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Perspectivismo y sátira en «El Criticón»

Mariano Baquero Goyanes





Que en El Criticón de Gracián hay dos perspectivas fundamentales, la de Critilo -encarnación de la experiencia y de la sabia desconfianza- y la de Andrenio -expresión del alocado ímpetu-, es cosa bien sabida y comentada. Aun así, quizás ofrezca algún interés estudiar cómo el juego perspectivístico -ligado a una intención crítica y satírica- se extiende, en esta genial novela filosófica, a algo más que al fecundo enfrentamiento de los dos personajes-ejes1.


El mirar de Andrenio y de Critilo

Lo que sustancialmente diferencia el mirar de Critilo del de Andrenio es que aquél, por razón de edad y de experiencia, posee una penetración capaz de descubrir las detestables realidades que se ocultan tras las más engañosamente bellas apariencias. Y, sin embargo, hay un momento, en el comienzo de la novela, en que Critilo envidia la inexperta y adánica mirada de Andrenio, y hasta imagina con qué gusto la habría trocado por la suya, para así gozar mejor de las bellezas del mundo, contempladas por primera vez en edad adulta. En la crisi II, El gran teatro del Universo; de la primera parte, se encuentra el pasaje a que aludo, cuando, tras describir Andrenio el efecto que le hizo la visión del mundo al salir de la sima, Critilo exclama:

«¡O, lo que te embidio [...] tanta felicidad no imaginada, privilegio único del primer hombre y tuyo!: llegar a ver con novedad y con advertencia, la grandeza, la hermosura, el concierto, la firmeza y la variedad desta gran máquina criada. Fáltanos la admiración comúnmente a nosotros, porque falta la novedad y con ésta la advertencia. Entramos todos en el mundo con los ojos del alma cerrados, y quando los abrimos al conocimiento ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no deja lugar a la admiración. Por eso los varones sabios se valieron siempre de la reflexión, imaginándose llegar de nuevo al mundo, reparando en sus prodigios, que cada cosa lo es, admirando sus perfecciones y filosofando artificiosamente»2.


(I, 119-120)                


Pero, aparte de esta superioridad en el goce de descubrir el mundo con mirada niña y adulta a la vez, ninguna ventaja lleva Andrenio a Critilo, en su peregrinaje por las edades de la vida. Al contrario, esa ingenuidad, ese adanismo que Critilo pudo envidiar en una sola ocasión, suponen en su poseedor una tendencia a dejarse atrapar por todos los engaños que el mundo va disponiendo ante sus inexpertos ojos. Son los muy avisados y vigilantes de Critilo los que -no siempre- consiguen salvar al arrebatado Andrenio de caer en muchas trampas o, por lo menos, de hundirse definitivamente en ellas.

Evidentemente, Critilo y Andrenio ven el mundo, las cosas, los hechos, de diferente y hasta opuesta manera. Recuérdese cómo, en la tercera parte y en su crisi IV, El mundo descifrado, la verdad le parece amarga a Andrenio y dulce a Critilo:

«Yo la besé -dixo Andrenio- la una de sus blancas manos, y la sentí tan amarga, que aun me dura el sinsabor.

-Pues yo -dixo Critilo- la besé la otra al mismo tiempo y la hallé de azúcar. Más que linda estava y muy de día: todos los treinta, y tres treses de hermosura se los conté uno por uno: ella era blanca en tres cosas, colorada en otras tres, crecida en tres, y assi de lo demás. Pero, entre todas estas perfecciones, excedía la de la pequeña y dulce boca, brollador de ámbar.

-Pues a mí -replicó Andrenio- me pareció al contrario, y aunque pocas cosas me suelen desagradar, ésta por extremo:

-Paréceme -dixo el Descifrador- que vivís ambos muy opuestos en genio: lo que al uno agrada, al otro le descontenta.

-A mí -dixo Critilo-, pocas cosas me satisfacen del todo.

-Pues a mí -dixo Andrenio-, pocas dexan de contentarme, perqué en todas hallo yo mucho bueno, y procuro gozar déllas tales quales, son, mientras no se topan otras mejores. Y éste es mi vivir, al uso de los acomodados.

-Y aun necios -replicó Critilo-».


(III, 119-120)                


Esta polaridad queda bien manifiesta en la distinta faz que la Muerte presenta para uno y otro peregrino. Es la suegra de la vida, escrita así en la crisi XI de la tercera parte:

«Entró finalmente la tan temida reyna, ostentando aquel su tan estreno aspecto a media cara; de tal suerte, que era de flores la una mitad y la otra de espinas, la una de carne blanda, y la otra de huesos; muy colorada aquélla y fresca, que parecía de cosas entreveradas de jazmines; muy seca y muy marchita ésta; con tal variedad que, al punto que la vieron, dixo Andrenio:

-¡Qué cosa tan fea!

Y Critilo:

-¡Qué cosa tan bella!

-¡Qué monstruo!

-¡Qué prodigio!

-De negro viene vestida.

-No, sino de verde.

-Ella parece madrastra.

-No, sino esposa.

-¡Qué desapacible!

-¡Qué agradable!

-¡Qué pobre!

-¡Qué rica!

-¡Qué triste!

-¡Qué risueña!

Es -dixo el ministro que estava en medio de ambos- que la miráis por diferentes lados, y assí haze diferentes visos, causando diferentes efectos y afectos. Cada día sucede lo mismo, que a los ricos les parece intolerable y a los pobres llevadera, para los buenos viene vestida de verde y para los malos de negro, para los poderosos no ay cosa más triste, ni para los desdichados más alegre. ¿No avéis visto tal vez un modo de pinturas que si las miráis por un lado os parece un ángel, y si por el otro un demonio? Pues assí es la Muerte».


(III, 349-351)                


Una visión semejante, por lo perspectivística, se encuentra en la descripción que de la Muerte hace Quevedo en La Visita de los Chistes3:

«En esto entró una que parecía muger, muy galana, y llena de coronas, cetros, hozes, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras, monteras, brocados, pellejos, seda, oro, garrotes, diamantes, serones, perlas y guijarros. Un ojo abierto, y otro cerrado, y vestida, y desnuda de todas colores; por el un lado era moça, y por el otro era vieja; unas vezes venía despacio, y otras apriessa; parecía que estava lexos, y estava cerca, y quando pensé que empeçava a entrar, estava ya a mi cabecera».


Aunque fundamentalmente dual, como la descripción de Gracián, la de Quevedo es más dinámica y menos esquemática, al quedar barrocamente revueltos los emblemas del poder igualitario de la muerte -alineables en dos series opuestas, la de la riqueza y la de la miseria- y al extraer un efecto de engañoso perspectivismo óptico con el cambiante caminar, lento-acelerado, de la vieja-moza.




No todo tiempo pasado fue mejor

El encuentro con Jano bifronte en la crisi I, Honores y horrores de Vejecia, en la tercera parte de El Criticón, se asemeja algo al transcrito pasaje de Quevedo en el confusionismo óptico del acercarse-alejarse:

«Esto iban melancólicamente discurriendo, quando entre los pocos que llegavan a estampar el pie en aquel polvo de nieve descubrieron uno de tan estraño proceder, que dudaron ambos a la par, si iba, o si venía, equivocándose con harto fundamento, porque su aspecto no dezía con su passo: traía el rostro azia ellos y caminava al contrario. Porfiava Andrenio que venía, y Critilo que iba, que aun de lo que dos están viendo a una misma luz ay diversidad de pareceres. Apretó la curiosidad los azicates a su diligencia, con que le dieron alcance muy en breve y hallaron que realmente tenía dos rostros, con tan dudoso proceder, que quando parecía venir azia ellos se huía dellos, y quando le imaginavan más cerca estava más lexos.

-No os espantéis -dixo el mismo advirtiendo su reparo-, que en este remate de la vida todos discurrimos a dos luzes y andamos a dos hazes; ni se puede vivir de otro modo que a dos caras: con la una reímos quando con la otra regañamos, con la una boca dezimos de sí y con la otra de no».


(III, 23)                


En cierto modo éste es un pasaje-clave dentro de la mecánica perspectivística que tan importante papel desempeña en la intención satírica de El Criticón. Pues, en definitiva, lo que el autor nos ofrece en esta descripción -muy barroca, por confusa y oscilante: compárese con los gongorinos montes de agua y piélagos de montes- es un haz o repertorio de variados efectos perspectivísticos, fundamentalmente los más manejados a lo largo de la novela. Por un lado, el equívoco ir y venir de Jano -como la doble apariencia de la vieja-moza Muerte- suscita en Andrenio y Critilo un conflicto de opiniones, que refuerza, una vez más, la mantenida oposición o polaridad de estos personajes. Por otro, el confusionismo provocado por Jano tiene algo de engaño a los ojos, de ilusión óptica creada por la distancia. Y finalmente la dualidad encarnada en la doble faz de Jano es plástico trasunto de las mentiras del mundo, del decir los hombres una cosa y pensar otra, del fingir ver inexistentes maravillas para ganar premios o para no pasar por necios. Es decir, el choque entre apariencia y realidad, uno de los más fecundos tópicos del barroco español.

De todas formas, lo sustancial del engaño o duplicidad de perspectivas en que incurren, frente a Jano, Andrenio y Critilo, no es tanto consecuencia de un efecto óptico, como de la índole misma del sujeto observado. Aun así, la distancia, el espacio que separa a Jano de sus observadores favorece la confusión y desdoblamiento de perspectivas. Tan pronto como esa distancia es salvada -«le dieron alcance muy en breve y hallaron que realmente tenía dos rostros»- se aclara el misterio del equívoco ir y venir.

No es éste el único caso en El Criticón en que el espacio, la distancia visual son manejados por Gracián en conexión con un efecto de perspectivismo psicológico y moral. En la crisi VI, Cargas y descargos de la fortuna, de la segunda parte, cuando Andrenio y Critilo ascienden por la escala de la Fortuna se lee:

«Notaron una cosa bien advertida estando a media escalera, y fué que todos quantos miravan de la parte de arriba y que subían delante les parecían grandes hombres, unos gigantes, y gritavan:

¡Qué gran rei el passado! ¡Qué capitán aquel que fué! ¡Qué sabio el que murió!

Y al rebés, todos quantos venían atrás les parecían poca cosa y unos enanos.

-¡Qué cosa, es -dixo Critilo- ir un hombre delante, aquello de ser primero, o venir detrás! Todos los passados nos parecen que fueron grandes hombres, y todos los presentes y los que vienen nos parecen nada: que ai gran diferencia en el mirar a uno como superior o inferior, desde arriba u desde abaxo»4.


(II, 209-210)                


Ingeniosamente Gracián traslada a un plano moral el sencillo efecto óptico del aumento o empequeñecimiento que puede provocar, para un espectador situado en una escalera, la disposición de las personas colocadas arriba o debajo de él, efecto explotado expresiva, dramáticamente, en la fotografía y en el cine. Todo es ilusión, y así lo apunta Gracián, «nos parece», desmontando una vez más el juego de apariencia y realidad.

Para Gracián no es cierta la afirmación tradicional de que -según Jorge Manrique- «cualquiera tiempo passado / fué mejor». (Recuérdese, sin embargo, que el poeta del XV precisaba: «a nuestro parescer»).

La consideración gracianesca de que sólo por un efecto perspectivístico de distancia y posición lo pasado nos parece mejor que lo actual y lo futuro, presenta un cierto paralelismo o semejanza con un pasaje del Guzmán de Alfarache, en el cap. I del libro III de la primera parte, en el que, con enorme pesimismo, escribe Mateo Alemán:

«Este camino corre, el mundo, no comienza de nuevo, que de atrás le viene al garbanzo el pico. No tiene medio ni remedio y así lo hallamos, así lo dejaremos y no se espera mejor tiempo ni se piense que lo fué el pasado. Todo ha sido, es y será una misma cosa.

El primero padre fué alevoso. La primera madre mentirosa. El primero hijo ladrón y fratricida. ¿Qué hay ahora que no hubo? ¿O qué se espera de lo porvenir? Parecernos mejor lo pasado consiste sólo que de lo presente se sienten los males, y de lo ausente nos acordamos de los bienes, y si fueron trabajos pesados, alegra el hallarse fuera de ellos, como si lo hubieran sido. Así los prados, que mirados de lejos, es apacible su frescura, y si llegáis a ellos no hay palmo de suelo acomodado para sentaros: todo son hoyos, piedras y basura».


El sesgo que, en las últimas líneas transcritas, da Mateo Alemán a sus pesimistas consideraciones, es de un enorme interés a la hora de contrastar el pasaje con otros, próximos en la intención de Gracián.




El engaño a los ojos

El barroco literario español presenta, entre otros rasgos, el de una intensa obsesión por lo visual. (Bastaría recordar las Empresas, de Saavedra Fajardo, repletas de alegorías visualizadoras, soles, estrellas, fuegos, espejos...) El tema del engaño a los ojos es posiblemente uno de los más significativos de nuestra literatura seiscentista.

Mateo Alemán comunica dolorido, pesimista acento a tal tema al comparar el engaño psicológico que supone considerar mejor el tiempo pasado que el presente, con el visual que el prado suscita contemplado de lejos. Es tremendamente significativo -como rasgo definidor de una época y del talante de uno de sus más representativos hombres- el hecho de que Mateo Alemán se sirva para su comparación de un elemento tan tradicionalmente poético como es el prado, quintaesencia siempre de bucolismo, de fragancia, de renacentista y natural belleza. ¿Qué se ha hecho de los verdes y húmedos prados garcilasianos? ¿Qué de los prados-esmeraldas de Góngora? Helos aquí trocados en «hoyos, piedras y basura». Es, la de Mateo Alemán, una mirada implacablemente ascética, capaz de desarticular todo un tradicional esquema de belleza, para -con ojo cruel- revelar no lo que hay tras una apariencia, -no un fondo, un detrás-, sino lo que hay en la superficie misma, a poco que se contemple con atención, salvado el equívoco óptico de la distancia, del alejamiento.

Me parece también muy significativo el que, en el último capítulo de la segunda parte del Guzmán, coloque su autor el cuento del del pintor y el cuadro del caballo. Tal cuento es, por decirlo así, la clave decisiva de la novela, la que mejor explica, su extraña condición de tratado ascético y moral sub specie picaresca:

«Hubo un famoso pintor, tan extremado en su arte, que no se le conoció segundo, y a fama de sus obras entró en su obrador un caballero rico y concertóse con él, que le pintase un hermoso caballo bien aderezado, que iba huyendo suelto.

Hízolo el pintor con toda la perfección que pudo, y teniéndolo acabado, púsolo donde se pudiera enjugar brevemente.

Cuando vino el dueño a querer visitar su obra y saber el estado en que la tenía, enséñesela el pintor, diciendo tenerla ya hecha.

Y como, cuando se puso a secar la tabla, no reparó el maestro en ponerla más de una manera que de otra, estaba con los pies arriba y la silla debajo.

El caballero cuando lo vio, pareciéndole no ser aquello lo que había pedido, dijo:

-Señor maestro, el caballo que yo quiero ha de ser uno que vaya corriendo y aqueste antes parece se está revolcando.

El discreto pintor le replicó:

-Señor, vuesa merced sabe poco de pintura. Ella está cómo se pretende. Vuélvase la tabla.

Volvieron la pintura lo de abajo arriba y el dueño de ella quedó contentísimo, tanto de la buena obra como de haber conocido su engaño.

Si se consideran las obras de Dios, muchas veces nos parecerá el caballo que se revuelca. Empero si volviésemos la tabla, hecha por el soberano Artífice, hallaríamos que aquello es lo que se pide, y que la obra está en toda su perfección.

Hácensenos, como poco ha decíamos, los trabajos ásperos. Desconocémoslos, porque se nos entiende poco de ellos. Mas cuando el que nos los envía, enseña la misericordia que tiene guardada en ellos y los viéramos al derecho, los tendremos por gustosos».



Tal apólogo vendría a ser una glosa de la conocida expresión: Dios escribe derecho con líneas torcidas. Lo que importa destacar aquí es el trueque de perspectivas que supone un simple cambio de posición. Tal efecto óptico permite conectar legítimamente el texto de Mateo Alemán con otros próximos, por su intención y simbolismo, de Gracián.

De todas formas conviene repetir que tales coincidencias nada tienen de insólito. El tema del engaño a los ojos -como antes apunté- estaba en el ambiente, y con tal fuerza que de él se encuentran ecos y expresiones en muchísimas obras de nuestro XVII. A título de curiosos ejemplos quiero transcribir dos pasajes de dos obras de Tirso de Molina. Pertenece el primero a la comedia El pretendiente al revés. En el acto II, el Duque, para pedir a su esposa que le ayude a conseguir el amor de Sirena, dice:


«Ya suele la experiencia haber mostrado
causar odio y enfado, si se alcanza,
lo que hace la esperanza más perfeto.
Ya sabes que el objeto deseado
suele hacer el cuidado sabio Apeles
que con varios pinceles, en distinta
color esmalta y pinta con bosquejos
lo que visto de lejos nos asombra,
y siendo vana sombra, nos parece
un sol que resplandece, una hermosura
que el deleitar procura y nos provoca;
mas si la mano toca la fingida
pintura apetecida, ve el deseo
ser un grosero anjeo, en que afeitado,
no cría yerba el prado, ni la fuente
prosigue su corriente, ni ve, ni habla
la imagen que la tabla representa,
Y, así lleno de afrenta, busca viva
lo que la perspectiva enseña muerta»5.



Por su tema y su lenguaje el texto ofrece un gran interés. Si el cuadro -un cuadro barroco con efectos de luces y sombras, con ilusoria profundidad o sensación tridimensional -pudo engañar a la vista, el tacto descubre la mentira y enseña, una vez más, lo que va de lo pintado a lo vivo. (Dicho sea de paso, otro punto interesante de los versos de Tirso radica, quizás, en esta conexión vista-tacto. El tema del tacto visual o de la vista táctil no puede ser más barroco. Recuérdese cómo Antonio Hurtado de Mendoza, al hablar de la incredulidad del apóstol Tomás, decía: «y hasta sentido de vista / quiso tener en sus dedos». Y en un muy bello soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, un amante desecha sus celos al tocar las lágrimas elocuentes de su amada: «pues ya en líquido humor viste y tocaste / mi corazón deshecho entre tus manos»).

Volvamos brevemente a Tirso, para transcribir una muy expresiva escena de Cautela contra cautela (Acto III, escena XXII). Porcia dice al Rey, que cree traidor a Enrique:


«Señor, a pedirte vengo,
atrevida y pïadosa,
que justifiques las culpas
de Don Enrique, y conozcas
que no es bien que tú te enojes,
sin mirar que la paloma
al aire blanca parece
aunque sea negra toda.
El agua clara en un vidrio,
turbia a nuestro ser la tornan
los rayos del sol hermoso;
en las cristalinas ondas
corvos parecen los remos:
muchos espejos nos borran.
Si en las cosas claras vemos
que hay peligro, en tas dudosas,
¿qué será Rey poderoso?»6



El conocido ejemplo del remo ilusoriamente quebrado o curvado al hundirse en el agua encontró adecuada glosa en la Empresa 46, Fallimur opinione, de la Idea de un Príncipe Político Cristiano, de Saavedra Fajardo:

«A la vista se ofrece torcido y quebrado el remo debajo de las aguas, cuya refracción causa este efecto: así nos engaña muchas veces la opinión de las cosas. Por esto la academia de los Filósofos Escépticos lo dudaba todo sin resolverse a afirmar por cierta alguna cosa. Cuerda modestia y advertida desconfianza del juicio humano, y no sin algún fundamento, porque para el conocimiento cierto de las cosas dos disposiciones son necesarias de quien conoce y del objeto que ha de ser conocido. Quien conoce es el entendimiento, el cual se vale de los sentidos externos e internos, instrumentos por los cuales se forman las fantasías. Los externos se alteran y mudan por las diversas afecciones, cargando más o menos los humores. Los internos padecen también variaciones o por la misma causa o por sus diversas organizaciones. De donde nacen tan disconformes opiniones y pareceres como hay en los hombres, comprehendiendo cada uno diversamente las cosas, en las cuales también hallaremos la misma incertidumbre y variación, porque puestas aquí o allí cambian sus colores y formas, o por la distancia, o por la vecindad, o porque ninguna es perfectamente simple, o por las mixtiones naturales y especies que se ofrecen entre los sentidos y las cosas sensibles, y así de ellas no podemos afirmar que son, sino decir solamente que parecen, formando opinión y no ciencia»7.



Saavedra Fajardo previene al Príncipe contra el engaño a los ojos, referido a un plano moral y político. Los sentidos son -en expresión muy barroca- «los instrumentos por los cuales se forman las fantasías». Hay, pues, que adoptar una sabia actitud de cautela (la misma de Critilo), ya que la mentira nos rodea y hasta configura y tiñe nuestro mirar y sentir. Saavedra Fajardo formula muy explícitamente una tesis perspectivista muy próxima a la que informa y da sentido al Criticón gracianesco. Las «disconformes opiniones y pareceres» de los hombres son el resultado no sólo de que cada uno contemple el mundo desde su peculiar perspectiva, sino también de la que las cosas toman ante nosotros, con sus cambiantes «colores y formas», con el confusionismo que puede provocar «la distancia» o la «vecindad», etc.




El color del cristal con que se mira

Volvamos tras este, no sé si disculpable rodeo, al alegórico mundo de El Criticón, al curioso episodio de la subida por la escala de la Fortuna en la que tan engañosos efectos ópticos provocan las distintas posiciones en la misma. Si todo es ilusión, mentira visual provocada por una errónea posición -el caballo invertido del Guzmán- o por un efecto de lejanía -cualquier tiempo pasado parece mejor.

Apariencia y realidad. Yelmo de Mambrino o bacía de barbero. Gigantes o molinos de viento. En definitiva, todo depende del punto de vista que se adopte. Todo es consecuencia -como dirá Campoamor- del color del cristal con que se mira.

El escéptico y popularizado motivo campoamorino -tan manejado por el poeta de las Doloras; recuérdense, por ejemplo, La opinión, ¿Qué es amor?, Las creencias, Las dos linternas, La comedia del saber, etc.- no es, como pudiera creerse, una nota exclusiva y característica de los últimos años del siglo XIX, cuando tanto había crecido el positivismo, el relativismo y otras actitudes sustentadas en la duda universal.

Por el contrario, en ese mundo ideológico tan compacto y firme creencialmente que es el barroco español, aparece ya este motivo, con signo distinto, si se quiere, al que tendrá en Campoamor, pero con formulación muy semejante. La diferencia fundamental radica en que, mientras para Campoamor ese relativismo perspectivístico está ligado a una actitud escéptica que afecta incluso a lo religioso, en nuestra literatura barroca el mismo motivo suele parecer sostenido por un más o menos acusado propósito ascético que tiende a prevenir al hombre contra los engaños, mudanzas y fragilidades del vivir temporal.

Posiblemente pertenece a El Criticón una de las más agudas versiones barrocas de este motivo. Se encuentra en la primera parte, en la crisi VII, La fuente de los engaños:

«Llegava en esto una gran tropa de passajeros, que más sedientos que atentos se lançaron al agua. Començaron a bañarse lo primero y estregarse los ojos blandamente; pero, cosa rara y increíble, al mismo punto que les tocó el agua en ellos se les trocaron de modo que, siendo antes muy naturales y claros, se les bolvieron de vidrio de todas colores: a uno, tan azules, que todo quanto veía le parecía un cielo y que estava en gloria; este era un gran necio que vivía muy satisfecho de sus cosas. A otro se le bolvieron cándidos como la misma leche, todo quanto veía le parecía bueno, sin género alguno de malicia, de nadie sospechava mal, y assí todos le engañavan; todo lo abonava, y más si eran cosas de sus amigos: hombre más sencillo que un polaco. Al contrario, a otro se le pusieron más amarillos que una hiel, ojos de suegra y cuñada; en todo hallava dolo y reparo, todo lo echava a la peor parte, y quantos veía juzgava que eran malos y enfermos: este era uno más malicioso que juizioso. A otros se les bolvían verdes, que todo se lo creían y esperavan conseguir, ojos ambiciosos. Los amartelados cegavan de todo punto y de agenas legañas. A muchos se les paravan sangrientos, que parecían calabreses. Cosa rara que, aunque a algunos dava buena vista, veían bien y miravan mal: devían ser envidiosos.

No sólo se les alteravan los ojos en orden a la calidad, sino a la cantidad y figura de los objetos. Y de suerte que a unos todas las cosas les parecían grandes, y más las propias, a lo castellano; a otros todo les parecía poco, gente de mal contentar. Avía uno que todas las cosas le parecían estar muy lejos, acullá cien leguas, y más los peligros, la misma muerte: éste era un incauto. Al contrario, a otro le parecía que todo lo tenía muy cerca, y los mismos impossibles muy a mano: todo lo facilitava, pretendiente avía de ser. Notable vista era la que les comunicava a muchos, que todo les parecía reírseles y que todos les hazían fiestas y agasajo: condición de niños. Estava uno muy contento porque en todo hallava hermosura, pareciéndole que veía ángeles: este dixeron que era o portugués o nieto de Macías. Hombre avía que en todo se veía a sí mesmo, necio antiferonte. A otro se le equivocó la vista de modo que veía lo que no mirava: vizco de intención y de voluntad torcida. Avía ojos de amigos y ojos de enemigos, muy diferentes; ojos de madre, que los escarabajos le parecían perlas, y ojos de madrastra, mirando siempre de mal ojo; ojos españoles, verdinegros, y azules los franceses».


(I, 222 a 224)                


El poder creador de Gracián cristaliza en este pasaje -como en tantos otros de El Criticón- en lo que, con lenguaje musical, podríamos llamar variaciones sobre un mismo tema. Este no es otro que el visto en Campoamor, presentado aquí de manera compleja e ingeniosísima, al quedar referido no sólo a la coloración moral de las cosas, sino también a otros aspectos -grandeza, pequeñez: lejanía, cercanía; caracterización nacional: castellanos, polacos, portugueses; etc.

En Los prodigios de Salastano, crisi II de la segunda parte, insiste Gracián en este motivo, identificando de manera explícita el mirar a través de colores con el opinar desde diversas perspectivas psicológicas. Es, quizás, el texto más próximo a la formulación campoamorina:

«Mucho les valieron aquí sus cien ojos [los de Argos], que todos los emplearon. Vieron ya muchas personas, que es la mejor vista de quantas ai, perdóneme oi la belleza. Pero, cosa rara, que lo que a unos parecía blanco, a otros regro, tal es la variedad de los juizios y gustos; ni ai antojos de colores que assi alteren los ojetos como los afectos».


(II-55)                


Por eso Tirso de Molina pone en boca de Don Juan, en el acto III de La villana de Vallecas, los siguientes versos, que contienen toda una definición del amor como perspectivismo desde el cual todo se ve teñido de un mismo color:


«Bellezas hay parecidas,
y amor, que es de vista escasa,
caerá en faltas conocidas,
sino es que ponerse intenta
por corto de vista antojos,
pues con ellos la acrecienta
y ve el alma con los ojos
lo que su luz representa,
que como el verde cristal
a quien por él quiere ver
suele por un modo igual
verdes les cosas hacer,
cual piedra filosofal;
del mismo modo quien ama,
si fe a sus antojos da,
sirviendo de luz su llama
cuantas viere juzgará
de la color de su dama»8.


Si Tirso expresa el tema desde la elegante ligereza cortesana, propia del tono de una comedia, Quevedo encuentra la más densa y sentenciosa fórmula para el mismo motivo en el Marco Bruto, al defender a éste de la aparente traición cometida con Pompeyo:

«¡O quan solidamente obra, quien es solidamente bueno! Donde se mostró misterioso pareció culpado a la vista de los mal contentos de las obras agenas. Esta misma acusación hacen los ojos con nubes al cristal que miran, diziendo está obscuro, y llaman defecto del objeto al de la potencia. Lo que no pueden ver bien, dizen que ven malo, y la ceguera propria, llaman mancha agena».


En definitiva, lo que expresa Quevedo es lo dicho por Gracián en La fuente de los engaños. Como desarrollo de uno de los puntos allí expuestos, ofrece el autor otro curioso efecto de doble perspectiva en la segunda parte, crisi IX, Anfiteatro de monstruosidades:

«Lado por lado, estavan otros dos monstruos tan confinantes quan diferentes, para que campeasen más los estremos. El primero tenía más malos ojos que un vizco, siempre mirava de mal ojo: si uno callava, dezía que era un necio, si hablava, que un bachiller; si se humillava, apocado, si se mesurava, altivo; si sufrido, cobarde, y si áspero, furioso; si grave, le tenía por sobervio, si afable, por liviano; si liberal, por pródigo; si detenido, por avaro; si ajustado, por hipócrita; si desahogado, por profano; si modesto, por tosco, si cortés, por ligero: ¡O maligno mirar! Al contrario, el otro se gloriava de tener buena vista, todo lo mirava con buenos ojos, con tal estremo de afición, que a la desvergüenza llamava galantería, a la deshonestidad buen gusto; la mentira dezía que era ingenio; la temeridad, valentía; la vengança, pundonor; la lisonja, cortejo; la murmuración, donaire; la astucia, sagacidad; y el artificio, prudencia.

-¡Qué dos monstruosidades -dixo Andrenio- tan necias! Siempre van los mortales por estremos, nunca hallan el medio de la razón, y se llaman racionales. ¿No sabríamos que dos monstruos son estos?

-Sí -dixo el Sagaz-, aquella, primera es la Mala Intención, que toma de ojo todo lo bueno; esta otra al contrario, es la Afición, que siempre va diziendo: Todo mi amigo es buen hombre. Estos son los antojos del mundo, ya no se mira de otro modo. Y assí, tanto se ha de atender a quien alaba, o a quien vitupera, como al alabado o vituperado».


(II, 292-293)                


El motivo de los anteojos deformadores aparece unido intencionalmente, en nuestra literatura barroca, al de los anteojos desengañadores, a cuyo través se ve la verdad de los seres. Bastaría recordar Los anteojos de mejor vista de Rodrigo Fernández de Ribera. (El tema se prolonga, incluso, en la literatura del siglo XIX. En otra parte he estudiado algunos cuentos sobre este motivo, entre ellos Los anteojos de color, de José Echegaray, Maravillosa historia de unos anteojos, de Alejandro Larrubiera, etc.).

Pero ahora interesa más perseguir, en El Criticón, el tema del engaño ligado al de los cambiantes colores con que seres y cosas: son juzgados. En relación con los ya transcritos pasajes de La fuente de los engaños y Anfiteatro de monstruosidades aun cabría allegar este otro de El palacio sin puertas, crisi V de la tercera parte. El Zahorí dice a Critilo:

«-Que no avía verdaderos colores en los objetos, que el verde no es verde, ni el colorado colorado, sino que todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña.

-¡Rara paradoxa! -dixo Critilo.

Y el Veedor:

-Pues advierte que es la misma verdad, y assí verás cada día que, de una misma cosa, uno dize blanco y otro negro; según concibe cada uno o según percibe, assí le da el color que quiere conforme al afecto, y no al efecto. No son las cosas más de como se toman, que de los que hizo admiración Roma, hizo donaire Grecia. Los más en el mundo son tintoreros y dan el color que les está bien al negocio, a la hazaña, a la empresa y al sucesso. Informa cada uno a su modo, que según es la afición assí es la afectación; habla cada uno de la feria según le fué en ella: pintar como querer; que tanto es menester atender a la cosa alabada o vituperada, como al que alaba o vitupera. Esta es la causa que de una hora para otra están las cosas de diferente data y muy de otro color».


(III, 172)                


Como puede comprobarse, Gracián insiste en el mismo motivo inspirador de los pasajes últimamente transcritos, repitiendo términos incluso. En Anfiteatro de monstruosidades: «y assí tanto se ha de atender a quien alaba o vitupera, como al alabado o vituperado». En El palacio sin puertas: «que tanto es menester atender a la cosa alabada o vituperada, como al que alaba o vitupera».

Compárense, asimismo, las líneas iniciales del pasaje transcrito -«todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña»- con otras del texto de Saavedra Fajardo antes recordado: «las cosas, en las cuales también hallaremos la misma incertidumbre y variación, porque puestas aquí o allí cambian sus colores y formas». Perdónese la insistencia y hasta machaconería. Pero puede resultar útil constatar una y otra vez tales semejanzas, si con ellas comprendemos hasta qué punto tuvo importancia para nuestros escritores barrocos un tópico o motivo muy manejado en la literatura de carácter doctrinal y moralizador.




Grandezas y miserias de la Corte

La consideración de que, según el color con que se mire, el mundo resulta movedizo, cambiante e inseguro, es fundamental en El Criticón, está en la base y entraña de su estructura y propósito. Es la clave psicológica que explica y justifica los muy abundantes efectos de polaridad perspectivística que encontramos a lo largo de la novela.

Una misma cosa, un mismo hecho presenta distintas caras, diferentes aspectos -morales, en definitiva- según el temple de sus respectivos contempladores. Es lo que acontece con la ciudad de Madrid, capital y corte de España, vista y definida desde distintas perspectivas en la crisi XI de la primera arte, El golfo cortesano:

«A vistas estavan ya de la corte, y mirando Andrenio a Madrid con fruición grande, preguntóle el Sabio:

-¿Qué ves en quanto miras?

-Veo -dixo el- una real madre de tantas naciones, una corona de dos mundos, un centro de tantos reinos, un joyel de entrambas Indias, un nido del mismo Fénix y una esfera del Sol Católico, coronado de prendas en rayos y de blasones en luzes.

-Pues yo veo -dixo Critilo- una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencias y un Argel de cautiverios.

-Yo veo -dixo el Sabio- a Madrid, madre de todo lo bueno, mirada por una parte, y madrastra por la otra, que assí como a la Corte acuden todas las perfecciones del mundo, mucho más todos los vicios, pues los que vienen a ella nunca traen lo bueno, sino lo malo, de sus patrias».


(I, 332-333)                


En boca de Andrenio pone Gracián los más característicos tópicos imperiales. Pero, evidentemente, para el jesuita, ésos son tópicos poco menos que desgastados o vacíos. Su perspectiva -encarnada en la de Critilo, en éste como en tantos otros casos- es muy otra, y aunque aquí exagere los aspectos desagradables de la corte, para luego moderarlos con la perspectiva del Sabio, es fácil adivinar que Gracián, como Quevedo, Saavedra o Mateo Alemán, es ya un hombre de una generación que siente en su carne y en su angustia el desplomarse histórico de España: El juego perspectivístico permite, pues, al escritor lamentar la situación actual de la monarquía española y presentar poco menos que con engañoso espejismo el recuerdo de las glorias imperiales, sólo captables desde la perspectiva, ingenua, pueril y alucinada de Andrenio.




La vejez y la muerte

Si el malintencionado ve el mundo tras el oscuro cristal de su particular afecto, y otro tanto le ocurre al inocente, al optimista o al envidioso, en alguna ocasión la especial deformación óptica es resultado no ya del temperamento o vicio del que mira, sino simplemente del paso del tiempo, de la edad. Así, la vejez equivale, a una curiosa perspectiva desde la que todo aparece tan deformado o más que desde la ojeriza o la benevolencia.

En Honores y horrores de Vejecia, crisi I de la tercera parte, describe Gracián con esplendido trazo la engañosa perspectiva del viejo que proyecta sus personales deficiencias al mundo que le rodea:

«Escusávase un podrido rancio que no estava en él la falta, sino en los otros, porque dezía:

-Señores, han dado aora los hombres en hablar baxo, como a traición, que ni se oyen ni se dan a entender; en mi tiempo todos hablavan alto, porque dezían verdad. Hasta los espejos se han falsificado, pues hazían antes unas caras frescas, alegres y coloradas, que era un contento el mirarse. Los usos se van cada día empeorando, cálçase apretado y corto, vístese estrecho y tan justo que no se puede valer un hombre; las tierras se han deteriorado, que no dan frutos tan sustanciales y sabrosos como solían ni las viandas tan gustosas, hasta los climas se han mudado en peor, pues siendo éste nuestro antes muy sano, de lindos ayres, el cielo claro y despejado, aora es todo lo contrario, enfermizo y tan achacoso que no corren otro que catarros, romadizos, distilaciones, mal de ojos, dolores de cabeça y otros cien males. Y lo que yo más siento es que el servicio está tan maleado, que no hazen cosa bien: los criados, malmandados, mentirosos, gasta recados; las criadas perezosas, desaliñadas, bachilleras, que no hazen cosa a derechas, pues la olla desazonada, la cama dura y mal pareja, la mesa mal compuesta, la casa mal barrida, todo sucio y todo mal. De modo que ya un hombre oye mal, come peor, ni viste, ni duerme ni puede vivir. Y si se quexa, dizen que está viejo, lleno de manía, y caduquez»9.


(III, 40-41)                


Ya Don Juan Manuel, por boca, de Patronio, señalaba entre las miserias del hombre, la de la vejez: «y esta non es de decir, ca también del cuerpo mismo como de todas las cosas que vee, de todos toma enojo».

En El Conde Lucanor, asimismo, se encuentra el muy conocido ejemplo II, De lo que contesçió a un hombre bueno con su fijo, con sus antecedentes en una fábula esópica y su posterior eco en Lafontaine. La historia del padre y el hijo que van al mercado de la villa con una bestia de carga y son censurados por quienes les ven, ya vayan ambos a pie, ya uno u otro, o los dos, montados en la cabalgadura, da pie a Don Juan Manuel para considerar que:


Por dicho de las gentes, sol que non sea mal
Al pro tenet las mientes, et non fagades al


Gracián -tan admirador de Don Juan Manuel- traslada la situación del padre e hijo criticados en el ejemplo medieval, nada menos que al comportamiento de la Muerte. Como quiera que ésta proceda, al igual que los personajes de Patronio, siempre encontrará censura y reproche. Leemos en la ya citada crisi, La suegra de la vida:

«Avéis de saber [dice la Muerte] que quando yo vine al mundo (hablo de mucho tiempo, allá en mi noviciado), aunque entré con vara alta, y como plenipotenciaria de Dios, confiesso que tuve algún horror al matar y que anduve en contemplaciones a los principios si mataré éste, no sino aquél, si al rico, si al poderoso, si la hermosa, no sino la fea, si el moço gallardo, si el viejo. Pero al fin, yo me resolví con harto dolor de mi coraçón, aunque dizen que no le tengo, ni entrañas, y que soy dura: ¿qué mucho, si soy toda huessos? Determiné començar por un moço rollizo y bello, como un pino de oro, destos que hazen burla de mis tiros; parecióme que no haría tanta falta en el mundo ni en su casa como un hombre de govierno hecho y derecho. Encaréle mi arco, que aun no usava de guadaña, ni la conocía: confiesso que me temblava el braço, que no sé como acerté el tiro, pero al fin él quedó tendido en aquel suelo, y al mismo punto se levantó todo el mundo contra mí clamando y diziendo: ¡O cruel! ¡o, bárbara Muerte! Mirad a quien ha asesinado: a un mancebo, el más lindo, que agora començava a vivir, en lo más florido de su edad [...] Viendo esto, traté de mudar de rumbo, encaré el arco contra un viejo de cien años. A éste sí, dezía yo, que no le plañierá nadie, antes todos se holgarán, que a todos los tenía cansados con tanto reñir y dar consejos. A él mismo pienso haberle hecho favor, que vivía muriendo: que si la muerte para los moços es naufragio, para los viejos es tomar puerto. Flechéle un catarro que le acabó en dos días. Y quando creí que nadie me condenara la acción, antes bien todos me la aplaudieran, y aun la agradecieran, sucedió tan al contrario, que todos a una voz començaron a malearla y a dezir mil males de mí, tratándome, si antes de cruel, ahora de necia, la que assí matava un varón tan essencial a la república. Estos, dezían, con sus canas honran les comunidades y con sus consejos las mantienen [...] Quedé, quando oí esto, de todo punto acobardada, sin saber a quien llevarme: mal si al moço, peor si al anciano. Tuve mi reconsejo y determiné encarar el arco contra una dama moça y hermosa. Esta vez sí, dezía, que he acertado el tiro, que nadie me hará cargo, porque esta era una desvanecida, traía en continuo desvelo a sus padres y con ojeriza a los agenos [...] Al fin, yo la encaré unas viruelas que, ayudadas de un fiero garrotillo, en quatro días la ahogaron. Mas aquí fué el alarido común, aquí la conjuración universal contra mis tiros. No quedó persona que no me murmurase, grandes y pequeños, echándome a centenares las maldiciones. ¿Ay tan mal gusto, dezían, como el desta muerte? ¿Ay semejante necedad, que una sola hermosa que avía en el pueblo éssa se la aya llevado, aviendo cien feas en que pudiera escoger, y nos hubiera hecho lisonja en quitárnoslas de delante? [...] Bolví la hoja y maté una fea. Veamos agora, dezía, si callará esta gente, si estaréis contentos. Pero ¡quien tal creyera!, fué peor, porque començaron a dezir: ¿Ay tal impiedad? ¿Ay tal fiereza? ¡No bastava que la desfavoreció la naturaleza, sino que la desdicha la persiguiese! ¡no se diga ya ventura de fea!».


(III, 356-359)                


Lo mismo ocurre cuando, alternativamente, elige la Muerte a un pobre y a un rico, a, un sabio y a un necio. Todo suscita reproche, como lo suscitan las diferentes maneras de viajar que ensayan los labradores del cuento medieval.

Cada hombre es un juicio, una perspectiva, y es imposible proceder de tal manera que se contente a todos. La Muerte es bella o fea según la ladera desde que se la contemple, la de Critilo y Andrenio, y otro tanto ocurre con la Corte.

Quevedo, en El Sueño de las calaveras, imagina prolongadas esas perspectivas más allá de la muerte, de manera impresionante. Un solo y único hecho, el toque de la trompeta del Juicio final, es oído e interpretado desde diferentes y muy humanas perspectivas:

«Y assí al punto començó a moverse toda la tierra, y a dar licencia a los huessos, que anduviessen unos en busca de otros. Y passando tiempo (aunque fué breve) ví a los que havían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra. A los avarientos, ansias y congoxas, rezelando algún rebato. Y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caça».


¡Tremendo escritor éste, que sitúa el motivo del color con que se mira en un ámbito extraterreno ya; eternizando -con eternidad de culpa e infierno- los más elementales ademanes humanos!




La mancha ajena y la propia

Todo lector del Lazarillo de Tormes recordará aquella página en que el protagonista refiere cómo, tras el trato de su madre con un negro, ella vino a darle «un negrito muy bonito»:

«Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trabajando con el mozuelo, como el niño viera a mi madre y a mí blancos y a él no, huía dél, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: ¡Madre, coco!»


Sin apostilla moral alguna -al contrario de cómo luego procederá Mateo Alemán- el anónimo autor del Lazarillo ha descrito con gracia y sencillez el común engaño en que los hombres solemos caer al reírnos del defecto ajeno, sin percibir en qué grado lo padecemos nosotros mismos.

Lope de Vega glosó, en sentido perspectivista, dicho episodio del Lazarillo en la escena I del acto I de La Dorotea. Hablan Teodora, madre de Dorotea, y Gerarda. Esta trata, hábilmente, de malquistar a D. Fernando ante Teodora:

«TEODORA.-   Siempre fué la cartilla de los maldicientes la hipocresía; no veréis memorial que no comience diciendo que es por excusar la ofensa de Dios, y es por enemistad o celos. ¡Ay, Gerarda, Gerarda!; parecéis al negrillo del Lazarillo de Tormes, que cuando entraba su padre decía muy espantado: ¡Madre, coco!

GERARDA.-   Pues ¿qué tengo yo para que me parezcan los otros negros porque no me veo?»


No sé si Gracián recordó o no tal episodio del negrillo, pero de él parece alegórico trasunto o eco un pasaje de El Criticón. Se encuentra en El texado de vidrio y Momo tirando piedras, crisi XI de la segunda parte. Hay en ella, entre otras cosas alusivas al muy frágil tejado moral bajo el que el hombre cree poder criticar a sus prójimos, una alegoría caracterizada por la misma nota del Lazarillo; la negrura. Ver lo negro ajeno e ignorar lo propio -negrura moral, el tizne del pecado, de la deshonra- es lo que glosa Gracián en los siguientes términos:

«Avía tomado [Momo] otro más perjudicial deporte, y era arrojar a los rostros, en vez de piedras, carbones que tiznavan feamente: y assí, andavan casi todos mascarados, haziendo ridículas visiones, uno con un tizne en la frente, otro en la mexilla, y tal que le cruzava la cara, riéndose unos de otros sin mirarse a sí mismos ni advertir cada uno su fealdad, sino la agena. Era de ver, y aun de reír, cómo todos andavan tiznados haziendo burla unos de otros».


(II, 328-329)                


Percibir la mancha, el tizne ajeno e ignorar el propio, equivale a reírse de la desgracia del prójimo sin advertir que nos encontramos en sus mismas circunstancias. El viejo tema del Gran Teatro del Mundo adquiere en manos de Gracián una especial configuración. La vida es algo así como una farsa grotesca que incita a burla y a risa a los espectadores, ignorando su condición de actores de la misma. Tal es el sentido de la alegoría, que Gracián presenta en la ya citada crisi La fuente de los engaños, alegoría correlativa, intencionalmente, de la de Momo arrojando tizne.

Critilo y Andrenio asisten en una gran plaza con «un gran concurso de gente» a la representación de «una farsa, con muchas tramoyas y apariencias, célebre espectáculo en medio de aquel gran, teatro de todo el mundo». Se inicia la tal farsa con unos lloros que expresan la entrada del hombre en la vida. Un cortesano sale a dar la bienvenida al recién llegado, haciéndole objeto y víctima de toda clase de burlas, engaños y robos:

«Poníale delante una riquísima joya, mas luego con gran destreza se la barajava, suponiéndole otra falsa, que era tirarle piedras. Estrenávale una gala muy costosa, y en un cerrar y abrir de ojos se convertía en una triste mortaja, dexándole en blanco. Y todo esto, con gran risa y entretenimiento de los presentes, que todos gustan de ver el ageno engaño, faltándoles el conocimiento para el propio, ni advertían que mientras estavan embelesados mirando lo que al otro le passava, les saqueavan a ellos las faldriqueras y tal vez las mismas capas. De suerte que al cabo, el mirado y los que miravan todos quedavan iguales, pues desnudos en la calle y aun en tierra».


(I, 237-238)                


Prosiguen las burlas, significadas en un falso banquete, concluyendo todo con la caída del desventurado hombre:

«allí se hundió donde nunca más fué visto ni oydo pereciendo su memoria con sonido, pues se levantó la grita de todo aquel mecánico teatro. Hasta Andrenio, dando palmadas, solemnizava la burla de los unos y la necedad del otro. Bolvióse azia Critilo y hallóle que no solo no reía con los demás, pero estava sollozando».


(I, 240)                


Critilo explica la razón de su llanto:

«Sabe, pues, que aquel desdichado extrangero es el hombre de todos, y todos somos él. Entra en este teatro de tragedias llorando: comiençanle a cantar y encantar con falsedades: desnudo llega y desnudo sale, que nada saca después de haber servido a tan ruines amos. Recíbele aquel primer embustero, que es el Mundo, ofrécele mucho y nada cumple, dále lo que a otros quita, para bolvérselo a tomar con tal presteza que lo que con una mano le presenta, con la otra se lo ausenta, y todo para en nada [...] De suerte que, si bien se nota, todo quanto ay se burla del miserable hombre: el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal le da priessa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo buela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshaze, el olvido le aniquila: y el que ayer fué hombre, oy es polvo y mañana nada».


(I, 241-242)                


El motivo del mundo como gran engañador -matizado así su papel de enemigo del alma- cuenta con una larga tradición literaria, en la que figura el viejo cantarcillo popular glosado por Álvarez Gato:


Quita allá, que no quiero,
mundo enemigo,
quita allá que no quiero
pendencias contigo.


Una violenta diatriba contra este enemigo aparece en el acto XXI de La Celestina, en boca de Pleberio. Su lamentación, ante el cadáver de Melibea, contiene un pasaje muy significativo con relación al tema que ahora nos ocupa. Pleberio se dirige retóricamente al Mundo:

«Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por algún orden; agora, visto el pro y el contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, cepo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades».


En tan afectado estilo importa destacar cómo el repetido recurso de la antítesis define el doble juego de apariencia y realidad, que es característico del mundo y que Critilo descubre ante el engañado Andrenio.

Américo Castro, al contrastar la actitud del Arcipreste de Hita con la de los ascetas que, en el siglo XVI, «se enojaban terriblemente al enfrentarse con el puro engaño del mundo», reproduce, en nota, varios textos, entre ellos uno muy interesante de Alonso de Cabrera, perteneciente a uno de sus Sermones:

«No hay embaidor semejante al mundo: no hay nigromántico tan sufí que así forme en el aire torres de viento y figuras hermosísimas... Todo camina con cautela y engaño: todo va fundado sobre falso»10.


Los engaños de este embaidor toman, en manos de Gracián, un aire cómico y de farsa vistos desde fuera, pero terriblemente trágico tan pronto como el espectador adquiere conciencia de que su existir posee los mismos rasgos que le hacen reír contemplados en otro- Ese trágico hundirse en el polvo y la nada, esa falta de sentido que, vista como espectáculo, posee la existencia humana, dan una nota de intensa y desoladora amargura a las páginas últimamente citadas de El Criticón, muy próximas a la sensibilidad actual y a algunas de sus expresiones, literarias, en las que el vivir del hombre -v. gr., El proceso, de Kafka- es tan grotescamente trágico como el del extranjero -piénsese en Camus- de la farsa barroca.




El mirar ajeno y el mundo al revés

En la crisi primera, Reforma universal, de la segunda parte, Andrenio y Critilo encuentran a Argos, «todo rebutido de ojos de pies a cabeça, y todos suyos y mui despiertos» (II, 20).

En boca de este personaje pone Gracián unas palabras muy significativas con relación a lo hasta ahora apuntado:

«el mirar con ojos agenos, que es una gran ventaja, sin passion y sin engaño, que es verdadero mirar».


(II, 26)                


Sí, ésta sería la solución, ésta sería la mejor manera de percibir los tiznes propios y no denunciar los ajenos, la mejor manera de no reírnos del extranjero y su farsa, al identificarnos con sus desdichas.

Bien decía Sempronio a Calixto en el acto I de La Celestina:

«Posible es. Y aun que la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos, libres del engaño en que ahora estás».


La solución radicaría, pues, en trocar las miradas o bien en invertir las perspectivas. Contra la gran falsedad y embustes del mundo parece aconsejable tal inversión.

Recuérdese lo antes apuntado sobre el significado moral extraído por Mateo Alemán del cuento del caballo invertido en su representación pictórica. De ahí que Hernando de Soto pudiera decir al frente de la primera parte del Guzmán de Alfarache:


«Tiene este libro discreto
Dos grandes cosas, que son:
Pícaro con discreción
Y autor de grave sujeto.
En él se ha de discernir,
Que con un vivir tan vario,
Enseña por su contrario
La forma de bien vivir»


Si las lecciones morales hay que extraerlas no de un tratado ascético, sino de una novela picaresca, es que, evidentemente, estamos en el mundo al revés.

E. R. Curtius ha dedicado en su estudio de los Topics interesantes páginas a este tema del mundo al revés, citando, por ejemplo, un poema de los Carmina Burana que se diría precursor de algún Sueño de Quevedo11.

Precisamente La Hora de todos y la Fortuna con seso es como una amplia e ingeniosísima glosa de este motivo. Al caer las máscaras, al sonar la hora de la verdad, se descubre la mentirosa inversión de valores que reina en el mundo. Si todo está invertido, y el alguacil, por ser más ladrón que el delincuente, de azotador pasa a ser azotado, así como el médico queda trocado en verdugo, y el escribano en galeote, no le faltaba razón al borracho que Gracián presenta en La jaula de todos, crisi XIII de la segunda parte:

«Traxeron los esbirros un tudesco, y él dezía que por ierro de cuenta, que su mal no procedía de sequedad de celebro, sino de sobrada humedad, y asegurava que nunca más en su juizio que cuando estava borracho. Dixéronle que en qué se fundava, y él con toda puridad dezía que quando estava de aquel modo, todo quanto mirava le parecía andar al rebés, todo al trocado, lo de arriva abaxo, y como en realidad de verdad, assí va el mundo y todas sus cosas, al rebés, nunca más acertado iba él ni mejor le conocía que quando le mirava al rebés, pues entonces le veía al derecho y como se avía de mirar».


(II, 380)                


En el envés de las cosas está su verdad, y por eso, en la crisi La fuente de los engaños, se recuerdan los consejos que el centauro Quirón dio a Andrenio «para poder vivir»:

«y fué que mirase siempre el mundo, no como ni por donde le suelen mirar todos, sino por donde el buen entendedor Conde de Oñate: esso es, al contrario de los demás, per la otra parte de lo que parece; y con esso, como él anda al rebés, el que le mira por aquí le ve al derecho, entendiendo todas las cosas al contrario de lo que muestran. Quando vieres un presumido de sabio, cree que es un necio; ten al rico por pobre de los verdaderos bienes; el que a todos manda es esclavo común, el grande de cuerpo no es muy hombre, el gruesso tiene poca sustancia, el que haze el sordo oye más de lo que querría» etc.


(I, 216-217)                





El mundo por de dentro

El Diablo Cojuelo destapa las casas de Madrid para conocer lo que de verdad ocurre bajo los tejados. Frente a los engaños del mundo hay que esforzarse por ver la realidad de éste por dedentro, como dijo Quevedo. El Desengaño, figurado en un desgarrado y roto viejo, explica a Quevedo en El Mundo por Dedentro:

«Si tú quieres ver el mundo, ven conmigo, qué yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen, todas las figuras, y allí verás juntos los que por aquí van divididos, sin cansarte. Yo te enseñaré el mundo como es, que tú no alcanzas a ver sino lo que parece. -¿Y cómo se llama, dixe yo, la calle mayor del mundo, donde hemos de ir? -Llámase, respondió, Hipocresía».


Cuando la hermosa pasa, el autor se siente arrastrado por su belleza y trata de seguirla, comportándose como el impulsivo Andrenio. El viejo Desengaño actúa como Critilo, en esta fantasía quevedesca, al servir de freno u obstáculo al alocado ímpetu sensual.

Abordar aquí, en todo su alcance, el tema barroco de la oposición apariencia-realidad, excedería el propósito del presente estudio. Ciñámosnos, pues, a observar cómo tal tema aparece ligado, en El Criticón, a su índole perspectivística.

Ya en la crisi V de la primera parte, en La entrada del Mundo, advierte Gracián, por boca de Critilo, que no todas las bellas apariencias encubren bellas realidades. Por el contrario, tras una grata máscara puede esconderse una espantosa realidad. En dicha crisi unos niños, expresión de la entrada del hombre en el mundo, son conducidos por una mujer «de risueño aspecto, alegres ojos, dulces labios y palabra blanda, piadosas manos y toda ella caricias, halagos y cariños» (I, 168). Tal espectáculo suscita la envidia de Andrenio, criado sin caricias entre las fieras de la isla:

«No embidies -dixo Critilo- lo que no conoces, ni la llames felicidad hasta que veas en qué para. Destas cosas toparás muchas en el mundo, que no son lo que parecen, sino muy al contrario. Aora comienças a vivir: irás viviendo y viendo».


(I, 169)                


Efectivamente, la bella mujer con sus criadas entregan «el escuadrón de niños» a la ferocidad de «leones, tigres, osos, lobos, serpientes y dragones», que hacen «en aquella tierna manada», «un horrible estrago y sangrienta carnicería». Critilo advierte a Andrenio:

«Nota bien lo que acá se usa. ¡Y si esto es el principio, dime cuáles serán sus progressos y sus finales!: para que abras los ojos y vivas siempre alerta entre enemigos. Saber deseas quien es aquella primera y cruel mujer que tú tanto aplaudías; créeme que ni el alabar ni el vituperar ha de ser hasta el fin. Sabrás que aquella primera tirana es nuestra mala inclinación, la propensión al mal».


(I, 172)                


Como el Desengaño y Quevedo, Critilo y Andrenio recorren también, en la crisi VII de la primera parte, las «calles de la Hipocresía», llegando a la Plaza Mayor, toda equívocos y confusión de perspectivas, sobre todo en su Palacio central:

«Era espacioso y nada proporcionado, ni estava a esquadría: todo ángulos y traveses, sin perspectiva ni igualdad. Todas sus puertas eran falsas y ninguna patente; muchas torres, más que en Babilonia, y muy ayrosas; las ventanas verdes, color alegre por lo que promete y el que más engaña».


(I, 235)                


En tan confuso escenario -verdadero engaño a los ojos, decoración trompe l'oeil- sitúa Gracián el mentir de Maquiavelo, «un eloqüentísimo embustero» que «dava a entender que comía algodón muy blanco y fino» para luego arrojar por la boca «espeso humo, fuego y más fuego» (I, 235-236).

En Estado del Siglo, crisi VI de la primera parte, glosa Gracián el tradicional dicho de que no es oro todo lo que reluce:

«¡O, qué de oro! -dixo Andrenio.

Y el Quirón:

-Advierte que no lo es todo lo que reluze.

Llegaron más cerca y conocieron que era basura dorada».


(I, 191)                


Recuérdese lo antes expuesto sobre el perspectivismo de la distancia -el prado bucólico de Mateo Alemán, transformado en pedregal áspero y sucio- y aplíquese, ahora, a este nuevo engaño óptico de la basura dorada.

Pasaje equivalente a los ya recordados de Quevedo en La hora de todos y El Mundo por Dedentro, es aquel de la crisi VIII de la primera parte, Las maravillas de Artemia, en que el vivir de los hombres es presentado como una constante mascarada:

«no huvo hombre ni muger que no saliesse con la suya [máscara] y todas: eran agenas. Avía de todos modos, no sólo de diablura, pero de santidad y virtud, con que engañavan a muchos simples: que los sabios claramente les dezían se las quitassen. Y es cosa notable que todos tomavan las agenas y aún contrarias, porque la vulpeja salía con máscara de cordero, la serpiente de paloma, el usurero de limosnero, la ramera de rezadora y siempre en romerías, el adúltero de amigo del marido, la tercera de saludadora, el lobo del que ayuna, el león de cordero, el gato con barba a lo romano, con hechos de tal, el asno de león mientras calla, el perro rabioso de risa por tener falda, y todos de burla y engaño».


(I, 254-255)                


Este es el mundo y éstas son sus máscaras. Es en El yermo de Hipocrinda -ficción o alegoría próxima a la de la quevedesca calle de la Hipocresía- donde los hombres aprenden ese arte, según tienen ocasión de comprobar Andrenio y Critilo. Leemos en dicha crisi (VII de la segunda parte):

«Cada día acontece -ponderava el Hermitaño- salir de aquí un sugeto amoldado en esta oficina, instruído en esta escuela, en competencia con otros de aquella de arriba [Virtelia], de la verdadera y sólida virtud, pretendiendo ambos una dignidad, y parecer éste mil vezes mejor, hallar más favor, tener más amigos, y quedarse el otro corrido y aun cansado: porque los más en el mundo no conocen ni examinan lo que cada uno es, sino lo que parece. Y creedme que de lexos tanto brilla un claveque como un diamante, pocos conocen las finas virtudes, ni saben distinguirlas de las falsas».


(II. 240)                


Entre tantos engaños y máscaras hay que caminar con los múltiples ojos de Argos, o bien con la única pero penetrante mirada del Zahorí presentado por Gracián en la crisi V de la tercera parte, El palacio sin puertas:

«Yo llego a ver la misma sustancia de las cosas con una ojeada, y no sólo los accidentes y las apariencias, como vosotros».


(III, 157)                


Gracias a este poder, el Zahorí -como el Diablo Cojuelo al levantar los tejados- es capaz «de ver lo que se cocina en cada casa»:

«y me río muchas vezes de ver que a algunos los tienen por ricos, por hombres adinerados y poderosos, y yo sé que es su tesoro de duendes y sus baúles como los del Gran Capitán, y aun sus cuentas. A otros veo tenerlos por unos pocos de ciencia, y yo llego y miro, y veo que son secos».


(III, 160-161)                





Ser y parecer

En los últimos ejemplos transcritos he insistido en el subrayado de la oposición terminológica y conceptual ser-parecer. Tantas veces han aparecido estos dos verbos, enfrentados, en la prosa gracianesca, y en función siempre de un motivo perspectivístico, que se diría necesaria una breve meditación acerca de su empleo y de su significado12.

Américo Castro, al comparar los «cambiantes sentidos» del Libro de Buen Amor con «la insoluble ambigüedad del yelmo de Mambrino», ha tenido ocasión de aludir a la presencia insistente, en el estilo cervantino, del mismo verbo que ahora estudiamos en Gracián:

«En Cervantes, por ejemplo, el verbo parecer, en torno al cual se articula su estilo, no refiere a la distinción entre fenómenos y esencias racionalizadas, sino a algo como esto: dado que soy así o estoy en tal situación, tal objeto se me aparece en tal forma. Una existencia sería el resultado de una indefinida serie de pareceres. Se precede en la vida según parece que hace al caso, sin aislar nunca el caso de la vida»13.



Esto es puro perspectivismo, casi -en la formulación de A. Castro- preorteguiano, por cuanto la tal situación desde la que tal objeto se aparece a un espectador en tal forma, no dista mucho de la circunstancia orteguiana, configuradora de la perspectiva vital desde la que se ve, juzga e interpreta el mundo.

Posiblemente, y sin apurar los matices, la mayor diferencial entre el perspectivismo cervantino y el de Gracián resida en la índole preferentemente psicológica del primero, en contraste con el tono acentuadamente ético del segundo14.

«El mundo en torno a Don Quijote y a Cervantes aparecía inseguro -escribe A. Castro-, tratárase del yelmo de Mambrino o de la noción del bien y del mal»15.



También el mundo gracianesco, el de Andrenio y Critilo adolece de esa inseguridad, y en grado aún mayor que en el caso de Cervantes. También el bien y el mal aparecen confundidos y, como antes recordamos, los embusteros procedentes de Hipocrinda arrebatan los puestos y dignidad que habían de darse a los hombres de Virtelia.

Pero el confusionismo descrito por Gracián poco tiene que ver con el de Cervantes, tal como A. Castro interpreta este último.

La inseguridad que en tan alto grado posee el mundo de Andrenio y Critilo no es sino el resultado de haber apurado Gracián las últimas consecuencias de la definición cristiana de «el mundo como enemigo del alma».

El perspectivismo cervantino, la ambigüedad bacía-yelmo, tienen una raíz psicológica, existencial y, en definitiva, laica. El mundo es cambiante y confuso visto desde los seres que en él viven y han de interpretarlo. En Gracián, el mundo es embustero y cambiante por naturaleza. De ahí la conveniencia, la tan predicada necesidad de renunciar a sus fungibles placeres, la insistencia en la búsqueda de la verdadera virtud a través de la ascesis y la mortificación.




El retablo de las maravillas

Pero aún queda por examinar otro punto de no escasa importancia. Un punto tratado asimismo por Cervantes de manera alegre y musical, aunque no exenta de melancólico trasfondo. Me refiero al tema del engaño interesado, querido o intencionado, es decir, a la voluntaria deformación de la personal perspectiva.

Cervantes, recogiendo el tema de los falsos tejedores en el Conde Lucanor, creó esa delicia entremesística que es El retablo de las maravillas. Los humanos fingen ver inexistentes portentos sin necesidad de trampantojos u engaños ópticos de posición, distancia, color, etc. Es la vanidad, el temor al qué dirán, lo que moviliza ahora la colectiva aquiescencia a la mentira más descarada. No hay ni una mínima apariencia, ni una exigua máscara que encubra la realidad.

La realidad es la nada, es el aire en el que despliegan sus inexistentes telas los pícaros del cuento medieval, es el aire de un recinto pueblerino que se puebla de ratones, de diluvios, de danzas, de imaginadas maravillas vividas por el pueblo con el grito, el ademán y el bullicio de lo rotunda y cálidamente existente.

Se miente por temor o por adulación. Bien lo expresó Quevedo al presentar en La Hora de todos a aquel Potentado que regüelda públicamente:

«no le hubieron oído, quando los malvados lisongeros, hincando con suma reverencia las rodillas por hazerle creer avía estornudado, dixeron: Dios te ayude».


Por adulación, temor o deseo de medro mienten en El Mundo descifrado, crisi IV de la tercera: parte de El Criticón, aquellas gentes que oyen a un charlatán presentador de prodigios, el cual bajo amenaza de que sólo los verán los hombres de «prodigioso entendimiento», hace pasar un asno por sutil águila de Júpiter. Así como el regüeldo del Potentado quevedesco es saludado como estornudo, el rebuzno del asno-águila es aplaudido como discreto y elocuente decir. Aparece el tema de La Hora de todos, el del mundo al revés:

«¡Pardiez -dezía otro-, que aquello no es razonar, sino rebuznar! Pero mal año para quien tal dixesse. Esto corre por agora, el topo pasa por lince, la rana por canario, la gallina passa plaça de león, el grillo de jilguero, el jumento de aguilucho. ¿Qué me va a mí en lo contrario? Sienta yo conmigo y hable yo con todos, y vivamos, que es lo que importa».


(III, 140)                


Tras el asno-águila, el charlatán presenta «otro mayor portento», un gigante que concederá prebendas, riquezas y dignidades a todo aquel que le aclame como tal. Y así sucede que un «hombrecillo» «como del codo a la mano, una nonada, pigmeo en todo, en el ser y en el proceder», es vitoreado por los lisonjeros como gigante, cayendo sobre ellos beneficios, dones y doblones.

Nuevamente cabría relacionar a Gracián y a Quevedo, al encontrar entre las poesías de este último el siguiente significativo soneto, titulado Desengaño de la exterior apariencia con el examen interior y verdadero:



   ¿Miras este gigante corpulento,
que con soberbia y gravedad camina?
Pues por de dentro es trapos y fajina,
y un ganapán le sirve de cimiento.

   Con su alma vive y tiene movimiento,
y a donde quiere su grandeza inclina;
mas quien su aspecto rígido examina,
desprecia su figura y ornamento.

   Tales son las grandezas aparentes
de la vana ilusión de los tiranos;
fantásticas escorias eminentes.

   ¿Veslos arder en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos.


Si el aparente gigante quevedesco es, en la realidad, por de dentro, un ganapán, otro hombrecillo puede pasar por gigante, no por su apariencia o tramoya, sino apoyándose sólo en el interesado mentir de las gentes, que, a trueque de alcanzar beneficios, deforman voluntariamente sus perspectivas.

Tal caso de oblicuo perspectivismo -ver una cosa, pero fingir ver otra- es, en Gracián, otra muestra más -entre muchas- del mentir del mundo, el gran embaidor que decía Alonso de Cabrera. Obsérvese que la falsa perspectiva del asno-águila o del pigmeo-gigante sólo tiene validez considerada colectiva, pero no individualmente. El mundo, el embustero mundo son los hombres, las gentes, el plebeyo vulgo, que Gracián contrapone a las poderosas y señeras individualidades.

Hay que salvar la intimidad, -el alma individual y eterna, en definitiva- de tan continua y peligrosa mascarada, de tan ininterrumpido desfile de embustes. Critilo simboliza el empeño y el riesgo de ese propósito de salvación. Andrenio se une en seguida en el mundo, en sus gregarias mentiras e ilusiones. Andrenio se une al embuste colectivo y proclama gigante al enano, para así conseguir los mismos temporales beneficios que alcanzan los demás.




Superación del humano perspectivismo

Critilo y Andrenio, padre e hijo, son dos personas distintas solo en apariencia. Gracián -como antes, y, en otro plano y con otra intención, Garcilaso con su Salicio y Nemoroso- ha desdoblado su voz, ha escindido su personalidad, la de español del siglo XVII, en el complejo símbolo de sus criaturas alegóricas16. Todo hombre es, o puede ser, Andrenio y Critilo. Hay en él, en ese hombre que Gracián describe en su peregrinar por las edades de la vida, una tendencia, un instinto carnal, sensual y primitivo hacia lo gregario, hacia el placer, hacia la confusión y la identificación con la fácil y halagüeña mentira del mundo. Pero hay también en él -voz sabia y sensata de Critilo- una tendencia hacia algo mejor, una prevención o cautela contra lo fácil, placentero y, a la postre, engañoso y caduco.

Entre esos dos polos, entre esas dos tendencias se mueven Critilo y Andrenio, dos seres que son uno solo, dos perspectivas que luchan y se oponen hasta el momento en que una -la hecha de desengaño, saber y cautela- consiga imponerse.

Si el perspectivismo cervantino es de índole más nítidamente psicológica que el de Gracián -pues no en balde el Quijote es novela de muy concretas, humanísimas criaturas, en tanto que en El Criticón se mueven seres esquemáticos, alegorías y simbólicas abstracciones-, esto no significa negar valores psicológicos al de este último escritor. No otra cosa significa el variado repertorio de motivos y expresiones que en Gracián hemos encontrado referentes a tal perspectivismo, rico y complejo en El Criticón. Pues si unas veces expresa la simple dualidad Critilo-Andrenio, otras funciona como ingeniosa glosa del motivo de la coloreada visión individual. Junto a los efectos perspectivísticos provocados por la posición o la distancia, los entrañados en la desconcertante mecánica de el «mundo al revés».

En suma, perspectivismo -el de Gracián- muy amplio, denso y matizado, muy rico en valores psicológicos, si bien centrado fundamentalmente en los éticos.

El mundo al revés, el mundo como engaño, máscaras o tramoyas, el mundo sólo penetrado y descubierto en su miseria, su maldad y su corrupción por el múltiple mirar de Argos, el hondísimo del Zahorí o el cauteloso de Critilo, sólo merece el desprecio y la peyorativa interpretación alegórica de Gracián. Hay algo -bien lo sabe el escritor barroco- por encima de tanto embuste y trampa óptica, hacia lo que incansable y trabajosamente tiende Critilo, arrastrando en su dificultoso peregrinaje al ingenuo Andrenio.

Gracián parece indicarnos que, al cumplirse la última etapa, al liberarse Critilo y Andrenio de las duplicidades y refracciones entrañadas en el vivir terreno, se liberarán también de toda mísera condición perspectivística. Sólo en cuanto hombres terrenos y temporales son, Andrenio y Critilo, limitadas y cambiantes perspectivas. Su vida en la eternidad ha de ser ya una vida sin restricciones o empequeñecimientos perspectivísticos, una vida con el infinito horizonte de la inagotable perspectiva de Dios.







 
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