Prerromanticismo y retórica: Antonio de Capmany
Mariano Baquero Goyanes
El descubrir atisbos prerrománticos en la literatura española dieciochesca no puede ya sorprender a nadie. Se ha escrito lo suficiente sobre tales atisbos y aun sobre el concepto mismo de prerromanticismo -recuérdense los estudios de Van Tieghem- como para desanimar al ingenuo crítico que crea poder añadir otro autor a la bastante nutrida nómina del prerromanticismo español.
Sin embargo, puede que ofrezca algún interés considerar la existencia de vislumbres románticas en una obra de corte e intención clasicista como es la Filosofía de la Elocuencia de Antonio de Capmany.
Es bien sabido que
su autor dio a esta obra dos redacciones. La primera, publicada en
Madrid en 1777, es la obra de un «galicista
empedernido», según Menéndez Pelayo. La
segunda, impresa en Londres en 1812, es la obra de un purista que
«acabó llevando hasta los
límites de la pasión y de la manía el culto de
la lengua, siendo el maestro y precursor de los Puigblanchs y de
los Gallardos»
1.
Es de esta segunda edición de la que voy a ocuparme aquí2, o, por mejor decir, de un solo aspecto de la misma, ya que estudiarla en su conjunto desbordaría mi actual propósito.
Por eso me es
imposible intentar una caracterización total de esta obra,
calificada por Menéndez Pelayo de «la más menuda e inteligente
disección de la prosa castellana que hasta el presente se
haya hecho»
3.
Situadas en su tiempo, las palabras del autor de las Ideas Estéticas no pueden ser más justas, ya que, a vuelta de mucho tópico y de mucha tradicional doctrina retórica, el libro de Capmany ofrece el suficiente interés como para atraer al lector actual capaz de interesarse por unas cuestiones que, sin demasiada violencia, casi podríamos incluir en el ámbito de la moderna estilística.
Pero antes de anticipar éste y otros aspectos del libro de Capmany conviene recordar, como introducción al tema, la admiración del escritor catalán por el estilo gótico. No se escapó este rasgo a la atención de Menéndez Pelayo, tan preocupado por ligar las tradicionales ideas estéticas españolas con las reavivadas en los años románticos tras su preludio en algunos escritores del siglo XVIII.
Menéndez
Pelayo supo destacar algunos textos procedentes de las Memorias
sobre la Marina, Comercio y Artes de la antigua ciudad de
Barcelona. En dicha obra Capmany elogia el
«carácter atrevido, delicado y grandioso que llamamos
gótico» y describe así sus impresiones al
visitar los templos de ese estilo: «se siente una especie de
recogimiento y veneración secreta, cuya causa no acertamos a
adivinar». «La Arquitectura
gótica imprime cierto género de tristeza deliciosa
que recoge el ánimo a la contemplación, y así
parece la más propia para la soledad augusta de los
templos»
4.
Esta última observación no puede ser más romántica. Y no sólo por la tristeza deliciosa de que el escritor habla, sino también por ese contemplar el templo en soledad, es decir, más como ruina o como museo apto para la meditación sentimental que como lugar de culto lleno de gente, vida y movimiento. Que tal es la estimativa prerromántica de Capmany nos lo revela la observación inmediata de que estos templos «deben conservar la tez morena de su sillería en su primitivo estado, sin admitir los revoques de yeso, de pintura o el enjabelgado de cal...». Todo esto -parece decirnos Capmany- equivaldría a destruir la huella del tiempo, esa expresividad melancólica, ese algo levemente ruinoso y desgastado que el templo gótico posee como clave y esencia de su peculiar seducción estética, de su tristeza deliciosa.
No fue, claro es, Capmany el único escritor español del siglo XVIII que se interesó por el arte gótico, y si, a través de Menéndez. Pelayo, he recordado aquí este aspecto de su personalidad ha sido para mejor situar las notas prerrománticas de su Filosofía de la Elocuencia.
No pretendo, ni mucho menos, convertir a Capmany en un total y consciente prerromántico -si es que cabe concebir tan paradójico tipo-. La verdad es que la tónica dominante en su obra es la de signo clásico. Y hasta un punto tal que, pese a su sensibilidad en la captación de las bellezas contenidas en el arte gótico, a la hora de elegir, Capmany no oculta sus preferencias clasicistas. Precisamente en la Filosofía de la Elocuencia y en las páginas dedicadas a la variedad en el estilo oratorio, los dos estilos, el gótico y el clásico -significado éste en la arquitectura griega- quedan enfrentados así:
(pp. 147-148) |
Antirromántico, rotundamente clasicista se nos muestra también Capmany en su aversión por las palabras plebeyas, implacablemente rechazadas desde una perspectiva que casi nos recuerda la intolerancia de los clasicistas franceses al evitar, en las adaptaciones del Otelo shakespiriano, la presencia y mención del mouchoir de Desdémona.
Si el P. Feijoo -como Menéndez Pelayo
apuntó, en su afán de situarlo como
prerromántico- consideraba que «la
distinción entre voces plebeyas y voces nobles es mucho
más caprichosa y arbitraria que fundada en motivo alguno
racional»
5,
Capmany insiste en la necesidad de «escoger voces conocidas sin que dejen de ser
nobles»
(p. 164) y
recomienda al orador que diga «estancia en vez de sala;
morada ó mansión en vez de
vivienda; moradores en vez de vecinos; marcial en
vez de guerrero; silvestre en vez de montés;
vínculo en vez de atadura; gradas en vez
de escalones; ceñido en vez de fajado. Y
¿quién podrá negar que hay casos en que la
dignidad del asunto requiere que se prefiera la palabra
cerviz á cuello, y esta á pescuezo, que es
por sí humilde; labios á boca;
plantas á pies; palmas á manos;
asno á burro; cándido á
blanco; conflicto á conbate; incendio
á quema; asolar á talar; segur
á hacha; inpostura á embuste, etc.?»
(pp. 168-169).
¡Cuan lejos está todo esto de la revolución suscitada por Víctor Hugo al agitar y confundir tempestuosamente en el fondo de su tintero palabras nobles y palabras plebeyas! Piénsese en la revalorización poética de estas últimas y en cómo Espronceda, por ejemplo, desciende en El diablo mundo a una escala expresiva mucho más baja que la significada por el pescuezo o las manos a que alude Capmany.
Apunto todo esto para curarme en salud y no desorbitar la tonalidad o matices prerrománticos que cabe descubrir en la Filosofía de la elocuencia. Ocultar los numerosos rasgos clasicistas y aun decididamente antirrománticos -de un antirromanticismo tan avant la lettre como pueda serlo el citado romanticismo de Feijoo- equivaldría a falsear el alcance de las presentes notas, cuya única pretensión es la de glosar algunos puntos que he estimado interesantes en la olvidada obra de Capmany.
Por lo pronto hay a lo largo de toda la Filosofía de la elocuencia, y especialmente en las páginas de más decisiva y personal doctrina retórica, una insistencia tan ahincada en la exaltación de lo afectivo, de lo pasional que bien merece una primera mirada de atención.
Ya en las páginas del Prólogo contrapone el autor, significativamente, las retóricas al uso, basadas en preceptos y reglas, a la «retórica filosófica» que él desea, sustentada en los buenos modelos.
(pp. IX-X) |
Esta declaración de propósitos contiene una intención renovadora, perceptible incluso en el lenguaje empleado. Si, por una parte, Capmany habla, dieciochesca, clasicistamente, de la «razon de sus doctrinas», de «gusto crítico», etc., por otra hay en esas líneas las suficientes alusiones al «movimiento de los afectos», al «corazon de los lectores», etc., como para denunciar la presencia de una nueva estimativa, de una nueva sensibilidad. Estudiar «la relacion entre nuestros afectos y su propio lenguage» es lo que hoy hace un importante sector de la moderna estilística.
Y no se piense que con ésta y las restantes observaciones que iré exponiendo quiero convertir la añeja Filosofía de la elocuencia en un anticipado libro de Estilística castellana. Pero sí interesa destacar que la preocupación de Capmany por el sustrato eminentemente afectivo del lenguaje oratorio no parece un hecho fortuito y debe responder a la presencia en el escritor de algo más que un tradicional saber retórico. Es el indicio de que una cierta mutación se está gestando en el ambiente. A la aparición de esa nueva sensibilidad, que no sólo no desdeña, sino que valora en alto grado lo pasional, lo sentimental, parece responder algún aspecto de Capmany retórico.
Es cierto que la elocuencia, la oratoria ha sido definida siempre como el arte de mover las pasiones mediante una también apasionada persuasión que se nutre de una actitud afectiva o a ella asimilada. Todo esto responde al sentir tradicional. Lo nuevo -o relativamente nuevo- en Capmany es el descentrar la atención de cuanto era regla, precepto o rigidez doctrinal para hacerla girar, con tanta insistencia, en torno a lo afectivo, lo natural, lo espontáneo.
No llega Capmany a
la extremosa afirmación de Feijoo: «la elocuencia es
naturaleza y no arte», con la consiguiente negación
del «fundamento y la legitimidad de toda
disciplina literaria»
6,
pero sí se acerca a la postura del sabio benedictino al
afirmar en la Introducción:
(p. 3) |
Capmany corrige o afina la tesis de Feijoo al admitir lo natural del don oratorio como algo susceptible de posterior perfeccionamiento y depuración.
Es cierto que en la determinación del clasicismo naturaleza y razón son vocablos que suelen ir unidos hasta un punto tal que las proposiciones «seguir la naturaleza» y «seguir a la razón» son fácilmente intercambiables. El romanticismo supone, en cierto modo, una disyunción, una ruptura de la anterior fusión o equivalencia conceptual. En la armónica pareja dieciochesca Naturaleza-Razón, el romanticismo cargará el acento sobre el primer término a expensas del segundo, es decir, favoreciendo la aparición de las actitudes estéticas irracionalistas o antirracionalistas. Lo natural, en los años románticos, es ya más lo ingenuamente afectivo, lo espontáneamente pasional que lo sometido equilibrada, serenamente a razón. Naturaleza y sentimiento tienden a identificarse, provocando así una sustitución conceptual que conserva el término Naturaleza y elimina el de Razón. En las letras francesas, especialmente, podría seguirse la pista de tal cambio conceptual, ya desde Rabelais e incluso Jean de Meun hasta llegar a la actitud de un Saint-Pierre, en cuya obra Naturaleza rima con Sentimiento más que con Razón.
El naturalismo, la exaltación de lo espontáneo en Capmany nada tienen de irracionalista. Pero, a la vez, hay una cálida aproximación a lo sentimental, a lo pasional, bien patente en observaciones como las siguientes:
(p. 4) |
Creo que Capmany, al decir esto, pensaba sobre todo en los literarios relatos y tradiciones que han recogido las últimas palabras de determinados personajes históricos. La utilización, en la Filosofía de la elocuencia, de ciertos textos clásicos con una finalidad semejante así parece probarlo. Por eso resulta mis interesante -por estar extraída de la vida real y no de la literatura- la siguiente observación:
(p. 33) |
En la misma línea vienen a estar las siguientes frases sobre las figuras retóricas:
(p. 294) |
Capmany no rechaza los preceptos, las reglas, el arte, pero si cree que de nada valdría todo esto si falla como causa y apoyo inicial el caldeamiento de un auténtico estado afectivo, pasional:
(pp. 4-5) |
Por eso el solo artificio, el estricto arte oratorio entendido como cálculo y como saber, puede resultar inexpresivo y pobre:
(p. 12) |
De esto a preferir la elocución ardiente y arrebatada a la sensata y fría sólo hay un paso, y Capmany lo da prerrománticamente:
(p. 27) |
Más aún: Capmany, llevado de su gusto por la expresión ardiente, llega a perdonar, con gesto bien poco clásico, lo que en ella pueda haber de incorrecto:
«Si es vicio el ser incorrecto, tanbien lo es el ser frio; y mas vale en ocasiones faltar á la gramática que á la elocuencia, esto es, que es menor defecto ser inexacto que lánguido». |
(p. 174) |
El análisis
del lenguaje radicalmente afectivo, movido por la pasión,
hace decir a Capmany estas frases que casi servirían para
definir una actitud expresiva romántica: «porque la fuerza de la pasion, cortando el
aliento, y perturbando la mente, suele partir las palabras, y aun
dividir las sílabas»
(p. 29). ¿No
podría estar retratado aquí un muy típico
sector de la literatura romántica española,
caracterizado por la expresión jadeante, interjectiva,
repleta de puntos suspensivos, admiraciones e interrogaciones?
Capmany, desde una perspectiva clasicista, parece estar, sin
embargo, justificando o al menos explicando -aunque en otro sentido
y con otras miras- el porqué del roto y violento lenguaje
que algunos años después iba a ponerse de moda entre
los románticos españoles. Recuérdense a este
respecto, como muy significativas, algunas parodias y
sátiras antirrománticas en las que aparece,
precisamente, ese rasgo presentado con especial énfasis
burlesco.
Ofrece también interés considerar la índole perspectivista que la agitación emocional supone y que Capmany liga a la creación de imágenes y tropos:
(p. 4) |
Cabría aproximar al pasaje transcrito este otro, no menos significativo:
(p. 13) |
Esto casi equivale a decir que el arte de la elocuencia ha de salir a la calle, asomarse a los paisajes, contemplar la naturaleza, hacer su aprendizaje -romántico, goethiano- en contacto con la vida y no de espaldas a ella, con sólo las reglas y los libros.
Hay en Capmany una devoción por los aspectos más románticos de la naturaleza que muy legítimamente cabe relacionar con el texto últimamente transcrito.
El paisaje por el que Capmany se interesa es el natural y no amañado o recortado por la mano del hombre. Leemos en el capítulo sobre la Grandeza de los pensamientos:
(p. 193) |
Aunque planteada en términos pictóricos, la comparación del jardín con el paisaje natural no puede ser más significativa, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un «jardin regular», es decir, sometido neoclásicamente a reglas, acicalado y recortado geométricamente7.
Pero aún hay otro punto que destacar en esas líneas, y es la implícita comparación que Capmany hace entre lo limitado del jardín regular y lo dilatado del paisaje natural. Es inevitable recordar, aun a riesgo de incurrir en uno de los más socorridos y ya añejos tópicos, dos de los conocidos esquemas wölfflinianos, el de Superficie y profundidad y el de Forma cerrada y forma abierta.
Los imaginados
cuadros del jardín regular y del paisaje libre de que habla
Capmany podrían quedar explicados con las siguientes
líneas de Wölfflin: «En el
uno, la apetencia de superficie que produce el cuadro por capas,
paralelas al margen de la escena; en el otro, la tendencia a
sustraer la superficie a la mirada, a desvalorizarla y convertirla
en algo carente de significación al acusar las relaciones de
primeros y últimos términos, obligando al espectador
a internarse en el cuadro»
8.
O, lo que es lo mismo, forma cerrada -el jardín- frente a
forma abierta -el paisaje-: «Por forma
cerrada entendemos la representación que, con medios
más o menos tectónicos, hace de la imagen un producto
limitado en sí mismo, que en todas sus partes a sí
mismo se refiere; y entendemos por estilo de forma abierta, al
contrario, el que constantemente alude a lo externo a él
mismo y tiende a la apariencia desprovista de límites,
aunque, claro está, siempre lleva en sí una
tácita limitación que hace posible precisamente el
carácter de lo concluso en sentido
estético»
9.
En definitiva, lo que encontramos en el texto de Capmany es casi una romántica apetencia de infinito10, semejante a la que ofrecen estas líneas, un poco más abajo de las transcritas. En las que ahora recojo cabe observar la paradoja -bastante frecuente en Capmany- de un sentimiento prerromántico expresado con clásica compostura:
(p. 195) |
Más fuerza aún y más coloración romántica ofrece la expresión de la misma idea unas líneas adelante. Volvemos a encontrar la contraposición de paisaje natural y paisaje artificioso (el jardín regular de antes), con violencia superior a la del otro ejemplo, por cuanto ahora Capmany se sirve de un motivo que casi hace pensar en Chateaubriand:
(pp. 196-197) |
En el segundo párrafo encontramos una clara formulación de la apetencia de infinito, a través del tema de la noche serena y estrellada, la noche neoplatónica de Fray Luis, contemplada aquí, prerrománticamente, en la soledad de una cumbre montañosa.
Por las mismas razones que el paisaje libre es preferido al recortado arte jardineril, y la catarata a la fuente, las flores silvestres han de ser utilizadas, a efectos de prosopopeya, con preferencia a las cautivas, es decir, a las encerradas en un jardín:
(p. 431) |
Cuanto más rústica, inmediata y potente sea la naturaleza -viene a decir Capmany-, mayor será el efecto provocado en el espectador. Por eso -y aquí cabría recordar nuevamente la contraposición de lo ardiente y arrebatado a lo lánguido y frío- el autor de la Filosofía de la elocuencia gusta, por lo menos en teoría, de la naturaleza selvática y amedrentadora: cascadas, volcanes, mares embravecidos, truenos y relámpagos, o lo que es igual: la más típica escenografía romántica. Véase, por ejemplo, lo que Capmany escribe al hablar de los símiles:
(pp. 469-470)11 |
Ni la geografía elegida -se diría casi el itinerario sentimental de un Rousseau- ni el tema de la espectacular tempestad pueden ser más románticos para la época en que Capmany escribe, animando incluso su estilo con retóricas ponderaciones y copiosa adjetivación12.
Si el paisaje tiene tantas resonancias sentimentales para el contemplador romántico es porque se trata de un paisaje humanizado, emotivizado, por decirlo así, solidario de los estados de ánimo del contemplador, unido a él en afectiva simbiosis13. A algo de esto parece aludir Capmany al tratar de la prosopopeya:
(pp. 428-429) |
Tan encendida, lírica descripción de la prosopopeya hace recordar el tono de las cantigas de amigo gallego-portuguesas, en las que, frecuentemente, la muchacha enamorada dialoga con un paisaje sentido pánicamente, voz de los ríos, mares, bosques, que se cruza con la de la doncella.
El paisaje con voz, unido sentimentalmente al hombre, tal como Capmany lo presenta en su definición de la prosopopeya, es, evidentemente, un paisaje romántico.
Romántico
es también el gusto de Capmany por el dinamismo
retórico. Si, como dice Wölfflin, «el barroco transforma la forma rígida en
forma fluida»
14,
es en virtud de la tensión dinámica a que la somete.
Escribía Eugenio D'Ors: «Pensamos
en el dinamismo, característico en toda obra
barroca, sea artística, sea intelectual: de esta
vocación de movimiento, absolución,
legitimidad y canonización del movimiento, que, opuesta a la
nota paralela de estatismo, de reposo, de reversibilidad, propia
del racionalismo, propia de todo cuanto es
clásico...»
15.
El tema de la oratoria dinámica se enlaza en Capmany con el ya visto de la naturaleza concebida como algo violento y amedrentador en su grandeza:
«Sin embargo, el movimiento hará mas sensibles las imágenes que su misma grandeza16. Estas, por su continua novedad y sucesion, nos causan una inpresion mas viva y mas duradera. Ménos nos mueve el mar en calma que una tormenta desecha: ménos el cielo sereno y senbrado de estrellas que iluminado de relánpagos, y cargado de nublados; ménos una laguna cristalina que un turbio y raudo torrente, que arranca los árboles y arrambla los campos. La accion, y no el reposo, constituye la fuerza de nuestra alma». |
(p. 198) |
¿No hay en estas líneas de Capmany algo así como un compendio de la más característica escenografía romántica? En la misma tesis insiste el autor, páginas adelante, al decir:
(p. 203) |
Al movimiento se añade una connotación que no habrá escapado al lector: «hiriendo muchos sentidos á un tiempo si es posible». He aquí otro rasgo interpretable como barroco o romántico, según se considere. Por un lado, esa apetencia de pluralidad sensorial nos trae al recuerdo las sinestesias barrocas y el colectivismo estético propio del XVII español, de que hablaba Pfandl, a la vez que ciertos rasgos de la escenografía evocada por Capmany nos hacen pensar en la romántica orquestación final de un D. Álvaro, drama que hiere también muchos sentidos a un tiempo al conjuntar versos, luces, plástica y retumba de truenos en la escena última.
Otro rasgo prerromántico cabe deducir de lo hasta ahora apuntado. A Capmany no le asusta -como pudiera asustar a un intransigente clasicista- el manejo estético de lo feo, lo terrible, lo violento. Por el contrario, su gusto por lo grandioso, lo dinámico, lo conmovedor le lleva a discutir en el capítulo Fuerza de los pensamientos el siguiente punto:
(pp. 199-200) |
En conexión con esta valoración de lo fuerte, de lo terrible, cabría situar algún significativo elogio de Shakespeare -un autor clave para discriminar lo clásico o romántico de sus críticos-, apuntado por Capmany a propósito de la elocuencia de los gestos:
(p. 546) |
Shakespeare, una de las banderas del romanticismo, aparece evocado por Capmany en una de sus mejores creaciones trágicas. Otra prueba de que en la sensibilidad del escritor catalán había algo más que el manido clasicismo de las retóricas al uso.
La impresión que en el lector de la Filosofía de la elocuencia suscitan pasajes como algunos de los que he trascrito es la de que se halla ante una obra que, tras un lenguaje en general vigiladamente clasicista, esconde la paradoja de un contenido calificable, en bastantes ocasiones, de inequívocamente prerromántico.
En definitiva, una especie de antítesis muy expresiva como tal y que adquiere su coloración más viva a la luz de alguna observación de Capmany sobre esa figura retórica precisamente, la antítesis:
(pp. 327-328) |
El ejemplo es bello y revela el fino instinto, el buen gusto de Capmany al apoyarse en un motivo plástico para explicar una figura retórica. Pero lo que importa destacar es cómo el escritor supo percibir un contraste de tipo barroco-romántico en un cuadro, en un paisaje de uno de los pintores más acendradamente clasicistas, Poussin. Impresiona comprobar otra vez la presencia de una sensibilidad insinuadamente romántica. Sí, el clasicismo de los románticos y el romanticismo de los clásicos son algo más que un juego de palabras o una fácil paradoja; son hechos ciertos que explican cómo en medio de un ordenado escenario arcádico, eglógico, puede surgir el signo del desengaño barroco, puede sonar, mezclada a la alegría de la zampoña, la nota melancólica dada por la imagen de la muerte. Lo grande, lo melancólico, lo terrible, lo fuerte, lo antitético, ¿no bastarían para denunciar el temple prerromántico del clasicista Capmany?
Importa tener en cuenta todo esto para mejor entender y apreciar algunas páginas de la Filosofía de la elocuencia, en las que vemos al autor teorizar desde una estimativa pasional. No hay que perder de vista ese sustrato afectivo -legítimamente emparejable con las notas de contenido prerromántico que hemos señalado- a la hora de leer y juzgar ciertas apreciaciones de Capmany. Así, al ocuparse éste de las vocales y consonantes recoge apreciaciones y problemas tan viejos como el siguiente:
(pp. 49-50) |
Tras reseñar Capmany las soluciones tradicionales con las que evitar estos encuentros vocálicos, advierte seguidamente:
(pp. 50-51) |
A través de estas líneas, de estos ejemplos y comentarios vemos cómo un defecto expresivo, una concurrencia no eufónica de vocales se convierte en un recurso retórico, en un procedimiento enfático con el que realzar determinados conceptos por obra y gracia del enfoque afectivo, pasional con que está visto el problema. Los argumentos manejados por Capmany a favor del mantenimiento de la conjunción y en determinados casos, se apoyan en una consideración afectiva de la elocuencia, es decir, son argumentos de tipo primariamente estilístico.
En lo estilístico inciden asimismo observaciones como la siguiente, a propósito de la colocación de los adjetivos respecto a los sustantivos, una observación que revela el buen oído de Capmany:
(pp. 57-58) |
Casi en la misma línea podríamos situar esta otra observación:
(pp. 75-76) |
Desde una perspectiva semejante, y en el mismo capítulo De la Armonía, Capmany transcribe y comenta un ejemplo cervantino para poner en evidencia cómo un suave efecto de hipérbaton puede conseguir una mayor musicalidad que la entrañada en la construcción ordinaria:
(p. 77) |
Más interés ofrece otro pasaje relativo también al hipérbaton, en el que Capmany explica su uso no ya por razones eufónicas o retóricas, sino en función de un estado de ánimo intensamente pasional. Nuevamente utiliza el autor un ejemplo cervantino, bellamente comentado:
(pp. 137-138) |
Anotaciones y comentarios del tipo de los últimamente transcritos abundan en la Filosofía de la elocuencia y compensan el fárrago y la rutina de muchas de sus páginas.
La explicación filosófica prometida en el título de la obra se reduce realmente a una simple explicación psicológica. Capmany intenta construir su retórica no sobre preceptos, sino sobre modelos cuya calidad pretende analizar y descifrar. En esos análisis Capmany busca frecuentemente el resorte afectivo, pasional, que fue capaz de movilizar el lenguaje de un escritor en una dirección determinada, tal como hemos visto en los casos de hipérbaton estudiados en Cervantes.
Por todo ello, la Filosofía de la elocuencia sigue mereciendo el juicio crítico formulado por Menéndez Pelayo: «inteligente disección de la prosa castellana». A despecho del paso del tiempo, con su repercusión en el indudable envejecimiento de la obra de Capmany, hay algo en ella, un acento nuevo, hecho de pasión y mesurado sentimentalismo, capaz de interesar hoy a quienes se sientan atraídos por los orígenes y gestación de uno de los fenómenos culturales de más considerables consecuencias: el Romanticismo.