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Bien ajena estaba doña Sabina a lo que pasaba en el gabinete de su marido entre éste y el indiano, en el punto y hora en que ella y Enriqueta entretenían el tiempo, en un saloncito, con esas frivolidades de adorno que compradas en la calle valen una miseria, y llegan a costar un sentido hechas en casa por la aplicación y economía de una gran señora hacendosa.

Excusado es decir que ni esta ocasión ni otras parecidas desaprovechaba doña Sabina para predicar a su hija sobre el tema tan debatido ya de la brillante proporción. Y es la verdad que al llegar el amén de la anteúltima homilía, Enriqueta, fuera por cansancio o por haber agotado su caudal de excusas, epigramas y reparos, o por otro motivo más grave, no dijo una palabra ni mostró en el más leve gesto señal alguna por donde su madre pudiera conocer el verdadero fruto que habían dado sus palabras. Pero como los sermones habían sido predicados en rigorosa gradación de efecto, hábilmente preparada, sin cuidarse mucho de aquella aparente impasibilidad, aguardó al próximo con gran confianza en el cristo que reservaba como último argumento para mover hasta el corazón de su hija.

Así como así, desde la cabalgada de que ya tenemos noticia, don Romualdo no había vuelto a parecer por aquellos barrios, lo cual era un mal síntoma, y se hacía indispensable ganar a todo trance el terreno perdido.

Con tan loable propósito comenzó su exordio la buena predicadora en la ocasión a que nos referimos al principio de este capítulo; y preciso es confesar que nunca se mostró más elocuente ni más seductora.

-Mira, hija mía -la dijo entre otras cosas-: el hombre más antipático y repulsivo desde lejos, tiene, estudiado de cerca, condiciones que le hacen, si no encantador, por lo menos tolerable. Pues bien: tú misma me has dicho que, en rigor, no hay en el aspecto de don Romualdo nada de repugnante, aunque haya algo de vulgar y charro. ¿No es casi seguro que ese hombre, tratado en confianza, descubriría algunas virtudes que harían olvidar fácilmente aquellos defectos? Según fama, es campechano, afable y bondadoso hasta con los más extraños. Y siendo así con todos, ¿qué no sería contigo? Y siéndolo contigo, ¿qué prodigios no haría un hombre como ése por verte contenta y agradecida? ¿Has meditado alguna vez sobre esto, Enriqueta?... Pero me dirás que eres joven; pensarás, aunque no me lo digas por modestia, que eres hermosa; que tienes un corazón virgen, como quien dice, de todo sentimiento amoroso; que ese corazón aspira a llenarse con otro corazón que le comprenda y que se te parezca... Después el mundo, el fantasma del mundo que te viera unida a un hombre que, por su edad, más parecería tu padre que tu marido; que no es aristocrático en su aire, ni literato en su estilo, ni en sus contornos un modelo. Pero a estos reparos, hija mía, que te conteste ese mismo mundo por la boca de tantas mujeres, amigas tuyas las más de ellas, que también los hicieron en parecido trance. El uno era grosero; el otro sucio; éste carcomido de cuerpo; aquél del alma; tal, de escandalosa conducta; cuál, de infame procedencia. Y todos eran viejos, pero todos eran ricos. Ellas no eran pobres, y además todas eran jóvenes, y ninguna fea ni sin casto amor en el pecho. Gimieron al principio, protestaron, maldijeron; pero llegó la reflexión al cabo, venciéronse los escrúpulos... y vete a preguntarlas hoy si están arrepentidas, en medio de sus galas, entre el ruido de sus trenes y el vértigo de sus viajes y sus fiestas ostentosas; consulta sus corazones, y ve si queda en ellos la menor señal de que habitó allí por largo tiempo la imagen de un galán enamorado.

Aquí hizo una pausa doña Sabina y estudió con mirada escrutadora el efecto de sus palabras en el ánimo de Enriqueta; pero ésta seguía con los ojos sobre su labor, sin mostrar señal de asentimiento ni de desaprobación; duda que animó a la predicadora, la cual continuó así:

-Pues bien, hija mía, esta transformación, tan rápida que parece increíble, se ha obrado a merced de una fortuna que no pasa de lo ordinario entre las buenas, y de unas cuantas cualidades morales de pacotilla, que de ningún modo pueden contrapesar ni la carcoma del uno ni los públicos vicios del otro. Figúrate ahora lo que sucedería si llegaras a ser la señora de ese hombre que, tras de no tener nada de repugnante, reúne un caudal que excede a todo cálculo, y es además generoso y ama con delirio la sociedad y el trato de las personas distinguidas. ¡Deslumbra y ofusca, hija mía, la sola consideración de ello! Por de pronto, al mero anuncio de tu boda, lloverían sobre ti joyas y ricas telas, y vendrían del extranjero, para tu regalo, los más costosos y elegantes trenes. Una vez casada, no habría país en el mundo que no visitaras, ni capricho que en él no satisfacieras. Ya de retorno, te establecerías en espléndido palacio que se edificaría para ti, en el cual estarían las fiestas y la servidumbre a la altura de tu posición. Llevarías al gran mundo el ejemplo de tu esplendor y tu elegancia, y a las capas humildes de la sociedad la limosna de tu filantropía y el consuelo honroso de tu presencia. No habría asociación piadosa que no te diera la presidencia, ni huérfano que no te ensalzara, ni desvalido que no te bendijera. La prensa seguiría tus pasos, popularizaría tu nombre y tus riquezas, y desde la bordada silla de tu lujoso despacho, no tendrías que envidiar el poder ni los honores de un ministro en su poltrona. Y si todavía, en medio de estos resplandores y de estas armonías de la opulencia, trasluces ciertas horas de prosa y de tinieblas, necesarias a la vida íntima del matrimonio, repara a la vez, hija mía, que la existencia doméstica de una mujer del gran mundo está sujeta a leyes sabias que quitan todo el mal gusto que debían dejar necesariamente las costumbres patriarcales de nuestros progenitores. Una señora de tu jerarquía, con un palacio como el tuyo, no podría menos de vivir con entera independencia dentro de su propio hogar, sin tener que dar cuenta a nadie de las horas que eligiera para entrar, para salir, para dormir o para levantarse, lo cual ya es algo tratándose de escrúpulos de estética. De manera, hija mía, que puestos de un lado tan livianos inconvenientes, y del otro tan colosales ventajas, no es difícil adivinar hacia qué parte se inclinaría la balanza.

Calló otra vez doña Sabina, observó a Enriqueta y vio, no sin alegría, que ésta iba levantando poco a poco los ojos hacia ella; que la expresión de su boca estaba muy lejos de ser desdeñosa, y que se disponía a romper su obstinado silencio.

-Vamos, hija mía -prosiguió la buena madre, en su deseo de sacar todo el partido posible de tan favorable situación-; dime, a lo menos, tu parecer con franqueza. ¿Qué juzgas de lo que te voy diciendo?

-Juzgo, mamá -respondió al cabo Enriqueta sin pizca de encono-, que estamos haciendo castillos en el aire; porque, después de todo, ¿quién nos ha dicho que ese señor ha pensado en semejante cosa?

La cual respuesta, si no era una explícita aprobación de las teorías de doña Sabina, tampoco envolvía una repulsa manifiesta; y esto era mucho tratándose de una boca como aquélla, que, para hablar de don Romualdo, no había usado más que burlas cáusticas y epigramas sangrientos. Podía creerse con algún fundamento que el sermón aprovechaba. Toda la virtud de un justo, de un Dios, fue necesaria para resistir la tentación del demonio que desde lo alto de una montaña le decía, mostrándole el mundo: -«Todo esto será tuyo si me adoras».

Frágil criatura Enriqueta; demonio doña Sabina, punto más sutil y tentador que el del Evangelio, ¿qué extraño sería que la incauta joven cayera de rodillas ante aquel ofrecido reino de placeres y riquezas?

Abundando en esta misma opinión la diabólica mujer, y creyendo ya en buena sazón el espíritu de su hija, juzgó llegado el caso de sacar el cristo que había de rematar su obra.

-No creo -dijo, respondiendo a la observación de Enriqueta-, que me engañen ciertas apariencias; pero, de todos modos, conviene colocarse en lo más cómodo y proceder en ese sentido. Porque has de saber, hija mía -y comenzó la habilidosa mujer a hacer dengues y pucheros-, que hay razones que yo no he querido decirte nunca, por las cuales ese enlace, además de hacer tu felicidad, sería para tu padre y para mí... ¡el manto de la Providencia!

Y la muy taimada se limpió los ojos con el pañuelo.

Como era de esperar, aquellas palabras capciosas y aquellas lágrimas vergonzantes llamaron vivamente la atención de Enriqueta.

-Pues ¿qué sucede? -exclamó alarmada.

-Sucede, hija mía -prosiguió entre sollozos doña Sabina-, que hace ya mucho tiempo (y perdona a una madre cariñosa que te lo ha venido ocultando por no afligirte), que el caudal de tu padre no es más que una apariencia; que la suerte le ha vuelto la espalda; que a duras penas y con indecibles fatigas, ha logrado hasta hoy ir sosteniendo su casa; que los contratiempos, lejos de estar vencidos, se van acumulando de día en día, y en fin, Enriqueta, que no está lejano el en que, sin un milagro de Dios... o el amparo de un hombre como ése, nos veremos todos envueltos en la más espantosa miseria.

Calló doña Sabina y ocultó la cara entre sus manos, lanzando de su pecho angustiosos quejidos; y Enriqueta, que había ido devorando cada una de sus palabras con la ansiedad fácil de adivinar, al oír los sollozos de su madre inclinó su hermosa cabeza, y exclamó, también con lágrimas en los ojos y con verdadera angustia en el corazón:

-¡Pobre padre mío!

¡Cosa extraña! Ni éste ni su hija se habían acordado de doña Sabina en el instante de saber que la miseria llamaba a las puertas de aquella casa.

Después que hubieron pasado los primeros desahogos del verdadero dolor de Enriqueta, y la parte de farsa que había en el de su madre, disponíase aquélla a dirigirle la palabra, cuando entró una doncella a decir que «el señor» esperaba en su gabinete a la señorita.

Serenóse la joven cuanto pudo, e impresionada hasta el extremo con aquel casual recuerdo de su padre, acudió rápida al llamamiento, sin pararse a considerar la sorpresa que en su madre causó el recado.




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- XI -

Entrañable fue siempre el afecto que la hermosa joven había profesado a su padre; pero desde la noticia que acababa de darle su madre, se sentía unida a él por un nuevo vínculo y por una deuda más.

Su vida dispendiosa y descuidada había contribuido sin duda a precipitar la ruina de aquella casa, antes rica y envidiada; y aquel dolor impreso de continuo en la fisonomía del atareado comerciante; aquel sello de tristeza que la oscurecía, no eran el efecto natural de una salud quebrantada por el trabajo, sino la huella de una gran pesadumbre, hija quizá del temor de que algún día tuviera ella que conocer la causa. ¿Qué sacrificio podría imponérsela que no aceptase por salvar a su padre del abismo en que iba a caer? ¿Qué valían, pues, los escrúpulos que aún oponía como excusas, si su unión con el hombre que se los inspiraba podía devolver a su padre la fortuna que éste había sacrificado al placer de su familia?

Con estas reflexiones, motivadas por la noticia funesta dada por su madre y la repentina llamada de su padre, presentóse delante de éste, cariñosa y expresiva como jamás lo estuvo.

-Hija mía -le dijo el pobre hombre, sentándola a su lado-, los asuntos que personalmente te interesan, sólo contigo debo consultarlos, antes de discutirlos en familia, si esto fuese necesario también. En ese supuesto, y con la formal protesta que te hago de que, al someter a tu juicio ese asunto, te dejo en la más amplia libertad de resolverle, te advierto que hace un instante estuvo en este mismo gabinete un hombre que ocupa una gran posición social, a pedirme tu mano.

-Y ¿qué le contestó usted? -dijo Enriqueta sin mostrarse sorprendida del suceso, ni más ni menos que si le esperara.

-Que te haría saber la pretensión, y que tú resolverías.

-¿Pero usted no ha formado juicio alguno?...

-Supongamos que no.

-¿Ni hay siquiera una razón por la cual pudiera usted desear que yo aceptara ese pretendiente?

-No hay razón para mí que alcance a obligarme a violentar tu voluntad, ni siquiera a influir en ella, en asunto tan importante.

Si, como no lo dudaba Enriqueta, la noticia que tuvo por su madre sobre la triste situación de la casa, era cierta, su padre le estaba dando otra prueba más de cariñosa abnegación, prueba que merecía de su parte un esfuerzo de voluntad para corresponder a ella dignamente. Y en tal propósito, y sin detenerse a considerar que en lances de tanta trascendencia es mal consejero el entusiasmo, contestó sin vacilar:

-Dígale usted que sí.

-¡Cómo!... ¿sin saber aún de quién te hablo?

-Lo presumo: ¿no es del famoso indiano don Romualdo?

-Del mismo, en efecto. Pero ¿tú le conoces?

-De fama y de vista.

-Bien; pero ignoras de dónde viene, qué ha sido, qué es y, según sus antecedentes, qué podrá ser en adelante.

-Eso no es de mi incumbencia, papá. Me dice usted que resuelva, y resuelvo que sí.

Como aquél que ve visiones se quedó don Serapio al oír hablar de este modo a su hija. No había mostrado la menor vacilación, ni un reparo, ni un escrúpulo. El demonio de la ambición la dominaba también como a su madre: jamás lo hubiera creído en aquel corazón tan sensible y tan noble en apariencia. Por el vano afán de unas cuantas joyas, no le aterraban los riesgos de lo desconocido. Este desencanto le afligió en extremo, como padre cariñoso; pero, preciso es confesarlo, no dejó de animarle como comerciante necesitado. Las buenas tragaderas de su hija hacían la tramitación más fácil y el resultado más claro, supuesto que estaba decidido a no sacrificarla a los apuros de la casa.

Y entre tanto no reparaba el bendito de Dios que sin estar también él devorado, aunque en otra forma, por la misma sed de oro, no hubiera tomado en serio la pretensión del indiano sin preguntarle en seguida todo aquello que, en su concepto, debió preguntar Enriqueta antes de resolver afirmativamente la demanda; ni hubiera transmitido ésta a su hija sin poder añadir en seguida: «me consta que el pretendiente es hombre honrado y que honradamente ha ganado lo que posee». Por eso no cayó en la cuenta de que las últimas palabras de Enriqueta, si parecían el reflejo de un corazón frío y metalizado, también podían tomarse como una amarga censura a la irreflexión y la ligereza despiadadas con que un padre colocaba a su hija en la necesidad de elegir a ciegas entre la muerte y la vida.

Pero esto no podía leerlo don Serapio en la respuesta, porque había hecho en el asunto cuanto debía hacer; es decir, respetar ciertas particularidades de aquel hombre que, siendo tan rico y tan espléndido y, sobre todo, tan considerado en el pueblo, no podía ser cosa mala; y, en cambio, podía resentirse de una fiscalización impertinente que diera por resultado una brusca retirada en el momento en que más falta le hacía su amparo. De todos modos, si le engañaban las apariencias, ya se iría viendo poco a poco, antes de que fuera imposible evitar los peligros de una equivocación.

Tal fue el criterio de don Serapio en aquel asunto delicado; pero como ni tú ni yo, lector benévolo, estamos llamados, que se sepa, a sentar jurisprudencia en la materia, dejo la digresión y vuelvo al asunto.

-De manera -prosiguió el padre, acentuando mucho sus palabras y observando el efecto que causaban en su hija-, que puedo decir a ese señor que, por tu parte, aceptas gustosa.

-Gustosísima, -añadió Enriqueta.

-¿Sin el menor recelo siquiera de que acuda a tu memoria ni la sombra de un recuerdo más agradable?... -insistió don Serapio, creyendo con esto quedar bien cumplido con el último de sus escrúpulos de conciencia.

-Sin el menor recelo... ni aun de esa sombra.

-¿Luego no hay más que hablar sobre el asunto?

-Absolutamente nada, por mi parte.

Y los dos se despidieron y se separaron: el padre admirado de la despreocupación de la hija, y la hija asombrada de la buena fe de su padre.

Dos Serapio bajó al escritorio, y llamando al viejo dependiente, volvió a decirle:

-Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo.

Pero esta vez no le dio contraorden; antes bien, llegóse a la caja, sacó el paquete sellado, recontó y clasificó los valores que contenía, y dijo al dependiente, que le observaba con impasibilidad, después de haber escrito el encabezado de la cuenta:

-Abónele usted, por entrega que me hace hoy en efectivo y letras que me endosa, aceptadas en esta plaza, reales vellón...

-Reales vellón... -repitió el dependiente pluma en mano.

-Un millón doscientas treinta y dos mil.

-Un millón doscientas treinta y dos mil, -murmuró el tenedor de libros apuntando en el suyo aquella cantidad.

-Nada más, -dijo luego el comerciante recogiendo los valores del indiano.

-Nada más, -repitió el dependiente cerrando el libro, después de haber colocado cuidadosamente una hoja de papel secante sobre lo recientemente escrito.

-Ya habrá usted comprendido -añadió don Serapio a media voz-, que la situación de la casa ha mejorado mucho en pocas horas.

-Lo sospeché desde la primera vez que me mandó usted abrir esta misma cuenta.

-Hay una Providencia, don Braulio.

-Pues bendigámosla, señor don Serapio.

Y el uno volvió a su puesto con la misma impasibilidad que cuando acababa de demostrar con números que la casa estaba hundida, y el otro a la caja, en la cual guardó el caudal ofrecido por la Providencia.

Entre tanto Enriqueta informaba a su madre de todo lo tratado y acordado con su padre.

-Ya lo ves, hija mía... ¡La Providencia divina! -exclamó ebria de gozo, loca de entusiasmo doña Sabina.

Es maña ya muy vieja esa de atribuir a la Providencia todo cuanto nos favorece y nos halaga, aunque sea inicuo, y de imputar a la desgracia lo que nos humilla y desconcierta, aunque lo tengamos bien merecido.




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- XII -

Cuatro días después de lo referido en el capítulo anterior, la casa de don Serapio volvía a presentar el aspecto de sus mejores tiempos. En el escritorio no cesaba un instante el ruido seductor de la moneda; montones de ella aparecían en mesas y tableros con la matemática regularidad de un ejército en parada; y al comenzar el desfile, con la misma iban pasando a acuartelarse en la insondable caja que, en menos de tres días, se tragó, contantes y sonantes, no menos de cien mil pesos. Años hacía que en aquel rincón del mundo no se había visto tanto dinero junto. Don Serapio lo palpaba y no lo creía. El achacoso comerciante parecía haber rejuvenecido medio siglo en media semana. Su aire era mas suelto, su mirada más viva, su color más animado; daba tal cual golpecito sobre el hombro a su dependiente de confianza, quien ¡para que se vea hasta qué punto era chocante la revolución que allí se había verificado! pagaba con una sonrisa verdadera cada caricia de su principal; los dos dependientes se permitían entre sí ciertos equivoquillos, aunque a media voz; y hasta el almacenero, cuando subía con algún recado, tarareaba unas manchegas o silbaba el himno de Riego. Aquello parecía un contagio de misteriosa enfermedad: todos se sentían atacados de ella, y sólo don Serapio y el tenedor de libros conocían las causas.

¡Pues no les digo a ustedes nada de cómo andaban los ánimos y las cosas por la habitación! Doña Sabina era un argadillo; Enriqueta se reía sola; las doncellas andaban en un pie, y la cocinera no daba golpe sin romper un cacharro, asombrada de ver que su señora, lejos de echarla un sermón por cada siniestro, la decía por todo desahogo: -«Ande usted, que rica es la orden».

Porque es preciso que el lector entienda que no se trataba ya, únicamente, en el escritorio de una lluvia de talegas, como caídas del cielo, ni en la habitación del próximo ingreso en la familia de un hombre «poderoso»: es que éste había sido ya presentado a su futura, y había comido «en la casa», y el padre y la madre y la hija habían convenido sin dificultad en que, «después de bien tratado y ataviado, el novio era hasta simpático, y que no tenía maldita la comparación con Fulano, ni con Zutano, ni con Perengano, que evidentemente eran unos groseros, palurdos y asquerosos»; y había habido lo de «tonta hubieras sido en pararte en remilgos, ¡qué ganga te perdías!», y lo de «la verdad es, mamá, que no debe uno pagarse de impresiones a lo lejos», o «te digo que nos echamos tu madre y yo un yerno y tú un marido que no le merecemos».

Por un descuido se le ocurrió una vez decir a don Serapio:

-Para que la dicha fuera completa, no nos falta más que conocer algunos antecedentes de él; porque aunque necesariamente han de ser buenos, esto de tener uno con qué tapar la boca a cuatro maldicientes...

-¿Y por respeto a esa canalla -le objetó doña Sabina-, habíamos de ofender la delicadeza de una persona tan respetable con preguntas impertinentes?

-Lo cierto es -indicó Enriqueta-, que tratándose de una persona tan delicada como ésa, no es muy cuerdo ir a molestarle con tales menudencias.

-Naturalmente, mujer -volvió a decir doña Sabina-; sino que tu padre algunas veces... Figúrate si él, resuelto a decirlo, no nos lo hubiera dicho ya. ¿Se calla? Pues eso prueba que no tiene para qué decírnoslo.

-¿Y lo dudo yo acaso? -replicó don Serapio-. Sólo que hubiera preferido... pues... ¡Si sabré yo lo que ciertas cosas ofenden dichas al tunturuntún y sin venir a pelo!

Ni más ni menos se había hablado, ni se volvió a hablar en aquella casa, de semejantes pequeñeces.




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- XIII -

Pasaron los días, y continuó don Romualdo frecuentando el trato de la familia, y ésta volvió a abonarse al teatro y a presentarse en los paseos; pero esta vez acompañada del pretendiente, a quien miraba doña Sabina con ojos tiernos, volviéndolos después al público como para decirle: -«¿Ves cómo al fin esta ganga me la llevé yo?» Enriqueta escuchaba, así en el palco como en medio de la marejada del paseo, con los ojos lánguidos, la boca sonriente y las manos entre el varillaje de su abanico, las ternezas que sin descanso le soltaba a la oreja su futuro; el cual, al ver el efecto que sus palabras causaban, al parecer, en su hechicera novia, alargaba el hocico, chupábase la lengua, se rascaba la peluca, y más de una vez dejó caer sobre su tersa pechera, sin percatarse de ello, larga, ondulante y cristalina hebra, como niño en la primera dentición.

Es, pues, indudable, que el sacrificio de Enriqueta había tenido ya su galardón en el notorio placer con que a la sazón le aceptaba. Téngalo por consuelo el lector que la hubiere compadecido.

Con las dichas exhibiciones, el runrún del público llegó a tomar gran incremento, en especial entre las mujeres de tono. «Que al fin le atrapan; que el inocente, que el incauto; que la gazmoña, que la embustera, que la dengosa; que su madre, que serpiente, que víbora, que lagarta; que su padre, que la necesidad, que los apuros; que por algo quitaron de en medio al otro pobre; que si vende, que si hipoteca a su hija para levantar fondos; que si judío, que si bribón...»

Pero llegó el día en que doña Sabina se echó a la calle en deslumbrante arreo, y comenzó, casa por casa, a anunciar, en todas las visibles de la ciudad, el casamiento de su hija con el señor don Romualdo Esquilmo; y ¡Virgen de la Soledad! ¡La tormenta que se armó desde aquel instante! Que el novio era un cerdo y además un ladrón; que había estado en presidio; que, por no tener nada suyo, hasta llevaba postizos el pelo, los dientes, media nalga y toda la nariz; que olía mal y no podía verse limpio de sarna; que de un momento a otro le embargarían el caudal y le enviarían a Ceuta, de donde se escapó para ir a América...

-Luego -dirá el sensible lector-, algo se sabía de la vida y milagros de ese hombre.

-Ni una palabra -digo yo-. En aquella ciudad se decía todo eso y mucho más de cada indiano rico y pretendiente, en cuanto dejaba de mariposear y se fijaba en una sola mujer para casarse con ella.

Si esto era envidia, yo no lo sé; pero es lo cierto que hasta el momento del parte oficial, todo se volvía elogios para el candidato tan vilipendiado después; para caridad, parece demasiado fuerte; para justicia seca, faltaban a menudo las pruebas. Por de pronto era una costumbre, o más bien una necesidad de raza.

Y adelantando siempre el proyecto a despecho de las murmuraciones, como nave bien regida entre fieros huracanes, llegó la ocasión de encargarse las galas a París, y la de hacerse, de público, su inventario.

Desde el cándido de terso moaré, de desposada, hasta el severo y rico de pesado terciopelo, pasaron de dos docenas los vestidos; midióse por celemines la pedrería, y contáronse a montones los encajes de Flandes más preciados. Jamás se vieron en el pueblo nupciales agasajos más suntuosos; y puestos en exhibición durante quince días en adecuado anfiteatro, con la escolta de otros cien presentes de costumbre, fueron la admiración... y la envidia de todas las visitas de la casa, y el objeto de largos escrupulosos comentarios en toda la ciudad.

Mientas esto sucedía, un enjambre de trabajadores de todos los oficios imaginables, tumbaba los tabiques de tres habitaciones corridas de la mejor manzana del barrio, y transformaba el inmenso espacio resultante en fantástica morada, en la cual lo gótico, lo árabe y lo pompeyano se disputaban la primacía, y los mármoles, el oro, los estucos, andaban tirados por los suelos y estrellados por las paredes como si fueran miserable barro de cazuelas. Todo, por supuesto, en calidad de interino, porque ya se había encargado a Roma el plano y a París el ajuar de un palacio, punto menos maravilloso que los de Aladino.

Y corriendo los días, llegó el de los contratos según los cuales don Serapio entregaba su hija con el dote profuso que recibió de la naturaleza, y la aceptaba don Romualdo muy gustoso, como lo demostraba dotándola en un miserable par de milloncejos y algunas otras frioleras que no enumero, porque no digan ustedes que me meto en lo que no me importa.

Todo era, pues, miel sobre hojuelas en medio de aquel grupo venturoso. Ya no sabía reñir doña Sabina; Enriqueta estaba aturdida, electrizada, y don Serapio se sonreía hasta con el facistol del escritorio. Cuanto sus ojos y sus imaginaciones abarcaban, era del color de las auroras primaverales. No había pena que no se olvidara, ni pecado que no se perdonase; y la sonrisa alcanzaba tan allá como los recuerdos, habiéndolos para todo... menos para el pobre expatriado que andaba por el otro mundo conquistando una posición social para merecer a su prima, y de quien el mismo don Serapio no sabía una palabra desde seis meses antes, ni se curaba maldita de Dios la cosa de dos semanas atrás.

Para dos días después de los contratos se señaló la boda; y como en este paréntesis, de meros preparativos íntimos, no tiene el historiador nada que hacer, paréceme oportuno aprovecharle para subsanar el olvido de la familia, dedicando un capítulo al benemérito muchacho que quizá estaba a la sazón en la creencia de que su prima le esperaba, como ella se había prometido, en su casa... «o en el cielo».




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- XIV -

La acogida que se le hizo en la Habana, donde desembarcó, fue todo lo afectuosa que era de esperar de la recomendación que a la mano llevaba de su tío. Entre éste y la persona que debía acogerle, había grandes y antiguas relaciones de amistad y mercantiles; y así fue que, no bien hubo pisado el suelo habanero, halló ventajosa colocación sin salir de la misma casa en que había entregado su carta credencial.

Con el carácter de César y los muchos conocimientos que llevaba adquiridos en el comercio, no le fue difícil obtener la confianza de su nuevo protector, a cuyo lado era indudable que hubiera hecho fortuna por sus pasos contados.

Pero es preciso no olvidar que César llevaba en su pecho un aguijón que le obligaba a caminar de prisa, y en su imaginación una luz extraña que le hacía ver como interminable todo plazo por breve que fuera. Pensaba en su prima, y temía no hallarla esperándole en el mundo terreno, si tardaba él mucho en volver a su patria.

Por otra parte, era agradecido, y no queriendo regatear el tiempo y la ganancia a una persona que tanto le protegía, pasó cuatro años adquiriendo mucho, pero no todo lo que necesitaba en su afán de acabar pronto.

Al fin su impaciencia febril pudo más que sus miramientos. Recogió sus utilidades; púsolas, como quien dice, a una carta, en una especulación de la casa; tuvo la suerte de duplicarlas, y conociendo su protector, por éste y otros rasgos, el gusanillo de la prisa que le roía, y no desconociendo ni menospreciando las buenas dotes que adornaban al impaciente, propúsole pasar a Méjico, donde podría, con la recomendación que él le diera, hacer doble negocio en la mitad del tiempo, si bien con triples fatigas.

Aceptó César con entusiasmo; diéronsele eficaces recomendaciones para una casa de Veracruz, cuyo principal negocio era la explotación de dos minas de plata, y allá se fue con sus ilusiones y sus ahorros.

No se le había engañado en las promesas. Dos años le bastaron para llegar a reunir un capitalejo, limpio y morondo, de cuarenta mil duros.

En sus expansiones amistosas no ocultaba a nadie el afán que le devoraba; pero jamás declaró su verdadera patria ni sus parentescos en ella, en previsión de un lance desgraciado que pudiera obligarle un día a buscar un porvenir por vías más humildes y azarosas que las hasta entonces recorridas con tan buena suerte. Hasta ese punto llevaba sus propósitos de hacer fortuna honradamente, y sus repugnancias pueriles a deslustrar el brillo de que tanto se pagaba la vanidad de su tía. Por lo demás, hablaba hasta con exceso de sus frecuentes relaciones con la casa de la Habana, aunque siempre con el fin de ponderar lo mucho que la debía, y se curaba muy poco, como joven y de escasas malicias, de ver si todos los que le rodeaban en sus momentos de expansión eran dignos de sus candorosas confianzas.

A menudo tenía noticias de su tío, y por éste sabía que «todo seguía en casa como él lo había dejado», es decir, que Enriqueta seguía esperándole allí, según su traducción al lenguaje de sus amorosos anhelos.

De la Habana tampoco le faltaban cartas, en las cuales se le deseaba siempre rápida fortuna, y se le prometía no dejar de recomendarle cualquiera ocasión que se presentara por allí de conseguirlo, si antes no lo había conseguido él donde se hallaba.

Un día recibió una carta de esta procedencia, y de puño y letra de su afectuoso protector, en la que se le dijo que la ocasión tan deseada había llegado al fin; que, con otra carta suya a la mano, se le presentaría en Veracruz un don Cleofás Araña, gran amigo del recomendante, que pasaba a Méjico a continuar la explotación de dos minas de oro, de su propiedad; que por una deferencia singularísima se había prestado a darle la participación que quisiera tomar en la empresa, en la seguridad de duplicar el capital en menos de seis meses, y que el tal don Cleofás era riquísimo, honrado, etc, etc.

Pocos días después llegó efectivamente este señor, tipo de hombre entre campesino y culto, de aire franco y resuelto, como el de aquél que más bien ofrece que necesita protección. Entregó la anunciada credencial a César, y le mostró además títulos de pertenencia, muestras de oro nativo, etc, etc, con lo cual el iluso mozo, creyéndose más que satisfecho, realizó cuanto tenía y puso en manos de aquel potentado hasta treinta mil pesos, quedándose sólo con otros diez mil para las eventualidades. Extendióse un proyecto de contrato; diósele a César, mientras aquél se formalizaba, un resguardo en toda regla; hubo no sé qué dificultades mecánicas que duraron tres días; al cuarto avisó el socio que se había quedado en la cama un poco indispuesto; al quinto pasó César a visitarle... y el socio había desaparecido de la casa y de la ciudad. Llamó el incauto al cielo; siguió la pista del fugitivo la gente que lo entiende, y, como de costumbre, no dio con él.

Cruzáronse exhortos; escribióse mucho; crecieron los autos a montones, y vino a saberse en limpio que el ladrón se había largado a los Estados-Unidos, y que ya era conocido por los siguientes fragmentos de su edificante historia:

Entre los primeros buscadores de oro en los placeres famosos de California, se contaba un mallorquín, marinero desertor de un buque llegado a aquellas costas con víveres y utensilios. Sabido es por demás que los susodichos explotadores eran lo peor de cada casa, y que no habiendo entonces en el país ni ley, ni rey, ni roque, todo era en él primi ocupantis, por lo cual, antes que la herramienta del trabajo, todo buscador precavido adquiría un revólver y un puñal; porque no es necesario decir que lo que se adquiría arañando las costras de la tierra durante el día, había que defenderlo a menudo, por la noche, a tiros y a puñaladas. Con tan suaves entretenimientos, hijos de la necesidad, hasta el hombre más bondadoso tenía que convertirse en una fiera. ¿Qué llegaría a ser el que antes de pisar aquel suelo no tenía ya entrañas? De éstos era el mallorquín.

Cansándose muy pronto de escarbar la tierra para buscar el oro, y siendo muy diestro en los juegos de azar, trocó la herramienta por la baraja. Ganó mucho en pocos días; pero se le conoció el juego y estuvo a pique de pagar con el pellejo las ganancias. Salvó las unas y el otro; mas no queriendo exponerse a nuevos trances por el estilo, convenció a media docena de perdidos como él, y se lanzaron los siete a la montaña más próxima, de la cual descendían cada vez que se les presentaba una ocasión de hacer un buen agosto, sin arredrarles el riesgo de andar a puñaladas con los desbalijados. Estos atentados y otros parecidos que se hicieron de moda, sugirieron a otros buscadores menos bandoleros la idea de formar entre ellos rondas y tribunales con el fin de hacerse la justicia por su mano. La medida dio por resultado inmediato el que un día amanecieran seis ladrones colgados por el pescuezo en medio de la colonia de aventureros. Cuando estos ejemplares castigos se hicieron muy frecuentes, el mallorquín, que ya había visto colgados a tres de su cuadrilla, tuvo miedo en todas partes.

Huyó, pues, de California, con el rico botín de sus rapiñas, y se cree que se refugió en Méjico, porque, tiempo andando, se le ve aparecer, al frente de una docena de bandidos, asaltando una conducta de varios millones que iba de la capital a Tabasco; conducta que, merced a la fortuna de los salteadores, torció de rumbo con éstos, sin saberse a qué parte del mundo.

Tiempo después vuelve a vérsele en la isla de Cuba hecho un gran personaje, tratando con un criollo, separatista de nota, de una invasión filibustera. Habíale presentado cartas credenciales del centro conspirador de New-York, en las cuales se le autorizaba para recoger una fuerte suma recaudada con el fin de reclutar gente y adquirir pertrechos de guerra. Los filibusteros cubanos no pusieron en duda la autenticidad de las cartas, sellos y contraseñas; entregáronle los millones recaudados en valores de pronta y fácil realización, y ni de éstos ni de su conductor volvieron más a saber aquellos sempiternos laborantes.

Su última hazaña conocida fue la que llevó a cabo en Méjico, siendo la víctima César.

Nada quiso decir éste del caso a su tío, hasta conocer el resultado de sus pesquisas, ni tampoco escribir a la Habana; pues sobre estar convencido de la falsedad de las cartas de recomendación, temía que por aquel conducto llegara a saberlo su familia, y al saberlo ésta corría el riesgo él de que se desalentara Enriqueta, que le estaría esperando «de un momento a otro». En todo caso, para empezar a trabajar de nuevo y dar la triste noticia, siempre estaba a tiempo.

Cuando se convenció de que el fugitivo no parecía buscado por la nariz de la justicia, sintióse acometido de una comezón febril y quiso él mismo correr tras él para arrancarle lo robado, o para matarle si se lo negaba. Con este propósito, y sin decir a nadie una palabra, salió para los Estados-Unidos, depósito inmenso de todos los grandes ladrones del mundo, y se consagró con alma y vida a buscar el de sus ahorros.

Tres meses de investigaciones en aquel laberinto de cosas grandes y de cosas horrendas, diéronle por resultado la convicción de que su hombre había pasado a Inglaterra, donde, por lo visto, tenía acumuladas, y en lugar seguro, sus incalculables riquezas tan honradamente adquiridas.

Tomó, pues, pasaje para Liverpool, y esto es todo lo que por ahora tenemos que decir de César al lector.




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- XV -

Volviendo al asunto que dejamos pendiente para hacer esta ligera excursión por el otro mundo, digo que llegó el día de la boda y que acudió a ella medio pueblo, unos como invitados y otros como curiosos. Enriqueta, con su traje blanco, su corona de azahar y su rubor de costumbre en tales lances, podía habérsela tomado por una vestal que iba al sacrificio, o por una virgen cristiana conducida al martirio; y en cuanto a don Romualdo, más parecía, aunque vestido de rigorosa etiqueta, el administrador de la casa, que el Polión de aquella Norma o el Eudoro de aquella Cimodocea. Los carruajes se atropellaban a la puerta de la iglesia, y lo más granadito y cogolludo de la población invadía el templo, mientras en el altar mayor se celebraba la ceremonia religiosa.

Dos horas más tarde se servía en casa de la desposada espléndido almuerzo presidido por Enriqueta y don Romualdo, unidos ya ante Dios y los hombres en eterno indisoluble lazo.

Aquella misma noche, y no a hora más cómoda, por exigirlo así las leyes de la naturaleza, que no había querido alterar el orden de las mareas ni por los doblones del opulento indiano, debían salir los recién casados para el extranjero en un vapor fletado y dispuesto con este objeto exclusivo.

Llegaron las cuatro de la tarde, y desfiló el último de los convidados; levantáronse los manteles y los cachivaches, y se quedó sola la familia ocupada en algunos preparativos para el viaje. Don Romualdo, con el mismo fin, necesitó darse una vuelta por su habitación de soltero; y si no por el desorden que reinaba en algunos departamentos de la casa, el cansancio que se reflejaba en los rostros de los amos y las galas que aún vestían los criados, nadie diría a las cinco que allí se había celebrado una fiesta ruidosa con la ocasión más trascendental de todas las ocasiones de la corta y achacosa vida humana.

Descansaban en silencio, bostezando don Serapio, pensativa Enriqueta y risueña doña Sabina, como quien saborea gratísimas ilusiones, cuando apareció en escena, y sin anunciarse, otro personaje desconocido en aquel teatro. Era joven, y vestía con elegancia un cómodo traje de camino; su tez era ligeramente morena, y negros el pelo y la barba. Fuera por natural timidez, o porque se vio contrariado con la expresión de extrañeza que notó en aquella familia, es lo cierto que el recién llegado, al verse en medio de ella, apenas se atrevió a hacer una ligerísima salutación. Levantóse maquinalmente don Serapio al reparar en el intruso; y antes de desplegar los labios para corresponder a su saludo, observó que su mujer, como picada por una víbora, se incorporaba de repente con los puños y los labios apretados y los ojos centellantes, y que Enriqueta, pálida como un cadáver, se apoyaba con las dos manos en los brazos de su butaca. Entonces don Serapio, fijándose más en el recién llegado, abrió inmensamente los ojos y la boca; después le tendió los brazos, y cayendo en ellos el otro, exclamaron los dos a la vez:

-¡César!

-¡Querido tío!

Cántico que tuvo por acompañamiento esta salmodia rechinante de doña Sabina:

-¡Así le ahogaras!

-Y usted, señora, -dijo a ésta César cuando se desprendió de los brazos de su tío-, no dude que la veo con sumo placer. Y a ti también, Enriqueta.

-Muchas gracias -contestó aquélla con ira mal disimulada-. Y ¿se puede saber cuál es la causa de esa venida tan intempestiva?

-En efecto -añadió don Serapio- ¿Cómo no nos lo has anunciado previamente?

-Mi presencia no ha de estorbar a ustedes mucho tiempo -replicó César, hondamente herido con aquella frialdad con que se le recibía-. Hace una hora llegué de Inglaterra a este puerto, y me he desembarcado para venir aquí con el exclusivo objeto de saludar a la única familia que me queda en el mundo. Tengo, en hacerlo, una inmensa satisfacción, y lo creí, además, como un sagrado deber mío; especialmente siendo, como han de ser, muy pocos los días que he de permanecer en esta ciudad.

-Y ¿quién te ha dicho que nos estorbes o dejes de estorbanos? -repuso doña Sabina en el tono más despreciativo que pudo- Ya veo -añadió-, que te has curado muy poco de tus achaques románticos.

-En esta casa hay siempre una habitación para ti, y corazones, no lo dudes, César, que se interesan por tu felicidad, -dijo don Serapio queriendo enmendar las demasías de su señora.

-Ya lo veo, -contestó César con doble intención, mirando a su tía, y sobre todo a Enriqueta, que no desplegaba sus labios ni levantaba los ojos de la falda de su vestido.

-Y por cierto -prosiguió doña Sabina, resuelta a dar a su sobrino la última puñalada-, que si tardas un poco más, te encuentras con dos habitaciones en vez de la que te ofrece la generosidad de tu tío.

-¿Cómo así, mi buena tía?

-Porque dentro de dos horas sale Enriqueta para Francia.

-¿Con usted acaso?

-No, señor, con su marido.

Y esto lo dijo doña Sabina recalcando mucho la última palabra.

-¡Con su marido! -exclamó César aturdido, como si el suelo se abriese bajo sus pies.

-Con su marido, -insistió aquélla.

-Pero ¿desde cuándo le tiene?

-Desde esta mañana.

-¡Es posible eso!... digo, ¿es cierto, Enriqueta? -preguntó César dirigiéndose a su prima, y queriendo en vano dominar el dolor, la ira y el despecho que a la vez estaban atormentándole.

-Creí que tú lo sabías... -respondió Enriqueta con voz apenas inteligible.

-¡Que lo sabía yo!... ¡Y te has casado esta mañana!

Al desencantado joven ya no le quedaba la menor duda de que ni la misma Enriqueta, cuyas protestas de eterno cariño conservaba él escritas en su corazón como un consuelo en sus tribulaciones, había guardado en su alma el más leve recuerdo del pobre huérfano arrojado de casa a merced de la suerte.

-Es de advertir, César -díjole don Serapio, quizá deseoso de disculpar su propia conducta; -que no sabemos de ti hace algunos meses, y que he tratado en vano de averiguar tu paradero.

Estas palabras sacaron al joven del estupor en que había caído.

-Cierto es -dijo-, que durante ese tiempo no he querido dar a usted noticias mías.

-Y ¿por qué has hecho eso?

-Porque en ese período de mi vida, la suerte ha puesto el colmo a sus rigores conmigo. Y para que no se atribuya a olvido ni a ingratitud lo que acaso es efecto de todo lo contrario, impondré a ustedes de los tristes sucesos que fueron causa de que se interrumpiese nuestra correspondencia.

Aquí relató cuanto ya sabe el lector sobre el robo de sus economías.

Enriqueta hubiera querido hallarse a cien leguas de allí cuando su primo se detenía a hablar de su vehemente afán de llegar pronto a ser algo, pues no se le ocultaba que este afán era hijo del propósito de merecerla... ¡a ella, que tan dócil había sido para olvidarle, y tan fácil para entregarse, con una venda en los ojos, aunque con disculpas de sacrificio, a los azares de un porvenir dudoso en brazos de un desconocido!

Comparaba entonces la delicadeza, la hermosura de su primo, con las chocarrerías y el aspecto grosero y vulgar de su marido, y tal vez maldijo a la casualidad que no había traído a César doce horas antes a aquella casa.

Entre tanto, éste concluía así su relato:

-Llegado a Inglaterra, averigüé que, efectivamente, tenía aquel bribón, ya con otro nombre, un enorme caudal depositado en el Banco de Londres; pero no pude hacer valer mis reclamaciones ante aquellos tribunales. Incierto y desalentado en mis propósitos, reparé entonces que estaba a las puertas de mi patria. Parecióme muy duro alejarme nuevamente de ella sin verla y sin abrazar a mi familia, y aprovechando la salida de Londres de un vapor para este puerto, víneme en él. Esta es la causa de mi presencia entre ustedes... Y por cierto que es lamentable que la casualidad no me haya traído algunas horas antes -y aquí cambió de tono, y dio a su fisonomía y a sus palabras una expresión bien marcada de ironía-, pues me ha privado de la dicha de ser testigo presencial de un acto tan solemne. Pero esto no obsta para que yo, aunque un poco tarde, felicite a ustedes cordialmente por el acontecimiento... porque no puedo menos de creer que mi prima habrá sabido elegir, con la sensatez que le es propia, un marido digno de ella.

-La elección de mi hija -exclamó airada y convulsa doña Sabina-, para ser acertada y digna, no necesita para nada el parecer del sobrino de mi marido.

-Si llegas una hora antes -dijo éste terciando en aquel altercado que no le hacía gracia en ningún concepto-, hubieras conocido aquí mismo a tu nuevo primo; pero le verás de un momento a otro, y espero que simpatizaréis. ¡Es un bendito de Dios!

En aquel instante se oyeron fuertes pisadas en el corredor adyacente.

-¡Aquí le tenemos ya! -exclamó don Serapio.

Y al abrirse la puerta de la habitación en que pasaba la escena, y aparecer la figura de don Romualdo, tornó a decir su flamante suegro:

-He aquí a mi yerno.

Volvióse César rápido para corresponder a la presentación de su tío; púsose en frente de aquel hombre, y levantó los ojos para mirarle. Pero como si de repente hubiera recibido un balazo en el cráneo, dio dos pasos atrás; llevóse las manos a la cabeza, y exclamó tras un alarido espantoso:

-¡Dios de justicia!

Por su parte don Romualdo, al ver a César, sintió un estremecimiento que no pasó inadvertido para los circunstantes; pero muy dueño de sí mismo, o siendo o aparentando ser extraño a la causa de aquel arrebato, hízose el sorprendido y se limitó a preguntar de la manera más natural y sencilla:

-¿Se ha puesto malo este joven?

-Sin duda... así parece... -contestó doña Sabina hecha toda ojos y movimiento, y paseando sus miradas escrutadoras de su yerno a su sobrino, y viceversa.

Enriqueta, al oír el grito de César, se levantó aterrada de su asiento, y corrió instintivamente al lado de su padre, que se quedó como si viera visiones.

En el asiento que dejó vacío Enriqueta, cayó como desplomado César, a quien las piernas no podían sostener, y allí, hundida la cabeza entre sus manos, permaneció breve rato.

Durante él volvió a preguntar don Romualdo, perfectamente tranquilo, al observar el silencio en que había quedado la familia:

-Pero ¿qué sucede aquí? ¿qué es lo que pasa?

No obtuvo contestación, si, como tal, no le satisfizo un crucero de miradas que, como saetas, iban de César a él y de él a César, porque éste era el único que, según las trazas, podía responder a su pregunta.

Al fin se incorporó César, y después de pasarse las manos por los ojos, como si quisiera apartar de ellos funestas visiones, dijo con voz segura y firme, dirigiéndose respectivamente a don Romualdo y a su familia:

-Perdone usted... caballero, y ustedes perdónenme también. Los que vivimos bajo el peso constante de una preocupación, en cada sombra que pasa, en cada rostro nuevo que aparece a nuestra vista, creemos hallar algo que se relaciona con el objeto de nuestro afanes. Una vaga semejanza, una alucinación quizá, ha producido en mí este vértigo que no he podido dominar. Tengo, pues, el mayor gusto en conocer al elegido de mi prima y doy a entrambos la más cordial enhorabuena.

-Un millón de gracias -respondió don Romualdo-, y a mi vez me felicito de conocer a usted, y me ofrezco a sus órdenes para cuanto guste y yo pueda y valga.

Y quiso estrechar la mano de César; pero éste, fuera casualidad o estudio, le jugó la vuelta, dirigiéndose a su tío con otro vano cumplimiento.

-¡Ya decía yo! -exclamó entre tanto doña Sabina acercándose a Enriqueta con aire de triunfo- ¿No te parece, mujer, el mentecato de tu primo, qué lances tan pesados viene a provocar en nuestra casa? Fortuna que tu marido es un caballero; pues otro que lo fuera menos, le hubiera curado el vértigo con un bofetón.

Pero Enriqueta estaba muy lejos de oír a su madre, y acaso también de pensar como ella.

-Nos refería César hace un instante -dijo en esto don Serapio deseando disculpar más y más el arrebato de su sobrino-, cómo un bribón le había robado en Méjico, en pocas horas, el fruto de su trabajo, de siete años; y, naturalmente, estaba muy impresionado con el recuerdo de aquel lance, en el preciso momento de llegar usted. El chico es nervioso y vehemente, se alucinó creyendo hallar ciertas semejanzas...

-¡Oh! lo comprendo muy bien -dijo don Romualdo, todo bondad y tolerancia-. A mí me sucedió de pronto... es decir, me hubiera sucedido eso mismo en igual caso. ¿Y fue mucho lo que le robaron, joven? -preguntó de golpe y como condolido de la situación de César.

-Muchísimo para una persona como mi sobrino, que comenzaba a vivir -contestó don Serapio-. Según nos ha dicho, llega a treinta mil duros.

-¡Hombre, eso es una bicoca! -exclamó don Romualdo-; y es un dolor que por ella haya un desgraciado hoy en esta familia tan digna de ser feliz.

César, que no había querido contestar a la pregunta del indiano, recibió estas últimas palabras como una burla intolerable, a juzgar por la cara que puso al oírlas; pero don Romualdo, que no le perdía de vista un momento, lejos de resentirse de aquella actitud, añadió en seguida mirándole con elocuente fijeza:

-Mis palabras, señor don César, no son una baladronada: he dicho que no quiero verle desgraciado por la pérdida de esa pequeñez, y lo pruebo ofreciéndosela desde ahora... en nombre de su prima, si usted no la quiere en el mío.

Doña Sabina, que creyó ver a su sobrino caer de rodillas ante el hombre que tales rasgos usaba, sintió hervir su sangre de indignación al ver que César recibía la oferta generosa con rostro airado y las manos crispadas.

Don Serapio y Enriqueta iban de sorpresa en sorpresa, y no podían o no querían explicarse lo que estaban viendo rato hacía.

-Y ¿en qué concepto me hace usted esa oferta, señor don... qué?

-Romualdo Esquilmo.

-¿Señor don Romualdo Esquilmo? -concluyó César recalcando mucho sobre el apellido.

-Esta oferta se la hago a usted, señor don César -contestó aquél en tono más suave del que esperaba su dulcísima suegra-, no en el concepto de préstamo, sino en el de... donación, supongamos.

-Y diga usted, señor mío -replicó César con irónica sonrisa-, y sin que deje yo por eso de agradecer la oferta en todo lo que vale la generosidad de que es fruto: ¿no sería una burla de la suerte que tuviera yo que tomar, o aparentar que tomaba en España, como una limosna del señor don Romualdo Esquilmo, lo que me robó en Méjico el bribón, falsario, don Cleofás Araña?

-Pues demos otra forma al caso. Figúrese el señor don César que yo, hombre de grandes relaciones en Méjico, convencido de que puedo cobrar muy pronto ese crédito, le ofrezco a su merced por él todo su valor, sin que su merced ponga de su parte más trabajo que recibir los pesos con una mano y entregarme con la otra los comprobantes de la deuda.

-¡Oh! don Romualdo, le estimo a usted demasiado para cogerle por la palabra. ¿No ha reparado usted que ese procedimiento más parecía una restitución que una limosna, a los ojos del vulgo maldiciente?

-Déjese del vulgo, camará, y agarre la ocasión, que la pintan calva.

-Vamos, hombre -dijo entonces don Serapio al ver la creciente indignación que se iba pintando en César-; si en el recibir no hay engaño, y esa cantidad es para tu... primo, una bicoca, como él te lo asegura, acéptala desde luego, sé feliz, y olvida al otro a quien, por las trazas, no has de ver más.

Al llegar aquí la porfía, Enriqueta, que no perdía un gesto, ni una palabra, ni una mirada de las que se cruzaban durante la extraña escena que veía representar, rompió su silencio para decir a su primo, sin disimular su disgusto:

-Si, como no puede dudarse, es cordial la oferta, me atrevo también a rogar a César que la acepte, y a los dos, que cesen en esa lucha de inaudita generosidad.

-¡Oh -respondió su primo-, no sabes tú bien todo lo que de inaudito tiene este caso, Enriqueta!

-Ea -añadió don Romualdo con el aire más campechano del mundo-, quédese aquí la historia, que no es cosa de moler con ella a quien no le interese. Pero como ya está picado mi amor propio y tengo más empeño que nunca en convencer a don César, le ruego que hablemos a solas unos instantes para conseguirlo... Porque lo he de conseguir, o yo he de poder poco. ¡Jájájá!

-Eso me place, -dijo el joven como si le hubieran acertado su mayor deseo.

-Pues vamos al escritorio, que estará hoy de huelga, si el señor don Serapio lo consiente, -propuso el indiano, como si de intento buscase para la entrevista el rincón más apartado de la casa.

-Pues sea en el escritorio, -dijo don Serapio, tomando el lance por lo cómico y guiando a los dos interesados a la escalera secreta.

-Sea enhorabuena en el escritorio, -asintió César siguiendo al indiano y a su tío.

Y mientras los dos descendían al entresuelo, don Serapio se volvió al lado de su familia.




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- XVI -

Fuera ofender gravemente la discreción del lector, decirle en serio que ni don Serapio, ni su mujer, ni su hija sospecharon cosa de importancia en todo lo ocurrido en su presencia entre el recién casado y el recién venido; que no hallaron más de un punto de enlace entre la historia referida por César, y todo lo ocurrido después entre éste y el indiano. Pero entre una sospecha, por vehemente que sea, y la realidad tangible, hay un abismo de dudas, de reflexiones y de consuelos; y si es la necesidad lo que obliga a dudar, a reflexionar y a consolarse, el abismo es todavía mayor. A la exclamación de César al ver al indiano, se dijeron todos: «es indudable»; a las primeras palabras de don Romualdo, ya divergían los pareceres: según Enriqueta, no cabía duda; según su padre, había que ir observando; según su madre, no podía ser. Un poco más adelante, doña Sabina creía resueltamente que no; su marido, que no debían hacerse juicios a la ligera, y su hija huía de pensar en lo más malo, porque ya no tenía remedio. Cuando los tres se quedaron solos y en silencio, Enriqueta era la única que verdaderamente temblaba por lo porvenir... «si llegaban a realizarse sus sospechas»; pero en la joven había un motivo especial de alarmas y zozobras: la presencia súbita de César en la casa, que sobre mortificarle la conciencia no poco, hacía resaltar a sus ojos, en enormes proporciones, los defectos de su marido. Fuera de esto, quizá se hubiera ido consolando poco a poco con la reflexión de que hasta entonces no resultaba, real y positivo, más que un hombre muy rico, muy estimado de todos los capitalistas de la plaza, que salvaba la casa, poco antes en quiebra, y que brindaba a la familia con un porvenir de abundancia y, por consiguiente, de felicidad; reflexión que se habían hecho ya su padre y su madre.

Mientras esta gradación siguieron las reflexiones de los susodichos tres personajes de esta historia, colocados, como tres estatuas del silencio, en tres rincones de la sala, pasaba en el escritorio, entre César y don Romualdo, lo que a saber va el lector, muy en reserva, por ser asunto delicado.

Digo, pues, que no bien hubieron los dos llegado al entresuelo, se abalanzó César sobre don Romualdo, y asiéndole de las solapas de la levita, díjole en voz ronca, pero terrible:

-¡Ladrón, infame, bandido!... He corrido medio mundo por hallarte; pero yo sólo quería pedirte lo que me has robado. ¿Con qué restituyes hoy el honor que también robas a mi familia? ¿Con qué lavará ésta la ignominia de haberte admitido en su seno? ¿Qué mal espíritu te aconsejó este rumbo? ¿Qué tenías que hacer en esta tierra que jamás produjo afrentas como tú?

-Poco a poco, caballerito -respondió el apostrofado trocando la melosidad del acento americano con que le conocimos, por otro más brusco y un tanto siniestro-; y entienda, por de pronto, que a mí no me asustan bravos. Quiero decir, que se haga dos pasos atrás y tome el asunto más en calma, si hemos de entendernos.

-¿Qué inteligencia puede caber entre un miserable y un hombre honrado? -dijo César alejando de sí con un empellón a don Romualdo, que recibió la agresión con la mayor frescura, limitándose a contestar:

-Pues es preciso que nos entendamos, y nos entenderemos.

-¡Jamás!

-Vaya, joven, un poquito de calma, y concluimos en dos palabras. Empiezo por declarar que le soy a usted deudor de treinta mil pesos, y hasta le añadiré que maldita la falta me hacían cuando se los tomé.

-¡Infame!

-Es la verdad, créame o no me crea. Con la irreflexión propia de la edad, se confiaba usted demasiado al primero que quería escucharle, y sin poderlo remediar supe yo de sus mismos labios una vez que lo que usted tenía, lo que usted anhelaba y lo que le prometían desde la Habana en punto a ocasiones de prosperar; después cayó en mis manos una de estas cartas, que sin duda se olvidó usted bajo la mesa del café a que concurría. Dibujo bastante bien; tentóme el demonio y escribí otras dos con la misma letra, aunque con distinto asunto; hice que pusieran la una en el correo en la Habana, y quedéme yo con la otra para entregársela a usted a la mano.

-¡Y lo confiesa el bribón, sin avergonzarse!

-¡Qué quiere usted! soy ingenuo por naturaleza.

-Pero ¿cómo pude yo nunca contarte entre las personas de mi confianza?

-Ocupando yo la mesa contigua a la en que ustedes hablaban.

-Y ¿cómo te desconocí cuando fuiste a robarme, bandido?

-Y, ¿cómo se imagina usted que un hombre como yo, que se precia de esmerado y fino, había de ir a tratar de negocios importantes con una persona decente, en el mismo traje que usaba en el café, y sin afeitarse la barba, teñirse las canas y dar a su cuerpo y a su voz cierto aire de distinción?... Pero dejando aparte todos estos y otros pormenores que no tienen otro objeto que demostrar a usted que no siempre el agravio es culpa del agresor, sino de las tentaciones que le ofrece el agraviado, declárole a usted también que en aquella fecha sólo apetecía yo la estimación de los hombres honrados, y me ocupaba en elegir un punto de la tierra donde pasar el resto de mi vida reparando algunas faltillas viejas a fuerza de beneficios. El éxito de aquel negocio trastornó por entonces mis proyectos; viajé algún tiempo sin rumbo fijo, y sabiendo por informes que en este rincón del globo se consagraba al dinero un culto fanático, víneme a habitar en él. ¡Mal podía yo sospechar que era la patria de usted! Fui recibido como un príncipe en su corte; mis lujos y mis dispendios eran la admiración de todos. Solicitáronme los ricos y me adoraron los pobres. Traté a los unos y a los otros, y conocí por primera vez el placer inmenso de ser estimado en las sociedades honradas y de enjugar las lágrimas con beneficios.

-Sin embargo, cometiste todavía el crimen de deshonrar una de esas familias entrando a formar parte de ella.

-Todas las del pueblo se disputaron esa deshonra. La única mujer que se mostró esquiva a mis galanteos, fue Enriqueta. Por eso la solicité. Dije lo que era, no me preguntaron lo que había sido... Y me casé. Cualquiera en mi lugar hubiera hecho otro tanto.

César sintió estas palabras como fuego que le inflamara el rostro y acero que le traspasara el corazón: eran la evidente prueba de la deslealtad y loca ambición de su prima, de la repugnante sed de oro de su madre, y de la ya criminal falta de carácter de su padre.

-Cuando me hallé en frente de usted -prosiguió don Romualdo-, creí que un abismo me tragaba.

-¡La conciencia que te mordía, miserable!

-Nada de eso. Creí que usted, dejándose llevar de su ira, iba a descubrirlo todo...

-Ese debió ser tu primer castigo, antes de entregarte a los tribunales de justicia. Pero ¿cómo castigarte a ti sin cubrir de afrenta a mi familia?

-Esa reflexión me hice yo al momento.

-Y esa te ha salvado, infame.

-Lo cual no impide que yo agradezca mucho esos miramientos, pues sin ellos se hubiera producido un escándalo inútil.

-¡Inútil!

-Sí, porque estando yo dispuesto desde luego a reconocer la deuda, y siendo imposible desatar lo que ató el cura esta mañana, ¿a qué conduciría el escándalo?

-¡A desenmascararte; a que la justicia te castigara!

-Tampoco se conseguiría eso. Romualdo Esquilmo no tiene nada que ver con Cleofás Araña.

-Ni éste con el mallorquín de California, ni con el salteador de conductas. ¿No es eso?

-Muy enterado está usted de ciertas aventuras -dijo el bribón con la mayor serenidad-. Pero con ellas y todo, insisto en lo dicho, y añado que pude impunemente resistirme a reconocer la deuda, pues carece usted de comprobantes.

-¡Los tengo!

-De don Cleofás Araña, no de don Romualdo Esquilmo; y tampoco estamos en Méjico ahora.

-¿Es decir, que todo lo has previsto?

-Naturalmente. Pero ya ve usted que no abuso de mis ventajas. Al contrario, reconozco, como ya he dicho, la deuda y quiero pagarla ahora mismo, hasta con el premio que merezca la delicadeza que le inspiró la idea de desconocerme delante de mi nueva familia... Porque no quiero ocultárselo a usted, créame o no me crea: desde que frecuento esta casa, parece que mi alma se ha purificado; me encuentro con fuerzas para ser bueno, y aspiro a serio, y lo seré. Por eso temblaba cuando temí que usted se dejara llevar de su primer arrebato; por eso bendigo los miramientos que lo impidieron; por eso, en fin, le ruego, aunque sea de rodillas, que acepte... lo que le debo, y me deje seguir en paz el camino de las reparaciones, y tal vez de la felicidad, que he emprendido.

-El dinero que se roba no puede hacer nunca la felicidad del ladrón.

-Se roba de mil maneras, señor mío; y ladrones conozco yo muy felices y muy respetados. El comercio, la industria y hasta la política, están llenos de ellos. Verdad es que roban a mansalva.

-Ladrones son al cabo.

-Y reconocidos por tales, lo cual no obsta para que se les cargue de cruces y veneras. Sin embargo, todavía les llevo yo la ventaja de reconocer las deudas y pagarlas, como la de usted.

-Y si las pagaras todas, ¿qué te quedaría, bandido?

-Mucho, señor don César; porque yo soy inmensamente rico, y, créame usted, no todo es mal adquirido.

-Eso, a Dios que te conoce. En cuanto a lo que a mí me robaste, entiéndelo de una vez, lo quiero y te lo exijo a todo trance; lo que no quiero es que, al recibirlo yo, crea nadie que se me da una limosna.

-Hay un modo muy fácil de conseguirlo, y por eso quise que nos viéramos a solas. Cuando subamos al piso, diré que no he podido convencerle a usted; pero entre tanto, le entrego aquí, de mano a mano, su caudal.

Dijo don Romualdo, y sacando de un bolsillo interior de su levita una cartera enorme, la abrió. Estaba llena de billetes del Banco de Londres.

-Yo voy siempre bien provisto -prosiguió-, por lo que pueda tronar; y amén de lo que todo el mundo puede ver en la cartera que guardo en otro bolsillo, llevo en esta otra un caudal de consideración en papel, que es moneda corriente en medio mundo.

Contó luego hasta treinta y cinco mil duros, y se los entregó a César diciéndole:

-Ahí está mi deuda con réditos y todo.

Pero César retiró los cinco mil, recogió lo restante.

-Esto es lo mío, -dijo examinando los billetes uno a uno.

-¡Oh! no son falsos: puede usted tomarlos con toda confianza.

-La tengo porque los conozco, no por la garantía que me ofrece con su palabra el ladrón que me los devuelve.

Después sacó el resguardo que conservaba de la misma cantidad, extendido y firmado por don Cleofás Araña, y se lo entregó a don Romualdo.

-Ese es el comprobante de tu delito.

-Del de Cleofás Araña, dirá usted.

-Tanto monta.

-Hay, sin embargo, del uno al otro, treinta mil duros de diferencia en favor de usted.

-Pero no hay más que un solo ladrón, que es el que desgraciadamente ha caído en mis manos.

-¡Desgraciadamente!... No comprendo...

-Porque villanos como tú no pueden concebir que un hombre honrado prefiera el ignorar toda la vida el paradero de quien le hubiere robado su fortuna, a encontrarle como yo te encuentro a ti.

-Muy afortunadamente, por cierto.

-Pero deshonrando a mi familia y sin poder castigarte.

-Creo -dijo el aludido, como si empezara a formalizarse, y quemando al mismo tiempo con una cerilla el papel que le entregó César-, que hemos concluido nuestro pleito. Le debía a usted, le pago, y estamos en paz. Por lo que hace a mi conciencia, dejémosla en su puesto, como la de cada uno; y pues ya le di amplias satisfacciones en lo que le competía, cese de meterse en lo que no le importa y corre de mi sola cuenta.

César, al oír esto, maldijo de nuevo a la casualidad que ataba sus brazos y su lengua.

-No es tuya toda la culpa de esta afrenta -dijo con amargura-, y eso te salva. ¡Que salve Dios de ella a los que la aceptan por un puñado de oro!

Y esto dicho, encaminóse a la escalera, siguiéndole don Romualdo al instante.

Al llegar al piso donde esperaba la familia en la misma postura en que había quedado al bajar ellos, dijo el flamante marido en el tono más jacarandoso y americano que pudo:

-Pues, señor, este chico es una virtud de bronce.

-Luego ¿no se ha convencido? -preguntó don Serapio.

-No, señor -contestó César de la manera más rotunda-; y como tampoco quiero que vuelva a suscitarse la ridícula porfía de que yo reciba una limosna, y tengo mucho que hacer, porque salgo para Madrid mañana de madrugada, vuélvome al vapor a recoger mi equipaje, y me despido de ustedes reiterándoles mis felicitaciones.

Dio después un abrazo a su tío; saludó a los restantes personajes con una fría reverencia, y salió.

Don Romualdo comenzó entonces a pintar a su modo la entereza del joven; y mientras doña Sabina le acosaba a preguntas y escuchaba las respuestas don Serapio, deslizóse Enriqueta como una sombra y cerró el paso a su primo, cerca ya de la escalera.

-César -le dijo con ansia-, ¿qué pasa aquí?

-¿Y me lo preguntas a mí, ingrata?

-¡Ingrata! eso no, César; y para probártelo, escúchame un instante. Yo te esperaba siempre; tú no venías; se presentó ese hombre; me repugnó; la casa de tu tío estaba a punto de arruinarse; me puso mamá en la necesidad de elegir entre esta ruina o aceptar la mano del que podía salvar de la miseria a toda la familia;... sin más reflexión, cedí ofuscada... ¡César, todo esto me parece un sueño! Pero...

-Ni una palabra más, Enriqueta -exclamó César conteniendo a su prima y mirándola con elocuente fijeza-. En la situación en que te hallo, sólo a Dios, que conoce tu corazón, cumple juzgarte. Que Él te juzgue, pues; y si lo mereces, te castigue con aquello mismo que, sólo bajo su omnipotencia, puede hacer tu felicidad.

Entre tanto, si lo que te pasa te parece, como dices, un sueño, pide al cielo que jamás despiertes.

Dijo, abrió la puerta de la escalera y desapareció por ella.




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- XVII -

Dos horas después salía del puerto el vapor que conducía a los recién casados a Francia.

Al despedirse don Romualdo de su suegra, la había dicho al oído:

-Sépase usted que los aceptó.

-¿Cuáles?

-Los treinta mil del pico.

-¿César?

-Y va más contento que unas pascuas. ¡Pobre chico!

-¡Miren el sin vergüenza!

Al día siguiente sabía todo el pueblo que don Romualdo había regalado treinta mil duros a un sobrino de don Serapio, que se había presentado en su casa después de la boda, de vuelta de América, pobre y desengañado.

Y como en el pueblo se había sabido algo, tiempos atrás, de ese sobrino que había sido echado de casa porque amaba a su prima y era correspondido de ella, se hizo la siguiente traducción del hecho propagado por doña Sabina:

-César ha venido a interrumpir la boda, o a provocar un escándalo; la familia, queriendo evitarle, le ha dicho al novio que ha llegado un primo de su mujer a pedirle su protección. Don Romualdo le ha regalado treinta mil duros, y el chico los ha tomado, prometiendo a sus tíos desaparecer de Europa y no volver a acordarse de Enriqueta en los días de su vida.

Y así, pensando en don Romualdo, decía la gente:

-Pues, señor, hay que convenir en que ese hombre tiene rasgos admirables y un corazón de perlas.

Y recordando después a César, exclamaba:

-¡Qué poca vergüenza!

Tal es y ha sido siempre y donde quiera, con raras excepciones, el criterio del público en cuestiones de conciencia y en actos de justicia.

Con ese mismo criterio se crucificó a Jesucristo ayer, y se levantan hoy estatuas a más de cuatro criminales. Por eso dijo uno de ellos, después de rodar del trono que había asentado sobre más de seis millones de cadáveres:

-«¡La pasión gobierna al mundo!»




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- XVIII -1

Se acerca, lector, el momento de pedirte perdón por «mis muchas faltas»; lo cual es tanto como decirte que se acaba la comedia.

Y es la pura verdad.

Pero barrunto que, si has tenido la bondad de seguir la narración hasta este último capítulo, me vas a preguntar:

-¿Y Enriqueta? ¿Qué fue de ella? ¿Se curó de sus aprensiones? ¿Se las agravó la conducta de su marido? ¿Fue feliz con éste? ¿Fue desgraciada? ¿Murió en su lecho don Romualdo? ¿Se le llegó a conocer al cabo? ¿Volvieron de su viaje? ¿Se establecieron en tierra extranjera? ¿Y don Serapio? ¿Y doña Sabina? ¿Y César?

Siento declarártelo, lector benévolo; pero todas esas preguntas están fuera del alcance de mis intenciones al trazar el presente Boceto. Las respuestas que necesitan la mayor parte de ellas, tienen más intríngulis que el que tú te figuras, y pide su desarrollo gran espacio.

Algún día quizá hablaremos del asunto; y si no, tan amigos como siempre.

Entretanto, sólo tengo que decirte (y eso porque no me digas tú que el cuento carece de moraleja) que allí donde al afán del lucro se subordina todo, se cae con frecuencia en abismos como don Romualdo; que con maridos como el de Enriqueta, los matrimonios son expiaciones... si Dios no quiere hacer un milagro; y, por último, que los milagros escasean mucho, siglos ha.

Verdad es que los sucesos referidos tuvieron lugar, como al comienzo dije, allá... en los tiempos de Mari-Castaña; y esto siempre es un consuelo, aunque la fría experiencia nos demuestre que todavía, como entonces, y aquí como allí y en todas partes, en todos los juegos matrimoniales, antes que las virtudes y el saber, oros son triunfos.





1876



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