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Paseos en Londres

Flora Tristán



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Flora Tristán



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ArribaAbajoEstudio Preliminar

No es mucho lo que queda por investigar respecto de los pormenores biográficos de Flora Tristán (1803-1844), después de la seria investigación realizada por Jules L. Puech (La vie et l'oeuvre de Flora Tristán, París, 1925); por Jorge Basadre (en el prólogo de la primera edición castellana completa de Peregrinaciones de una paria, en versión de Emilia Romero); por Marcos Falcón Briceño (Teresa, la confidente de Bolívar, Caracas, Imp. Nacional, 1955); por Luis Alberto Sánchez que ha basado su biografía novelada (Una mujer sola contra el mundo, Buenos Aires, A. L. A. Club del Libro, 1942) en los dos primeros y por los apuntes y documentos aportados por Luis Alayza y Paz Soldán. Pero queda por esclarecer todavía un aspecto de interés, sus estadas en Inglaterra y el libro que recoge sus impresiones de ese país (Promenades dans Londres) aparecido por primera vez en 1840 y que mereció hasta 4 ediciones parisinas, que registra la bibliografía que acompaña esta primera edición castellana.

Flora Tristán (1803-1844), abuela de Paul Gauguin, hija de peruano (Mariano Tristán) y francesa (Teresa Laisney) y precursora del socialismo en Europa y adelantada en pocos años a la prédica de Marx y Engels, muestra en su haber dos libros capitales de viaje escritos en francés. El uno, Pérégrinations d'une parie (París, A. Bertrand, 1838, 2 vols.), recoge vivencias de un viaje al Perú que traducen una imagen peruana muy personal, ácida aunque penetrante, dirigida a los europeos para advertirlos y a los propios connacionales para sacudirlos   —VI→   del conformismo, de la apatía y de las costumbres retrógradas e hipócritas. Es el viaje al Nuevo Mundo, aunque en él no encuentre asidero la leyenda dorada.

Pero también Flora Tristán escribió otro libro al que traslada su imagen de un sector europeo en donde radica la injusticia social y una hipocresía mayor, o sea la Inglaterra de la primera mitad del XIX. El libro se titula Promenades dans Londres (París, H.L. Delloye, 1840, segunda y tercera ediciones París, Raymond Bocquet, 1842, y cuarta edición, París, 1846).

Flora Tristán es el primer viajero peruano con espíritu crítico. Nacida en Francia, hizo su vida en ese país, bregando por mejorar la suerte de los desheredados. Como mujer de lucha, se adelanta en sus formulaciones sociales a las ideas marxistas y prepara sin tregua, con una organización que fundó en Burdeos, la «Unión obrera», el advenimiento de la primera revolución de los proletarios, la de 1848. El relato de su viaje al Perú, titulado Peregrinaciones de una paria inicia en su bibliografía la serie de sus viajes. No corresponde ahora que examinemos este libro sobre el cual va siendo numerosa la bibliografía exegética y literaria. Pero sí debemos detenernos en la otra obra de la misma índole que escribió ya en las postrimerías de su corta e intensa vida: Promenades dans Londres y que ofrecemos por primera vez en versión castellana.

Paseos en Londres no circuló en América ni menos en el Perú no obstante sus cuatro ediciones. Contiene una imagen del mundo europeo escrito por un alma inquieta, apostólicamente entregada a la obra de redención de los desvalidos. El libro se difunde sobre todo en Francia y es a la vez que relato de viaje, testimonio crítico de una sociedad europea que nunca antes recibió una admonición y censura semejantes por parte de un escritor latinoamericano.

Complementariamente, otras obras suyas (como la L'union ouvriére, Paris, 1843, obra de propaganda y ataque social, y   —VII→   Mephis, ou le prolétaire, novela de impacto sobre las masas explotadas) han enfocado también la crítica de la organización social francesa, pero en ninguna se aguza tanto el sentido crítico social y la denuncia como en Paseos en Londres.

Esta escritora romántica -a la cual no se hace figurar en las historias literarias peruanas o latinoamericanas ni por su novela ni por sus libros de impresiones de viaje- ofreció una versión distinta del mundo europeo. Los románticos conocidos y transitados sólo dieron la versión de la vida oficial, del acontecer banal, de las figuras cumbres o de lo pintoresco y anecdótico. Pero Flora Tristán romántica templada en la lucha social ofreció el anverso de esa imagen: la vida del pueblo pobre, las condiciones lamentables del trabajador, la explotación social, la prostitución, el inhumano trato de la mujer y el niño, la indiferencia de los poderosos frente a las condiciones de injusticia. Era un libro de protesta social nada usual en una sociedad de poderosos y conformistas de un lado, y de humillados y ofendidos de otro, ni frecuente en época tan temprana como la Francia de la Restauración, la Inglaterra victoriana o la Alemania pre-bismarckiana.

El título del libro -Paseos en Londres- parece inspirado en otro libro de gran resonancia en esa época, nada menos que las impresiones de viaje de Stendhal (Henri Beyle), publicado en París (1829), bajo el título Promenades dans Rome (Paseos en Roma), libro de exaltación romántica de antigüedades pero penetrado de inquietud por la suerte de la sociedad coetánea de principios del ochocientos. Pudo tomar Flora Tristán de ese libro, tan en boga en su época, el título y parte de su orientación crítica aunque agregó al suyo sobre Londres, una crítica social más acentuada.

Lo habría leído Flora Tristán en sus inquietos años juveniles y admirado en la prosa stendhaliana su concisión y exactitud, su ausencia de retórica en medio de un romanticismo ardiente y oratorio que Stendhal combatió con el anecdótico   —VIII→   hábito de leer diariamente, antes de trabajar sus novelas, unas páginas o un puñado de artículos del Código Civil.

En la prosa de Flora Tristán hay también la misma preocupación por decir lo preciso; por no empenachar la expresión, por expresar la versión monda de la realidad, por no desviarse de las ideas matrices ni perderse en vericuetos de retórica ni recoger palabras de relleno.

Pero Flora a pesar de ello, no perdió del todo el tono enfático ni la predilección por las frases admirativas o de rechazo, expresivas de su exaltado sentimiento social pero de prosapia un tanto dramática y declamatoria.

El libro de Flora Tristán fue el resultado de sus experiencias vividas en la Inglaterra de su época, en diversas fechas: en 1826, cuando la aprecia próspera sin importarle los problemas internos; en 1831, cuando empieza a ser poseída por la inquietud social; en 1834, cuando ya capta el descontento de la clase media y también la presión de la clase obrera; en 1839, cuando en Londres, encuentra una miseria profunda y lacerante en el pueblo y «el surgir de una extrema irritación y el descontento general». Este espectáculo la decide a escribir para ofrecer al público un libro que no tiene la pretensión «de pintar todas las miserias del pueblo inglés» sino sólo la de bosquejar las pocas cosas que ha visto en ese país y hacer conocer las impresiones que obtuvo. Era un libro franco, sin tapujos y lleno de indignación y de protesta, con el cual esperaba llamar la atención de aquellos que «quieran realmente servir la causa del pueblo inglés».

La autora no quiere dejarse deslumbrar por las apariencias ni seducir por las brillantes decoraciones de la escena inglesa, y pretende ingresar en la vida de los pobres y desheredados a fin de señalar y condenar los vicios de la sociedad inglesa. Una escritora francesa, Hortense Allart, escribía a Saint-Beuve, a propósito de Promenades dans Londres: «Es un libro de piedad y de indignación en favor del pueblo inglés».

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Según advierte Flora Tristán en el prólogo, la obra suya sobre la sociedad británica es fruto de una larga meditación a raíz de visitas realizadas a Inglaterra desde los años de 1826 y 1831, en que actuó como institutriz o dama de compañía de una familia inglesa -con la cual realizó también un corto viaje a Suiza e Italia- y luego otra en 1834 (al regreso de su viaje al Perú que duró 14 meses) y finalmente la última de 1839, tal vez la más fructífera dada su madurez ideológica y su más afinado sentido crítico-social que para esa fecha se había hecho más pugnaz y agudo. En conjunto hubo de totalizar una estada de más de diez años en Gran Bretaña.

Su experiencia inglesa -comenzada a los 23 años- llena los mejores años de su vida y culmina a los 37 años cuando en plena madurez publica finalmente el libro Paseos en Londres.

Si bien es cierto que la mayor parte del tiempo vivió en Londres, también es verdad que visitó los centros industriales de Birmingham y Manchester, Glasgow y Sheffield y además algunos centros mineros.

Gradualmente había ido advirtiendo el deterioro de las condiciones sociales del pueblo en general y de los trabajadores en particular y en la última estada pudo ya advertir los síntomas de una miseria profunda y una situación de desesperanza y descontento muy generalizada.

Por lo tanto, este libro es más que un simple relato de viaje, un testimonio crítico, una suerte de reportaje-informe sobre las condiciones sociales prevalecientes en ese país europeo. Constituye una muestra de periodismo crítico que se aparta del simple relato de acontecimientos ensayado en 1845 y 1848-49 por otro peruano don Juan Bustamante y que se aleja también de la crónica amena y erudita ensayada por Juan de Arona alrededor de los años 60. Pero está más cerca de otros testimonios peruanos sobre Europa en el siglo XX, como los de Francisco García Calderón -equilibrado expositor de la política- y José Carlos Mariátegui quien enfocó el fenómeno   —X→   social europeo desde una perspectiva de clara posición ideológica de izquierda.

En todo caso, el libro de Flora Tristán constituye -desde su mirador social de lucha y denuncia- el primer estudio social de la realidad europea intentado por un escritor latinoamericano.

Es en los grandes centros de la era industrial capitalista donde suelen ponerse en evidencia las lacras sociales, los desajustes sociales y la alienación del individuo. Ello es aún más evidente en las grandes ciudades, que podrían ser calificadas las metrópolis del vicio, de la explotación, del vilipendio de la condición humana. No es fenómeno, sin embargo, restringido a nuestra época. Se advertía también en siglos anteriores, tal vez con menos atenuantes que hoy, cuando ya las medidas de previsión y asistencia social han paliado un tanto, en algunos aspectos, la injusticia y la expoliación del hombre por el hombre. No deben descartarse, sin embargo, algunas exageraciones que en el libro son notorias y dictadas sin duda no por una apreciación de la realidad objetiva, sino por el apasionado impulso crítico o el propósito de impactar al público a quien iba dirigido.

De otro lado, sus comparaciones con la realidad francesa, que ella pondera para condenar la británica, no concuerdan del todo con su posición crítica ideológica. Si bien es cierto que el cuadro de la situación social inglesa se acentuaba en sus aspectos negativos en razón de las condiciones impuestas por la educación puritana, por la hipocresía imperante en las altas clases sociales, por las exigencias de un industrialismo más desarrollado y el impulso del imperialismo inglés bastante desenvuelto, no es menos evidente que esas condiciones sociales no diferían mucho, en el fondo, de las que imperaban en Francia, como la propia Flora se encargó de esclarecer en un libro posterior de denuncia política de la realidad social francesa que fue La Unión Obrera (1843).

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Al precisar en su libro los rasgos negativos de la urbe capitalista, al trazar el retrato de «Londres, la horrible» Flora Tristán se hace eco del rechazo francés contra las manifestaciones de la prepotencia del imperialismo británico gravitante sobre el resto de Europa y del mundo. No habría dejado de advertir el mismo fenómeno de infiltración en su viaje por América Latina, durante su estada de más de un año en Chile y el Perú, en donde ese imperialismo empezaba a tender sus redes. Su aguda perspicacia de mujer con sentido crítico y emoción social, le habían permitido detectar el afán expansivo de una política de penetración internacional. Inglaterra extendía entonces sus tentáculos para invadir los campos inocentes de aquellas excolonias de España, cuyo comercio, minería y crédito empezaban a ser copados por los agentes ingleses que conducían de tal suerte el sistema de dominio capitalista imperante en las islas británicas a otros ámbitos extranjeros, desplazando al comercio francés.

Desde 1838 y especialmente en este libro de 1840, Flora vislumbraba el desarrolló amenazante para Francia del bonapartismo. Se adelantaba a su época al formular el juicio adverso a Napoleón, «antagonista de la libertad», tirano y déspota. Su sensibilidad social no se dejaba engañar por el espejismo de los grandes triunfos guerreros cuyo alto costo contrastaban con la miseria y los tremendos sufrimientos de los pobres. Lo había sostenido así en su ensayo «Lettres de Bolivar» (publicado en Le voleur de Paris, 31 de julio de 1838) en que trata de descartar cualquier influencia bonapartista en el Libertador. Insiste en su tesis al tratar de los partidarios de tal tendencia refugiados en Londres. De Napoleón no queda -dirá Flora- sino «las huellas profundas de la opresión». Al dar a conocer sus opiniones, prevé con desazón, con diez años de anticipación, la posibilidad del advenimiento del príncipe Luis Napoleón, que entonces disfrutaba regiamente en su retiro de Londres, en espera del momento político favorable.

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Flora no fue ajena a la apreciación del arte y la literatura. Desde sus años juveniles había disfrutado del contacto con el arte y los artistas. Ella misma lo había cultivado, y en su casa de la rue du Bac había recibido a figuras destacadas del ambiente intelectual de París.

Ello explica su relación con Saint-Beuve, Jorge Sand, Eugenie Sué, Hortense Allart, Chateaubriand, Béranger, para no mencionar sino a los cultivadores de la literatura y con exclusión de los hombres de estudio como Jules Janin y Joseph Proudhon. Cultivó el relato de viaje, el costumbrismo y la novela y practicaba el dibujo. Por eso sus observaciones sobre la vida teatral londinense, lo mismo que sus páginas acerca de las causas que entrababan el desarrollo del arte en Inglaterra tienen consistencia e interés. Sus apreciaciones sobre la distorsión del arte dramático londinense, al mezclarse las piezas serias con mojigangas y números circenses de baja calidad, son certeras. La crítica de la falta de originalidad de las piezas que suelen representarse en ese momento, es precisa y oportuna tanto más que, como lo demuestra, se tiende a la imitación de modelos franceses, poniendo de lado a los grandes clásicos ingleses.

Surgió Flora Tristán dentro de los medios intelectuales franceses, entre 1830 y 1840, en pleno auge de la corriente del socialismo utópico y había asimilado ostensiblemente las modalidades de tal ideología. Su pluma está pronta, en sus libros Paseos en Londres, La Unión Obrera y en el póstumo La Emancipación de la mujer, para recoger constantes citas de los fautores de aquella corriente, los franceses Claudio Enrique de Saint-Simon (m. 1825) y Carlos Fourier (m. 1837) y el inglés Robert Owen (1771-1858).

A los dos primeros no los llegó a conocer personalmente aunque asimiló sus legados, admiró su obra y los estudió a través de sus periódicos y de sus discípulos, como Víctor Considerant, que lo fue de Fourier. La cruda visión de la sociedad inglesa que nos ofrece Flora corresponde asimismo a la primera   —XIII→   mitad del siglo XIX, a los años anteriores a la revolución de 1848, en que habían prosperado como una idílica esperanza esas expresiones del «Socialismo moral» que propugnaban aquellos autores. Todavía no había adquirido coherencia la ideología revolucionaria ni la dialéctica rigurosa que conciben años después Marx y Engels. El auge del reformismo utópico puede situarse alrededor del año 1830, en que se produce un cambio en la historia francesa que hace cifrar esperanzas pronto desvanecidas. Entonces aparecen muchos autores menores en la historia de la economía y de la Sociedad (Cabet, J. B. Say, entre otros, etc. hasta Proudhon que escribe en 1840, La Propiedad, con su impactante tesis de que la propiedad es un robo) de que también se nutre Flora. Aunque no agotó esa extensa bibliografía inglesa y francesa, se anotan en Paseos en Londres sus citas de Hobson, Mantoux, Villerme, Morton Eden, etc. reveladoras de su capacidad asimilativa y de sus inquietudes en torno al fenómeno social. A Robert Owen, lo conoció Flora en París, en 1837, y en Paseos en Londres relata también la visita que le hace en su establecimiento de Londres, y en ese libro son frecuentes las citas de los escritos de Owen, al igual que de los de Fourier y Saint-Simon. Debió haber al respecto algún comentario maligno en orden a la falta de originalidad de sus ideas, cuando Flora se ve precisada en su libro a formular la aclaración siguiente: «A fin de evitar toda falsa interpretación declaro que no soy ni saint-simoniana ni fourierista ni oweniana» (p. 314).

No siguió en especial ningún sistema de ideas de esos tres autores pero era la suma de todos ellos y de muchos más que Flora leyó con más pasión que rigor. En 1844, cuando Flora expiraba en Burdeos, Karl Marx (1818-1883) concebía en París los primeros esbozos de su teoría del materialismo histórico y tiene lugar allá mismo, también en esa fecha, el encuentro con Federico Engels que habría de ser estimulante para la afirmación crítica y dialéctica de Marx. Tres años más tarde, en 1847, ambos redactarán el Manifiesto Comunista que orientaría la acción de las masas durante la revolución de 1848.   —XIV→   Sólo a partir de esa fecha, se empeñará Marx en los estudios económico sociales que desembocan en sus libros fundamentales: Crítica de la Economía y El Capital, escritos trabajosamente entre 1849 y 1883, año de su muerte en Londres.

Federico Engels (1820-1895) vivió en la década de los años 40 entre Manchester y Londres, en contacto con esos mismos obreros ingleses que Flora Tristán había observado pocos años antes. Un libro de Engels semejante a Paseos en Londres y titulado La situación de la clase trabajadora en Inglaterra, apareció sólo en 1845. Este libro supera en su rigor crítico informativo y estadístico al de Flora Tristán, aunque pudo estar estimulado por el precedente.

Ni el uno ni el otro llegaron a tener contacto directo, con la autora de Paseos en Londres pero sí lo tuvieron a través de amigos comunes como Arnold Ruge y Joseph Proudhon que conocieron y dialogaron con Flora y que después anudaron lazos de colaboración con Marx y con Engels.

Marx y Engels hacen en La Sagrada Familia1 un comentario severo del socialismo utópico y abstracto, y de sus generalidades que se hallan en contradicción con la realidad social. Dentro de ese socialismo utópico ubican a Flora Tristán. A ella se le concede el honor de representar una posición contraria a las tesis del más puro materialismo histórico, que es señalada como desprovista de rigor crítico. Sin embargo, la circunstancia de haberla hecho centrar en ese libro la posición discutible, aunque racional en un sentido estricto, confiere significación y valía a su posición ideológica digna de ser discutida y contradicha. Textualmente Marx y Engels concluyen: «Flora Tristán es el ejemplo de ese dogmatismo femenino que pretende poseer una fórmula y se la crea tomándola de las categorías de lo existente». Los ideólogos del materialismo   —XV→   histórico no pudieron a esa altura del momento social, conformarse con los planteamientos empíricos sostenidos por Flora Tristán de que hubiera trabajo para todos, de que los hombres pudieran vivir dignamente de su trabajo y de que la educación, eficazmente impartida, podía terminar con las desigualdades sociales. Los acontecimientos de mediados del siglo pasado habían demostrado la inocuidad de tales tesis.

Pero Flora Tristán quedó consagrada, después de su solitario y sobrehumano esfuerzo, como una adelantada en la lucha por lograr la justicia social.

Un libro como Paseos en Londres es ejemplar por varios motivos. Cumplió en su momento la función de denuncia de un estado social injusto, acarreando a su autora las reacciones implacables de una clase social afectada en sus intereses. Se adelantó a su época en el planteamiento de la cuestión social aún entonces muy mediatizada por la persistente actitud idealista y débilmente reformista. Propugnó un igualitarismo desusado en un momento en que todavía jugaba la diferencia entre clases altas y bajas, entre aristocracia, burguesía y «plebe» y cuando al desposeído sólo se le concedía paternalmente derechos limitados. Quien había clamado en el Perú contra el régimen de la esclavitud que vio todavía vigente en la hacienda de Villa a pocos kilómetros al sur de Lima, podía también condenar la condición miserable de los tugurios londinenses y de las fábricas y minas inglesas en donde los trabajadores -hombres, mujeres y niños- laboraban en condiciones infrahumanas.

Reivindica el derecho a la protesta y la denuncia. Predica la unión de los trabajadores del mundo como la única solución para hacer escuchar su voz y obtener el reconocimiento de sus derechos humanos, cinco años antes que quedara consagrada aquella admonición como táctica inicial de la lucha social. Acusa, finalmente, una independencia y espíritu crítico poco comunes en escritoras mujeres, aun dentro de la desarrollada sociedad europea.



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ArribaAbajoBiobibliografía de Flora Tristán

  • 1803. -Nace en París, el 7 de abril. Hija de Mariano Tristán y Moscoso (peruano, coronel del ejército español) y de Teresa Laisney (francesa).
  • 1804 a 1806. -Conoce a Simón Bolívar, quien frecuentaba la casa de los Tristán, en París.
  • 1807 o 1808. -Muere su padre, dejando en situación precaria a la familia, la cual se ve obligada a dejar París para radicarse en el campo.
  • 1818. -A la muerte de su hermano, se traslada nuevamente con su madre a París. Flora recibe una instrucción muy rudimentaria.
  • 1819. -Ingresa a trabajar como colorista en el taller litográfico de André Chazal.
  • 1821. -El 3 de febrero contrae enlace con André Chazal, en París. Él tiene 24 años de edad. Ella tiene 18 años.
  • 1822 a 1824. -Su matrimonio sufre serias desavenencias, debido al difícil carácter de ambos.
  • 1825. -Nace su hija Alina (futura madre de Paul Gauguin) y abandona su hogar.
  • 1826. -Llega a Inglaterra por primera vez, como dama de compañía, en iguales condiciones, recorrerá Italia y Suiza.
  • 1828. -Obtiene la separación de bienes de su marido.   —XVIII→  
    • Toma contacto epistolar con su tío Pío Tristán, con la finalidad de obtener la herencia de su padre y se hace pasar por soltera.
  • 1830. -Se entera, por carta de su tío, que su abuela le ha legado en herencia 3,000 piastras.
  • 1831. -Viaja por segunda vez a Inglaterra. A su regreso tiene que huir de las persecuciones de su marido quien reclama a sus hijos.
  • 1833. -7 de abril, día que cumplía 30 años, se embarca hacia el Perú en El Mexicano, comandado por el capitán Zacarías Chabrié, a quien menciona en sus Peregrinaciones... y en Paseos en Londres.
    • En Burdeos, puerto donde se embarca, es acogida por un tío de su padre, Mariano de Goyeneche y trata con el apoderado del hermano de su padre, Felipe Bertera. Desembarca en Islay y luego pasa a Arequipa.
  • 1834. -Enero. Reside en Arequipa, en casa de su tío Pío Tristán.
    • 25 abril. Viaja de Arequipa a Lima.
    • 15 de julio. Se embarca en el Callao, rumbo a Liverpool. Breve estada en Inglaterra.
    • A raíz de este viaje, escribe «Las peregrinaciones de una paria», libro en el cual pone en evidencia el espíritu retrógrado de la sociedad arequipeña de entonces.
  • 1835. -Publica un folleto bajo las iniciales F. T.: Necessite de faire un bon accueil aux femmes etrangeres.
    • Agosto 21. Ofrece su colaboración al Movimiento Societario en carta dirigida a su fundador Carlos Fourier.
    • Octubre 31. Chazal rapta a su hija Alina.
    • Prosiguen sus problemas con Chazal sobre la tutela de Alina. Esta queda alojada en un internado.
  • 1836. -Chazal rapta nuevamente a su hija y por orden judicial le es confiada a él.   —XIX→  
    • Crece su vinculación con los movimientos socialistas fundados por Saint-Simon, Owen y Fourier. Colabora en el periódico fourierista «La Phalange», en el cual aparecieron los primeros capítulos de L'Union Ouvrière.
  • 1837. -Ante una intriga urdida por Flora para recuperar a su hija, Chazal es encarcelado, pero luego, por falta de pruebas, es puesto en libertad.
    • Chazal escribe en la cárcel: Memoria, que es un ataque contra Flora.
    • Conoce al reformador Owen que se encontraba en París.
    • Diciembre 20. Influenciada por las ideas de Owen redacta su Petition pour le retablissement du divorce, dirigida a la Cámara de Diputados.
  • 1838. -Plante a la separación legal y el tribunal falla a su favor, fallo según el cual, su hijo Ernesto permanecerá con Chazal y su hija Alina quedará interna en un centro de educación que los padres decidan.
    • Publica Las peregrinaciones de una paria.
    • Colabora en «L'Artiste» y en «Le Voleur» con interesantes artículos, entre ellos las «Cartas de Simón Bolívar a Mariano Tristán y a Teresa Laisney (sus padres), con recuerdos y comentarios sobre la figura del Libertador.
    • Su casa de la Rue Bac se convierte en centro de reunión de los artistas y gente de letras de París.
    • Jules Laure, su íntimo amigo, pinta su retrato.
    • El 10 de setiembre, Chazal intenta asesinarla. La hiere gravemente pero ella utiliza el incidente como propaganda para la segunda edición de su: Las peregrinaciones...
    • Edita la novela Mephis, de corte filosófico y social, según palabras de ella misma.
    • El 10 de diciembre eleva a la Cámara de Diputados:   —XX→   Petition pour l'abolition de la peine de mort.
  • 1839. -Se ve el proceso contra Chazal y éste es condenado a 20 años de prisión. Segunda edición de «Las peregrinaciones...»
    • Visita por cuarta vez Inglaterra. Visita las Cámaras (algo prohibido a las mujeres y que relata en su Promenades...) y recorre todo Londres, observando la vida y miseria de sus habitantes. Esta observación le servirá para describir el ambiente londinense en su Paseos en Londres.
  • 1840. -Aparece Promenades dans Londres y logra una brillante acogida, lanzando dos ediciones en ese año.
  • 1842. -Salen dos nuevas ediciones de Paseos en Londres, la primera bajo el título La ville monstre, y la segunda con una dedicatoria a las clases obreras.
  • Se vincula a los obreros a quienes propone su unificación, pero éstos se muestran todavía renuentes.
  • 1843. -Publica en mayo L'Union Ouvrière, logrando estrechar sus relaciones con la clase obrera, de la cual recibirá muestras de simpatía y también de ingratitud.
    • Mayo, 29 y 31. Publica en «La Phalange», los primeros capítulos de L'Union Ouvrière. Escribe puntualmente su «Diario».
  • 844. -Aparece la segunda edición de L'Union Ouvrière, con el plan para la publicación de un periódico con el mismo nombre, con un tiraje de 10,000 ejemplares.
    • Abril. Recorre diversas ciudades de Francia dictando charlas y conferencias en las que expone su iniciativa, siempre bajo la vigilancia policial por considerársela sediciosa.
    • Durante su recorrido escribe lo que sucede cada día en un cuaderno titulado Notes devront servir a mon ouvrage la tour de France.
    • 7 de junio, en Lyon, el entusiasmo de los obreros permite   —XXI→   la reedición de L'Union Ouvrière. Aparece así la tercera edición de esta obra con un prologuillo de la autora.
    • En Montpellier cae gravemente enferma (se supone de tifoidea); sin embargo, prosigue su gira.
    • Setiembre 26. Llega a Burdeos muy debilitada. La atienden los esposos Lemonnier.
    • Noviembre 14, fallece en Burdeos a los 41 años de edad.
    • Es enterrada en el cementerio de Chartreux.
    • Los obreros, por espontánea manifestación, se suscriben para erigirle un monumento.
  • 1845. -Aparece, en París, en edición póstuma L'emancipation de la femme, publicada con notas de A. Constant.
  • 1848. -Octubre 22, se inaugura en Burdeos el monumento erigido por los trabajadores, en ceremonia póstuma en la cual se le rinde tributo de admiración y simpatía.
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ArribaAbajoHomobibliografía


Edictos

  • Nécessité de faire un bon accueil aux femmes étrangères. Paris, Chez Delauney, 1835.
    • Conocido por referencia.
  • Nécessité de faire un bon accueil aux femmes étrangères. Paris, Imp. De Mme. Huzard, 1836. 1 hoja.
    • Conocido por referencia.
  • Pétition pour le rétablissement du divorce à Messiers les députés. Paris, 1873.
    • Del 20 de diciembre de 1837.
    • Conocido por referencia.
  • De l'art depuis la Renaissance. L'Artiste. 3e. série, 24e, livraison, p. 143. Paris, 1838.
    • Conocido por referencia.
  • De l'art et de l'artiste dans l'antiquité et à la Renaissance. L'Artiste. 3e. série, 9e. livraison, p. 187. Paris, 1838.
    • Conocido por referencia.
  • L'Atelier de Girodet. L'Artiste. 28e. livraison. Paris, 1838.
    • Capítulo de su novela «Menphis».
    • Conocido por referencia.
  • Episode de la vie de Ribera dit l'Espagnolet. L'Artiste, 13e. livraison, p. 192. Paris, 1838.
    • Conocido por referencia.
  • Lettres de Bolivar. Le Voleur. Paris, 31, juillet, 1838. p. 90-94.
    • Dirigidas a Mariano Tristán y Teresa Laisney.
  • Menphis. Paris, Imp. Mme. Huzard, 1838. 2 t.
    • Novela.
    • Según F. T.: Novela filosófica y social.
    • Conocido por referencia.
  • Nécessité de faire un bon accueil aux femmes étrangères. Paris, 1838. 1 hoja.
    • Conocido por referencia.
  • Pérégrinations d'une paria (1833-1834)... Paris, Lib. ed. A. Bertrand, 1838. 2 t. 21 cm.
    • A manera de prólogo: Aux péruviens, firmado: Flora Tristán.
    • «Deuxième édition».
  • Pétition pour l'abolition de la peine de mort à la Chambre des Députés, le 10 décembre 1838. Paris, Imp. De Mme. Huzard, 1838.
    • Conocido por referencia.
  • Pétition pour l'abolition de la peine de mort. Le Journal du Peuple. 16, décembre, 1838.
    • Reproducción del original, precedido de un breve comentario.
    • Conocido por referencia.
  • Pétition pour le rétablissement du divorce. Paris, 1838. 1 hoja.
    • Conocido por referencia.
  • —XXIII→
  • Les tribulations d'un riche. Le Siècle. 18, novembre, 1838. Paris, 1838.
    • Capítulo de su novela «Menphis».
    • Conocido por referencia.
  • Péregrinations d'une paria. Paris, Arthur Bertrand, 1839. 2 t. 1 8º.
    • Conocido por referencia.
  • Promenades dans Londres... Paris, H. L. Delloye, ed., 1840. Li. 1 h., 412 p. 20 cm.
    • «Coup d'oeil sur L'Anglaterre», firmado: A. Z.: p [IX]-li.
    • En este mismo año salió una segunda edición.
  • Promenades dans Londres, ou L'Aristocratie et les prolétaires anglais. Paris, Raymond-Bocquet, 1842. loi, 250 p. «Edition populaire».
    • Précédé de: «De la politique que anglais, puor faire suite sur coup d'oeil sur Anglaterre», firmado: A. Z.
    • Dedicado a las clases obreras.
    • Conocido por referencia.
  • La ville monstre. Paris, H. L. Delloye, 1842. «Deuxième édition».
    • Publicada en 1840 con el título: «Promenades dans Londres».
    • Conocido por referencia.
  • L'Union Ouvrière. Paris, Imp. Lacour et Maistrasse fils, 1843. XX, 123 p.
    • Conocido por referencia.
  • L'Union Ouvrière. 2 ed., contenant un chant, La Marsellaise de l'atelier. Paris, Imp. De Worms et Cie., 1844. XLIII 136 p.
    • Conocido por referencia.
  • L'Union Ouvrière. 3. ed. Paris et Lyon, Imp. C. Rey e Cie., 1844.
    • Precedida de un «Llamado a los obreros», por la autora.
    • Conocido por referencia.
  • L'emmancipation de la femme, ou Le testament de la paria. Paris, A. Constant, 1845. 128 p.
    • Obra póstuma.
    • Se considera que esta obra no fue escrita por F. T., sino por Alphonse Constant.
    • Conocido por referencia.
  • L'emancipation de la femme, ou Le testament de la paria. 2 ed. Paris, A. Constant, 1846, 128 p.
    • Conocido por referencia.
  • Promenades dans Londres. Paris, H. L. Delloye, 1846. 41 p.
    • Conocido por referencia.
  • Peregrinaciones de una paria («Peregrinations d'une paria»), (1833-1834)... Selección, prólogo y notas de Luis Alberto Sánchez. Tr. de francés por E. R. [i. E. Emilia Romero] Santiago de Chile, Ed. Ercilla, 1941. 2 h [7]-377 p., 1 h. 18 cm. (Biblioteca Amauta (serie América   —XXIV→   , dirigida por Luis Alberto Sánchez).
  • Peregrinaciones de una paria. Tr. t notas de Emilia Romero. Prólogo de Jorge Basadre. Lima, Ed. Cultura Antártica S. A., 1946. XXIII, [3]-444 p., 2 h. retratos 24 cm. (Viajeros en el Perú. Primera serie, I)
  • Flora Tristán; morceaux choisis. Précédés de la geste romantique de Flora Tristán, contée par Lucien Scheler pour le centenaire de 1848. Paris, Bibliothéque français, 1947. 296 p.
    • Conocido por referencia.
  • Peregrinaciones de la paria. Dios, franqueza, libertad. Selección, prólogo y notas de Luis Alberto Sánchez. Tr. del francés por Emilia Romero. Santiago de Chile, Eds. Ercilla, 1941 y 1947. 537 p.
  • La emancipación de la mujer o El testamento de la paria... Completada según sus propias notas y publicada por A. Constant. Tr. del francés por M. E. Mur de Lara. Lima, Ed. P. T. C. M., 1948. 96 p. 20 ½ cm. (Colección Mundo Nuevo).
    • «Obra póstuma».
  • Teatro de Arequipa... [Lima] Escuela Nacional de Arte Escénico, Servicio de Difusión [1955] 3 h. núm. 29 ½ cm. (Serie VI: Estudios de teatro peruano, Nº 20)
    • «De 'Peregrinaciones de una paria', de Flora Tristán. Lima, El Cultura Antártica S. A., 1946. P. 170-173».
  • Peregrinaciones de una paria. Selección, pórtico y notas de Catalina Recavarren de Zizold. Lima, Eds. Tierra Nueva, 1959. 92 p., 1 h. 17 ½ cm. (Primer Festival de escritoras peruanas de hoy [1])
  • L'Union Ouvrière. Contenant un chant, La Marsellaise de l'atelier. Paris, Eds. d'Histoire sociale, 1967, 167 p.
    • Reproducción de la tercera edición.
    • Conocido por referencia.
  • Peregrinaciones de una paria. Tr. de Emilia Romero. [2.ª ed.] [Lima] Moncloa Campodónico, Editores Asociados [1971] 3 h. 9-554 p., 2 h. front. (Retrato) 20 cm. (Colección Tiempo)
    • «Prólogo» y «Cronología biográfica de Flora Tristán», por Luis Alberto Ratto.



Inéditos

  • Journal inédit. 1843 et 1844. Este diario contiene las notas para su libro que debió aparecer en 1845: «Tour de France».
    • Este diario ha sido conservado por la familia de Eléonore Blanc, su discípula.
    • Conocido por referencia.
  • —XXV→
  • Una hija de Lima.
  • París y sus misterios. 2 vol.
  • El pasado y el porvenir.
  • Tour de France, état actuel de la classe ouvrière sous l'aspect moral, intelectuel et matériel.
    • Anunciada en las dos ediciones de L'Union Ouvrière, de 1844, pero no se publicó.
    • Conocido por referencia.



Atribuidos

  • Flora la peruana.
    • Conocido por referencia.
  • Mariquita la española.
    • Conocido por referencia.





ArribaAbajoHeterobibliografía


Libros, folletos y otros

  • ABENSOUR, LEON. Le féminisme sous le règne de Louis-Philippe et en 1848. Préface de M. Jules Bois. Paris, Plon, ed., 1913.
    • Mención: p. 8, 11, 14, 29, 33, 65 y siguientes, 163, 181.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Historie générale du Féminisme, des origines à nos jours. Paris, Delagrave, ed., 1921.
    • Incluye datos sobre Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • ALAYZA PAZ SOLDAN, LUIS. Flora Tristán, la viborita de Mahoma.
    • En su Peruanidad. P. [77]-162. Lima, Tip. El Cóndor, 1962. (Mi país, t. 10).
  • ALLART DE MERITENS, HORTENSE. «Les enchantements de Prudence, par Mme. P. de Saman». 2 ed. Paris, 1873.
    • Prólogo de George Sand.
    • Mención: p. 291.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Lettres a Saint-Beuve (1841-1848). Paris, 1908.
    • Mención: p. 55.
    • Conocido por referencia.
  • ARCINIEGAS, GERMAN. Flora Tristán.
    • En su Las mujeres y las horas. Buenos Aires, 1961. p. [117]-131.
  • AVRIL DE SAINT-CROIX, (Mme.) Le féminisme. Préface de Víctor Margueritte. Paris, Giard et Brière, éd., 1907.
    • Juicio exacto sobre la tendencia de Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • BENOIT, J. Confessions d'un prolétaire, 1830-1871. Lyon, 1871.
    • Manuscrito.
    • Conocido por referencia.
  • BLANC, ELEONORE. Biographie de Flora Tristán. Lyon, 1845.
    • Pequeño volumen de propaganda dirigida a los obreros.
    • —XXVI→
    • Contiene los discursos pronunciados en su entierro.
    • Conocido por referencia.
  • BOUGLE, C.-C. Chez les prophètes socialistes. Paris, Alcan, éd., 1918.
    • Los capítulos: «Saint-Simoniens et ouvriers» y «L'Alliance intelectuelle franco-allemade, 1844», tratan sobre Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • BOURGIN, HUBERT. Fourier, contribution á l'étude du Socialisme francais. Paris, G. Bellais, éd., 1905.
    • Indispensable para estudiar la evolución de las ideas de F. T., en comparación con las de Fourier.
    • Conocido por referencia.
  • BRION, HELENE. Une méconnue, Flora Tristan, la vraie fondatrice de l'internationale. Epône, Société d'édition et de librairie, l'Avenir social. [s. a.]
    • Texto de una charla pronunciada en Burgos y en Lyon en 1918.
    • Conocido por referencia.
  • CAPERON, PAULIN. Inaguration du monument élevé á Bordeaux á la mémoire de Flora Tristan par les travailleurs. Bourdeaux, Imp. de Causerouge [s. a.]
    • Cuenta rendida por Caperon en nombre de la comisión.
    • Conocido por referencia.
  • COMMISSAIRE, SEBASTIEN. Mémoires et souvenirs. Lyon, Paris, 1888.
    • Relata recuerdos de la infancia y la viva impresión causada por Flora Tristán, cuando habló a los obreros lyoneses en 1844: t. I, p. 108.
    • Conocido por referencia.
  • CONSTANT, ALPHONSE. Introduction à l'Emancipation de la Femme ou le Testament de la Paria. Paris, 1845.
    • Con una bibliografía de las obras de Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Les trois harmonies. Chansons et poésies. Paris, Fellens et Dufour, 1845.
    • Contiene: «La folle, chanson composée à l'ocassion de la mort de Mme. Flora Tristan».
    • Conocido por referencia.
  • COSSIO DEL POMAR, FELIPE. Arte y vida de Pablo Gauguin (escuela sintetista); con 56 grabados y reproducciones. París, Creté Corbeil, 1930. 4 h., 366 p., 1 h. ilus. 23 ½ cm.
    • Incluye datos sobre Flora Tristán.
    • «Bibliografía»: p. [362].
  • ——. El hechizo de Gauguin. Santiago de Chile, Ed. Ercilla, 1939. 4 h., [11]-227 p., 1 h. 18 cm. (Anteportada: Colección Contemporáneos)
    • Relato biográfico.
    • —XXVII→
    • Incluye datos sobre Flora Tristán.
  • CHARLETY, SEBASTIEN. Histoire de France contemporaine dépuis la Révolution jusqu'á la Paix de 1919. Paris, Hachette, 1921.
    • Mención en: t. V, p. 228: La Monarchie de Juillet.
    • Conocido por referencia.
  • CHARNAY, M. Internationale des Travailleurs. Grande Encyclopédie. t. XX, p. 896. Paris [s. a.]
    • Conocido por referencia.
  • DOLLEANS, EDOUARD. Le Chartisme, 1830-1848. Paris, A. Floury, éd., 1912.
    • Cita un resumen de «Paseos en Londres», en donde Flora opina sobre el cartismo.
    • Conocido por referencia.
  • ERDAN, seud. DE ALEXANDRE-ANDRE JACOB. La France mystique ou tableau des excentricités religieuses de ce temps. Paris, 1855.
    • Incluye datos sobre F. T.
    • Conocido por referencia.
  • FALCON BRICEÑO, MARCOS. Teresa, la confidente de Bolívar. (Historia de unas cartas de juventud del Libertador). Caracas [Imp. Nacional] 1955. 1 h., [5]-56 p., 6 h. facsíms. 21 ½ cm.
    • Con referencia a la correspondencia que sostuvo Bolívar con Teresa Laisney y al artículo de Flora Tristán sobre dicha correspondencia.
    • «Bibliografía»: p. [55].
  • FEE, ANTOINE-LAURENT APOLLINAIRE. Voyage autour de ma bibliothéque. Paris, 1856.
    • Mención: p. 106-115.
    • Conocido por referencia.
  • FESTEAU, LOUIS. Chansons nouvelles. Paris, 1847.
    • Incluye la poesía «Flora Tristán», muy popular entre los talleres de los obreros.
    • Conocido por referencia.
  • FOURNIERE, EUGENE. Le régne de Louis-Philippe...
    • Mención.
    • En Histoire socialiste, 1789-1900. Paris, Rouff, éd., 1905. t. VII, p. 488.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Les théories socialistes au XIXe. siècle, de Babeuf à Proudhon. Paris, Alcan, éd., 1904.
    • Datos sobre F. T.: p. 371 y siguientes.
    • Conocido por referencia.
  • FREIRE DE JAIME, CAROLINA. «Flora Tristán»; apuntes sobre su vida y sus obras. (Conferencia leída en la sesión del 15 de julio de 1875...)
    • En Club literario de Lima. Anales de la sección literatura. Lima, 1876, p. 17-46.
  • —XXVIII→
  • FRYDE, IRENA. Flora Tristan, sa vie, son action sociale. [Inédito]
    • Memoria presentada en la Sorbona en 1913. Muy abreviado pero exacto.
    • Conocido por referencia.
  • GARCÍA CALDERÓN, VENTURA. Nuestra santa aventurera.
    • En su Vale un Perú. París, 1939. p. 151-162.
  • GARCÍA Y GARCÍA, ELVIRA. Flora Tristán.
    • En su La mujer peruana a través de los siglos. Serie historiada de estudios y observaciones. Lima, 1924-25. t. I, p. 305-308.
  • GAUGUIN, POLA. My father Paul Gauguin. New York, A. Knopf, 1937.
    • Conocido por referencia.
  • GOLDSMITH, MARGARET LELAND. Cinq femmes contre le monde. Paris «Nouvelle Revue Français», 1937.
    • Una de ellas: Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Seven women against the world. London, Methuen, 1935. 236 p.
    • Una de ellas: Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • HERVE, GUSTAVE. L'Internationalisme. Paris, Giard et Brière, 1910.
    • El autor toma a F. T. por un hombre. Cf. Cri de París. 2, juin, 1918. p. 91.
    • Conocido por referencia.
  • ISAMBERT, GASTON. Les idées socialistes en France de 1815 à 1848. Le socialisme fondé sur la fraternité et l'union des classes. Paris, Alcan, éd., 1905.
    • Datos sobre F. T.: p. 281.
    • Conocido por referencia.
  • J. M. O. Flora Tristán. Comedia de Sebastián Salazar Bondy. La Prensa. Lima, 31, may., 1959. p. 19.
  • LASKINE, EDMOND. L'Internationale et le Panfermanisme. Paris, Floury, éd. 1916.
    • Incluye datos sobre Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • LASTRES, JUAN B. Dos mujeres de pasión: Flora Tristán...
    • En su Una neurosis célebre; el extraño caso de «La Mariscala»... Lima, 1945. Cap. IV, p. [121]-151.
  • LEMONNIER, CHARLES. Souscription pour la tombe de Flora Tristan. [s. a.]
    • Hoja de suscripción redactada por Lemonnier, presidente del Comité.
    • Conocido por referencia.
  • LEROUX, PIERRE. La grève de Samarez. Paris, 1863.
    • Datos sobre esta huelga y sobre F. T. en: t. I, p. 306; t. II, p. 44.
    • —XXIX→
    • Conocido por referencia.
  • MAIGRON, LOUIS. Le romantisme et les moeurs. Paris, Champion, 1910.
    • Incluye datos sobre F. T.
    • Conocido por referencia.
  • MAILLARD, FIRMIN. La légende de la femme émancipée. Histoire de femmes pour servir à l'histoire contemporaine. Paris, Librairie illustrée.
    • Todo el capítulo VI está consagrado a F. T.; bastante exacto pero escrito en tono burlón y maligno.
    • Conocido por referencia.
  • MALON, BENOIT. Les collectivistes français. Revue socialiste, février, 1887. p. 124. Incluye datos sobre F. T.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Exposé des Ecoles socialistes françaises. Paris, 1872.
    • Datos sobre F. T.: p. 232.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Histoire du socialisme. Paris, 1882. 5 vol.
    • Mención: parte 2.ª, p. 269.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Le Socialisme intégral. Paris, 1890. 2 t.
    • Datos sobre F. T.: t. I, p. 182.
    • Conocido por referencia.
  • MIRBEAU, OCTAVE. Des artistes. Paris, Flammarion. [s. a]
    • Comentando a Gauguin, menciona con datos erróneos a F. T.
    • Conocido por referencia.
  • MOURICE, CHARLES. Paul Gauguin. Mercure de France, octobre, 1903. p. 100.
    • Con datos inexactos sobre F. T.
    • Conocido por referencia.
  • NÚÑEZ, ESTUARDO. La otra faz de la vida social.
    • En su Imagen del mundo en la literatura peruana. p. [78]-79. México, Fondo de Cultura Económica, 1971.
  • PERRUCHOT, HENRI. Flora Tristán, grand-mère de Gauguin. 1961. 8.º (Les Oeuvres libres, N.º 185)
    • Conocido por referencia.
  • PORTAL, MAGDA. Flora Tristán, la precursora. Santiago de Chile, 1944.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Flora Tristán, la precursora. Lima, 1945. 34 p. retrato.
    • «Bibliografía sobre Flora Tristán»: p. [35].
  • PROUDOHN, PIERRE JOSEPH. Correspondance. Paris, 1875.
    • Datos sobre F. T. en: Carta al señor Maurice, 27 de julio de 1844. t. II, p. 130.
    • Conocido por referencia.
  • ——. De la capacité politique des classes ouvrieres. [s. i.]
    • Conocido por referencia.
  • —XXX→
  • PUECH, JULES L. Le proúdhonisme dans l'Association internacionale des travailleurs. Paris, Alcan, éd., 1907.
    • El prólogo de Charles Andler constituye uno de los juicios más exactos acerca de Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
  • ——. La vie et l'oeuvre de Flora Tristan, 1803-1844. (L'Union ouvrière)... Paris, Lib. des Sciences Sociales et Politiques, 1925. 2 h., iii, 514 p. 1 h. retratos (incl. front.) 22 ½ cm.
    • En la cubierta: Le socialisme français avant 1848.
    • «Bibliographie»: p. [487]-502.
  • QUERARD, JOSEPH MARIE. Tristan (Flora).
    • En su La littérature française contemporaine, 1827-1849, continuation de la France littéraire; dictionaire bibliographique. Paris, 1857. t. II.
    • Conocido por referencia.
  • R. L. D. Tristan (Flora).
    • En Michaud, Joseph François. Biographie universelle, ancienne et moderne. t. XLII.
    • Conocido por referencia.
  • RALEA, MICHEL. Révolution et socialisme; essai de bibliographie. Paris, Les Presses universitaires, 1907.
    • Erróneamente incluye como editada «Le Tour de France», obra proyectada por F. T. que no se publicó.
    • Conocido por referencia.
  • RECAVARREN DE ZIZOLD, CATALINA. La mujer mesiánica: Flora Tristán. Lima, Eds. Hora del Hombre, 1946. 32 p. retrato 21 ½ cm.
    • Ensayo biográfico.
  • REY, ROBERT. Gauguin. Paris, Rieder, éd. 1923.
    • Con datos inexactos sobre F. T.
    • Conocido por referencia.
  • REYNIER, JOSEPH. Mémoires. Lyon, 1898.
    • Colaboró en la propaganda hecha a Flora Tristán en Lyon de 1844.
    • Conocido por referencia.
  • ROMERO DE VALLE, EMILIA. Tristán, Flora.
    • En su Diccionario manual de literatura peruana y materias afines. Lima, 1966, p. 317-318.
  • RUGE, ARNOLD. Briefwechsel und Tagebuchblatter (1825-1880). Berlín, 1885.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Zweig Jahre in Paris (Dos años en París). Leipzig, 1946.
    • Datos sobre F. T. en el cap. XII.
    • Conocido por referencia.
  • —XXXI→
  • SALAZAR BONDY, SEBASTIAN. El fabricante de deudas. Flora Tristán. [Lima, etc.] Eds. Nuevo Mundo [Offset Santa Rosa, 1964].4 h., 11-140 p., 1 h. 18 cm. (Escritores Latinoamericanos; colección dirigida por José Bonilla Amado)
    • Teatro.
  • SAN CRISTOVAL, EVARISTO. Tristán, Flora.
    • En su Apéndice al Diccionario histórico-biográfico del Perú... Lima, 1938. t. IV, p. 460-463.
  • SÁNCHEZ, LUIS ALBERTO. Una mujer sola contra el mundo (Flora Tristán, la paria) [Buenos Aires] A. L. A. Club del libro amigos del libro americano [1942] 241, [1] p., 3 h. 19 ½ cm. (Tercera serie, vo. IV).
    • Bibliografía sobre la vida de flora Tristán: 2.ª h. final.
  • ——. Una mujer sola contra el mundo. Prólogo de José Jiménez Borja. Lima, J. Mejía Baca & P. L. Villanueva [1957] 3 h., 245 p. 22 cm.
    • «Bibliografía sobre la vida de Flora Tristán»: p. 243.
  • ——. Una mujer sola contra el mundo (Flora Tristán, la paria). [Lima] Ed. NuevoMundo [1961] 2 h., 7-214 p., 1 h. 18 cm. (Escritores latinoamericanos; colección dirigida por José Bonilla Amado).
    • «Discurso (a manera de prólogo)» firmado: J. Jiménez Borja.
  • SAND, GEORGE. Correspondance. Paris, 1845.
    • Mención: Lettres à Edouard de Pompéry, janvier, 1845. t. II, p. 331.
    • Juzga severamente a Flora pero se muestra elogiosa para con Alina a la que recomienda por esposa a Pompéry.
    • Conocido por referencia.
  • ——. Correspondance: carta al señor Maurice, 27 julio 1844. Paris, 1875.
    • Datos sobre F. T. en: t. II, p. 130.
    • Conocido por referencia.
  • SAINTE-BEUVE, CHARLES. Lettres à M. et Mme. Juste Oliver. Paris, 1904.
    • Mención en: Lettre du 17 août, 1838, p. 95.
    • Conocido por referencia.
  • SEGALEN, VICTOR. Hommage à Gauguin, précédant les lettres de Paul Gauguin à Georges-Daniel de Monfreid. Paris, Eds. Georges Crès, 1918.
    • Incluye datos sobre la familia Tristán. Algunos errores.
    • Conocido por referencia.
  • STAMMHAMMER, Bibliographie des Sozialismus und Kommunismus. Jena, 1893, 2 vol.   —XXXII→  
    • Erróneamente incluye «Le Tour de France», obra proyectada por F. T. que no se editó: t. I, p. 250.
    • Conocido por referencia.
  • STEIN, LORENZ VON. Geschichte des sozialen Bewegung in Frankreich von 1879 auf unsere Tage. Leipzig, 1850. 3 t.
    • Menciona erróneamente «Le Tour de France», obra proyectada por F. T. que no se editó: t. II, p. 463, 543.
    • Conocido por referencia.
  • STERN, DANIEL. Histoire de la Révolution de 1848. Paris [s. a.]
    • Mención: Introducción, t. I.
    • Conocido por referencia.
  • TAMAYO VARGAS, AUGUSTO. Dos rebeldes: 1.-Flora Tristán, 2.-Manuel González Prada. Lima, Lib. e Imp. Gil, S. A., 1946. 35 p., 1 h. 24 cm.
    • «Separata de los Nos. 31 y 32 de la Revista 'Letras' órgano de la Facultad de Letras y Pedagogía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos».
  • ——. Flora Tristán.
    • En su Apuntes para un estudio de literatura peruana. Lima, 1947, p. 165-168.
  • TAURO, ALBERTO. Tristán, Flora.
    • En su Diccionario enciclopédico del Perú. Buenos Aires, 1967. t. III, p. 262-263.
  • TCHERNOFF, I. Le parti républicain au coup d'Etat et sous le Seconde Empire. Paris, Pedone, éd., 1906.
    • Mención: Cap. XIII, p. 481: L'«Internationale» en France et ses rapports avec les groupements bourgeois.
    • Conocido por referencia.
  • VILLIERS, MARC DE. Histoire des Clubs de Femmes et des Légions d'Amazones, 1793-1848-1871. Paris, Plon, éd., 1910.
    • Datos parcializados y erróneos; p. 293.
    • Conocido por referencia.
  • WEILL, GEORGES. Histoire du parti républicain en France, 1814-1870. Paris, alca, éd., 1900.
    • Mención: p. 251.
    • Conocido por referencia.



Revistas y periódicos

  • ANDRADE, RAÚL. Claroscuro de Flora Tristán. Excelsior. México, 21, ene., 1964. La Crónica. Lima, 25, ene., 1964. p. 6.
  • ARCINIEGA, ROSA. Flora Tristán, la precursora. Cuadernos Americanos. N.º 6, p. 190-202. México, 1948.
  • ARCINIEGAS, GERMÁN. Desventuras y atrevimientos de Flora Tristán. La Crónica. Lima, 24, oct.; 1.º, 4 nov., 1958. 1.ª ed. p. 6.
  • —XXXIII→
  • BARBA, JOSÉ GERVASIO. Dos mujeres singulares en nuestra iniciación republicana. Francisca Zubiaga de Gamarra y Flora Tristán y Moscoso. La Prensa. Lima, 20, oct., 1957. p. 6.
  • BASADRE, JORGE. Al margen de un libro olvidado; Flora Tristán en el Perú. Boletín Bibliográfico. Biblioteca de la Universidad Mayor de San Marcos. Vol. I, Nos. 2-3. p. 11-14. Lima, ago-set., 1923.
  • BERMEJO, VLADIMIRO. Flora Tristán. (Biografía). Revista de la Universidad de Arequipa. N.º 22, p. 19-50. Arequipa, 1945.
  • BERTAUT, JULES. Une Amazone des Lettres: Flora Tristán. Paris. Les Nouvelles littéraires. 3, novembre, 1923.
    • Conocido por referencia.
  • BOIS, JULES. L'éternel Messie féminin. La femme nouvelle. Révue encyclopédique. Paris, 1896. N.º 169. p. 836.
    • Acerca de Flora Tristán.
    • Reproducido en: L'Eve Nouvelle. Paris, 1896. p. 227; y en el prefacio al libro de León Abensour.
    • Conocido por referencia.
  • CISNEROS G., N. EDUARDO. La accidentada vida de Flora a través de Francia y el Perú. La Crónica, suplemento. Lima, 23, mar., 1952.
  • DURÁN CANO, RICARDO. Un antecedente olvidado: Flora Tristán. La Tributa. Lima, 29, set., 1964. p. 4.
  • GARCÍA OROZCO, JUAN. Flora Tristán. La Crónica. Lima, 29, abr., 1955. 1.ª ed. p. 5.
  • JANIN, JULES. Madame Flora Tristán. La Sylphide. 5, 12, janvier, 1845.
    • Reproducido en Le Voleur. Nos. 69 y 85. Enero, 1845.
    • Conocido por referencia.
  • PAVLETICH, ESTEBAN. El centenario de una precursora del socialismo. América. Nos. 1, 2, 3; p. 56-58. La Habana, 1944.
  • PORTUGAL, ANA MARÍA. La proyección de Flora Tristán. Correo. Lima, 6, may., 1968. p. 10.
  • PUECH, JULES L. Une romancière socialiste: Flora Tristán. Revue socialiste. 15, février, 1914. p. 132.
    • Conocido por referencia.
  • ——. La vie de Flora Tristán. Revue de Paris. 1.º, décembre, 1910.
    • Conocido por referencia.
  • ROMERO DE VALLE, EMILIA. Brillo y ceniza de Flora Tristán. Boletín de la Biblioteca Nacional. Lima, 1965. Nos. 33-34, p. 11-14.
  • —XXXIV→
  • SAND, GEORGE. Lettres à Poncy, du 26 janvier 1844. Revue des Deux Mondes. 1.º, août, 1909. p. 618-619.
    • Demuestra malevolencia respecto a Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.
    • Sola contra el mundo. La Prensa, 7 días del Perú y del Mundo. Lima, 31, may., 1959. p. 14.
  • STOURM, EUGENE. Madame Flora Tristán. L'Union. décembre, 1844.
    • Conocido por referencia.
  • TAMAYO VARGAS, AUGUSTO. Flora Tristán. Palabra. Nº. 7. Lima, 1944.
    • Reproducido en su: 150 artículos sobre el Perú. Lima, 1966. p. 323-333.
  • ——. La francesilla de la Casa de los Tristanes; Flora Tristán. El Comercio. Lima, 24, abr., 1962. p. 2.
    • Reproducido en su: 150 artículos sobre el Perú. Lima, 1966. p. 334-336.
  • THIBERT, MARGUERITE. Féminisme et Socialisme d'après Flora Tristán. Revue d' Histoire économique et sociale. 9e. année, 1921.
    • Estudio sobre las ideas de Flora Tristán.
    • Conocido por referencia.






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ArribaAbajoPrefacio

Cuatro veces he visitado Inglaterra, siempre con el objeto de estudiar sus costumbres y su espíritu. En 1826, la encontré sumamente rica. En 1831, lo estaba mucho menos, y además la noté sumamente inquieta. En 1835, el malestar empezaba a dejarse sentir en la clase media así también como entre los obreros. En 1839, encontré en Londres una miseria profunda en el pueblo; la irritación era extrema y el descontento general.

En la obra que ofrezco al público no tengo la intención de pintar todas las miserias del pueblo inglés. Se necesitaría para ello escribir varios volúmenes y la colaboración de diversas personas, o la vida entera de una sola. Quiero solamente bosquejar las pocas cosas que he visto en el país, y hacer conocer las impresiones que he experimentado. Hablando con franqueza, sin temor y también sin miramientos, he esperado abrir el camino por el cual deberán entrar aquellos que quieren realmente servir a la causa del pueblo inglés. Para colmar la fuente de los males, desacreditar los prejuicios, hacer cesar los abusos, es necesario, con paciencia, remontarse a las causas, sin detenerse ni frente a la fatiga ni frente a los sacrificios de todo género y dar a sus investigaciones la mayor publicidad, con aquella intrepidez que caracteriza al apostolado. No me he dejado deslumbrar por la apariencia; no he sido seducida por las brillantes y ricas decoraciones de la escena inglesa, he penetrado entre los bastidores, he visto el disfraz de los actores, el cobre de sus galones, y he escuchado su propio idioma. Frente a la realidad, he apreciado las cosas en su justo valor. Mi libro es un libro de hechos, de observaciones recogidas con toda la exactitud de la que soy capaz; y me he defendido hasta donde ha dependido de mí, del lastre que supone el entusiasmo o la indignación. He señalado los vicios del sistema inglés, a fin de que en el continente se evite aplicarlos y me encontraría ampliamente recompensada si llegara a desengañar a   —2→   mis lectores de las opiniones erróneas y de las ideas falsas que podrían haberse adoptado ligeramente sobre un país que no se le podría conocer sin haberse impuesto el penoso trabajo de estudiarlo.

Uno de mis amigos que, durante treinta años, ha tenido relaciones con el gobierno inglés, ha escrito algunas apreciaciones sobre la política interior y exterior de Inglaterra, acerca de sus relaciones comerciales con las naciones extranjeras y los pueblos bajo su dominación. Coloco el artículo de mi amigo como introducción encabezando mi libro, porque las ideas que contiene están en armonía con aquellas que he emitido en el curso de mi obra2.

En un siglo en que la ANGLOMANÍA invade nuestros hábitos y nuestras costumbres, no deja de ser importante llamar la atención de los autores que, escribiendo sobre Inglaterra, se han distinguido por la independencia de sus opiniones. Creo por lo tanto útil para las personas que deseen instruirse sobre las costumbres, los usos y la política de Inglaterra, el darles aquí el título de algunas de esas obras.

    Obras francesas

  • L'Anglaterre vue á Londres et dans ses provinces; par le maréchal de camp Pillet, 1815.
  • L'Irlande sociale, politique et religieuse; par M. Gustave de Beaumont, 1839.
  • De la Décadence de l'Anglaterre, etc.; par B. Sarrans jeune, 1839.
  • La grande-Bretagne en mil huit cent trente-trois; par Auguste Barbier.
    Obras inglesas

  • Prostitution in London, 1859; by M. Ryan.
  • A vindication of the rights of woman (Défense des droits de la femme); by Mary Wollstonecraft, 1872.




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ArribaAbajo- I -

La ciudad monstruo


¡Qué inmensa ciudad es Londres! ¡Cómo, esta grandeza, fuera de toda proporción con la superficie y la población de las Islas Británicas, recuerda inmediatamente el espíritu y la opresión de la India y la superioridad comercial de Inglaterra! Pero las riquezas, provenientes del éxito de la fuerza y de la astucia, son de naturaleza efímera. Aquellas no durarán sin destruir las leyes universales que quieren que, un día, el esclavo rompa sus hierros, los pueblos sojuzgados sacudan el yugo y que las luces útiles al hombre se expandan a fin de que la ignorancia sea también vencida.

¿Cómo será entonces la sombra extendida de aquella orgullosa ciudad? ¿Sus proporciones gigantescas sobrevivirán al poder exterior de Inglaterra y a la supremacía del comercio inglés? ¿Aquellas vías férreas que surcan la monstruosa ciudad en toda dirección, le asegurarán un crecimiento sin límites? Tales son las preocupaciones del pensamiento frente a la visión de las oleadas de gente que se discurren silenciosas en la oscuridad de aquellas largas calles, ante la vista de aquel prodigioso cúmulo de casas, de navíos y de cosas; y se experimenta a necesidad de entregarse al examen de hombres de toda clase y de sus obras de toda especie, a fin de encontrar una solución a las dudas con las cuales el espíritu se agita.

A primera vista, el extranjero queda admirado por el poder del hombre; más tarde queda como abrumado por el peso de esa grandeza y se siente humillado por su pequeñez. -Aquellos   —4→   innumerables barcos, navíos, edificios de toda inmensidad, de toda denominación que, a través de largas leguas, cubren la superficie del río al cual reducen al espacio estrecho de un canal; la grandiosidad de aquellos arcos, de aquellos puentes que se creería arrojados por gigantes para unir las dos riveras el mundo; los docks, inmensos depósitos o tiendas que ocupan 28 acres de terreno; aquellas cúpulas, aquellos campanarios, aquellos edificios a los cuales los vapores dan formas extrañas; aquellas chimeneas monumentales que lanzan al cielo su negro humo y anuncian la existencia de grandes fábricas. -La aparición indecisa de objetos que os rodean; toda esta confusión de imágenes y de sensaciones turba el alma, estando ésta como anonadada. ¡Pero es sobre todo por la noche que hay que ver Londres! ¡Londres, con mágicas claridades de millones de lámparas que alimenta el gas, aparece resplandeciente! Sus largas calles, que se prolongan al infinito; sus tiendas, donde los flujos de luz hacen brillar de mil colores la multitud de obras maestras que la industria humana produce; aquel mundo de hombres y mujeres que pasan y repasan alrededor de uno; todo ello produce la primera vez, un efecto embriagador. Mientras que, de día, la belleza de las veredas, el número y elegancia de los jardines, cuyas rejas de estilo severo, parecen alejar del gentío el hogar doméstico, la extensión inmensa de los parques, las curvas gráciles que los delinean, la belleza de los árboles, la multitud de carruajes soberbios, tirados por magníficos caballos, que recorren las rutas, todas aquellas realizaciones espléndidas tienen algo de magia que ofusca el juicio; además, no hay extranjero que no se sienta fascinado al entrar en la metrópoli británica. Empero, me apresuro en decirlo, esta fascinación se desvanece como una visión fantástica, como el sueño de la noche; el extranjero retorna pronto de su encantamiento; del mundo ideal cae en todo lo que el egoísmo tiene de más árido y la existencia de material.

Londres, centro de capitales y de negocios del imperio británico, atrae incesantemente nuevos habitantes; pero las ventajas que, bajo esa relación, ofrece a la industria están balanceadas por los inconvenientes que resultan de la enormidad de las distancias. Esta ciudad es la reunión de varias ciudades, su extensión se ha vuelto demasiado grande para que se pueda frecuentar o conocer. ¿Cómo mantener relaciones seguidas con su padre, su hija, su hermana, sus amigos, cuando para hacerles una visita de una hora, es necesario emplear tres para el trayecto y gastar ocho o diez francos de coche?- Las fatigas   —5→   extremas que se sufren en esta ciudad no podrían concebirse sino por aquellos que la han habitado, al tener negocios o atormentados por el deseo de verla.

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Los viajes ordinarios son de una legua y media a dos leguas. -De esta manera, por pocos asuntos que tenga una persona, está expuesta a caminar de cinco a seis leguas al día; puede imaginarse fácilmente el tiempo que pierde: como término medio, la mitad del día la pasa recorriendo las calles de Londres. -Si el ejercicio moderado es saludable, nada mata más la imaginación ni paraliza el espíritu y el corazón que una fatiga extrema y permanente. El londinense, que regresa a su casa por la noche, agotado por los viajes del día, no podrá estar alegre, ni espiritual, ni dispuesto a entregarse a los placeres de la conversación, de la música o de la danza.- Las facultades intelectuales, de las que estamos dotados, desaparecen por las fatigas corporales llevadas al exceso, igualmente que la sobrexcitación de esas facultades afecta debilitando las fuerzas físicas: es así como vemos al hombre del campo de regreso a su casa después de doce horas de penosa labor, no experimentar sino el deseo de comer y dormir para reparar sus fuerzas, y a su inteligencia permanecer inerte, por poderosos que sean sus recursos: ¡Tal es el destino de los habitantes de la monstruo ciudad!, siempre agobiados por la fatiga, de la cual su fisonomía ha tomado la huella y su carácter se ha tornado agrio.

Londres tiene tres sectores bastante diferentes: La cité, el west end y los faubourgs. La primera es la antigua ciudad, que, a pesar del incendio ocurrido bajo el reinado de Carlos II, ha conservado gran número de pequeñas callecitas estrechas, mal alineadas, mal construidas, y los bordes del Támesis obstruídos por casas bañadas en sus cimientos por las aguas del río. Se encuentra por lo tanto independiente de sus nuevos esplendores, una cantidad de vestigios de los tiempos anteriores a la restauración y el reinado de Guillermo III. Se ve una multitud de iglesias y de capillas pertenecientes a todas las religiones, a todas las sectas.

Los habitantes de esta división son considerados por aquellos del west end como los John Bull3 de pura sangre; son, en su mayor parte, excelentes mercaderes que se equivocan raramente   —6→   acerca de sus intereses y a quienes nada afecta, salvo estos mismos intereses. -Las tiendas, donde muchos de ellos han hecho grandes fortunas, son tan sombrías, tan frías y tan húmedas, que la aristocracia del west end desdeñaría semejantes locales para guardar sus caballos.- Los hábitos, las costumbres y el lenguaje de la cité se hacen notar por sus formas, sus matices, sus usos, sus locuciones que los elegantes del west end llaman vulgarity.

El west end está habitado por la corte, la alta aristocracia, el comercio elegante, los artistas, la nobleza provinciana y extranjeros de todos los países; -esta parte de la ciudad es soberbia;- las casas están bien construidas, las calles bien alineadas, pero extremadamente monótonas. Allí se encuentran los brillantes coches, las damas magníficamente engalanadas, los dandys caracoleando sobre caballos magníficamente enjaezados, un mundo de criados cubiertos de ricas libreas y armados de largas varas con empuñadora de oro y de plata.

Los faubourgs, arrabales a causa de los arrendamientos baratos, encierran a los obreros, las mujeres públicas y aquella turba de hombres sin destino que la falta de trabajo y los vicios de toda clase conducen al vagabundaje, o a quienes la miseria y el hambre fuerzan a convertirse en mendigos, en asaltantes, asesinos. El contraste que presentan los tres sectores de esta ciudad es aquel que la civilización ofrece en todas las grandes capitales; pero es más chocante en Londres que en ninguna otra parte. Se pasa de esa activa población de la cité que tiene por el único móvil el deseo de ganar, a aquella aristocracia altanera y despectiva, que viene a Londres cada año para escapar a su tedio y hacer muestra de un lujo desenfrenado, o para gozar del sentimiento de su grandeza a través del espectáculo de la miseria del pueblo.

Finalmente, en los arrabales está aquella masa de obreros tan flacos, tan pálidos y cuyos niños tienen un semblante tan lastimoso. Enseguida los enjambres de las prostitutas de andar desvergonzado, de miradas lúbricas; aquellas brigadas de hombres ladrones de profesión que, como aves de presa, salen cada noche de sus guaridas para lanzarse sobre la ciudad, donde roban sin temor y se entregan al crimen, seguros de poder desaparecer de la persecución de la policía, que es insuficiente para alcanzarlos en tan inmensa extensión.



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ArribaAbajo- II -

Acerca del clima


Las vibraciones son proporcionales a la tensión de las cuerdas, a la elasticidad de los cuerpos sonoros, y la vida, el movimiento, al calor, la sequedad o la humedad; el frío o el calor transforma a todos los seres. ¡Cuántas diferencias morales se explican por la diversidad de los climas! -En el Mediodía, dominan la vivacidad de las visiones, el brillante estallido de la imaginación; es una vida rápida, interrumpida por largos ratos de ensueño o indecisión.- En el Norte, las percepciones de los sentidos no llegan sino una a una a la inteligencia, la investigación es tranquila, no descuida nada, y la acción lenta, monótona, tiene más constancia; pero, desde la oscuridad, de Laponia, la escala es graduada; yendo hacia el norte el imperio de las necesidades se acrecienta, las penas y las recompensas corporales se convierten en casi los únicos móviles del hombre, mientras que en el mediodía la naturaleza pródiga permite al alma el goce de sí misma; también el sentimiento de los bienes y de los males de este mundo es menos vivo y los pueblos son más accesibles que en el norte a la influencia del pensamiento religioso.

A los vapores que en el océano recorren constantemente las Islas Británicas, se une en las ciudades inglesas la atmósfera pesada, insalubre de la caverna de los cíclopes. -Los bosques no alimentan más el hogar doméstico y es el combustible el invierno arrancado de las entrañas de la tierra el que aparece; -quema por todas partes, alimenta innumerables hornos, sustituye en los caminos a los caballos y a los vientos en los ríos y los mares que bañan tal imperio.

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A aquella enorme masa de humo sobrecargada de hollín que exhalan los millares de chimeneas de la monstruosa ciudad se une una niebla espesa, y la nube negra que envuelve Londres no permite penetrar más que un día empañado y esparcido sobre todos los objetos como un velo fúnebre.

En Londres se respira la tristeza; ésta se encuentra en el aire, entra por todos los poros. -¡Ah nada tan lúgubre o más espasmódico que el aspecto de esta ciudad en un día de niebla, de lluvia o de frío negro!- Cuando se es atacado por aquella influencia, la cabeza está dolorida y pesada, el estómago apenas funciona, la respiración se hace difícil por falta de aire puro y se sufre un cansancio abrumador; entonces uno es cogido por aquello que los ingleses llaman spleen. Se siente una desesperación profunda, un dolor inmenso, sin que se pueda decir la causa; un odio violento por aquellos a quienes uno quería más, en fin un disgusto por todo y un deseo irresistible de suicidarse. En aquellos días Londres toma una fisonomía pavorosa; uno se imagina errar en la necrópolis del mundo, se respira un aire sepulcral, el día es descolorido, el frío es húmedo, y aquellas largas hileras de casas uniformes, con pequeñas ventanas en guillotina, tienen un tinte sombrío, rodeadas de rejas negras, que parecen dos hileras de tumbas prolongándose al infinito en medio de los cuales se pasean los cadáveres esperando la hora de su sepultura.

En esos días nefastos, el inglés, bajo la influencia de su clima, es brutal con todos los que se le aproximan; -es empujado y empuja sin recibir ni dar excusa;- un pobre viejo cae de inanición en la calle, sin que él se detenga a socorrerlo; -va a sus asuntos y poco le importa el resto. Se apresura en terminar con su tarea del día, no para regresar a casa, donde no tendría nada que decirle a su mujer o a sus hijos, sino con el fin de ir a su club, donde comerá muy bien y solo, porque hablar para él es una fatiga. Más tarde se embriagará y olvidará en el sueño de su ebriedad el pasado tedio y las penas del día. Muchas mujeres han recurrido al mismo medio. Lo que importa antes que todo es olvidar que se existe; el inglés no está más alcoholizado por la naturaleza que el español, que no bebe sino el agua; pero el clima de Londres haría del español más sobrio, un borracho.

El verano en Londres no es de ninguna manera más agradable que el invierno; la frecuencia de las lluvias frías, la naturaleza   —9→   pesada de una atmósfera sobrecargada de electricidad; aquella continua variación de temperatura provoca resfriados, cólicos, dolores de cabeza, de suerte que hay por lo menos tantos enfermos en verano como en el invierno.

El clima de Londres tiene algo tan irritante que hay muchos que no pueden habituarse a él; por esto es materia de permanentes lamentos y maldiciones.



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ArribaAbajo- III -

El carácter de los londinenses


Existe tan grande diferencia entre el clima de Inglaterra, el de Londres particularmente, y el de los países del continente situados bajo los mismos paralelos que, deseando hablar del carácter de los londinenses he debido subrayar los efectos que pertenecen propiamente a su clima. No tengo en lo menor la intención de analizar las numerosas y diversas influencias que modifican la individualidad humana, de examinar el grado de acción que pueden tener el clima, la educación, los alimentos, las costumbres, la religión, el gobierno, las profesiones, la riqueza, la miseria, los acontecimientos de la vida, que hacen que tal pueblo sea grave, lleno de heroísmo y de orgullo, y tal otro bufón, apasionado por las artes y los goces de la vida; que hace a los parisienses alegres, comunicativos, francos y valientes, y a los londinenses serios, insociables, desafiantes y tímidos, huyendo como liebres delante de los policemen armados de un pequeño bastón; ni de averiguar por qué tal opulento miembro parlamentario es venal, y tal poeta o artista no elegible es incorruptible; por qué los ricos son tan insolentes y los pobres tan humildes, los unos tan duros y los otros tan compasivos. He allí un largo estudio para el cual la vida de varios filósofos alemanes no sería suficiente. Me atendré por lo tanto a esbozar a grandes rasgos el carácter general de los habitantes de Londres, sin pretender no obstante conseguir la universalidad en el tipo; necesariamente muchos deben descartarse de ello. El hombre de genio es en todas partes un ser aparte que obtiene más de la naturaleza de su organización que de las influencias exteriores. Dejo por lo tanto un campo vasto a las excepciones y no diseño sino esta fisonomía   —11→   banal que la monstruosa ciudad imprime como su sello sobre aquellos que viven en su seno.

El londinense es muy poco hospitalario. La carestía de la vida, el tono ceremonioso que regula las relaciones se opone a todo lo demás. Por otra parte está demasiado ocupado con sus asuntos y no le queda tiempo para estar de fiesta con sus amigos; no hace por lo tanto invitaciones ni muestra amabilidad sino por motivos de interés; es puntual en sus relaciones de negocios: la extremada longitud de las distancias impone la rigurosa necesidad; el londinense se creería perdido en el concepto público si llegara dos minutos después de la hora fijada para la cita. Es lento para tomar una resolución porque calcula las posibilidades diversas que puede ofrecer, y es en él prudencia y no vacilación; porque más que a los ingleses de los otros puertos de mar, los grandes asuntos le placen; se puede decir más aún que es un jugador de negocios. Cuando está decidido se muestra franco y su proceder es firme; encuentra casi siempre más facilidades y ayuda en sí mismo que si estuviera comprometido. Lleva la constancia en sus empresas hasta la obstinación. Mantiene bajo juramento el terminar lo que ha comenzado y ni las pérdidas de dinero o de tiempo ni ningún obstáculo lo podrían detener4. En sus relaciones de familia es frío, ceremonioso, exige mucha atención, consideraciones y respeto, y se hace un deber el rendir aquella misma atención, respeto y consideraciones. Con sus amigos es muy circunspecto y aun desafiante; no obstante se esfuerza mucho para hacerse agradable a ellos; pero lleva raramente la amistad hasta obligar a su bolsillo. Con los extranjeros hace alarde de una modestia que no tiene o toma un aire soberbio lo cual es bastante ridículo. Frente a sus superiores es flexible, lisonjero y lleva la adulación hasta la bajeza frente aquellos de los cuales espera algo. Para sus inferiores es brutal, insolente, duro, inhumano.

El londinense no tiene opinión de sí o gustos que le sean propios: sus opiniones son las de la mayoría elegante; sus gustos aquellos establecidos por la moda.

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Aquella servil observancia de la moda es general a toda la nación. No hay pueblo en Europa donde la moda, la etiqueta y los prejuicios de toda naturaleza se hagan obedecer con tanta tiranía. La vida, en Inglaterra, se encuadra en mil reglas pueriles, absurdas, como aquellas de los monasterios y son molestosas en exceso. Si se llega a incumplirlas todos en masa se dan por ofendidos. El temerario es desterrado de la sociedad, excomulgado para siempre. Aquella violenta animosidad contra el que quiera conservar los rasgos de su individualidad hace suponer que la envidia, aquella mala pasión del corazón humano, es llevada en Inglaterra más lejos que en ningún otra parte. La gran mayoría está en todas partes bastante por debajo de lo mediocre: ella odia a aquellos que sobresalen y que le dan conciencia de su nulidad; así se irrita la susceptibilidad inglesa por poco que uno se aleje de la línea trazada. La impresión tomada por el daguerrotipo de un público de Regentstreet, de Hyde-Park, sería notable por sus expresiones facticias, y aquel sometimiento a la conservación que representa toscamente las pinturas chinas.

El londinense profesa el más grande respeto por las cosas establecidas y se muestra religioso observador de las reglas que el uso ha consagrado; obedece también a todas las exigencias de los prejuicios de sociedad y de secta, y aunque sienta a menudo que su razón se subleva, se somete en silencio y se deja golpear por los lazos que no ha tenido suficiente fuerza moral para romper.

Sus sentimientos de odio contra los extranjeros, particularmente contra los franceses, fomentados con tanto cuidado en las masas por la aristocracia, se borran, cada día, a pesar de los esfuerzos del torysmo para mantenerlos. Es también de buen tono entre los londinenses el aparecer libre de obligaciones bajo pena de ser tomado por un John Bull de la ciudad; sin embargo, sea por rivalidad comercial o envidia, están celosos de los franceses. Su odio se muestra a cada palabra con una intensidad que aumenta aun los cuidados que toman de disimularlo.

La pasión dominante del londinense es el lujo: estar bien vestido, bien alojado, tener un coche personal que lo ponga sobre un pie respetable es el sueño de toda su vida, el objeto de su ambición. Al lado de esta pasión se encuentra otra cuyas proporciones son gigantescas: es el orgullo, al cual sacrifica todo, afecto, fortuna, porvenir.

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El londinense vive apenas la vida del corazón; en él el orgullo, la vanidad, la ostentación tienen demasiado lugar. Habitualmente es triste, silencioso y se aburre mucho; los negocios no excitan su interés sino por la grandeza de los riesgos y de los resultados; busca continuamente distraerse, no atina a nada y raramente lo consigue; cuando su profesión y su posición de fortuna no oponen obstáculos insuperables, viaja sin cesar, llevando siempre consigo aquel tedio profundo que deja tan raramente penetrar un rayo de sol en su alma; sin embargo ocurre a veces que aquel ser, que se supone destinado únicamente a constatar los aburrimientos de la raza humana «to be the recorder of human distresses», sale de su taciturnidad; entonces se pasa al extremo opuesto. Con ruidosos estallidos de risa, gritos salvajes, cantos burlescos y por saltos y brincos se manifiesta aquella alegría accidental. Tal contraste produce una impresión penosa.

Al ver la comodidad elegante de la cual goza el londinense rico, se podría creer que es feliz; pero si se quiere darse el trabajo de estudiar la expresión de su fisonomía se reconoce en sus rasgos que llevan la huella del tedio y el cansancio y en sus ojos se advierte que la vida del alma está apagada y la actitud del cuerpo manifiesta no solamente que no es feliz sino que está en condiciones que le impiden aspirar a la felicidad.



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ArribaAbajo- IV -

Los extranjeros en Londres


Londres, por su comercio y grandes riquezas, atrae a un gran número de extranjeros casi todos industriales: se puede decir los unos pertenecen al comercio y los otros a la intriga.

Se me ha asegurado que más de quince mil franceses habitan en Londres; los alemanes y los italianos se encuentran también en gran número; desde los últimos acontecimientos los españoles y los polacos afluyen; me sería imposible precisar la cifra de cada una de estas emigraciones. No hablo de las otras naciones que tienen todas sus representantes en la ciudad monstruo, no poseyendo ningún dato a ese respecto; pero es preciso hacer notar que jamás en Inglaterra el pueblo ha designado a un extranjero, de la parte del continente que fuera, con otro epíteto que el de «francés» (Frenchman); en Oriente, igualmente, todos los europeos son llamados Francs, como si el nombre de francés o de hombre libre debiera ser un día adoptado por toda Europa.

Con la excepción de los refugiados, todos esos extranjeros vienen por negocios: entre ellos se encuentra un gran número de obreros de diferentes oficios, gentes honestas que trabajan laboriosamente para sostener a su familia; después están los negociantes haciendo el comercio al por mayor o en detalle: los artistas contratados por los teatros, los profesores consagrados a la enseñanza, los médicos, el cuerpo diplomático y, en fin, una masa flotante de viajeros que no se detienen en el país sino un mes o dos. En cuanto a aquellos que están establecidos   —15→   o house keepers (dueños de casa), el inglés más desconfiado no podría suscitar ninguna duda acerca de su respetabilidad, y gozan por lo tanto de la estimación que les es debida. Ocurre lo mismo con los viajeros cuya residencia en Inglaterra es justificada a los ojos de todos.

Los extranjeros sin capital o crédito para dedicarse al comercio y que no ejercen ni profesión, ni oficio, tienen necesidad de vivir, como los demás, y, sin objeción, son los que despliegan la más grande fecundidad de imaginación. Nada es más ridículo, más cómico, que los medios que emplean para introducirse en las sociedades inglesas; habiendo descubierto pronto la gran importancia que no solamente la aristocracia y la alta finanza sino aun la burguesía y hasta los pequeños tenderos atribuyen a los «títulos», se adornan rápidamente de los títulos de barón, marqués, conde, duque, coronel, general, etc., etc.; adornan sus ojales con la «cruz de honor» o de «San Luís»; y aunque las decoraciones, poco numerosas en Inglaterra, no se llevan sino en la corte, los ingleses están encantados de recibir en casa al «caballero de la legión de honor». La cruz de honor indica todavía a sus ojos respetabilidad. ¡Ay! ¡Ignoran que ella ha encontrado su Gólgota sobre el pecho de los espías!

Es divertido ver a un viajante, a un peinador, o a cualquier otro individuo, sin la menor educación, firmar los más bellos nombres de Francia con un aplomo y una facilidad que pueden hacer creer que se han llamado siempre el chevalier de Choiseul o el viconte de Montmorency. ¡Todos aquellos que son viejos han sido por lo menos «mariscales de campo en el gran ejército, y condecorados por el gran hombre»!. Los jóvenes son invariablemente «carlistas»; ellos eran por lo menos «coroneles» bajo Carlos X, y no quieren habitar Francia, porque su rey ha sido desterrado.

En fin, en Londres, la manía de los títulos se lleva tan lejos, que las «mujeres mantenidas» y aun las «mujeres públicas» se sirven de ellos como «medios de éxito»; aquellas damas se hacen llamar la señora marquesa de...; la señora baronesa de..., la señora condesa de...; y hacen uso también sin recato de las armas de la familia de la cual han tomado el nombre y el título; sellan sus esquelas amorosas con uno de aquellos magníficos sellos de forma antigua, de rico blasón; sus ropas y su platería son marcadas con la cifra de su linaje, y en fin sus lacayos cuando los tienen, lo cual es bastante raro, llevan una librea   —16→   feudal. Se concibe que en un país donde «la apariencia es todo», una prostituta así ataviada ridículamente con vestidura aristocrática, debe jugar un cierto papel..., y a veces hacer fortuna. Las francesas son finas, y viviendo en el país clásico del «anuncio» y de la «propaganda» aprenden bastante rápido las maneras. Escuchareis a los ingleses decir, hablándoles de una mujer galante: oh, es una dama de muy buena familia; es sobrina el conde de la Rochefoucauld, -o, es pariente de la familia de M. de Broglie, etc. pero no hay ningún inglés en el mundo que pueda creer en semejante «farsa».

He visto allí una «colección» de barones, condes y marqueses verdaderamente curiosa. Muchos de ellos están bajo la sospecha de ser pagados por el gobierno francés; la policía, se dice, hace vigilar los pasos de los refugiados republicanos en Londres; los otros son «elegantes caballeros» que en muy buena forma buscan cómo vivir.

Aquellos nobles señores hablan de sus grandes hechos de armas, le hacen la corte a la hija de la casa, cantan la romanza y al mismo tiempo buscan envolver al padre en algún «negocio». ¡Casi todos esos señores poseen los «secretos» de mayor importancia para la industria! Aquel convierte en tabaco «no importa qué especie de hojas»; aquel otro fabrica un papel soberbio con una pasta «desconocida» que no cuesta «casi nada»; por fin otro más audaz se presenta descaradamente y dice: señores ingleses, hasta aquí ustedes han empleado para obtener el gas los medios más costosos; yo he tenido la felicidad de descubrir nuevos procedimientos que darían a los accionistas el «¡quinientos por ciento de beneficio!». ¡Yo hago el gas de la «nada»! Un poco de «tierra» y de «aire», y eso es todo5. Después es el «filtro monstruo» para dar agua clarificada a toda la ciudad de Londres. He aquí la cerveza excelente en la cual no entra ni «lúpulo» ni «cebada». Aquellos que quieren librar a los ingleses del derecho enorme que su gobierno ha puesto sobre los vinos, en su amor por la libertad comercial, fabrican «vinos de Bordeaux y de Champagne» a precios tan moderados que el pueblo   —17→   mismo podrá tomar. Hacen, sin vinos, vinagre tan bueno como aquel de Bordeaux, y aguardiente que disputa al cognac. No terminaría si quisiera enumerar el sin número de maravillas de los secretos de estos señores.

Los ingleses se han visto forzados a reconocer que en Francia se hace más descubrimientos que entre ellos. La imaginación francesa ha proporcionado frecuentemente a Inglaterra los medios de fortuna; sin remontarse muy lejos, se puede observar que la máquina de drenar fue inventada en el año VII por un ingeniero francés residente en Saint-Germain; el procedimiento para la fabricación del papel continuo es de Didot, y el sistema de hilado para el lino es de Girard. Todas esas invenciones han sido perfeccionadas y aplicadas en Inglaterra, de donde nosotros las hemos tomado nuevamente. Los ingleses tienen tal tenacidad que les permite tener éxito, por las mejoras sucesivas, en una invención cuyo principio fecundo quedaría inerte en Francia. Las máquinas de Girard languidecían luego de varios años, cuando los ingleses las adoptaron y pronto, después de algunas mejoras, el hilado del lino en Inglaterra ha tomado tal desarrollo, que está en vísperas de arruinar nuestra industria del lino, por la absurda concesión de nuestro gobierno frente a un régimen que no concede nada y busca siempre incautos.

Luego, los ingleses están generalmente dispuestos a prestar atención a los descubrimientos que los franceses pretenden haber hecho, porque todos los días les vienen de Francia procedimientos químicos y mecánicos nuevos, y artistas que ayudan a sus manufacturas a sostener la formidable concurrencia continental. Aquella disposición, tan honorable como benévola a nuestro favor, es desgraciadamente explotada por los charlatanes cuyas maniobras permiten acusar a los franceses de mala fe y de fraudulentas intrigas, perjudican a los verdaderos inventores, son causa de que los espíritus emprendedores no osen entregarse a nuevas tentativas y por ello, demoran el progreso.

Los ingeniosos descubrimientos hacen esperar a veces resultados que no son efectivos en las primeras experiencias, sin que la buena fe del verdadero inventor pueda ser sospechosa en nada; de este inventor, de este misionero de la Providencia al charlatán, existe tanta distancia como de Rossini a un tambor, del estilo de Walter Scott al «puff» de la propaganda del librero. Por consiguiente si «John Bull» se deja engañar, es que le   —18→   ocurre muchas veces tener demasiada confianza en sí mismo; el charlatán no podría engañar al hombre instruido en la ciencia con la cual se relaciona el supuesto descubrimiento. John Bull se decide sin consultar a nadie, porque se ha tenido la habilidad de persuadirle que él sabe lo suficiente para juzgar por sí mismo; para tal privilegio tiene tres móviles que no pueden escapar a la observación: el orgullo, la codicia, la gula. Los intrigantes, de los que acabo de hablar, no teniendo artistas culinarios a sus órdenes, no pueden servirse del motor último; pero manejan muy hábilmente los dos primeros; y, cuando John Bull es explotado, él lanza fuego y llama contra esos ¡pillos de franceses! ¡En su cólera estúpida, engloba toda la nación, la trata de canalla, etc., etc., pues el dinero de John Bull se gana siempre tan honorablemente, que verdaderamente es un crimen que clama venganza ante Dios hacerle perder la menor parte! Las quejas de las víctimas se parecen bastante a las del

«...Corbeau sur un arbre perché».



Si John Bull no otorgara ningún valor a los títulos y condecoraciones, él no daría jamás su hija, con una rica dote, a un intrigante revestido de títulos verdaderos o falsos y llevando en el ojal cintas de diversos colores. Los «gentlemen» que han visitado Francia no se dejan sorprender; ellos saben muy bien que la nobleza francesa no se parece en nada «a los que se dicen nobles» que callejean en Londres.

Estas consideraciones me han decidido a escribir este capítulo de «Los extranjeros en Londres». He aspirado a enseñar a los ingleses a conocernos; a no dejarse engañar por groseras apariencias; a diferenciar el docto del charlatán; el hombre verdaderamente noble del intrigante, el duque de su lacayo, la duquesa de su doncella. Quisiera que John Bull no profiriera jamás quejas absurdas y que, en su irritación, no injuriara toda la nación, cuando él no debe echar la culpa sino a sí mismo.

En mayo de 1839, el número de franceses en Londres aumentó de pronto; desde 1830 ha sido lo mismo después de cada revuelta parisina, cuyas oleadas han venido siempre a expirar en la ciudad monstruo; además, algunos franceses, que se podría contar fácilmente, han venido allí con el príncipe Napoleón Luis Bonaparte. Si yo hablo de esto, es para probar cuán poco fundadas son las aserciones por las cuales el Capitolio quería hacer suponer que su príncipe representa un papel en Londres.

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Los londinenses, habituados desde la revolución francesa a la presencia de augustos emigrados y de ilustres personajes, parecen completamente indiferentes y no atribuyen la menor importancia política a los «deux prétendants» que residen actualmente en su ciudad. -El que se dice duque de Normandía, que toma modestamente el título de «Luis XVII», se pasea llanamente a pie (y con causa) en Regent-street, sin que nadie lo salude; el infortunado «rey» se consuela del desprecio de la gente, ordenando a sus «gentes» (que se componen de dos sirvientes) que llamen a su hijo «monseigneur le Dauphin» y a su hija «Mademoiselle»-. El segundo «pretendiente» recorre frecuentemente el Regent-Park en coche o a caballo; pocas personas parecen conocerlo. Si usted está con algún francés o inglés, elegante, él lo señalará y entonces otro dirá: ved allí al «príncipe Napoleón»; el otro dirá: aquel señor es el «primo de Napoleón». He escuchado a un joven inglés decirme con una perfecta indiferencia: es el «hijo de Napoleón». ¿Qué importa en efecto el grado de parentesco?, es el «solo nombre de Napoleón» el que vive en la memoria de los hombres; cada uno siente que él fue el hombre de la «época» y que no puede haber sucesor ni de su genio ni de su poder.

En un tiempo en que la multiplicidad de opiniones deja al observador indeciso sobre lo que piensa la mayoría, en que la apatía política y religiosa hace nacer las esperanzas de los hombres de partido y jefes de sectas, se encuentran personas que han juzgado la ocasión favorable para hacer «desfilar» a Napoleón frente al público, y que han obtenido algunos efectos haciendo resonar las armas destrozadas del gran ejército. Los franceses, apasionados por la gloria, se recrean, en el seno de la paz, con los relatos guerreros, con las representaciones de batallas, sin que por ello el gobierno del sable sonría mucho a su imaginación, que veinticinco años de paz han vuelto muy positivo. Pero, desde el instante en que ciertas gentes parecen soñar seriamente en fundar un partido político sobre los recuerdos de una gloria militar, yo he querido, por mi cuenta, emitir una opinión acerca del «gran hombre». Comienzo diciendo que no tengo por su memoria ni odio ni entusiasmo; yo no pienso de ninguna manera, como madame de Stael, que Napoleón es «Robespierre a caballo». Aquellos dos déspotas necesitan de títulos diferentes. Simples agentes del gran hecho revolucionario, ni el uno ni el otro tuvieron conciencia de su misión, y los acontecimientos han dicho que, sobre la Isla de Santa Elena el ex-emperador creía todavía en la «razón humana».

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Los acontecimientos de la revolución francesa son tan grandes que aniquilan a los hombres. Los jefes desaparecen, sea cual fuere su talento, tan pronto como ponen obstáculos a la marcha revolucionaria: es el espíritu de Dios el que la conduce; los hombres son impotentes para guiarla, combatirla o traicionarla. Todos la sirven sin quererlo, y aun cuando parezcan perseguir un objetivo opuesto.

El interés individual y el interés unitario, siguiendo en orden a la reunión de los hombres en la sociedad, son los dos móviles de la lucha. No hay querella civil o religiosa ni guerra que no puedan ajustarse a aquellos dos principios: pero la lucha los acerca y su tendencia es la de confundirse. Tal progreso lo revela la historia humana a quien sabe leerla.

Francia, en proa a la anarquía, aceptó el 18 brumario la espada de Napoleón bajo la condición implícita de consolidar la libertad y conquistar la paz. Si el país había querido regresar al despotismo era inútil derramar tanta sangre.

Los hombres son eminentes en los fastos humanos por la influencia que sus trabajos han tenido sobre el porvenir de las sociedades, y por el dominio que han ejercido. Napoleón es el soberano que más lejos ha llevado el poder de la fuerza sobre los pueblos que dominaba. Su poder cogía al pobre en su choza, al rico en su palacio, sin que ninguno pudiera sustraerse; ¿pero qué nos ha dejado de durable?, ¿cuál es aquella de sus instituciones la que ha mejorado la suerte de la humanidad, que ha sido de una utilidad permanente? Aquellos códigos de los que se ha querido hacer un título de gloria personal son, al juicio de todos los legistas, bastante inferiores a la legislación llamada «intermediaria» que existía a su llegada al poder. Ha sustituido los principios liberales de la legislación republicana, por sus prejuicios, sus instintos de tiranía; ha transformado el matrimonio en servidumbre, al negociante en hombre sospechoso, ha atentado contra la igualdad; ha establecido los mayorazgos, la confiscación; ha asimilado la no revelación al crimen; ha sustraído las actas de los agentes de la autoridad en los juicios de los tribunales; ha anulado prácticamente el jurado; a instituido las evocaciones en el consejo de Estado, las cortes prebostales y ha arrancado al pueblo el nombramiento de los magistrados.

Asignaba todos los empleos, alcaldes, adjunto y guardia campestre, notarios y escribanos de cámara, jueces y consejeros,   —21→   obispos y arzobispos, prefectos y heraldos, en fin toda autoridad emanaba de la suya y ninguna profesión e industria, en su vasto imperio, podía ejercerse sin ser autorizada. Su ejército y los depositarios de su autoridad eran vigilados por una policía secreta, compuesta por un número inmenso de agentes. Existía en todos los regimientos, en los palacios de los ministros y hasta en las mesas reales. La prensa estaba censurada y el espionaje estaba organizado en tan grande escala, que ni un pensamiento pronunciado podía escapar al conocimiento imperial.

Bajo su reinado la censura estaba en todas partes, trataba a los franceses como niños a los cuales se les hacía aprender lo que debían «decir» y «pensar» y para este objeto creó «un director de la opinión pública». Las fianzas, los permisos, las licencias, los diplomas para el ejercicio de todas las profesiones, de todas las industrias, datan de esa época; incluso llegó a limitar en ciertas profesiones el número de personas que podían ejercerlas. Es cierto que el régimen de las maestrías era un régimen de libertad comparado con las invenciones imperiales: las trabas que los ciudadanos sufren por lo que subsiste todavía de esas deplorables instituciones pueden hacer juzgar lo que debía ser antes que el eslabón hubiera sido roto.

En ese sistema, no hay independencia para nadie. Napoleón suprimió, por un decreto, un partido de procuradores de París. Bajo la restauración hemos visto destituir a los impresores privándoles de sus carnets, como si se tratara de un prefecto. Lo arbitrario recae todavía sobre todas las profesiones que no se ejercen sino en virtud del permiso de la autoridad; porque sino es suficiente, para ser corredor, agente de cambio, panadero, carnicero, etc., etc., el llenar las condiciones fiscales de la fianza o de otras imposiciones a esas profesiones por la ley, es bastante evidente que el gobierno, que no puede dar nada gratuitamente sin cometer una injusticia frente a la masa, conserva la facultad de retirar el privilegio que le ha acordado y puede siempre eximir la profesión, convertirla en accesible para todo el mundo y hacerla entrar en el derecho común, que es violado por la creación de todo privilegio.

La revolución había introducido la libertad por todas partes; Napoleón no dejaba libre casi ninguna acción de la vida. Los numerosos decretos emitidos bajo su reinado, en materia administrativa, tienden casi siempre a trabar o restringir la libertad.   —22→   Las instituciones de la Constituyente no fueron nunca más respetadas que las de la Convención. La comuna, el cantón, el barrio, el departamento, fueron despojados de sus derechos políticos, cesaron de poderse administrar ellos mismos, no pudieron vigilar a los administradores del gobierno, a través de asambleas libremente elegidas, y en fin la nación fue enteramente privada de todo control eficaz sobre los actos del gobierno por la supresión de toda inmunidad electoral. La Restauración misma, bien que apoyada por las tropas aliadas, tuvo vergüenza de servir a los colegios electorales y del modo de dirección establecido por Napoleón; ella no quiso, llamando a una parte de la nación a intervenir en los actos de su gobierno, volverse irrisoria e injuriosa, cosa que consideraba como una concesión al poder real.

Napoleón plantó la bandera tricolor sobre las pirámides y el Kremlin; su espada fue feliz, logró vastas concepciones; sin embargo nada queda sino las huellas profundas de la opresión. Ha agitado el suelo europeo hasta en sus fundamentos y no ha depositado una semilla de libertad, ni el germen de una institución útil.

Los ejércitos de la libertad hicieron la guerra a los reyes. Napoleón la hizo contra los pueblos. Ellos fundaron gobiernos populares en Holanda, en Suiza y en toda Italia. Napoleón establecía por todas partes reyes con un poder enteramente parecido a aquel que él ejercía. La soberanía sin control, llegando a todo, a la cual nada, ni persona, ni cosa, pueden escapar, tal como Napoleón lo había organizado, no podía tolerar en ninguna parte un vestigio de libertad. También fue designio bien resuelto y constantemente seguido por el emperador de destruir la libertad en todas partes donde pudiera aparecer y bajo cualquiera forma que se presentase ante sus ojos. Era para él una necesidad, una condición de existencia, porque el poder que ejercía habría perdido pronto toda autoridad moral si se hubiese podido, en cualquier lugar que fuera, discutir el derecho, y el espíritu de revuelta se habría propagado enseguida. El dominio de Napoleón sobre el pueblo fue señalado por la destrucción de las inmunidades más antiguas. Los electores de Alemania recibieron de él, con el título «de rey», una autoridad irresistible en todo. Las ciudades perdieron sus administraciones municipales, que fueron reemplazadas por los delegados de los nuevos monarcas, y en fin Napoleón se declaró el gran protector del poder real en Europa. Organizó la Confederación   —23→   del Rhin, fundó su protectorado sobre Suiza, mucho menos con el interés de su potencia militar que para oponer un dique al espíritu de libertad.

La máquina gubernamental y la organización política que Napoleón había dado a Europa, bien que ellas se presentasen a su razón con aquella infalibilidad, resultado de una demostración matemática, estaban lejos de tranquilizar su espíritu sobre los intentos de libertad. Fontanes decía: «Que una prensa invisible habría hecho morir al emperador de convulsiones». Y él no quería tanto a Inglaterra sino a causa de la licencia extrema de sus periódicos. Él temía mucho la libertad en cualquier punto de la tierra y en cualquier clase social que pudiera existir, y ciertamente eso era necesario para pensar un instante que las libertades aristocráticas de Inglaterra pudieran ser contagiosas para los pueblos y para impedir en Francia la lectura de los diarios ingleses. -«Los reyes me echarán de menos» ha dicho Napoleón en Santa Elena. ¡Esta frase retrata al hombre entero! Ella encierra toda su vida política. Que se consulte Las Cases, O'Meara, Bertrand, Antomarchi, etc., y se verá reproducirse constantemente este mismo pensamiento; sólo se sabe la formación de la Santa alianza cuando él exclama: «¡Ah! La Santa alianza es una idea que me han robado». He allí palabras que no necesitan comentario. Pero las citas son superfluas, los actos de su vida están al alcance de todos, estos hechos se encadenan, no hay nadie que tienda a reprimir toda resistencia, a establecer la obediencia pasiva; si se busca en los anales de la policía, se verá que esta vasta red, que alcanzaba todos los puntos, que incluía a todo el mundo, no bastaba al inventor, él quería conocer además el pensamiento cuya expresión cautivaba, espiar la idea libre para ahogarla antes que ella crezca; el espionaje estaba en todas partes: en la administración, en el ejército, en la iglesia, en la enseñanza, y también en el extranjero. Nada prueba mejor la agitación que encerraba el alma del emperador y la conciencia que tenía de su impotencia en abatir el fenómeno revolucionario que este inmenso espionaje.

El antagonista de la libertad, aquel que debe retardar la marcha de Europa, se manifiesta en los días del vendimiario, en el general del ejército de Italia, y en el conquistador de Egipto. En todo el curso de su carrera, sus acciones son consecuentes con el objetivo que se propone, y aquel ser extraordinario, aquella gran personificación del despotismo se revela   —24→   por entero en Santa Elena. De las rocas donde está encadenado se escapan aquellas palabras proféticas: «Los reyes me echarán de menos».

Los pueblos emancipados por Francia, a los cuales Napoleón impuso amos, y aquellos a los cuales les había remachado los hierros, irritados por una decepción tan cruel y el corazón lleno de venganza, respondieron a la llamada de los reyes en forma que humillaba la superioridad de un advenedizo. ¡Oh, no fue la derrota de Rusia lo que hizo caer a Napoleón, sino más bien el espíritu de libertad que halló la primera ocasión para sacudir el yugo! Si Napoleón hubiese sido el agente del principio revolucionario, acorralado en los Pirineos, habría rechazado las armas reales hasta más allá del Boristene.

La batalla de Waterloo, hasta hoy día tan mal comprendida, por aquellos que la han perdido y por los que la han ganado, fue, según mi opinión, el segundo triunfo de la libertad.

El despotismo fue vencido, pero su ejército no había abdicado en Fontainebleau, y la libertad no podía desarrollarse en presencia de los pretorianos; si Napoleón hubiera muerto en la isla de Elba, su ejército habría sido instrumento ciego en el uso del poder, y el gobierno de buen placer, al cual preludiaba la restauración, se habría establecido. Después de la batalla de Waterloo, Luis XVIII, que tenía buen juicio, comprendió perfectamente que no tenía otra fuerza a su disposición que las tropas aliadas, y que no podía fundar su gobierno sino con el apoyo de una fracción considerable de la nación; desde entonces las luchas del pensamiento pudieron producirse y el reinado de la opinión fue asegurado. La victoria de Waterloo es esencialmente el triunfo de la libertad; es así cómo las naciones del Norte la comprendieron; los pequeños reyes de Alemania se horrorizaron en tal forma con las esperanzas que hizo nacer, que se apresuraron en conceder constituciones a sus pueblos; y el congreso de Viena, en su prudencia, confirió a la dieta de una alta jurisdicción sobre sus gobiernos; más tarde Austria, Rusia y Prusia formaron una liga impía a fin de ahogar toda tentativa de emancipación.

Napoleón, el 20 de marzo de 1815, evocó los recuerdos de la gloria nacional. Las palabras de libertad expiraron en sus labios; sentía que la opinión no podía creer en él. Después de la paz de Amiens, había restablecido la esclavitud en Guadalupe;   —25→   en Cayena, e intentado, con una expedición considerable, entregar de nuevo a los negros de Santo Domingo a la servidumbre. ¡En los cien días, abolió el tratado para establecer su corte en Inglaterra, y restableció la censura y confiscación, convocando a los representantes de la nación! Si hubiese vencido...; pero no podía ser, porque Dios no puede engañarse. Evidentemente era el último acto de su papel; el despotismo no podía triunfar sin desmentir los acontecimientos que habían conducido a la caída.

La traición de Bourmont, el error de Grouchy son esas circunstancias que muestran la nada de la ciencia humana. Napoleón no parece, desplegar todo su genio guerrero en Waterloo, sino para dejar manifiesto, a los ojos de todos, el decreto de la providencia que condena su causa. Él cae, y no es ni Wellington ni Blucher quienes lo abaten; no, es el ángel conservador de nuestras libertades.

El ejército prusiano, compuesto de voluntarios, se bate con el ímpetu de gentes interesadas en el éxito; el aguardiente y el temor a los azotes, en las tropas inglesas hacen las veces del entusiasmo por la libertad. El soldado de Federico, de fogoso coraje, no cree sino en el destino; el héroe «al revés»6, no cree sino en su razón, y gran hombre a pesar de sí mismo, llega siempre al objetivo opuesto al que ha querido ir. Si el uno se imagina haber reconquistado el ascendiente del sable prusiano; el otro ve la omnipotencia de la aristocracia inglesa asegurada para siempre y la plata del continente puesta a disposición de las mercancías inglesas. ¡Ciegos instrumentos! Están lejos de sospechar que ellos vienen de derribar por tierra al antagonista de la libertad y los obstáculos que se oponen al progreso de la revolución. En Inglaterra la aristocracia tiene, en aquella victoria, la garantía de su dominio; la industria, la certeza de salidas sobre el continente; y el obrero, la seguridad de más altos salarios. Los resultados no se hicieron esperar: la paz y la tranquilidad interior permitieron establecer en Alemania numerosas manufacturas; la unión de las aduanas alemanas se formó; en Francia y en Rusia la industria tomó inmenso desarrollo, mientras que Inglaterra fue reducida a mendigar en todos lugares   —26→   «privilegios comerciales» bajo el nombre de «tratados de comercio» y ve ahora el poder de su aristocracia amenazado por una masa de proletarios que carece de trabajo y de pan.

Así la victoria de Waterloo es un hecho providencial, una era de libertad para los pueblos; sus consecuencias liberaron al campesino irlandés de la esclavitud de las manufacturas inglesas; y en Francia, donde los proletarios son intelectualmente más adelantados que en cualquier otra parte, aquella ha convertido en imposible para siempre el retorno del despotismo.

La loca empresa de Carlos X demostró a toda Europa que el triunfo del pensamiento sobre la fuerza era definitivo en Francia. Las tres jomadas de julio excitaron todavía más entusiasmo que la toma de la Bastilla; los reyes se asustaron todavía más que durante cualquier otra fase de la revolución y no osaron recoger el guante.

Entre tanto, después de Waterloo, habiendo sido negada la libertad en Italia y en Alemania, las sociedades secretas no encontraron otro medio de llegar a su objetivo que por la «unidad nacional» de sus respectivos países. Tomaron los nombres de «joven Italia» y «joven Alemania». Por entonces los recuerdos del Imperio las alejaban de Francia, pero esos recuerdos se borraron antes de julio de 1830. Las tentativas hechas en Italia para obtener derechos políticos, los esfuerzos igualmente infructuosos de Alemania, la desastrosa lucha de Polonia, todo vino a demostrar que la libertad no puede existir sino por la «unión de pueblos» y que a ese respecto debe imitar al despotismo y proceder por la alianza verdaderamente santa. Aquella verdad fue universalmente sentida en el norte como en el mediodía y las sociedades secretas tomaron el nombre unitario de la «joven Europa». Sus esperanzas se realizaron; tengo por testimonio de mi fe tres grandes hechos, nacidos del mismo principio, dirigiéndose al mismo objetivo: la toma de la Bastilla, Waterloo, las tres jornadas de julio.

La opinión que adelanto acerca de Waterloo parecerá tal vez extraña; sin embargo no soy la única en tenerla, pero es por falta de espacio que no puedo darle todo el desarrollo que requiere.

Retornemos ahora a nuestros barones y condes.

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Yo iba habitualmente donde un alemán, el doctor Warburg, hombre lleno de mérito y autor de un gran descubrimiento médico. Este hombre excelente llegaba de Demerary. Había pasado quince años en aquella parte de la Guayana, y su amor por la historia natural le hacía residir casi perennemente en medio de las magníficas selvas vírgenes que cubren el suelo, para observar y estudiar los animales, las plantas, etc. Es así cómo ha llegado a enriquecer la ciencia de nuevos hechos, y descubrir en la naturaleza inagotable medios curativos nuevos. Pero, si aquella vida aislada lo ha familiarizado con las costumbres de las plantas, los animales y los indios, ella le ha dejado ignorar las astucias de los hombres civilizados. El doctor es tal como los dioses lo han creado; su modestia iguala a su mérito; sus descubrimientos se los debe a felices inspiraciones, a encuentros fortuitos. Es así como hablaba. Su credulidad ingenua, su admiración exagerada eran aquellas de hombre primitivo, que no se ha iniciado todavía en el gran arte de hacerse valer y no conoce los inmensos recursos que anuncia. Tal hombre era para los condes y barones franceses una mina a explorar. También, la casa del doctor no estaba desocupada. A decir verdad, la mesa estaba siempre puesta y se bebía vino de toda especie y un excelente café.

He visto un gentío de franceses venir a hacerse los amables frente a madame Warburg: eran el marqués de Montauban, el barón de Chamoisi, el conde Crouy, el conde Birague de l'Isledon, el caballero de Chateaubleu, el conde Taffe, el doctor Conneau, el doctor Schulte, etc. Todos aquellos señores iban donde el «príncipe» Napoleón y varios eran «agregados a su persona». No sé cómo ha podido reunir alrededor de sí a una docena de individuos cuyos nombres, cuando no son barrocos, parecen ser prestados de los romanos de otro tiempo. A la verdad, la pequeña falange se componía de gentes de diferentes naciones, franceses, italianos, alemanes, españoles, belgas, portugueses, suecos, polacos; ningún inglés formaba parte de ella. Y esto es para tenerse en cuenta, porque el animal querido de los gastrónomos no descubre la criadilla de tierra con tacto más seguro que el inglés al hombre que se eleva en poder y riquezas; si por o tanto los ingleses han desdeñado los primeros pasos del príncipe, es que no se aferran sino a la gente que puede hacerlos andar. Y no han presentido en Luis Napoleón al hombre destinado a las grandes cosas, ni visto en él ninguna de las condiciones necesarias para dar a su nombre un valor político. Estos   —28→   señores, afectos a su alteza7, no se entienden siempre perfectamente; cada uno de ellos, dotado de grado diverso de inteligencia, es movido por su interés personal y juega su papel en ese sentido; de suerte que la pieza no tiene conjunto ni unidad; el lector juzgará por el bosquejo, tomado del natural, que voy a colocar bajo sus ojos.

El coronel, marqués de Montauban, es lo que generalmente se llama un bello hombre: talla, cinco pies seis pulgadas, pecho plantado, talante militar; un rostro en el que es difícil leer el número de años; pequeños ojos grises, vivos y desahogados, una sonrisa malhechora, y la expresión de un hombre que está perfectamente contento de sí mismo. El coronel es encantador sobre todo después de comer. Todas las mujeres están locas por él, es el mismo el que lo dice, con la gracia y credulidad de un subteniente. Buen francés, bebe con amor el vino de Francia; como posee castillos en Bohemia8 muestra su apego a Austria con sus libaciones en vino de Hungría o del Rhin, y, con gusto, sorbe el shery (jerez) con una sensualidad que da placer el verle. Es bebiendo ese vino de color de oro, en pequeños y bonitos vasos de cristal tallados que el marqués de Montauban me contaba su historia. El coronel me dijo tener cuarentidós años «y medio». Esta palabra «y medio» me ha parecido impagable. Con esa cuenta, pienso, no debía tener sino diecisiete años en 1814, y, sin embargo él era ya coronel del gran ejército.

En 1815, después del regreso de Luis XVIII, fue desterrado; se le temía demasiado para sufrirlo en Francia. Penó mucho para obtener residencia en Frankfort; vivió allá como gran señor y se casó con una rica y bella heredera inglesa. Llega 1830 y el coronel es nombrado en París; no me ha contado por qué resentimiento de gloria fue llevado al lugar para figurar con honor en los tres días. No importa, el coronel hace prodigios de valor, es herido, pero ello no le impide conducir las bandas victoriosas. Nombrado general de las tropas parisienses, tiene 1,500 fr. al mes, diez raciones de forraje, pone su casa en relación   —29→   con su nueva posición, está ligado con los ministros, va donde el rey, etc.

Cuatro meses después de los tres días gloriosos el coronel se creyó en el derecho, por sus servicios, de aspirar a todo, cuando sobrevino su discusión con el ministerio de guerra. Su grado de general le fue negado. El marqués de Montauban no era hombre que cediera; el asunto fue llevado a Consejo de Estado, donde está todavía pendiente. El coronel dejó entonces al gobierno ingrato, retornó a Alemania, y más tarde vino a Inglaterra a unirse al príncipe Napoleón. El coronel Montauban está dotado de una filosofía práctica que lo pone por encima de los reveses de la ambición; se consuela alegremente de sus esperanzas burladas, lleva alegre vida, divide su tiempo entre el amor, los caballos, el juego y la política.

No cometo ninguna indiscreción contando la vida del marqués de Montauban porque la relata él mismo, en pleno salón, a quien la quiera escuchar. Pero no se queda allí, y no obstante que ama mucho al príncipe y es su sincero devoto, no puede forzar su naturaleza y habla de los asuntos de su amo con la misma liberalidad que de los suyos. En Londres los auditores del marqués de Montauban decían que metía al «príncipe en toda salsa»; lo mezcla así a sus propósitos porque tiene la cabeza incesantemente preocupada y no tiene en sí la capacidad de actuar en otra forma que con su franqueza.

A menudo le he escuchado contar, siempre frente a mucha gente, y de la manera más bufona los altos hechos de las hazañas de los valientes que se deslizan donde el príncipe, con la esperanza de lui tirer des carottes (el marqués de Montauban es militar, y, bien que hombre de buena sociedad, su lenguaje lleva el sello de su profesión). Entre ciento, he escogido una de sus historias. Escuchad, es el coronel quien habla:

«...Esos franceses farsantes tienen el diablo en el cuerpo. A tal punto que yo mismo no estoy preservado siempre contra sus astucias. ¿Habéis hablado de la famosa conspiración contra el príncipe? No. Es curioso. Un día recibí una carta que decía así:

Si un bravo polonés, que ha tenido el honor de servir en el «gran ejército», puede contar con la palabra de un oficial francés,   —30→   ruega al coronel de Montauban de encontrarlo el día siguiente al mediodía, al pie de la columna del duque de York, «haga el tiempo que haga». Habrá de recibir una revelación de la más alta importancia... Se trata de la vida «de su alteza imperial el príncipe Napoleón»9.

«firmado: un polaco»

¡Un polaco! Bueno, dije, he allí todavía a un farsante que viene a darme un «sablazo». Nada me aburre más que esos polacos. Aquellas gentes terminan por cansar; para arrancarle a usted dos o tres chelines, construyen historias para dormir parado, os escriben cantidades de cartas, y... sin embargo, como se trataba de la «vida del príncipe», yo no quise negarme a nada, y, al mediodía, me encontraba en el lugar de la cita; a pesar del aguacero, el viento de un frío glacial, mi hombre, reclinado al pedestal de la columna, me esperaba tiritando.

El valiente del gran ejército estaba, por el cuarto de hora, con las botas agujereadas, un pequeño hábito bastante raído y ni siquiera un paraguas para garantizar los bordes de su sombrero que me pareció un poco deformado. Después del reconocimiento y los saludos, mi hombre me dijo: «Mi coronel, tengo un terrible secreto a contarle». Hablad señor, solamente que sed breve, porque el sitio no se presta para escuchar un largo discurso. Mi muchacho no se desconcertó y retomó la palabra con un aplomo admirable: ¡¡¡Coronel, yo soy polaco!!!

Conocido, pensé, muy conocido...

-¡Soy exilado, soy una víctima del autócrata, en fin coronel, soy casado, tengo una mujer enferma, un padre viejo, achacoso y cinco niños!

Estoy en tal forma acostumbrado a este lenguaje de los bravos exilados, que escuchando comprendí de pronto con quién estaba. Bien, pensé, he allí un gracioso que me va a pedir 10 chelines; ¡qué divertido es! Señor, le dije, supongo que no es para hablarme de «usted» que me ha hecho venir aquí, y   —31→   con este tiempo; ello sería un verdadero engaño que no estoy en humor de tolerar. -Mi coronel, replicó el bravo sin perder el aplomo, le voy a hablar del asunto del príncipe, pero antes quería decirle que tengo necesidad del nombre del príncipe, y el suyo a fin de obtener una «suscripción» que me ayude a salir de mi miseria y de la de los míos. Terminando estas palabras el hombre sacó de su bolsillo una larga lista y me rogó poner mi nombre, de suscribirme por 3 libras esterlinas y de tomarla para hacer firmar al príncipe con una suscripción de 6 libras esterlinas.

Os confieso que, entre las pasadas que esos farsantes del gran ejército me han jugado, ésta me ha parecido de un granuja. Sí, en un principio, yo me había sentido vejado por ser molestado, el giro que tomaba la cita me repuso el buen humor, y me prometía reír de corazón de la aventura; pensaba que el gallardo que tenía la audacia de hacer salir a un hombre galante en un tiempo parecido para hacerle firmar en plena calle bajo el paraguas, una suscripción de tres libras esterlinas, debía de haber inventado una historia muy bella acerca del asesinato proyectado contra el príncipe, y yo deseaba gozar del producto de aquella imaginación fecunda.

Y bien, sea -le dije-, voy a tomar vuestra lista, la haré firmar por el príncipe y sus amigos. Pero, vamos a los hechos ¿y la conspiración?

-Héla aquí.- Figúrese que por un azar inaudito he descubierto que hay aquí un miserable enviado por Luis Felipe para asesinar al príncipe.

-Verdaderamente. ¿Y sabe cómo va a hacer para ejecutar tan horrible atentado? Ese hombre posee un veneno sutil y lo lleva siempre bajo «su uña»; debe acercarse al príncipe cuando lo encuentre por la calle y le hundirá la uña en la mano. ¡Al instante el príncipe caerá muerto!

-¿Y usted conoce a este hombre?

-Muy bien.

-¿Y cómo se llama?

-Fleury.

Aquel proyecto de asesinato era tan absurdo, que he necesitado muchos esfuerzos para no soltar la carcajada. Está   —32→   bien -le dije-, voy a dar cuenta al príncipe de «vuestras importantes revelaciones». Escríbame el nombre y dirección del asesino. ¡Oh! Entonces obtuve el pez grande. Me escribió sobre mis apuntes: «M. Guillot, Pottenhm Court Road, Nº. 42».

-Pero, ¿cómo Guillot, si acaba de decirme Fleury?

-Oh, perdone, soy extranjero, y como vuestros apellidos se parecen mucho...

¡Oh! Por esta vez, al principio yo no quise escucharle; ¡confundir «Guillot» con «Fleury» me pareció demasiado fabuloso!

Vengo, señora, de entregarle la primera parte; ahora paso a la segunda; hela aquí:

Dejé a mi farsante el polaco, y como estaba cerca del hotel del príncipe, me acerqué. Tenía, os confieso, deseos de reír con él. Al verme entrar mojado y calado hasta los huesos, el príncipe, que es la bondad misma me dijo: ¡Por Dios, mi querido coronel, en qué estado estáis! ¿Cuál es pues el asunto urgente que os fuerza a salir con una lluvia igual y a pie? -Príncipe, es la seguridad de vuestra persona. -¡De mi persona! ¿Qué enemigo la amenaza?

Desgraciadamente no pude mantenerme serio; usted sabe, me gusta reír, lo cual no me impide, en el combate, enfrentar al cañón; además he conocido al príncipe desde su infancia, y tan libre con él, me siento en su casa como en la mía.

-¡El enemigo que os amenaza, mi señor, es un monstruo llamado Guillot, un envenenador temible que odia vuestra vida! Terminadas estas palabras me dejé caer sobre el sofá y di libre curso a mi hilaridad.

Como lo he hecho notar hace un momento, el príncipe es muy bueno, podría incluso decir que demasiado bueno; por miedo de herir soporta a su alrededor a mucha gente; mas, ¿quién no tiene sus debilidades?

Yo encontraba allí, de ordinario, buenos napoleonistas que vienen todas las mañanas a hacerle la corte al príncipe, fumar su tabaco, beber su té, y su cognac.

Mis risas excitaron las del príncipe pero escandalizaron a   —33→   aquellos señores. Encontraban muy malo que hablando de un «proyecto de atentado contra la vida de su alteza» manifestase yo tanta alegría. Debo prevenirles que cada uno de los individuos que rodean al príncipe están ocupados sin cesar en los medios de acaparar para ellos solos la confianza de su alteza; aquella pretensión de todos hace nacer mil celos, y para llegar a ese objetivo no hay pequeños manejos que no sean puestos en juego.

Cuando estuve en estado de poder hablar le conté al príncipe mi singular entrevista y el «espantoso» proyecto del pretendido Guillot. Terminé sacando de mi bolsillo la lista del valiente del gran ejército. Todo ello no era sino para reír más. Era necesario enviar dos guineas al desgraciado polaco y divertirse de su historia; yo no había tenido otra intención; pero he allí que el vizconde de Persigny, secretario particular de su alteza, el acompañante del príncipe, su amigo, su confidente, su consejero íntimo, etc. helo allí, digo, el señor de Persigny, que piensa tomar el cuento del polaco seriamente. Como se sabe, donde el príncipe, el señor Persigny es realmente «el amo». Desde el momento en que hubo emitido su opinión en favor del conde, los principiantes allí presentes, que habían comenzado a reír, se hicieron partidarios de la opinión del consejero íntimo. La discusión se entabló, yo me molesté, y, a fin de evitar que las cosas fuesen más lejos, salí muy descontento.

Os lo he dicho ya, el príncipe me quiere mucho y Persigny por más que haga no ganará nada por ese lado.

El príncipe me escribió, rogándome volver como de costumbre; pero yo estaba contrariado y le puse mala cara; cinco o seis días habían pasado cuando el príncipe vino a mi casa. Vengo a buscaros, dijo. Tengo muy pocos amigos para permitiros privarme del mejor; que la discusión de la otra mañana sea olvidada, venid a comer con nosotros, apretad la mano de Persigny, que me quiere y quiere a usted también.

Soy de un carácter sencillo, y no he tenido jamás rencor por persona alguna. Al llegar donde el príncipe abracé a Persigny y almorzamos muy alegremente. Todo había vuelto a la armonía, no habíamos hablado una sola palabra de la historia de Guillot; estábamos reunidos en el salón, fumando excelentes cigarros y bebiendo el buen café a la francesa, cuando entró M. Chamoisi gritando y gesticulando como un actor en escena:

  —34→  

-Mi señor, ¡ya le tenemos!, ¡¡ya le tenemos!! ¡¡¡Ya le tenemos!!!

Vi de repente, sobre la figura de Persigny y sobre la del mismo príncipe, que se trataba de Guillot.

-¿Pero de qué quiere usted hablar? Dijo el príncipe con embarazo.

-Del asesino, mi señor.

-Ah, ustedes le tienen, les dije ¿es Guillot o Fleury?

Pero el viejo Chamoisi conoce su oficio y no se desconcierta.

-Señor, me respondió secamente, el asesino se llama a la vez Guillot y Fleury, y vuestra perspicacia, a falta de informes positivos, habría debido hacerle a usted comprender...

Yo no quise volver a la discusión; viendo que todo el mundo estaba incómodo tomé mi sombrero, salí del salón, y rogué al príncipe que me acompañara a su gabinete. Príncipe, le dije, estoy seguro que tal asunto del asesinato no es sino un pretexto para obtener todavía más dinero, como se ha producido tantas veces; además no puede sino haceros pasar el ridículo, lo cual, en vuestra posición, es muy grave. Ahora que os he advertido, no me ocuparé más de ello sino para reír.

No trataré de contaros todas las escenas grotescas que tuvieron lugar alrededor del «interesant Guillot»; al principio, el señor de Chamoisi comenzó por pedir al príncipe 25 libras esterlinas para descubrir al asesino. Más tarde cuando fue descubierto, 40 libras esterlinas para hacerlo detener; en seguida 40 libras esterlinas para perseguir a Guillot, que, se decía, se había escapado, y finalmente, después de un mes de marchas y contramarchas, 100 libras de gastos (2,500 fr.), no sé cómo, se pretendía haber adquirido la certidumbre de que Guillot había retornado a Francia «para rendir cuenta de su misión».

«He allí señora, una de las mil farsas a las cuales el desgraciado príncipe, por su extrema debilidad, se encuentra diariamente expuesto».

Le falta a este relato el acento del coronel, sus gestos, su risa tan franca, tan cordial, que provoca la de su auditorio.

  —35→  

En resumen, si el coronel Montauban no tiene aquella gravedad que tienen hoy día los oficiales salidos de las escuelas militares, se puede decir de él que es un vividor y un bravo sablista que no retrocedería si se tratara de dar un golpe de mano; además tiene buen corazón, le gusta prestar servicios, da voluntariamente dinero, cuando lo tiene, a los pobres franceses que mueren de hambre en Londres. El único defecto que se le reprocha es aquella ligereza de lenguaje, que se permitía antes pero que no conviene a nuestra época, en la cual se toma todo seriamente. El marqués de Montauban por hacer un chiste, sacrificaría al mejor de sus amigos.

He aprendido más en mis conversaciones con el coronel sobre el príncipe y lo que lo rodea, de lo que hubiera podido hacerlo frecuentando la casa de «su alteza» durante seis meses. Me parece evidente que las personas que lo rodean son más hábiles en sustraerle dinero que en indicarle la única vía en la cual puede distinguirse. Si yo hubiese tenido la ocasión de hablar al señor Napoleón Luis Bonaparte no le habría dado ni el nombre «alteza» ni de «monseñor», ni tampoco le habría llamado «gran sobrino del gran hombre». ¡Es lastimoso querer representar un papel para el cual no se es propio y es estúpido obstinarse en ser «príncipe» a despecho del destino!



  —36→  

ArribaAbajo- V -

Los Cartistas


Cualesquiera que sean todavía, en las islas Británicas el imperio del fanatismo y de la hipocresía que impone las creencias religiosas ellas no tienen sino una influencia secundaria en la formación de los partidos. Cada uno está sujeto a su secta como a la libertad de sus opiniones y no quiere estar obligado a pagar a los curas en los cuales no cree; pero los odios religiosos se extinguen a pesar de todo lo que se hace para avivarlos, y es principalmente en los intereses materiales donde es necesario buscar las motivaciones de los partidos.

No hay ninguno de mis lectores que no haya escuchado hablar de los whigs y torys, de los «reformistas» y de los «conservadores», de los «radicales» y de los «cartistas». Hay una guerra intestina entre todas esas facciones; pero la gran lucha, aquella que está llamada a transformar la organización social, es la lucha entablada, de un lado, entre los propietarios y capitalistas que reúnen todo, riqueza, poder político y en provecho de los cuales el país es gobernado, y, de otro lado, los obreros de las ciudades y de los campos que no tienen nada, ni tierra, ni capitales, ni poderes políticos, quienes pagan sin embargo las dos terceras partes de impuestos, son los reclutas del ejército y de la flota y a los cuales los ricos hambrean, según su conveniencia, a fin de hacerles trabajar para un mejor mercado.

Las tierras de los tres reinos se encuentran repartidas entre número muy pequeño de familias, por efecto de las leyes feudales   —37→   que rigen la transmisión. Las grandes haciendas han prevalecido, las praderas han sido sustituidas por tierras laborables y las comunales han sido repartidas exclusivamente entre los propietarios. La consecuencia necesaria de todo ello ha sido la miseria más profunda para el proletariado de los campos; y como la administración, la policía, la justicia civil y criminal son ejercidas por los propietarios, resulta que el proletario ha descendido ni más ni menos a ser esclavo del propietario, esclavo más desgraciado que el negro y el siervo, que sus amos no dejan jamás morir de hambre, ni dejan perecer en las prisiones por haber matado una liebre o una perdiz.

La división del trabajo llevado a su más extremado límite, la mecánica reemplazando todos los procedimientos de los oficios, la fuerza motriz del más alto poder, que se encuentra siempre a disposición del capitalista, son en el proceso de producción tres grandes revoluciones que serán muy importantes en la organización política de los pueblos. La pequeña industria desaparece gradualmente: no hay casi ningún objeto para el uso del hombre que no sea hecho por las máquinas en las grandes manufacturas, y el trabajo que ellas dejan hacer al obrero exige tan poca habilidad que el primer llegado es útil para cualquier casa.

En un primer momento, los obreros aprovechan de esos progresos industriales; la perfección de la obra y su mercado barato acrecientan el número de consumidores y los salarios aumentan. Pero a la postre cuando la competencia continental comienza a desarrollarse, el manufacturero inglés entabla la lucha contra ella con los inmensos capitales que ha ganado: amontona las mercancías en las tiendas, en las factorías inglesas repartidas sobre la superficie del globo, y, sucesivamente, reduce los salarios del obrero.

En este estado de cosas el obrero inglés se encuentra enteramente al arbitrio del capitalista fabricante; éste puede por largo tiempo satisfacer la demanda sin cambiar la ley del obrero. El beneficio de la fabricación es así enteramente para el fabricante, y el obrero no obtiene sino para el pan por sus catorce horas de trabajo.

Los radicales piden la abolición de las leyes sobre los cereales; pero los obreros reclaman solamente el sufragio universal, porque saben muy bien que interviniendo en la confección de las leyes, obtendrían pronto la abolición de los derechos   —38→   que afectan a los cereales y toda especie de provisiones, así como la facultad de asociarse para luchar contra los capitalistas.

La asociación más formidable que se ha formado hasta ahora en los tres reinos es la de los cartistas. Veo con pena que sea por el fanatismo religioso o sea para conservar su dictadura sin compartirla, O'Connel impide a los obreros irlandeses fraternizar con sus hermanos de Inglaterra; mientras tanto el sufrimiento proviene de las mismas causas, la opresión pesa igualmente para todos, sea que los proletarios soporten el yugo de la aristocracia inglesa o irlandesa, sea que paguen centavos a los protegidos de la una o de la otra, sea que tejan telas de algodón o de lino; en una palabra, todo hombre que no está comprendido en la ley electoral debe ser «cartista» pues es juzgado sin ser escuchado, sin abogado para defender su causa. Aquella liga debe ser por lo tanto, un día, la liga de veinte millones de habitantes contra todos los privilegios de los tres reinos. La asociación lleva a todas partes sus inmensas ramificaciones: en cada centro manufacturero, fábrica, taller, se encuentra obreros cartistas; en los campos, los habitantes de las chozas forman parte también y aquella santa alianza del pueblo que tiene fe en su porvenir se cimienta y se acrecienta cada día más. Los gastos son cubiertos por medio de cotizaciones mensuales. Todos los movimientos parten de un centro y jamás organización humana ha sido tan fuerte.

Aunque esta liga adquiera una gran potencia de acción por la regularidad de su organización, su fuerza está en la unidad del objetivo. Todos quieren sin ninguna excepción la supresión de los privilegios aristocráticos, religiosos o mercantiles; todos quieren la igualdad de impuestos, de derechos civiles y políticos; todos saben que para llegar a ese objetivo es necesario destruir a una aristocracia tiránica que usa el poder usurpado únicamente en su interés particular, que es preciso arrancarle el poder a fin de redimir a aquellos que ella oprime y que tiene para ellos la fuerza y la inteligencia.

Ninguna medida a medias podrá satisfacer a los cartistas. No tendrán jamás confianza en un partido cuyo objeto sería transferir a los mercaderes los privilegios de la aristocracia, porque no verían sino el empeoramiento de la opresión en una similar extensión de privilegios. Los trabajadores como los mercaderes, banqueros y negociantes, así como los propietarios en su riqueza a otros; los trabajadores que han conducido tan alto la fortuna de Inglaterra son los parias de la sociedad   —39→   inglesa. Jamás se ocupan de ellos en el parlamento a menos que sea para proponer leyes que traban su libertad. Es por lo tanto una convicción muy arraigada en ellos que toda medida que no tenga la igualdad de derechos políticos por base no será sino una nueva decepción.

Bajo el imperio del sufragio universal ¿se confesará la intención de llevar el precio del pan hasta matar de hambre a los obreros? ¿Existirá prohibiciones contra la importación de casi toda clase de subsistencias? ¿Los objetos que consume el pobre serán gravados tres veces más que aquellos destinados a los ricos? Si todos pudieran elegir sus representantes, ¿se vería una administración tan odiosa de la justicia? ¿Se vería al hijo del Lord condenado a multas insignificantes por ultraje frente a las mujeres o por haber golpeado a los subalternos hasta el punto de poner su vida en peligro, mientras que el plebeyo indigente es castigado sin misericordia por faltas ligeras y no teniendo capacidad de pagar fianza, languidece en prisión mientras que su familia muere de hambre? ¿Serían multas fijadas de tal manera que el mínimo fuera igual a los salarios que puede ganar un obrero en varias semanas y el máximo la mitad del gasto cotidiano de un hombre rico? ¿Existirían más detenidos por contravención de las leyes sobre la caza que por todos los delitos y crímenes reunidos? ¿Meterían las patrullas en el campo para librar combates contra los cazadores furtivos y vengar la muerte de algunos faisanes? ¿Habría decidido la justicia del rey que en el caso de la clausura o la usurpación de bienes de los comunales, sólo los propietarios tienen derecho a una indemnización y que los pobres que han construido las chozas sobre los campos pueden sin compensación ser arrojados con la vaca y el cochino que han criado? Si el pueblo que alimenta el reclutamiento de la flota y del ejército estuviera representado en el parlamento, ¿se continuaría la práctica de tratar a soldados y marineros a golpe de fuete, a vender los grados del ejército, a usar la violencia para hacer entrar al marinero al servicio del Estado, a fin de no pagarle sino un salario inferior a aquel que pudieran ganar y durante los largos años que se pasan entre la presse y el hospital de Greenwisch, el marinero no debería jamás esperar de elevarse aunque fuera al grado de midshipman (aspirante)?

Por el aspecto de los movimientos de las clases obreras, la aristocracia ha tocado la alarma y ha atribuido a las masas populares intenciones de expoliación. Los obreros quieren llegar   —40→   al reino de la justicia y deben consecuentemente ser los expoliadores para aquellos que se enriquecen con los privilegios: es a esos malévolos clamores que es preciso atribuir las repugnancias y los terrores verdaderos o falsos que inspiran. Los obreros que toman parte activa en la marcha de la asociación son todos la élite de su clase. Los jefes son hombres instruidos plenos de celo y amor por sus semejantes. Los obreros no persiguen ni ley agraria, ni impuestos sobre las máquinas ni mínimo de salarios. Piensan que son oprimidos por los impuestos sobre las subsistencias y por los capitalistas. No quieren ser más reducidos a sufrir la ley de aquellos que los emplean. Quieren trabajar por su propia cuenta y que la ley no se oponga más a que los obreros se organicen en sociedad. Quisieran que en la fabricación se actuara como aquellos marinos italianos y griegos que navegan «al partir» y reemplazan así en el Mediterráneo la marina mercante de las otras naciones. Sus pretensiones que se ha buscado miserablemente de incriminar están evidentemente fundadas sobre aquella equidad cuya huella divina está en nuestras almas. Una asociación de obreros bien administrada que explotara una industria cualquiera debiera obtener más crédito que un taller individual de igual importancia; porque en el primer caso los riesgos de fabricación son corridos por todos los miembros de la asociación, mientras que en la explotación individual, una o dos personas asumen todos los riesgos.

Los señores de la industria han juzgado bien la trascendencia de tales ideas y han calumniado a los obreros que hacen notar la intención de reunirse para hacerles competencia; sin embargo hay honorables excepciones. Muchos manufactureros son lo bastante instruidos para sentir que la causa de los obreros es la suya, y que habrían las mismas ventajas para los propietarios de las fábricas así como para los obreros de formar sociedades en participación.

En petición nacional de 14 de junio de 1839, dirigida al parlamento, se ha reclamado el sufragio universal, como el único medio para preservar a la nación del «egoísmo» inseparable de toda aristocracia, por extendida que sea, y en beneficio de la industria y los trabajadores.

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PETICIÓN NACIONAL DE LOS SUSCRITOS PARA EL SUFRAGIO UNIVERSAL, ETC. DEL 14 DE JUNIO DE 1839

«A los honorables comunes de los reinos unidos de Gran Bretaña y de Irlanda reunidos en parlamento, la petición de los suscritos, sus compatriotas que sufren. Humildemente sea expuesto:

»Que nosotros, vuestros peticionarios, habitamos un país renombrado por el espíritu de empresa de sus comerciantes, la habilidad de sus fabricantes, la industria de sus obreros, cuya reputación es proverbial.

»Este país por sí mismo es bueno, el suelo rico y la temperatura sana. Está abundantemente provisto de los principales materiales de comercio. Tiene puertos numerosos y excelentes y sobrepasa a todos los países por la facilidad de sus comunicaciones interiores. Después de veintitrés años hemos gozado de una profunda paz.

»Sin embargo con todos aquellos elementos de prosperidad nacional y toda la disposición y capacidad necesaria para servirnos ventajosamente, nos encontramos oprimidos por los sufrimientos públicos y privados.

»La carga de impuestos nos hace encorvar hasta la tierra, los cuales no obstante están lejos de satisfacer las necesidades de nuestros gobernantes; nuestros negociantes tocan temblando el abismo de la bancarrota, nuestros obreros están hambrientos, el capital no procura ninguna ganancia y el trabajo ninguna recompensa, la casa del artesano está desnuda de todo y la tienda del prestamista está llena de prendas, hay un gentío en la casa de corrección y la manufactura está desierta.

»Nosotros hemos llevado nuestra mirada a todas partes, y hemos seguido nuestra búsqueda con cuidado a fin de descubrir las causas de penuria tan aguda y tan prolongada.

»No podemos encontrar ninguna causa ni en la naturaleza ni en la providencia.

»El cielo ha sido benévolo con el pueblo, pero la necedad de nuestros gobernantes le ha quitado todo efecto a la bondad de Dios.

»Las fuerzas vitales de un poderoso reino han sido dilapidadas para construir el poder de hombres cuya ignorancia iguala al egoísmo, y sus recursos gastados en su engrandecimiento.

»La prosperidad de un partido ha sido adelantada hasta sacrificarle la prosperidad de la nación. El pequeño número ha gobernado en el interés del pequeño número, mientras que los intereses de la masa han sido descuidados o pisoteados con tanta insolencia como tiranía.

»El pueblo esperaba con confianza que el remedio de la mayor   —42→   parte de sus males, sino de todos, saldría del acta de la reforma electoral de 1832.

»Se le había hecho considerar aquella acta como un medio sensato de llegar a un noble fin, con la ingeniosa máquina de una legislación perfeccionada por la cual, finalmente, la voluntad de las masas sería poderosa.

»El pueblo ha reconocido con amargura que había sido ruinmente engañado.

»Aquel fruto, que parece tan bello a los ojos cae sobre polvo y ceniza al haberse cortado.

»El acta de la reforma ha efectuado la transferencia del poder de una facción dominante a otra y ha dejado al pueblo tan carente de socorro como antes.

»Nuestra esclavitud ha sido cambiada por un aprendizaje de libertad y el sentimiento penoso de nuestra degradación social ha sido agravado por la prolongación de una esperanza permanentemente diferida.

»Venimos delante de vuestra honorable cámara para decirles, con toda humildad, que la continuación de ese estado de cosas no debe ser sufrido más. Que no podrá continuar largo tiempo sin hacer correr serios peligros a la estabilidad del trono y a la paz del reino y que si con el socorro de Dios y todos los medios legales y constitucionales, el fin puede ser obtenido, estamos enteramente resueltos a que cese prontamente.

»Decimos a vuestra honorable cámara que el capital del patrón no debe ser por más tiempo privado de la ganancia a la cual tiene derecho. Que el trabajo del obrero no debe ser por más tiempo privado de la recompensa que le es debida. Que las leyes que hacen la alimentación cara y aquellas que haciendo escasear el dinero hacen barato el trabajo, deben ser abolidas. Que la propiedad, y no la labor, debe ser alcanzada por los impuestos. Que el bien del mayor número, que es el único fin legítimo, debe ser también el único estudio de gobierno.

»Como algo preliminar esencial a estos cambios y a otros que serían necesarios, como el único medio por el cual los intereses del pueblo pueden ser eficazmente defendidos y garantizados, pedimos que esos intereses sean confiados a su conservación por el pueblo.

»Cuando el Estado hace un llamado a los defensores, cuando hace un llamado de dinero, ninguna consideración de pobreza o ignorancia puede ser argüida para negar o solamente diferir de someterse a la demanda.

»Como somos universalmente requeridos para defender las leyes u obedecerlas, la naturaleza y la razón nos dan el derecho de   —43→   pedir en la confección de las leyes, la voz universal sea implícitamente seguida.

»Cumplimos los deberes de hombres libres, debemos tener los privilegios de la libertad.

»Pedimos el sufragio universal.

»El sufragio, para estar exento de la corrupción del rico y de la violencia del poderoso, debe ser secreto.

»La aserción de nuestro derecho necesariamente implica el poder de ejercerlo sin control.

»Pedimos la realidad de un bien, no su apariencia, pedimos el ballot (escrutinio secreto).

»Las relaciones entre los representantes y el pueblo, para ser ventajosas, deben ser íntimas.

»Los poderes legislativos y constituyentes deben ser puestos frecuentemente en contacto para corregirse e instruirse.

»Los errores, que son ligeros comparativamente cuando son susceptibles de un pronto remedio popular, pueden producir los efectos más desastrosos cuando se les deja envejecer durante largos años.

»Las elecciones frecuentes son esenciales para la salud pública así como para la confianza pública.

»Pedimos parlamentos anuales.

»Con el poder de elegir y la libertad en la elección nuestras opciones no deben ser limitadas en lo más mínimo.

»Estamos forzados, por las leyes existentes, de tomar por nuestros representantes a hombres que son incapaces de apreciar nuestras dificultades y que no tienen para ellos sino pocas simpatías: negociantes que se han retirado del comercio y no sienten más la fatiga y las perplejidades; propietarios del suelo que ignoran los males y los remedios; abogados que no buscan los honores del senado sino como medios de hacerse notar en el foro.

»Los trabajos de un representante que cumple celosamente con su deber son considerables y onerosos.

»No es ni justo, ni razonable, ni seguro que continúen ser cumplidos gratuitamente.

»Pedimos que, en la elección futura de los miembros de vuestra honorable cámara, la aprobación del poder constituyente sea la única calificación, y que a cada representante así escogido, sea asignado, sobre la renta pública con una bella y equivalente remuneración por el tiempo que está llamado a consagrar al servicio público.

»Finalmente, deseamos con toda sinceridad convencer a nuestra honorable cámara que esta petición no ha sido dictada por un vano amor al cambio y que no proviene de ninguna manera del apegamiento   —44→   inconsiderado a teorías imaginarias, sino que es el resultado de numerosas y largas deliberaciones y de las convicciones que los acontecimientos de cada año sucesivo tiende cada vez más a reafirmar.

»El gobierno de este poderoso reino ha sido hasta hoy sujeto de experiencias egoístas de las facciones rivales.

»Hemos sentido las consecuencias en nuestra vida de angustias de cortos resplandores, de un goce incierto, casi siempre perdidas en las largas y sombrías épocas de sufrimientos.

»Si el gobierno del pueblo no hace cesar las penurias del pueblo hará callar los murmullos.

»El sufragio universal puede establecer sólo una paz verdadera y durable en la nación, y nosotros creemos firmemente que hará nacer también la prosperidad.

»Se puede por lo tanto rogar a vuestra honorable cámara de tomar nuestra petición en la más seria consideración y de utilizar los más grandes esfuerzos por todos los medios constitucionales a fin de que sea dada una ley que acuerde a cada varón de edad legal, sano de espíritu y no convicto de crimen, el derecho de elegir a los miembros del parlamento que ordena que en el porvenir las elecciones de los miembros del parlamento serán hechas bajo el escrutinio secreto que fija la duración de los parlamentos a un año sin excepción y que elimine para los miembros todas las calificaciones resultantes de la propiedad y en fin que provea a que una remuneración conveniente sea dada al cumplimiento de los deberes parlamentarios».

Los principios sobre los cuales esta petición basa su demanda son en tal forma conformes con los sentimientos de justicia universal que no se sabría combatirlos. También aquellos en cuyo provecho el país es gobernado, que deben su renta a los monopolios que cobran grandes sueldos o gozan de sinecuras burócratas, aquellos exclaman que los proletarios quieren terminar con la propiedad, como si la propiedad pudiera justificarse por la usurpación y reconocer otros títulos legítimos que el trabajo. Pero aquellas acusaciones apasionadas hacen casi tanta impresión como los gritos del papismo a los cuales algunos fanáticos, entre los torys, buscan para amotinar las masas. Inglaterra presenta actualmente una anomalía extravagante: los prejuicios se debilitan entre las clases populares, los odios religiosos y nacionales desaparecen, mientras que en las altas regiones, la aristocracia, horrorizada del progreso de las luces se envuelve en espesas tinieblas, se vuelve a hundir en la oscuridad de la Edad Media, evoca los recuerdos de Crecy y de Azincourt,   —45→   las sombras de Enrique VIII y de la reina María y cuando el pueblo muere de hambre busca apasionarse por las controversias religiosas. Ella querría hacer renacer aquellas épocas de aberraciones en las que los hombres se degollaban por vanas argucias teológicas. ¡Y son aquellas gentes las que pretenden guiar la nación!

En cuanto a los whigs, están en el siglo de Luis XIV: ved la importancia que le atribuyen a tal familia real antes que otra gobierne un país. Parecen suponer que la opinión reinante en Europa les es impresa por sus reyes y que estos pueden obtener cualquier cosa sin el asentimiento de sus pueblos. ¡Pobre gente que no ve borrarse los prejuicios nacionales, unirse los pueblos todos los días de la manera más íntima y el interés de las masas dominar todas las cuestiones sobre el continente tanto más que en Inglaterra y que no ven en lo más mínimo que una guerra que no sea popular no podría obtener éxito en ningún país de Europa y que perdería para siempre la aristocracia que la hubiese provocalo!

Por haber leído a menudo en el periódico de los cartistas, y haber oído hablar de eso de maneras tan diversas, tenía interés en conocerlos. Los torys me los presentaban como atroces, malvados, y los whigs, con su fatuidad ordinaria trataban a los cartistas de impúdicos insignes y en fin los radicales de los cuales son la esperanza, me hablaban de ellos como de los salvadores de la patria. Todos aquellos juicios contradictorios me hicieron experimentar el más vivo deseo de ver a los jefes de ese gran movimiento popular y de asistir a una sesión del comité director. Yo no tenía ninguna confianza en los testimonios apasionados de los partidos y quería formar mi opinión sobre los cartistas a juicio mío, ver si eran realmente monstruos sedientos de sangre, locos perdiendo la causa del pueblo, o genios enviados por Dios para liberar a Inglaterra de la esclavitud. Uno de mis amigos, íntimamente ligado a dos de los cabecillas vino a recogerme y nos trasladamos a Fleet-street, a la sala donde la convención nacional tenía sus reuniones. La entrada ha sido, sin ninguna duda, frecuentemente objeto de la burla de los torys de la noble cámara; ¡tienen tanto espíritu! No es efectivamente muy pomposa, en uno de sus pequeños pasajes sucios y estrechos de Fleet-street, está un cabaret de mezquina apariencia. En el cabaret un mozo viene a preguntar si deseáis un porrón de cerveza, y por el tono con que le respondéis reconoce el motivo   —46→   que os lleva, y si le dais una seña os conduce por una trastienda, un pequeño patio y un largo corredor a la sala de reuniones; pero ¿qué importa el lugar? Era también así en las criptas, en las cuevas y cavernas que los primeros apóstoles reunían a los cristianos y sus palabras eran más fuertes que la fuerza de los Césares, porque la fe los animaba y sobre la cruz de madera que tenían en sus manos estaba escrita la palabra «redención».

Mi amigo hizo preguntar por los señores O'Brien y O'Connor, vienen aquellos señores y yo les soy presentada y me introducen en la sala donde ninguna persona es admitida sino sólo después de haber sido presentada por dos miembros. Todas estas prudentes precauciones no impiden que los espías se deslicen al seno de la asamblea.

En un principio, fui impresionada por la expresión de sus fisonomías. No había visto todavía en las reuniones inglesas sino figuras de una fatigante uniformidad sin carácter que los hiciera ser recordados y como vaciados en el mismo molde. Allí, se encontraban alrededor de treinta a cuarenta miembros de la convención nacional y más o menos el mismo número de espectadores simpatizantes. Estos últimos eran de la clase obrera casi todos jóvenes; noté cuatro o cinco obreros franceses y dos mujeres del pueblo. No había ni interrupciones, ni cuchicheos, ni charlas particulares como en la cámara de «sus señorías». Cada uno prestaba una atención sostenida, seguía el debate con interés, el orador introducía a veces, según el hábito inglés, chistes bufonescos que provocaban la risa. O'Connor habla con fuego, energía; es brillante, anima, atrae. O'Brien se hace notar por la justeza de su razonamiento, su lucidez, su sangre fría y su conocimiento profundo de los acontecimientos pasados. El doctor Taylor es entusiasta, fogoso, es el Mirabeau de los cartistas. Aquellos tres hombres, con Lovett, pueden ser considerados como los jefes actuales del pueblo. Pero inmediatamente después de ellos existen otros puestos ocupados por hombres de mucho mérito. Distinguí en esa reunión a tres jóvenes entre los cuales el mayor tenía apenas veintiséis años; uno entre ellos, el doctor Stephens, tiene un rostro encantador, todo en él anuncia al ser entregado al estudio por gusto y agotándose a fuerza de trabajo; firme en sus opiniones, las predica y las defiende con la energía del hombre convencido de la importancia de hacerlas triunfar. Se expresa con una extrema facilidad, su réplica es pronta, capta el menor matiz con una rara inteligencia; ese joven tiene por delante un   —47→   destino brillante, porque Dios lo ha dotado de todos los talentos necesarios para el apostolado popular. Palmer, lo hago notar enseguida, es nacido en las filas del pueblo. Su alta estatura anuncia la fuerza; es bien proporcionado, su aspecto tiene al de fiero y aun de amenazante. Su cabeza es notablemente bella, es el bello tipo irlandés10. De rasgos finos, regulares, una masa de cabellos negros, la piel un poco morena, ojos azul oscuro lanzando llamas, una boca y un mentón donde se pinta la energía de las pasiones; tal es el joven. Su expresión es tan marcial, tan determinada, yo diría incluso tan terrible, que no puede mirársele sin pensar en la lucha.

Se ve que este hijo de la desgraciada Irlanda siente su dignidad de hombre y su ánimo se subleva contra el yugo. ¡Oh, este joven, yo respondo, jugará un gran papel en la revolución popular, si la Providencia permite que tenga lugar de aquí a diez años! Su brazo es firme y su odio implacable perseguirá a los señores como Mario perseguía a los senadores romanos. La educación no ha pulido las formas de su lenguaje; sin embargo he tenido la ocasión de constatar en esta misma sesión, la impresión que hacían las palabras que desbordaban de su corazón y hasta qué punto se llevaba la deferencia por su opinión. Se entabló entre O'Connor y un viejo abogado disputador una discusión bastante pueril. Varios miembros habían intentado hacer volver al viejo charlatán de la tinterillada al sentido común, pero en vano, porque éste, adiestrado por una larga práctica a sostener el «pro» y el «contra», a probar largamente lo incontestable, a deslizarse ligeramente sobre aquello que está indeciso, a abordar alternativamente todos los aspectos de la cuestión, no se detenía y lapidaba a todo el mundo bajo el chaparrón de sus palabras.

El joven irlandés se levantó y con una voz plena y sonora que parecía engullir las palabras del viejo abogado dijo: señor, nosotros no estamos reunidos en lo menor para discutir palabras, sino más bien para examinar cosas importantes. Nuestro tiempo es precioso, debemos medirlo por nuestros actos y no por frases ociosas. Estas palabras en la boca de ese joven produjeron un efecto que no sabría describir. Todos le hicieron un signo de adhesión. Esta vez el viejo abogado se quedó corto y no estaba ya sobre su terreno. El joven irlandés marchó de frente al objetivo y el veterano del foro había olvidado este sesgo o había desdeñado el hacer uso de él.

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El tercer cartista que observé era también irlandés. Figúrense un hombre joven, pálido, delgado, de una complexión enclenque, uno de aquellos seres débiles para quienes la existencia es su sufrimiento perpetuo, que, no viviendo sino por la imaginación, olvidan la vida real por la vida fantástica y se dejan morir de hambre soñando con palacios encantados; una de aquellas almas poéticas que no piensan sino en el progreso, no siendo felices sino por la felicidad de los otros. Se ve que el pobre cree en las mujeres y en Dios. Tiene veinte años. La inmensidad de su amor abraza a la humanidad entera, su frente irradia esperanza, su confianza no tiene límites. No conoce en lo menor las máscaras diversas con las cuales se cubre el egoísmo. El desgraciado joven se lanza sin titubeos en aquel abismo que se llama la sociedad, sin sospechar ni las luchas crueles de las rivalidades, ni los odios de la envidia. ¡Cuántas decepciones le esperan, con qué dolores va a ser torturado! Cada vez que mis ojos se posaban sobre esta frágil criatura me recordaba a Camille Desmoulins, madame Roland, Saint Just y todos aquellos seres llenos de fe y abnegación que murieron víctimas de las malas pasiones en nuestras discordias civiles.

Salí muy edificada de esta asamblea, muy satisfecha; había visto predominar el buen orden en las deliberaciones y auguraba favorablemente los talentos de la sinceridad y del sacrificio, en los jefes que Dios ha hecho salir del pueblo.



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ArribaAbajo- VI -

Una visita a las Cámaras del Parlamento


En Francia las libertades existen en las costumbres desde tiempo antes de introducirse en las leyes. Napoleón y la Restauración han abolido en vano leyes que habían comenzado la liberación de la mujer. Esta tiranía ha despertado resistencia por todas partes. La mujer prueba que su inteligencia marcha a la par de la del hombre y la opinión se esclarece. En Inglaterra el desarrollo intelectual no tiene capacidad para influir en la esfera de la libertad. La libertad jamás ha podido dar un paso si no está apoyada sobre la rebelión. Mientras que las mujeres autoras iluminan el horizonte británico con vivas luces, no solamente las leyes y los prejuicios hacen pesar sobre las mujeres atroz esclavitud, sino que todavía la Cámara de los Comunes, que pretende representar a la nación «entera», aunque sea realmente de manera ficticia, esta asamblea que recibe de rodillas las órdenes de una mujer, apoya la inconsecuencia hasta prohibir a las mujeres de asistir a sus sesiones.

Así, en ese país tan libre, si es necesario añadir algún valor a las habladurías parlamentarias y a las frases de los periodistas, en este país que se dice libre, la mitad de la nación no está solamente privada de derechos civiles y políticos, sino que además en diversas circunstancias es tratada de esclava. La mujer puede ser «vendida» en el mercado y la asamblea legislativa le «niega la entrada» en su seno. ¡Oh vergüenza, vergüenza sobre una sociedad que persiste en aquellos usos bárbaros! ¿No es verdaderamente de un orgullo ridículo esta sociedad inglesa que pretende imponer por todas partes sus principios   —50→   de libertad? ¿Hay así otro país más sojuzgado que Inglaterra? ¿No es el siervo ruso más feliz que el campesino irlandés y el esclavo de las manufacturas? ¿En qué lugar de la tierra la mujer no tiene más libertad que en las Islas Británicas?

La prohibición de asistir a las sesiones de los honorables provocó en mí el deseo de entrar. Veía frecuentemente a un miembro del parlamento del partido tory, que en lo restante era razonable. Había viajado mucho y se jactaba de estar exento de prejuicios. Tuve la simpleza de creer que su conducta se ceñía a sus palabras. Le propuse, como cosa muy natural, que me prestara traje de hombre y que me llevara con él a la sesión. ¡Mi proposición hizo sobre él el efecto que hacía, en otro tiempo, el agua bendita sobre el demonio! ¡Prestar los vestidos de hombre a una mujer, para introducirla en el santuario del poder masculino! ¡Oh qué abominable escándalo, qué desvergüenza, qué horrible blasfemia! Mi amigo el tory se puso pálido de horror, rojo de indignación, tomó su bastón y su sombrero, se levantó sin mirarme y me declaró que no podía continuar viéndome; sus últimas palabras fueron: ¡Desgracia para aquél que escandaliza! Yo le respondí con el versículo siguiente: «Desgracia para aquél que se deje escandalizar».

Este incidente me reveló la omnipotencia de los prejuicios en Inglaterra; sin embargo, yo reconocí que los corifeos no son inocentes, que hay siempre hipocresía y que las clases altas no se imponen el yugo sino para que los prejuicios sean así como los dogmas religiosos, instrumentos de dominio; la sumisión ciega a lo que aquellos exigen es la máscara actual de la aristocracia. Se goza asimismo, entre ella, de una alta estimación cuando se saca a la luz cualquier uso feudal de la Edad Media, cuyas crónicas polvorientas conservan sólo el recuerdo.

Lo que la mujer quiere, Dios lo quiere. Este proverbio se escucha tan frecuentemente, que se podría prever la emancipación futura de la mujer. Mi resolución no fue en nada revocada. Los obstáculos no son para mí sino un desafío y por el contrario, aumentan mi perseverancia. Me di cuenta que no debía recurrir más a un miembro del parlamento, fuera cual fuera su color, ni tampoco a un inglés. Me dirigí sucesivamente a varios de los señores agregados a las embajadas francesa, española y alemana. Encontré por todas partes negativa, no por la razón que me había alegado el tory, sino por el miedo de comprometerse   —51→   a faltar a las órdenes recibidas. En fin, cosa extraña, encontré a un turco, personaje eminente, venido a Londres en misión, quien no sólo aprobó mi proyecto sino que me facilitó su ejecución. Me ofreció un vestido completo, su permiso para entrar, su carro y su amable compañía; ¡con qué reconocimiento acepté sus ofrecimientos!

Escogimos el día, y me presenté a su casa con un francés de confianza y me vestí con un rico traje turco. Esos vestidos eran muy anchos y largos para mí y lucía mal con ellos, pero quien quiere el fin debe aceptar los medios.

Londres y sus edificios están tan bien iluminados que se ve mejor por la noche que durante el día. Descendí del coche en la puerta de la Cámara de los Comunes. Nuestro traje llama la atención sobre nosotros, todos nos miran, nos siguen, y yo escucho murmurar alrededor de mí: «el joven turco parece ser una mujer». Como en Inglaterra todo es formalidad minuciosa, el ujier solicita al verdadero turco su permiso de admisión, lo toma para mostrárselo a no sé quién y nos hace esperar más de diez minutos. Nos habíamos quedado allá en medio de una triple fila de curiosos, hombres y mujeres, que venían a esta última antecámara para gozar del interesante espectáculo de ver pasar a sus representantes, cuando dos o tres damas fijaron su mirada sobre mí y repitieron bastante alto: «allí hay una mujer en traje turco».

Mi corazón latía fuerte y a pesar de mis esfuerzos me ponía roja; sufría yo un suplicio durante aquella larga espera, y temía que el rumor público me impidiera entrar. Sin embargo mi continente se imponía, gobernaba mi agitación y mi apariencia era calmada, porque tal es la influencia del traje, que poniendo sobre mi cabeza el bonete turco había tomado aquella gravedad seria, habitual de los musulmanes.

Finalmente regresó el ujier anunciándonos que podíamos entrar.

Rápidamente, corrimos a la pequeña escalera de la izquierda y tomamos lugar en el último banco, a fin de no tener ninguna persona detrás de nosotros. Pero nuestros vestidos se convertían en objeto de atención y pronto el rumor corrió por toda la sala de que había una mujer disfrazada. Aprendí, esa noche, a conocer a los hombres de la alta sociedad inglesa, más   —52→   de lo que había logrado durante diez años de residencia en Londres, en una posición ordinaria. No sabría explicar hasta qué punto ellos aplicaron sobre mí su falta de cortesía, su grosería y aun incluso su brutalidad.

Como fuera que el turco y yo mostramos, en apariencia, el continente calmado de los verdaderos otomanos, era fácil de adivinar toda la molestia y la inquietud que nuestra posición debía damos. Y bien, sin ningún miramiento por mi calidad de mujer y de extranjera y por mi disfraz, todos aquellos gentlemen me miraban de reojo, hablaban de mí entre ellos y en voz alta, venían delante de mí y me miraban de frente sobre la nariz, después se detenían detrás de nosotros en la pequeña escalera y se expresaban en voz alta, a fin que pudiéramos entenderlos y decían en francés: «¿por qué esta mujer se ha introducido en la Cámara, qué interés puede tener ella de asistir a esta sesión? Debe ser una francesa, ellas están habituadas a no respetar nada, pero en verdad es indecente, el ujier debería hacerla salir». Después se iban a hablar a los ujieres y aquéllos me miraban, otros corrían a decírselo a los miembros de la Cámara, quienes dejaban sus asientos para venir a verme; yo estaba sobre espinas, ¡qué falta de decencia y de hospitalidad! Pero dejo aquí los recuerdos penosos para hablar de la Cámara.

El aspecto de la sala es lo que hay de más mezquino, de más burgués, de más comercial. Forma un rectángulo largo, es pequeña y muy incómoda. El cielo raso es bajo. Las galerías superiores avanzan y ocultan en parte los lados bajos. Los bancos son de madera pintados color nogal. Esta sala no tiene en lo menor el carácter que anuncia su objetivo, se parece a lo que podría servir de capilla en una aldea y no estaría mal para una reunión de vendedores de especerías. No tiene dignidad, ni en la arquitectura, ni en el decorado. La iluminación a gas es de un gran despliegue y es la única cosa de la cual se puede hacer elogios.

Los honorables se extienden sobre los bancos como hombres fatigados y aburridos. Muchos se acuestan enteramente y «duermen». Aquella sociedad inglesa que se martiriza siempre por la estricta observación de las reglas de la etiqueta, que atribuye tan alta importancia al aseo, a la pulcritud y el orden; aquellos ingleses que se ofenden por el más pequeño olvido, por la menor negligencia, muestran en la Cámara un desprecio completo por todas las atenciones que los usos de la sociedad imponen. Es de buen tono parlamentario presentarse   —53→   a la sesión, con el lodo pegado a la ropa, el paraguas bajo el brazo, en vestido de mañana. De llegar a caballo, entrar a la asamblea con espuelas, las riendas en la mano y el vestido de caza.

Los seres insignificantes, tan numerosos en las Cámaras británicas, esperan así hacer creer en sus grandes ocupaciones o elegantes entretenimientos. Aunque yo presumo que ninguno de estos señores se permite visitar a sus colegas manteniendo el sombrero sobre la cabeza, todos en la asamblea llevan el sombrero sobrepuesto. En verdad, no exigen más cortesía de los demás que la que tienen para con ellos mismos. Nadie en las tribunas se quita el sombrero. En Francia se exige este signo de deferencia en todas las reuniones públicas. Será preciso creer que en Inglaterra la Cámara de los Comunes no cree tener ningún derecho.

Cuando un diputado habla, se quita el sombrero, se apoya sobre su bastón o sobre su paraguas, mete sus pulgares en sus chalecos o en los bolsillos de su pantalón. En general los oradores hablan muy largamente, están habituados a que no se les preste ninguna atención y parecen ellos mismos no tomar vivo interés en lo que dicen. Ciertamente reina allí un silencio más profundo que en nuestra cámara de diputados. La mayor parte de los miembros, duerme o lee sus periódicos. Habíamos pasado más de una hora en la sala, dos oradores se habían sucedido sin llamar ninguna atención y comencé yo a fatigarme mucho. No entendía suficiente inglés para seguir la discusión y la hubiera comprendido mejor si la voz monótona de aquellas figuras de cera no me hubiera exaltado los nervios. Nos disponíamos a ir a la Cámara de los Lores, cuando O'Connor se levantó y en el mismo instante todo el mundo se despertó de su adormecimiento parlamentario. Los diputados acostados se enderezaron frotándose los ojos y se mantuvieron sentados, la lectura de los diarios se interrumpió y los murmullos cesaron. Esas figuras pálidas y frías dejaron ver la expresión con una viva atención.

O'Connor es un hombre pequeño y grueso con el cuello cuadrado y de presencia común. Su figura es fea, toda arrugada, roja y granujada. Sus gestos son bruscos y tienen algo de trivial. Su traje está en armonía con su persona. Lleva peluca y sombrero de alas anchas. Su paraguas forma parte de sí mismo pues no se aparta de él jamás y por su tamaño se parece a   —54→   los de los reyes del Congo. Al verlo en la calle se le tomaría por un conductor de coche de alquiler en traje dominguero. Pero, me apresuro en decirlo, Dios ha encerrado bajo esa cubierta grosera a un ser lleno de verbo y de poesía y lo ha enviado a Irlanda. ¡Entre este hombre que camina en la calle y el tribuno del pueblo hay una inmensidad!

El orador del pueblo no se distingue de ninguna manera del hombre del pueblo por lo exterior y ésta puede ser una de las causas de la potencia del poder que él ejerce, porque, en esta sociedad corrompida, la elegancia de los ademanes hace sospechosa la pureza del alma, la verdad de las palabras. Cuando toma la defensa del pueblo, o habla en nombre de su fe religiosa, es arrebatador, sublime, hace temblar al opresor, su fealdad desaparece, y su fisonomía impresiona junto con sus palabras. Sus pequeños ojos lanzan rayos, su voz es animada, clara, sonora; sus palabras son bien acentuadas, van al alma y hacen nacer las más violentas, así como las más dulces emociones. En el «mitin» provoca a la vez lágrimas, cólera, entusiasmo y rebelión. No conozco nada tan milagroso como este hombre, y si la reina Victoria se apoyara sobre un auxiliar tan poderoso, ella lograría en pocos años lo que Luis XI no pudo lograr en todo su reinado, y su pueblo liberado la bendeciría.

Pasamos a la Cámara de los Lores. Allí también adivinaron mi sexo; pero las maneras de esos señores eran bastante diferentes a aquellas a las cuales yo había sido expuesta en la Cámara de los delegados del comercio y de las finanzas; se me miraba de «lejos», murmuraban sonriendo; pero no escuché ningún despropósito inconveniente o descortés. Me di cuenta de que me encontraba en presencia de «verdaderos gentlemen», indulgentes con el capricho de las damas y haciendo un asunto de honor el respetarlas. La nobleza inglesa, tan altanera como es, tiene una urbanidad de maneras, una cortesía que se buscaría en vano entre los señores de las finanzas o entre cualquier otra clase de gente.

Cuando entramos, el duque de Wellington hablaba. Su elocución era fría, deslucida y larga; se le escuchaba con una especie de deferencia, pero sus palabras no producían ningún efecto. Lord Brougham contó dos o tres bromas bufonescas que provocaron las risas ruidosas de sus señorías.

La sala de los lores no vale de ninguna manera más que   —55→   aquella de los comunes. Está construida sobre el mismo plan, de arquitectura de albañil, sin ornamento.

Los lores no tienen mejor porte que los miembros de la Cámara de los Comunes. Llevan también el sombrero puesto sobre la cabeza; pero en este caso no es por la vulgaridad de las costumbres, es por el orgullo del rango, y exigen que los asistentes en las tribunas públicas o las personas citadas en la barra, aunque sean ellos miembros de la otra Cámara, estén descubiertos. Después que Lord Wellington terminó de hablar, él se extendió sobre su banco en la posición que vulgarmente se dice «los cuatro fierros en el aire», es decir que sus piernas reposaban sobre el respaldo del banco superior, lo cual le hacía meter la cabeza abajo. Esta postura era de lo más grotesca. Salí de las dos cámaras muy poco confortada por el espectáculo que ellas me habían presentado y, muy ciertamente, más escandalizada de los hábitos de los señores de las Cámaras que lo que ellos lo habían sido de mi vestido.



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