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Prerromanticismo y retórica: Antonio de Capmany

Mariano Baquero Goyanes






La «tristeza deliciosa» del gótico

El descubrir atisbos prerrománticos en la literatura española dieciochesca no puede ya sorprender a nadie. Se ha escrito lo suficiente sobre tales atisbos y aun sobre el concepto mismo de prerromanticismo -recuérdense los estudios de Van Tieghem- como para desanimar al ingenuo crítico que crea poder añadir otro autor a la bastante nutrida nómina del prerromanticismo español.

Sin embargo, puede que ofrezca algún interés considerar la existencia de vislumbres románticas en una obra de corte e intención clasicista como es la Filosofía de la Elocuencia de Antonio de Capmany.

Es bien sabido que su autor dio a esta obra dos redacciones. La primera, publicada en Madrid en 1777, es la obra de un «galicista empedernido», según Menéndez Pelayo. La segunda, impresa en Londres en 1812, es la obra de un purista que «acabó llevando hasta los límites de la pasión y de la manía el culto de la lengua, siendo el maestro y precursor de los Puigblanchs y de los Gallardos»1.

Es de esta segunda edición de la que voy a ocuparme aquí2, o, por mejor decir, de un solo aspecto de la misma, ya que estudiarla en su conjunto desbordaría mi actual propósito.

Por eso me es imposible intentar una caracterización total de esta obra, calificada por Menéndez Pelayo de «la más menuda e inteligente disección de la prosa castellana que hasta el presente se haya hecho»3.

Situadas en su tiempo, las palabras del autor de las Ideas Estéticas no pueden ser más justas, ya que, a vuelta de mucho tópico y de mucha tradicional doctrina retórica, el libro de Capmany ofrece el suficiente interés como para atraer al lector actual capaz de interesarse por unas cuestiones que, sin demasiada violencia, casi podríamos incluir en el ámbito de la moderna estilística.

Pero antes de anticipar éste y otros aspectos del libro de Capmany conviene recordar, como introducción al tema, la admiración del escritor catalán por el estilo gótico. No se escapó este rasgo a la atención de Menéndez Pelayo, tan preocupado por ligar las tradicionales ideas estéticas españolas con las reavivadas en los años románticos tras su preludio en algunos escritores del siglo XVIII.

Menéndez Pelayo supo destacar algunos textos procedentes de las Memorias sobre la Marina, Comercio y Artes de la antigua ciudad de Barcelona. En dicha obra Capmany elogia el «carácter atrevido, delicado y grandioso que llamamos gótico» y describe así sus impresiones al visitar los templos de ese estilo: «se siente una especie de recogimiento y veneración secreta, cuya causa no acertamos a adivinar». «La Arquitectura gótica imprime cierto género de tristeza deliciosa que recoge el ánimo a la contemplación, y así parece la más propia para la soledad augusta de los templos»4.

Esta última observación no puede ser más romántica. Y no sólo por la tristeza deliciosa de que el escritor habla, sino también por ese contemplar el templo en soledad, es decir, más como ruina o como museo apto para la meditación sentimental que como lugar de culto lleno de gente, vida y movimiento. Que tal es la estimativa prerromántica de Capmany nos lo revela la observación inmediata de que estos templos «deben conservar la tez morena de su sillería en su primitivo estado, sin admitir los revoques de yeso, de pintura o el enjabelgado de cal...». Todo esto -parece decirnos Capmany- equivaldría a destruir la huella del tiempo, esa expresividad melancólica, ese algo levemente ruinoso y desgastado que el templo gótico posee como clave y esencia de su peculiar seducción estética, de su tristeza deliciosa.




Notas antirrománticas

No fue, claro es, Capmany el único escritor español del siglo XVIII que se interesó por el arte gótico, y si, a través de Menéndez. Pelayo, he recordado aquí este aspecto de su personalidad ha sido para mejor situar las notas prerrománticas de su Filosofía de la Elocuencia.

No pretendo, ni mucho menos, convertir a Capmany en un total y consciente prerromántico -si es que cabe concebir tan paradójico tipo-. La verdad es que la tónica dominante en su obra es la de signo clásico. Y hasta un punto tal que, pese a su sensibilidad en la captación de las bellezas contenidas en el arte gótico, a la hora de elegir, Capmany no oculta sus preferencias clasicistas. Precisamente en la Filosofía de la Elocuencia y en las páginas dedicadas a la variedad en el estilo oratorio, los dos estilos, el gótico y el clásico -significado éste en la arquitectura griega- quedan enfrentados así:

«Hay, sin enbargo, estilos que parecen variados, y no lo son; y otros que lo son, y no lo parecen. El estilo matizado de florecitas y conceptillos, bordado de menudas sutilezas, énfasis y antítesis delicados como una tela de aljófares, oscurece el discurso por su misma confusión. Conparémosle á un edificio de orden gótico que por la variedad, y enredo de sus laborcitas y pequeñez de sus adornos, es un encanto á la contemplación, y un enigma á los ojos. Al contrario, el estilo tejido de frases claras, períodos llenos, términos nobles y sencillos, magníficas transiciones, y grandes imágenes, deleita á los hombres de todos los siglos. Este estilo, por no salir del mismo término de conparacion, es como el de la arquitectura griega, que parece uniforme y tiene las divisiones necesarias, y grandes partes que señalan precisamente lo que podemos ver sin fatiga, y lo que basta para ocuparnos el ánimo».


(pp. 147-148)                


Antirromántico, rotundamente clasicista se nos muestra también Capmany en su aversión por las palabras plebeyas, implacablemente rechazadas desde una perspectiva que casi nos recuerda la intolerancia de los clasicistas franceses al evitar, en las adaptaciones del Otelo shakespiriano, la presencia y mención del mouchoir de Desdémona.

Si el P. Feijoo -como Menéndez Pelayo apuntó, en su afán de situarlo como prerromántico- consideraba que «la distinción entre voces plebeyas y voces nobles es mucho más caprichosa y arbitraria que fundada en motivo alguno racional»5, Capmany insiste en la necesidad de «escoger voces conocidas sin que dejen de ser nobles» (p. 164) y recomienda al orador que diga «estancia en vez de sala; morada ó mansión en vez de vivienda; moradores en vez de vecinos; marcial en vez de guerrero; silvestre en vez de montés; vínculo en vez de atadura; gradas en vez de escalones; ceñido en vez de fajado. Y ¿quién podrá negar que hay casos en que la dignidad del asunto requiere que se prefiera la palabra cerviz á cuello, y esta á pescuezo, que es por sí humilde; labios á boca; plantas á pies; palmas á manos; asno á burro; cándido á blanco; conflicto á conbate; incendio á quema; asolar á talar; segur á hacha; inpostura á embuste, etc. (pp. 168-169).

¡Cuan lejos está todo esto de la revolución suscitada por Víctor Hugo al agitar y confundir tempestuosamente en el fondo de su tintero palabras nobles y palabras plebeyas! Piénsese en la revalorización poética de estas últimas y en cómo Espronceda, por ejemplo, desciende en El diablo mundo a una escala expresiva mucho más baja que la significada por el pescuezo o las manos a que alude Capmany.

Apunto todo esto para curarme en salud y no desorbitar la tonalidad o matices prerrománticos que cabe descubrir en la Filosofía de la elocuencia. Ocultar los numerosos rasgos clasicistas y aun decididamente antirrománticos -de un antirromanticismo tan avant la lettre como pueda serlo el citado romanticismo de Feijoo- equivaldría a falsear el alcance de las presentes notas, cuya única pretensión es la de glosar algunos puntos que he estimado interesantes en la olvidada obra de Capmany.




El lenguaje y lo afectivo

Por lo pronto hay a lo largo de toda la Filosofía de la elocuencia, y especialmente en las páginas de más decisiva y personal doctrina retórica, una insistencia tan ahincada en la exaltación de lo afectivo, de lo pasional que bien merece una primera mirada de atención.

Ya en las páginas del Prólogo contrapone el autor, significativamente, las retóricas al uso, basadas en preceptos y reglas, a la «retórica filosófica» que él desea, sustentada en los buenos modelos.

«Hasta aquí la elocuencia se había tratado, entre nosotros, como un mero arte, fundado mas en preceptos que en principios, mas en definiciones, que en egemplos, y mas en especulacion que en el movimiento de los afectos. Por este método, los muchachos no han tenido sino Cartillas clásicas, para enriquecer su memoria, y ninguna luz, para guiar despues su talento cuando, en edad mas adelantada, hayan de presentar al público, de palabra, ó por escrito el fruto de sus estudios. Á este fin es de suma necesidad una retórica filosófica, es decir, en la cual se diese la razon de sus doctrinas, se examinasen con gusto crítico los egemplos, se conparase el espíritu de los conceptos con la fuerza de la espresion, se desmenuzase la estructura de las frases, y se desentrañase la relacion entre nuestros afectos y su propio lenguage, mostrando el orígen de las virtudes del estilo, y de sus vicios tanbien. Esta es la que nos falta para dar pasto al entendimiento, y al corazon de los lectores, deseosos de aprovechar en el noble egercicio de la elocuencia».


(pp. IX-X)                


Esta declaración de propósitos contiene una intención renovadora, perceptible incluso en el lenguaje empleado. Si, por una parte, Capmany habla, dieciochesca, clasicistamente, de la «razon de sus doctrinas», de «gusto crítico», etc., por otra hay en esas líneas las suficientes alusiones al «movimiento de los afectos», al «corazon de los lectores», etc., como para denunciar la presencia de una nueva estimativa, de una nueva sensibilidad. Estudiar «la relacion entre nuestros afectos y su propio lenguage» es lo que hoy hace un importante sector de la moderna estilística.

Y no se piense que con ésta y las restantes observaciones que iré exponiendo quiero convertir la añeja Filosofía de la elocuencia en un anticipado libro de Estilística castellana. Pero sí interesa destacar que la preocupación de Capmany por el sustrato eminentemente afectivo del lenguaje oratorio no parece un hecho fortuito y debe responder a la presencia en el escritor de algo más que un tradicional saber retórico. Es el indicio de que una cierta mutación se está gestando en el ambiente. A la aparición de esa nueva sensibilidad, que no sólo no desdeña, sino que valora en alto grado lo pasional, lo sentimental, parece responder algún aspecto de Capmany retórico.

Es cierto que la elocuencia, la oratoria ha sido definida siempre como el arte de mover las pasiones mediante una también apasionada persuasión que se nutre de una actitud afectiva o a ella asimilada. Todo esto responde al sentir tradicional. Lo nuevo -o relativamente nuevo- en Capmany es el descentrar la atención de cuanto era regla, precepto o rigidez doctrinal para hacerla girar, con tanta insistencia, en torno a lo afectivo, lo natural, lo espontáneo.




Naturaleza y artificio

No llega Capmany a la extremosa afirmación de Feijoo: «la elocuencia es naturaleza y no arte», con la consiguiente negación del «fundamento y la legitimidad de toda disciplina literaria»6, pero sí se acerca a la postura del sabio benedictino al afirmar en la Introducción:

«La elocuencia, que nació antes que la retórica, así como las lenguas se formáron antes que la gramática, no es otra cosa, hablando con propiedad, sino el dón feliz de inprimir con calor y eficacia en el ánimo del oyente los afectos que tienen agitado el nuestro. Este sublime talento nace de aquel esquisito deleite que hallamos en las cosas, cuya grandeza, inportancia y verdad ocupan nuestro corazon: porque la misma disposicion del alma, que nos hace sentir con viveza cualquier movimiento interior, basta para hacernos comunicar su inpulso á los oyentes. Así, pues, parece que no hay arte para ser elocuente, una vez que no lo hay para sentir.

Los grandes maestros dedicáron sus preceptos, mas para evitar los defectos, que para enseñar las perfecciones: porque la naturaleza sola cria los hombres de ingenio, del modo que forma en las entrañas de la tierra brutos é informes los metales preciosos; el arte hace despues en el ingenio lo que en estos metales: los limpia y acrisola».


(p. 3)                


Capmany corrige o afina la tesis de Feijoo al admitir lo natural del don oratorio como algo susceptible de posterior perfeccionamiento y depuración.

Es cierto que en la determinación del clasicismo naturaleza y razón son vocablos que suelen ir unidos hasta un punto tal que las proposiciones «seguir la naturaleza» y «seguir a la razón» son fácilmente intercambiables. El romanticismo supone, en cierto modo, una disyunción, una ruptura de la anterior fusión o equivalencia conceptual. En la armónica pareja dieciochesca Naturaleza-Razón, el romanticismo cargará el acento sobre el primer término a expensas del segundo, es decir, favoreciendo la aparición de las actitudes estéticas irracionalistas o antirracionalistas. Lo natural, en los años románticos, es ya más lo ingenuamente afectivo, lo espontáneamente pasional que lo sometido equilibrada, serenamente a razón. Naturaleza y sentimiento tienden a identificarse, provocando así una sustitución conceptual que conserva el término Naturaleza y elimina el de Razón. En las letras francesas, especialmente, podría seguirse la pista de tal cambio conceptual, ya desde Rabelais e incluso Jean de Meun hasta llegar a la actitud de un Saint-Pierre, en cuya obra Naturaleza rima con Sentimiento más que con Razón.

El naturalismo, la exaltación de lo espontáneo en Capmany nada tienen de irracionalista. Pero, a la vez, hay una cálida aproximación a lo sentimental, a lo pasional, bien patente en observaciones como las siguientes:

«Vemos tanbien, que la naturaleza hace elocuentes á los hombres en los asuntos de grande interés, y en una vehemente pasion, que son dos fuentes de sentencias sublimes y verdaderas: por esto casi todas las personas hablan bien en la hora de la muerte».


(p. 4)                


Creo que Capmany, al decir esto, pensaba sobre todo en los literarios relatos y tradiciones que han recogido las últimas palabras de determinados personajes históricos. La utilización, en la Filosofía de la elocuencia, de ciertos textos clásicos con una finalidad semejante así parece probarlo. Por eso resulta mis interesante -por estar extraída de la vida real y no de la literatura- la siguiente observación:

«Y en prueba finalmente de que los pasages mas tiernos y sublimes son dictados por el corazon, y no por el artificio, se observa, que á los enamorados se les olvida facilmente lo que dijeron el dia antes a su dama, porque en ellos obró la naturaleza, y no el estudio».


(p. 33)                


En la misma línea vienen a estar las siguientes frases sobre las figuras retóricas:

«Á ningún arte, á sabio ninguno, se debe la invencion de las figuras: yo lo confieso. La naturaleza las dicta desde que hay hombres que tienen necesidad de persuadir á los demás, ó interes en engañarlos: la naturaleza las dicta, vuelvo á decir, en la agitacion de las pasiones. Es cosa muy esperimentada la eficacia con que conmueve los ánimos la prosa de un tratante en una feria, de un lloron é inportuno pordiosero delante de una puerta, y del rústico que defiende su pleito».


(p. 294)                


Capmany no rechaza los preceptos, las reglas, el arte, pero si cree que de nada valdría todo esto si falla como causa y apoyo inicial el caldeamiento de un auténtico estado afectivo, pasional:

«Diremos, pues, que los rasgos, en que brilla la elocuencia apasionada, son hijos del corazon, y no de los preceptos frios; antes por aquellos se formaron las reglas, porque en todas las cosas la naturaleza fué simple madre y modelo del arte».


(pp. 4-5)                


Por eso el solo artificio, el estricto arte oratorio entendido como cálculo y como saber, puede resultar inexpresivo y pobre:

«Puede un escritor ser diserto, es decir, puede hacer un discurso fácil, puro, claro, elegante, y aun espléndido, y con todo no ser elocuente, por faltarle el calor y la energía. El discurso elocuente, es vivo, animado, vehemente, y patético, quiero decir, hiere, eleva, arrebata, domina y suspende el ánimo. Así que, suponiendo en un hombre facundo nervio en la espresion, elevacion en los sentimientos, y calor en los afectos, basta para hacer un escritor elocuente».


(p. 12)                


De esto a preferir la elocución ardiente y arrebatada a la sensata y fría sólo hay un paso, y Capmany lo da prerrománticamente:

«Todo lo que se medita friamente, sale lánguido y desmayado: lo que se concibe despejadamente, se produce con claridad; y del mismo modo, se espresa con calor lo que se siente con entusiasmo: porque las palabras tan facilmente nacen de una idea clara, como de una viva conmocion».


(p. 27)                


Más aún: Capmany, llevado de su gusto por la expresión ardiente, llega a perdonar, con gesto bien poco clásico, lo que en ella pueda haber de incorrecto:

«Si es vicio el ser incorrecto, tanbien lo es el ser frio; y mas vale en ocasiones faltar á la gramática que á la elocuencia, esto es, que es menor defecto ser inexacto que lánguido».


(p. 174)                


El análisis del lenguaje radicalmente afectivo, movido por la pasión, hace decir a Capmany estas frases que casi servirían para definir una actitud expresiva romántica: «porque la fuerza de la pasion, cortando el aliento, y perturbando la mente, suele partir las palabras, y aun dividir las sílabas» (p. 29). ¿No podría estar retratado aquí un muy típico sector de la literatura romántica española, caracterizado por la expresión jadeante, interjectiva, repleta de puntos suspensivos, admiraciones e interrogaciones? Capmany, desde una perspectiva clasicista, parece estar, sin embargo, justificando o al menos explicando -aunque en otro sentido y con otras miras- el porqué del roto y violento lenguaje que algunos años después iba a ponerse de moda entre los románticos españoles. Recuérdense a este respecto, como muy significativas, algunas parodias y sátiras antirrománticas en las que aparece, precisamente, ese rasgo presentado con especial énfasis burlesco.




El paisaje «natural» frente al «jardín regular»

Ofrece también interés considerar la índole perspectivista que la agitación emocional supone y que Capmany liga a la creación de imágenes y tropos:

«El que se conmueve vé las cosas con otros ojos que los demas hombres; conpara y pinta con veloz pincel; y hasta las personas vulgares, como lo muestra la esperiencia, llevadas de su natural imaginacion, se esplican con tropos y figuras: así en todas las lenguas arde el corazon, ciega la cólera, enbriaga el amor, se enciende el odio, etc.».


(p. 4)                


Cabría aproximar al pasaje transcrito este otro, no menos significativo:

«Del modo de ver las cosas, depende en gran parte la fuerza ó debilidad en sentirlas, y por consiguiente en espresarlas. Las ideas adquiridas por una sosegada y tibia reflexion en el retiro de un estudio, son menos vivas y acaloradas que las que nacen de la vista y contemplacion de este teatro del mundo. Sería, pues, un prodigio hallar á un ciego de nacimiento, elocuente».


(p. 13)                


Esto casi equivale a decir que el arte de la elocuencia ha de salir a la calle, asomarse a los paisajes, contemplar la naturaleza, hacer su aprendizaje -romántico, goethiano- en contacto con la vida y no de espaldas a ella, con sólo las reglas y los libros.

Hay en Capmany una devoción por los aspectos más románticos de la naturaleza que muy legítimamente cabe relacionar con el texto últimamente transcrito.

El paisaje por el que Capmany se interesa es el natural y no amañado o recortado por la mano del hombre. Leemos en el capítulo sobre la Grandeza de los pensamientos:

«Estos pensamientos grandiosos nos conplacen por aquella curiosidad que tenemos todos de percibir de una ojeada muchos objetos que se enlazan, pues no podemos alcanzar el uno sin desear el otro. Lo mismo sucede en la pintura, donde no gustamos tanto de un jardin regular como de un paisage, porque nuestra vista apetece siempre extenderse hasta el término mas remoto».


(p. 193)                


Aunque planteada en términos pictóricos, la comparación del jardín con el paisaje natural no puede ser más significativa, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un «jardin regular», es decir, sometido neoclásicamente a reglas, acicalado y recortado geométricamente7.

Pero aún hay otro punto que destacar en esas líneas, y es la implícita comparación que Capmany hace entre lo limitado del jardín regular y lo dilatado del paisaje natural. Es inevitable recordar, aun a riesgo de incurrir en uno de los más socorridos y ya añejos tópicos, dos de los conocidos esquemas wölfflinianos, el de Superficie y profundidad y el de Forma cerrada y forma abierta.

Los imaginados cuadros del jardín regular y del paisaje libre de que habla Capmany podrían quedar explicados con las siguientes líneas de Wölfflin: «En el uno, la apetencia de superficie que produce el cuadro por capas, paralelas al margen de la escena; en el otro, la tendencia a sustraer la superficie a la mirada, a desvalorizarla y convertirla en algo carente de significación al acusar las relaciones de primeros y últimos términos, obligando al espectador a internarse en el cuadro»8. O, lo que es lo mismo, forma cerrada -el jardín- frente a forma abierta -el paisaje-: «Por forma cerrada entendemos la representación que, con medios más o menos tectónicos, hace de la imagen un producto limitado en sí mismo, que en todas sus partes a sí mismo se refiere; y entendemos por estilo de forma abierta, al contrario, el que constantemente alude a lo externo a él mismo y tiende a la apariencia desprovista de límites, aunque, claro está, siempre lleva en sí una tácita limitación que hace posible precisamente el carácter de lo concluso en sentido estético»9.

En definitiva, lo que encontramos en el texto de Capmany es casi una romántica apetencia de infinito10, semejante a la que ofrecen estas líneas, un poco más abajo de las transcritas. En las que ahora recojo cabe observar la paradoja -bastante frecuente en Capmany- de un sentimiento prerromántico expresado con clásica compostura:

«De estas mismas imágenes y símiles se saca que la grandeza en las pinturas es la causa universal del sublime. En efecto, ya sea el deseo habitual é inpaciente de ocupar nuestro ánimo y de levantar nuestro espíritu, ya sea por otra cualquiera causa, esperimentamos que la vista aborrece todo lo que la estrecha, que se halla oprimida en las gargantas de las montañas ó en el recinto de altas paredes; y al contrario se conplace en una vasta llanura, ya estendiéndose por la superficie de los mares, ya perdiéndose en un horizonte remoto».


(p. 195)                


Más fuerza aún y más coloración romántica ofrece la expresión de la misma idea unas líneas adelante. Volvemos a encontrar la contraposición de paisaje natural y paisaje artificioso (el jardín regular de antes), con violencia superior a la del otro ejemplo, por cuanto ahora Capmany se sirve de un motivo que casi hace pensar en Chateaubriand:

«En efecto, si se contraponen á las cascadas que construye el arte, á los subterráneos que escava, á los muros y torres que levanta, las catarátas del rio de S. Lorenzo, las profundas cavernas del Etna, y los enormes peñascos confusamente apiñados en las cumbres de los Alpes ¿quién no sentirá en su alma aquel placer mezclado de asombro que produce esta prodigalidad, esta tosca magnificencia en las obras de naturaleza?

Para convencernos de esta verdad, suba un hombre una noche serena á la cumbre de una montaña para contemplar desde allí el firmamento. ¿Es la agradable simetría con que están distribuidos los astros lo que le arroba? Nada de esto, porque allí ve la vía láctea sembrada de un infinito de estrellas, y mas allá vastos espacios. ¿De donde proviene, pues, la inpresion del delicioso asombro que esperimenta el contemplador? De la misma inmensidad de los cielos. En efecto; ¡qué idea tan grandiosa no nos debemos formar de esta inmensidad cuando innumerables mundos no parecen sino centellas confusamente esparcidas en los abismos del firmamento! Entónces la imaginacion que se arroja desde aquellas últimas esferas para penetrar hasta los orbes invisibles, forzosamente ha de sumergirse en las profundidades é inmensurables regiones celestes, y elevarse el espíritu arrebatado en la contemplacion de tan grande objeto. Por la grandiosidad de estas decoraciones, en que la débil mano del hombre no ha tenido parte, ni osa tocar, se ha dicho en el género descriptivo, que era la naturaleza tan superior al arte, que es lo mismo que decir que los grandes retratos eclipsan á los pequeños».


(pp. 196-197)                


En el segundo párrafo encontramos una clara formulación de la apetencia de infinito, a través del tema de la noche serena y estrellada, la noche neoplatónica de Fray Luis, contemplada aquí, prerrománticamente, en la soledad de una cumbre montañosa.

Por las mismas razones que el paisaje libre es preferido al recortado arte jardineril, y la catarata a la fuente, las flores silvestres han de ser utilizadas, a efectos de prosopopeya, con preferencia a las cautivas, es decir, a las encerradas en un jardín:

«Por otra parte, á menos de que nos figuremos dentro de un jardin, debemos tomar aquellas plantas y flores de los prados y selvas incultas, porque las silvestres son entónces las mas nobles y escelentes como hijos mas inmediatos de la naturaleza, y no las que han degenerado de su rústica madre por la industria de la mano del hombre; porque parece que todo lo que tienen del arte les quita el efecto é inpresion en el ánimo para introducirlas en la personificación».


(p. 431)                


Cuanto más rústica, inmediata y potente sea la naturaleza -viene a decir Capmany-, mayor será el efecto provocado en el espectador. Por eso -y aquí cabría recordar nuevamente la contraposición de lo ardiente y arrebatado a lo lánguido y frío- el autor de la Filosofía de la elocuencia gusta, por lo menos en teoría, de la naturaleza selvática y amedrentadora: cascadas, volcanes, mares embravecidos, truenos y relámpagos, o lo que es igual: la más típica escenografía romántica. Véase, por ejemplo, lo que Capmany escribe al hablar de los símiles:

«la elocuencia de los símiles solo la alcanza el que haya egercitado su vista ó su meditación en los vivos originales que le ofrece este gran libro de todo lo criado, abierto á nuestra contemplacion y curiosidad, y la historia moral y política de la vida humana.

Y ¡cuán feliz, atrevido, y fecundo sería en magníficos símiles el que hubiese paseado la tierra, y observado los mares! el que, por egemplo, desde las altivas cumbres de los Alpes, puesta casi toda la Europa á sus pies, hubiese seguido con larga vista el curso del Pó, del Rin, y del Ródano, contemplando aquellas pirámides de eterna nieve, sus cristalinos manantiales, y sus diversos y olorosos vegetables! el que hubiese visto la espantosa erupcion de los volcanes, penetrado en la callada soledad de las selvas, zozobrado entre la brabeza de las olas y la furia de los vientos estremeciéndose en medio de los cóncavos y valles, deslumbrado y aterrado de la reverberación de los relánpagos y retumbos de los truenos! en fin, el que hubiese visto el mundo, y tocado sus prodigios».


(pp. 469-470)11                


Ni la geografía elegida -se diría casi el itinerario sentimental de un Rousseau- ni el tema de la espectacular tempestad pueden ser más románticos para la época en que Capmany escribe, animando incluso su estilo con retóricas ponderaciones y copiosa adjetivación12.




La humanización del paisaje y el dinamismo retórico

Si el paisaje tiene tantas resonancias sentimentales para el contemplador romántico es porque se trata de un paisaje humanizado, emotivizado, por decirlo así, solidario de los estados de ánimo del contemplador, unido a él en afectiva simbiosis13. A algo de esto parece aludir Capmany al tratar de la prosopopeya:

«En todas las oraciones en que obran la pasion y la fantasía, ocupa un gran lugar esta figura. El que está poseido de pena, de alegría, de tristeza, busca á quien comunicarla, quiere desahogar su ánimo; y no hallando testigos de su congoja ó alborozo, llama la compañía de aquellos objetos mas cercanos, ó mas análogos á la causa de su pasion que le presenta la naturaleza. Entónces entra en conversacion con ellos, prestando oidos á las criaturas inanimadas, lengua á los mudos, corazon á los insensibles, movimiento á los inertes, y cuerpo y realidad á los entes ideales. Así está en la soledad, y no está solo; no habla con sus semejantes, y tiene quien le oye; habla con las rocas, con los árboles, las aves, los mares, la tierra, los cielos; los elementos; y estos le escuchan, le responden, sienten lo que él siente, y en algun modo le consuelan».


(pp. 428-429)                


Tan encendida, lírica descripción de la prosopopeya hace recordar el tono de las cantigas de amigo gallego-portuguesas, en las que, frecuentemente, la muchacha enamorada dialoga con un paisaje sentido pánicamente, voz de los ríos, mares, bosques, que se cruza con la de la doncella.

El paisaje con voz, unido sentimentalmente al hombre, tal como Capmany lo presenta en su definición de la prosopopeya, es, evidentemente, un paisaje romántico.

Romántico es también el gusto de Capmany por el dinamismo retórico. Si, como dice Wölfflin, «el barroco transforma la forma rígida en forma fluida»14, es en virtud de la tensión dinámica a que la somete. Escribía Eugenio D'Ors: «Pensamos en el dinamismo, característico en toda obra barroca, sea artística, sea intelectual: de esta vocación de movimiento, absolución, legitimidad y canonización del movimiento, que, opuesta a la nota paralela de estatismo, de reposo, de reversibilidad, propia del racionalismo, propia de todo cuanto es clásico...»15.

El tema de la oratoria dinámica se enlaza en Capmany con el ya visto de la naturaleza concebida como algo violento y amedrentador en su grandeza:

«Sin embargo, el movimiento hará mas sensibles las imágenes que su misma grandeza16. Estas, por su continua novedad y sucesion, nos causan una inpresion mas viva y mas duradera. Ménos nos mueve el mar en calma que una tormenta desecha: ménos el cielo sereno y senbrado de estrellas que iluminado de relánpagos, y cargado de nublados; ménos una laguna cristalina que un turbio y raudo torrente, que arranca los árboles y arrambla los campos. La accion, y no el reposo, constituye la fuerza de nuestra alma».


(p. 198)                


¿No hay en estas líneas de Capmany algo así como un compendio de la más característica escenografía romántica? En la misma tesis insiste el autor, páginas adelante, al decir:

«En el género descriptivo es gran primor del arte no presentar á la vista sino objetos en movimiento, hiriendo muchos sentidos á un tiempo si es posible. Por egemplo: el bramido de las olas, el silvido de los vientos, y el estallido de los truenos, han de aumentar en nuestro ánimo un secreto temor, al mismo tiempo que nos llena de una curiosa admiracion y deleite la vista del mar enbravecido».


(p. 203)                


Al movimiento se añade una connotación que no habrá escapado al lector: «hiriendo muchos sentidos á un tiempo si es posible». He aquí otro rasgo interpretable como barroco o romántico, según se considere. Por un lado, esa apetencia de pluralidad sensorial nos trae al recuerdo las sinestesias barrocas y el colectivismo estético propio del XVII español, de que hablaba Pfandl, a la vez que ciertos rasgos de la escenografía evocada por Capmany nos hacen pensar en la romántica orquestación final de un D. Álvaro, drama que hiere también muchos sentidos a un tiempo al conjuntar versos, luces, plástica y retumba de truenos en la escena última.




Lo fuerte y lo terrible

Otro rasgo prerromántico cabe deducir de lo hasta ahora apuntado. A Capmany no le asusta -como pudiera asustar a un intransigente clasicista- el manejo estético de lo feo, lo terrible, lo violento. Por el contrario, su gusto por lo grandioso, lo dinámico, lo conmovedor le lleva a discutir en el capítulo Fuerza de los pensamientos el siguiente punto:

«Mas, aunque lo fuerte es siempre grande, lo grande no es siempre fuerte. Figuremos con pincel poético una descripcion del templo del sol, del himenéo de los dioses, ó de la region estrellada; podrá ser magnífica, magestuosa, y aun sublime; mas nunca hará una inpresion tan viva como la pintura del negro tártaro. El cuadro de la Gloria de Miguel Angel asombra ménos la imaginacion que el de su Juicio universal, y es la razon, sin duda, de que cuando se busca lo terrible, el ingenio no tiene la misma necesidad de inventar; el infierno es siempre bastante espantoso por sí mismo. Luego, parece que lo fuerte es lo grande unido á lo terrible» .


(pp. 199-200)                


En conexión con esta valoración de lo fuerte, de lo terrible, cabría situar algún significativo elogio de Shakespeare -un autor clave para discriminar lo clásico o romántico de sus críticos-, apuntado por Capmany a propósito de la elocuencia de los gestos:

«Hay espresiones sublimes en la escena muda que toda la elocuencia vocal no es capaz de producir. Tal es la de Macbeth en la tragedia de Shakspeare. La somnambula Macbeth viene á paso lento y turbado y con los ojos dormidos, imitando la accion de una persona que se lava las manos, todavia teñidas con la sangre de su príncipe que veinte años ántes habia asesinado. ¡Qué imagen tan patética y viva del remordimiento es el silencio y el movimiento de las manos de aquella muger! ¿Qué razones podrían esprimir con tanta energía y verdad la perturbacion de aquel ánimo?».


(p. 546)                


Shakespeare, una de las banderas del romanticismo, aparece evocado por Capmany en una de sus mejores creaciones trágicas. Otra prueba de que en la sensibilidad del escritor catalán había algo más que el manido clasicismo de las retóricas al uso.




El contraste: la arcadia y la muerte

La impresión que en el lector de la Filosofía de la elocuencia suscitan pasajes como algunos de los que he trascrito es la de que se halla ante una obra que, tras un lenguaje en general vigiladamente clasicista, esconde la paradoja de un contenido calificable, en bastantes ocasiones, de inequívocamente prerromántico.

En definitiva, una especie de antítesis muy expresiva como tal y que adquiere su coloración más viva a la luz de alguna observación de Capmany sobre esa figura retórica precisamente, la antítesis:

«El embelezo [sic] de este estilo consiste muchas veces en una palabra que aparta nuestra vista del objeto principal, y muestra de lado el espacio, el tiempo, la vida, la muerte, ó alguna otra idea grande ó melancólica. En un pais de Pousin, se ven unas zagalas bailando al son de una zampoña; y un poco desviado un sepulcro con esta inscripcion: Tanbien vivía yo en la deliciosa Arcadia!».


(pp. 327-328)                


El ejemplo es bello y revela el fino instinto, el buen gusto de Capmany al apoyarse en un motivo plástico para explicar una figura retórica. Pero lo que importa destacar es cómo el escritor supo percibir un contraste de tipo barroco-romántico en un cuadro, en un paisaje de uno de los pintores más acendradamente clasicistas, Poussin. Impresiona comprobar otra vez la presencia de una sensibilidad insinuadamente romántica. Sí, el clasicismo de los románticos y el romanticismo de los clásicos son algo más que un juego de palabras o una fácil paradoja; son hechos ciertos que explican cómo en medio de un ordenado escenario arcádico, eglógico, puede surgir el signo del desengaño barroco, puede sonar, mezclada a la alegría de la zampoña, la nota melancólica dada por la imagen de la muerte. Lo grande, lo melancólico, lo terrible, lo fuerte, lo antitético, ¿no bastarían para denunciar el temple prerromántico del clasicista Capmany?




Énfasis y vehemencia

Importa tener en cuenta todo esto para mejor entender y apreciar algunas páginas de la Filosofía de la elocuencia, en las que vemos al autor teorizar desde una estimativa pasional. No hay que perder de vista ese sustrato afectivo -legítimamente emparejable con las notas de contenido prerromántico que hemos señalado- a la hora de leer y juzgar ciertas apreciaciones de Capmany. Así, al ocuparse éste de las vocales y consonantes recoge apreciaciones y problemas tan viejos como el siguiente:

«Los vocablos compuestos de sonidos blandos y líquidos son mas gratos al oído que los que constan de muchas consonantes ásperas, que se rozan unas con otras; ni de vocales seguidas, en especial las aa y las oo, cuya pronunciación, por la semejanza que tiene con el bostezo, causa una fea abertura de boca que los retóricos latinos llaman hiatus.

Tal es el que causa el encuentro de vocales como en estos egemplos: Oía á ambos. -Leyó ó oyó otros informes. -Venía á Asia, etc.».


(pp. 49-50)                


Tras reseñar Capmany las soluciones tradicionales con las que evitar estos encuentros vocálicos, advierte seguidamente:

«Sin enbargo no son siempre las reglas del oído las de la retórica cuando queremos escribir con elocuencia. Sabemos que para evitar el concurso de dos vocales semejantes, y el sonido hiülco de su pronunciacion, se muda en e, por eufonía, la y de conjuncion, cuando el vocablo que se une al antecedente principia con la letra i. Esta regla, sobre ser muy discreta, es muy cómoda al oído; bien que, á mi parecer, debiera tener algunas escepciones, como en aquellos casos en que, para mayor fuerza de sentido en la espresion, pide la elocuencia que se deje todo el efecto de la colision de dichas dos vocales, á fin de marcar cierta pausa en la repeticion de su sonido, con la cual se llama la atencion, y se da mas valor á la última palabra por modo de incremento.

Los egemplos declararán mejor estos casos. Dirémos: Me seguían mis contrarios llenos de furor y ira. La conjuncion y pronunciada con algun esfuerzo, deja como un intermedio entre ella y la i inicial de ira; y esta detencion, aunque momentánea, viene á indicar que al furor se aumenta la ira como afeccion mas vehemente. Diciendo furor é ira juntaríanse las dos ideas, y en algun modo las confundiríamos. Pero furor y ira dice tanto como furor, y sobre esto ira. Podrémos tanbien decir: con crueldad fué tratado siendo pobre y inocente, esto es: que ademas de pobre, era inocente. -Volviéronse contra él deudos, hermanos, y hijos, que es lo mismo que decir, hasta sus hijos, con cuya idea se pondera mas la persecucion».


(pp. 50-51)                


A través de estas líneas, de estos ejemplos y comentarios vemos cómo un defecto expresivo, una concurrencia no eufónica de vocales se convierte en un recurso retórico, en un procedimiento enfático con el que realzar determinados conceptos por obra y gracia del enfoque afectivo, pasional con que está visto el problema. Los argumentos manejados por Capmany a favor del mantenimiento de la conjunción y en determinados casos, se apoyan en una consideración afectiva de la elocuencia, es decir, son argumentos de tipo primariamente estilístico.




Viejas lecciones de estilística

En lo estilístico inciden asimismo observaciones como la siguiente, a propósito de la colocación de los adjetivos respecto a los sustantivos, una observación que revela el buen oído de Capmany:

«Así diremos: atrocísima maldad, intrépida amazona, por precipitar la pronunciación de la frase, y darle mas sonoro remate en la última palabra. Lo uno y lo otro se pierde invirtiendo el órden, porque la celeridad que resultaba de anteceder la pronunciacion del adjunto esdrújulo, se hace floja y lenta en el fin de la frase, y suenan como apagadas las dos últimas palabras».


(pp. 57-58)                


Casi en la misma línea podríamos situar esta otra observación:

«Entre los elementos del primer género de la armonía se debe tener presente el valor silábico de las palabras que conponen una frase, es decir, sus largas y breves, cuyos sonidos lentos ó rápidos sostengan ó precipiten la pronunciacion, como en estos egemplos mártir constante, donde se detiene por la dificultad y esfuerzo en la articulacion vocal, y rápida bola, donde corre fácil y acelerada».


(pp. 75-76)                


Desde una perspectiva semejante, y en el mismo capítulo De la Armonía, Capmany transcribe y comenta un ejemplo cervantino para poner en evidencia cómo un suave efecto de hipérbaton puede conseguir una mayor musicalidad que la entrañada en la construcción ordinaria:

«Á esta armonía oratoria contribuye mucho la índole de cada idioma. Y sobre todo la del español, aunque no admite la libertad del griego y del latin para las trasposiciones, se presta sin violencia, ántes con gran bizarría, á trocar de muchas maneras la coordinacion natural, sin faltar en ninguna á la gramática, ni tanpoco á la claridad de la sentencia; reprueba pero al mismo tiempo toda trasposicion violenta, y solo autoriza la que se busca, para dar á la frase, ó mas armonía, ó mas ornato, ó mas delicadeza, ó mas novedad. Enbarcáronse en Cádiz (dice Cervantes) y echando la bendicion á España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba. Pudiera haber dicho que soplaba blando y próspero; y no se lo permitió su buen oido. Podia haber dicho tanbien que blanda y prosperamente soplaba; pero usó felizmente de los adjetivos, huyendo de los adverbios, que por su estensa estructura retardan su corriente á las cláusulas, y hacen flojo el estilo».


(p. 77)                


Más interés ofrece otro pasaje relativo también al hipérbaton, en el que Capmany explica su uso no ya por razones eufónicas o retóricas, sino en función de un estado de ánimo intensamente pasional. Nuevamente utiliza el autor un ejemplo cervantino, bellamente comentado:

«El ánimo movido de indignacion, de horror, de celos, de despecho, ó de otra cualquiera pasion, se debe suponer agitado y conbatido de afectos opuestos que mudan á cada instante el órden de los pensamientos y de las palabras. Los oradores y escritores hábiles, para imitar estos movimientos de la naturaleza, se sirven de esta artificiosa trasposicion, llamada hipérbaton por los retóricos. Y con verdad se puede decir, que jamas sube el arte á mas alto grado de perfeccion como cuando se equivoca con la naturaleza. Ó ¡tú, cuyas lágrimas ablandáron la dureza de este honesto corazon mío! decia una burlada doncella á su infiel amante: toda la ternura de esta esclamacion está en el pronombre mío con que concluye. Habiendo dicho de mi honesto corazon, no habria blandura, ni mocion, porque aquel mío en el final encierra gran énfasis en boca del dueño de aquel corazon, como si dijeramos, un recuerdo amargo, un dulce arrepentimiento, y un motivo de conpasion de la pena que padecia. Cervantes la hizo hablar así, no sabemos si por estudio, ó si por instinto; aunque yo sospecho fundadamente que por lo último».


(pp. 137-138)                


Anotaciones y comentarios del tipo de los últimamente transcritos abundan en la Filosofía de la elocuencia y compensan el fárrago y la rutina de muchas de sus páginas.

La explicación filosófica prometida en el título de la obra se reduce realmente a una simple explicación psicológica. Capmany intenta construir su retórica no sobre preceptos, sino sobre modelos cuya calidad pretende analizar y descifrar. En esos análisis Capmany busca frecuentemente el resorte afectivo, pasional, que fue capaz de movilizar el lenguaje de un escritor en una dirección determinada, tal como hemos visto en los casos de hipérbaton estudiados en Cervantes.

Por todo ello, la Filosofía de la elocuencia sigue mereciendo el juicio crítico formulado por Menéndez Pelayo: «inteligente disección de la prosa castellana». A despecho del paso del tiempo, con su repercusión en el indudable envejecimiento de la obra de Capmany, hay algo en ella, un acento nuevo, hecho de pasión y mesurado sentimentalismo, capaz de interesar hoy a quienes se sientan atraídos por los orígenes y gestación de uno de los fenómenos culturales de más considerables consecuencias: el Romanticismo.





 
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