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ArribaAbajo3. Crítica y denuncia en la novelística de Gabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos


ArribaAbajoGabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos: Dos narradores expatriados

Gabriel Casaccia (1907-1980) y Augusto Roa Bastos (1917) -los dos escritores paraguayos exiliados75 más conocidos- ocupan primerísimo lugar no sólo en la narrativa del exilio sino en toda la literatura paraguaya contemporánea. Son justamente la cuentística y novelística de estos dos autores las que inauguran para aquélla una serie de elementos narrativos, temáticos y estructurales, que la ubican en un nivel cualitativo comparable a la mejor producción narrativa hispanoamericana de los últimos treinta años. Con estos dos escritores se inicia el ciclo de la narrativa del exilio. Sus adaptaciones e innovaciones técnicas por un lado, como su perspectiva crítico-realista por otro -con énfasis sicológico en Casaccia y simbólico en Roa Bastos-, se han convertido en prácticas generalizadas y preponderantes en los escritores más jóvenes, dentro y fuera del país. Al respecto anota Pérez-Maricevich que «el cuadrante crítico indica ahora a un grupo de narradores heterogéneos -en edad, y aún mucho más en sus ejercicios de 'la verdad sospechosa'-, cuyos tamaños caben cómodamente en cualquiera de las sombras proyectadas por los dos anteriores»76.

Lo arriba indicado explica por qué hemos elegido la novelística de Casaccia y de Roa Bastos para generalizar, a partir de ella, sobre la producción del exilio en general. Si bien lo ideal sería estudiar todas sus obras producidas en el exilio -incluyendo cuentos y novelas-, por razones de tiempo y espacio concentraremos nuestro análisis en la novelística -y de manera concreta en cinco novelas- de dichos escritores.   —60→   Nos interesa «leer» y «ubicar» estas obras dentro de la realidad del exilio y del contexto político-económico-social en donde han sido concebidas.

Gabriel Casaccia inicia su carrera de escritor en la década del treinta con la publicación de su primera novela -Hombres, mujeres y fantoches- en 1930. Escribe después una obra teatral titulada El bandolero que publica en 1932. En 1935 empieza su autoexilio en la Argentina y tres años más tarde hace su aparición El Guajhú, la colección de cuentos ya antes mencionada con referencia a su carácter revolucionario dentro del panorama literario nacional. En 1940 Casaccia saca a luz Mario Pareda, su segunda novela, en la cual ya se vislumbra la presencia de Areguá, el pueblo que en su mundo novelístico futuro tendrá el lugar privilegiado que ocupa Comala en el de Rulfo, o Macondo en el de García Márquez. En 1947 aparece El pozo, una segunda, y también última, colección de cuentos. Pasan cinco años -y entretanto también la emigración masiva resultante de la Guerra Civil del año 1947- antes de que empiecen a aparecer sus novelas más recientes (tres de las cuales serán objeto de nuestro estudio), concebidas y publicadas ya dentro de las coordenadas temporales y geográficas que corresponden al ciclo narrativo del exilio. Son éstas La Babosa (1952), La llaga (1963), Los exiliados (1966), Los herederos (1976) y Los Huertas (1981), su última novela, terminada pocos días antes de su muerte en Buenos Aires (en noviembre de 1980) y publicada un año después.

Aunque las obras escritas entre los años 1930 y 1947 todavía no constituyen parte del corpus de la narrativa del exilio propiamente dicho, interesa su lectura en cuanto esos primeros trabajos de aprendizaje literario ya contienen de manera embrionaria algunos de los temas o motivos recurrentes en sus obras de plena madurez, que son las concebidas y gestadas a partir de la década del cincuenta. Si en las primeras la variedad temática es más amplia, la concentración en torno a algunos motivos relacionados con la problemática nacional que encontramos en sus últimas cuatro novelas se traduce también en un tratamiento más profundo de dichos motivos. Estas últimas novelas reflejan con más amargura los grandes males de su patria: la descomposición moral y política, la degradación social, la problemática del escritor paraguayo, el fanatismo partidista, la realidad del exilio. Pero Casaccia no sólo pone el dedo en las muchas llagas nacionales sino que las escarba hasta el dolor y las lágrimas.

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Empleando un enfoque esencialmente psicológico-social77, Casaccia recupera, en la mayoría de sus obras, la realidad «interior» de su país («interior» tanto en el sentido geográfico -opuesto a exilio- como en el sentido sicológico de la realidad íntima de sus personajes). Él ahonda en las intimidades más profundas del ser, ya sea del campesino (en El Guajhú) como del habitante de las ciudades (en El pozo) o de los pequeños pueblos (en La Babosa o La llaga). Explora el ámbito económico-social que contiene a estos seres y trata de descubrir los varios porqués que determinan la existencia de esa masa humana. Por su parte, el tema del exilio -motivo recurrente en la narrativa extrafronteras- entra en la novelística casacciana directa e indirectamente, a través de una serie de derivados temáticos relacionados: la realidad del exiliado en su nuevo medio, sus regresos planeados o soñados, sus frustraciones y fracasos, los complots guerrilleros... Lo atestiguan ciertos pasajes de La Babosa y La llaga, pero de manera especial Los exiliados, novela en la que su autor se concentra de manera particular en la problemática del exilio político.

En el caso de Augusto Roa Bastos, toda su narrativa es posterior a su emigración a la Argentina (1947) y por lo tanto cabe íntegra dentro de los límites temporales de la producción del exilio. Roa empieza su carrera literaria como poeta, en los años treinta. Se une a fines de esa década al grupo de poetas más exquisitos que haya producido el Paraguay -entre quienes están Josefina Plá, Herib Campos Cervera y Julio Correa- y con ellos renueva el mundo poético paraguayo. Como integrante de ese grupo -conocido en la crítica como generación del cuarenta- Roa Bastos interviene en la revolución poética que cambiará en forma radical los diversos centros de interés vigentes hasta entonces en la poesía -ubicándola, dentro de una cronología poética, al nivel estético de la lírica contemporánea- y que no estaban exentos de la idealización y de la tendencia narcisista que afectó a toda la literatura paraguaya de la época. Ya en el destierro Roa Bastos renuncia a la poesía para dedicarse por entero a la narrativa. Es en este último género donde logrará la fama internacional de que hoy goza.

En 1953 Roa publica su primera obra narrativa, la colección de cuentos (escritos en el exilio) titulada El trueno entre las hojas. La protesta social, violenta y directa, constituye uno de los rasgos más sobresalientes de todos y cada uno de esos cuentos. Será su primera novela, Hijo de hombre (1960), sin embargo, la que lo consagrará como uno de los mejores escritores hispanoamericanos contemporáneos. Publica luego una serie de colecciones de cuentos -El baldío   —62→   (1966), Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1968), Moriencia (1969)- para sacar a luz más tarde otra gran novela, Yo el Supremo (1974), hasta ahora su última publicada.

El mundo novelístico de Roa Bastos -como el de su compatriota y colega Gabriel Casaccia- también gira en torno a la realidad problemática de su país. Para comprender al Paraguay contemporáneo y a su gente, Roa recorre el panorama histórico-nacional en busca de indicios que lo ayuden en su propósito. Se encuentra así con la dictadura del doctor Francia, la Guerra de la Triple Alianza, la rebelión agraria del año 1912, luego otra rebelión, otra guerra internacional (en el 32), y una guerra más (en el 47), después otra dictadura... La historia parece repetirse; los personajes y hechos del pasado, predecir y contener sus propios dobles. La historia misma se encarga de convertir en símbolos (a fuerza de repetirlos) ciertos momentos históricos. Roa no hace más que recoger estos personajes ya por sí simbólicos. Entran así a integrar el mundo novelístico de Hijo de hombre todos los hechos señalados arriba. De manera similar y con un valor simbólico ya más explícito -por la inclusión de ciertas anacronías que se refieren al presente del narrador-compilador, al contexto histórico en que Roa Bastos escribe su novela-, el doctor Francia entra en Yo el Supremo para contener y resumir en su persona el derrotero histórico de su país, cuya vida independiente empieza con una dictadura y cuya historia actual está inmersa en otra.

En el caso específico de los dos escritores que nos ocupan, la crítica y la denuncia -según el uso que de ambos términos hace el crítico español Pablo Gil Casado78- constituyen dos rasgos preponderantes en todas sus obras. Sin embargo, mientras en Casaccia predomina la crítica -en cuanto investiga y expone las posibles causas que contribuyen a una situación determinada, pero dejando que el lector forme su propio juicio- en Roa ésta va generalmente un poco más allá, convirtiéndose en denuncia. En este último caso, al transponer poéticamente a su ficción los problemas existentes, el autor distingue entre víctimas y victimarios, toma explícita o implícitamente la defensa de los primeros y condena de manera directa o indirecta a los segundos. Esta tendencia a la crítica o a la denuncia aportará ciertas peculiaridades a la forma de la narración. Predominarán, por ejemplo, el buceo psicológico-social y el análisis «intrahistórico» en las obras de Casaccia, ya que exponer y ahondar en las posibles causas de una situación son elementos necesarios para que el lector forme un juicio crítico acerca de ella. Por otra parte, el predominio de la denuncia en Roa se concretará   —63→   en la exposición de casos concretos, pero captados en su dimensión de símbolo79, en donde la sola presencia de culpables e inocentes, explotadores y explotados, perseguidores y perseguidos, apunta hacia un enjuiciamiento de los responsables por parte del escritor. Hay que enfatizar, no obstante, que tanto la crítica como la denuncia están presentes en ambos escritores. La subdivisión arriba sugerida sólo trata de justificar, en parte, dos tendencias o enfoques predominantes -el sicológico para Casaccia y el simbólico para Roa Bastos- en base a sus «contenidos formantes».

La perspectiva de escritor exiliado, común a Casaccia y a Roa, se traducirá en la estructuración de sus obras a diversos niveles: desde la determinación de las coordenadas geográficas en donde acontece la acción -como Posadas en Los exiliados o Buenos Aires en El baldío- hasta la disposición formal del texto. Así, Los exiliados está construido en base a los movimientos diarios -tanto físicos como mentales- del exiliado. En forma paralela, Hijo de hombre estructura sus varias partes en torno al tema del exilio -como partida o abandono involuntario de la patria, sufrimientos y tribulaciones en el destierro, y regreso a la patria-, cuya configuración ya está implícita en el título de la obra con su referencia a Ezequiel, más explícita en uno de los epígrafes que encabeza la novela.

La temática socio-política recurrente en estas obras, refleja una sólida conciencia social y convicción plenas de que el intelectual tiene el deber de asumir una posición de compromiso frente a su realidad y a su circunstancia. Roa Bastos postula la creación de novelas hechas «no a base de abstracciones, tendencias y recetas sino siempre teñidas por la esencia de la propia experiencia» y pone el acento en una «imagen de la vida y del mundo que sea esencialmente una concepción de tipo social»80. A su vez, Gabriel Casaccia nos dice que cree «con Sartre que el escritor debe estar dentro de su época y vivir su momento histórico», y agrega que cuando ve a «un escritor que se ocupa de temas ajenos a la vida y parece olvidarse del instante en que vive» le recuerda a «esos individuos que con habilidad y paciencia matan el tiempo construyendo un velero dentro de una botella en lugar de navegar en uno de verdad»81. ¿Y cuál es esa realidad, ese momento histórico que les toca vivir a estos escritores? Pues el hecho concreto de ser al mismo tiempo víctimas y testigos de un régimen dictatorial, corrupto y explotador, que degrada a su pueblo y obliga a emigrar a más de un millón de personas que buscan escapar a la violencia y opresión reinantes dentro de su país. Teniendo en cuenta lo anterior, es fácil comprender   —64→   la posición de compromiso conscientemente asumida por estos escritores y, a menudo, reflejada en sus obras. Son los únicos testigos que pueden expresar ciertas vivencias y llenar los vacíos y silencios significativos de la narrativa de dentro.

Con respecto al producto literario como obra artística, ambos escritores insisten en una novelística ética, significativa y a tono con el momento presente. Casaccia cree que la novela de la hora actual debe ahondar «en el carácter del hombre, buscar lo esencial de los mecanismos de su comportamiento» a través de «un tipo de novela existencial, conductista»82. Por su parte, Augusto Roa Bastos considera que una serie de estratos de la realidad social deben ser captados con nuevas formas, aunque sugiere que la experimentación formal tiene límites al expresar que no cree que el escritor se pueda permitir «el lujo de experimentaciones en al vacío» pues éstas podrían caer «en nuevos formalismos tan peligrosos como cualquier forma de falsedad»83.

En resumen, tanto Casaccia como Roa Bastos enfrentan el hecho literario desde una posición ética comprometida. Para ambos, las consideraciones de contenido -social y humano- significativo, constituyen decisiones básicas que el escritor debe tomar al enfrentarse con la infinita gama de posibilidades temáticas a novelar. Igualmente importante para estos dos narradores es el aspecto técnico de la obra. Como hemos visto, ninguno favorece la experimentación en el vacío, el juego formalista per se.




ArribaAbajoCinco novelas en contexto o cinco gritos en busca de un porqué...

La novelística del exilio en general -y la de Casaccia y Roa en particular- hace suya la conceptualización ética del arte que con respecto a la función poética defendía Herib Campos Cervera. Decía este gran poeta paraguayo, con alusión específica a la función poética:

El arte debe servir la vida, sea como confesión, sea como bandera. No hay, no debe haber belleza inútil. Pero una cosa es la expresión de la vida personal y sirve como confesión liberadora de la angustia, inevitable en todo intelectual de nuestro tiempo; otra, es la poesía del grito, que sirve los fines sociales del arte84.



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El conjunto de las obras escritas extrafronteras sirve a la vida como quería Campos Cervera, y la sirve en ambos sentidos, aunque las circunstancias histórico-políticas influyen en que predomine su carácter de servir «como bandera». Esto, no obstante, de ninguna manera disminuye sus cualidades artísticas.

En las páginas que siguen queremos anotar algunas ideas que corresponden a una lectura «contextual» de cinco novelas del exilio, tres de Gabriel Casaccia -La Babosa, La llaga y Los exiliados- y dos de Augusto Roa Bastos -Hijo de hombre y Yo el Supremo- respectivamente. Empleamos el término «contextual» para indicar, en primer lugar, que ubicamos estos textos dentro de un determinado contexto, como frutos de una situación histórico-político-cultural específica. En segundo lugar, con dicho concepto expresamos una aproximación textual de tipo sociológico en que las obras son analizadas en cuanto captan y recuperan, de manera crítica, ciertos aspectos de la realidad literariamente transpuesta a la ficción. Conviene señalar que la crítica o denuncia reflejadas en estas novelas van a menudo encuadradas dentro de una perspectiva inquisitiva que descubre el deseo de comprender, por parte de sus autores, una serie de porqués en torno a la problemática nacional y a través de ella vislumbrar también los grandes problemas latinoamericanos.


ArribaAbajoLa Babosa (1952)

El año que se publica en el exilio (Buenos Aires) La Babosa constituye una fecha clave para la novelística paraguaya. Con esta novela que cala hondo en ciertos sectores de la realidad nacional (la dicotomía existente entre el campo y la ciudad, la vida en los pequeños pueblos, la precariedad económica del sector campesino, sus repercusiones en la configuración social de sus habitantes...), en algunas peculiaridades culturales (la falta de incentivos, la situación del escritor y su lugar en la sociedad, la religión y la superstición...) y sicológicas hoy generalizadas (el espíritu de frustración, la resignación, el pesimismo), se abre el ciclo de la novelística paraguaya contemporánea.

Esta novela fue muy bien recibida en el extranjero, pero dentro del país -con excepción de un reducido sector intelectual- su aparición constituyó un verdadero escándalo. Casaccia fue acusado de «antipatriota»   —66→   y «calumniador» por atreverse a desmitificar la figura idealizada del paraguayo y mostrarlo en su verdadera dimensión humana, con sus vicios, virtudes, problemas... Para comprender el porqué de una reacción tan negativa es necesario recordar el contexto socio-cultural en que aparece esta novela. Persistían aún la tendencia a la idealización y el espíritu de fanatismo nacional fomentados y practicados en las décadas precedentes. De allí que el autor de una obra considerada «anti-nacionalista» por los «miopes unidos» del país, tenía necesariamente que ser un «antipatriota» y «calumniador».

El escenario donde se desarrolla la acción de esta novela es Areguá, pueblo cercano a la capital (Asunción), y adonde ya había llegado, once años antes, el protagonista de Mario Pareda, la novela anterior de Casaccia. Con La Babosa Areguá pasa a constituir el escenario por excelencia de su obra y a ocupar, con Comala y Macondo, un lugar de privilegio en la geografía de la narrativa latinoamericana. De la misma manera en que Comala y Macondo recuperan en la ficción lugares transitados, vividos, soñados e imaginados por sus autores, Areguá combina vivencias y recuerdos de Casaccia. «He colocado la acción en Areguá» -explica éste en la página introductoria de La Babosa-, «pero en esa elección debe verse un gran amor, y nada más. Tampoco esa elección ha sido consciente. Es consecuencia del dominio que ese pequeño pueblo ejerce sobre mi fantasía, que sólo parece poder crear envuelta en su atmósfera». Y agrega un poco después: «No nací físicamente en Areguá; pero sí espiritualmente. Como el poeta famoso, podría repetir que es mi verdadero país, porque es el país de mi infancia, y añadir, el de mis recuerdos»85.

Como en el caso del Comala de Rulfo, Casaccia mantiene el nombre real del pueblo y éste llega a su ficción en su realidad específica. Puede adscribirse eso a su postura esencialmente realista dentro de la cual se ubica toda su obra. El mundo de la ficción de Casaccia es en todo homologable al nuestro. De ahí que el Areguá de La Babosa (que es también el de La llaga, y el de varios cuentos suyos) tenga tanto en común con el Areguá del mapa geográfico paraguayo: calles sin asfaltar, casas bajas y chatas, amplios corredores, patios llenos de árboles frutales, la iglesia en lo alto de su cerro y allí cerca, a muy poca distancia, el famoso lago Ypacaraí, inmortalizado por poetas de todas las épocas y visitado por tantos recién casados en su viaje de luna de miel. Sin embargo, Casaccia no ve esa realidad con los ojos superficiales del turista. Él se apodera críticamente de Areguá y busca en esa atmósfera los resortes que gobiernan y determinan la apatía, la esterilidad, el   —67→   vacío espiritual de su gente. La paz y la tranquilidad que observaría el típico turista cobran entonces un valor y un peso negativos. Para los habitantes del pueblo, dicha paz y tranquilidad están llenas de murmullos, chismes, cuentos, calumnias y otras miserias y por lo tanto convierten la vida pueblerina en un verdadero infierno. Ningún escritor paraguayo contemporáneo muestra en forma tan clara y en un contexto tan realista aquella proposición sartriana de que «l'enfer c'est les autres».

Casaccia no nos habla de las bellezas que circundan el lago Ypacaraí, de sus hermosas puestas de sol, de la esbeltez de la muchacha campesina, de su inocencia pueblerina, de la sencillez con que allí vive la gente. Él observa la realidad y nos da la otra cara de la moneda: la decadencia y dejadez en que se encuentran tanto los elementos físicos -edificios, calles- como los humanos de ese medio, la falta de incentivos de carácter cultural y artístico, la precariedad económica en que vive la gran mayoría de esa gente y los abusos que sufre, la religiosidad mal enfocada y el espíritu de frustración y apatía, resignación y esterilidad, como consecuencias de la interacción de los dos medios, el físico y el social.

En la novela no sucede casi nada útil o provechoso y es justamente por eso que refleja tan bien la existencia vacía y monótona de Areguá y de tantos otros pueblos similares. Se asiste allí al quehacer cotidiano de todo el pueblo, cuyos habitantes funcionales típicos -el cura, el comisario, el doctor, el maestro- se integran a la trama novelística a través de una serie de interacciones recíprocas y por medio de los dos personajes más importantes: el abogado (y aprendiz a escritor) Ramón Fleitas y doña Ángela, la chismosa del pueblo. Dichas interacciones tienen lugar en forma directa en los sitios de reunión común -la iglesia, el club, el boliche- o indirecta a través de la «baba», del chisme centralizado y transmitido vía doña Ángela. Aunque la novela está narrada desde un punto de vista omnisciente, son las transcripciones de las interioridades de Ramón, sus deseos fallidos, debilidades y frustraciones, los que introducen en La Babosa ese espíritu negativo, de apatía y frustración, que domina toda la novela.

Ramón Fleitas es un abogado de origen campesino, que luego de dejar su pueblecito natal para ir a estudiar a la capital, espera no tener que volver a vivir jamás en el campo que para él significaría «volver a la tristeza, a la monotonía, a las noches sin luz eléctrica de su pueblo» (p. 11). A su meta de hacerse de nombre en la capital y de realizar su   —68→   codiciado sueño de escritor, responde incluso su casamiento con Adela, la hija de un rico y prestigioso abogado de Asunción. Sin embargo, sus planes no se concretan ya que luego de casados, su suegro les asigna Areguá -donde él tiene una casa de veraniego- como lugar de residencia. Volver a la campaña constituye para Ramón una gran decepción y una primera frustración. A ésta seguirán otras hasta convertirlo en un ser amargado, vicioso y espiritualmente muerto. La decisión de su suegro afecta su vida matrimonial al convertir a su esposa en receptáculo de sus rencores hacia el padre de ésta y al acusarla de ser la causa de sus problemas. «Desde que sus esperanzas se frustraron definitivamente, la antipatía que siempre sintió por su suegro transformóse en declarado aborrecimiento, que ni siquiera se lo ocultó a Adela» (p. 12). En una primera discusión que esto provoca entre él y su esposa, Ramón califica a don Félix de «mezquino y padre desamorado» (p. 12), iniciando así toda una serie de enfrentamientos y discusiones cada vez más violentas y groseras que llegan a afectar profundamente los sentimientos de Adela hacia él. «Desde aquel día ya no pudo verlo con los mismos ojos de antes, y aunque sintió por él mucho amor, comenzó a mirarlo con animosidad y a encontrarle defectos morales y físicos» (p. 12).

Antes de casarse Ramón practicaba mediocremente la poesía, pero entre sus sueños futuros estaba el de «emplear la mayor parte de su tiempo en leer y escribir» (p. 13). Tampoco este sueño puede realizarse. Su propia actitud negativa hacia la vida del campo, unida a la pobreza en incentivos económicos y culturales de Areguá, se lo impiden. Refleja aquí Casaccia algunos de los problemas que debe enfrentar el escritor de dentro del país y que contribuyen tanto a la escasez literaria como a la relativa medianía -con respecto a la producción del exilio- de la narrativa intrafronteras.

Si Ramón es el personaje que enriquece en el aspecto temático a la novela, canalizando a través de su existencia ciertos conflictos y problemas profundos como son, por ejemplo, la situación del escritor arriba indicada y el espíritu de frustración consecuente, doña Ángela es quien establece la unidad estructural de la obra. Ella y Clara, su hermana viuda, pertenecen a ese grupo de gentes que venidas a menos económicamente, dejan la capital y vienen a establecerse en los pueblos, para allí esconder la degradación y decadencia social en que se encuentran. Sin nada que hacer, gastan su tiempo en actividades inútiles, como la de averiguar y difundir los chismes del pueblo en el caso de doña Ángela. En cuanto a la novela, sin embargo, estos chismes   —69→   tienen una función informativa y dilucidatoria, además de constituir gran parte de la trama novelística. De ellos se vale Casaccia para desmitificar la realidad, para dar a conocer la verdad oculta detrás de las idealizaciones que sobre esa realidad todavía circulaban en la literatura nacional. A través de la «investigación» de doña Ángela, el lector descubre los traumas, pecados, infidelidades, vicios, en fin, los pequeños y grandes trapos sucios de quienes pueblan el mundo de La Babosa.

El título de la novela alude al quehacer inútil y pernicioso de doña Angela, apodo que se había ganado por difundir los chismes del pueblo. Cuenta el narrador que ella arrastraba

una monótona existencia, cosiendo y haciéndose eco de todas las habladurías y menudos sucesos del pueblo. Doña Ángela recibía un gozo especial en ir arrastrando los chismes, como una baba, de aquí para allí, de esta casa a la de más allá. Por eso el padre Rosales, en uno de sus arranques de furor, la había llamado «La Babosa».


(p. 21)                


Esos chismes, no obstante, como las borracheras de Ramón Fleitas o el alcoholismo de Clara, son válvulas de escape, maneras en que se canalizan las frustraciones que en diversas áreas sufren dichos personajes. Constituyen los síntomas hacia los cuales el escritor dirige la atención del lector para leer en ellos la existencia de un problema mayor, de raíces económico-sociales y culturales. Casaccia no nombra directamente al culpable o a los culpables de esa situación. Muestra las víctimas y apunta hacia una compleja interacción de causas que tienen su origen en la estructura misma de la sociedad paraguaya.

En esta novela Casaccia pone el dedo en varias llagas colectivas. La sinceridad de su crítica la atestiguan los ataques y acusaciones de que fuera objeto luego de la aparición de su obra. Por otra parte, su intención de crítica positiva queda patente en las siguientes palabras del autor: «Por ese gran amor que le tengo y esa fidelidad que le guardo a través del tiempo, espero que Areguá recibirá con la tranquilidad del que está en el secreto, cualquier opinión un tanto severa que su aspecto exterior me merezca, y que para mí sólo tiene un valor circunstancial»86.



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ArribaAbajoLa llaga (1963)

Esta novela también aparece en la Argentina y gana el premio Kraft en el año de su publicación87. Una vez más es Areguá el escenario donde se desarrolla la acción, el mismo Areguá captado antes en La Babosa. En La llaga Casaccia retoma ciertos núcleos problemáticos ya presentes en su novela previa -los conflictos resultantes de las dos estructuras que coexisten sin integrarse (el campo y la capital), la decadencia social, la frustración y apatía general...- pero concentra su entorno narrativo a los quehaceres y monotonías de una familia. Esta inserción o buceo en profundidad le permite llegar a las intimidades y móviles sicológico-sociales que mueven a cada uno de sus personajes. Al mismo tiempo, y como consecuencia de la limitación de su enfoque, la denuncia de la degradación social llega más amarga y directa.

La llaga revela influencias de los dos grandes maestros de quienes Casaccia se declara heredero: Dostoyewski y Proust. Si al mundo de éste nos remontan los buceos sicológicos, la morosidad con que transcurre el tiempo en la novela y el lugar que en ella ocupan los recuerdos y la memoria, la presencia de Atilio -el adolescente atormentado en torno a quien gira la mayor parte de La llaga- nos remite directamente a Dostoyewski y a su angustioso mundo de casos emocionales, de seres acomplejados y perturbados mentales.

El argumento es el siguiente. Atilio, hijo de un suicida, vive dominado por el complejo de Edipo. Su madre, por otra parte, muy poco sensible e incapaz de comprender el porqué de los celos del hijo, viaja con regularidad a Asunción, para encontrarse con su amante, Gilberto Torres, un pintor fracasado a quien -como a Ramón en La Babosa- más le importa mejorar su posición económica que cimentar su situación sentimental. Los celos de Atilio lo llevan a seguir a su madre, descubrir sus mentiras, averiguar que ella y Torres son amantes y por venganza contra ambos, delatar un complot revolucionario cuyo jefe principal está hospedando en casa del pintor. Después de convertirse en delator llega a vislumbrar y a experimentar las tremendas consecuencias de su crimen. Se arrepiente y, ya sin poder detener el curso de desgracias e injusticias iniciadas por su acción, se suicida con el mismo revólver con que su padre se había matado años atrás.

Detrás del hilo argumental se adivina el contorno socio-político real que sirve de referente a la ficción: la realidad que vive el Paraguay   —71→   en la década del sesenta y que Casaccia observa cuidadosamente y ve transcurrir desde lejos. Ocho años de dictadura -o diez en el plano de la ficción- sin posibilidades de que el pueblo se exprese libremente en ningún nivel, con arrestos continuos, persecución a estudiantes y obreros, torturas, asesinatos, corrupción, todo esto hace que se vaya formando, dentro y fuera del país, la idea de que sólo la acción guerrillera puede generar un cambio positivo. La llaga refleja en sus páginas ese estado de cosas. A ello corresponde la inclusión, dentro de la novela, del complot revolucionario que no llega a realizarse debido a la intervención de Atilio. Desde su exilio en la Argentina viene al Paraguay el coronel Balbuena, para organizar y dirigir la revolución antigubernamental que sin ser la primera ni la última, es, según Torres, una de las mejor organizadas. Dicha revolución, dice éste, «no podía fracasar. Había sido planeada en sus mínimos detalles, con toda minuciosidad, prolijamente, por el sistema de cédulas [células], al estilo comunista. [...] El doctor Barreiro, uno de los principales dirigentes, le había dicho que jamás se montó y organizó en el Paraguay una revolución como ésta. Era un aparato de relojería»88.

Como en La Babosa, la frustración a todo nivel hace trizas en los personajes de La llaga. Pero acá el sentimiento resulta más amargo y negativo porque destruye la última esperanza de cambio y mejora que se esperaba de la revolución truncada. Todos y cada uno de sus personajes terminan en el fracaso total. Fracasan los planes de Atilio de empezar su negocio de ladrillería en Areguá; fracasan los planes de Gilberto de conseguir un buen trabajo y hacerse de fama en su profesión con el triunfo de la revolución; fracasan las esperanzas de Rosalía, esposa de aquél, de que cambie su suerte y la de su familia; fracasa la acción revolucionaria y con ella todo el pueblo paraguayo. Incluso empeora la situación hacia el fin de la novela ya que ahora sólo les espera la persecución, la cárcel, las torturas y el exilio a quienes estaban envueltos en el complot.

La decadencia moral, la degradación social, el desmoronamiento político, la frustración de toda ilusión posible, todo ello se une para contribuir a esa gran llaga, cada vez más difícil de curar y cada vez mayor, que décadas de sufrimiento y dolor generales han ido formando en la conciencia colectiva y en todos y cada uno de esos seres que, como Rosalía, pueden decir: «Nosotros no tenemos suerte. Somos unos fracasados. La desgracia y la mala fortuna se nos han pegado para siempre» (p. 46), sin comprender que su desgracia y su fracaso no son en realidad resultado de la mala suerte sino de un sistema político-económico   —72→   que los desangra y esclaviza injustamente. El fracaso final lo expresa la obra a dos niveles: a nivel personal, el suicidio de Atilio resume los varios fracasos personales, y a nivel colectivo, la destrucción del complot revolucionario refleja un estado de pérdida total de esperanzas.

Reconocemos en La llaga el ambiente, la atmósfera, el elemento humano que ya habíamos encontrado en La Babosa. Sin embargo, han pasado once años desde la aparición de ésta y en ese tiempo mucho ha sucedido en el escenario político-social del referente real, lo que repercute, entre otras cosas, en el cambio de autoridades -más bien de nombres que de política- en el mundo que capta la novela. No se trata de una especulación al cohete sino que lo indicado responde al hecho de que el mundo novelístico de Casaccia es totalmente homologable al de la realidad que recupera en sus obras y que se verá con mayor claridad en la continuidad existente entre La llaga y Los exiliados. De ahí que el presente histórico-político de principios del sesenta sea captado en la novela de Casaccia como vivencia y esperanza colectivas en la actividad guerrillera, cuyo fracaso, sin embargo, hunde en la desgracia y agrega una más a la serie de frustraciones de todo un pueblo.




ArribaAbajoLos exiliados (1966)

Esta obra es parte de la unidad del mundo novelístico de Casaccia -que al igual que García Márquez y Rulfo ha creado un entorno humano y geográfico que recurre en sus obras-, aunque el escenario principal se traslade ahora de Areguá a la ciudad limítrofe argentina de Posadas. Sin embargo, Areguá y su gente siguen presentes en la novela a través de varios de sus hijos que han tenido que ir al exilio por razones políticas. Así por ejemplo, reencontramos en esta novela a Gilberto Torres, el pintor fracasado de La llaga, a quien luego de la derrota del complot revolucionario se lo arresta, tortura y finalmente deporta a la Argentina. Y el doctor Gamarra, personaje principal en torno a cuyos sueños y fracasos gira Los exiliados, ya había aparecido en La llaga, en una conversación entre Gilberto y el coronel Balbuena. En esa novela, éste le comenta a aquél que el doctor Gamarra «estaba fundido» debido a que en «la última revolución las tropas gubernistas ocuparon su estancia, y después de carnearle y robarle la hacienda, le   —73→   prendieron fuego a la casa y los galpones» (p. 42). Lo que sigue, también comentado por Balbuena en La llaga, ya nos anuncia la situación en que encontraremos al doctor Gamarra y su familia en Los exiliados. Dice aquél que el doctor Gamarra había tenido que huir a la Argentina, «donde con la ayuda de su mujer y una hija había puesto una casa de pensión» (p. 42), y reflexionando en voz alta agrega: «Todo un abogado de primera fila ganándose a gatas la vida con una pensión de mala muerte..., ¿dónde se ha visto eso?» (p. 42). Dicho comentario resume la gran pregunta que acosa a cualquiera que haya visto o vivido la realidad del exilio, pregunta que se habrá hecho mil veces el mismo Casaccia al observar tantas tragedias.

Los exiliados aparece en 1966, y en ese mismo año gana el primer premio del concurso de la revista semanal argentina Primera Plana89. La novela repite, esta vez en una ciudad argentina limítrofe, los sueños y fracasos, las pequeñas y grandes tragedias de un grupo de paraguayos, ahora exiliados políticos, que viven pensando en el regreso, mintiéndose una vuelta que aunque llegue está condenada al fracaso. La ilusión o mentira se hace aún más patética para aquellos profesionales -doctores, abogados- que antes del exilio ya gozaban de una cierta posición económica y que por razones políticas se vieron obligados a abandonar el país. Tal fue -en el plano histórico-político- la situación de gran número de profesionales e intelectuales que a partir de la Guerra Civil del 47 han ido engrosando las filas del destierro. Tratar de establecerse, de iniciar algún tipo de trabajo lucrativo, significó para muchos el fracaso total, la decadencia económica, la degradación social. Para unos pocos que pudieron adaptarse a la nueva situación rápidamente, las cosas fueron distintas y hoy gozan de una buena posición que tal vez, de haberse quedado dentro, no lo hubieran logrado.

Para la gran mayoría el exilio se ha convertido en un verdadero infierno, o mejor dicho un purgatorio, porque se lo considera una etapa pasajera, y la estadía es por lo tanto transitoria, temporal... El exiliado se arregla como puede, trabajando un día aquí, otro allá, abriendo quizás un almacencito, una pensión o algún otro pequeño negocio que le permita «ir estirando»90 mientras se prepara para el gran golpe que lo llevará de vuelta a la patria... Es esa realidad cotidiana del exiliado, ese vivir el hoy pensando en el ayer que fue -aunque ese ayer haya cumplido dos o tres décadas- o en el mañana que será sin falta, en la inminencia del retorno, la que rescata en todo su patetismo y verdad la novela. Dice allí el doctor Gamarra: «Esta vez la   —74→   caída del general Alsina es segura. Cuestión de uno o dos meses. Se está preparando un golpe formidable [...] Será un vasto movimiento sincronizado a todo lo largo de la frontera, desde Formosa, pasando por Corrientes, hasta aquí [...] Algo formidable. Vamos a caer como un rayo...»91.

La elección de Posadas, ciudad limítrofe argentina -y adonde se llega cruzando el río Paraná-, no pudo ser mejor elegida. Como señala Rubén Bareiro Saguier: «En gran medida la mayor militancia política de los grupos emigrados está centrada en los puntos fronterizos, sitios privilegiados para la acción conspirativa y la posibilidad del retorno inmediato»92. Y el haber elegido una pensión de segunda clase, un sucio café, un banco de plaza y un prostíbulo como principales escenarios de la acción apunta, sin duda, hacia el mensaje de decadencia económica y degradación social en que se encuentra, vive y convive, esta gente.

El hilo argumental de Los exiliados gira en torno a dos personajes relacionados con el mundo de Areguá y con quienes ya nos hemos familiarizado en La llaga. Ellos son el doctor Rolando Gamarra y Gilberto Torres. Nos enteramos acá que el doctor Gamarra, además de ser abogado y de haberse hecho de una buena posición en Paraguay, fue también ministro y en la actualidad sueña con volver, recuerda constantemente su pasado glorioso. Hace más de veinte años que vive en el destierro y desde entonces, desde hace 20 años, escuchaba «enfurecido todas las mañanas [...] la radio que transmitía noticias políticas de Asunción» (p. 303). Vive de lo poco que saca de la pensión que a veces sólo le da pérdidas pues allí vienen a alojarse compatriotas recién llegados cuya situación económica es aún más precaria que la de los exiliados más antiguos y, por lo tanto, necesitan ser ayudados. A Gilberto lo vemos degradarse cada vez más y llevar en su caída también el naufragio del doctor Gamarra al seducir a la hija de éste, de cuyo futuro e hipotético matrimonio se esperaba un poco de felicidad.

Derrota y frustración son de nuevo dos ingredientes omnipresentes a lo largo de la novela. Como en el caso de La llaga, también acá se nos dan dos fracasos representativos de toda una circunstancia histórica: uno a nivel individual, el de Gilberto, y otro de alcance colectivo, el del asesinato de Romualdo Cáceres. Aunque Cáceres -torturador y jefe de la represión en Paraguay- muere, su muerte constituye un acto gratuito. Nada cambia para mejorar la situación de los paraguayos en Posadas. Al contrario, aumenta allí el control para con los exiliados por parte del gobierno central y al desaparecer los sospechosos, la   —75→   mala suerte hace que Gilberto Torres tenga que sufrir injustamente un mes de prisión.

De la misma manera en que Casaccia rescata -en sus novelas anteriores- la realidad pueblerina de Areguá en lo que tiene de más representativa, capta en Los exiliados la difícil situación de miles de exiliados. Si los protagonistas y personajes varios que pueblan Areguá en La Babosa y La llaga son los eternos perdedores, los sufridos, la gran mayoría de los paraguayos de dentro, los protagonistas de Los exiliados son también los eternos antihéroes para quienes la esperanza se ha convertido en un término vacío de significado por haber sido ya tantas veces frustrada. Son tan pocos los exiliados que han tenido la fuerza espiritual y la suerte de sobreponerse a las durezas del exilio, que Casaccia no enfoca allí su lupa. Ésta se dirige al montón, a esos otros tantos que han sufrido una quiebra moral y quienes, o por debilidad espiritual, o porque el desgarramiento emocional causado por el éxodo les ha dolido profundamente, no han logrado sobreponerse y adaptarse a la nueva circunstancia y por lo tanto han dejado de ser dueños de su propio destino.

Los exiliados deja al descubierto las raíces económicas e histórico-políticas del problema del exilio -uno de los más graves del Paraguay contemporáneo- al ahondar en la vida interior y exterior, en el pasado y futuro de los seres que la pueblan. El pesimismo y la degradación ad infinitum que campean a lo largo de la novela, traducen, tal vez demasiado fielmente, la amargura que siente el escritor cuya ficción se nutre de una realidad poéticamente transpuesta y que, por lo tanto, no puede evitar que su arte refleje lo irreversible de la situación del exiliado, pero a quien como paraguayo, no dejan de dolerle las desgracias de su pueblo. Recordemos que Casaccia, como cualquiera de sus personajes -el doctor Gamarra o Gilberto Torres-, también vivió con la mente y el corazón fijos hacia el Paraguay. Lo prueban todas y cada una de sus páginas escritas. Si ciertos miopes alienados alguna vez lo han acusado de antipatriota y calumniador por mostrar las verdades al desnudo, son hoy muchos más los que aprecian en su justo valor sus cualidades de novelista y de paraguayo amante de su patria.



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ArribaAbajoHijo de hombre (1960)

En 1960 aparece en Buenos Aires Hijo de hombre, primera novela de Augusto Roa Bastos y la obra que le incrementará a un ámbito continental la fama ya adquirida con la publicación de su colección de cuentos, El trueno entre las hojas, en 1953. La abundante bibliografía crítica que en torno a dicha novela se ha venido publicando desde su aparición, incluyendo tesis doctorales, atestiguan el impacto que su obra ha tenido a nivel internacional93.

En Hijo de hombre reencontramos la crítica abierta y denuncia descarnada que caracterizan a todos los cuentos de El trueno. Sin embargo, aquella violencia elemental, arrolladora, total, ya implícita en el título y que alude al epígrafe que encabeza la antología, disminuye en su novela. Dos factores influyen en este cambio. En primer lugar, en Hijo de hombre ya no se enfatiza tanto la violencia como elemento natural inevitable, como herencia esencial e inescapable, sí implícitos en el ciclo expresado en la leyenda aborigen y epígrafe inicial de El trueno: «El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno». La novela desarrolla hasta sus últimas consecuencias otro tipo de violencia, tal vez más cruel y amarga porque es de origen puramente humano. Se trata de la violencia del hombre para con el hombre, del explotador para con el explotado, del rico para con el pobre, de un ser para con su prójimo. La violencia deja de tener un origen enteramente natural y físico para convertirse en una violencia de carácter social, de orígenes socio-económicos e histórico-políticos.

Una simple comparación de los dos títulos apunta ya hacia el cambio de énfasis arriba señalado. Mientras El trueno entre las hojas (cuyo sustantivo central «trueno» describe algo natural, violento) habla de violencia elemental, de fuerzas naturales, y da énfasis a su carácter ofensivo, inevitable, Hijo de hombre (con «hijo» como síntesis de amor y sufrimiento) habla de humanidad, de amor hacia el prójimo, de sacrificio humano, y lleva implícita la idea de sacrificio y dolor. Si lo anterior es posible adivinar sin haber leído las obras, la lectura de la novela descubre su estructuración en torno a casos ejemplares de seres que se sacrifican por los demás. La recurrencia -a lo largo de la novela- de estas figuras-Cristo que no vacilan en dar su vida por el bien común, apunta hacia una esperanza redentora, hacia   —77→   la erradicación de la violencia del hombre para con el hombre y hacia la redención final del hombre gracias a su propio esfuerzo. «Lo que no puede hacer el hombre, nadie más puede hacerlo», había dicho Cristóbal Jara alguna vez94. Es justamente esperanza de redención lo que está contenido en el título de la obra y en los dos epígrafes que la encabezan95.

Sería imposible comentar en unas cuantas páginas o incluso en todo un libro los varios aspectos y niveles semánticos implícitos y explícitos en Hijo de hombre. Se trata de una novela muy rica en connotaciones y por lo tanto de múltiples interpretaciones, como lo demuestran las diversas «lecturas» de que ya ha sido objeto hasta el presente96. En este sentido, la novela ejemplifica y corrobora la posición teórica de Roa Bastos en lo que éste entiende debe ser una obra narrativa. Afirma él, en una entrevista, que la tarea del narrador es connotativa. Ésta tiende, dice, «al relacionamiento de los hechos [...] Busca los significados de estos revelamientos mediante las alegorías y los símbolos, connotando muchos sentidos al mismo tiempo en un 'haz de relaciones'»97. Dicha posición teórica, traducida en práctica en su obra, explica el que su mundo novelístico no sea siempre homologable -como es el caso de Casaccia- a la realidad, aunque ésta esté, no obstante, en su obra, a menudo de manera indirecta e implícita, pero expresada con la autenticidad esencial que sólo el símbolo (bien escogido) puede hacerlo. El enfoque simbólico recurrente en las obras de Roa eleva el contenido novelístico a un plano universal, al iluminar la condición humana desde ángulos indirectos, importándole menos lo existencial concreto que la transfiguración de sus elementos fenoménicos en otros que revelen lo esencial. A ello tiende la creación de personajes o hechos simbólicos. Así por ejemplo, la tragedia de Casiano y Nati Jara descubre primero un problema nacional de origen político-económico (el de la explotación en los yerbales bajo la aprobación gubernamental98) para convertirse luego en símbolo universal de la explotación del hombre por el hombre.

La novela está dividida en nueve partes en apariencia independientes entre sí pero muy relacionadas en sus aspectos temáticos y estructurales. En cuanto al contenido, es significativa la recurrencia de unos cinco o seis temas entre los que se cuenta el del exilio, también motivo recurrente en las otras obras en estudio. Otros temas que se repiten en esta novela son los relacionados con la explotación humana, el sufrimiento y el ansia de justicia social. Estructuralmente, el narrador Miguel Vera que, como actor o testigo, entra y sale de su propia   —78→   narración, une las diferentes partes. En lo referente a su disposición temporal, la narración avanza y retrocede en el tiempo, en un orden cronológico simultáneo, sucesivo o a saltos, siguiendo el curso de la memoria y de los recuerdos de su narrador. No es sólo hasta el final, sin embargo, que nos damos cuenta de que la novela está basada en los manuscritos dejados por Miguel Vera. «Así concluye el manuscrito de Miguel Vera» -nos dice Rosa Monzón en una supuesta carta al escritor-editor Roa Bastos- «un montón de hojas arrugadas y desiguales con el membrete de la alcaldía, escritas al reverso y hacinadas en una bolsa de cuero. Las había escrito hasta un poco antes de recibir el balazo que se le incrustó en la espina dorsal. La tinta de las últimas páginas estaba fresca; el párrafo final, borroneado a lápiz» (p. 220).

Otro elemento estructurador importante es la historia nacional. Episodios significativos de ella aparecen evocados o vividos a lo largo de la novela donde se instalan dividiendo el material narrativo en una serie de ciclos históricos -no necesariamente ubicados de manera cronológica ya que al adquirir éstos valor simbólico pierden su elemento temporal específico- con un común denominador: un gran saldo de sufrimiento humano, de muerte y destrucción pero con la esperanza renovada, en todos los casos, de que el futuro traerá los cambios necesarios. La novela progresa en forma de contrapunto entre dos niveles temporales: uno que comprende más de cien años y es el tiempo de la historia contenida en la narración (que va desde la dictadura de Francia hasta los albores de la revolución del 47, según se deduce del penúltimo párrafo del texto99), y otro que es el de la narración misma. Constituye este último esencialmente un tiempo vivencial y abarca unos veinte años de la vida de Miguel Vera100.

La multivocidad de la novela, unida a su estructuración episódica, hace que resulte difícil, si no imposible, tratar de resumir en pocas líneas su desarrollo argumental. Tal vez lo dificulte aún más el hecho señalado por Rubén Bareiro Saguier de que «el libro no tiene protagonista sino personajes»101. Entre estos personajes se cuentan Gaspar Mora y Cristóbal Jara, dos de las figuras simbólicas más representativas del espíritu de sufrimiento de un pueblo oprimido y explotado. Aquél, primer Cristo sacrificado, inspirará a éste y a los otros muchos «Cristos» que deberán ser inmolados antes de la redención final. Gaspar Mora sólo entra en la narración a través de la memoria colectiva, mitificado, padre-autor del Cristo tallado de Itapé, inspirador, a través de su obra y de su vida, de un deseo de justicia colectiva, y por lo mismo, raíz-semilla del espíritu de rebelión   —79→   de generaciones venideras. Cristóbal Jara, por otra parte, entra en el presente de la acción y protagoniza cinco de los nueve capítulos en que se divide la obra.

Hijo de hombre, como las obras de Casaccia, también está lleno de sueños truncos y derrotas. Sin embargo, el ansiar justicia, el no claudicar, el no permitir la muerte de la esperanza, constituyen elementos de optimismo esencial que no encontramos en La Babosa, La llaga o Los exiliados. No se trata -en la novela de Roa Bastos- de una nueva versión del mito de Sísifo, que implicaría la negación absoluta de toda posibilidad de cambio, la condena al fracaso eterno, sino más bien de una aplicación del mito del Fénix a la realidad esencial del espíritu del hombre paraguayo: su persistencia en el camino hacia la salvación, su renacer de las cenizas de la guerra, y su espíritu de sacrificio perseverantes a pesar de las innumerables adversidades.

Mucho se ha escrito ya sobre Hijo de hombre, y tratar de abarcar el panorama crítico constituiría una labor ciclópea. Conviene, sin embargo, apuntar lo que otras voces, más autorizadas en la materia, han señalado como aspectos sobresalientes de la misma. Por otra parte, en casos donde el material bibliográfico crítico es tan abundante, citar cuatro o cinco pasajes indica, necesariamente, una selección muy limitada. Como en estas páginas nos estamos refiriendo a la novelística del exilio en cuanto a su aspecto crítico y de denuncia, los pasajes aludidos están relacionados con el carácter comprometido, con el contenido de protesta social de Hijo de hombre. Dice al respecto la poetisa y escritora paraguaya Josefina Plá: «Este libro es la denuncia, no ya de un ambiente y un momento histórico, sino de toda la trayectoria de un pueblo en el espacio y en el tiempo. Abarca cuerpo y alma nacionales y el final queda dilaceradamente abierto sobre un porvenir en tinieblas»102. Y a su voz se añade la de Rodríguez-Alcalá que declara que «como protesta social, la novela es una vasta epopeya de la maldad del hombre con su prójimo». A continuación enumera algunos de esos hechos de maldad: «hay episodios de guerras civiles; hay traiciones, venganzas, castigos; hay horrores en los yerbales, horrores durante la guerra del Chaco». Sin embargo, el mismo crítico reconoce y señala que «Roa también exalta el heroísmo de los humildes y la solidaridad de los que sufren con los que sufren»103. Finalmente, Rubén Bareiro Saguier se une al dúo para dar papel estructurador a esa aspiración de justicia que impregna las páginas de la novela. Comenta el conocido crítico que «lo que cohesiona las partes del libro» es, además de la existencia de Miguel Vera como relator único, «el   —80→   hondo anhelo de justicia, el desgarrado mensaje de solidaridad, la luminosa denuncia de la injusticia». Y agrega: «Se podría decir que ésta es la historia de un largo infortunio, la del dolor de un pueblo castigado y sufriente»104.

La protesta social toca aquí, como en las novelas de Casaccia, varios segmentos de la realidad nacional, entre los que sobresalen el económico-social, denunciado en los varios episodios de explotación y sacrificios humanos (especialmente en los relacionados con la explotación en los yerbales que protagonizan los esposos Jara); el político, implícito en los desastres resultantes de guerras y revoluciones civiles e internacionales105; y el histórico-cultural que, indirectamente, a través de complejos mecanismos sicológicos, influye en la imposibilidad de actuación que caracteriza al intelectual paraguayo representado acá por Miguel Vera, de cuya frustración profunda dan testimonio las páginas de la novela, su manuscrito-confesión. La herencia histórico-cultural de autocensuras y alienaciones varias que pesa sobre él en el momento histórico-político que le toca enfrentar, determina que viviera «intoxicado por un exceso de sentimentalismo», como él mismo le confiesa a Rosa Monzón, y que no supiera «orientarse en nada, ni siquiera en medio de 'las aspiraciones permitidas'», según comenta aquélla en la carta con que concluye la novela y que está dirigida al autor-editor Roa, juntamente con los manuscritos de Miguel Vera, previamente editados, aunque ella quiera convencernos de lo contrario. «Los he copiado» -dice refiriéndose al manuscrito original de Vera- «sin cambiar nada, sin alterar una coma. Sólo he omitido los párrafos que me conciernen personalmente; ellos no interesan a nadie» (p. 220; el énfasis es nuestro).

La intención crítica y el carácter testimonial de la novela, aparte de las declaraciones hechas por el autor al respecto en alguna entrevista, están recogidos, de modo explícito, en las páginas finales de la obra. El porqué del sufrimiento humano -del cual es tantas veces testigo Miguel Vera- sólo parece tener una posible respuesta en el para qué (de una posible salida, de un posible futuro diferente) anhelado en las últimas líneas de su diario-manuscrito. Ambas interrogantes están implícitas en los pensamientos que pasan por su mente al ser testigo-observador, una vez más, de dos seres inocentes, castigados sin embargo por las atrocidades de la guerra:

No pienso en ellos solamente. Pienso en los otros seres como ellos, degradados hasta el último límite de su condición,   —81→   como si el hombre sufriente y vejado fuera siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal.

Alguna salida debe haber en este monstruoso contrasentido del hombre crucificado por el hombre. Porque de lo contrario sería el caso de pensar que la raza humana está maldita para siempre, que esto es el infierno y que no podemos esperar salvación.

Debe haber una salida, porque de lo contrario...


(p. 220)                


Con esa vislumbrada esperanza, con ese posible para qué de salvación futura, termina el manuscrito de Vera. Y si nos referimos al párrafo con que concluye la novela, que supuestamente recoge opiniones de Rosa Monzón, la intención testimonial de Hijo de hombre resulta clara. «Creo [expresa Ro(s)a-Bastos...] que el principal valor de estas historias radica en el testimonio que encierran. Acaso su publicidad ayude, aunque sea en mínima parte, a comprender más que a un hombre, a este pueblo tan calumniado de América, que durante siglos ha oscilado sin descanso entre la rebeldía y la opresión, entre el oprobio de sus escarnecedores y la profecía de sus mártires...» (p. 221). Cerrar el texto con estas palabras refleja, por parte de Roa, una actitud ética conscientemente asumida, implícita además en el tipo de novela por él postulada, id est, teñida por la propia experiencia pero al mismo tiempo caracterizada por un contenido social y humano significativo106.




ArribaAbajoYo el Supremo (1974)

La segunda novela de Roa Bastos aparece en 1974, catorce años después de su ya entonces famoso Hijo de hombre. En ese tiempo, se consolida de manera definitiva el compromiso social y artístico del autor cuya última novela, el gran experimento novelesco que es Yo el Supremo, constituye, al mismo tiempo, un nuevo paso en la concepción del papel del escritor frente a su propia obra. La actitud ya reflejada en Hijo de hombre de ver el hecho literario no como una «creación original» sino más bien como un proceso de elaboración colectiva107, llega a incluir aquí la anulación completa del autor como tal. De editor (o coautor, a lo sumo) que era en su primera novela, pasa ahora a considerarse mero «compilador» responsable de su obra. Explica   —82→   Roa este cambio en su concepción de la obra novelesca en los siguientes términos:

Basta salir un poco de ese mundo afantasmado en que estamos metidos los escritores -aún los que nos preocupamos de nuestras colectividades- para descubrir que la novela hoy -sobre todo en América Latina- está desplazada a un lugar secundario como medio de comunicación. Necesidades más urgentes constriñen al hombre de nuestro tiempo. Parece más importante, por ejemplo, leer cosas sobre lo que sucede en nuestros países en todos los niveles. Una práctica tradicional de la escritura queda fácilmente desbordaba por la magnitud de esos acontecimientos. Todo eso me propuso necesariamente un replanteo esencial de mis propios métodos de escritor. Creo que, después de un tiempo, comencé a comprender que tal vez no sea la palabra en sí, como función de comunicación, la culpable de esa situación de desentendimiento entre lo que se escribe sobre los hechos y los hechos mismos, sino la propia capacidad de comunicación del autor: su lenguaje no ha avanzado lo suficiente para expresar esa inmensa marca que está llenando todo el marco histórico de nuestro tiempo y ante la cual las palabras parecieran retroceder impotentes. Este convencimiento tal vez debió llevarme a cerrar definitivamente mi actividad como escritor, pero se produjo una extraña paradoja que me hizo persistir: me empeñé en tratar de anular la situación de privilegio del autor en el marco de su obra, en eliminar todos los elementos de autocomplacencia con el mundo individual, de comprender que el escritor -aún en los momentos de mayor soledad, en la profundidad de sus obsesiones, de sus pesadillas, de sus sueños- sigue siendo un ser social108.



Y así, en lugar del papel que tradicionalmente suele corresponder al autor -de inventar una fábula o construir una trama narrativa imaginaria-, se asigna a sí mismo el de «compilador» y como tal su intervención en la obra se limita a la de cualquier lector. «Como compilador», dice Roa, «yo he sido también un simple lector». Y enfatiza categóricamente: «No escribí, entonces, esta novela como autor, sino como lector: como uno que lee el libro que siempre escriben los pueblos».   —83→   La importancia que para su propia labor novelística significó su última novela, lo expresa Roa Bastos en los siguientes términos: «Yo el Supremo me acercó a uno de los hallazgos más fértiles de mi vida de escritor: el que los libros de los particulares no tienen importancia; que sólo importa el libro que hacen los pueblos para que los particulares lean»109.

En su elaboración temática, la última novela de Roa Bastos sigue relacionada con ese anhelo profundo de comprensión de la realidad nacional que, como ya se ha dicho, constituye un aspecto recurrente en la novelística del exilio. Yo el Supremo rescata de la historia la figura del doctor Francia y la humaniza. Pero para ello, y para comprender los móviles que lo impulsaron al dictador a actuar como lo hizo, primero se lo debe desmitificar. Se logra eso haciendo que el propio dictador produzca el texto de la novela. Roa deja que aquél se enfrente con los varios documentos y leyendas que sobre él se han escrito o tejido durante el curso de la Historia. Convierte así al doctor Francia en actor y juez de sus propios actos, defensor de su política contra las acusaciones de historiadores futuros y juez implacable de las corrupciones y política entreguista de sus sucesores, especialmente de la dictadura actual. Pero activar la conciencia acusadora del gran magistrado (ya muerto más de un siglo atrás) para proyectar su voz al presente implica congelar el tiempo, y para ello se hace necesario un segundo proceso de mitificación. Al mitificarlo, Roa lo convierte en símbolo de la conciencia nacional. Paradójicamente, el símbolo cobra vida al ser reflejado en la novela, pues ésta sólo recobra lo que en realidad nunca ha muerto. El doctor Francia sigue vivo en la conciencia colectiva. Su vigencia ya lo predice una de las voces recuperadas en el «dictado» del Supremo donde se lee que «hay Francia para rato»110, y el mismo dictador agrega más adelante, «...qué resto de gente viva o muerta quedará en el país, que no lleve en adelante mi marca» (p. 278).

Hay que aclarar, sin embargo, que el aludido proceso de mitificación es muy diferente -literaria e históricamente hablando- al que predominó durante las cuatro primeras décadas de este siglo. Los separa un factor de responsabilidad profesional. Mientras en el período anterior la mitificación iba precedida, en general, de una mistificación (o falsificación) de la realidad, en esta obra Roa Bastos mitifica, desmitificando al mismo tiempo, la controversial figura del doctor Francia. Declara Roa que a lo largo de su vida fue tentado por la idea de convertir en personaje de una de sus novelas al personaje histórico mismo. Pero, explica: «también sentí desde el comienzo que la magnitud   —84→   de un proyecto semejante desbordaba por completo mis posibilidades y, sobre todo, las posibilidades del género novelesco». Por lo tanto, sigue diciendo, «preferí, en lugar de traicionar mi oficio de escritor de novelas y afrontar el riesgo de distorsionar la historia, elaborar un mito literario inspirado, eso sí, en la enigmática figura del Supremo Dictador, personaje polémico, discutido, ensalzado»111.

A pesar de que Roa considera que Yo el Supremo es una novela «hecha al modo tradicional, con algunas variantes», se trata en realidad de una obra experimental muy innovadora. En primer lugar, la introducción del documento histórico en sí y de otros escritos extraliterarios como soporte básico de su novela112, y en segundo lugar, la nueva perspectiva que introduce en la concepción de una novela sobre la dictadura, son llevados a un desarrollo tal que dejan de ser características circunstanciales y pasajeras -o meras coincidencias- para convertirse en coordenadas estructurales básicas. Esto hace que la obra sobresalga no por lo que tiene en común con la novela tradicional sino justamente por lo que tiene de esencialmente experimental. Con respecto al primer punto, señala la conocida hispanista Jean Franco el papel innovador que Roa le asigna al material histórico incorporado en Yo el Supremo, al convertir esos documentos e informes varios -normalmente usados en el discurso histórico- en la infraestructura de su ficción113. Y refiriéndose a su carácter novedoso dentro de la tradición de la novela de la dictadura, comenta Sylvia Wynter, otra conocida investigadora, que la novela de Roa, juntamente con Recurso al método de Alejo Carpentier y El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, constituyen tres novelas latinoamericanas que están marcando nuevos rumbos -y yendo incluso más allá del boom- en varios aspectos. En cada una de estas obras la conciencia del dictador domina el texto; sus autores han logrado entrar dentro mismo del dictador y esto, según la mencionada crítica, implica un cambio total de actitud en estas novelas114.

Temporalmente, las dos novelas de Roa Bastos son totalizadoras en cuanto ambas abarcan, dentro del marco novelístico, un período de tiempo secular, pero mientras en Hijo de hombre el narrador-escritor Miguel Vera no pasa de «testigo pasivo» y transcribe el hacer y no-hacer de los demás personajes, acá el dictador es al mismo tiempo agente y recipiente, personaje principal y protagonista actuante único. Él hace y deshace la historia que es la novela y comenta, corrige y contesta las varias historias que componen la Historia. Se convierte así en juez, testigo y «revisador» de ésta.

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Yo el Supremo constituye un inmenso y detallado panorama del derrotero histórico-político del Paraguay desde su independencia hasta el presente. A través de los «dictados» de su protagonista, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo del Paraguay y uno de los personajes más apasionantes y poco conocidos de la historia americana, desfilan ante el lector elementos del contexto humano, económico y político que configuran la realidad nacional e internacional de la época. Datos varios, recogidos de diversas fuentes -«de unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espigados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales [...] versiones recogidas en las fuentes de la tradición oral, y unas quince mil horas de entrevistas grabadas...» (p. 467)- e insertados en la novela, complementarios algunos, contradictorios otros, confluyen a reconstruir la difícil circunstancia histórica que le tocó vivir a este primer magistrado paraguayo, para quien los juicios de la historia no han sido unánimes. Si para algunos fue un déspota sombrío y para otros prócer de la nación paraguaya, lo que nadie puede negarle es su calidad de defensor intransigente de la independencia y soberanía nacionales. En su obra Roa lo humaniza, devolviéndole así el derecho al error o al acierto, a juzgar o a defender sus propias acciones, derecho que le había negado la Historia ya sea condenándolo al banquillo de los acusados, sin posibilidad de defensa, o canonizándolo en la perfección del muñeco de cera con la eterna sonrisa congelada, pero necesariamente postiza y falsa.

Aunque Roa se declare mero «compilador», es evidente que su labor de «entresacar» y «sonsacar» de tanto material escrito y oral implica un trabajo de selección y disposición, no sólo del elemento documental, sino también del elemento lingüístico que mediatiza dicha transposición y por lo tanto va más allá de la pura compilación. Se trata sí de una novela en donde la presencia del autor como tal está prácticamente ausente, en especial en lo referente a su situación de privilegio dentro de la novela tradicional.

Las versiones que ha recogido la Historia y las varias historias -las detractoras y las idealizantes- que se han escrito, tejido y especulado en torno al doctor Francia, son versiones que ponen énfasis en la imagen pública de su persona, imagen que debido al misterio que rodeó siempre a su figura, abunda en elementos extraños, contradictorios y ambiguos. Abogado y astrónomo, heredero de las enseñanzas   —86→   de Rousseau, Montesquieu, Diderot y Voltaire, Francia instauró en Paraguay un régimen paternalista y se convirtió en el defensor número uno de la independencia nacional. Por otra parte, los pocos visitantes extranjeros que llegaron a entrar a la fortaleza en que había sido convertido el Paraguay durante sus veintiséis años de gobierno, dejaron versión escrita de la crueldad extrema que ejerció el dictador para con sus adversarios políticos y enemigos personales. Son justamente esos visitantes, los hermanos Robertson y el suizo Johan R. Rengger, los que dejaron constancia de ciertos detalles de su vida privada y pública: su exagerada puntualidad, sus paseos diarios hasta el cuartel del Hospital, sus siestas en su hamaca de hilo, su celibato, su carácter solitario, el gran cariño que sentía por su perro «Sultán», su famosa casaca azul con galones dorados y sus zapatos con hebillas de oro, su desconfianza extrema hacia extranjeros o desconocidos, su colonia penal de Tevegó y su severidad extrema para amigos, parientes o enemigos. Conocido también es el cautiverio al que el dictador sometió al sabio naturalista Amadeo Bonpland, a quien durante nueve años le prohibió dejar el país a pesar de las amenazas de Bolívar, para expulsarlo después, sin motivo aparente, cuando ya aquél se había encariñado con el Paraguay y no quería abandonarlo. Su actuación pública es también la recogida en los muchos documentos de la época, nacionales y extranjeros, que testimonian entrevistas con emisarios argentinos y brasileros, o su enfrentamiento con Artigas a quien más tarde, cuando éste se lo pide, concede sin embargo asilo político y le permite permanecer en el país hasta su muerte.

Pero todos éstos son datos obtenidos por terceros y nos dan una imagen externa del dictador. Ofrecer una versión íntima del mandatario paraguayo, implica tener acceso a su conciencia personal. Roa hace uso de ambos recursos. Deja que el propio Francia construya la novela y aprovecha creativamente el dato que sobre la hipotética existencia de un diario privado le provee la Historia. Se cree que en 1840, poco antes de morir, el doctor Francia quemó todos sus papeles. De ese dato se vale Roa para reconstruir, a partir de los restos y fragmentos rescatados a las cenizas, el supuesto diario del mandatario paraguayo. Completa así, con una imagen íntima y personal, la pública y exterior que ha sido recogida por un gran número de legajos y documentos varios.

La acción novelesca, que es acción mental pura115, se ubica post mortem y se abre con un pasquín que imita la letra del Supremo y anuncia el desmembramiento de su cuerpo después de su muerte116. El   —87→   pasquín aparece en un momento en que la salud física del doctor Francia es crítica y éste se siente próximo a morir. Pero su ubicación al principio de la novela es clave ya que desata el «dictado» -hecho a su secretario Patiño- que constituye la novela y cuyas líneas revisarán siglo y medio de historia paraguaya y americana, documentos de todo tipo, batallas de pluma y espada, maquinaciones extranjeras destinadas a anexar a sus respectivos dominios al Paraguay, entonces rico en recursos y económicamente muy próspero. Recoge el «dictado» las amenazas del momento, la constituida por Artigas y la que representan las presiones correntinas cuyos deseos rebotan contra la voluntad férrea de Francia de mantener, a toda costa, la integridad territorial y política de su país. Pero sus recuerdos se dirigen no sólo al pasado o al presente sino que en forma de memoria proyectada hacia el porvenir, también dicta a Patiño sobre las amenazas y los males futuros que acechan al país. Esto lo logra a través de una serie de anacronismos que se justifican temporal y estructuralmente en la anulación del tiempo cronológico a través de la configuración mítica del dictador, cuya memoria transcurre a lo largo de los planos temporales como en un eterno presente.

Novela de múltiples lecturas -como Hijo de hombre-, Yo el Supremo es rica en connotaciones y señalar solamente determinados aspectos sin mencionar otros implica, de manera obligada, una selección previa, que a su vez significa mutilar o a lo menos dejar de lado una serie de interpretaciones posibles. Sin embargo, tal selección se hace necesaria en un trabajo como el nuestro donde intentamos rescatar de la novelística del exilio sólo algunos de sus elementos recurrentes más significativos. Un aspecto predominante en todas estas obras es, como ya lo indicamos antes, su carácter comprometido con la realidad nacional.

En el caso de Yo el Supremo, la crítica y la denuncia marchan paralelas a la meditación y apología que constituye gran parte de la novela. Mientras el dictador narra, cuenta, corrige y se debate luchando contra la imagen que le han inventado sus sucesores y en especial sus detractores, se vislumbran también en el trasfondo -sin que él pueda ejercer su poder contra ello, sin poder controlarlo o corregirlo- las pequeñas y grandes llagas de su régimen. Allí están los arbitrarios arrestos, los fusilamientos, las colonias penales, las crueldades y castigos para enemigos, adversarios y ex amigos. Allí están las contradicciones de su régimen paternalista, sus caprichos, su   —88→   ambivalente posición para los extranjeros que lograron entrar al país y el injusto cautiverio del naturalista Bonpland.

La serie de anacronismos incluídos en el texto son absolutamente necesarios dentro del proyecto totalizador que constituye la obra. Gracias a ellos puede Roa dar el salto del pasado al futuro, incluir el presente e incluso trascenderlo. Además, es en la inserción de dichos anacronismos donde hallamos las críticas más severas de la obra. Éstas aluden, sobre todo, a la dictadura presente. Por ejemplo, es clara la denuncia contra el régimen entreguista actual cuando el Supremo se refiere a las relaciones paraguayo-brasileras y a la firme política con que él siempre defendió la integridad territorial y protegió la soberanía nacional del Paraguay de toda amenaza imperialista. Pensando en especial en el Brasil y en sus pretensiones anexionistas, declara el doctor Francia, en la circular perpetua: «Gobiernos rapaces, insaciables agarradores de lo ajeno. Su perfidia y mala fe las tengo de antiguo bien conocidas. Llámese Imperio de Portugal o del Brasil; sus hordas depredadoras de mamelucos, de bandeirantes paulistas [...] contuve e impedí seguir bandeirando bandidescamente en territorio patrio...» (p. 85). De allí que cuando proyecte mentalmente la firma del tratado de Itaipú (1973) que resultaría en la ocupación brasilera de extensas zonas fronterizas, y por el cual el Paraguay sería hipotecado secularmente al Brasil, la denuncia vaya directamente referida a la dictadura actual, responsable de dicho tratado. Se lee en la circular perpetua que «el pantagruélico imperio de voracidad insaciable sueña con tragarse al Paraguay igual que un manso cordero [...] Ya nos ha robado miles de leguas cuadradas de territorio, las fuentes de nuestros ríos, los saltos de nuestras aguas, los altos de nuestras sierras acerradas con la sierra de los tratados límites» (p. 85). La alusión a la gran extensión de territorio «robado» pero especialmente la especifica sobre los «saltos» de aguas ubica este discurso en dos niveles temporales: en el pasado de agresión imperialista portuguesa y en el presente de agresión también imperialista, pero brasilera117. Yo el Supremo enjuicia, además, otros aspectos de la actual dictadura que en su arbitrariedad y entreguismo se define por oposición total a la profunda responsabilidad histórico-nacional que siempre caracterizó a Francia118.

La lectura de estas cinco novelas en cuanto obras de contenido social, de crítica y denuncia, deja como saldo un par de apreciaciones. Ambos autores crean un mundo novelístico unitario, totalizador, donde sobresale la preocupación por el destino presente y futuro de su   —89→   país, y por extensión, de toda Hispanoamérica. Ambos escarban llagas dolorosas: Casaccia buceando en los traumas sicológicos resultantes de la interacción medio-hombre, y Roa remontando el río de la Historia en busca del porqué del angustioso presente paraguayo. En ambos casos, el compromiso social y/o político con la suerte de su pueblo y de su destino es total.







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