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La sangre devota

La segunda escala de esa sumersión, de ese descendimiento, es La sangre devota. Una primera versión manuscrita del poemario fue realizada en 1910, pero no sería sino hasta 1916 que, enriquecida con varios poemas, aparecería en las ediciones de Revista de Revistas. La recepción fue entusiasta en la prensa que ensalzó, predeciblemente, el tono provinciano, si bien hubo alguno, como Antonio Castro Leal, que arrancó de esa fácil simpatía

«(...este poeta es, por una parte, un poeta profundamente sentimental, que no ha olvidado el país en que nació, ni las muchachas de su tierra, ni la Virgen de su parroquia, ni la plaza de su ciudad; y su libro es humilde, sencillo, pintoresco, y su arte firme, diáfano, risueño. Es un poeta provinciano. Ya no existe en la poesía la diferencia entre vida del campo y vida de la ciudad: hoy el campo ha desaparecido y nuestros más sobrios poetas no dormirían al raso, alimentados de manjares de églogas. El viejo ideal campestre cantado por la poesía latina, fue sustituido por el ideal de la provincia, que es una ciudad pequeña, que es antiguo campo modificado por las ventajas de la agrupación social y de la división del trabajo, y que ha conservado la tranquilidad, la castidad, la bondad de los primitivos campos. Como es un amante de la provincia, es un poeta cristiano...)»



para llegar a observaciones de gran perspicacia: «Este poeta es, por otra parte, un poco extraño y comienza a mostrar un arte paulatinamente oscuro y difícil. Estas nuevas cualidades nacieron de las viejas cualidades. Nada se nos hace tan extraño como la simplicidad»35.

Julio Torri, por su parte, saludó al libro señalando que era libro de «un poeta que va descubriendo su camino y que empieza a dominar los recursos de su arte», pero su certeza de que habría de hallarlo lo lleva a profetizar: «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue ayer Manuel José Othón»36. El libro se comentó mucho, vendió bien su breve tiraje de quinientos ejemplares, y desató una polvareda de mediocres poemarios «provincianos» que tardaría tiempo en asentarse.

En La sangre devota, López Velarde continúa la búsqueda de su propia voz a través de una múltiple precipitación alquímica: los temas siguen siendo los mismos, pero Baudelaire, la rima y el olfato alteran los versos con un temple superior. Son patentes ahora unos requerimientos expresivos que crecen en complejidad en la medida en la que ese pacto comienza a cristalizar como drama vital. El trabajo es ahora resultado de una exigencia que, lejos de narrar cantarinamente y de no exigirse más que una intención ilustrativa, reconoce en la poesía un riguroso método por medio del cual se vive y se explora una situación anímica de gravedad.

López Velarde adquiere una malicia que se patentiza en versos que, si bien aún no alcanzan su mejor temperatura, indican ya una voluntad de ahondar en su drama íntimo con la ayuda de lecturas fructuosas. Como bien señala Allen Phillips, junto a las coincidencias que recorre con los belgas o con González Blanco y Gabriel y Galán, López Velarde presiente en el Darío de algunos poemas de Prosas profanas (como los dos «Nocturnos») abismos semejantes al suyo, y en otros (como «El reino interior») dualidades similares a las que lo dividen a él. Al mismo tiempo, como lo ha señalado Paz, prosigue la línea que lo une al Amado Nervo de Los jardines interiores y, dentro de este libro, sobre todo al ciclo de poemas dedicados «a Damiana», en el que presintió sin duda una advocación matriarcal semejante a su Fuensanta. Los especialistas han enumerado una larga serie de rastros literarios que salpican el camino de López Velarde y que sería prolijo comentar ahora37.

La eficacia del discipulado se hace patente en La sangre devota cuando la cuerda del sentimiento se abraza del prosaísmo, en coincidencia con algunas prácticas de Laforgue, en aras de una expresión en la que lo poético previamente prestigiado como tal, es desplazado por una graciosa levedad conversacional. La parte temática, por su parte, sigue garantizada por el pacto con el mundo provinciano de Fuensanta: La sangre devota no se separa mayor cosa de los apenas cuantos senderos que López Velarde recorre una y otra vez en toda su poesía. Dice Octavio Paz con toda razón:

«Sus temas son pocos, sus intereses espirituales, reducidos. La historia está ausente de su obra [...] Tampoco aparecen el conocimiento y sus dramas: jamás puso en duda la realidad del mundo o la del hombre y nunca se le hubiera ocurrido escribir Muerte sin fin o Ifigenia cruel38. Las relaciones entre la vigilia y el sueño, el lenguaje y el pensamiento, la conciencia y la realidad -temas constantes de la poesía moderna, desde el romanticismo alemán- apenas tienen sitio entre sus preocupaciones. Sentó a la belleza en sus rodillas pero ¿la "encontró amarga"? En todo caso, no la maldijo. No renegó ni profetizó. No quiso ser dios ni sintió nostalgia por el estado bestial. No adoró a la máquina ni buscó la edad de oro entre los zulúes, los tarahumaras o los tibetanos. Excepto en un poema de hermosa violencia ("Mi corazón, leal, se amerita") la rebeldía no lo conmovió. Su poesía no quiere "cambiar al hombre" ni "transformar al mundo". Insensible al rumor de futuro que en esos años se levanta por todos los confines del planeta, insensible a los grandes espacios que se abren al espíritu, insensible al planeta mismo, que emerge, por primera vez en la historia, como una realidad total... ¿sospechó que el hombre moderno, desde hace cien años, está desgarrado entre utopía y nihilismo? Lo que desveló a Marx, a Nietzsche o Dostoievski, a él no le quita el sueño. En suma, es ajeno a casi todo lo que nos agita»39.



Los límites temáticos se compensan en una cambiante ideología, en una tematización del estilo. Variaciones sobre un mismo tema, los poemas poseen un mérito que radica en la impredecible, mágica manera de aplicar la misma fórmula: en el día que transcurre moroso, dedal del infinito o abismo de la nada, depósito de la sorpresa y espejo del sinsentido, un alma tambaleante registra una intensidad pasional del tamaño del vocabulario, que puede ser enigmática, erótica, mágica. La sangre devota reitera la fidelidad al contrato con Fuensanta y su mundo, pero lo estiliza de muchos modos: con la gloria («En el reinado de la primavera»)


...de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado...



o con la ironía que traslada ese enamoramiento al mundo y a las palabras. El deseo del mundo impoluto y cerrado de la infancia sigue operando, así como la ecuación del regreso a su estatismo:


Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...



Mas la cifra estática del tema suscita ricas variaciones y se agita denodadamente en la expresión («Ser una casta pequeñez...»)


¿Por qué en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja,
yo no soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
y junto a la eficacia de tu boca?



El estatismo de la situación no impide, por otra parte, que acontezcan unos diminutos giros temáticos que abren amplios registros poéticos. Alrededor de la quietud de Fuensanta, se revuelve el alma del exiliado que conoce el pecado y aspira a refugiarse con mayor ahínco en el pasado. López Velarde aún no desciende al completo «ostracismo», pero ya se desgasta en la experiencia vicaria de las «mujeres, azafatas súbitas de la carne» que subliman, por contraste, a la Virgen eternizada. El narrema de la caída en el prostíbulo le basta para que la poesía adquiera una renovada precisión que rige zigzagueos expresivos y sinuosidades en poemas que alcanzan una singular «modernidad». Una nueva malicia le educa el estilo y se lo habilita para mirar mejor, como en «Mi prima Águeda», feliz ejemplo de poesía plástica, pequeña naturaleza viva de erotismo doméstico, en el que edifica un yo narrativo novedoso hecho de pura percepción:


Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto...
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda, que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...



En el lenguaje de La sangre devota, se refinan también hábitos que no tardarán en adquirir carta de naturalización en el estilo, como el vocabulario eclesiástico trasladado al terreno del deseo, que le permite ver en las muchachas provincianas «vasos de devoción, arcas piadosas»; el uso del deleznable objeto cotidiano («La bizarra capital de mi estado»):


      ...recatadas
señoritas con rostro de manzana,
ilustraciones prófugas
de las cajas de pasas.



La habilitación de la retórica, como la paronomasia, que escucha en las campanas un «clamor concéntrico»; la habilitación del folclor regional («Cuaresmal»):


Yo te convido, dulce Amada,
a que te cases con mi pena
entre los vasos de cebada
la última noche de novena.



Por otro lado, el paisaje idílico ha sido cruzado por las ráfagas de una discordia cuya índole López Velarde traza con la misma minuciosidad. «En las tinieblas húmedas...» aparece la semilla de una tragedia que consiste en registrar el carácter dividido y pendular del deseo, la fisura basal de su espíritu. En una atmósfera de pesadilla metafísica, trata con mayor empeño de precisar un algo que aún se le escapa y no podrá ser perfilado sino hasta Zozobra:


En las alas oscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.



Ese algo, ese péndulo de deseo, configura en su corazón una economía en contradicción y armonía a la vez; lo convierten en la sede de la querella entre la pena y el goce. Su corazón es uno más de los que tejen las manos de «La tejedora», esa erinia de taller de costura, que


...teje la sístole y la diástole
de los penados corazones
que en la penumbra están alertas.



La experiencia de esta dualidad abruma al joven poeta muy temprano. A veces la explora, y a veces la rehúye, ambicionando quedar suspendido con Fuensanta en una nada, en un paisaje metafísico («Nuestras vidas son péndulos»):


Dos péndulos distantes
que oscilan paralelos
en una misma bruma
de invierno.



Y a veces sólo expresa un temor terrible de caer en la


...intensidad quimérica
de un reloj descompuesto que da horas y horas
en una cámara destartalada...



El tránsito hacia esa cámara mental no se detendrá ya más. El mundo del seminarista de espíritu llano ha claudicado ante el irónico, doble, bipolar mundo de Baudelaire. López Velarde ha asumido la naturaleza ambivalente de su corazón y comienza a extremar la lucidez que le produce. La premonición de la «duplicidad» que había sufrido en su juventud, comienza a devenir una conducta, un estilo y casi una filosofía. De allí en adelante, y ya para siempre, se establecerá expresamente el conflicto que hace de su obra un drama complejo, situado en


...las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita.



López Velarde ha entendido que su vida es dos vidas y ese sistema de dualidades gobierna la producción poética del periodo. Siguiendo a Villaurrutia, podría agregarse que este reconocimiento de la escisión le impide mutilar su espíritu en busca de una coherencia sólo aparente, como aquélla por la que había optado el Amado Nervo de Serenidad. Villaurrutia propone que la resultante zozobra de esta conciencia radica en que ella reconoce

«la realidad de dos existencias diversas que, coexistiendo en su interior, pugnaban por expresarse y que se expresaban al fin, en los momentos más plenos de su poesía, no sólo alternativa sino simultáneamente. Cielo y tierra, virtud y pecado, ángel y demonio, luchan y nada importa que por momentos venzan el cielo, la virtud y el ángel, si lo que mantiene el drama es la duración del conflicto, el abrazo de los contrarios en el espíritu del poeta»40.



Zozobra recorrerá simultáneamente este camino dividido, distinto a la única senda de Fuensanta, una senda que («Para tus pies»)


...por ir tras Jesucristo por calles de la Amargura
dejó el sendero de lirios de Belkis y Salomón.



El lenguaje poético se resiente del mismo modo ante estas dualidades y se tensa en la fuerza de la escisión. Recorre así abundantes recursos: arcaísmos, usos casi privados de ciertos términos, estrofas que son casi traslados coloquiales (como en «Boca flexible, ávida...»):


Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos;



exploración de metáforas para cifrar y descifrar a Fuensanta: su voz es «campanilla de las litúrgicas elevaciones»; su mirada «como el rayo que arranca el sol a la custodia»; su cuerpo es «pan humilde que se amasa en la nativa casa»... Fuensanta, sin embargo, lo seguirá rechazando y las nupcias tendrán que posponerse hasta la muerte.

En esa nativa casa imaginaria se podría resolver otra contradicción, que constituye un tema subsidiario de la muerte como condición para restaurar el orden perdido, y que ya había aparecido en los Primeros poemas: el tema de las nupcias incruentas más allá de la muerte. En ellas, Eros cede su sitio a Tanatos, o mejor aún, ambos se reúnen en un Jano bifacial que observa a la pareja en su «casto lecho» imaginario, similar a un túmulo estatuario («Poema de vejez y de amor»):


Dos fantasmas dolientes
en él seremos en tranquilo amor,
en connubio sin mácula yacentes;
una pareja fallecida en flor,
en la flor de los sueños y las vidas;
carne difunta, espíritus en vela
que oyen cómo canta
por mil años el ave de la Gloria;
dos sombras adormidas
en el tálamo estéril de una santa.



La revolvente obsesión de este tema a lo largo del poemario, atiza las variantes estilísticas que se harán luego peculiares de López Velarde, sus marcas de agua poéticas, como las primeras repeticiones («al soñar los leves sueños...») y la aparición inicial de las luego abundantes referencias al mundo árabe (el divertido verso «funjo interinamente de árabe sin hurí»).

Sobre este tópico «arábigo», predilecta representación del deseo que irá creciendo en intensidad y frecuencia, hasta crear una suerte de referencial poético de empleo privado, debe citarse de una buena vez la explicación de José Emilio Pacheco:

«[...] tal vez la obsesión del harén -y por contagio la abundancia de imágenes de Arabia- no responda a un simple anhelo promiscuo de poligamia. Quizá tenga un sentido más espiritual. Sólo el harén -pluralidad en que cada mujer sigue siendo única- puede reconciliar en su imaginación la pasión casta -hacia Fuensanta- con la avidez que le despiertan las otras [...] Como tantos hombres que llevan dentro de sí la noción cristiana de culpa, López Velarde no ama a las que desea y no desea a las que ama. Sigue creyendo que el deseo es pecado y profanación de la inocencia original [...] No encontró a la "hurí" (el término es suyo: la criatura de un paraíso en que los bienaventurados pueden, sin culpa, dar rienda suelta a la sexualidad) capaz de permitirle conocer el absoluto amor que vuelve a los opuestos complementarios»41.



El tinte arábigo que agrega, a partir de este momento, a la complicada caracterización de su ostracismo -indicador de su constante caída en el interinato que supone la ausencia de Jerez, y en el consecuente desarraigo de sus virtudes- avisa que el sistema de «duplicidades», como lo llamó de joven, se convierte paulatinamente en un sistema de ambigüedades que, más tarde aún, en Zozobra y en El son del corazón, llegará a ser un sistema de lo que él llama dualidades funestas; el mundo árabe también es un indicador de la ruta de la perdición infiel y, finalmente, un giro más en su capacidad para apreciar su situación con un tierno sarcasmo teñido de ironía y hasta de franca autoparodia. La «dualidad funesta» se convertirá, más allá de una paradoja moral y de un disparador retórico, en un método de supervivencia que lo mismo implica la conciencia del interdicto que la distancia irónica -según Paz aprendida de Laforgue- que lo separa de sí mismo, que le enseña «a verse sin complicidad». El método es a la vez una definición moral y una paradoja que salva, en la poesía, el abismo entre la infancia perdida y la conciencia de que su recuperación únicamente es posible en la muerte. El aparato referencial de la «duplicidad» crecerá de este modo, concéntricamente, hacia nociones cada vez más amplias y entreveradas, como las que resume Carlos Monsiváis:

«[...] la evocación como ritmo obsesivo con la lujuria como secreto a voces, [...] el ardor sensual y la experiencia mística, o la provincia y la capital, o el sueño de la inocencia y las "flores de pecado", o la Arabia Feliz y Galilea, o la carne y el espíritu, o lo hispánico y lo indígena, o la devoción y la blasfemia»42.



Las tensiones entre los opuestos depauperizan su ánimo, pero encienden la página poética: experimentarlos le exige una precisión cada vez mayor y más fiel a la vida que se zarandea en esos versos que son vaivenes, que son latidos. Aun así, La sangre devota abre puertas que no se decide a explorar del todo, ofuscado por un miedo que siempre lo remite de vuelta a Fuensanta. En su advocación de «Nuestra Señora de las Ilusiones» («Canonización»), ella es quien lo ayuda a salvar los abismos, a paliar el «heterogéneo concurso divertido» («Noches de hotel») de ese mundo poblado


...de yanquees, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.



En La sangre devota, López Velarde busca su rostro por variados ámbitos: desde las calles donde los rostros y las hablas de los otros le permiten vivir su individualidad entre la multitud, en el teatro citadino como Baudelaire, hasta en el escenario más privado del sueño. Así sucede «En el piélago veleidoso», poema donde el onirismo pesca hallazgos y revelaciones, cifras de su entredicho y un generoso sentido del humor que, también, conduce hacia Fuensanta:



Entré a la vasta veleidad del piélago
con humos de pirata...
Y me sentía ya un poco delfín
y veía la plata
de los flancos de la última sirena,
cuando mi devaneo
anacrónico viose reducido
a un amago humillante de mareo.

Mas no guardo rencor
a la inestable eternidad de espuma
y efímeros espejos.
Porque sobre ella fui como una suma
de nostalgias y arraigos, y sobre ella
me sentí, en alta mar,
más de viaje que nunca y más fincado
en la palma de aquella mano impar.



El humor necesario para ese viaje revolvente alrededor de la quietud, parejo a su arrojo, redunda en calculadas ocurrencias que borran la frontera entre la revelación y la sorpresa, entre la gracia y el absurdo. El rostro de Fuensanta («En la plaza de armas») es un rostro «como una indulgencia plenaria»; su mutismo (en «Por este sobrio estilo») es «venero de palabras» y su boca «es ahorro». Se aventura también, en este libro de apropiación de estilo, a experimentar con ritmos, a jugar con metáforas, a torcer lugares comunes a fuerza de exceder sus límites, como en la letanía de vehementes endecasílabos que encierran la magia de Fuensanta en copiosos atributos, repeticiones y supermetáforas («Por este sobrio estilo»):


...enfermera medrosa; cohibida
escanciadora; amiga que te turbas
con turbación de niña al repasar
nuestra común lectura; asustadizo
comensal de mi fiesta; aliada tímida;
torcaz humilde que zureas al alba,
en un tono menor, para ti sola.



En donde la precisión del vocabulario hace que Fuensanta se mezcla no en una paz solitaria, sino celibataria, y que su castidad no sea la del alhelí, sino la de un búcaro. La minuciosidad nace de su fervor expresivo, pero también del desprecio al lugar común al que odiaba, dice Villaurrutia,

«como al peor enemigo: el lugar común, la expresión borrosa y gastada, moneda que pasa de mano en mano sin permitir una huella, lisa y convencional, sin otro valor que el que le asigna la costumbre. De buena gana habría creado todo un lenguaje para su uso personal, como dicen que parece haber sido el propósito de Góngora, a quien amaba con pasión. Pero dar nuevos nombres a las cosas lo habría confinado en el círculo de la razón perfecta; es decir, en el círculo de la locura. Como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los nombres por la prueba de fuego del adjetivo: de ella salían vueltos a crear, con la forma inusitada, diferente, que pretendía y muy a menudo alcanzaba a darles. Recobrando una facultad paradisiaca, diose, como Adán o como Linneo, a nombrar las cosas»43.



Jaime Torres Bodet agrega a la naturaleza de esta pesquisa estilística un ingrediente bien observado, que hace arraigar en su educación conventual: un sistemático esfuerzo

«de sustituir por el adjetivo grave, certero casi siempre, el esdrújulo, ampuloso y más o menos indefinido. Donde alguno podría decir: universal, apunta él, pintorescamente, ecuménico. Y donde otro escribiría: un niño, él ve, inmediatamente, un párvulo»44.



La imaginación también comienza a tomar riesgos y a encontrar, casi siempre, espléndidos hallazgos: en un arrebato de pasión («La tejedora») se le ocurre tomar a la frágil Fuensanta, convertida en árbol, de


...tus hombros de novicia
y sacudirte en loco vértigo
para lograr que cayese sobre mí tu caricia,



en «Boca flexible, ávida...» propone que las complejas fabricaciones de su «filosofía petulante» se ven tan amenazadas por la presencia de Fuensanta, como los dedos


...de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados;



mientras que la sabrosa protagonista de «A Sara» es


...flexible cual la honda
de David y contundente
como el lírico guijarro del mancebo.



En el mismo poema, su métrica explora los portamentos del arte menor, y su rima las cadencias de pareados o tercetos que trasponen a la forma, con eficacia, el ritmo binario de sus obsesiones:


...y si en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja,
todavía, con brazo heroico
y en caída acelerada, sostienes a tu pareja.



Buena parte de esta incipiente renovación depende del roce del péndulo con un erotismo que ha fortalecido su vigencia en el extremo de la disipación. Sobre estas turbulencias los especialistas han lucubrado mucho, si bien Paz es quien ha visto más hondamente el trasunto. Uno al que, por cierto, recurre cuando matiza las semejanzas y diferencias entre López Velarde y Baudelaire: el abismo que atrae al francés, dice Paz, «es el de la conciencia autosuficiente y, simultáneamente, desvalida -de ahí la identificación del mal con la libertad humana y de éstos con la nada». El zacatecano, en cambio

«siente la fascinación de la carne, que es siempre fascinación ante la muerte: al ver "el surco que deja en la arena su sexo", el mundo se le vuelve un enamorado mausoleo. La visión del cuerpo como presencia adorable y condenado a la putrefacción se acerca, pero no es idéntica, al vértigo del espíritu (de Baudelaire) "celoso de la imposibilidad de la nada"»45.



Junto a los avatares de Fuensanta, La sangre devota acoge otras mujeres intermedias, equidistantes de la provinciana tanto como de las prostitutas: la ya mencionada prima Águeda, surtidor de colores y sonidos que arrastra por la casa, sobre el polizón de su vestido, el deseo de su primo deslumbrado; o la sahariana Sara, ese regocijo comestible. Ambas contradicen y completan a Fuensanta, puro espíritu, lo mismo que a las prostitutas, pura carnalidad. Todas ellas, le devuelven al unísono la imagen mutable de la mujer, una imagen en la que identifica la misma escisión que a él lo agobia (cuerpo y espíritu, «tortura de hielo y combustión de pira»). Dice Paz:

«Amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también y, sobre todo, es un cuerpo. Para que ese amor dure es necesario preservar su confusión y, simultáneamente, ponerlo a salvo de su contradicción. Su amor es el constante vaivén de los términos que lo forman. Así, no puede exponerlo a la prueba de la realidad sin exponerlo al mismo tiempo a la extinción: la sangre y la devoción acabarían por fundirse o una de ellas anularía a la otra. No le queda más recurso que transfigurarlo. Fuensanta se vuelve un cuerpo inaccesible y su amor algo que jamás encarna en un aquí y un ahora. No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad»46.



En efecto: Fuensanta, dirá López Velarde en «Hoy como nunca...», primer poema de Zozobra, nunca ha sido otra cosa que


...una epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses,



una eterna despedida y a la vez un postergado reencuentro entre el idólatra y su ídolo: mujer de femineidad hechizante vedada a su adorador y a sí misma («Me estás vedada tú...»). Por lo pronto, dentro de la narración que subyace el desarrollo de La sangre devota, esta «permanente y nunca consumada posibilidad» a veces irrita al poeta y lo lleva a proferir amenazas que son súplicas:


Despertarás una mañana gris
y verás, en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso, gritarás las cinco letras
de mi nombre...



Cuando Fuensanta muera dentro de Josefa de los Ríos, en la capital del país, en 1917, este tono cambiará radicalmente: su muerte acicatea en su deudo la conciencia de su propia muerte adormilada. Si Fuensanta no profirió las cinco letras de Ramón, él perseverará en proferir el de Fuensanta hasta la boda de ultratumba.

Pero no adelantemos vísperas. Por lo pronto, López Velarde carece de una respuesta a su pregunta «¿Qué será lo que espero?»: poema en el que se sabe impotente para resolver el «hondo enigma» que lo hiende: su voto es que Fuensanta viva «dentro de una virginidad perenne y aromática» pero, al hacerlo, reconoce no saber «lo que de ti persigue mi esperanza». Su devoción, entonces, se derrama hacia el extremo opuesto de la azul experiencia espiritual con Fuensanta: su alma etérea cede el escenario a un corazón carnal, cubierto por las mareas de una sexualidad munífica, que cifra su nuevo estado en el pálpito sanguíneo, en el referente arábigo, en los colores rojo y negro; y su castigo, en la imagen de la caída. La sed que no calma el agua de las manos samaritanas de Fuensanta, busca saciarse («La tónica tibieza») en una


...sed constante de veneros
femeninos, de agua que huye y que regresa.



Este nuevo movimiento del péndulo lo conducirá a la Zozobra. El impulso de La sangre devota comienza a naufragar en una sangre diferente que se quema en otros altares, una que hace de él no un devoto sino un fervoroso, y que no tiene más atributo que la fuerza de su torrente en las venas y la exigencia de tramar su articulación poética.




Zozobra y El son del corazón

Esta nueva temperatura, que recorre buena parte de Zozobra, tuvo una recepción encontrada en 1919, en las ediciones de la revista México Moderno. Once años después de la muerte del poeta, en 1932, aparecería El son del corazón, que recoge la poesía escrita entre 1919 y 1921, y que consideraremos como un apéndice de Zozobra: una suerte de tercer acto que no llegó a escena en vida del poeta, pero que guarda con el libro anterior una predecible relación temática, estilística y argumental.

Al aparecer Zozobra, hubo lectores que se lamentaron de que López Velarde hubiese abandonado un temple provinciano que mucho estimaban, y crearon cierto consenso que le reprochaba explorar territorios escabrosos con un ánimo oscuro. Citemos un ejemplo de José de Jesús Núñez y Domínguez:

«El cantor de la vida provinciana que en su libro de introducción esbozó ciertas tendencias al "versolibrismo", mostrando decorosas rebeldías hacia los cánones establecidos en materia prosódica, extraviando ahora por el sendero de la extravagancia, acopla versos y más versos, atropellando deliberadamente el ritmo, ejecutando malabarismos musicales ingratos al oído, sutilizando la metáfora hasta convertirla en nebulosa, perdiéndose en la oscuridad de figuras incomprensibles a fuerza de quintaesenciadas»47.



Más grave aún, fue el comentario de Enrique González Martínez, el pope indisputado de la poesía mexicana del momento gracias a la lejanía de José Juan Tablada, radicado en Nueva York. Expresó fuertes reparos hacia formas impensables para su propio conservadurismo, y hacia el «exclusivismo erótico» que según él llevaba a López Velarde a ejercer «las ansias del momento»:

«El ansia de esquivar el cliché poético y de huir del lugar común, sirve de estímulo para echarse en busca de lo inesperado y, lo diremos de una vez, lo despatarrante [...] El afán de parecer nuevo, con ser laudable, nos pone en riesgo de envejecer demasiado pronto [...] El afán de apartarse de senderos trillados se manifiesta en formas de rareza y aun de extravagancia. Yo no quiero admitir, tratándose de un artista serio, el intento de una "pose" sistemática. La verdad es que hay en el libro poemas enteros cuya significación estética se me oculta. Entre otros señalaría los dedicados a [las bailarinas] Tórtola Valencia y La Argentina, y el que lleva por título "A las provincianas mártires". Podrá hallarse en ellos ingeniosidad propia de la poesía humorística, pero ajena a lo que el poeta quiso expresar. Impregnados de un prosaísmo cargante, parecen hechos adrede para poner de bulto las limitaciones de López Velarde en su creación poética. No quiero referirme a su exclusivismo erótico y a su falta de inquietud para las ansias del momento, pues cada poeta reina en sus dominios»48.



Otros entendieron que el nuevo estilo obedecía a la transición de la mirada objetiva de La sangre devota hacia una subjetivización que requería de representaciones menos directas, más simbólicas. Así lo vio Genaro Fernández MacGregor, para quien el cambio en el estilo obedecía a cambios interiores del poeta, transfigurado por

«la civilización, la parva civilización que encierra la Ciudad de los Palacios, que ha destilado en el poeta un veneno más letal que los de Medea. Al correr por sus venas, lo ha metamorfoseado en cierto modo, hasta el punto de que a veces se duda cuál es su verdadera fisonomía espiritual [...] Sus versos modernos, ásperos y túrgidos como el deseo de un egipán, su voluntario hermetismo, lo harían digno de ser incluido por Verlaine en su galería de poetas malditos»49.



El crítico tocaba un aspecto medular: el progresivo descendimiento hacia la capital (la Ciudad de los Palacios, como la llamó Alexander von Humboldt) coincidía con el agravamiento de una relación cada vez más tortuosa con su alma, con su pasado, con su religión y con su poesía. Ahora tiene olfato, rima y Baudelaire y, como señala Jorge Cuesta, su poesía se hace

«maliciosa y artística, difícil y complicada. Es entonces cuando se enriquece y se hace verdadera; pues es cuando reconoce que no están tan próximas ni tan obedientes a nuestras evocaciones las delicias instintivas que Adán vio y tocó antes de ser expulsado del paraíso; es cuando se vale de conjuros mágicos y de la más intrincada y misteriosa ciencia de la palabra»50.



El nuevo estilo recorre los mismos leit-motiv de antes, los desarrolla y profundiza en variaciones y, finalmente, los cierra como si hubieran sido capítulos de un extraño relato que podríamos titular así:

  1. Muerte de Fuensanta y un amor real.
  2. Pérdida del edén y exilio.
  3. Reaparición de Fuensanta como La Muerte.



Muerte de Fuensanta y un amor real

Zozobra comienza con una despedida más a Josefa de los Ríos, que, arrastrando consigo hacia la tumba a Fuensanta, acaba de morir: «Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces», comienza el libro; la «secuela de dramáticos adioses» de La sangre devota se ha convertido, al final de este poema, en «una prolongación de exequias». La pena de ese infinito funeral se atenúa -pero no cesa- con la aparición de una mujer vivísima, amenazante, sorprendentemente parecida a él mismo («Transmútase mi alma»):


Mas contemplo en tu rostro
la redecilla de medrosas venas,
como una azul sospecha
de pasión, y camino en tu presencia
una misantropía de violetas.



Margarita Quijano51 funge como un complemento de Fuensanta: otro rostro del poliedro ambiguo de la femineidad que el poeta no logra descifrar tampoco en ella. Octavio Paz resume la índole de esta variante pasional:

«Fuensanta había sido una figura pasiva, más un ídolo que una realidad; la segunda mujer es, simultáneamente, un cuerpo y un espíritu. Un cuerpo intocable y que lo hechiza; un espíritu que lo espanta y le abre mundos desconocidos [...] Por primera y última vez López Velarde reconoce en una mujer una complejidad espiritual semejante a la suya [...] El descubrimiento de sí mismo es también el de una mujer que es todas las mujeres, "total y parcial, periférica y central", es decir, una mujer que puede ser una amante sin abdicar de su albedrío. Una libertad»52.



La pasión de López Velarde por Margarita desata algunos de sus mejores poemas y afina el nuevo timbre de su poesía. Escondida detrás de la Magdalena de «Tu palabra más fútil...», el poeta la revela en curiosas y prolongadas imágenes que parecen abrir poemas subsidiarios dentro del poema:


      ...me deslumbro
en tu sonrisa férvida; y mis horas
van a tu zaga, hambrientas y canoras,
como va tras el ama, por la holgura
de un patio regional, el cortesano
séquito de palomas que codicia
la gota de agua azul y el rubio grano.



El amor a Margarita le depara raros momentos en los que intensifica su esperanza de quebrar su entredicho fundamental. A diferencia de la palidez de Fuensanta -de contención, de virgen clorótica-, la palidez de Margarita es la de la mujer de Lot, y también la de María Egipciaca, la del exceso de «éxtasis y placeres» que abarcan a todo el género femenino («Que sea para bien...»):


Tu palidez denuncia que en tu rostro
se ha posado el incendio y ha corrido la lava...
[...]
¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia
al huir, con un viento de ceniza,
de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia
revoleándote encima del desierto? ¿O, quizá,
te quedaste dormida en la vertiente
de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca
y calcinó tu frente?



La aparición de Margarita fortalece con un nuevo entredicho los anteriores, y ante las antiguas preguntas revela la respuesta de nuevas interrogantes. Síntesis de espíritu y carne, Margarita es una instancia intermedia que puede rescatarlo tanto de la pura espiritualidad de Fuensanta como de la carnalidad neta de las prostitutas:


¡Oh tú, reveladora, que traes un sabor
cabal para mi vida, y la entusiasmas:
tu triunfo es sobre un motín de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas!



Mas esta «revelación» -que también habrá de posponerse por motivos desconocidos para la biografía- no hará sino precipitar con superior ahínco la zozobra. Una zozobra que fortalecerá la balanza de contradicciones y la intensidad del autoconocimiento:


Me revelas la síntesis de mi propio Zodiaco:
el León y la Virgen...



A lo largo de Zozobra, el empeño en el autoconocimiento se representa como caída: en el mapa, del norte hacia el sur, de la provincia hacia la capital; del amor-pasión a la pasión-sexual; del fantasma de la inalcanzable Fuensanta a la evasiva satiresa Margarita «Prolóngase tu doncellez/ como una vacua intriga de ajedrez», dice en «Despilfarras el tiempo...»). En esa caída lo acompaña un chillante coro de «odaliscas», «náyades arteras», «flores de pecado»: una encendida corte en la que hospeda el interinato de su amor a sueldo. Entre esos placeres torcidos, parece que su estilo se complica y se hace, si cada vez más sensual, también más cifrado: «malicioso y artístico», diría Cuesta.

Mientras cae, con una mano se aferra del placer y con la otra del terror. En «El minuto cobarde...» advierte que cada «hiperbólico minuto» de placer se paga también en otro sentido (la terminología religiosa convive con la legal y contable para dar cuenta de esto):


Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos...



Margarita, que había aparecido como una alternativa para escapar del entredicho, lo recicla y ahonda: su aparición es una nueva puerta hacia sí mismo y una nueva incitación a recorrer, en pos de afirmaciones, la apretada trama de su ser, sus expectativas y, sobre todo, su pasado.




La pérdida del edén

Calderón de la Barca dice que la nostalgia es la «alhaja de los desdichados». López Velarde acude a su pasado no en pos de las alhajas, como lo hace con la nostalgia pasiva de La sangre devota, sino con la conciencia de su desdicha y el presentimiento de que las alhajas de antes, y su precario alivio, ahora serán sólo cifras de una desesperación en pos de respuestas.

«El viejo pozo» resume esta urgencia: el inocente pozo de antaño ha devenido símbolo: al asomarse al brocal, el poeta busca la frescura de las certidumbres ancestrales, pero lo que encuentra es un venero venéreo que «mantiene su estrofa concéntrica»; una cifra más de su dualidad, una dualidad que ahora percibe heredada por la sangre sexualizada de ese mundo antes santificado, una sangre dividida entre «la devoción católica y la brasa de Eros». Las santas mujeres de Jerez se le revelan como hembras que conocen también el sarcástico «afán temerario de mezclar tierra y cielo».

La evocación del pasado perdido se baraja con el aviso de las postrimerías, dejando enmedio un presente inconexo y angustioso, significado por contundentes relojes descompuestos. Jerez aparece ahora en varios poemas53 como el horror de la genealogía, pero igual conserva viejos atributos: consejero prudente, depósito de la inocencia, recreo imaginativo, fortaleza contra el miedo: un Génesis referencial con el cual atenuar los predicamentos del Éxodo y la amenaza del Apocalipsis:


Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien...



El inventario de aquellas cosas perdidas conmueve: el reloj del curato, las lugonianas lunas obesas, pianos y santos, ecos familiares, pinitos literarios y un segundero que, péndulo, latido y vaivén a un tiempo, remite a una circularidad viciosa:


Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.



El pasado es apenas el saldo contra el cual actualizar su quiebra vital. El inocente reloj del curato se convierte en un reloj surreal «que da horas y horas en una cámara destartalada»; el piano provinciano deviene una «caja de música falible que en lo gris/ de un tácito aposento se desgaja». Entre las sentimentales evocaciones se deslizan intensos enigmas, como en «Para el zenzontle impávido», donde la mascota casera -«músico célibe, es el solista dócil» como su amo-, no sabe que


      ...la dicha de amar es un galope
del corazón sin brida, por el desfiladero
de la muerte.



El reloj de este «violento espíritu» inepto entre la jaculatoria del pasado y el veneno actual, ahora además testigo de la clepsidra metafísica donde conviven el ignoto origen y la amenaza de la muerte, intercala en el juego la relatividad de un presente que se manifiesta, se intensifica y se percibe sólo en la fugaz combustión del sexo («Ánima adoratriz»):


Todo me pide sangre: la mujer y la estrella,
la congoja del trueno, la vejez con su báculo,
el grifo que vomita su hidráulica querella,
y la lámpara, parpadeo del tabernáculo.



El antiguo panteísmo juvenil que concelebraba con Jerez y con Fuensanta, se convierte en un pansexualismo que le permite no encontrar cosa «que abrazada por mí, no tuviera/ movimientos humanos de esposa» («En mi pecho feliz...»). Es un abrazo al instante infinito del placer que excluye la temporalidad, con sus amenazas y recompensas («Todo...»):


Que el milagro se haga,
dejándome aureola
o trayéndome llaga.



Las imágenes, metáforas y alegorías elucubradas para registrar esos instantes reflejan su intensidad: el deseo «se aquilata como la entraña de las piedras finas»; su lección aporta la «única virtud» de sentirse «desollado»; la celebración de este placer genera una poesía feroz, fabricada de gestos supersticiosos, pensamiento mágico, anomalías visuales, asociaciones torcidas, referencias secretas dictadas por «el barómetro lúbrico» («Ánima adoratriz»):


Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico, que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa...






Exilio

Algunos poemas de las dos colecciones escapan de esta enumeración temática aunque rocen con algunos de sus elementos. Tal es el caso de «La estrofa que danza», de «Fábula dística» y de «Anna Pavlowa», los poemas que tanto irritaron a González Martínez, danzas de rimas fascinantes dedicadas a bailarinas populares54. Otro caso es «La doncella verde», poema que con la excusa de la muerte de José Enrique Rodó (1917), le permite al poeta bordar sobre el espíritu de Los motivos de Proteo (1909) y unir


...al confesor de la Santa Esperanza
y a la doncella verde en la misma alabanza.



Y de «No me condenes», aleve poema de eficaz disposición irónica, hábil despliegue de juguetería rítmica, exquisito prosaísmo, frescos vocabularios en cadencias pareadas, que contiene una sabrosa reflexión sobre el progreso y una elocuente parábola sobre la expulsión del paraíso provinciano:


Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?55



El tema del exilio es una derivación temática de un asunto ya comentado: la caída de la pretérita provincia singular a la órbita de la moderna capital homologadora. En el habitual recurso de reconvenirse por interpósita mujer, esta serie de poemas describen el vuelco de la provincia a la capital en las masivas emigraciones obligadas por la Revolución y, a la vez, la propia caída del poeta en la experiencia del «mal».

La emigración de grandes masas de población a la capital aportó un tema principal para este poeta de la Revolución á rebours, comparable sólo al que le aportó a la narrativa de Mariano Azuela: la absorción de las singularidades por el centralismo, la falta de planeación económica, el crónico desastre agrario, la inexistencia real del federalismo, etcétera. Para un poeta que vive en carne propia esa penosa forma del destierro, el drama adquiere la forma de un íntimo cataclismo ilustrado, claro, por las mujeres, las «Jerezanas» que abandonan el frágil gineceo vulnerado por la historia, las «institutrices de mi corazón,/ buenas mujeres y buenas cristianas» a las que debe sus


      ...virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor...



El tema de las anacrónicas «Jerezanas» concentra las identidades que ha sacrificado la historia. Sus emigraciones que son caídas y verdaderos exilios, las llevan a aportar sus modestas especies al gran guiso moderno:


Las pobres desterradas
de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,
aroman la metrópoli como granos de anís,



dice en el mismo poema, puesta en escena de estas finales actrices de una paradoja: la de un país de ricos recursos agrarios que suma a sus hijas a la miseria urbana:


Propietarias de huertos y de huertas copiosas,
regatean las frutas y las rosas.



Las «anónimas y lentas desterradas» (Josefa de los Ríos entre ellas) pasean en la moderna avenida sus modas caducas, su desmoronada hacienda, su «desgarbo airoso» y su «activo quietismo» en provecho del poeta, dandy miserable que reconoce en ellas su propio cataclismo. Canfield ha llamado la atención sobre el hecho de que, en «A las provincianas mártires», López Velarde elija para su protagonista el simbólico nombre de Mireya, parienta de la Miréio que para los mistralistas representa la tenaz preservación de los valores regionales frente a los asedios centralistas. Pero esta «Mireya» ya ha sido derrotada por Herodes, y ha preferido darse muerte antes que entregar la virginidad a su barbarie. López Velarde la canoniza en solitario responso:



Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.

Mis entrañables provincianas mías:
no sospeché alabar vuestro suicidio
en las facinerosas tropelías.

Antes que sucumbir al bandolero
se amortizaron las sonoras alas
que aleteaban en el fiel alero.



Un leve aire chuán recorrería esta serie de poemas si no hubiera en ellos una resignación fatídica propia del pesimismo histórico y religioso del poeta:


Honorable pajar de la cosecha
honorable: tu incendio es la basílica
en que se ahoga la virgen deshecha.



Este pesimismo se refrenda en «El retorno maléfico», poema central de este asunto, en el que el poeta regresa al «edén subvertido» por los «vientos de fronda» de la Revolución. Recorre las calles de Jerez: lee su «esperanza deshecha» en los «negros y aciagos mapas» que la fusilería ha grabado en las paredes. Su matria ha sido despedazada por fuerzas más poderosas que las que le dieron origen. En una escena que prefigura tópicos y atmósferas no del todo lejanos a las atmósferas de Juan Rulfo, el joven poeta recorre «con pies advenedizos» un pueblo que no reconoce y que no lo reconoce a él, ni siquiera cuando llega a su antigua casa:


Cuando la tosca llave enmohecida
tuerza la chirriante cerradura,
en la añeja clausura
del zaguán, los dos púdicos
medallones de yeso,
entornando los párpados narcóticos,
se mirarán y se dirán «¿Qué es eso?».



Y en el centro de este paisaje de abatimiento lo único que queda es el pozo familiar, antes pródigo instructor y venero de símbolos,


...goteando su gota categórica
como un estribillo plañidero.



Frente a esa desolación, López Velarde enumera lo que podría haber sido ese mundo, de haber sobrevivido a la historia, en un intenso crescendo de reduplicaciones que insinúan su redundante suficiencia:


...golondrinas nuevas, renovando
con sus noveles picos alfareros...
...el lloro de recientes recentales...
...la ubérrima ubre prohibida
de la vaca, rumiante y faraónica...
...el amor amoroso
de las parejas pares...
...muchachas frescas y humildes
como humildes coles...



Un sueño que termina en el presente, en una serie de puntos suspensivos y en una frase desolada, escrita ya fuera del ensueño: y una íntima tristeza reaccionaria.

El impulso luctuoso y «reaccionario» que, acicateado por la conciencia del desastre, lo conduce a evocar y enumerar las caducas virtudes pueblerinas -virtudes que, contra su etimología, son matriarcales y pueriles-, subyace a la posterior redacción de «La suave Patria», ese curioso poema que por cantar una matria desaparecida se convirtió en paradójica recitación de la oficial patria vencedora. El poema no es más optimista que los mencionados -sí más divertido-, ni proviene menos de la ensoñación de lo ya sacrificado por la modernidad. A diferencia de «El retorno maléfico», no termina con un amargo despertar en la realidad, sino con una resignada solicitud a esta patria sexuada -ingenua caricatura de la Marianne republicana-, y con un enigma:


Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
la carreta alegórica de paja.



Una patria que, por propia confesión del poeta, no es una «realidad histórica, sino íntima»56; es decir: el poema no traza su descripción sino una quimera, un ejercicio imaginante, una puesta en escena hipotética en un teatro anímico, de los actores de lo posible: paisajes, climas, rostros, modales, mentalidades, clisés, confesiones personales, historia patria, el edén reconstituido, abundantes muchachas jerezanas en misa y en carnaval, sentencias categóricas, lujuria, catolicismo. Todo cabe en esta patria sabiéndolo rimar. La velocidad en los cambios de tono es similar a la de los cambios temáticos que propicia su flexible estructura: un poco de teatro (tiene proemio, dos actos e intermedio) y un poco cajón de sastre en el que van cayendo, como cuentas y botones, las estrofas-estampas del poema. Dice Torres Bodet con agudeza:

«No deja de ser curioso el hecho de que éste sea el poema en que López Velarde, al querer superar las fronteras de su regionalismo -de su comprensión deliciosamente parcial de las cosas- se haya visto precisado también a disminuir el hermetismo patético de su expresión. Comparados con otros poemas, los versos de "La suave Patria" dan la impresión de una renuncia deliberada a los modos esquemáticos de pensar que Zozobra había llevado hasta la desnudez despojada y despejada del álgebra [...] es un propósito de vulgarización de sus procedimientos, el deseo de vestirse de una cultura»57.



En la fiesta verbal y en la ebriedad imaginante del poema, ciertamente lleno de tropiezos y traiciones, López Velarde se las arregla para insistir en el tema de la matria que cede terreno a la historia: por ejemplo, cuando anota las diferentes formas de medir el tiempo en la capital (las horas como prostitutas que trotan las calles) y en la provincia:


Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos,



o cuando ensalza el mundo agrario sobre el industrial y las sospechosas virtudes de la subsistencia:


El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.
[...]
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos, se vacía
el santo olor de la panadería.



Como la de Mireya, «La suave Patria» es una epopeya rezada; a diferencia de aquella legítima soprano, ésta sólo puede accuse fingiendo la tesitura del bajo épico. El poema, paradójicamente, se antoja más una celebración de la poesía que de la patria y, desde luego, más de los delirios de su autor que de la poesía. Festival de excesos, agrio y divertido, el poema es un despliegue de pirotecnia poética; a veces un coro popular, a veces un soliloquio erudito; un laberinto de imágenes bizarras, ocurrencias felices, super-metáforas grotescas; una cornucopia extrema que derrama una subjetividad temperamental que se detiene, en una suerte de delectatio morosa, en la imagen de un país que acaba de entrar, irremisiblemente, a una desconcertante mayoría de edad.

No puede dejar de subrayarse, por más obvio que ya resulte, que el canto en el que López Velarde lamenta la desintegración de su mundo, resuélvase éste en ironía, en responso o en fingida epopeya, corre parejo a la crónica de su propio descendimiento de la perdida polis del viejo Jerez a lo que no tardará en llamar la necrópolis de la capital. «Millonésima en el placer y en el dolor», la ciudad de México cada vez aparece más como una alegoría de su propio corazón y su proceso bíblico de perdición. Si «La suave Patria» sublima en cierto modo sus padecimientos ante la historia nacional, Zozobra y El son del corazón relatan un proceso semejante en su historia privada (el regreso de Fuensanta): ambas, la matria y Fuensanta, son candidatas a la posesión por pérdida.




El regreso de Fuensanta

Nostálgico y envenenado por la pérdida de la provincia y su personal inocencia -después de haber constatado en los poemas del exilio «la justicia original de todas estas cosas»-, el «espíritu violento» del poeta levanta el mapa complementario de su patria recóndita.

Es el mapa de su corazón, el que recorre otro desterrado que no busca su casa, sino su congruencia, arrastrando un magro equipaje de placer y de miedo. En poemas como «Mi corazón se amerita...», que hace pensar a Octavio Paz en una evocación del sacrificio azteca58, fija al corazón (órgano y símbolo, sede de la pasión de amor y clave de la muerte) como depositario final del sentido regateado: reloj y péndulo, bomba y afecto, gloria y purgatorio, padre culpable e hijo ciego, «la mitra y la válvula», cautiverio y libertad, máquina que registra la pasión y bitácora de la pesquisa íntima:


Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica,
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.



La zozobra del poeta cardiaco sucede en el oleaje del mar interior, en ese «nocturno mar amargo» que navegaría, tiempo más tarde, en su propia poesía, Xavier Villaurrutia. Exiliar el corazón sería salvarse de la zozobra, encontrar la balsa en el diluvio, el imposible don de un placer sin consecuencias:


   Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.



Consumado el hipotético sacrificio, descorazonado, lanzado el corazón «como sangriento disco a la hoguera solar», vendría el alivio de la impasibilidad: un reposo en el que el impulso erótico del corazón se sublimaría en su consumación:


...habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.



Ese ritual de fuego purgativo se prolonga en «Dejad que la alabe...», donde una mujer hipotética, igual de munificente y abarcadora, suplanta aquel sol sinfónico asumiendo sus atributos generosos y sexuales:



Próvida cual ciruela,
del profano compás
siempre ha de pedir más.

Retozará en el césped,
cual las fieras de Baco
de Rubens...



Remoto del sol y desposeído del anhelo de la femineidad total, López Velarde recorre la ruta del orgasmo, ese paraíso interino en el que la eternidad dura un instante. Pero el encuentro carnal es un paliativo del que sale con una más gravosa carga de mortalidad, como en «Tus dientes», poema en el que, después de una prolija y exaltada alabanza erótica, predice:


...tus dientes de ídolo han de quedarse mondos
en la mueca erizada del hostil esqueleto...



La ecuación entre el placer y la muerte se estrecha en Zozobra y avanza dando traspiés entre situaciones límite y curiosos paréntesis de reposo inocente; vaivenes entre el infierno y la gloria, como si las revelaciones aturdieran al poeta y lo hicieran pedir una tregua. Así, «Memorias del circo», descripción feliz y ligera en la que el verdadero circo es el lenguaje funambulesco de adjetivos maromeros y rimas de trapecio. Pero hasta en la evocación tragicómica de esa alegoría del mundo, el corazón nostálgico suena como «el frecuente síncope del latón sin compás» y su gozo se desmorona en una poderosa imagen final: terminada la alharaca de la función, el poeta se descubre en el viudo oscilar del trapecio. La nostalgia se extiende de los lugares y tiempos a la de las situaciones o los valores. La alternancia del fugitivo éxtasis carnal con el pasado orden virginal sucede de un poema a otro y a veces dentro de un solo poema: instantánea bandera que cae en el lodo del remordimiento. Pero mientras ondea, el poeta se cuelga de ella, de esa «embriaguez de la encantada hora», y en ella encuentra la razón de ser de «Todo...»,


Uno es mi fruto:
vivir en el cogollo
de cada minuto.



El placer es «un encono de hormigas en mis venas voraces», dice en «Hormigas», poema que salta de la exaltación a la tristeza con el denuedo trágico de un deseo cargado de atributos:


Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.



En el deseo y el cuerpo, su zona de combate, se concilian las contradicciones: el fin y el principio, la fertilidad y el infierno, el placer y la muerte son simultáneos. En la cima, el deleite resuelve las contradicciones, pero es efímero: el hueco que deja se puebla con la resaca de gravosas verdades. En la pequeña muerte que desde el placer se atisba, se advierte otra: la boca de la amada, «cifra de eróticos denuedos», sanguinaria y sarracena, esconde en sus perfumes un contiguo aroma


      ...a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pábilo y a cera.



Ese anticipar en el deseo a la muerte viene de una tristeza post-coitum, pero también de una adivinación que arraiga en su ser: el placer y la muerte son caras de una sola moneda. Si a veces, en poemas como «Hormigas», el deseo sabe que en su límite se roza con la muerte, en otros como «Idolatría» esa conciencia opta por la celebración del cuerpo, boleto hacia la vida mágica:


Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer;



un cuerpo que reconcilia opuestos, cuya carnalidad devora sus propios calificativos, se confunde con sus atributos, es panacea y transfiguración, sacramento y misterio:


Idolatría
de la bizarra y música cintura,
guirnalda que en abril se transfigura,
que sirve de medida
a los más filarmónicos afanes...



En el vértigo del deseo, López Velarde elige la «encantada hora» en cuya fugacidad reconoce la paradoja de su destino y de su solitaria elección: el deseo de todo («todo me pide sangre») y su satisfacción son embajada de la muerte. Dice en «La última odalisca»:


Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato...



y en el recorrido de ese itinerario atisba una marca que no le es exclusiva: en la medida en que se sumerge en él, en pos de sí mismo, descubre aquello que lo iguala con los demás. Como todos, está hecho de placer y dolor:


Aunque toca al poeta
roerse los codos,
vivo la formidable
vida de todas y de todos...



En el centro de su solitaria experiencia, López Velarde se encuentra con que lo más definitorio de su drama se atenúa y se acrecienta en la comunidad de los otros; que su son del corazón percute al ritmo de sus semejantes:



¿Oyes el diapasón del corazón?
Oye en su nota múltiple el estrépito
de los que fueron y de los que son.

Mis hermanos de todas las centurias
reconocen en mí su pausa igual,
sus mismas quejas y sus propias furias.



Del mismo modo, en «La última odalisca» su peculiar combate entre la levedad y el peso, entre la gravitación del cuerpo y la etereidad del alma, se prolonga hacia sus iguales:


Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.



Pero hasta en este rasgo temático en el que las imágenes de la ingravidez, el peso, el vuelo y la caída, se distribuyen en decenas de símbolos y situaciones, López Velarde desliza sus personales disyuntivas e insinúa que hospedan -en harén o en hospital- las de los otros: «soy un harén y un hospital/ colgados juntos de un ensueño».

En varios poemas de Zozobra este equilibrio precario comienza a tambalear la balanza: el peso de la muerte en su platillo, frente al del placer, inclina a su favor al fiel59. En el último poema citado, por ejemplo, la «lumbre divina» del deseo anuncia la impotencia, la «impedimenta» final: «un día, al entreabrir los ojos/ antes que muera estaré muerto»; y en «Ánima adoratriz» lo mismo: se acabará el arrobo un día, cuando


      ...no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.



El pacto entre el deseo y la muerte tiene tres escaños más que descender. El primero sucede en «Te honro en el espanto...», poema en el que el fantasma de Josefa de los Ríos regresa por sus fueros y desplaza a las «súbditas de la carne» para instalar al poeta en la cima de una nueva revelación: si bajo la carne viva de las amantes provisionales se palpa el memento mori del esqueleto, ¿qué le impide imaginar unas bodas subterráneas con el de Fuensanta? El resultado roza la imaginería terrible de un retablo sevillano, y sería una necrofilia más para el torvo catálogo de perversiones finiseculares si no la rescatara la precisión del último, pasmoso verso:


...y porque eres, Amada, la armoniosa elegida
de mi sangre, sintiendo que la convulsa vida
es un puente de abismo en que vamos tú y yo,
mis besos te recorren en devotas hileras
encima de un sacrílego manto de calaveras
como sobre una erótica ficha de dominó.



El segundo escaño escapa de la necrofilia y convierte su anómalo placer en una reivindicación de la esperanza: «¡Qué adorable manía...!» anuncia otra revelación: el mundo vivo es el reino de la muerte, pero es un mundo enamorado:


Cuando se cansa de probar amor
mi carne, en torno de la carne viva,
y cuando me aniquilo de estupor
al ver el surco que dejó en la arena
mi sexo, en su perenne rogativa:
de pronto convertirse al mundo veo
en un enamorado mausoleo.



Este precario equilibrio, que desplaza al deseo para entronizar nuevamente al amor, le permite cierta reconciliación consigo mismo ante la inminencia del último tránsito: le permite superar las mórbidas implicaciones eróticas de su encuentro con el esqueleto sexuado de «Te honro en el espanto» y, en un acto de fe, le revela a la muerta Fuensanta como una embajadora de la enamorada eternidad:


...en su cráneo vacío y aromático
trae la esencia de un eterno viático.



«El sueño de los guantes negros» es el escaño final de esta ascensión. El poema inconcluso a la muerte del poeta, presagia la incorporación, la resurrección de la carne de Fuensanta y de él mismo, y anticipa la reencarnación que concluye, y perpetúa, el ciclo de amor: no se trata ya de desear su esqueleto, sino de reencontrar en el amor a una mujer revivida: la muerta Fuensanta recibe en el más allá a su enamorado con una promesa de amor eterno: vivir «la vida apocalíptica». La realización de ese amor, sin embargo, en un último giro del misterio en un titubeo de la fe, queda subordinada a la posible comprobación -ya en el terreno de la muerte- del dogma de la resurrección de la carne.

El poema comienza en un presagio onírico de su muerte:


Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada de invierno
y lloviznaban gotas de silencio...



El alma del poeta, su propio esqueleto, ha sido transportado en sueños a ese paraje gris, con ayuda del Espíritu Santo. Fuensanta le sale al encuentro «resucitada y con tus guantes negros». En un giro argumental fiel a la caprichosa narrativa de los sueños, el muerto soñador fija su atención no en la aparición de Fuensanta, sino en que trae puestos sus guantes. Por suceder en un sueño que es, más bien, una visión, el soñador no puede fiarle su inquietud a la evanescente garantía de la visión. Fuensanta lo ha recibido amorosamente en el más allá, sí, incorporándolo al vivo océano de su seno, sin embargo los guantes lo obseden: «¿Conservabas tu carne en cada hueso?». Es decir, ¿ha resucitado la carne?


El enigma de amor se veló entero
en la prudencia de tus guantes negros...



Octavio Paz ha escrito páginas definitivas sobre este poema, en el que lee la contradicción final y la peculiar manera en la que López Velarde la resuelve:

«[...] la realidad sentimental de Fuensanta se transfigura, al correr los años, en realidad metafísica. La transformación es ascendente y va de la novia provinciana al amor imposible y de éste a La Muerta, la "armoniosa elegida de mi sangre". Para que la idolatría de la juventud se convierta en la religión de la madurez, es menester que pase por los purgatorios del erotismo y de la muerte. Sólo muerta, ya espíritu puro, la amada puede ser totalmente Fuensanta. La pregunta de "El sueño de los guantes negros" posee una resonancia equívoca. ¿Fuensanta no acaba de ser espíritu porque el poeta sigue hechizado por el tiempo y sus trampas? ¿Cuál es el significado de esos guantes negros, cuya prudencia acentúa aún más su fúnebre erotismo? Son un obstáculo, una prohibición, pero ¿qué prohíben: la unión de las almas o la de los cuerpos? ¿Los amantes giran en un circuito eterno -imagen que recuerda un célebre pasaje de la Divina Comedia- sin jamás fundirse, sin estar muertos ni vivos del todo, en un paisaje que es del cielo o del infierno? Y ese amor, ¿es amor a la vida o a la muerte?»60.



El son del corazón propone algunas respuestas. Ese libro póstumo reconcilia muchas de las preocupaciones previas de López Velarde y anuncia las que comenzaban a atenazarlo cuando murió a la edad del «Cristo azul». Breviario de sueños, recapacitación y testamento, el codicilo es una síntesis de sus afanes. En el poema que da título al libro, escrito en 1919, reconoce en el propio corazón a su único interlocutor posible, un corazón que es simultáneamente su «Psiquis» y su «Alma», la voz de todos los hombres de todos los tiempos: la


...fronda parlante en que se mece
el pecho germinal del bardo druida,



la alberca de Scherezada, la voz del «suspirante cristianismo» y hasta la de la superflua moda:


...la nueva delicia, que acomoda
sus hipnotismos de color de tango
al figurín y al precio de la moda.



Es un corazón ecuménico, «pagano y nazareno» que


...suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son mariano...



Este corazón canta su son entre sueños dormidos (el de los guantes negros, el de la inocencia) y despiertos («El ancla»); acata con serenidad y humor su naturaleza contradictoria y más que desgarrado por ello, estoico, se resigna («Gavota»):


Yo reconozco mi osadía
de haber vivido profesando
la moral de la simetría.



Si pudiera viajar por el mundo, se iría a oriente a abrazar a Cleopatra y a la Virgen, o «al Indostán y a la Oceanía»; si por el tiempo, regresaría a la infancia para dibujar, en la pizarra de la escuela, a la Virgen de Guadalupe. Y se pregunta (en «Mi villa») si, de no haber salido del edén, hubiera salvado esas contradicciones:


Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría el refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio;



lo que le hubiera evitado tener, cuando cumple «Treinta y tres» años, «verde el espíritu y la carne roja»; y tener que reconocer que


Me asfixia, en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta,
y de Zoraida la grupa bisiesta.



Mas todo esto es en balde: ya no tiene la opción de la ignorancia, y la «plenitud de cerebro y corazón» no es suficiente:


      ...ni siquiera puedes
tu cadáver colgar de la impostura
atmósfera imantada de una gruta.



Esta fantasía de la «suspensión» en una gruta, de fáciles connotaciones, rebasa el padecimiento atónito de péndulos, mecedoras y balanzas, para convertirse, en algunos poemas postrimeros, en una alternativa de quietud y silencio. Además de continuar con las típicas imágenes oscilantes, el tema de la suspensión inmóvil fuera del tiempo (y en la sombra), la alternativa de colgar en el placer reconciliado de un reposo en el movimiento, adquiere nuevo vigor y pertinencia en dos poemas, «Humildemente» y «El candil».

El primero es una fantasía que cierra Zozobra y que pertenece también al tema del exilio y de la magia: el poeta sueña con volver viejo a Jerez (el fiel de su balanza) a ponerse de rodillas cuando «aparece en su estufa el Divinísimo» (es decir: cuando el viático cruza el pueblo), y a sentirse colgado del


...hilo de una
apostólica araña.



En esa serena suspensión, el tiempo cesa, evidencia su inmovilidad: el bálsamo del Señor, el gozo de su presencia, deja al poeta «sordomudo, paralítico y ciego»; la realidad entera se adormila como «una juguetería/ que se quedó sin cuerda»; la callada parálisis se derrama desde ese deleite: el deseo mismo se suspende, significado por un corpiño que deja de mecerse, mientras se seca, en una azotea; las naranjas dejan de crecer; el corazón se anonada de amor y, ya indiviso, se duerme en ese instante.

«El candil» en forma de barco también está suspendido de una cúpula en una iglesia potosina; en ese surto barco aéreo el poeta ve su «símbolo», la representación de sus contradicciones: como él, ha navegado toda la geografía del pecado y ha venido a echar anclas, a «paralizar su experiencia», frente al Señor:


Candil, que vas como yo
enfermo de lo absoluto,
y enfilas la experta proa
a un dorado archipiélago sin luto;
candil, hermético esquife:
mis sueños recalcitrantes
enmudecen cual un cero
en tu cristal marinero,
inmóviles, excelsos y adorantes.



El son del corazón es también un testamento, un último afán del poeta por tomarse la temperatura moral, sin ánimo rijoso ni aspiraciones edificantes. Es una colección de poemas que, en buena medida, más allá del carácter misceláneo que poseen en ocasiones los libros póstumos, reitera su voluntad de volver a trazar las coordenadas de su corazón practicando en carne propia una severa ironía propia de su pesimismo, ante la muerte que ya calcula. En «Gavota», esta actitud adquiere el tono de una confesión que solicita a cambio la piedad en el castigo:


...no me castigues a mi cuerpo
por haber vivido endiosado
ante la Naturaleza
y frente a los vertebrales
espejos de la belleza...



En «La ascensión y la asunción», adquiere el tono de un agradecimiento, y en «El perro de San Roque» el de una enérgica y divertida autodescalificación:


Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo
que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo
[...]
He oído la rechifla de los demonios sobre
mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar,
y he mirado a los ángeles y arcángeles mojar
con sus lágrimas de oro mi vajilla de cobre.



. El son del corazón resuena entre la descalificación y la ironía, la esperanza y la fe, el espanto de la condenación y la reconciliación con el alma.

Esto no puede sino culminar en otro sueño brumoso: «El sueño de la inocencia», poema final en el que López Velarde ya no regresa a Jerez, pues descubre que jamás salió de ahí, que su comunión con el edén no ha cesado, que su nuevo estar ahí ya no es nostalgia ni delirio, sino experiencia de fe:


Soñé que comulgaba, que brumas espectrales
envolvían mi pueblo, y que Nuestra Señora
me miraba llorar y anegar su Santuario.



«Nuestra Señora», advocación que suma a la Virgen de los Dolores la dolorosa virginidad de Fuensanta, presta su benévola silueta triangular para hospedar la circularidad del periplo que se cumple. Como en los poemas citados arriba, la querella culmina resolviéndose en la fe, en la abolición de tiempo y deseo; la cándida tierra de Jerez y el sanguíneo fuego de la capital ceden al oleaje de las aguas lustrales, los últimos óleos, el agua bautismal, el llanto del arrepentimiento. Bajo sus ondas reconciliadas, nada en sueños el poeta con tal intensidad que no podrá, ya, despertarse del todo:


Casi no he despertado de aquella maravilla
que enlazara mis Últimos Óleos con mi Bautismo;
un día quise ser feliz por el candor,
otro día, buscando mariposas de sangre,
mas revestido ya con la capa de polvo
de la santa experiencia, sé que mi corazón,
hinchado de celestes y rojas utopías,
guarda aún su inocencia, su venero de luz:
¡el lago de las lágrimas y el río del respeto!