo común y devota conmoción de cuantos me oyen. ¿No os quejáis de nuestra correspondencia, y os anda a abrasar nuestra ingratitud? ¿No es así, Señor, que habéis visto en estas solemnidades muchas ofensas vuestras, y que los que acusan la acción detestable con el entendimiento, con el proceder la acreditan? ¡Oh, fieles, que ya el aliento me falta, disimulado, más que solicitado hasta ahora! Pensad en este Señor, y mirad la gloria de un Dios que ha sufrido tal contradición de los pecadores, para que le hagan verdadera fiesta nuestros deseos, nuestra penitencia le reedifique, nuestra enmienda le desagravie, le sirva nuestra gracia, le goce nuestra gloria.

(Ya he dicho, y cuanto he dicho o escrito, dijere o escribiere, que desviare de nuestra Santa Fe, única regla de la verdad, sea no dicho, sea no escrito, siempre, y esté a la corrección de los Ministros a quien esta censura pertenece.)





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