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ArribaAbajoParte segunda

Estado de guerra



ArribaAbajoCapítulo I

Consideraciones relativas a la guerra


Sumario: 1. Definición. - 2. Legitimidad de la guerra. - 3. Sus causas. - 4. Formalidades previas. - 5. Instrumentos de la guerra.

1. Definición. - Guerra es la vindicación de nuestros derechos por la fuerza. Dos naciones se hallan en estado de guerra, cuando a consecuencia del empleo de la fuerza se interrumpen sus relaciones de amistad.

Se dice que la paz es el estado natural del hombre; y que si se emprende la guerra, es para obtener una paz segura, su único fin y objeto legítimo. Es preciso confesar que la casi no interrumpida serie de contiendas hostiles que presentan los anales del género humano, da algún color a la guerra general y constante de todos contra todos, que es la base de la extravagante teoría de Hobbes, y a la opinión de varios autores, que habiendo observado el carácter de las tribus indias, sostienen que el hombre en el estado salvaje tiene un instinto y apetito nativo de guerra. Pero tampoco admite duda que uno de los primeros resultados de la civilización es el amor a la paz y el justo aprecio de sus inestimables bienes503.

2. Legitimidad de la guerra. - Se llama guerra pública la que se hace entre naciones, y guerra privada la que se hace entre particulares. Desde el establecimiento de la sociedad civil, el derecho de hacer la guerra pertenece exclusivamente al soberano, y los particulares no pueden ejercerlo, sino cuando   —246→   privados de la protección del cuerpo social, la naturaleza misma los autoriza a repulsar una injuria por todos los medios posibles.

No hay, pues, guerra legítima sino la que se hace por la autoridad soberana. La Constitución del Estado determina cuál es el órgano de la soberanía a quien compete declarar y hacer la guerra504. Pero esta facultad, como todas las otras, reside originariamente en la nación. De aquí es que toda guerra nacional se debe considerar como legítima, aunque no se haya declarado y ordenado por la autoridad constitucional competente. La guerra que declararon las provincias de España a José Napoleón, sostenido por las armas del imperio francés, tuvo desde el principio un carácter incontestable de legitimidad, sin embargo de haberle faltado el pronunciamiento de todos los órganos reconocidos de la soberanía.

3. Sus causas. - Las causas de la guerra son de dos especies: razones justificativas y motivos de conveniencia.

El fin legítimo de la guerra es impedir o repulsar una injuria, obtener su reparación, y proveer a la seguridad futura del injuriado, escarmentando al agresor. Por consiguiente, las razones justificativas se reducen todas a injurias inferidas o manifiestamente amagadas (entendiendo siempre por injuria la violación de un derecho perfecto) y a la imposibilidad de obtener la reparación o seguridad, sino por medio de las armas. Es guerra justa la que se emprende con razones justificativas suficientes505.

Los motivos de conveniencia o de utilidad pública pueden ser de varias especies, como la extensión del comercio, la adquisición de un territorio fértil, de una frontera segura, etcétera. Por grandes que sean las utilidades que nos prometemos de la guerra, ellas solas no bastarían para hacerla lícita. Al contrario, hay casos en que una guerra justísima ocasionará peligros y daños de mucha mayor importancia que el objeto que nos proponemos en ella. Entonces nos aconseja la prudencia desentendernos del agravio o limitarnos a los medios pacíficos de obtener la reparación, antes que aventurar los intereses esenciales o la salud del Estado en una contienda temeraria.

Se llaman pretextos las razones aparentemente fundadas, que se alegan para emprender la guerra, pero que no son de bastante importancia, y sólo se emplean para paliar designios injustos.

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La guerra es defensiva u ofensiva. El que toma las armas para rechazar a un enemigo que le ataca, no hace más que defenderse; si atacamos una nación que actualmente se halla en paz con nosotros, hacemos una guerra ofensiva.

La defensa no es justa sino contra un agresor injusto. Mas aunque toda nación está obligada a satisfacer las justas demandas de las otras y reparar los daños que les haya hecho, no por eso debe ponerse a la merced de un enemigo irritado. Atacada, le toca ofrecer una satisfacción competente; si no se le admite, o se le imponen términos demasiado duros, la resistencia es legítima.

Para que la guerra ofensiva sea justa, es necesario que lo sea su objeto, que reclamemos el goce de un derecho fundado, o la satisfacción de una injuria evidente, y que la guerra sea ya el único arbitrio que nos queda para lograrlo.

El incremento de poder de un Estado no autoriza a los otros a hacerle la guerra, a pretexto del peligro que amenaza a su seguridad. Es preciso haber recibido una injuria o hallarse visiblemente amagado, para que sea permitido el recurso a las armas. No se debe objetar que la salud pública es la suprema ley del Estado. El poder y la intención de hacer mal no están necesariamente unidos. Sólo, pues, cuando una potencia ha dado pruebas repetidas de orgullo, y de una desordenada ambición, hay motivo para mirarla como un vecino peligroso. Más aún entonces no son las armas el único medio de precaver la agresión de un poderoso Estado. El más eficaz es la confederación de otras naciones, que reuniendo sus fuerzas, se hagan capaces de equilibrar las de la potencia que les causa recelos, y de imponerle respeto. Se puede también pedirle garantías, y si rehusase concederlas, esta negativa la haría fundadamente sospechosa, y justificaría la guerra. Últimamente, cuando una potencia da a conocer sus miras ambiciosas, atacando la independencia de otra, o llevando sus demandas más allá de lo que es justo y razonable, es lícito a las demás, aun en el Derecho interno, después de tentar los medios pacíficos interponiendo sus buenos oficios, favorecer a la nación oprimida.

Cuando un vecino en medio de una paz profunda construye fortalezas sobre nuestra frontera, equipa escuadras, junta numerosos ejércitos, provee sus almacenes, en una palabra, hace preparativos de guerra, tenemos derecho para solicitar que se explique y nos dé a conocer la causa de ellos, y aun para pedirle seguridades, si se nos ha hecho sospechosa su buena fe. La negativa sería suficiente indicio de malos designios.

No se debe mirar como justo motivo de guerra la conducta Viciosa o criminal de una nación, siempre que no viole o ponga en peligro los derechos perfectos de otra. Nada produciría   —248→   mayores inconvenientes que la facultad que algunas potencias se han arrogado de castigar a un pueblo independiente, erigiéndose de su propia autoridad en vengadoras de la causa de Dios y de las buenas costumbres.

Toca principalmente a la nación ofendida la vindicación de sus derechos. Aunque la guerra no puede ser por ambas partes justa, es muy posible que ambas estén de buena fe. Y como un Estado no puede erigirse en juez de los otros, debe considerar las armas de los dos beligerantes como igualmente justas, a lo menos por lo tocante a los efectos externos, y hasta que la controversia se decida. Tal es la regla general, que se deriva de la independencia de las naciones. Pero esa misma independencia da a un tercero el derecho de hacer causa común con aquel beligerante que le parece tener de su parte la justicia, así como da a cualquiera de las otras naciones el derecho de declararse contra esta intervención, y resistirla con las armas, si la considera inicua.

El soberano que emprende una guerra injusta comete el más grave, el más atroz de los crímenes, y se hace responsable de todos los males y horrores consiguientes: la sangre derramada, la desolación de las familias, las rapiñas, violencias, devastaciones, incendios, son obra suya. Él es reo para con la nación enemiga, cuyos ciudadanos ataca, oprime y mata despiadadamente; reo para con su propio pueblo, arrastrándole a la injusticia, y exponiéndole sin necesidad a todo género de peligros; reo, en fin, para con el género humano, cuyo reposo turba, y a quien da un ejemplo tan pernicioso. Él está obligado a la reparación de todos estos daños; pero por desgracia muchos de ellos son irreparables por su naturaleza, y el resarcimiento de los que pueden repararse excede mucho a sus fuerzas. La restitución de las conquistas, de los prisioneros y de los efectos que se hallan en ser, no admite dificultad, cuando se reconoce la injusticia de la guerra. La nación en cuerpo y los particulares deben desprenderse de la mal habida posesión de estos bienes, y restituirlos a los dueños antiguos.

Pero los generales, oficiales y gente de guerra no están obligados en conciencia a la reparación de los daños que han hecho, como instrumentos del soberano, sino cuando la guerra es tan palpablemente inicua, que no se puede suponer ninguna secreta razón de Estado, capaz de justificarla, porque en todos los casos susceptibles de duda los particulares, y especialmente los militares, deben atenerse al juicio del gobierno506.

Tal es la justicia de la guerra, considerada en el Derecho interno, o con respecto a la conciencia. En el Derecho externo, esto es, atendiendo a los efectos que nacen de la libertad e   —249→   independencia de las naciones, toda guerra legítima es justa, de manera que los derechos fundados sobre este estado de hostilidad (v. g. la propiedad de las adquisiciones hechas por las armas) dependen, no de las razones justificativas, sino de la legitimidad de la guerra; de lo cual se sigue que todo lo que es lícito al uno de los beligerantes en virtud del estado de guerra, lo es también al otro. Pero no debe perderse de vista que este derecho no disminuye el reato, ni puede tranquilizar la conciencia del agresor inicuo, porque sólo produce los efectos exteriores de la justicia, y la impunidad entre los hombres507.

4. Formalidades previas. - La mayor parte de los publicistas opinan que para la justicia de la guerra no basta que tengamos un motivo fundado de queja, y que se nos haya rehusado la satisfacción competente, ni para su legitimidad, que la autorice el soberano. Según ellos, debemos además declarar la guerra, esto es, intimar públicamente a la nación ofensora que vamos ya a recurrir al último remedio, a emplear la fuerza para reducirla a la razón. Otros sostienen, que demandada la satisfacción, y rehusada por nuestro adversario, no necesitamos ninguna otra formalidad para apelar a las armas. He aquí las razones que por una y otra parte se alegan.

Los que están por la necesidad de la declaración formal, dicen que el declarar la guerra es un deber para con los súbditos propios, a quienes es necesario instruir de los peligros que van a correr por mar y tierra; y que, por otra parte, la guerra crea ciertos derechos, cuyo principio es preciso fijar. ¿Cómo, por ejemplo, se conocerá si una presa hecha al enemigo hacia la época del rompimiento es buena o mala, si no es señalando por medio de una declaración formal y solemne el punto fijado en que expira la paz y principia la guerra? Añaden que debemos en obsequio de la paz hacer un último esfuerzo, intimando al enemigo la inevitable alternativa de someterse a la satisfacción pedida, o de remitirse a la decisión de las armas; que hay una especie de alevosía en atacarle sin previa denunciación; y que si no se notifica el nuevo estado de cosas a las demás naciones, no podrán contraer ni cumplir las obligaciones propias del carácter neutral.

Los que sostienen la opinión contraria, responden que si el soberano, haciendo la guerra antes de declararla, adopta la medida que le parece más conveniente a la salud del Estado, en nada falta a lo que debe a sus súbditos; y que su conducta para con ellos es un punto en que las otras naciones nada tienen que ver, y que por tanto no influye en la justicia externa, ni en la legitimidad de la guerra. Según ellos, el rompimiento   —250→   efectivo de las hostilidades determina de un modo tan claro el principio de las hostilidades como pudiera hacerlo una declaración solemne; y una vez demandada la satisfacción y rehusada, se pueden tomar todas las medidas conducentes a la más pronta y fácil reparación del agravio. El Derecho de gentes, dice el mismo Vattel (que es uno de los que sostienen la necesidad de la declaración), no nos obliga a dar tiempo a nuestro adversario para prevenir una injusta defensa. Podemos, según él, diferir la declaración hasta el punto mismo de invadir su frontera, y aun hasta después de haber entrado en su territorio y ocupado en él un puesto ventajoso, con tal que en este último caso no se proceda a cometer hostilidades, sino aquellas que la resistencia de los habitantes haga indispensables. «Si el que entra así en el territorio de otra nación (dice este autor) guarda una severa disciplina, y declara que no viene como enemigo, que no cometerá ninguna violencia, y hará saber al soberano la causa de su venida, no deben los habitantes atacarle, y si se atreven a ello, le será lícito escarmentarlos. No es permitido a los súbditos comenzar las hostilidades sin orden del soberano, sino limitarse a ocupar los puestos ventajosos y a defenderse en ellos, si son atacados». Pero el entrar en territorio ajeno a mano armada, es una operación hostil, un insulto, que constituye un estado de guerra, y sólo puede justificarse por él; y según la doctrina misma de Vattel, se hallan los súbditos facultados y aun obligados a resistirlo, porque la autoridad del soberano se presume legítimamente en todo acto de necesaria defensa. ¿Qué gobernador de provincia, pudiendo rechazar una fuerza extraña que intentase ocupar el territorio que le está confiado, dejaría de hacerlo, o creería que el especioso lenguaje del comandante de esta fuerza dejaba su responsabilidad a cubierto? Vattel, pues, admite en sustancia que por lo tocante al enemigo, se pueden comenzar las operaciones hostiles sin declarar la guerra.

Añádase, que en el estado actual del mundo no es posible que una potencia equipe una flota o levante un ejército, sin que lo sepan al instante las otras. La nación amenazada conoce de antemano el peligro que corre. Si se exige, pues, la declaración para que un pueblo que reposa tranquilo, confiado en la buena fe de sus vecinos, no sea pérfidamente atacado, Y para que la conducta de la potencia agresora no se parezca a la del salteador que se lanza improvisadamente sobre el pasajero indefenso, este objeto se logra completamente con la facilidad y rapidez que el comercio ha dado a las comunicaciones, con la perspicaz vigilancia de los intereses privados, demasiado susceptibles tal vez de alarmarse, y con la práctica de legaciones permanentes, que da a cada Estado los medios   —251→   de espiar la conducta de los gabinetes extranjeros. Ni se debe llamar sorpresa la agresión de una potencia que apela a las armas provocada por un procedimiento de su adversario, después de haberle notificado que lo miraría como un acto de hostilidad508.

Cuando se suscita una controversia delicada entre dos potencias y hay fundamento para temer que sea necesario recurrir a la fuerza, cada cual de ellas empieza a tomar medidas para un inmediato rompimiento; y nadie ignora lo perniciosas que son estas alarmas a la industria, al comercio, a la hacienda pública, a la felicidad general; ¿pero podría prevenirlas una declaración que sólo se hiciese el momento antes de atravesar la frontera con un ejército, o de dar orden para el apresamiento de las propiedades enemigas en el mar?

En cuanto a las otras potencias, no sería razón exigir que se portasen como neutrales, aun cuando la guerra se hubiese declarado formalmente, sino después de transcurrir el tiempo necesario para que hubiese llegado el hecho a su noticia. Sus obligaciones emanan del conocimiento positivo o presunto del estado de guerra, y este conocimiento pueden adquirirlo o por la mera notoriedad del rompimiento, o por una notificación posterior a él.

Bynkerschoek sostiene que este es un punto que depende enteramente de la costumbre, y cita varios ejemplos de guerras comenzadas sin una declaración previa, en los dos siglos que le precedieron. Del tiempo de Bynkerschoek al nuestro parece haberse decidido por la práctica de las naciones, que las hostilidades pueden principiar legítimamente sin ella. Desde la paz de Versalles de 1769, se ha procedido en el concepto de que todas las consecuencias necesarias y legítimas de la guerra, respecto de las potencias neutrales nacen de la existencia de las hostilidades, notificada por uno de los beligerantes. Con respecto al enemigo, el retiro del ministro se ha mirado como equivalente a una declaración en forma. Pero aun este paso previo se ha admitido algunas veces entre las naciones más civilizadas. En el rompimiento de los Estados Unidos contra Inglaterra en 1812, comenzaron las hostilidades por parte de la república americana, luego que las autorizó el Congreso, sin dar tiempo a que llegase a Gran Bretaña la noticia. Sin embargo, es preciso observar que la opinión pública se ha declarado casi siempre contra semejante conducta509.

Podemos sentar con alguna seguridad las proposiciones siguientes:

1ª. Lo que constituye una verdadera alevosía es la sorpresa.

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2ª. Un rompimiento no precedido de la aserción de nuestros derechos y de la demanda de satisfacción, es una sorpresa.

3ª. Un procedimiento de nuestro adversario, que de antemano hemos declarado se miraría como un acto de hostilidad, hace innecesaria una nueva declaración para dar principio a la guerra.

4ª. La omisión de esta formalidad es claramente lícita contra las potencias que no acostumbran observarla.

5ª. Aunque la notoriedad de la guerra equivale a una notificación respecto de las potencias neutrales, es más conveniente notificarla de un modo formal y solemne que no dé lugar a disputas510.

6ª. La declaración es superflua con respecto al enemigo, cuando las hostilidades han principiado por su parte, y con respecto a los neutrales, cuando el otro beligerante les ha notificado la existencia del estado de guerra.

7ª.La promulgación de la guerra es necesaria para que los súbditos contraigan las obligaciones del estado de guerra.

La declaración de guerra es simple o condicional. En la primera se declara positivamente la guerra; en la segunda, amenazamos hacerla si nuestro adversario no se allana inmediatamente a la satisfacción demandada.

Antes o después de comenzar la guerra, suelen los beligerantes publicar una exposición de las causas justificativas de ella, que se dice manifiesto, y va a veces incorporada en la declaración. Suele asimismo el uno o la otra contener las órdenes generales que el soberano da a sus súbditos relativamente a las operaciones hostiles. Pero el objeto principal del manifiesto es conciliarnos la opinión de los otros Estados, haciendo patente la justicia de nuestra causa. Apenas es necesario advertir que el lenguaje de estos documentos debe ser noble y decoroso: una nación culta no olvida, ni aun con su enemigo, el respeto que debe a las otras.

5. Instrumentos de la guerra. - Síguese hablar de los instrumentos de la guerra511, bajo cuyo título entendemos aquí las personas que componen la fuerza armada de mar y tierra. El Derecho de gentes se limita a considerar este punto en cuanto puede poner en conflicto los derechos de diversos Estados.

1º. Toda potencia puede alistar en sus ejércitos a los extranjeros que voluntariamente se presentan a servirle en ellos; se llaman mercenarios los que no estando domiciliados en el país, asientan plaza bajo ciertas condiciones. Como no deben   —253→   servicio alguno a un soberano extraño, sino en virtud del pacto de enganche, es necesario cumplirles puntualmente lo prometido, y si se les falta a ello, pueden retirarse y abandonar el servicio de un príncipe infiel; pero bajo todos los otros respectos contraen por su voluntario empeño las obligaciones de los soldados nativos. No se deben confundir con los mercenarios los auxiliares, esto es, las tropas que un soberano suministra a otro, para que le sirvan en la guerra.

2º. Como el derecho de alistar tropas pertenece exclusivamente al soberano, no se puede sin su permiso hacer reclutas en su territorio para el servicio de otro Estado; y el que contraviene a esta regla, aunque sólo emplee la seducción, se hace culpable de plagiato o hurto de hombres, y se expone a la pena de muerte. El soberano que autoriza este delito en las tierras de otro Estado, le hace una injuria que se mira como justo motivo de guerra.

3º. Los extranjeros transeúntes están exentos de todo servicio militar compulsivo.

4º. Aunque los extranjeros domiciliados no tienen derecho a igual exención, no es costumbre obligarlos a alistarse en la tropa de línea, y lo más que suele exigirse de ellos es el servicio en los cuerpos cívicos o guardias nacionales, que por lo común toma poca o ninguna parte en las operaciones de la guerra.

5º. Es contra todo derecho obligar a los extranjeros a tomar parte en las disensiones civiles.

6º. Un pueblo bárbaro, que desconoce los deberes de la humanidad y las leyes de la guerra, debe mirarse como enemigo del género humano; en las irrupciones de estos pueblos no hay persona a quien no alcance la obligación de socorrer a la sociedad en cuyo seno vive.



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ArribaAbajoCapítulo II

Efectos inmediatos de la guerra


Sumario: 1. Principios generales. - 2. Efectos del rompimiento sobre las personas y cosas de un beligerante situadas en el territorio del otro. - 3. Suspensión de todo trato y comercio entre los dos beligerantes.

1. Principios generales. - Según el Derecho de la guerra, reconocido por las naciones antiguas, y aun en gran parte por los pueblos modernos, luego que un soberano la declara a otro, todos los súbditos del primero pasan a ser enemigos de todos los súbditos del segundo; los enemigos conservan este carácter donde quiera que están, mientras no dejan de ser miembros de la sociedad con quien nos hallamos en guerra; es lícito usar de violencia contra ellos en cualquier parte, como no sea territorio neutral; las cosas del enemigo, ya consistan en efectos materiales, ya en derechos, créditos o acciones, se vuelven respecto de nosotros res nullius; podemos apoderarnos de ellas donde quiera que se encuentren, menos en territorio neutral; y ocupadas verdaderamente, podemos luego transferir su propiedad aun a las naciones neutrales512.

Pero el rigor de estas máximas se halla considerablemente mitigado en la práctica, sobre todo en las hostilidades terrestres; y es de creer que el influjo de la cultura y el ascendiente del comercio extiendan cada día más las excepciones, hasta que la guerra venga a ser una contienda de soberanos, en que no se ataquen las personas, ni se haga daño a las propiedades particulares, sino en cuanto lo exijan las operaciones de los ejércitos y escuadras, dirigidas exclusivamente a la ocupación del territorio y de los demás bienes públicos. En esta importante transición se han dado ya algunos pasos, y el objeto principal en que vamos a ocuparnos desde ahora, es deslindar la extensión y manifestar las aplicaciones y restricciones de cada uno de los principios generales que acaban de indicarse.

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2. Efectos del rompimiento sobre las personas y cosas de un beligerante situadas en el territorio del otro. - ¿Están sujetas a confiscación las propiedades enemigas que se hallan en nuestro territorio al estallar la guerra, y pueden hacerse prisioneras las personas enemigas en el mismo caso? Según Vattel513, «los extranjeros han entrado en el país con permiso del soberano, y bajo la protección de la fe pública: el soberano, permitiéndoles entrar y morar en sus tierras, les ha prometido tácitamente toda libertad y seguridad para salir. Es justo, pues, darles un plazo suficiente para que se retiren con sus efectos; y si se ven detenidos por algún obstáculo insuperable, por ejemplo, una enfermedad, se les debe prolongar este plazo». El argumento en que se funda la regla parece más especioso que sólido. La guerra pone fin o suspende a lo menos los tratados más explícitos y solemnes; ¿por qué ha de ser de mejor condición un pacto tácito? Otra razón de más peso es que la regla contraria, si se observase generalmente, sería perniciosísima al comercio, por la inseguridad y alarma que produciría cada rumor, verdadero o falso, de una desavenencia entre dos Estados. Las convenciones comerciales en que tan frecuentemente se ha estipulado la libertad de las personas y bienes de los súbditos de una potencia en los dominios de otra, cuando sobreviene entre ambas la guerra, prueban suficientemente que, según el juicio de los gobiernos mismos, el beneficio que como beligerantes pudieran reportar de la regla contraria, no compensa los inconvenientes y pérdidas a que expondrían su comercio observándola. Podemos, pues, dar por sentado, que la regla de que se trata en su resultado total, es perniciosa al género humano, y que por consiguiente no está fundada en ningún verdadero derecho de los beligerantes, porque el fundamento de todo derecho es la utilidad que produce a los hombres.

No estará de más observar cuál ha sido y es actualmente la doctrina y la práctica de algunas de las principales naciones modernas con relación a este punto. La Magna Charta de los ingleses disponía, que los comerciantes súbditos del enemigo que se hallaran en el reino al estallar la guerra, fuesen detenidos sin daño de sus propiedades y efectos, hasta saberse cómo eran tratados por el enemigo los comerciantes ingleses; y si nuestros comerciantes, decía la Carta, son bien tratados por el enemigo, los suyos lo serán también por nosotros. Montesquieu se admira de que se hubiere dado lugar a esta liberal providencia en un convenio entre un rey feudal y sus barones, hechos con el objeto de asegurar las libertades y fueros de los ingleses. Pero esta medida se limitaba a los comerciantes   —256→   residentes, y según se cree, domiciliados en Inglaterra. Mucho más liberal fue la ordenanza de Carlos V de Francia, en que se prevenía que los comerciantes extranjeros, residentes en el reino al principiar las hostilidades con su nación, no tuviesen nada que temer, antes bien se les dejase partir libremente y llevar sus efectos. Por un estatuto de Eduardo III de Inglaterra se ordenó también, que se les diese la competente noticia y un plazo de cuarenta días para que saliesen con sus efectos libremente o los vendiesen, y si por algún accidente se viesen imposibilitados de hacerlo, se les doblase este plazo. El congreso norteamericano pareció animado de iguales sentimientos de equidad en su acta de 6 de julio de 1798, autorizando al presidente para que en caso de guerra concediese a los súbditos de la nación enemiga todo el tiempo compatible con la seguridad pública, durante el cual pudiesen recobrar, enajenar y remover sus propiedades, y verificar su salida514.

No va acorde con esa práctica la doctrina que los tribunales británicos profesan actualmente. Ellos reconocen la legitimidad del embargo hostil o bélico, esto es, la facultad de detener las propiedades enemigas existentes en el territorio en el momento de principiar la guerra, o de temerse un rompimiento próximo. He aquí las expresiones de que se valió sir William Scott, juez de la corte de almirantazgo, y uno de los que más eminentes publicistas de la Gran Bretaña, en el caso del buque holandés Boedes Lust, y en circunstancias de haberse ordenado un embargo de las propiedades holandeses sin previa declaración de guerra. La conducta de Holanda, en el concepto de la corte, debía mirarse como una declaración implícita, cuyos efectos fueron confirmados y sancionados por la declaración formal que sobrevino después, «La detención tuvo al principio un carácter equívoco, y si la controversia hubiese parado en una avenencia amigable, aquel procedimiento se hubiera convertido en un mero embargo civil, y terminaría como tal. La avenencia hubiera obrado retroactivamente. De la misma suerte, sobreviniendo la guerra, da un carácter hostil al embargo, que deja de ser desde este momento un acto equívoco, susceptible de dos interpretaciones diversas, y aparece como una medida de hostilidad ab initio. Los efectos embargados pueden ya mirarse como propiedad de personas que han irrogado injurias y rehusado resarcirlas. Este es un resultado necesario, si no interviene contrato expreso para la restitución de la propiedad embargada antes de la declaración formal de guerra». En el caso del Herstelder, declaró el mismo juez, que «la época de las hostilidades no comenzaba a la fecha de la declaración formal, porque ésta se aplicaba entonces de una   —257→   manera retroactiva»515. Lord Mansfield expresó igual doctrina en el tribunal del Banco del Rey: «Todos los buques del enemigo son detenidos en nuestros puertos al tiempo de la declaración de guerra, para confiscarse después, si no tiene lugar la avenencia516.

Se pretende fundar este procedimiento en el derecho de represalias. Pero las represalias son una especie de talión, que se aplica sólo a injurias de un género particular, es decir, a las que afectan el derecho de propiedad. Extenderlas a todos los demás casos es lo mismo que dar por sentado que es lícito proceder a operaciones hostiles antes de la declaración formal de guerra, a que se agrega que si hay razón para eximir de la captura bélica las propiedades enemigas existentes en el territorio a la época del rompimiento, la misma razón milita a favor de ellas contra el ejercicio del Derecho de represalias, por fundado que sea, a menos que el enemigo haya provocado esta conducta con su ejemplo.

«No obstante el gran peso de las autoridades que hay a favor de la moderna y más benigna interpretación de las reglas del Derecho internacional sobre esta materia, la cuestión (dice un publicista americano) está ya decidida en sentido contrario por los tribunales de este país, los cuales han declarado, como principio incontrovertible, que la guerra autoriza al soberano para apresar las personas y confiscar las propiedades del enemigo en cualquier parte que se encuentren, y que las mitigaciones de esta rígida máxima, introducidas por la sabia y humana política de los tiempos modernos, podían influir más o menos en el ejercicio del derecho, pero no podían menoscabarlo. Las naciones comerciales tienen siempre una gran cantidad de efectos y valores en manos del extranjero. Si sobreviene un rompimiento, la conducta que debe observarse con las propiedades enemigas existentes en el territorio propio, es más bien una cuestión de política que de estricta justicia, y su resolución no compete a los juzgados. El derecho de apresarlas existe en el Congreso, y sin un acto legislativo que autorice su confiscación, están bajo el amparo de la ley»517.

De todos modos, el lenguaje oficial y la práctica de los diversos Estados no ha sido, por lo tocante a las mercaderías, bastante uniforme para deducir de ello una regla cualquiera, y mucho menos la regla que parece dictada por el interés del comercio. Las personas han sido más generalmente respetadas.

Las deudas contraídas por los ciudadanos propios con los súbditos de la potencia enemiga antes de la declaración de   —258→   guerra, deben naturalmente sujetarse a la misma regla que las propiedades enemigas tangibles. El derecho de confiscarlas ha sido reconocido por los moralistas de la antigüedad, entre ellos Cicerón, por las leyes civiles romanas, por Grocio, Puffendorf, Bynkerschoek, etcétera. Hasta mediados del siglo XVIII se puede decir que la opinión estaba generalmente a su favor. Hoy día prevalece entre los escritores el dictamen contrario, y aunque los juzgados de Norte América han sostenido terminantemente la existencia del derecho, sujetando su ejercicio, como en el caso anterior, a la decisión de la legislatura, han admitido al mismo tiempo que la práctica universal era abstenerse de usarlo518.

De lo dicho podemos deducir: 1º., que las naciones civilizadas no han revocado expresamente el derecho de confiscación de las propiedades y créditos del enemigo existentes en el territorio a la época del rompimiento; 2º., que la opinión pública parece decididamente contraria al ejercicio de semejante derecho; y 3º., que los gobiernos mismos lo consideran como dañoso a sus permanentes y más esenciales intereses.

La práctica más autorizada es conceder a los enemigos un plazo razonable para que dispongan de sus efectos y verifiquen su salida, lo cual se hace generalmente en la declaración de guerra. Sus personas o bienes no se apresan o embargan, sino como medida de talión o de seguridad, cuando las personas o bienes de los ciudadanos propios han sido detenidos en el territorio enemigo, o fundadamente se tema que lo sean. Algunas veces se les permite permanecer en el país durante la guerra, ejercitando sus ocupaciones ordinarias. En fin, por lo tocante a los contratos entre los súbditos de los dos beligerantes, la guerra termina o suspende su ejecución, y los derechos recíprocos que la terminación o suspensión no ha extinguido en los contratantes, pueden hacerse valer en los tribunales, luego que se restablece la paz.

3. Suspensión de todo trato y comercio entre los dos beligerantes. - Como la guerra519 pone fin a todo trato, a toda comunicación entre los beligerantes, no sólo termina o suspende la ejecución de los pactos existentes, sino que hace de todo punto nulo aquellos que los particulares de las dos naciones, sin permiso expreso de los respectivos soberanos, celebren entre sí durante la guerra.

Según la doctrina de los tribunales ingleses, ningún contrato hecho por un súbdito con un enemigo en tiempo de guerra,   —259→   puede ser reconocido y llevado a efecto por una judicatura británica, aunque se intente la acción después de restablecida la paz; de manera que si A, súbdito de la nación enemiga, teniendo valores en poder de B, súbdito británico residente en la Gran Bretaña, gira una libranza contra B, a favor de C, súbdito británico residente en país enemigo, y éste, restablecida la paz, demanda a B, se ha decidido que es inadmisible la acción.

El seguro de una propiedad, la remesa de fondos en letras o dinero, en una palabra, la constitución de todo derecho entre los súbditos de los dos beligerantes, son actos ilícitos que no producen ningún efecto en juicio; y la prohibición se extiende aun a las comunicaciones que se hacen indirectamente o por rodeo, es decir, por la intervención de terceros. El valerse, pues de un puerto neutral en las expediciones de ida o vuelta, con el objeto de disfrazar el comercio con el enemigo, no le da un carácter legítimo.

De la inhabilidad de los beligerantes y de sus respectivos ciudadanos para comerciar entre sí, es consecuencia precisa, que aun los contratos anteriores a la guerra, si no son susceptible de suspenderse, quedan terminados por ella. De aquí es que las compañías de comercio, compuestas de socios que a virtud del estado de guerra se hallan en la relación de enemigos, se disuelven inmediatamente, a diferencia de otros contratos que sólo se suspenden para revivir a la paz.

Un agente neutral empleado por un súbdito en operaciones de comercio con el enemigo, no les da un carácter legal que exima de confiscación las mercaderías. Pero pueden muy bien los neutrales trasferir a los súbditos la propiedad de sus buques y cargas, surtos en aguas enemigas, sin que la localidad de los buques haga ¡lícita la traslación, bien entendido que los comerciantes domiciliados en territorio enemigo, a cualquiera nación que pertenezcan, no se consideran bajo este respecto como neutrales.

Tan rígida es en este punto la práctica, que no se permite a los ciudadanos extraer de país enemigo sus propiedades sin, permiso especial, y la infracción de esta regla las sujeta a confiscación. Pero si las propiedades han sido embarcadas antes de la guerra, aunque el buque permanezca algún tiempo después en aguas enemigas, se restituyen a su dueño, probando éste, que a la primera noticia de las hostilidades empleó toda la diligencia posible para alterar el destino del viaje o zarpar del puerto enemigo. En Inglaterra y en Estados Unidos de América no admiten los juzgados la excepción de haberse comprado los efectos antes de estallar la guerra.

No por esto se desentienden los juzgados de las razones particulares de equidad que puedan autorizar alguna vez la inobservancia   —260→   de la regla. En el caso del buque Dree Gebroeders, observó Sir W. Scott, que la alegación de extraer fondos propios situados en el territorio enemigo, debe siempre recibirse con mucha circunspección y cautela, pero que cuando la operación aparece claramente haberse ejecutado de buena fe con este objeto, se puede usar de alguna indulgencia.

Siendo permitido a cada cual restringir y cercenar como guste el ejercicio de los derechos que exclusivamente le pertenecen, el soberano de una nación que hace la guerra por sí sola puede dar pasavantes o permisos particulares de comercio con el enemigo; pero de dos o más potencias aliadas ninguna puede concederlos sin aprobación de las otras. Los aliados hacen causa común en la guerra, y es una condición implícita en el pacto de alianza, que ninguno de ellos comerciará con el enemigo sin el consentimiento de los otros, porque esto sería contrariar el objeto de la coalición. Por consiguiente cada beligerante tiene derecho para detener y confiscar las propiedades de los súbditos de sus aliados, empleadas en este ilícito tráfico520.

Esta prohibición de comerciar con el enemigo comprende, y aun con mayor severidad, a los carteles o buques parlamentarios que se emplean en el canje, o rescate de los prisioneros de guerra, y sujeta a la pena de confiscación todo comercio que se haga a bordo de estos buques sin expreso permiso de uno y otro beligerante. El interés de la humanidad exige que no se abuse, para objetos de especulación mercantil, de las limitadas comunicaciones que las leyes de la guerra permiten con el enemigo, y que tan necesarias son para templar de algún modo sus horrores y acelerar su fin.



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ArribaAbajoCapítulo III

De las hostilidades en general y de las hostilidades contra las personas


Sumario: 1. Hostilidades en general: derecho de los particulares en la guerra. - 2. Principio relativo a todo género de hostilidades. - 3. Cómo se debe tratar al enemigo que se rinde. - 4. Al enemigo que por su edad, sexo o profesión no opone resistencia. - 5. A los prisioneros de guerra. - 6. Miramiento particular a la persona de los soberanos y jefes. - 7. Modos de hostilidad ilícitos.

1. Hostilidades en general: Derecho de los particulares en la guerra. - No solamente521 es privativo del soberano determinar y declarar la guerra, sino dirigir las operaciones de ella.

Los súbditos, según Vattel, no pueden cometer hostilidades sin orden del soberano, si no es en el caso de una necesaria defensa. La orden del soberano es general o particular. La primera se dirige a la nación toda. Las declaraciones, manifiestos y proclamas, que hablan a todos los habitantes notificándoles el estado de guerra, y exhortándoles a sostener los derechos de la patria o a repulsar al enemigo que la invade, son órdenes generales. Las órdenes particulares se comunican a los jefes militares, a los oficiales, soldados, armadores y guerrilleros. Las órdenes generales, según el escritor citado, no nos facultan sino para detener las personas y propiedades enemigas que vienen a nuestro poder, de manera que cuando los paisanos cometen actos de hostilidad sin comisión pública, se les trata como ladrones y bandidos, lo cual no se opone a que se presuma legítimamente en algunos casos la autorización del soberano, como si obraran con una comisión tácita; verbigracia, cuando el pueblo de una ciudad ocupada por el enemigo se levanta contra la guarnición.

No deben, pues, tomarse al pie de la letra las expresiones de que suele hacerse uso en las declaraciones de guerra y otras órdenes generales, mandando a los ciudadanos correr a las   —262→   armas, porque el uso ha dado a este lenguaje una interpretación limitada.

Pero el mismo Vattel sienta que «si los súbditos tienen necesidad de una Orden del soberano para hacer la guerra, no es en virtud de alguna obligación para con el enemigo, porque desde el momento que una nación toma las armas contra otra, se declara enemiga de todos los individuos de ésta, y los autoriza a tratarla como tal. ¿Qué razón tendría, pues, para quejarse de las hostilidades que las personas privadas cometiesen contra ella sin orden superior? Así que, la regla de que hablamos pertenece más bien al Derecho público general que al Derecho de gentes propiamente dicho».

De aquí se sigue, que sólo el soberano está autorizado a castigar a sus súbditos, cuando cometiendo hostilidades sin orden suya, quebrantan una de las leyes esenciales de toda sociedad civil; y que estas hostilidades, aunque opuestas a la costumbre, irregulares y peligrosas, no son actos de latrocinio piratería, ni sus ejecutores deben ser tratados como bandidos, a menos que por una conducta atroz o pérfida, contraria a los principios inmutables de la justicia natural y el Derecho de gentes, se constituyan enemigos del género humano. Fuera de este caso, a todo lo que el otro beligerante puede extenderse, es a privarlos del beneficio de las leyes mitigadas de la guerra, que hoy se observan entre los pueblos cultos.

Síguese también de lo dicho, que por lo tocante al enemigo, son legítimas las presas hechas por personas privadas sin comisión especial. El asunto se ha discutido varias veces en la Suprema Corte de los Estados Unidos de América, la cual ha declarado como doctrina del Derecho de gentes, que si los súbditos apresan propiedades enemigas sin autoridad del soberano, se exponen a ser castigados por éste, pero no infringen ninguna de las leyes de presa, y el enemigo no tiene razón para considerarlos como delincuentes522.

2. Principio relativo a todo género de hostilidades. - El fin legítimo523 de la guerra da derecho a los medios necesarios para obtenerlo; todo lo que pasa de este límite es contrario a la ley natural. Y aunque según esta máxima, el derecho a tal o cual acto de hostilidad depende de las circunstancias, y un mismo acto puede ser lícito o no según la variedad de los casos; sin embargo, como es difícil sujetar a reglas precisas la exigencia de cada caso, y por otra parte al soberano sólo es a o quien toca juzgar de lo que su situación particular le permite, es menester que las naciones adopten principios generales que   —263→   dirijan en este punto su conducta. Si un acto, pues, considerado en su generosidad, es necesario para vencer la resistencia del enemigo y alcanzar el objeto de una guerra legítima, deberá tenerse por lícito según el Derecho de gentes, sin embargo de que empleado sin necesidad, y cuando medios más suaves hubieran sido suficientes, sea criminal ante Dios y en la conciencia.

Tratándose en la guerra de obligar por la fuerza al que no quiere oír la voz de la justicia, tenemos el derecho de ejecutar contra nuestro enemigo todo aquello que fuere necesario para debilitarle y hacerle incapaz de sostener su iniquidad, y podernos valernos de los medios más eficaces de lograrlo, siempre que no sean ¡lícitos en sí mismos y contrarios a la ley natural.

De este principio deduciremos primeramente las reglas particulares relativas a las hostilidades contra las personas.

3. Cómo se debe tratar al enemigo que se rinde. - El enemigo524 que nos acomete injustamente nos obliga a repulsar su violencia, y el que nos opone las armas, cuando demandamos justicia, se hace verdadero agresor. Sí en este uso necesario de la fuerza llega el caso de matarle, se lo debe imputar a sí mismo, pues si para no atentar contra su vida, hubiésemos de tolerar sus injurias, los buenos serían constantemente víctimas de los malos. Tal es el origen del derecho de matar al enemigo en una guerra legitima, entendiendo por enemigo no sólo al primer autor de la guerra sino a todos los que combaten por su causa.

Pero de aquí también se sigue que desde el punto que un enemigo se somete, no es lícito quitarle la vida. Debemos, pues, dar cuartel a todos los que rinden las armas en el combate, y conceder vida salva a la guarnición que capitula.

El único caso en que se puede rehusar la vida al enemigo que se rinde, y toda capitulación a una plaza que se halla en la última extremidad, es cuando el enemigo se ha hecho reo de atentados enormes contra el Derecho de gentes: la muerte es entonces necesaria como una seguridad contra la repetición del crimen, pero esta pena no sería justa sino cuando recayese sobre los verdaderos delincuentes. Si semejantes actos fuesen habituales en la nación enemiga, todos sus individuos participarían entonces del reato, y el castigo podría caer indiferentemente sobre cualquiera de ellos. Así, cuando guerreamos con un pueblo feroz que no da cuartel a los vencidos y no observa regla alguna, es lícito escarmentarle en la persona de los prisioneros que le hacemos, porque sólo con esta rigurosa   —264→   medida podemos proveer a nuestra seguridad, obligándole a variar de conducta.

Si el general enemigo acostumbra matar a los rendidos o cometer otros actos de atrocidad, podemos notificarle que trataremos del mismo modo a los suyos, y si no varía de conducta, es justificable el talión. La frecuencia de estos actos hace a los súbditos participantes de la responsabilidad del jefe.

En el siglo XVII se creía contrario a las leyes de la guerra defender una plaza hasta la última extremidad sin esperanza de salvarla, o atreverse en un puesto débil a hacer cara a un ejército real; y por consiguiente se daba la muerte al comandante, y aun se pasaba la tropa a cuchillo, como culpables de una inútil efusión de sangre. Pero este es un punto de que el enemigo no puede ser juez imparcial. Esta porfiada resistencia ha salvado muchas veces plazas cuya conservación parecía totalmente desesperada; por otra parte, deteniendo las armas enemigas da tiempo a la nación invadida para juntar y poner en movimiento sus fuerzas. No se debe, pues, mirar como enteramente inútil la resistencia, y es mucho más conforme a la razón la práctica que hoy rige no sólo de perdonar la vida, sino de conceder todos los honores de la guerra al jefe y tropa en tales casos. Una conducta contraria se reprobaría como cruel y atroz, y la intimación de la muerte con el objeto de intimidar a los sitiados pasaría por un insulto bárbaro.

Cuando se rinde una plaza, se acostumbra castigar con la pena de muerte a los desertores que encuentran en ella, a menos que se haya capitulado lo contrario; pero es porque se les considera como ciudadanos traidores a su patria, no como enemigos. Es común en las capitulaciones conceder al jefe que evacua una plaza la facultad de sacar cierto número de carros cubiertos, de los cuales se sirve para ocultar a los desertores y salvarlos.

4. Al enemigo que por su edad, sexo o profesión no opone resistencia. - Las mujeres525, niños y ancianos, los heridos y enfermos, son enemigos que no oponen resistencia, y por consiguiente no hay derecho de quitarles la vida, ni de maltratarlos en sus personas mientras que no toman las armas. Lo mismo se aplica a los ministros del altar y a todas las profesiones pacíficas. Una severa disciplina debe reprimir los actos de violencia a que se abandona la soldadesca desenfrenada en las plazas que se toman por asalto. Pero en nuestros días hemos visto demasiadas veces violada esta regla.

Después de un combate, debe el vencedor cuidar de los heridos que el enemigo deja en el campo de batalla. Las leyes de   —265→   la humanidad y las del honor vedan matarlos o desnudarlos. Se ajustan a veces armisticios para enterrar a los muertos y transportar a los heridos.

Cuando se espera reducir una plaza por hambre, se rehúsa dejar salir las bocas inútiles. Vattel cree que las leyes de la guerra autorizan esta conducta. Otros escritores la condenan como un resto de barbarie.

5. A los prisioneros de guerra. - Aunque las leyes estrictas de la guerra permiten hacer prisioneras a toda clase de personas con el objeto de debilitar al enemigo, entre las naciones civilizadas no tiene ya lugar esta práctica sino con los individuos que manejan las armas; si alguna vez se extiende a otros, es menester que haya razones plausibles, que hagan necesario este rigor526.

No es lícito matar a los prisioneros, sino en los casos extremos, cuando su conocida disposición a la resistencia, o el aparecimiento de una fuerza enemiga, que viene a librarlos, hace imposible o peligrosa su guarda. Sólo la más imperiosa necesidad pudiera justificar semejante conducta527.

El antiguo Derecho de gentes autorizaba para esclavizar a los prisioneros. Esta era una de las compensaciones que daba la guerra a la nación injuriada. La influencia benéfica de la religión cristiana ha hecho desaparecer esta costumbre. Se les detiene, pues, hasta la terminación de la guerra, o hasta que por mutuo consentimiento se ajusta un convenio de canje, o rescate. No hay derecho para reducirlos a esclavitud sino cuando personalmente se han hecho reos de algún atentado que tenga la pena de muerte.

En otro tiempo los prisioneros estaban obligados a rescatarse, y el rescate pertenecía a los oficiales o soldados que se habían apoderado de sus personas en la guerra. De esta costumbre se ven muchos ejemplos en la edad feudal. La de los tiempos modernos es más suave. El Estado que no puede conseguir durante la guerra la libertad de los ciudadanos que han caído en poder del enemigo, la obtiene a lo menos por medio del tratado de paz.

Se retienen a veces los prisioneros para obtener de su soberano la satisfacción de una injuria como precio de su libertad. No estamos entonces obligados a soltarlos, sino después de haber sido satisfechos.

Se puede asegurar a los prisioneros de guerra, encerrarlos   —266→   y aun atarlos, si se teme que se levanten. No es lícito maltratarlos de otro modo, a no ser en pena de algún crimen. En los oficiales se considera como suficiente seguridad su palabra de no salir de cierto distrito, o de no tomar las armas mientras dura su condición de prisioneros, y en este último caso suele dárseles la facultad de ir a residir donde gusten y aun en su misma patria. La infidelidad en el cumplimiento de este empeño sagrado no sólo es una fea mancha en el honor, sino un crimen contra la humanidad, porque es, en cuanto depende del oficial infiel, desacreditar la palabra de los demás individuos que se hallen en una situación semejante, hacer necesaria su confinación, y agravar las calamidades de la guerra.

Es injusto forzar o seducir a un prisionero de guerra a servir bajo las banderas de su enemigo o de una tercera potencia.

La propiedad de un individuo no pasa al que le hace prisionero, sino en cuanto el apresador se apodera actualmente de ella. Pero en el día se mira como una acción villana despojar al prisionero de lo que trae consigo; a lo menos un oficial se deshonraría si le quitase la menor cosa. Los soldados franceses que en la batalla de Rocoux apresaron a un general inglés, sólo creyeron tener derecho para tomar sus armas528.

Es necesario proveer al mantenimiento de los prisioneros, pero no es obligatorio suministrarles objetos de lujo o de pura comodidad. Lo que se gasta en ellos es por cuenta del soberano enemigo; y a la paz, y aun durante la guerra, suelen los beligerantes saldar entre sí estos gastos. Mas la demora en pagar un saldo no sería, después de hecha la paz, motivo suficiente para detener a los prisioneros, puestos éstos no son responsables de las deudas de su soberano.

6. Miramiento particular a la persona de los soberanos y jefes. - Hay entre los soberanos de Europa, y aun entre los generales, una especie de convención tácita de respetarse mutuamente en la guerra. El sitiador suele enviar algunas veces provisiones frescas al jefe sitiado, y es costumbre no hacer fuego hacia la parte donde está el rey o general enemigo. Pero esta especie de cortesía caballeresca no es obligatoria, y nada tendría de razonable con un usurpador o un tirano que por contentar su ambición asuela y extermina los pueblos.

7. Modos de hostilidad ilícitos. - Se trata ahora de examinar si se puede emplear toda especie de medios para quitar la vida a un enemigo.

¿Es legítimo el asesinato en la guerra? Primeramente debemos fijar la significación de esta palabra, distinguiendo el   —267→   asesinato de las celadas y sorpresas que el estado de guerra, hace lícitas. Introducirse, por ejemplo, en el campo enemigo por la noche, penetrar a la tienda del príncipe o general y matarle, no es criminal en una guerra legítima. El ejecutor de un hecho semejante tiene necesidad, para llevarlo a cabo, de mucho valor y presencia de ánimo, y se expone a ser tratado con la mayor severidad por el enemigo, en quien es lícito escarmentar con rigurosas penas a los atrevidos que emplean tan peligrosos medios. Pero es mucho mejor no hacer uso de ninguna especie de hostilidad que ponga al enemigo en la precisión de emplear medidas extraordinariamente severas para precaverla.

Se llama, pues, asesinato, el que se comete alevosamente, empleando traidores, súbditos del mismo a quien se da la muerte o de su soberano, o valiéndose de emisarios que se introducen como desertores, como desterrados que buscan asilo, como mensajeros, o a lo menos como extranjeros. La frecuente repetición de esta especie da atentados introduciría la desconfianza mutua y la alarma en todas las relaciones sociales, y sobre todo pondría trabas innumerables en las comunicaciones entre los beligerantes. De aquí es que la opinión unánime del género humano los ha vedado bajo las más severas penas, y los ha tiznado con la nota de infamia.

El envenenamiento es aún más odioso que el asesinato a hierro, porque sus efectos serían más inevitables y por consiguiente más funestos al género humano. Y si este modo de hostilidad es justamente detestado, aun cuando el veneno se emplea contra determinadas personas, ¿qué será cuando se administra en las fuentes y pozos, haciendo recaer la destrucción no sobre los enemigos armados, sino sobre las personas más inocentes? El uso de armas enherboladas es más tolerable, porque en él no hay alevosía ni clandestinidad. Sin embargo está proscrito entre las naciones cultas. Son patentes las perniciosas consecuencias que resultarían de poner en manos de los soldados un medio de destrucción, de que es tan fácil abusar. Por otra parte, si es preciso herir al enemigo, no lo es que muera inevitablemente de sus heridas; una vez que se le ha inhabilitado para volver en algún tiempo a tomar las armas, se ha alcanzado todo lo que el derecho de la guerra concede sobre su persona. En fin, el uso de armas envenenadas, haciendo mortal toda herida, da a la guerra un carácter infructuosamente cruel y funesto, porque sí el uno de los beligerantes enherbola sus armas, el otro imitará su ejemplo, Y la guerra será igualmente costosa a los dos.

Se pueden cegar las fuentes y torcer el curso de las aguas, con el objeto de obligar al enemigo a rendirse. Cortar los diques para inundar una extensión considerable del país, haciendo   —268→   perecer a los moradores inocentes que no han podido prever esta calamidad, es un acto horrible, que sólo podría disculparse alguna vez para proteger la retirada de un grande ejército, y habiendo precedido una intimación al enemigo.




ArribaAbajoCapítulo IV

De las hostilidades contra las cosas del enemigo en la guerra terrestre


Sumario: 1. Máximas generales. - 2. Diferencia entre las hostilidades marítimas y las terrestres. - 3. Regla relativa a las hostilidades terrestres: contribuciones. - 4. Botín que suele permitirse al soldado. - 5. Tala. - 6. Destrucción de propiedades públicas y privadas. - 7. Salvaguardias. - 8. Derecho de postliminio.

1. Máximas generales. - El Derecho estricto de la guerra529 nos autoriza para quitar al enemigo no solamente las armas y los demás medios que tenga de ofendernos, sino las propiedades públicas y particulares, ya como satisfacción de lo que nos debe, ya como indemnización de los gastos de la guerra, ya para obligarle a una paz equitativa, ya en fin, para escarmentarle y retraerle a él y a otros de injuriarnos.

Se llama conquista la captura bélica del territorio, botín la de las cosas muebles en la guerra terrestre, y el nombre de presa se aplica particularmente a las naves y mercaderías que se quitan al enemigo en el mar. El derecho de propiedad sobre todas estas cosas pertenece inmediatamente al soberano, que reservándose el dominio eminente de la tierra, suele dejar a los captores una parte más o menos considerable de los efectos apresados.

El derecho de apropiarnos las cosas de nuestro enemigo incluye el derecho de destruirlas. Pero como no estamos autorizados a hacer más daño del necesario para obtener el fin legítimo de la guerra, es claro que no podemos destruir sino aquello de que no podemos privar al enemigo de otro modo, y de que es conveniente privarle; aquello que tomado no puede   —269→   guardarse, y que no es posible dejar en pie sin perjuicio de las operaciones militares. Si traspasamos alguna vez estos límites es sólo cuando el enemigo, ejerciendo el derecho de captura con demasiada dureza, nos obliga a talionar para contener sus excesos.

2. Diferencia entre las hostilidades marítimas y las terrestres. - La práctica de las naciones civilizadas ha introducido una diferencia notable entre las hostilidades que se hacen por tierra y las que se hacen por mar, relativamente al derecho de captura. El objeto de una guerra marítima es debilitar o aniquilar el comercio y navegación enemiga, como fundamentos de su poder naval. El apresamiento o destrucción de las propiedades privadas se considera necesario para lograr este fin. Pero en la guerra terrestre se tratan con mucho menos rigor los bienes de los particulares, como vamos a ver530.

3. Regla relativa a las hostilidades terrestres: contribuciones. - Al pillaje del campo y de los pueblos indefensos se ha sustituido en los tiempos modernos el uso, infinitamente más igual y humano, de imponer moderadas contribuciones a las ciudades y provincias que se conquistan. Se ocupa, pues, el territorio, sea con el objeto de retenerlo, o de obligar al enemigo a la paz. Se toman igualmente los bienes muebles pertenecientes al público. Pero las propiedades privadas se respetan, y sólo se impone a los particulares el gravamen de las contribuciones de que acabo de hablar.

Están sujetos a pagarlas no solamente los ciudadanos, sino los propietarios de bienes raíces, aunque sean extranjeros; porque siendo estos bienes una parte del territorio nacional, sus dueños se deben mirar bajo este respecto como miembros de la asociación civil, sin embargo de que bajo otros respectos no lo sean. Por una consecuencia de este principio, los bienes raíces que los ciudadanos de un Estado enemigo han adquirido antes de la guerra en nuestro suelo, se miran como nacionales, y recíprocamente los que nuestros ciudadanos han adquirido en el territorio enemigo que ocupamos con las armas, son rigurosamente enemigos; bien que está al arbitrio del conquistador moderar el uso de sus derechos a beneficio de sus compatriotas o de los neutrales.

Los extranjeros avecindados pero no naturalizados en el país enemigo, se miran como neutrales por lo tocante a los efectos de comercio y bienes muebles que posean, a menos que voluntariamente hayan tomado parte en las operaciones militares, o auxiliado al enemigo con armas, naves o dinero.

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4. Botín que suele permitirse al soldado. - Los efectos muebles que se toman a un individuo armado pueden hacerse propiedad del apresador. A los habitantes pacíficos se permite la tranquila posesión de sus bienes, mediante el pago de las contribuciones de guerra. Las excepciones a este principio son, en primer lugar, las represalias que, sin embargo, serían injustas, si sólo tuviesen por objeto una venganza inútil; en segundo lugar, si los moradores del territorio que ocupan nuestras armas, lejos de conducirse como ciudadanos pacíficos, nos hostilizan, es lícito saquear o incendiar sus habitaciones. En fin, este tratamiento es el castigo con que se conmina y se escarmienta a los que resisten el pago de las contribuciones de guerra o de otras requisiciones semejantes531.

Se permite a los soldados el despojo de los enemigos que quedan en el campo de batalla, el de los campamentos forzados, y a veces el de las ciudades que se toman por asalto. Mas esta última práctica es un resto de la barbarie, por cuya abolición clama tiempo ha la humanidad, aunque con poco fruto. El soldado adquiere con un título mucho más justo lo que toma a las tropas enemigas en las descubiertas y en otros géneros de servicio, excepto las armas, municiones, convoyes de provisión y forraje, que se aplican a las necesidades del ejército.

5. Tala. - Si es lícito arrasar los sembrados de que el enemigo saca inmediatamente su subsistencia, no lo es arrancar las viñas y cortar los árboles frutales, porque esto seria desolar el país para muchos años, y causarles estragos que no son necesarios para el fin legítimo de la guerra. Semejante conducta parecería más bien dictada por el rencor y por una ciega ferocidad que por la prudencia.

A veces, es verdad, el terrible derecho de la guerra permite talar los campos, saquear los pueblos, llevar por todas partes el hierro y el fuego, pero sólo para castigar a una nación injusta y feroz, o para oponer una barrera a las incursiones de un enemigo que no es posible detener de otra suerte. El medio, es duro, pero ¿por qué no ha de emplearse contra el enemigo, para atajar sus progresos, cuando con este mismo objeto se toma a veces el partido de asolar el territorio propio?532

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6. Destrucción de propiedades públicas y privadas. - Se debe en todo caso respetar los templos, palacios, los sepulcros, los monumentos nacionales, los archivos; en suma, todos los edificios públicos de utilidad y adorno, todos aquellos objetos de que no se puede privar al enemigo, sino destruyéndolos, y cuya destrucción en nada contribuye al logro del fin legítimo de la guerra. Lo mismo decimos de las casas, fábricas y talleres de los particulares. Se arrasan, pues, los castillos, muros y fortificaciones, pero no se hace injuria a los edificios de otra especie, antes bien se toman providencias para protegerlos contra la furia y la licencia del soldado. No es permitido destruirlos o exponerlos al estrago de la artillería, sino cuando es inevitable para alguna operación militar533.

En el bombardeo de una ciudad es difícil no hacer mucho daño a los edificios públicos y a las casas de los particulares. De aquí es que no se debe proceder a semejante extremidad, sino cuando es imposible reducir de otro modo una plaza importante, cuya ocupación puede influir en el suceso de la guerra.

7. Salvaguardias. - Se dan salvaguardias a las tierras y casas que el invasor quiere sustraer a los estragos de la guerra, sea por puro favor, o a precio de contribuciones. Salva-guardia es un piquete de soldados que protege una hacienda o casa, notificando a los otros individuos o cuerpos de su nación la orden del general, que manda no se le haga daño. La tropa empleada en este servicio de beneficencia debe ser inviolable para el enemigo.

8. Derecho de «postliminio». - La captura bélica nos conduce al derecho de postliminio. Dase este nombre al derecho Por el cual las personas o cosas tomadas por el enemigo, si se hallan de nuevo bajo el poder de la nación a que pertenecían, son restituidas a su estado primero. En este caso el público y los particulares vuelven al goce de los derechos de que habían sido despojados por el enemigo: las personas recobran su libertad, y las cosas retornan a sus antiguos dueños.

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Esto, sin embargo, no se extiende a los prisioneros de guerra sueltos bajo palabra de honor.

Volver las cosas al poder de nuestros aliados es lo mismo que volver al nuestro. Pero debe advertirse que el territorio de una potencia meramente auxiliar y que no hace causa común con nosotros (cuya distinción se manifestará después), se reputa territorio neutral.

El derecho de postliminio, por lo tocante a las personas, tiene cabida en territorio neutral. Si sucede, pues, que un prisionero de guerra sale del poder de su enemigo, aunque haya logrado su escape faltando a su palabra de honor, no puede ser reclamado ante las potencias neutrales. Y si el enemigo trae sus prisioneros a puerto neutral, puede quizá tenerlos asegurados a bordo de sus naves armadas, que por una ficción legal se estiman territorio suyo, pero no tienen acción, ni derecho alguno sobre ellos, desde que pisan la tierra534.

Pero, por lo tocante a las cosas, el derecho de postliminio no tiene cabida en el territorio de los pueblos neutrales, para cada uno de los cuales el apresamiento de hecho, ejecutado según las leyes de la guerra, esto es, el apresamiento de propiedad enemiga en guerra legítima, ejecutado sin infracción de su neutralidad, es un apresamiento de derecho.

Resta fijar los límites del derecho de postliminio relativamente a su duración.

El derecho que el enemigo tiene sobre los prisioneros que han caído en su poder, no puede ser transferido a un neutral. Desde que salen de manos del enemigo, o desde el tratado de paz, recobran su libertad personal. Por consiguiente puede decirse que el derecho de postliminio no expira jamás relativamente a las personas.

Con respecto a las cosas hay diferencia: o se trata de bienes raíces o de bienes muebles.

La adquisición de las ciudades, provincias y territorios, conquistados por un beligerante al otro, no se consuma sino por el tratado de paz, cuando en él se confirman las adquisiciones del uno o del otro beligerante, o por la entera sumisión y extinción del Estado cuyas eran. Antes de uno de estos dos eventos el conquistador tiene meramente la posesión, no el dominio del territorio conquistado; de modo que si lo transfiriese a un neutral, no por eso sufriría menoscabo el derecho del otro beligerante para recobrarlo empleando la fuerza de la misma manera que si se hallase en poder de su enemigo y recobrándolo, no adquiriría solamente la posesión, sino la plena propiedad, que podía transferir a quien quisiese. Lo mismo se verifica respecto de las casas y heredades privadas. Si el conquistador   —273→   confiscase alguna de ellas, y la enajenase a un neutral, reconquistado el territorio o restituido por el tratado de paz, revivirían los derechos del propietario antiguo, a menos que el tratado contuviese una estipulación contraria. Así, pues, por lo que respecta a los bienes raíces, tanto particulares como públicos, el derecho de postliminio sólo expira por el tratado de paz o por la completa subyugación del Estado.

Mas en esta última suposición se preguntará si el levantamiento del pueblo subyugado hace revivir el derecho de postliminio.

Para resolver esta cuestión es necesario distinguir dos casos: o la subyugación presenta el aspecto de involuntaria y violenta, y entonces subsiste el estado de guerra, y por consiguiente el derecho de postliminio; o bien el dominio del conquistador ha sido legitimado por el consentimiento, a lo menos tácito, de los vencidos, el cual se presume por la pacífica posesión de algunos años; y entonces se supone terminada la guerra, y el derecho de postliminio se extingue para siempre. Sólo, pues, en este segundo caso serán válidas las enajenaciones hechas por el conquistador, y conferirán un verdadero título de propiedad, que en ningún evento podrá ya ser estorbado ni disputado por los antiguos dueños.

Si de dos potencias aliadas ha sido completamente subyugada una, y la otra no depone las armas, subsiste la sociedad de guerra, y con ella el derecho de postliminio. Si sucediese, pues, que en el curso de la guerra recobrase su libertad la nación subyugada, todos los territorios y casas podrían entonces ser vindicados por los propietarios antiguos.

Con respecto a los muebles es muy diferente la regla, ya por la dificultad de reconocerlos y de probar su identidad, lo que da motivo para que se presuman abandonados por el propietario, luego que se ha verificado su captura; ya por la imposibilidad en que se hallan los neutrales de distinguir los efectos que los beligerantes han apresado, de los que poseen por otro cualquier título; de que resultaría gran número de embarazos e inconvenientes al comercio si subsistiese largo tiempo con respecto a los primeros el derecho de postliminio.

Se adquiere, pues, la propiedad de las cosas muebles apresadas, desde el momento que han entrado en nuestro poder. De aquí el principio reconocido por los romanos y por las naciones modernas: per meram occupationem dominium praedae hostilis acquiritur. Pero es necesario que la presa haya entrado verdaderamente en poder del captor, lo que no se entiende sino cuando es conducida a lugar seguro, o como dicen los publicistas, infra praesidia. Sin esta circunstancia   —274→   no se creería consumada la ocupación, ni extinguido el derecho de postliminio535.

Si apresada, pues, y asegurada una alhaja, se vendiese luego a un neutral, el título adquirido por esto prevalecería sobre el del propietario antiguo, que no podría vindicarla ni aun ante los tribunales de su propia nación, aunque probase indubitablemente la identidad. Lo mismo sucede si los efectos, después de llevados a paraje seguro, son represados por una fuerza nacional o amiga. El represador adquiere entonces un título de propiedad que no puede ser disputado por los propietarios antiguos.

Sin embargo, como la propiedad de todo lo que se adquiere en la guerra pertenece originalmente al soberano, las leyes civiles pueden modificar en esta parte con respecto a los súbditos la regla del Derecho de gentes; y otro tanto puede verificarse respecto de las naciones extranjeras por medio de convenciones especiales. Así el término de veinticuatro horas que exigen algunos escritores para consumar la adquisición por el título de captura bélica, debe mirarse o como ley civil de ciertos Estados, o como una institución del Derecho de gentes convencional o consuetudinario, que sólo obliga a las naciones que expresa o tácitamente la han adoptado.

De los principios expuestos en este artículo se colige evidentemente, que los efectos apresados y después abandonados por el captor, no pasan a ser res nullius, ni su ocupación confiere un título de propiedad, mientras subsiste el derecho de postliminio sobre ellos.




ArribaAbajoCapítulo V

De las presas marítimas


Sumario: 1. Circunstancias que dan un carácter hostil a la propiedad. - 2. Corsarios. - 3. Presas. - 4. Juzgados de presas. - 5. Reglas relativas a los juicios de presas. - 6. Derecho de postliminio en las presas marítimas. - 7. Represa. - 8. Recobro. - 9. Rescate.

1. Circunstancias que dan un carácter hostil a la propiedad. - Hay un carácter hostil accidental, relativo al comercio   —275→   marítimo; carácter que, mientras subsiste su causa, hace que ciertas mercaderías sean legítimamente confiscables jure belli, aunque las otras del mismo propietario no lo sean. Importa, pues, mucho en una guerra marítima determinar con precisión las circunstancias que, independientemente de la verdadera nacionalidad de un individuo, le constituyen, por lo que a ellas toca, enemigo y dan el mismo carácter a sus efectos mercantiles, mientras que bajo los otros aspectos se le considera neutral y ciudadano. El Derecho de gentes del mundo comercial reconoce en el día, con relación a esta materia, varias reglas que voy a exponer en el presente artículo536.

Se adquiere un carácter hostil: 1º., por tener bienes raíces en territorio enemigo; 2º., por domicilio comercial, esto es, por mantener un establecimiento o casa de comercio en territorio enemigo; 3º., por domicilio personal; 4º., por navegar con bandera y pasaporte de potencia enemiga.

1º. El que posee bienes raíces en el territorio de la potencia enemiga, aunque resida en otra parte y sea bajo todos los otros aspectos ciudadano de un Estado neutral o súbdito de nuestro propio Estado, en cuanto propietario de aquellos bienes debe mirarse como incorporado en la nación enemiga. «La posesión del suelo, dijo Sir W. Scott en el caso del Phoenix, da al propietario el carácter del país, en cuanto concierne a las producciones de aquel fondo en su transporte a cualquier otro país. Esto se ha decidido tan repetidas veces en los tribunales británicos, que no puede discutirse de nuevo. En ninguna especie de propiedad aparece más claramente el carácter hostil, que en los frutos de la tierra del enemigo, como que la tierra es una de las grandes fuentes de la riqueza nacional y en sentir de algunos la única. Es sensible ciertamente que en nuestras venganzas contra nuestro adversario quede algunas veces lastimado el interés de nuestros amigos, pero es imposible evitarlo, porque la observancia de las reglas públicas no admite excepciones privadas, y el que se apega a las ganancias de una conexión hostil debe resignarse a participar también de sus pérdidas537.

2º. Otro tanto se aplica a los establecimientos comerciales, en país enemigo. El buque President fue hecho presa en un viaje del Cabo de Buena Esperanza, posesión holandesa entonces, a un puerto de Europa, y reclamado a nombre de Mr. Elmslie cónsul americano en aquella colonia. «La corte (dijo Sir W. Scott) tendría que retractar, los principios que han dirigido   —276→   su conducta hasta ahora, si hubiese de restituir este buque. El reclamante se dice haber residido muchos años en el Cabo con una casa de comercio, y en cuanto comerciante de aquella colonia, debe mirarse como súbdito del Estado enemigo».

Al principio de la última guerra fue bastante general en los comerciantes americanos el erróneo concepto de que podían retener sin menoscabo los privilegios de neutralidad del carácter americano a pesar de su residencia y ocupación en cualquier otro país. Este error fue desvanecido en gran número de decisiones de los tribunales británicos. En el caso de la Anna Catharine, el reclamante apareció como ciudadano comerciante de América, pero en el curso de la causa resultó que tenían su residencia y casa de comercio en Curazao, entonces posesión holandesa; y la Corte falló que se le debía considerar como enemigo al principio de la operación mercantil en que se hizo la presa, porque Holanda y Gran Bretaña eran en aquella época enemigas.

La regla general «que el establecimiento de una persona imprime en ella el carácter nacional del país en que se halla establecida», no se limita a los establecimientos en territorio enemigo, antes bien se extiende con imparcialidad a todos los casos. Así un extranjero que tiene casa de comercio en territorio británico se mira como súbdito de Gran Bretaña en cuanto concierne a las operaciones mercantiles de esta casa. Por consiguiente, se halla imposibilitado de comerciar por medio de ella con el enemigo. Un cargamento perteneciente a Mr. Millard, cónsul americano en Calcuta, fue apresado en una operación mercantil de esta especie, y condenado como propiedad de un comerciante británico empleada en un tráfico ilícito. «Se mira como cosa dura (dijo Sir W. Scott) que Mr. Millar se halle comprendido en la inhabilidad de los súbditos británicos para comerciar con el enemigo, no estándolo en las ventajas y privilegios afectos a semejante carácter; pero puedo convenir en este modo de presentar la cuestión; porque las armas y leyes británicas protegen su persona y comercio, y aunque esté sujeto a ciertas limitaciones que no obran sobre los ciudadanos de Gran Bretaña, es necesario que reciba el beneficio de aquella protección con todas las cargas y las obligaciones anexas a ella, una de las cuales es la de no comerciar con el enemigo».

Del mismo principio se sigue, que un ciudadano de nuestro Estado goza de las inmunidades del carácter neutral por lo tocante a las operaciones mercantiles de los establecimientos, que tenga en país neutral. Puede por consiguiente comerciar en ellos con el enemigo. En el almirantazgo británico se ha decidido, que un ciudadano de Gran Bretaña que está domiciliado en país neutral, y comercia con los enemigos de su soberano   —277→   natural, no hace más que ejercer los privilegios legales anexos a su domicilio. Esta regla fue reconocido terminantemente en Inglaterra el año 1802 por los Lores del almirantazgo, los cuales declararon que un súbdito británico residente en Portugal, que era entonces país neutral, pudo lícitamente comerciar con Holanda, enemiga de Gran Bretaña. Pero hay una limitación: el domicilio neutral no protege a los ciudadanos contra los derechos bélicos de su patria, si se ha adquirido flagrante bello. En los tribunales de los Estados Unidos se ha observado uniformemente la misma regla.

Síguese asimismo de lo dicho, que un ciudadano del Estado enemigo se mira como neutral en todas las operaciones mercantiles de los establecimientos de comercio que tenga en país neutral. Por consiguiente las propiedades empleadas en ellas no son confiscables jure belli. De manera que el comerciante participa de las ventajas o desventajas de la nación en que ejerce el comercio, sea cual fuere su país nativo; en territorio neutral, es neutral; y en territorio enemigo, enemigo.

Exceptúanse de este principio general las factorías que las naciones europeas tienen en los países de Oriente, en la India, verbigracia, o la China. «Es una regla de Derecho internacional (según Sir W. Scott en el caso del Indian Chief) que el comercio de los europeos que trafican bajo la protección de estas factorías, toma el carácter nacional de la asociación mercantil a cuya sombra se hace, y no el de la potencia en cuyo territorio está la factoría». La diferencia entre esta práctica y la que se observa generalmente en Europa y los países de Occidente, proviene de la diferencia de costumbres. En el Occidente los traficantes extranjeros se mezclan con la sociedad indígena, y se puede decir que se incorporan completamente en ella. Pero en el Oriente desde los siglos más remotos se ha mantenido una línea de separación; los extranjeros no entran en la masa de la sociedad nacional, y se miran siempre como advenedizos y peregrinos. Con arreglo a esta máxima se declaró en la última guerra que un individuo que comerciaba en Esmirna bajo la protección del cónsul holandés en aquella plaza, debía reputarse holandés, y que por consiguiente su buque y mercaderías, en virtud de la orden de represalias expedida contra Holanda, debían condenarse como propiedad holandesa.

En fin, para que el domicilio comercial produzca sus efectos, no es necesario que el comerciante resida en el país donde se halla el establecimiento. En el caso de la Nancy y de otros buques, ante la Corte de los Lores del almirantazgo, el 9 de abril de 1798, se decidió formalmente, que si un individuo era socio de una casa de comercio enemiga en tiempo de guerra, o continuaba en esta sociedad durante la guerra, su residencia   —278→   personal en territorio amigo no podía protegerle contra el otro beligerante, en negocios de la sociedad. La regla de que el que mantiene un establecimiento o casa de comercio en país enemigo, aunque no resida en él personalmente, se reputa enemigo por lo tocante a las operaciones mercantiles de esta casa, se ha confirmado en varios otros casos, los cuales prueban también que la regla es una misma, ora sea único interesado en el establecimiento, o solamente socio538.

3º. La residencia o domicilio personal en país enemigo es otra circunstancia que imprime un carácter hostil al comercio. Por consiguiente, es menester determinar qué es lo que constituye esta residencia o domicilio. El ánimo de permanecer es el punto sobre que rueda la cuestión. La actual residencia da lugar a la presunción de animus manendi; incumbe, pues, a la parte desvanecer esta presunción para salvar su propiedad. Si resulta que ha tenido ánimo de establecer una residencia permanente, lo mismo es que ésta haya durado ya algunos años, o que cuente un solo día. Pero si tal intención no ha existido, si la residencia ha sido involuntaria o forzada, entonces, por larga que sea, no altera el carácter primitivo de la persona, ni lo convierte de neutral en hostil. Las reglas en esta materia son flexibles y fáciles de acomodar a la verdad y equidad de los casos. Se necesita, por ejemplo, menos circunstancias para constituir domicilio en un ciudadano que vuelve a su patria y reasume su nacionalidad original, que para dar el carácter del territorio a un extranjero. La cuestión quo animo es en todos los casos el objeto de la averiguación539.

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Una vez que la parte ha contraído el carácter de la nación en que reside, no lo depone por las ausencias que haga de tiempo en tiempo, aunque sea para visitar su país natal.

Ni es invariablemente necesaria la residencia personal en territorio enemigo para desneutralizar al comerciante, porque hay una residencia virtual, que se deduce de la naturaleza del tráfico. En el caso de la Anna Catharine apareció que se había celebrado con el gobierno español, entonces enemigo, una contrata que por los privilegios peculiares que se acordaban a los contratistas, los igualaba con los vasallos españoles, y aun   —280→   podía decirse que los hacía de mejor condición. Los contratistas, para llevarla a efecto, juzgaron conveniente no residir ellos mismos en el territorio español, sino comisionar un agente. Con este motivo declaró Sir W. Scott en la sentencia, que aunque, generalmente hablando, un individuo no se desneutraliza por el hecho de tener un agente en país enemigo, esto sin embargo, sólo se entiende cuando el individuo comercia en la forma ordinaria de los extranjeros, no con privilegios particulares que le asimilan a los súbditos nativos, y aun le conceden alguna ventaja sobre ellos. En el caso de la Anna Catharine se declaró también que un cónsul extranjero contrae residencia en el país para donde ha sido nombrado, aunque ejerza sus funciones por medio de un vicecónsul o diputado, y no resida actualmente en él540.

No es necesaria tampoco la existencia de un establecimiento o casa de comercio para constituir residencia personal. En el caso de la Jorge Klasina se alegó que no había residencia porque la parte no tenía casa de comercio en el país; pero el tribunal declaró que esta circunstancia no era decisiva, y que bastaba que el comerciante residiese y traficase en territorio de potencia enemiga para que se le considerase como enemigo en todo lo relativo a este tráfico.

El carácter nacional que se adquiere por la residencia, cesa solamente por la ausencia sine animo revertendi. Y como consecuencia de este principio se ha declarado por las cortes de almirantazgo, que si un individuo establece su domicilio en el territorio de una potencia extranjera, y ésta llega a estar en guerra con otra, su propiedad embarcada antes de tener conocimiento de la guerra, y mientras aquel domicilio continúa, puede ser apresada por el otro beligerante. La doctrina del carácter hostil emanado de la residencia, se suele tomar estrictamente, y las excepciones fundadas en consideraciones de equidad se desatienden para hacer más precisa y cierta la regla, y evitar los fraudes a que los derechos de los beligerantes quedarían expuestos de otro modo.

Mas aunque un beligerante puede legítimamente mirar como enemigo a todo el que reside o tiene bienes raíces o establecimiento de comercio en territorio hostil, sin embargo de que bajo otros respectos sea verdaderamente neutral o ciudadano; puede solo considerarle como enemigo con relación a la captura de las propiedades a que está afecta la residencia, establecimiento o bienes raíces en territorio hostil. Se ha declarado por consiguiente que un individuo que tiene establecimiento o domicilio en dos países se halla en el caso de considerarse como ciudadano del uno o del otro, según el origen,   —281→   y dependencia de sus operaciones mercantiles, de manera que mientras goza de las inmunidades neutrales en las unas, se le tratará como enemigo en las otras541.

4º. Navegar con bandera y pasaporte del enemigo hace enemiga la nave y la sujeta a confiscación, aunque sea propiedad de un neutral. Las mercaderías pueden seguir otra regla; pero los buques se revisten siempre del carácter de la potencia cuya bandera toman, y los papeles de mar son en ellos una estampa de nacionalidad, que prevalece contra cualesquiera derechos o acciones de personas residentes en países neutrales. Si el buque lleva licencia especial o pasaporte de protección del enemigo, que dé motivo de sospechar que sirve o coadyuva de algún modo a sus miras, esto se consideraría como suficiente motivo para confiscar buque y carga, cualquiera que fuese el objeto ostensible y el destino del viaje. Pero no habiendo esta protección especial, se confisca sólo el buque.

Tales son las principales circunstancias que en el concepto de los tribunales de Derecho internacional dan un carácter hostil al comercio. No estará de más advertir, que la propiedad que al principio del viaje tiene un carácter hostil no lo pierde por las traslaciones o enajenaciones que se hagan in transitu, ni a virtud de ellas deja de estar sujeta a captura. Una regla contraria abriría la puerta a un sinnúmero de fraudes para proteger las propiedades contra el derecho de la guerra por medio de enajenaciones simuladas. Durante la paz puede la propiedad transferirse in transitu; pero cuando existe o amenaza la guerra, la regla que siguen los beligerantes es que los derechos de propiedad de las mercaderías no experimentan alteración alguna desde el embarque hasta la entrega. Sucede muchas veces que para proteger una propiedad embarcada se transfiere, durante el viaje, a un neutral. Los tribunales de almirantazgo han declarado que esta práctica no servía de nada porque si hubiese de reconocerse como legítima durante la guerra, todo lo que se embarcase en país enemigo podría fácilmente salvarse bajo la capa de traslaciones ficticias. Y aún ha llegado a decidirse (en el caso del Danekebaar Africaan)   —282→   que la propiedad enviada de una colonia enemiga y apresada en el viaje, no había mudado de carácter in transitu aunque antes del apresamiento los propietarios habían pasado a ser súbditos británicos por la capitulación de la colonia.

Las reservas que los consignadores neutrales suelen hacer del riesgo, tomándolo sobre sí, han sido tratadas por los almirantazgos como fraudulentas e inválidas. En el caso de la Sally, el cargamento se había embarcado ostensiblemente por cuenta de comerciantes americanos, y el capitán declaró que creía que desde el momento de su desembarque había pasado a ser propiedad del gobierno francés. Era, pues, claro que se había completado, la venta, y que el embarque por cuenta y riesgo de los americanos era un pretexto para evadir la captura a que habrían estado sujetas las mercaderías como propiedad enemiga. «Ha sido siempre una regla de los juzgados de presas (se dijo en la sentencia de esta causa) que los efectos que se llevan a país enemigo bajo contrato de pasar a ser propiedad del enemigo a su llegada, se miran como propiedad enemiga si se apresan in transitu. En tiempo de paz y no habiendo temores de guerra inmediata, este contrato sería perfectamente legítimo y produciría todos sus efectos en juicio. Pero en un caso como el presente, en que la forma del contrato lleva manifiestamente por objeto precaver los peligros de una próxima guerra, la regla antedicha debe inevitablemente llevarse a efecto. El conocimiento expresa cuenta y riesgo de comerciantes americanos; pero los papeles no hacen prueba, si no son corroborados por declaración del capitán, y aquí el capitán, en vez de apoyar el contenido de los conocimientos, depone que los efectos a su llegada iban a ser del gobierno francés, y los papeles ocultos dan mucho color de verdad a esta deposición. No se necesita más prueba. Si el cargamento iba a ser propiedad enemiga a su llegada, el apresamiento es equivalente a la entrega. Los captores por el derecho de la guerra se ponen en el lugar del enemigo».

En general, todo contrato hecho con la mira de paliar una propiedad enemiga, es ilegal e inválido. Los arbitrios de que se valen los comerciantes para lograr este objeto son tan varios, como puede fácilmente imaginarse por el grande interés que tienen en hacer ilusorios los derechos de los beligerantes. Así es que en las causas de presa la cuestión rueda frecuentemente sobre la interpretación que se trata de dar a los títulos de propiedad de la presa, esforzándose los unos en rastrear e fraude y los otros en eludir la investigación. Cada nueva especie de fraude produce necesariamente nuevas reglas de adjudicación en los juzgados de presas; y al mismo paso que estas reglas, se multiplican los efugios y los arbitrios paliativos para evadir la captura; de manera que esta parte de la   —283→   legislación internacional se va completando cada vez más y más. Lo peor es que no hay en la práctica de las diferentes naciones toda la uniformidad que sería de desear. Cada una de las principales potencias forma su código particular, a que los Estados menos fuertes tienen que someterse en sus relaciones con ella.

2. Corsarios. - Las potencias marítimas542 además de las naves de guerra del Estado, suelen emplear el voluntario auxilio de armadores particulares o corsarios, que apresan las embarcaciones y propiedades enemigas, y a los cuales ceden en recompensa de este servicio una parte o todo el valor de las presas. Llámase propiamente armador el que dispone el armamento o corre con el avío de una embarcación destinada al corso; y corsario la persona elegida por el armador para salir al mar con el objeto de hacer presa en los bajeles y propiedades enemigas; aunque moderadamente suele entenderse por armador el mismo corsario o comandante del buque armado en corso, acaso porque estas dos calidades se juntan a menudo en una misma persona.

En la Edad Media no se consideraba necesaria una comisión del soberano para apresar las propiedades enemigas, ni hasta el siglo XV empezó la práctica de expedir patente a los particulares en tiempo de guerra para que pudiesen hacer el corso. En Alemania, Francia e Inglaterra se promulgaron entonces varias ordenanzas exigiendo para la legitimidad de las presas este requisito, que según la práctica de las naciones civilizadas, es ahora de necesidad indispensable.

Sir Matthew Hale calificó de acto depredatorio el de atacar las naves del enemigo sin una patente o comisión pública, a no ser en defensa propia. Pero esta doctrina parece demasiado severa. Ya se ha expuesto543 la opinión de Vattel sobre la legitimidad de las hostilidades cometidas por los particulares sin autoridad del soberano. De ella se sigue que si los particulares sin patente de corso apresan naves y mercaderías de los enemigos de su nación, no por eso se les debe considerar como piratas. A los ojos de las naciones extranjeras son combatientes legítimos. Delinquen, pero no contra la ley universal de las naciones, sino contra la de su patria. Toca, pues, a esta sola castigarlos por ello, si lo cree conveniente, y privarlos de todo derecho sobre los efectos apresados, que es lo que comúnmente se hace. La propiedad de las presas hechas sin autoridad pública pertenece privativamente al soberano.

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La patente de corso tiene un término limitado, que por las ordenanzas francesas puede ser, según la más o menos distancia de los cruceros, de 6, 12, 18 y 24 meses. Y además de, la patente de corso suelen darse a los capitanes corsarios comisiones o despachos para los conductores de presas. También es costumbre dar a los corsarios junto con la patente instrucciones y reglas para el ejercicio del derecho de captura, y exigirles fianza para la indemnización de los perjuicios que ilegítimamente infiriesen. Se ha disputado sobre si los armadores y comandantes de las naves de corso eran responsables con sus bienes al pleno resarcimiento de los daños causados por su ilegal conducta, o sólo hasta concurrencia de la fianza. Bynkerschoek atribuye a los armadores colectiva y separadamente una responsabilidad in solidum y a los fiadores hasta el valor de la fianza544. Esta regla puede modificarse por las leyes locales. La ordenanza de presas de Francia era conforme en un todo con la doctrina de Bynkerschoek; mas por el código comercial moderno se exime a los propietarios de las naves de corso, de la responsabilidad de los daños cometidos en el mar, si no es hasta el valor de las seguridades otorgadas por ellos, a menos que hayan tenido alguna complicidad en los hechos. Donde callan las leyes locales, como sucede en los Estados Unidos, debe seguirse el principio general, que la responsabilidad se conmensura por el valor de los daños y recae sobre cada uno de los armadores in solidum545.

A pesar de estas precauciones, suele ser tal el carácter de los que abrazan este servicio, sobre todo cuando se emplean en él extranjeros, y tan frecuentemente son los desórdenes en que incurren y las quejas y reclamaciones a que dan motivo de parte de las naciones amigas, que se ha pensado en abolirlo o por lo menos restringirlo considerablemente. La ordenanza francesa de 1681 prohíbe a los extranjeros hacer el corso bajo pabellón francés. En los tratados de algunas potencias se ha   —285→   estipulado, que sobreviniendo entre ellas la guerra no darían patentes de corso para hostilizarse una a otra. Varios Estados546 han prohibido bajo severas penas a sus súbditos aceptar comisiones o equipar naves para cruzar bajo pabellón extranjero y hacer presa en el comercio de naciones amigos otros estados han estipulado entre sí que los súbditos de cada uno de ellos no recibirían patente de corso de los enemigos del otro para hostilizarse en el mar, so pena de ser tratados como piratas.

El corsario que cruza con dos o más patentes de diversas potencias, se expone a ser considerado como pirata; pero la nave que cruza legítimamente contra un estado se halla por esto sólo autorizada para cruzar contra un nuevo enemigo del suyo. Por las ordenanzas francesas de 1650, 1674 y 1681, confirmadas en la de prairial año 11, se sujeta a la pena de piratería a todo capitán francés, convencido de haber hecho el corso bajo diferentes pabellones; y se declara de buena presa toda nave que pelee bajo otro pabellón que el del estado cuya patente lleva, o que lleve patentes de diversas potencias, y si está armada en guerra, se impone a su capitán y oficiales la pena de piratas.

Las Ordenanzas francesas de 1681 y 1693, confirmadas por el decreto del 13 termidor año 6, prohíben bajo pena de destitución y otras más graves a los oficiales, administradores, agentes diplomáticos y consulares, y otros empleados públicos a quienes toque velar sobre la ejecución de las ordenanzas de corso, o concurrir al juicio de la legitimidad de las presas, tener intereses directos o indirectos en los armamentos, o hacerse directa o indirectamente adjudicatarios de los efectos apresados cuya venta haya sido ordenada por ellos.

Los capitanes, por las ordenanzas francesas de 1696 y 1704 (confirmadas por la del 2 prairial año 11) deben arbolar el pabellón nacional antes de tirar con bala al bajel a que dan caza, bajo pena de ser privados de ellos y los armadores de todo el producto de la presa, que se confisca a favor del estado, si el bajel es enemigo, y si éste resulta ser neutral, son condenados en daños, perjuicios e intereses a favor de los propietarios.

«Navegar y dar caza con bandera falsa -dijo Sir W. Scott en el caso del Peacock- puede ser permitido como estratagema en la guerra, pero hacer fuego con bandera falsa, las leyes marítimas de este país no lo toleran, porque puede acarrear consecuencias inicuas, puede ocasionar la muerte de personas, que conociendo el verdadero carácter de la embarcación que los persigue, se pondrían tal vez bajo su protección en vez de   —286→   resistirse»547. En este caso el captor inglés acriminaba a los reclamantes, haber arrojado papeles al agua, y se decidió que era justificable este hecho, porque creyendo que los atacaba un buque francés, tuvieron motivo para deshacerse de cartas que hubieran legitimada la presa ante los tribunales franceses.

Aunque es lícito a los corsarios tener a bordo los pabellones que quieran y hacer uso de ellos, sea para reconocer más fácilmente por este medio las naves que encuentran, sea para evitar que otros más fuertes les den caza, hay varias naciones que miran como un acto ilegal tirar el cañonazo de llamada bajo otro pabellón que el del soberano548. Otras, por el contrario, dan poca importancia a este acto. Los juzgados americanos han declarado que para eximir de perjuicios y costas al captor, en el caso de un apresamiento originado del error mutuo de cada uno de los contendientes sobre la nacionalidad del otro, no era necesario que hubiese afianzado su bandera con un cañonazo, pues aunque ésta era la costumbre de Francia, España y Portugal, no lo era de Gran Bretaña y de los Estados Unidos549.

Inmediatamente después del apresamiento de una nave, el capitán captor se apodera de las licencias, pasaportes, letras de mar, contratas de fletamento, conocimientos y demás papeles que haya a bordo. Todo se deposita en un cofre o saco a presencia del capitán de la nave apresada, que es requerido a sellarlo con su sello propio. El capitán captor hace cerrar las escotillas y toma las llaves de todos los cofres y armarios. Se imponen severas penas a los capitanes, oficiales y marineros apresadores que sustraigan alguno de los papeles de la nave apresada.

Hecha una presa, debe conducirse a un puerto del soberano del corsario para su adjudicación550. Si los captores no quieren hacerse cargo de la nave apresada, y toman solamente las mercaderías, o lo dejan todo por composición, se les obliga por las ordenanzas de Francia a quedarse con los papeles y a detener a lo menos los dos principales oficiales, sin duda con el objeto de que pueda calificarse la legalidad de la presa ante un juzgado francés.

Cuando no es posible conducir la presa a puerto seguro, y   —287→   el enemigo no la rescata, es lícito al apresador destruirla, pero en tal caso es obligación suya proveerse de los documentos necesarios para calificar su conducta y la legitimidad de la presa, y hacer que se reciban las declaraciones juradas de los principales oficiales de ella, por ante un magistrado de su nación o de un aliado, o por ante un cónsul de su nación residentes en país neutral.

Las Ordenanzas francesas de corso son en general un modelo digno de imitación para los Estados que deseen poner un freno a la licencia de los corsarios, y evitar las quejas y demandas de reparación de los estados neutrales. Estas ordenanzas, adoptadas en gran parte por España y por otras naciones, han contribuido mucho a fijar el derecho consuetudinario de Europa. Aquí sólo puede indicarse lo más principal y lo que tiene más inmediato enlace con las obligaciones y derechos entre los diferentes Estados.

Es libre a cada nación dar a sus armadores y corsarios las reglas que quiera. En tanto que estas reglas se dirigen solamente a los súbditos, nadie puede disputar la competencia del soberano para establecerlas. Pero no sucede lo mismo con respecto a los extranjeros. No hay autoridad para sujetarlos a requisitos de esta o aquella especie particular, sino en cuanto las reglas que se les impongan sean conformes al derecho universal de gentes, a la costumbre o los tratados.

3. Presas. - Una presa551 puede ser ilegítima, ya por tiempo del apresamiento, si ha sido, por ejemplo, después de la fecha del tratado de paz, o después del plazo prefijado en éste para la legitimidad de las presas; ya por el lugar del apresamiento, si ha sido bajo el cañón o dentro de la jurisdicción de un estado neutral; ya por haberse violado en el apresamiento algunas de las inmunidades acordadas al enemigo en tratados anteriores a la guerra y relativos a ella, o alguna excepción o privilegio particular, como el de los salvoconductos, pasavantes o licencias concedidas por un beligerante a las naves o mercaderías del otro.

Si el apresamiento hecho dentro de territorio neutral es ilegítimo, según se ha dicho; pero esta ¡legitimidad se entiende con respecto al soberano de aquel territorio, no con respecto al apresado, el cual tiene solamente derecho para reclamar la protección del estado neutral, como éste lo tiene para que el apresador repare la violación de su neutralidad, poniendo la presa en sus manos. Pero si la nave apresada fue la que comenzó las hostilidades en aguas neutrales, no tiene derecho a   —288→   la protección del territorio, y la captura subsiguiente no es una injuria de que el soberano neutral esté obligado a exigir reparación552.

Cuando se toma una plaza marítima por capitulación, las propiedades que están en el mar no parecen hallarse en el mismo predicamento que las propiedades en tierra. La licencia que se concede a los conquistados para salir con su dinero, mercaderías y efectos por mar o por tierra, no comprende necesaria ni comúnmente el permiso de llevarse las propiedades flotantes, porque semejante licencia no deroga la costumbre establecida de apresar esta clase de bienes. Por el caso de las naves apresadas en Génova, parece también, que las circunstancias de haberse acordado en la capitulación una entera libertad de comercio, no protege las propiedades flotantes, porque, según Sir W. Scott, es práctica ordinaria apresarlas aunque se haya capitulado esta libertad de comercio553.

Los efectos apresados cuya restitución no se reclama ante el tribunal competente, se condenan como presa legítima554. Con todo, si aparece que el carácter nacional de la presa es neutral o dudoso, y no se interpone reclamo, la práctica de los Estados Unidos es conceder a los propietarios un año y día de plazo, contados desde la iniciación de los procedimientos judiciales555 para que hagan valer sus derechos, y si no lo hacen dentro de este plazo, se adjudica la propiedad a los captores556.

La comisión que da un soberano beligerante para apresar propiedades enemigas, se extiende a las propiedades neutrales, apresadas en el acto de violar la neutralidad557. De los derechos y obligaciones propias de este carácter se tratará más adelante. Aquí nos limitaremos a advertir que los efectos encontrados a bordo de buques enemigos, se presumen propiedad enemiga, a menos que presenten claras señales y los acompañen documentos fehacientes del carácter neutral558.

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4. Juzgados de presas. - Para que la presa marítima dé un título auténtico de propiedad, trasferible a los neutrales o al represador, es necesario, según la práctica más general de las naciones modernas, la adjudicación de un tribunal, que debe pertenecer al soberano del captor, y residir en el territorio de este soberano, o de sus aliados.

La necesidad de los juzgamientos de presas nace principalmente del peligro de que en el ejercicio del derecho de captura se confundan las propiedades neutrales con las enemigas, por error o malicia de los captores. Es evidente que si el juicio de la legitimidad de las presas se dejase a éstos, la guerra se convertiría en un sistema de pillaje, y la propiedad de aquellos que nada tienen que ver con la guerra, correría no menor peligro que la propiedad de los beligerantes. «El derecho de gentes -decía lord Mansfield- hace a los pueblos recíprocamente responsables de las injurias que se cometen por mar o tierra. Los principios naturales de justicia, la conveniencia mutua y el consentimiento de las naciones han establecido ciertas reglas de procedimiento, un código y tribunales destinados a juzgar las presas. Los ciudadanos de cada estado ocurren a los tribunales de los otros, y se les administra justicia conforme a una misma ley, igualmente conocida de todos. Y para dar eficacia a lo que dispone el derecho internacional en esta materia, las leyes o edictos que se promulgan al principio de la guerra, determinan por punto general que los buques y efectos apresados, sea por naves del soberano o de los particulares, hayan de condenarse previamente en una corte de almirantazgo para que los captores puedan gozar de ellos o enajenarlos»559.

El conocimiento de las causas de presas es privativo de la nación apresadora. Esta es una consecuencia necesaria de la igualdad y la absoluta independencia de los estados soberanos, por una parte, y de la obligación de observar una imparcial y rigurosa neutralidad, por otra. En virtud del primer principio, cada soberano es el árbitro reconocido de toda controversia que concierna a sus derechos propios, y no puede sin degradar su dignidad aparecer en el foro de las otras naciones a defender los actos de sus agentes y comisionados, y mucho raenos la legalidad y justicia de las reglas de conducta que les ha prescrito. Y en virtud del segundo es prohibido a los neutrales intervenir de modo alguno entre el apresador y el apresado, y no pueden menos de considerar el hecho de la posesión como una prueba concluyente del derecho. Así los corsarios no están sujetos a otros tribunales que los del estado cuya bandera llevan, a lo menos en todo aquello que concierne al   —290→   ejercicio de la comisión pública que se les ha conferido. Y tal, general es esta regla, que según la doctrina de los tribunales americanos, es un acto ilegal quitar al captor la posesión de las naves y mercaderías de la nación neutral a que arriba siempre que hayan sido apresadas a título de enemigas o de confiscables jure belli, aunque realmente no lo sean560.

Azuni indica las excepciones siguientes: 1ª., cuando el apresador ha quebrantado aquellas leyes de la naturaleza que se miran como sagradas aun entre enemigos, ejecutando crueldades monstruosas en la gente del buque apresado, pues entonces podrá el estado neutral a cuyo puerto ha llegado la presa, poner en salvo a los prisioneros, y aun prender al capitán y oficialidad del corsario; 2ª., cuando el captor es acusado de piratería; 3ª., cuando éste ha violado la neutralidad, apresando en aguas neutrales, rompiendo los documentos que probaban la inocencia de la carga, o cometiendo otros desafueros semejantes; si el corsario ha violado la neutralidad del estado en que se halla, no puede declinar su jurisdicción, alegando el privilegio de los buques armados en guerra561. Pero dejo esta materia para cuando se trate de los derechos y obligaciones de los neutrales562.

Tan estrictamente es privativo del soberano del apresador el conocimiento de las causas de presa, que la sentencia de un tribunal de una potencia aliada no se miraría como legítima.

Parece por una multitud de casos substanciados en los tribunales británicos, que la sentencia de un tribunal de presas que juzga por comisión de un beligerante en territorio neutral, se invalida por esta última circunstancia, aunque semejantes juicios se instituyan con aprobación o aquiescencia de la potencia neutral563.

La posesión del captor da jurisdicción a sus juzgados nacionales, y si se pierde la posesión por represa, escape, o abandono voluntario, cesa la jurisdicción conferida por el apresamiento564.

Las causas de presa son siempre in rem contra la nave, la carga, o ambas, o quasi in rem, contra el producto de ellas. Mas, para dar jurisdicción a los tribunales de la nación apresadora,   —291→   no es necesario que la presa sea conducida a sus aguas o tierras. Basta que el captor la haya ocupado jure belli, y que tenga tranquila posesión de ella en territorio neutral565. Supúsose por algún tiempo que un tribunal de presas residente en el país del soberano cuya autoridad representa, o de un soberano aliado, no tenía jurisdicción sobre las presas que permaneciesen en puertos neutrales, porque carecía de la posesión necesaria para el ejercicio de la jurisdicción in rem. Sir William Scott reconoció que esta máxima era fundada, pero creía que el almirantazgo británico había mantenido tan expresa y terminantemente el valor de las condenaciones de presas existentes en país neutral, que ya no era posible abandonar esta práctica y volver al principio antiguo. La regla del almirantazgo británico se halla ahora definitivamente establecida por la costumbre general de las naciones. Aunque la presa se halle en territorio neutral, si el apresador está en posesión de ella, y la tiene bajo su potestad, esto se estima suficiente para la legitimidad del juicio in rem566.

Las sentencias de estos juzgados tienen toda fuerza y valor en las naciones extranjeras como pronunciadas por autoridad legítima sobre materias de su fuero. Ellas dan a los adjudicatarios de la propiedad apresada un título incontrovertible. Los juzgados americanos han sentado en principio que la sentencia de un tribunal extranjero que condena propiedades neutrales en conformidad con una ley o edicto injusto en sí mismo, contrario al derecho de gentes, derogatorio de las inmunidades de los neutrales, y declarado tal por el presidente y congreso de los Estados Unidos, trasfiere no obstante el dominio de la propiedad condenada. Consecuentes a este principio declararon que los propietarios americanos no podían reclamar ante los tribunales de su patria las propiedades apresadas y condenadas en los tribunales franceses a consecuencia del decreto de Milán567.

Otro corolario de la fuerza y valor que se da por el derecho de gentes a las decisiones de los juzgados de presas, es que cada sentencia pronunciada por uno de ellos se recibe como prueba concluyente en los juicios sobre pólizas de seguros, aun dado caso que haya sido injusta, con tal que la injusticia no aparezca en la sentencia misma. Por consiguiente, no se admite prueba contraria dirigida a falsificar los hechos que se afirman expresamente en ella, o a manifestar que el fallo ha sido infundado568.

  —292→  

En un juicio sobre el seguro de una propiedad que había sido condenada en Francia por una supuesta infracción de un tratado, entre Francia y América, decía Lord Ellenborough: «¿no se funda la sentencia de condenación en la circunstancia de no llevar el buque los documentos de que, a juicio del tribunal francés, debió estar provisto según el tratado? Yo no digo que fuese correcta la interpretación que dieron a este tratado los jueces; pero por inicua que haya sido, teniendo jurisdicción, competente para interpretarlo, y habiéndolo hecho en efecto, el respeto y cortesía que las naciones civilizadas se guardan unas a otras, nos obliga a dar crédito a la adjudicación. Aléguese lo que se quiera, el almirantazgo francés ha condenado al buque por una infracción de tratado, que falsifica la garantía de neutralidad; o hemos de disputar su jurisdicción, o debemos atenernos a la sentencia»569.

Pero, según la práctica del almirantazgo británico, la sentencia no haría prueba, si en ella se expusieran los motivos especiales que habían inducido la condenación (circunstancia que no es necesaria para su validez en derecho) y si estos motivos no justificaran la decisión del juzgado570. De aquí es que la garantía de neutralidad no se falsificaría por la sentencia de un tribunal de presas extranjero que condenase a un buque neutral por haber infringido las leyes u ordenanzas particulares del estado beligerante, que no fuesen conformes al derecho de gentes, y que no hubiesen sido aceptadas por la nación neutral571.

La autoridad de cosa juzgada que la costumbre general de las naciones da a los actos de los tribunales de presas, no se opone al derecho que tienen los estados extranjeros para solicitar la reparación de los daños que hayan sufrido por la ilegalidad o injusticia de las sentencias. Si un beligerante establece para el juzgamiento de sus presas reglas arbitrarias, opuestas a los principios del derecho de gentes reconocido, las potencias extranjeras no mirarán por eso como justas las condenaciones pronunciadas con arreglo a ellas. La sentencia no dejará por eso de dar al captor un dominio irrevocable sobre la propiedad apresada, pero el beligerante se hallará obligado a indemnizar los perjuicios que los súbditos de los otros estados hayan sufrido por ella. Mucho menos los privará de este derecho una sentencia pronunciada contra las reglas que reconoce la potencia apresadora, o contra los pactos que ésta haya celebrado con otras. Los reclamos de indemnización   —293→   se hacen entonces por los órganos diplomáticos, y se deciden por ajustes privados o convenciones solemnes. Tal fue la de agosto de 1802, ratificada en 1818, entre España y los Estados Unidos de américa, para el arreglo de las indemnizaciones solicitadas por ambas partes a consecuencia de los excesos cometidos en la guerra anterior por individuos de una u otra nación contra el derecho de gentes, o contra los pactos que existían entre ellas572, arreglo que vino a terminar en la cuestión de las floridas, estipulada en el tratado de Washington de 22 de febrero de 1819 entre las mismas naciones573.

Pueden, pues, los interesados en una presa indebidamente condenada, recurrir al gobierno de su país para que reclame la competente indemnización del gobierno cuyos juzgados han pronunciado la sentencia injusta. Pero la equidad natural no permite que un estado sea responsable de la conducta de sus miembros, mientras los actos de éstos no hayan sido examinados por todos los medios que el estado ha provisto al efecto. Como regularmente no sólo hay juzgados inferiores de presas, sino tribunales de revisión o apelación, a que tienen recurso, los que han sido agraviados por los juzgamientos de aquellos, los neutrales no pueden interponer justamente la autoridad de su gobierno, contra un fallo del juzgado inferior, mientras no han hecho uso del recurso o recursos de apelación, que les conceden las leyes del beligerante574.

5. Reglas relativas a los juicios de presas. - Luego que los captores llegan a tierra, es su obligación presentar los papeles de mar de la nave o propiedad apresada al tribunal de presas, y hacer que se proceda al examen de los oficiales y marineros. Sobre estos papeles y declaraciones debe juzgarse la causa en primera instancia. Si en virtud de estas pruebas aparece claramente que la propiedad apresada es hostil o neutral, se pronuncia desde luego su condenación o restitución. Pero si el carácter de la presa es dudoso, o se presentan fundados motivos de sospecha, se manda esclarecer la materia y ampliar las pruebas. Cuando el apresado se ha hecho culpable de fraude, ilegalidad o mala conducta, no se le admiten más pruebas, se condena desde la presa. Finalmente, si la parte que solicita la restitución intenta engañar al tribunal, reclamando, como suyo propio lo que pertenece a otros, pierde su derecho aun a aquella parte de la presa, cuya propiedad llegase a probar satisfactoriamente. Si propiedades enemigas se confunden   —294→   fraudulentamente con propiedades neutrales en un mismo reclamo, éstas sufren regularmente la suerte de aquéllas575.

Las partes que se crean perjudicadas por el apresamiento, deben recurrir formalmente al tribunal, bien que, aun sin este recurso, el tribunal exige siempre a los captores que establezcan, a lo menos prima facie, la legalidad de la presa. En Inglaterra se observa, que si la propiedad reclamada vale menos de cien libras esterlinas, se permite restituirlas sin necesidad de recurso formal, para no cargarla con gastos desproporcionados. En general, no se da oídos a ningún reclamo que está en contradicción con los papeles de la nave y las declaraciones de la gente de ella. Pero hay excepciones a esta regla. En el caso de la Flora la propiedad parecía ser holandesa por los papeles de mar y la declaración del capitán, pero, habiéndose probado que pertenecía verdaderamente a personas domiciliadas en suiza, por cuya cuenta y riesgo era el viaje, se admitió la instancia de los propietarios suizos y se les restituyó la propiedad576.

En cuanto al tiempo dentro del cual puede intentarse la acción de perjuicios por un apresamiento ilegal, expondré aquí la doctrina del almirantazgo inglés en el caso del Mentor, buque americano, que había sido destruido por las fragatas británicas Centurión y Vulture, después de terminadas las hostilidades, pero antes de saberlo los apresadores. «Este caso, dijo Sir W. Scott, es peculiarísimo en sus circunstancias, y la primera particularidad que observo en él es el intentarse la acción a la distancia de cerca de diecisiete años del hecho. No recuerdo que jamás se haya permitido entablar en esta Corte un caso de tanta antigüedad. No quiero decir que el estatuto de limitaciones (ley civil de prescripciones) se extienda a las causas de presas, pero no hay quien no vea que el principio de equidad en que se funda aquel estatuto alcanza hasta cierto punto a los procedimientos de esta Corte, y es sumamente propio que ella, a su juicio, fije las limitaciones (prescripciones). Y si hay casos de remota antigüedad a que no deba dar acogida, aquel sería uno, en que apareciese claramente que el demandante había tenido cabal conocimiento de la injuria, y del remedio legal correspondiente»577.

En el caso del Haldach se intentó la acción ante la Alta Corte de almirantazgo un año y nueve meses después de la sentencia de condenación de la presa, pronunciada por un tribunal de santo domingo, incompetente paria ejercer esta jurisdicción. «Este es un caso -dijo Sir W. Scott- durísimo   —295→   para los apresadores, pero no creo que me sea lícito eximirlos de la necesidad de proceder a un juicio. Mientras existe la comisión de presas, no hay un tiempo preciso y determinado que impida a los interesados intentar la acción; aunque también sea cierto que debe haber un tiempo que produzca ese efecto. El único medio de asegurarse el captor es el recurrir a una corte de jurisdicción competente; si no lo hiciese, se haría reo de una culpa grave; y si por equivocación recurriese a un tribunal impropio, aunque esta circunstancia la relevase de aquel reato, no le protegería contra los interesados que le citasen ante el tribunal competente. En el caso presente, no se imputa mala conducta a los captores, pero la sentencia condenatoria pronunciada en santo domingo es nula; y no ha producido efectos legales de ninguna clase. Por otra parte, era un deber del reclamante haber intentado su acción lo más pronto posible, puesto que siempre le era dado compeler al captor a un juicio, cuando éste había dejado de provocarlo. Quizá creyó el reclamante que el juzgado de santo domingo tenía la jurisdicción necesaria; pero pudo haber apelado, y si bien es cierto que no se hubiera admitido la apelación por la incompetencia del juzgado a-quo, hubiera así manifestado diligencia, punto sustancial en la reclamación de perjuicios. Hubo, con todo, una especie de dificultad: hubo como una nube de incertidumbre en la opinión de muchos acerca de la competencia del juzgado inferior, y esto bastaba para explicar una parte de la demora. Como quiera que sea, el reclamante ha ocurrido ahora a esta Corte, y soy de dictamen que debe admitirse la demanda»578.

En el caso de la Susana: «se hace este reclamo contra un oficial de la armada para que proceda a la adjudicación de un buque apresado seis años há. El hecho es, pues, de una fecha muy antigua. No digo por eso que el mero lapso sería un obstáculo perentorio, si el reclamante probase haber empleado toda la diligencia debida, y se hubiese visto imposibilitado de intentar oportunamente la demanda en fuerza de circunstancias inevitables e irremediables»579.

Los juzgados de presa podrán, pues, oponer por equidad en estas causas los principios de la prescripción judicial, y después de un largo lapso no recibirán una demanda de perjuicios contra los captores por apresamiento ilegal580.

No se permite a los reclamantes alegar que los captores no tenían patente legítima; pero si resulta en efecto que el apresamiento de propiedad enemiga se ha hecho sin ella, la presa   —296→   es a beneficio del Estado. Que es el apresador, haya o no tenido comisión legítima, es una cuestión entre él y su gobierno exclusivamente, y que de ningún modo concierne al apresado581.

Es una regla de los tribunales de presas que el onus probandi incumbe al que reclama582.

Puede a veces remitirse la demanda de los propietarios a la decisión de un juzgado extranjero. El Nicholas and Jan, buque holandés apresado en San Eustaquio, y enviado a Inglaterra para su adjudicación, fue apresado en la boca del Canal de la Mancha por una escuadra francesa. Había efectos neutrales a bordo, suficientemente documentados, y un comerciante de Hamburgo reclamó su valor, alegando que los captores los habían puesto en peligro voluntariamente, pudiendo haber recurrido para su adjudicación a las Cortes de almirantazgo de las Antillas. Pero la Alta Corte opinó que en las dudosas circunstancias del caso, y en el conflicto de atenciones importantes en que estaban empeñados los comandantes, no habían abusado de las facultades discrecionales que se les habían conferido por la naturaleza de su empleo, fuera de que, habiendo sido recobrada la propiedad por una nación amiga (Francia lo era de Holanda), tenían derecho para exigir de sus juzgados la restitución de las especies.

En el caso del Hendrick and Jacob se resolvió de un modo contrario, en conformidad a los mismos principios. Era este un buque de Hamburgo, que, habiendo sido erróneamente apresado como de nación holandesa, y represado por un francés que le llevaba a Francia, zozobró en el camino. Entablada la demanda contra el apresador británico, decidieron los lores del almirantazgo que, pues la captura no se había hecho con un motivo justificable, los dueños tenían derecho a la restitución; que el captor francés había tenido justa causa para apoderarse del buque, y por tanto no era responsable del accidente; que, salvada la propiedad, el interesado hubiera podido reclamarla ante un juzgado francés, pero una vez que la pérdida del buque le privaba de este derecho, lo tenía sin duda para que el primer captor le indemnizase583.

Los daños y perjuicios se abonan a los propietarios siempre que aparece haber sido infundado el apresamiento, o que el apresador se ha hecho culpable de alguna irregularidad, o no ha cuidado suficientemente de la presa. Pero es justificable la detención de la propiedad, y el apresador no es obligado a indemnizar al dueño, siempre que por parte de aquél ha habido bastante motivo para dudar del carácter de la propiedad   —297→   y someterla a examen. Si el apresamiento aparece justificable a primera vista y después se encuentra infundado y se restituye la propiedad, el apresador no está obligado a reintegrar el déficit que resulte de la venta del cargamento, hecha de buena fe584.

En el caso del William se condenó al captor en los perjuicios originados de no haberse empleado toda la diligencia debida. Con este motivo dijo el juez que en cuestiones de esta especie solía sentarse una regla que no era de su aprobación, a saber: que los captores no eran responsables de más diligencia que la que solían emplear en sus propios negocios, porque un hombre puede, cuando se trata de lo suyo, correr riesgos por motivo de interés o por una temeridad natural, lo que no podría disculparse cuando aventurase la propiedad ajena venida a sus manos por violencia. Cuando confiamos nuestras cosas a una persona cuyo carácter nos es conocido o se presume serio, el cuidado que ella suele emplear en lo suyo es una norma razonable, pero no se puede decir que hacemos confianza de la persona a quien dejamos forzadamente lo nuestro585.

En el caso de la Betsey estableció Sir W. Scott las reglas siguientes: «Los puntos principales a que debemos atender son estos: ¿Ha sido legal y de buena fe en su principio la posesión de los captores? Y suponiendo que lo haya sido, ¿se ha convertido después en ilegal y tortícera? Porque sobre estos dos puntos es precisa la ley; un poseedor de buena fe no es responsable de accidentes fortuitos, pero puede por su mala conducta subsiguiente perder la protección a que era acreedor por la aparente justicia de su título, y exponerse a que se le considere como injusto detentador ab initio. Tal es la ley no sólo de este juzgado, sino de todos los juzgados, y uno de los primeros principios de la jurisprudencia universal»586.

Si la detención fue justificable a primera vista y se absuelve la propiedad, el captor es en general responsable de los perjuicios que sufren los dueños por no haberse llevado la presa al puerto conveniente587. Las circunstancias, con   —298→   todo, pueden a veces autorizar a los comandantes de los buques de guerra del Estado para desviarse de esta regla por el interés del servicio que se les ha encargado, como se ha visto en el caso anterior del Nicholas and Jan.

El apresador es responsable de la conducta del capitán de presa, aun cuando la del primero haya sido intachable588.

«El captor -según el mismo juez- no es responsable de la pérdida o menoscabo que sobrevenga a los efectos mientras se hallan bajo la custodia de la ley589. Pero se dice que esta regla no debe obrar contra el propietario extranjero, y que no es razón alegar a los súbditos de otro Estado una excepción fundada en la insuficiencia de la policía del nuestro. Si la ley toma una propiedad bajo su custodia, ella es responsable de su conservación. Por razonable que fuese la excusa de hurto o robo con respecto a las personas que viven bajo la protección de una misma ley, con los defectos de esta protección nada tienen que ver los extraños. Pero creo que este modo de raciocinar es demasiado severo contra todos los captores y contra todas las naciones, porque en todas ellas, cuando se comete un hurto, forzando puertas u horadando paredes, la persona en cuyo poder se encontraba la propiedad no es responsable de la pérdida. Tal es la condición universal de las cosas en este mundo»590. Sin embargo, se debe advertir que en Inglaterra el Marshall de la Corte de almirantazgo es obligado a reparar las pérdidas que sobrevienen por hurtos, mientras la propiedad está bajo el cuidado de sus subalternos591.

Otra regla es que si ha ofrecido y aceptado pura y simplemente la restitución antes de juzgarse la causa, no pueden reclamarse perjuicios592.

A veces no es el captor sino su gobierno el responsable. En el caso de la Freya, habiendo recibido un buque neutral considerable avería por la mala situación del paraje en que se le hizo guardar cuarentena, fue de opinión el juzgado, que no siendo imputable a los apresadores este accidente, se repre   —299→   sentase el hecho al gobierno para que reparase el daño, como ocurrido, aunque inculpablemente, bajo la dirección de los empleados del puerto593.

No habiendo motivo para la detención, el captor es condenado a indemnizar completamente a los propietarios. En el caso de la Lucy, Sir W. Scott condenó al captor en el valor de la factura de las mercaderías, y diez por ciento más, en razón de ganancia, para el propietario de la carga, y en el valor del flete para el dueño del buque. Se condena también al captor a pagar estadías, cuando ha demorado la restitución, siendo manifiesto el derecho de los propietarios a ella.

Es práctica del almirantazgo británico hacer avaluar los perjuicios por un juri de comerciantes, que se llaman en este caso asesores.

Con respecto a las costas del juicio, la regla es condenar en ella al captor, si no tuvo motivo suficiente para la detención, o si, teniéndolo, su conducta subsiguiente fue irregular o injusta. Por el contrario, aunque la presa resulte ilegítima y se ordene la restitución, el captor tendrá derecho a las costas, si ha obrado de buena fe594.

6. Derecho de postiminio en las presas marítimas. -La trasmisión de propiedad, por lo que respecta a los beligerantes, se puede decir que se consuma por el mero hecho de la captura, luego que se ha verificado de un modo completo, es decir, cuando, terminada la resistencia, se presume que los vencidos abandonan toda esperanza de recuperar los efectos de que el enemigo ha hecho presa. Pero este título de propiedad está sujeto a disputa luego que la cosa apresada sale de la posesión de la potencia captora por la enajenación a un neutral, por un abandono voluntario o por una represa o recobo. Nace de aquí la necesidad de señalar los límites del derecho de postliminio. Algunos escritores opinan que para la extinción de este derecho se necesita solamente que la propiedad haya estado veinticuatro horas en poder del captor; otros sostienen que si ha sido llevada infra praesidia, es decir, si ha sido colocada al abrigo de los puertos, fortificaciones o escuadras de la potencia captora, esto basta para la adquisición de un dominio perfecto, que el apresador puede trasferir a quien   —300→   quiera, y otros han trazado otras líneas igualmente arbitrarias.

Actualmente se exige una posesión más auténtica. «Yo concibo -decía Sir W. Scott en el caso del Fland Oyen- que por la práctica general de las naciones una sentencia de condenación es casi siempre necesaria para la propiedad de las presas; y que el neutral que compra durante la guerra, mira esta sentencia como uno de los títulos indispensables para asegurar su adquisición. Tal vez no hay ejemplo de que un hombre que ha comprado una nave apresada se haya creído completamente seguro porque la nave ha estado en poder del enemigo veinticuatro horas, o ha sido llevada infra praesidia. En Inglaterra hace ya mucho tiempo que se considera necesaria la condenación de un tribunal de presas para extinguir el derecho de postliminio». En el reinado de Carlos II se ordenó solemnemente la restitución de una nave represada por un corsario después de haber estado catorce semanas en poder del enemigo, porque no había sido condenada; y en otro caso la posesión de cuatro años y el haber ejecutado varios viajes no se creyó suficiente para trasferir la propiedad de una nave que no había sido declarada buena presa.

Pero si se hace la paz después que un enemigo trasfiere la presa a un neutral, la traslación conferirá un verdadero título de propiedad, aunque la presa no haya sido condenada en forma. El derecho de postliminio termina con el estado de guerra.

La amnistía general de la paz, que legitima el título de captura por vicioso que sea, produce el mismo efecto sobre la propiedad apresada, cualquiera que sean las manos a que el captor ha trasferido aquel título.

Si la enajenación se ha hecho por el captor de un modo regular y de buena fe, y la parte a quien se ha trasmitido la propiedad era entonces súbdito de un Estado neutral, el título del nuevo propietario no se invalida por la circunstancia de pasar su nación al estado de guerra. El antiguo dueño ha perdido ya su derecho, y si la propiedad de que se trata es arrebatada al actual poseedor jure belli, se mirará entonces no como una represa (en que por las leyes civiles podría durar el derecho de postliminio entre los súbditos hasta la terminación de la guerra), sino como una nueva presa, que pertenecerá al captor o al Estado, según las circunstancias del caso595.

La enajenación de la presa antes de haber sido condenada por el tribunal competente, se valida y confiere un título completo de propiedad al nuevo poseedor en virtud de la condenación subsiguiente596. J

Puede suceder que un buque encalle en la playa del Estado   —301→   enemigo, o entre en sus aguas, forzado de vientos contrarios, y sea entonces apresado por individuos que carecen de comisión pública. En tal caso para la extinción del derecho de postliminio de los primitivos propietarios, es también necesaria la condenación de juez competente597.

7. Represa. - Vamos a considerar ahora las modificaciones que recibe la regla anterior relativa al derecho de postliminio en el caso de represa, esto es, cuando hecho el apresamiento, sobreviene una fuerza del beligerante a quien pertenecía la presa o de sus aliados, y arranca al captor la propiedad apresada. Estas modificaciones provienen o de las leyes particulares de algunos Estados, o de los pactos que han celebrado entre sí.

Las leyes civiles pueden extender o restringir con respecto a los súbditos la duración del derecho de postliminio. Si un buque francés es represado por otro buque francés veinticuatro horas después de haber sido hecho presa, las Ordenanzas de Francia lo declaran propiedad del represador; pero si la represa se verifica antes de las veinticuatro horas, se restituye el buque a los propietarios, dando éstos un tercio de su valor a los represadores como premio de salvamento598. Entre los súbditos británicos el derecho de postliminio, expira sólo por la paz (menos con respecto a las naves que el enemigo ha armado en guerra, o que fueron apresadas en alguna especie de tráfico prohibido por las leyes de Gran Bretaña, pues unas y otras se adjudican a los represadores). Y la misma regla se observa con las naciones amigas mientras no conste que ellas se portan menos liberalmente con los súbditos de Gran Bretaña, en cuyo caso se guarda con ellas una exacta reciprocidad599. Los americanos siguen una conducta semejante. Por sentencia de la Corte Suprema en el caso de la goleta Adeline y su carga, se declaró que la propiedad de individuos domiciliados en Francia (ora fuesen americanos, franceses o extranjeros) era buena presa, si se represaba veinticuatro horas después de haber estado en manos del enemigo, por ser esa la regla adoptada en los tribunales franceses600. Y esto sin embargo de que las cortes americanas, generalmente hablando, no se sujetan a las reglas de reciprocidad en cuestión de Derecho de gentes601. En el caso de la Star se declaró por punto general, que según las leyes americanas, debe estarse a la regla de reciprocidad   —302→   en materia de represa de propiedades de naciones, amigas602.

Lo que hacen las leyes civiles con respecto a los súbditos pueden hacerlo con respecto a las naciones extranjeras los tratados celebrados con ellas.

El premio que se concede a los represadores a título de salvamento, cuando la propiedad represada se restituye a los primitivos propietarios, y éstos son ciudadanos de la nación represadora, es un punto en que varían mucho los reglamentos de los diferentes Estados. Ya hemos visto cuál es la regla observada en Francia. En Gran Bretaña el premio de salvamento es una octava parte de la propiedad represada, si la presa se hace por bajeles de la marina real, y una sexta parte, si por corsarios o embarcaciones mercantes603.

Qué premio de salvamento se deba al apresador cuando la propiedad represada pertenece a una potencia amiga, es una cuestión de Derecho de gentes, que debe decidirse o por la regla de reciprocidad, o por convenciones, o por una regulación prudencial según las circunstancias del caso. Es costumbre igualar a los aliados con los súbditos, pero no hay una obligación estricta de hacerlo así604.

Las propiedades neutrales represadas se devuelven a sus dueños sin premio de salvamento, a menos que por la naturaleza del caso o por la práctica del enemigo haya motivo de creer que hubieran sido condenadas por él, en cuyo caso hay derecho al premio. En la última guerra entre Inglaterra y Francia la conducta de los corsarios y de los juzgados franceses daba motivo de temer que toda propiedad neutral apresada por aquéllos en alta mar sería condenada en los tribunales de presas. Era, pues, justo que los propietarios neutrales pagasen un premio de salvamento a los apresadores, y así lo ordenó repetidas veces el almirantazgo británico605.

El represador no adquiere ningún derecho a la propiedad, si la presa ha sido ilegítima, pero se le concede en todos los casos de esta especie una razonable remuneración a título de salvamento. Esta regla, sin embargo, puede, como las otras, restringirse por las leyes civiles. En Francia la propiedad represada a un pirata puede reclamarse por el primitivo dueño hasta dentro de un año y un día contados desde la declaración hecha al efecto en el almirantazgo606. Pero en otros países, según   —303→   Grocio, era costumbre adjudicarla al represador, por lo desesperado del cobro y el presunto abandono del dueño607.

No hay represa ni recobro, ni por consiguiente derecho alguno al premio de salvamento, si la presa no llegó a estar verdaderamente en poder del enemigo, o por lo menos tan a punto de sucumbir, que se considerase inevitable la captura. «No tengo noticia de ningún caso -dijo Sir W. Scott en el del Franklin- en que se haya concebido la remuneración de salvamento, si la propiedad salvada no estaba en posesión del enemigo, o próxima a caer irremediablemente en sus garras, como cuando la nave ha arriado bandera, y el enemigo se halla a tan corta distancia, que es imposible la fuga»608.

Lo dicho acerca de la represa puede aplicarse al abandono voluntario de la presa por el captor. Si no ha precedido sentencia de condenación, subsiste el derecho de los primitivos propietarios; pero si ha precedido la condenación al abandono del captor, la presa es res nullius y cede al primer ocupante, a menos que por las leyes del Estado a quien fue tomada, el derecho de postliminio entre los súbditos dure hasta la terminación de la guerra, pues entonces, si el primer ocupante es un súbdito, está obligado a restituir la presa al propietario primitivo, y sólo es acreedor a un premio de salvamento, que se regula por las circunstancias del caso. Las Ordenanzas de Francia prescriben otra regla independiente de la condenación. Si la nave antes de entrar en puerto enemigo es abandonada y viene a poder de los súbditos, se restituye al propietario que la reclama dentro de un año y día, aunque haya estado más de veinticuatro horas en la posesión del captor609.

8. Recobro. - El estado de presa puede también terminar por el recobro, que es cuando la tripulación de la nave apresada encuentra modo de salvarla, levantándose contra los captores o valiéndose de algún accidente favorable. No se entiende haber recobro, si la nave no ha llegado a estar en posesión actual de los captores.

Si es un deber de los ciudadanos o de los aliados procurar la represa de las propiedades que han caído en manos del enemigo, socorriéndose mutuamente, no se puede decir lo mismo del recobro efectuado por los marineros de la nave apresada, el cual en ellos es un acto de mérito, pero enteramente voluntario. La presunción es que, cuando se rinde la nave, se ha perdido toda esperanza de salvarla; y en tales circunstancias debe quedar al juicio y voluntad de cada uno de los que   —304→   van en ella la posibilidad u oportunidad de una insurrección subsiguiente610.

Si el buque es recobrado por la tripulación, en cualquier tiempo que esto suceda, vuelven las cosas a la propiedad de los interesados respectivos, que deben dar un premio dé salvamento a los recobradores611.

Los juzgados de presas de los Estados Unidos han declarado que el recobro intentado por el capitán o tripulación de un buque apresado por violación de la neutralidad, es una infracción del Derecho de gentes y una causa legítima de condenación612. En el mismo sentido se ha expresado el almirantazgo británico613.

9. Rescate. - Antiguamente614 era costumbre general rescatar las presas, esto es, obtener del enemigo su restitución por una cantidad de dinero. Este contrato es, sin duda, lícito y válido, si no se opone a los reglamentos nacionales. Inglaterra prohíbe a sus súbditos el rescate de las propiedades apresadas por el enemigo, a no ser en caso de gravísima necesidad, de que deben juzgar las Cortes de almirantazgo. Esto ha sido, sin duda, con el objeto de mantener la energía de la guerra marítima por el interés de las represas; pero el ejemplo de Inglaterra no ha sido imitado por las otras potencias, antes bien se mira generalmente el rescate como una de las más inocentes y benéficas relajaciones de los rigores de la guerra.

El rescate es equivalente a un salvoconducto concedido por el soberano del captor y obligatorio para los demás comandantes de buques armados, públicos o particulares, tanto de la nación del captor, como de las potencias aliadas. Este salvoconducto exige que el buque no salga de la ruta ni exceda el plazo estipulado, si accidentes mayores no le fuerzan a ello.

Si el buque rescatado naufragase antes de llegar al puerto, se debería, sin embargo, el rescate; esto es, el precio estipulado por la restitución, a menos que expresamente se hubiese pactado lo contrario. Cuando se estipula esta condición para el pago, debe limitarse al caso de pérdida total por naufragio, y no al de encallar en la costa. En este último caso se presumiría que se había hecho voluntariamente encallar la nave, para eludir el pago del rescate, salvando la carga.

Si el buque es apresado de nuevo fuera de la ruta o después del plazo prescrito, y es condenado como presa legítima, se   —305→   duda si los deudores del rescate permanecen obligados al pago. La práctica, según Valin, es que cesa la obligación de los deudores, y el precio del rescate se deduce del producto de la presa y se da al primer captor. Si el captor mismo es apresado con el pagaré del rescate, pasando éste a poder del enemigo, queda cancelada la deuda.

Danse a veces rehenes para la seguridad de estos contratos, y si mueren o se escapan, no por eso se extingue la obligación de los deudores. En Francia se observa que cuando un buque nacional se rescata dejando rehenes, los jueces del almirantazgo embargan la nave y la carga para compeler a los dueños a obtener la libertad de los rehenes, pagando el rescate, providencia digna de ser imitada.

No puede hacerse legítimamente un contrato de rescate algún tiempo después del apresamiento y a consecuencia de un nuevo viaje emprendido con este principal objeto. Semejante viaje, según la doctrina de los tribunales americanos, está comprendido en la prohibición general de comerciar con el enemigo, y sujetaría a la nave a la pena de confiscación615.

Durante la guerra no es admisible ninguna acción de un súbdito enemigo en los tribunales británicos, y esta regla se aplica a las acciones fundadas en una escritura de rescate aun en los casos en que el contrato pareciese legítimo, sin embargo de que esta especie de pactos es del número de aquellos que el derecho de la guerra autoriza616. Sería, pues, necesario para la admisión de la demanda a beneficio del captor, que fuese intentada a nombre de los rehenes, y con el objeto de obtener su libertad. Pero esta formalidad sólo se exige en los tribunales británicos, porque en los de Francia y Holanda es práctica corriente admitir los reclamos de los propietarios del pagaré de rescate617.