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ArribaAbajoCapítulo VI

De la buena fe en la guerra


Sumario: 1. Fidelidad en los pactos. - 2. Estratagemas. - 3. Seducción de los súbditos del enemigo.

1. Fidelidad en los pactos. - La guerra pone fin a los tratados entre las naciones beligerantes, excepto los que son relativos al estado mismo de guerra, porque si éstos no produjesen el efecto único que se propusieron los contratantes al celebrarlos,   —307→   serían nugatorios618. Deben, pues, observarse en la guerra, aquellos pactos que fijan reglas de conducta para el caso de sobrevenir un rompimiento entre los contratantes, verbigracia, el tiempo que se dará a los súbditos del uno para retirarse del territorio del otro, la neutralidad de un puerto, ciudad o provincia de uno de ellos, etcétera.

Aun es más necesaria la observancia de los pactos que se celebran en la guerra misma, como son las capitulaciones de plazas, las convenciones de tregua, las relativas al canje o rescate de los prisioneros, y otras varias de que después se hará mención. Porque no todo deber cesa, ni todos los vínculos de la humanidad se rompen entre las naciones que se hacen la guerra; y bien lejos de suspenderse en ellas la obligación de guardar fe, nunca es más importante a los hombres; pues en el curso de la guerra hay mil ocasiones en que, para poner a raya sus furores y moderar las calamidades que acarrea, la salud de ambos beligerantes exige que traten y estipulen sobre varias materias; sin lo cual la guerra degeneraría en una atroz y desenfrenada licencia, y sus males no terminarían jamás.

Sólo en el caso de infidelidad por parte del enemigo en el cumplimiento de sus promesas, nos hallamos autorizados a faltar a las nuestras; y esto aunque se trate de convenciones separadas que no tengan conexión entre sí. Pero no podemos, contravenir una convención a pretexto de los actos de perfidia del enemigo anteriores a ella.

2. Estratagemas. - La buena fe entre enemigos no sólo requiere que cumplamos fielmente lo prometido, sino que nos abstengamos de engañar en todas las ocasiones en que el interés de la guerra no está en conflicto con los deberes comunes de la humanidad. Así, por ejemplo, cuando el príncipe o general enemigo pide noticias de una esposa o de un hijo que se halla en poder nuestro, sería vileza engañarle.

Pero si por un ardid, por una estratagema exenta de perfidia, podemos apoderarnos de una plaza fuerte, sorprender al enemigo o reducirle, vale más lograr nuestro objeto de este modo que por medio de una batalla sangrienta. Hubo un tiempo en que se condenaba a la muerte a los que intentando sorprender   —308→   una plaza, caían en manos del enemigo. En el día se acostumbra tratarlos como a los demás prisioneros de guerra.

No es lícito abusar de la humanidad y generosidad del enemigo para engañarle. Un corsario que hiciese la señal de peligro para atraer otro buque y apresarlo, o que socorrido efectivamente por él le hiciese presa, deshonraría las armas de su nación y se haría digno de un castigo ejemplar.

Es costumbre general valerse de espías, que observan lo que pasa entre los enemigos y penetran sus designios para dar noticia de ellos; y también es costumbre castigarlos con el último suplicio, cuando son descubiertos. Un hombre de honor se creería degradado si se le emplease en esta especie de manejos clandestinos, que presentan siempre algo de bajo y repugnante; y el príncipe no tiene derecho para exigirlos de sus súbditos. Limítase, pues, a emplear en él a los que voluntariamente se le ofrecen, movidos por el aliciente de una recompensa pecuniaria. No le es lícito corromper la fidelidad de los súbditos del enemigo ni abusar de su hospitalidad para descubrir secretos.

3. Seducción de los súbditos del enemigo. - Por punto general, la seducción de los súbditos del enemigo para que cometan actos de infidencia, y sobre todo para que traicionen una confianza especial depositada en ellos, entregando, verbigracia, una plaza, o revelando los secretos del gobierno, es un medio reprobado por la ley natural, por inducir a un crimen abominable. Cuando más, dice Vattel, pudiera excusarse esta práctica en una guerra injustísima, y para salvar la patria amenazada por un conquistador inicuo. Vattel cree también que nos es lícito aceptar los servicios de un traidor que espontáneamente nos los ofrece; pero el hacernos cómplices de un delito y premiarlo, es en realidad incitar a él. Lo único que puede decirse a favor de semejante conducta es que está tolerada.

Admitiremos, sin embargo: 1º, que el ejemplo del enemigo nos da licencia para obrar de esta suerte, porque un Estado que seduce los ciudadanos de otro, vulnera él mismo los derechos sagrados de la soberanía, y relaja en cierto modo las obligaciones de sus propios súbditos; y 2º, que si se introduce la división en el Estado enemigo, podemos mantener inteligencia con uno de los partidos para lograr una paz equitativa por su medio; porque esto viene a ser lo mismo que valernos del auxilio de una sociedad independiente.

Se llama inteligencia doble la de un hombre que aparenta hacer traición a su partido para engañar al enemigo y sorprenderle. Es un acto infame iniciar de propósito deliberado especie de tratos. Pero si el enemigo es quien da principio   —309→   a ellos tentando la fidelidad de los subalternos, pueden éstos, o espontáneamente o por mandato de sus jefes, fingir que dan oídos a las proposiciones y que se prestan a las miras del seductor, para hacerle caer en el lazo; pues el faltar a la promesa de un crimen no es violar la fe mutua ni obrar de un modo contrario al interés del género humano. Decimos de los subalternos, porque sería mucho más propio de un jefe rechazar con indignación una propuesta insultante.




ArribaAbajoCapítulo VII

Obligaciones y derechos de los neutrales


Sumario: 1. Dos reglas generales. - 2. Falsa limitación de la primera. - 3. Consecuencias que se deducen de ellas. - 4. Levas en país neutral. - 5. Tránsito de las fuerzas de los beligerantes por tierra o aguas neutrales. - 6. Acogida y asilo de las tropas y naves armadas de los beligerantes en territorio neutral. - 7. Jurisdicción de los neutrales en los casos de presas.

1. Dos reglas generales. - Pueblos neutrales619, en una guerra son aquellos que no toman parte en ella, permaneciendo amigos comunes de ambos partidos, y no favoreciendo al uno en perjuicio del otro. Aquí vamos a tratar de las obligaciones y derechos de la neutralidad en general, reservando para el capítulo siguiente lo relativo al comercio marítimo, que exige consideraciones particulares.

La imparcialidad en todo lo concerniente a la guerra constituye la esencia del carácter neutral, y comprende dos cosas. La primera es no dar a ninguno de los beligerantes socorro, de tropas, armas, buques, municiones, dinero o cualesquiera otros artículos que sirvan directamente para la guerra. No sólo les es prohibido dar socorro a uno de los beligerantes, sino auxiliar igualmente a uno y otro; porque esto sería mantener la misma proporción entre sus fuerzas y expender la sangre y los caudales de la nación a pura pérdida, o alejando quizá   —310→   la terminación de la contienda; y porque además no sería fácil guardar una exacta igualdad, aun procediendo de buena fe pues la importancia de un socorro no depende tanto de su valor absoluto, como de las circunstancias en que se presta. La segunda cosa es, que en lo que no tiene relación con la guerra no se debe rehusar a ninguno de los beligerantes lo que se concede al otro; lo cual tampoco se opone a las preferencias de amistad y comercio, fundadas en tratados anteriores o en razones de conveniencia propia.

2. Falsa limitación de la primera. - Vattel pone una limitación a la primera de estas dos reglas. Según él, se puede, sin faltar a la imparcialidad, conceder a uno de los beligerantes los socorros moderados que se le deban en virtud de una antigua alianza defensiva, que no se ha hecho particularmente contra el otro. Pero no es fácil apoyar esta excepción en los principios del Derecho natural. El contraer por un pacto la obligación de prestar un servicio, no altera el carácter de éste con relación a una tercera persona, que no ha consentido en el pacto. El prestar, pues, un socorro que sin un convenio precedente violaría la neutralidad, no dejará de violarla aunque haya precedido el convenio. Se ha tolerado esta conducta, porque en la alternativa de ver aumentar las fuerzas de nuestro enemigo con un auxilio moderado, o con todos los medios que el supuesto neutral pudiera poner en movimiento si le declarásemos la guerra, nos vemos muchas veces en la necesidad de preferir el primer partido. En 1788 Dinamarca suministró naves y tropas a Rusia contra Suecia, a consecuencia de un tratado anterior, declarando que en ello no creía contravenir a la amistad y a las relaciones comerciales que subsistían entre ella y Suecia; y en contradeclaración de esta última se respondió, que aunque Suecia no podía conciliar semejante conducta con el Derecho de gentes, sin embargo, aceptaba la declaración de Dinamarca, y ceñiría sus hostilidades, con respecto a esta potencia, a los auxiliares suministrados por ella a Rusia. Se alega que la intolerancia de los auxilios prometidos y determinados por convenciones expresas sería funesta a la humanidad, porque multiplicaría las causas de desavenencia; pero es probable que haciendo mucho menos frecuentes las alianzas defensivas de que se trata disminuiría más bien los medios y los estragos de la guerra; y si el peligro de empeñarnos en nuevas contiendas fuera una razón para permitir la suministración de socorros moderados, prescritos por un pacto precedente, lo sería también para que se disimulase esta conducta a los neutrales, sin embargo, de que no hubiese precedido pacto alguno.

Cuando sobreviene una guerra entre dos naciones, las otras   —311→   tienen derecho para mantenerse neutrales; y si por una de las potencias que hacen o preparan la guerra o por los neutrales mismos se proponen tratados de neutralidad, es conveniente acceder a ellos para fijar con toda precisión lo que cada uno de los contratantes podrá hacer o exigir sin violarla. Asimismo tienen derecho las otras naciones para abrazar la causa de uno de los beligerantes, si lo creen justo y conveniente; o para mantener con ambos las relaciones anteriores de amistad y comercio, salvas las restricciones de que hablaremos en el capítulo que sigue.

3. Consecuencias que se deducen de ellas. - Se deduce de lo dicho, que si un soberano que acostumbraba antes de la guerra prestar a usura a mi enemigo, sigue haciéndolo en ella, y rehúsa tratar conmigo en iguales términos, porque no le inspiro la misma confianza, no infringe la neutralidad. Tampoco la infringirían los súbditos, ya haciendo este negocio en tiempo de guerra, aunque no lo hubiesen acostumbrado en la paz, ya tratando con ambos beligerantes o con uno de ellos del modo que les pareciese más conveniente a su interés mercantil. Pero los subsidios o préstamos que un Estado hiciese a mi enemigo para ponerle en estado de defenderse o de atacarme, deberían mirarse como una intervención en la guerra.

Se infiere también de lo dicho, que si una nación comercia en armas, municiones de guerra, naves o maderas de construcción, no debo llevar a mal que venda estos artículos a mi adversario, siempre que no se los lleve ella misma y que haga otro tanto conmigo.

4. Levas en país neutral. - Podemos aplicar los mismos principios a las levas de soldados o marineros en país neutral ara servir en los ejércitos o naves armadas de uno de los beligerantes. Los hombres deben considerarse como artículo de guerra en que es libre a todas las naciones comerciar de la misma manera que en los otros y con iguales restricciones. Pero esta especie de negocio, si el Estado tiene por conveniente permitirlo para desahogarse de una población superabundante, para ocupar a sus ciudadanos, o acostumbrarlos al manejo de las armas, debe dejarse enteramente a los particulares, porque desde el momento que se mezcla en ello el soberano, sea contratando anticipadamente el auxilio, sea prestándolo durante la guerra, o toma sobre sí un empeño, cuyo cumplimiento ha de estar en contradicción con los deberes de la neutralidad, o la viola en efecto. Es necesario también que las facilidades y favores que se conceden bajo este respecto al uno de los beligerantes, se extiendan en los mismos términos al otro. Finalmente, el alistar tropas en el territorio del Estado   —312→   para el servicio de las naciones extranjeras, ha de ser bajo la condición de no emplearlas sino en la guerra defensiva. De otro modo podría llegar el caso de pelear unos con otros los ciudadanos de un mismo Estado sirviendo de auxiliares en los ejércitos de ambos beligerantes, como ha sucedido a los suizos.

Esta parece la mayor latitud compatible con el carácter de una verdadera y estricta neutralidad; pero el derecho consuetudinario de Europa es algo más laxo.

5. Tránsito de las fuerzas de los beligerantes por tierra o aguas neutrales. - La nación neutral debe usar con ambos beligerantes los oficios de humanidad que los miembros de la gran sociedad humana se deben mutuamente, y prestarles, en todo lo que no concierne a la guerra, los servicios y auxilios que pueda, sin rehusar al uno de ellos cosa alguna por la razón de hallarse en guerra con el otro.

A todas las naciones con quienes vivimos en paz se debe el tránsito inocente; y este deber se extiende a las tropas y naves. Pero toca al dueño del territorio juzgar si el tránsito es inocente o no; y como el de cuerpos de tropa, y sobre todo el de ejércitos, es difícil que deje de causar peligros y daños, el beligerante que desea pasar con gente armada por territorio extraño, debe ante todo solicitar el permiso del soberano. Entrar de otro modo en su territorio, sería violar sus derechos, porque no se puede presumir un permiso tácito para la entrada de un cuerpo de tropa; entrada que pudiera tener consecuencias muy serias.

Si el soberano neutral cree que le asisten buenas razones para negar el tránsito, no está obligado a concederlo, porque en tal caso deja de ser inocente. Los beligerantes deben respetar en esta parte su juico, y someterse a la negativa, aun estimándola injusta. Sin embargo, si el paso apareciese indubitablemente innocuo, pudiera entonces la nación beligerante que lo pide, hacerse justicia a sí misma, y obtenerlo a viva fuerza. Pero esta es una excepción, que sólo debe tener cabida en aquellos rarísimos casos en que se puede manifestar con la mayor evidencia que el tránsito carece de todo inconveniente y peligro. Otra excepción es la de una extrema necesidad. Cuando un ejército se ve en la alternativa de perecer o de pasar por tierras neutrales, tiene derecho para hacerlo aun contra la voluntad del soberano, y para abrirse el paso (si lo es posible de otro modo) con las armas.

Una necesidad de esta especie puede autorizar al beligerante a apoderarse de una plaza neutral, y poner guarnición en ella, para cubrirse contra el enemigo, o prevenir los designios de éste contra la misma plaza; suponiendo que el soberano   —313→   neutral no se halle en estado de guardarla. Pero debe restituirla, pasado el peligro, y pagar todos los perjuicios causados.

Si el neutral exige algunas seguridades, es natural concedérselas. La mejor de todas es el tránsito en pequeñas partidas, y consignando las armas. Rehenes y fianzas no serían suficientes en algunos casos. ¿De qué me serviría recibir rehenes de una nación que ha de apoderarse de mí? ¿Y qué seguridad puede dar una fianza contra un conquistador poderoso?

Pero si el tránsito es absolutamente necesario y si el permiso de pasar se nos concede bajo condiciones sospechosas en que no podemos consentir sin exponernos a un gran peligro, nos es lícito en este caso, después de habernos allanado inútilmente a todas las condiciones compatibles con nuestra seguridad propia, recurrir a la fuerza para abrirnos el paso, empleando la moderación más escrupulosa, de manera que no salgamos de los límites del derecho que la necesidad nos concede.

Si el Estado neutral franquea o niega el tránsito al uno de los beligerantes, debe franquearlo o negarlo en los mismos términos al otro; salvo que haya sobrevenido un cambio en las circunstancias capaz de justificar esta variedad de conducta.

Si no tengo motivo de rehusar el tránsito, el beligerante contra quien lo permito, no debe mirar esta concesión como una injuria. Aun cuando yo tuviese algún motivo de rehusarlo, me sería lícito no usar de mi derecho. Y si la negativa me pusiese en la precisión de sostenerla con las armas, ¿quién osaría quejarse de que yo permitiera que le hiciesen la guerra, para no atraerla sobre mí? Nadie puede exigir que yo tome las armas a favor suyo, si no me he comprometido a ello por un pacto. Las naciones, sin embargo, más atentas a sus intereses que a la justicia, alzan a menudo el grito contra esta pretendida injuria; y si por medio de reconvenciones y amenazas, consiguen que el neutral vede el paso a las fuerzas enemigas creen que en esto no hacen más que seguir los consejos de una sabia política. Un Estado débil debe proveer a su salud, y esta indispensable consideración le autoriza a negar un favor, que exponiéndole a graves peligros, ha dejado de ser inocente.

Puede suceder también que si franqueásemos el paso a uno de los beligerantes, el otro lo pidiese por su parte para salir a encontrar al enemigo. El territorio neutral vendría entonces a ser el teatro de la guerra. Los males incalculables que de aquí nacerían, presentan la mejor de todas las razones para negar el tránsito.

Un tratado por el cual nos empeñásemos a permitir el paso a las tropas de una nación o a negarlo a sus enemigos, no nos eximiría de ninguna de las obligaciones de la neutralidad,   —314→   mientras que nos propusiésemos conservar este carácter; porque según hemos visto, un pacto anterior no altera de modo alguno la naturaleza de nuestros actos respecto de un tercero que no ha consentido en él.

En fin, aun el tránsito innocuo y anteriormente pactado puede, o por mejor decir, debe rehusarse en una guerra manifiestamente injusta, verbigracia, la que se emprendiese para invadir un país sin motivo ni pretexto alguno.

La concesión del tránsito comprende la de todo aquello que es necesario para verificarlo, verbigracia, el permiso de conducir la artillería, bagaje y demás objetos materiales propios de un ejército, el de observar las ordenanzas militares ejerciendo jurisdicción sobre los oficiales y soldados, y el de comprar por su justo precio las provisiones de boca, a menos que la nación neutral las necesite todas para sí. El que concede el tránsito debe, en cuanto le sea posible, prestarlo seguro; de otro modo la concesión no sería más que un lazo.

Es preciso que el ejército que transita, se abstenga de causar toda especie de daño al país; que guarde la más severa disciplina, y pague todo aquello que se le suministra. Las injurias causadas por la licencia del soldado deben castigarse y repararse. Y como el tránsito de un ejército no podría menos de traer incomodidades y perjuicios difíciles de avaluar, nada prohíbe que se estipule de antemano el pago de una cantidad de dinero por vía de compensación.

El paso de las naves armadas de los beligerantes por el territorio neutral no ocasiona los peligros y daños que el de las fuerzas terrestres. De aquí es que en general no se requiere ni se acostumbra pedir permiso para efectuarlo.

El tránsito por aguas neutrales, si se ha rehusado expresamente por el soberano neutral o se ha obtenido con falsos pretextos, vicia el apresamiento subsiguiente. El Estado cuya neutralidad se ha violado, tendría derecho para pedir la restitución de la presa.

6. Acogida o asilo de las tropas y naves armadas de los beligerantes en territorio neutral. - No es permitido atacar al enemigo en país neutral, ni cometer en él ningún género de hostilidad. Conducir prisioneros o llevar el botín a paraje seguro son actos de guerra; por consiguiente no podemos hacerlo en territorio neutral, y el que nos lo permitiese, saldría de los límites de la neutralidad, favoreciendo al uno de los partidos contra el otro. Pero aquí se habla de los prisioneros y despojos de que el enemigo no tiene todavía segura posesión, y cuyo apresamiento, por decirlo así, no está consumado. En el caso de estarlo, tampoco puede un beligerante desembarcar los prisioneros para mantenerlos cautivos, porque el cautiverio   —315→   es una continuación de la hostilidad; mas los efectos se han hecho propiedad del apresador, y no toca al neutral averiguar la procedencia, ni embarazar el uso inocente de ellos.

El beligerante derrotado goza de un refugio seguro en el territorio neutral; pero no debe abusar del asilo que se le concede, para rehacerse y espiar la ocasión de atacar de nuevo a su adversario; y la potencia que se lo tolerase, violaría la neutralidad.

No es permitido, por consiguiente, a los buques armados de las naciones beligerantes perseguir al enemigo fugitivo que se refugia en aguas neutrales; y si ambos contendientes han entrado en ellas, la costumbre de las naciones exige que entre la salida del uno y la del otro medie a lo menos el espacio de veinticuatro horas. La infracción de este privilegio de los neutrales les daría derecho para reclamar la restitución de la captura subsiguiente620.

En el caso de la Anna, Sir W. Scott se manifestó inclinado a creer con Bynkerschoek, que si un buque hacía resistencia a la vista y registro, y se refugiaba en lugares colocados dentro del territorio neutral, pero enteramente desiertos, como las islas de la boca del Misisipí, y el corsario persiguiéndolo hasta allí sin causar daño ni molestia alguna a un tercero, lo apresaba, no era tan rígido el principio de la inviolabilidad del país neutral, que por esto sólo se estimase ilegal la captura. Pero en esta, como las otras ocurrencias de la misma especie, hay stricto jure una violación de los privilegios neutrales, y el soberano del territorio tendría derecho para insistir en la restitución de la propiedad apresada621.

Sólo a la potencia neutral toca disputar la legitimidad de una captura en que se ha violado su territorio, y el gobierno de los apresados no puede producir con este motivo queja alguna, si no es al gobierno neutral, por su cobarde o fraudulenta sumisión a semejante injuria; y si éste no se hace justicia a sí mismo, el beligerante que ha sufrido la captura,   —316→   tendrá derecho para tratarle del mismo modo, persiguiendo, y apresando en su territorio las propiedades enemigas.

El que principia las hostilidades en las tierras o aguas de una potencia neutral, pierde todo derecho a la protección del territorio.

El neutral no debe permitir que las naves armadas de los beligerantes se aposten al abrigo de sus puertos, golfos o ensenadas, con el objeto de acechar las naves enemigas que pasan, o de enviar sus botes a apresarlas622. El armar buques para el servicio de la guerra, aumentar sus fuerzas, aderezarlos, preparar expediciones hostiles, son actos ilegítimos en territorio neutral; y las capturas subsiguientes a ellos se miran como viciosas en el foro de la potencia neutral ofendida, que tiene derecho para restituir la presa a los primitivos propietarios, si es conducida a sus puertos. La Corte Suprema de los Estados Unidos ha sentenciado gran número de casos en conformidad con este principio623. Es verdad que por el tratado de París del 6 de febrero de 1778, se estipuló para los súbditos franceses el privilegio de equipar y armar sus buques en los puertos de aquellos Estados y llevar a ellos sus presas624; pero este y otros privilegios obtenidos entonces por Francia, y ciertamente incompatibles con las obligaciones de la neutralidad, han sido después derogados625.

Nada se opone a que los beligerantes apresten naves de comercio en los puertos neutrales, las tripulen y surtan de todo lo necesario; lo cual se extiende a las naves que pueden destinarse indistintamente al comercio o la guerra. También es costumbre permitir en ellos a los buques armados públicos y particulares proveerse de víveres y otros artículos inocentes. Es lícito a los beligerantes llevar sus presas a puerto neutral y venderlas en él, si no se lo prohíbe el soberano del territorio, a quien es libre conceder este permiso o rehusarlo, observando con ambos beligerantes una conducta igual626. Algunos jurisconsultos creen que es más conforme a los deberes de la neutralidad rehusarlo. En 1656 los Estados Generales de las Provincias Unidas prohibieron a los corsarios extranjeros vender o descargar sus presas en el territorio de Holanda; y las Ordenanzas marítimas de Luis XIV repitieron la misma prohibición, añadiendo que los corsarios extranjeros no pudiesen   —317→   permanecer con sus presas en los puertos de Francia más de veinticuatro horas, a menos que fuesen detenidos por vientos contrarios627. Finalmente, no tienen derecho los beligerantes para establecer tribunales de presa en país neutral, a menos que se les haya concedido este favor por un tratado628. Pero una convención de esta especie, si no se dispensase igual favor al otro beligerante, no eximiría de la nota de parcialidad la conducta del soberano neutral, porque, según hemos sentado antes, una convención entre dos naciones no altera la cualidad de un acto con relación a un tercero que no ha tenido parte en ella. Hoy se miran casi generalmente como ilegítimos los juzgamientos de presas en país neutral.

Sean cuales fueren las restricciones que un soberano establezca para el uso de sus aguas y tierras (y no hay duda que tiene autoridad para establecer las que quiera) están obligados los beligerantes a someterse a ellas, con tal que no favorezcan al uno de los partidos más que al otro, ni sean contrarias a los oficios de hospitalidad y asilo que se dispensan a las naciones amigas, y que la humanidad concede siempre al infortunio.

7. Jurisdicción de los neutrales en casos de presas. - El único remedio de las injurias que la licencia de la guerra hace sufrir demasiadas veces a las naciones amigas, es en la mayor parte de los casos la imparcial justicia administrada por los beligerantes en materia de presas, y la restitución de las propiedades ilegítimamente apresadas; restitución que si no se hace oportunamente por los tribunales que juzgan esta especie de causas, produce después embarazosos reclamos y controversias delicadas. Pero también hay circunstancias en que el Derecho de gentes permite a los neutrales hacerse justicia a sí mismos, ejerciendo jurisdicción sobre las presas de los beligerantes que llegan forzada o voluntariamente a sus puertos.

Los publicistas no están acordes sobre los límites de esta intervención judicial. Las Ordenanzas de marina de Francia establecen que si en las presas llevadas a puertos franceses se hallan mercaderías pertenecientes a los súbditos, o aliados de Francia, se les restituyen; sin distinguir si ha sido o no ilegal el apresamiento; lo que Valin explica suponiendo que esta restitución se exige como una especie de recompensa por la acogida que se da a los captores y a sus presas; favor que, según hemos visto, es extremadamente limitado. A los corsarios mismos que son obligados a esta restitución, no se les permite almacenar ni vender las mercaderías restantes bajo   —318→   ningún pretexto. Pero cualquiera que haya sido el motivo de esta disposición, ella exigiría sin duda el juicio de un tribunal francés sobre la nacionalidad de las mercaderías629. Azuni da mucha más latitud a la jurisdicción de los neutrales. «Es constante, dice, que un buque armado en guerra conserva su independencia en el territorio neutral por lo tocante a su régimen interior, y que el soberano del puerto en que ha entrado, no puede obligar a la tripulación a que obedezca sus leyes. Así que, generalmente hablando, no le es lícito poner en libertad una presa ilegítima. Pero esta prerrogativa de los buques de guerra o corsarios no se extiende a los casos en que los súbditos del soberano del puerto, y aun de cualquiera otra potencia neutral, tienen interés en el buque apresado. Entonces se debe proceder según las reglas de la más severa justicia.

El apresador está obligado a probar que el buque ha sido apresado legítimamente, porque ha violado las leyes de la neutralidad. Por consiguiente me parece indubitable que un armador que entra en los puertos de un Estado extranjero conduciendo presas neutrales, no puede negarse a reconocer la jurisdicción del soberano del puerto, si la reclama el capitán del buque apresado, y sobre todo si son súbditos de este soberano los que tienen interés en la presa630.

Pero esta doctrina no parece conformarse a la costumbre actual de Europa. Pocas naciones han defendido con más celo y tesón los privilegios de los neutrales, que los Estados Unidos de América; y ya hemos visto que sus juzgados se abstienen de conocer en la legitimidad de las presas hechas a sus propios ciudadanos a título de infracción de la neutralidad.

En el caso de l'Invincible declaró la Corte Suprema, que a los tribunales de América no competía corregir los agravios que se supusiesen cometidos en alta mar contra las propiedades de los ciudadanos de aquellos Estados por un corsario que tuviese comisión legítima de una potencia amiga631.

Hay casos, con todo, en que, según la práctica de los mismos Estados, es competente la jurisdicción de los neutrales, a saber: cuando el corsario cuya presa es conducida a un puerto amigo, ha violado la neutralidad de la potencia en cuyo territorio se encuentra, ya armado o tripulando allí sin su consentimiento, ya cometiendo actos de hostilidad en sus aguas632.

En el caso de la Estrella se declaró por la Corte Suprema, que el derecho de adjudicar las presas y de dirimir todas las controversias relativas a ellas, pertenece exclusivamente a los   —319→   tribunales de la nación del apresador; pero que es una excepción de esta regla, que cuando el buque apresado se halla bajo las baterías de la potencia neutral, los juzgados de ésta tienen facultad de investigar si la nave apresadora ha infringido su neutralidad; y que siendo así, están obligados a restituir a los primitivos dueños las propiedades apresadas por corsarios ilegalmente armados, aparejados o tripulados en sus puertos633. Y es de notar que la exención de que gozan los buques de la marina pública de un Estado extranjero, que entran en los puertos de una potencia neutral con licencia del soberano, expresa o presunta, no se extiende a las naves o mercaderías que llevan a ellos, apresadas en contravención a los privilegios de la neutralidad de esa potencia634.

Esta línea de separación entre los beligerantes y los neutrales, por lo tocante a la jurisdicción de presas, es clara y precisa. La expresión violar la neutralidad tiene dos sentidos diferentes: ya significa un acto del neutral, que interviene ilegítimamente en la guerra, favoreciendo al uno de los beligerantes, más que al otro; y ya se aplica a la conducta de los beligerantes, que infringen la inmunidad del territorio neutral, atacando o persiguiendo al enemigo en él, o haciendo armamentos hostiles en contravención a las leyes. De las infracciones de la primera especie la potencia beligerante agraviada es el único juez: si sus buques armados apresan propiedades neutrales alegando que sus dueños se han hecho culpables de algunas de las delincuencias que por el Derecho de gentes se castigan con la confiscación del buque o la carga, toca a los tribunales de los captores pronunciar sobre la legitimidad del apresamiento. Pero si es el beligerante el que infringe los derechos del neutral, abusando de su hospitalidad y cometiendo en su territorio actos hostiles, corresponde entonces a la potencia neutral agraviada defender sus inmunidades, compeliendo al ofensor a la reparación de los daños hechos; de manera que cuando la presa es conducida a un puerto suyo, puede ejercer jurisdicción sobre ella, y mandarla restituir a los propietarios primitivos; y este derecho se extiende, según Kent, aun a aprehender en alta mar los buques extranjeros que han atropellado sus privilegios o contravenido a sus leyes, y a conducirlos a sus puertos para el examen judicial de los hechos y la restitución de las presas.

He aquí las reglas que los tribunales americanos observan en esta adjudicación:

Los armamentos o aprestos ilegales sólo vician las presas hechas en el crucero o viaje de corso, para que fueron destinados;   —320→   y no producen vicio alguno después de la terminación de este viaje635.

Si la terminación del crucero es puramente paliativa, y el buque corsario se aprestó y armó en territorio neutral con el objeto de emplearse en el viaje de corso, durante el cual se hizo la presa, el vicio de la captura no se considera purgado636.

La jurisdicción del neutral en estos casos se ciñe por el Derecho de gentes a la restitución de la propiedad apresada con la indemnización de los perjuicios causados y el pago de las costas del juicio; pero no comprende la facultad de imponer multas penales como en los casos ordinarios de injurias cometidas en el mar637.

El que pida la restitución alegando ilegal armamento, debe probarlo638.

Si se prueba contra el apresador el hecho de haber alistado marineros en el territorio neutral, y él alega en su defensa que estos marineros eran súbditos de la potencia bajo cuya bandera se ha hecho la presa, y no domiciliados en territorio neutral, está obligado el apresado a probar la excepción639.

La condenación de la presa, pronunciada por un tribunal de la nación del captor, no embaraza la jurisdicción del juzgado neutral, que tiene la custodia de la propiedad apresada640.

El juzgado neutral ordena la restitución de la presa al dueño primitivo, cuando el que demanda la propiedad a título de captura hostil es el mismo que infringió la neutralidad; lo cual se verifica sin embargo de haber sido condenada la presa por un tribunal de la nación del captor641. Pero si el que hace la demanda, después de la condenación de la presa, no es el que cometió la infracción, ni ha tenido complicidad en ella, y prueba posesión de buena fe a título oneroso, no puede el juzgado neutral restituir la propiedad al primitivo dueño642.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Restricciones impuestas por el derecho de la guerra al comercio neutral activo, y principalmente al marítimo


Sumario: 1. Mercaderías enemigas en buques neutrales. - 2. Mercaderías neutrales en buques enemigos. - 3. Observación sobre los dos principios opuestos: el de la propiedad y el del pabellón. - 4. Contrabando de guerra. - 5. Bloqueo. - 6. Protección enemiga y participación de los neutrales en la guerra. - 7. Deferencia servil de los neutrales a las miras del enemigo. - 8. Comercio colonial y de cabotaje: regla de 1756. - 9. Embargo de los buques neutrales para expediciones de guerra. - 10. Visita. - 11. Documentos justificativos del carácter neutral.

1. Mercaderías enemigas en buques neutrales. - ¿Tenemos derecho643 para confiscar las mercaderías enemigas embarcadas en buques neutrales? Considerando las naves mercantes de una nación como una parte del territorio sujeto a sus leyes, parece que no nos es lícito cometer en ellas un acto tan declarado de hostilidad, como el de apresar las propiedades de nuestro adversario. Pero la territorialidad de las naves es una ficción, imaginada para representar la jurisdicción de cada Estado sobre ellas y sobre los individuos que van a su bordo. No debemos dar a esta ficción una latitud de que resultase mucho más perjuicio a los beligerantes que de la práctica contraria a los neutrales. Suponiendo, pues, que al confiscar las propiedades enemigas bajo pabellón neutral, se indemnizasen a los dueños del buque los perjuicios ocasionados por el apresamiento, ¿qué pudieran alegar las naciones amigas contra un ejercicio tan racional y moderado del derecho de captura? ¿La incomodidad de la visita del buque y del examen de la carga? Pero esta visita y examen serían siempre necesarios para averiguar si los buques pertenecen efectivamente a la nación cuya bandera tremolan, si su carga es contrabando   —322→   de guerra, si se dirigen a una plaza sitiada o bloqueada, etcétera. Toda la diferencia consiste en la necesidad de llevar documentos que califiquen la neutralidad de la carga, y de someterse a veces a un registro más escrupuloso y prolijo. Pero estos inconvenientes se hallan superabundantemente compensados por las grandes utilidades que acrecen en tiempo de guerra al tráfico de las naciones neutrales.

Hablamos en el supuesto de que el derecho de la guerra nos autoriza para apresar en el mar las propiedades de los súbditos del enemigo; máxima que reconocen actualmente todos los Estados de la tierra. Sería de desear que en esta materia se adoptasen reglas más análogas al espíritu mitigado y liberal del Derecho de gentes moderno. Pero si se admite que es lícito y justo destruir la navegación y el comercio marítimo del enemigo, como elementos de donde saca los más poderosos medios de dañarnos, y que para lograr este objeto nos es permitido hacer presa las propiedades particulares empleadas en ellos, fuerza es admitir también las consecuencias que se derivan de este principio, en tanto que no se siga de ellas ningún inconveniente grave a los neutrales.

Con respecto a las naves de guerra neutrales, se admite generalmente que no están sometidas a esta visita y registro, ni aun dentro de la jurisdicción del otro Estado; mucho menos en alta mar644.

Podemos apresar las propiedades enemigas en buques mercantes bajo la bandera de una potencia neutral, pero estamos obligados a resarcir a sus ciudadanos los daños que el ejercicio de este derecho les ocasione. La regla que se observa es, que si la carga se declara buena presa y el capitán no ha obrado de mala fe o en contravención a la neutralidad645

, se le abona el flete, y además se le concede una razonable indemnización por la demora, dado caso que el apresamiento le haya causado alguna. El flete de los efectos condenados se le abona por entero como si los hubiese entregado a los consignatarios, y no a proporción de la parte del viaje que efectivamente ha hecho; porque el captor se sustituye al enemigo, y apoderándose de sus propiedades, contrae con los dueños del buque las obligaciones inherentes a ellas.

Si una parte de la carga se condena, y se absuelve y restituye la parte restante, el flete debe imputarse a toda la carga, y no solamente a la que ha sido adjudicada al captor; es decir, que el captor no es obligado a pagar otro flete que el correspondiente   —323→   a los efectos condenados. «Los captores -dijo el juez Story en la Corte Suprema de los Estados únidos- no pueden ser obligados a más que al flete de los efectos que se les adjudican. La detención de un buque neutral que lleva mercaderías enemigas es un ejercicio estrictamente justificable de los derechos de la guerra. No se hace en ello agravio al neutral, aunque se le frustre el viaje. Los captores no deben, pues, responder de los perjuicios que ocasione al neutral el justo ejercicio de los derechos de un beligerante. Habrá en ello una desgracia para el neutral, pero no una injuria del beligerante. Por el apresamiento los captores se sustituyen a los dueños, y adquieren la propiedad con el gravamen inherente a ella. Por consiguiente son responsables del flete de aquellos efectos, de que la sentencia les declara el dominio, y en que los subroga a los primitivos propietarios. Hasta aquí la regla es perfectamente equitativa. Extenderla más, y cargarles el flete de mercaderías que no han recibido, o gravarlos con las obligaciones de un contrato de fletamento en que no han intervenido, no sería razonable en sí ni conciliable con los principios reconocidos en materia de presas. De esa manera, en un caso de captura legítima, la condenación de un solo fardo pudiera envolver a los captores en una ruina completa, gravándolos con el flete estipulado para toda la carga646.

No se considera como perjuicio que deba abonarse a los neutrales la mera privación de un lucro que nace del estado de guerra. De aquí es que no siempre se abona el flete estipulado en la contrata de fletamento, que puede ser a veces muy alto en razón de las circunstancias de la guerra, y a veces abultado con el objeto de defraudar al captor647.

2. Mercaderías neutrales en buques enemigos. - ¿Tenemos derecho para confiscar las propiedades neutrales embarcadas en bajeles enemigos? No hay principio alguno sobre que pueda fundarse una pretensión semejante. Los males de la guerra deben limitarse, en cuanto es posible, a las potencias beligerantes; las otras no hacen más que continuar en el estado anterior a ella: conservan con los dos partidos las mismas relaciones que antes; y nada les prohíbe seguir su acostumbrado comercio con el uno y el otro, siempre que esto pueda hacerse sin intervenir en la contienda.

Las propiedades neutrales son, pues, inviolables, aunque se encuentren a bordo de embarcaciones enemigas. Pero en este caso no se les debe indemnización alguna por la pérdida, menoscabo   —324→   o desmejora que sufran sus mercaderías a consecuencia del apresamiento del buque. El perjuicio que reciben entonces los neutrales es una contingencia a que se exponen voluntariamente embarcando sus propiedades bajo un pabellón que no les ofrece seguridad alguna; y el captor, ejercitando el derecho de la guerra, no es responsable de los accidentes que ocasione, como no lo sería si una de sus balas matase a un pasajero neutral que desgraciadamente se hallase a bordo de la nave enemiga.

Esta regla no parece haber sido siempre bien entendida; y en tiempos de Grocio pasaba por una máxima antigua que los efectos encontrados en buques hostiles se reputaban hostiles. Pero el sentido racional de esta máxima es que en tal caso se presume generalmente que los efectos son de propiedad enemiga; presunción que puede desvanecerse con pruebas fehacientes de lo contrario. Juzgolo así la Corte Soberana de Holanda durante la guerra de 1338 con las Ciudades Hanseáticas; y de entonces acá ha venido a ser éste un principio de Derecho marítimo; de tal manera que si un neutral fuese socio de una compañía de comercio, y emprendiese algún tráfico o giro, que fuese ilegal para otro de los socios, esta ilegalidad no viciaría la parte que tuviese el neutral; de lo que se presenta un ejemplo en el caso del Franklin, juzgado por el Almirantazgo británico. Juan y Guillermo Bell, neutrales, aquél residente en América, país neutral, y éste en Inglaterra, país beligerante, estaban asociados y comerciaban con el enemigo de Inglaterra en tabacos, tráfico que respecto de Juan, residente en país neutral, era perfectamente legítimo, pero respecto de Guillermo, revestido del carácter nacional de su residencia, era ilegítimo, como toda especie de tráfico o giro entre los dos beligerantes. Embargose el tabaco: la parte de Guillermo se confiscó; pero la de Juan, que retuvo su carácter neutral, fue restituida. Si el súbdito neutral se constituyese agente de un súbdito enemigo e hiciese uso de papeles falsos, el caso sería diferente: la parte del neutral estaría sujeta a confiscación648.

La Corte Suprema de los Estados Unidos ha declarado, que los efectos neutrales eran libres aun a bordo de naves enemigas armadas en guerra, y sin embargo de la resistencia que estas naves hiciesen al apresamiento, siempre que los dueños de los efectos no hubiesen tenido parte en el armamento ni en las hostilidades cometidas por ellas649; pero el Almirantazgo británico ha decidido lo contrario.

  —325→  

Los apresadores de mercaderías neutrales en naves enemigas no tienen derecho al flete cuando se ordena la restitución de estas mercaderías, a menos que sean conducidas a su destino, según la intención de los contratantes650.

3. Observación sobre los dos principios opuestos: el de la propiedad y el del pabellón. - El derecho de apresar las propiedades enemigas a bordo de buques neutrales fue ya reconocido en la antigua compilación de Derecho marítimo llamada Consulado del Mar. Inglaterra, aunque se ha separado de esta práctica en algunos tratados, lo ha sostenido por cerca de dos siglos como perteneciente al Derecho común y primitivo de las naciones. Otras potencias han proclamado en varias épocas el principio contrario, que «las embarcaciones libres hacen igualmente libres las mercaderías que van a su bordo». Así lo hicieron los holandeses en la guerra de 1796. Pero Mr. Jenkinson (después Lord Liverpool) publicó el año siguiente un discurso en que manifestó del modo más concluyente la legalidad del apresamiento, citando gran número de autoridades y ejemplos. La conducta del gobierno francés ha sido caprichosa y fluctuante, ya sosteniendo el antiguo derecho, y aun extendiéndolo hasta el punto de confiscar la nave neutral, si el embarco de propiedades hostiles se hubiese hecho a sabiendas651; ya limitando la confiscación de la nave a los casos en que su neutralidad apareciese dudosa, o en que el sobrecargo u oficial mayor o más de los dos tercios de la marinería fuese súbditos de un Estado enemigo, o en que el rol   —326→   de tripulación no fuese autorizado por los funcionarios públicos del puerto neutral de que procediese la nave652.

Tal era el estado de cosas en 1780, cuando la Emperatriz de Rusia Catalina II expidió la célebre declaración de la neutralidad armada, proclamando como una regla incontestable del Derecho primitivo de gentes: «Que los neutrales pueden navegar libremente de puerto a puerto y sobre las costas de las naciones en guerra, siendo igualmente libres los efectos de estas naciones que vayan a su bordo, excepto los de contrabando»; e intimando que para mantenerla y proteger el honor de su pabellón y el comercio y navegación de sus súbditos, había mandado aparejar una parte considerable de sus fuerzas navales653. Accedieron a esta declaración Francia, España, Holanda, Suecia, Dinamarca, Prusia, el Emperador de Alemania, Portugal y las dos Sicilias. Pero la oposición de una Potencia de tan decidida superioridad marítima como la Gran Bretaña era un obstáculo para el triunfo de aquella ley convencional de neutralidad. Así fue que se dejó de insistir en ella. Los esfuerzos que las potencias del Báltico hicieron en 1801 para restablecerla, fueron vigorosamente contrarrestados por Inglaterra; Rusia misma tuvo que abandonarla en la convención del 5 (17) de junio de 1801, estipulando expresamente: «Que los efectos embarcados en naves neutrales fuesen libres, a excepción de los de contrabando de guerra y los de «propiedad enemiga»654; y el de Austria siguió este ejemplo en sus Ordenanzas de neutralidad del 7 de agosto de 1803. La regla fue reconocida como derecho común, sin perjuicio de los convenios especiales que la derogaban o modificaban.

El gobierno de los Estados Unidos admitió la legalidad de la práctica británica durante las prolongadas guerras que se originaron de la revolución francesa; pero posteriormente se ha empeñado en el establecimiento de la regla prescrita por el Código del Báltico, alegando que el supuesto derecho de confiscar las propiedades enemigas en buques neutrales, no tiene otro fundamento que la fuerza; que aunque la alta mar es común a todos, cada Estado tiene jurisdicción privativa sobre sus buques; que todas las naciones marítimas de la Europa moderna, cual en una época y cual en otra han accedido a la regla de la inmunidad de las propiedades enemigas, en naves amigas; que ninguna potencia neutral está obligada a deferir al principio contrario, y que por haberlo tolerado un tiempo no han renunciado el derecho de sostener oportunamente   —327→   la seguridad de su bandera. La única excepción que admiten los angloamericanos es ésta: que el uno de los beligerantes puede rehusar a una bandera neutral esta inmunidad protectora, si el otro no se la concede igualmente. Con todo eso, la autoridad y la práctica antigua en que se apoya la regla contraria -dice el americano Kent- y el expreso y prolongado reconocimiento de ella por los Estados Unidos, parecen no darles ya margen para controvertirla.

El gabinete de Washington ha incorporado esta nueva doctrina en sus tratados con las otras repúblicas americanas, cuya reciente independencia ha parecido una coyuntura favorable para inculcar e introducir principios más humanos y liberales de Derecho marítimo, bajo la sanción de una numerosa familia de pueblos, llamados a un extenso comercio con las naciones de Europa. Mucha parte del actual poder y prosperidad de los angloamericanos se debe sin duda a las reñidas contiendas que han agitado al mundo antiguo, y en que han tenido la cordura de no mezclarse: su política es la neutralidad, y por consiguiente, esforzándose en extender las inmunidades de los neutrales, no han hecho otra cosa que promover su interés propio. Pero éste coincide con el interés general, porque tiende a suavizar la guerra y proteger el comercio.

La libertad de los efectos neutrales bajo pabellón enemigo no es menos antigua, ni está menos firmemente reconocida. Encuéntrase ya en el Consulado del Mar. Las Ordenanzas francesas de 1543, 1584 y 1681, declararon estos efectos buena presa, pero en el día la opinión y la práctica general se oponen a ello.

En los tratados de la Federación Americana con las nuevas repúblicas se ha unido la exención antedicha de las mercaderías enemigas en naves neutrales con la regla contraria de la confiscación de mercaderías neutrales bajo pabellón enemigo: subordinando en todos los casos la propiedad a la bandera. Pero tal vez en esto han llevado miras más nacionales y exclusivas. El efecto natural de esta regla es atraer el comercio de acarreo de los beligerantes a las potencias neutrales; movimiento a que propende bastante por sí solo el estado de guerra.

Las dos proposiciones distintas, que «las mercaderías enemigas bajo pabellón neutral pueden lícitamente apresarse», y que «las mercaderías neutrales bajo pabellón enemigo deben restituirse a sus dueños», han sido explícitamente incorporadas en la jurisprudencia de los Estados Unidos, cuya Corte Suprema las ha declarado fundadas en el Derecho común de gentes. Ellas reposan, según la doctrina de aquel tribunal, sobre un principio claro y sencillo, es a saber, que tenemos un derecho incontestable para apresar las propiedades de   —328→   nuestro adversario, pero no las de nuestros amigos. La bandera neutral no constituye protección para la carga enemiga, y la bandera enemiga no comunica este carácter a la carga neutral. El carácter de la carga no depende de la nacionalidad del vehículo, sino de la del propietario.

Los pactos que las naciones han hecho para derogar este simple y natural principio, sólo obligan a los contratantes en sus relaciones recíprocas. En lo demás no se hace mudanza. Los angloamericanos, por ejemplo, confiscarán las propiedades hostiles bajo el pabellón neutral británico, y las respetarán bajo el de Colombia o Chile, mientras permanezcan en vigor los tratados que han celebrado con estas repúblicas. Más aún en las relaciones recíprocas de los contratantes hay casos en que es necesario atenerse al derecho común. Supongamos, por ejemplo, que Gran Bretaña se hallase en guerra con Estados Unidos. Como Gran Bretaña confiscaría las propiedades hostiles bajo bandera neutral, sería necesaria que Estados Unidos hiciesen lo mismo por su parte; de otro modo darían una ventaja a su enemigo. Por consiguiente, se ha introducido en los tratados de las repúblicas americanas esta excepción: que si una de las partes contratantes se hallase en guerra con una tercera potencia que no admitiese como regla que la bandera libre hace libre la carga, y la otra parte contratante permaneciese neutral en la guerra, la bandera de esta última nación no cubriría las propiedades de aquella tercera potencia.

Esta excepción conduce naturalmente a otra. Si en el caso que hemos supuesto, las mercaderías de la potencia neutral, bajo el pabellón británico, fuesen confiscadas por los americanos, y las mercaderías de Gran Bretaña, bajo el pabellón de la potencia neutral, fuesen igualmente confiscables por los americanos, la potencia neutral se habría hecho, en virtud del tratado, de mucho peor condición que los demás neutrales. Fuera de eso, Gran Bretaña tendría derecho para considerar la conducta de neutral como opuesta a los deberes de la neutralidad; sujetándose éste a la prohibición de valerse de naves británicas para el acarreo de sus productos mercantiles, autorizaba a Gran Bretaña para imponerle por su parte la prohibición de valerse de naves americanas. Dejaría, pues, de respetar los productos de aquella potencia neutral embarcados bajo el pabellón de su enemigo. De aquí es que en los tratados de las repúblicas americanas se ha introducido esta excepción: que cuando el enemigo de una de las partes contratantes no reconociese el principio de la bandera sino el de la propiedad, las mercaderías del otro contratante, embarcadas en las naves de este enemigo, fuesen libres.

Hay cierta conexión natural entre la regla que absuelve la carga enemiga en buque neutral y la que condena la carga   —329→   neutral en buque enemigo. Pero este enlace no es necesario. La primera regla es una concesión de los beligerantes, que confieren a la bandera neutral un privilegio a que no tiene derecho; la segunda regla es una concesión de los neutrales, que renuncian, a favor de los beligerantes, una inmunidad natural. Si un tratado estableciese una de estas dos reglas, y guardase silencio con respecto a la otra, se entendería que en esta parte la intención de los contratantes había sido mantener el derecho común.

Concluiremos este artículo con dos observaciones. La primera es relativa al principio de la propiedad y al modo de calificarla. El derecho ad rem o in rem que un neutral puede tener sobre la propiedad hostil, no borra en ella este carácter ante los juzgados de presas. Una nave, por ejemplo, no dejará de ser adjudicada al captor, porque el neutral a quien la haya comprado el enemigo no haya recibido el precio de la venta. De otro modo no sabrían jamás los captores a qué efectos les sería lícito echar mano; los más auténticos documentos servirían sólo para inducirlos en error, si hubiesen de tomarse en cuenta los privilegios e hipotecas a que pudieran estar afectadas las mercaderías. Los juzgados mismos se verían sumamente embarazados, si admitiesen consideraciones semejantes, por que la doctrina relativa a las hipotecas no es uniforme, y depende enteramente de los principios de jurisprudencia civil que cada nación ha adoptado.

La segunda observación es general. Cada beligerante tiene facultad (con el consentimiento de sus aliados) para mitigar el ejercicio de sus derechos, eximiendo de confiscación cualquiera especie de tráfico en épocas y lugares determinados; como cuando el gobierno inglés dio orden a los comandantes de sus buques de guerra y corsarios, que no molestasen las naves neutrales cargadas solamente de granos (aunque éstos fuesen propiedad enemiga) y destinadas a España, afligida entonces de hambre y pestilencia. Las concesiones de esta especie se interpretan siempre en el sentido más favorable.

4. Contrabandos de guerra. - Las dos reglas de que se ha hecho mención en los artículos anteriores pueden considerarse como meras consecuencias de la máxima general relativa al comercio de los neutrales, es a saber, que la neutralidad no es una mudanza de Estado, que sus relaciones entre sí y con los beligerantes son las mismas que antes eran, y que nada les prohíbe, por consiguiente, seguir haciendo con todas las otras naciones el tráfico y giro mercantil que acostumbraban en tiempo de paz, y aun extenderlo, si pueden, con tal que no intervengan ilegítimamente en la guerra.

Pero del deber de no intervenir en las operaciones hostiles,   —330→   favoreciendo a uno de los partidos contra el otro, nacen varias limitaciones de su libertad comercial. De éstas vamos a tratar ahora. Empezaremos por la prohibición del contrabando de guerra.

Mercaderías de contrabando se llaman aquellas que sirven particularmente para las operaciones hostiles, por lo cual se prohíbe a los neutrales llevarlas a los beligerantes. Grocio distingue tres clases de mercaderías: unas cuya utilidad se limita a la guerra; otras que no sirven para operaciones hostiles, y otras de naturaleza mixta, que son igualmente útiles en la paz y en la guerra. Todos están acordes en considerar los artículos de la primera clase como de contrabando, y los de la segunda como de lícito tráfico. En cuanto a los de la tercera -dinero, provisiones, naves, aparejos navales, madera de construcción y otros-, hay mucha variedad en las opiniones y en la práctica.

Caballos y monturas se miran generalmente como artículos de comercio ilegal.

En una guerra marítima tienen el carácter de contrabando las naves y toda especie de efectos destinados al servicio de la marina. Valin dice que estos efectos se han calificado de contrabando desde el principio del siglo XVIII; y las reglas británicas relativas a la captura marítima son terminantes en la materia. Alquitrán, pez, cáñamo, y cualesquiera otros materiales a propósito para la construcción y servicios de naves de guerra, se han declarado contrabando en el Derecho de gentes moderno, aunque en tiempos pasados, cuando el mar no era tan a menudo el teatro de las hostilidades, su carácter fuese más disputable. La lona se mira como contrabando universalmente, aun cuando su destino es a puerto de que el enemigo se sirve sólo para el comercio, y no para expediciones hostiles.

Con respecto a la madera de construcción, no exclusivamente aplicable a la guerra, las opiniones no están acordes. El gobierno americano ha concedido frecuentemente que esta especie de mercancía era contrabando de guerra. Pero el Consejo de presas de París declaró en 1807, en el caso de la nave austríaca Il Volante, que la madera de construcción, no exclusivamente aplicable a la marina de guerra, no estaba comprendida en la prohibición del Derecho de gentes.

Aun a las provisiones de boca destinadas a puerto enemigo no bloqueado, se ha extendido a veces la calificación de contrabando; como a los granos y harinas por el decreto de 9 de mayo de 1793 de la Convención Nacional francesa, y por las instrucciones dadas a los marinos británicos en 8 de julio siguiente. Inglaterra sostuvo que debían considerarse como tales toda clase de víveres cuando el privar de ellos al enemigo   —331→   era uno de los medios de reducirle a términos razonables de paz, y que este medio se adaptaba particularmente a la situación de Francia, que había puesto sobre las armas casi toda su clase trabajadora con el objeto de hostilizar a todos los gobiernos de Europa. Los angloamericanos rechazaron esta pretensión con el vigor que saben emplear en la defensa de sus intereses nacionales. La cuestión, sin embargo, quedó indecisa en el tratado que celebraron con Gran Bretaña en 1794, en el cual aunque la lista de artículos de contrabando contenía toda especie de materiales destinados a la construcción de naves, excepto el hierro en bruto y tablas de pino, con respecto a los víveres sólo se declaró que generalmente no eran de tráfico ilícito, pero que según el Derecho actual de gentes podían serlo en algunos casos, que no se especificaron; y se estipuló, por vía de relajación con la pena legal, que cuando se confiscasen como contrabando de guerra, se abonarían por los captores o su gobierno el justo precio de ellos, el flete y una razonable ganancia. El gobierno americano ha reconocido repetidas veces, que en cuanto a la enumeración de artículos de contrabando, este tratado fue meramente declaratorio del Derecho común.

El catálogo de los artículos de contrabando -según expuso el juez del Almirantazgo británico en el caso de la Jorge Marparetha- había variado algunas veces de tal modo, que era difícil explicar las variedades, porque éstas dependían de circunstancias particulares, cuya historia no acompañaba a la noticia de las decisiones. En 1673 se consideraba como contrabando el trigo, el vino, el aceite, y en épocas posteriores muchos otros artículos de mantenimiento. En 1747 y 48 pasaba por contrabando el arroz, la manteca y el pescado salado. La regla que actualmente rige es que las provisiones de boca no son contrabando per se, pero pueden tomar este carácter según las circunstancias de la guerra y la situación de las potencias beligerantes655.

En el rigor o lenidad con que se tratan los artículos tanto de mantenimiento como de otras especies, influye mucho, según la doctrina del Almirantazgo británico, la circunstancia de ser producciones naturales del país a que pertenece la nave. Otro motivo de indulgencia es el hallarse en su estado nativo, y no haber recibido del arte una forma que los haga a propósito para la guerra. Así es que el trigo, el cáñamo y el hierro en bruto se consideran como de lícito tráfico, mas no la galleta, ni las jarcias o anclas. Pero la distinción más importante que debe hacerse es, si los artículos se destinan al consumo general o de la marina mercante, o si hay probabilísima presunción   —332→   de que van a emplearse en operaciones hostiles. En este punto las circunstancias del puerto a que se llevan ofrecen un razonable criterio. Si el puerto es puramente de comercio, se presume que los artículos ambiguos se destinan a usos civiles, aunque accidentalmente hayan servido para la construcción de un navío de guerra. Pero si de aquellos en que suelen hacerse aprestos militares como Porsmouth en Inglaterra, o Brest en Francia, se presume que los artículos se destinan a usos militares, aunque pudieran aplicarse a otro objeto. Como no hay modo de averiguar el destino final de efectos cuyo uso es indefinido, no debe mirarse como injuriosa la regla que se fija en el carácter del puerto a que se dirige la nave, y crece en gran manera la vehemencia de la presunción, cuando es notorio que se hace en este puerto un armamento considerable, para el cual serían de mucha utilidad los efectos.

Esta doctrina de los juzgados ingleses coincide esencialmente con la del Congreso Americano en 1775, cuando declaró que toda nave que llevase provisiones u otros artículos de necesario consumo a los ejércitos o escuadras británicas, estaba sujeta a confiscación. Adoptola también plenamente la Corte Suprema de los Estados Unidos, como se vio el año 1815 en el caso del Commerce, buque neutral que llevaba provisiones para el servicio del ejército inglés en España. La Corte Suprema declaró que las provisiones eran contrabando siempre que fuesen producción de país enemigo, y que se destinasen al consumo de las fuerzas terrestres o navales del mismo enemigo, pero que no debían mirarse como contrabando si eran producción neutral, y se destinaban al uso común656. «Esta especie de artículos -añadió la Corte- no son generalmente ilícitos, pero el objeto del viaje y las circunstancias de la guerra pueden darles este carácter. Si van a servir a los habitantes del país enemigo sin distinción de personas, es lícito su trasporte; pero el caso es diferente si van a servir particularmente a las tropas o escuadras del enemigo, o se llevan a los puertos en que suelen aprestarse sus armamentos. Y esto se aplica aun al caso en que las tropas o escuadras del enemigo se hallan en territorio neutral».

La Corte de Circuito de los mismos Estados declaró el año 1815, que las provisiones pasan a ser de tráfico ilícito, siempre que se destinan a un puerto en que se hacen aprestos de guerra657.

Variando los usos de la guerra de un tiempo a otro, artículos que han sido inocentes pueden dejar de serlo a consecuencia   —333→   de su aptitud para emplearse en algún nuevo género de hostilidad. Los principios son siempre unos mismos, pero su aplicación puede ser diferente. Compete, pues, al soberano beligerante la declaración de nuevos artículos de contrabando, cuando por las novedades introducidas en la práctica de la guerra llegan a ser instrumentos de destrucción de las cosas que antes eran por su naturaleza inocentes.

La pena que se aplica a los infractores de las leyes internacionales relativas al contrabando, es la confiscación de las especies de ilícito tráfico. Una vez que los neutrales tienen noticia de la guerra, si conducen a mi enemigo mercaderías de que puede hacer uso para dañarme, no deben quejarse de mí si las apreso y confisco. Limitarme a tomarlas pagando el precio de ellas a su dueño, sería contraer con los neutrales la obligación de comprarles todos los efectos de esta especie que afectasen llevar al enemigo, sin otro límite que el de sus medios de producción; y el mero embargo de los efectos sería por otra parte una providencia ineficaz para intimidar la codicia de los especuladores, principalmente en la mar, donde es imposible cortar todo acceso a los puertos de los beligerantes.

Tienen, pues, derecho las naciones que se hallan en guerra para aprehender y confiscar los efectos de contrabando. Pero no lo tienen para quejarse del soberano cuyos súbditos han delinquido traficando en estos efectos. En 1796 pretendió la república francesa que los gobiernos neutrales estaban obligados a prohibir y castigar este tráfico. Pero los Estados Unidos sostuvieron la libertad de los neutrales para vender en su territorio o llevar a los beligerantes cualesquiera artículos de contrabando, sujetándose a la pena de confiscación en el tránsito. El derecho de los neutrales al acarreo de estos artículos está en conflicto con el derecho del beligerante a confiscarlos, y ninguno de los dos soberanos puede imputar una ofensa al otro.

La confiscación se conmuta algunas veces en la simple preención o preferencia de compra; es decir, que los captores retienen los artículos de contrabando, satisfaciendo su valor a los neutrales. Obsérvase esta regla con las sustancias alimenticias que no han recibido su última preparación, como el trigo o la harina, y con algunos otros artículos, como alquitrán y pez, y cuando son producciones del país a que pertenece la nave. Se paga por ellos un precio equitativo, no el que pueden tener accidentalmente por un efecto de la guerra en el puerto a que van destinados.

El contrabando, según la expresión de los juzgados de Amirantazgo contagia los demás efectos que se hallan a bordo de la misma nave y pertenecen al mismo propietario. Antiguamente   —334→   se confiscaba también el buque; hoy sólo recaen sobre él la pérdida del flete y los gastos consiguientes a la captura, a menos que sea también propiedad del dueño de los artículos de contrabando, o que en el viaje se descubran circunstancias de particular malignidad, entre las cuales la de navegar con papeles simulados se mira como la más odiosa de todas. En éste y los demás casos de fraude por parte del propietario del buque o de su agente, la pena se extiende a la confiscación del buque y de toda la carga.

El delito del contrabando se purga, según el lenguaje de los juzgados de presas, por la terminación del viaje, es decir, que no puede apresarse el producto de los efectos ilícitos en el viaje de vuelta658. Pero en el caso de haberse debido el buen suceso del primer viaje a papeles falsos que paliaban el verdadero destino de la expedición, se puede, según el Almirantazgo británico, apresar y confiscar a la vuelta el producto de los efectos de contrabando659.

Para evitar el peligro de confiscación es necesario que el neutral que tiene efectos de contrabando a bordo, sea sumamente circunspecto en su viaje; porque no puede tocar con impunidad en ningún puerto enemigo bajo el pretexto, por especioso que parezca, de vender artículos inocentes. Para hacerlo debe dirigirse primero a un paraje en que no se halle establecido el enemigo y se puedan descargar lícitamente las mercaderías de contrabando.

5. Bloqueo. - Otra restricción impuesta a los neutrales es la de no comerciar en ninguna manera con las plazas sitiadas o bloqueadas. «El beligerante que pone sitio a una plaza o que la bloquea -dice Vattel- tiene derecho para impedir a los demás la entrada en ella, y para tratar como enemigo al que quiera entrar, o llevar algo a los sitiados sin su permiso, porque estorba su empresa, y puede hacerla abortar, y envolverle de este modo en todas las calamidades que trae consigo la fortuna adversa de las armas». Entre los derechos de la guerra ninguno hay más puesto en razón, ni más autorizado por la práctica de los mejores tiempos.

Para la legalidad de la pena que recae sobre los quebrantadores de este derecho, son necesarias tres cosas: actual bloqueo, noticia previa, violación efectiva660.

1. Un simple decreto no basta para constituir bloqueo; es menester también que delante de la plaza bloqueada haya una   —335→   fuerza suficiente para llevarlo a efecto. Si se bloquea no sólo una plaza, sino una costa algo extensa, es necesario que la fuerza sea bastante grande para obrar a un mismo tiempo sobre toda la línea661.

La ausencia accidental de la escuadra bloqueadora en el caso de una tempestad, no se mira como interrupción del bloqueo; y así es que si un neutral quisiese aprovecharse de esta circunstancia para introducirse en el puerto bloqueado, la tentativa se consideraría fraudulenta662. Pero si el servicio de la escuadra fuese remiso y descuidado, o si se la emplease accidentalmente en otros objetos que distrajesen una parte considerable de su fuerza, de manera que no quedase la necesaria, estas interrupciones, aunque fuesen por un tiempo limitado, suspenderían verdaderamente el bloqueo. «Es en vano -decía Sir W. Scott en el caso de la Juffrow María Schroeder- que los gobiernos impongan bloqueos, si los que están encargados de este servicio no lo desempeñan como deben. El inconveniente que de ello resulta es muy grave. Cunde el rumor de haberse levantado el bloqueo, los especuladores extranjeros se aprovechan de esta noticia, cae en el lazo la propiedad de personas incautas, y se compromete el honor mismo de los beligerantes»663. Si se suspenden voluntariamente el bloqueo, o si la presencia de una fuerza contraria obliga a levantarlo, se le mira como terminado, y es necesario nueva noticia para que produzca otra vez sus efectos664.

2. La segunda circunstancia indispensable para la aplicación legal de la pena es que el neutral tenga conocimiento del bloqueo. Este conocimiento se le puede dar de dos modos: por notificación formal del gobierno beligerante a los gobiernos neutrales, o por noticia especial dada a la nave que se dirige al puerto bloqueado. Puede también ser suficiente en muchos casos la notoriedad del bloqueo.

Para que una notificación sea válida -según Sir W. Scott en el caso del Rolla- basta que sea digna de fe. Que se comunique con más o menos solemnidad importa poco, siempre que se trasmita de manera que no quede duda alguna de su autenticidad, pues entonces debe el neutral dirigir por ella su conducta. Lo que conviene en todos casos es que el bloqueo se   —336→   declare de un modo que no dé lugar a equivocaciones ni incertidumbres665.

El efecto de la notificación a un gobierno extranjero es que todos sus súbditos se reputan comprometidos en ella. Los súbditos no pueden entonces alegar ignorancia, porque es un deber del gobierno comunicar la noticia a todos los individuos cuya seguridad está encomendada666. Pero se concede un plazo razonable para la circulación de la noticia, que, pasado este plazo, se presume sabida, bien que la presunción puede destruirse por prueba contraria667.

Cuando el neutral ha recibido efectiva o presuntivamente la notificación, no se le permite acercarse a la fuerza bloqueadora a pretexto de informarse de si subsiste o no el bloqueo. «Si fuese lícito al comerciante -decía Sir W. Scott, en el caso de la Spes y la Irena- enviar su buque al puerto bloqueado, para que no encontrando la escuadra bloqueadora, entrase, y encontrándose pidiese una intimación y se dirigiese a otra parte, ¿a qué fraudes no daría lugar semejante conducta? La verdadera regla es que, sabida la existencia del bloqueo, no es lícito a los neutrales dirigirse al puerto mismo bloqueado so color de tomar informe»668.

En el caso del Neptuno, sentenciado por el mismo juez, se declaró que precediendo notificación formal, el acto de navegar al puerto bloqueado con destino contingente, esto es, con intención de entrar en él si se ha levantado el bloqueo, o si subsiste, dirigirse a otra parte, basta para constituir ofensa, porque el neutral debe presumir que se alzará formalmente el entredicho y se le dará noticia, y mientras esto no suceda, debe mirar el puerto como cerrado. Así que, desde el momento que zarpa con este destino, se hace delincuente, y su propiedad está sujeta a confiscación669.

Los tribunales británicos han relajado esta regla con respecto a los viajes distantes. A las naves procedentes de América -decía Sir W. Scott, en el caso citado de la Spes y la Irene-, se permite recibir noticia especial en el puerto mismo bloqueado, si salieron de la América antes de tenerse allí conocimiento   —337→   del bloqueo; y las naves que zarpan después de llegada la notificación, pueden navegar con destino contingente al mismo puerto, haciendo escala primeramente en un puerto neutral o británico para informarse del estado de cosas. A esta distancia -según observó el mismo juez en el caso de la Betsey- no es posible tener noticias constantes de la continuación o suspensión del bloqueo, y se hace necesario muchas veces atenerse a probabilidades y conjeturas. Los comerciantes de naciones remotas serían de peor condición, si estuviesen sujetos a la misma regla que los de Europa, que «el bloqueo se debe suponer existente mientras no se ha notificado su revocación», porque todo bloqueo duraría dos meses más para ellos, que para las naciones de Europa, que reciben esta notificación inmediatamente. Pero en ningún caso se puede ir a la boca misma del puerto a saber si subsiste el bloqueo, de que ya se tiene noticia670.

La notificación puede ser regular y precisa. Bloqueando a Amsterdam los ingleses, el comandante de la fuerza notificó falsamente a una nave neutral que todos los puertos de Holanda estaban bloqueados. La notificación fue considerada como nula no sólo respecto de los otros puertos, sino respecto de Amsterdam, porque, según la observación del mismo juez, se dejó al neutral sin elección para dirigirse a otro puerto de Holanda, y un comandante no debe poner a un neutral en semejante conflicto. «Soy de opinión -dijo- que si el neutral hubiese contravenido a la noticia, esta irregularidad hubiera justificado el hecho671.

La noticia especial basta para que se suponga la nave neutral suficientemente informada, porque si la comunicación de gobierno a gobierno es para conocimiento de los individuos, con la noticia especial se logra todavía mejor este objeto672.

La notoriedad del hecho, según la doctrina del Almirantazgo británico, puede mirarse como equivalente a la notificación, y hacerla innecesaria. Si se puede imputar a los neutrales el conocimiento del bloqueo, la intimación de la fuerza bloqueadora es una ceremonia superflua673. Por consiguiente no es necesaria la intimación a las naves que están surtas en el puerto bloqueado: es imposible en este caso ignorar la existencia de una fuerza que pone entredicho al comercio674.

El estar un navío de guerra a la boca de un puerto, aunque él solo baste a cerrarlo, no constituye un bloqueo de suficiente notoriedad para afectar al neutral, a menos que se le convenza   —338→   de haber recibido informes específicos. Por el contrario, si el hecho es suficientemente visible y notorio, todo navegante que se dirige al puerto bloqueado se presume prima facie hacerlo a sabienda675. Hay, sin embargo, relativamente a los efectos legales, dos diferencias entre el conocimiento que se supone adquirido por notoriedad y el que se ha dado por notificación formal. La excepción de ignorancia, que no puede alegarse en este caso, es admisible a prueba en el otro. Si ha precedido notificación, el acto de zarpar con destino al puerto bloqueado constituye delito; pero si el bloqueo existe sólo de hecho, los neutrales no tienen motivo de presumir que se les notificará formalmente su terminación, y pueden dirigirse al puerto bloqueado, haciendo escala en un paraje no sospechoso, para informarse del estado de cosas676.

A las reglas anteriores, fecundas sin duda de inconvenientes graves para los neutrales, se ha sustituido por convenciones otra más indulgente y cómoda, que prescribe para todos los casos la noticia especial, de manera que es siempre lícito a los neutrales dar vela con destino a un puerto bloqueado, y el dirigirse a él no constituye infracción de la neutralidad, mientras no se recibe o no se evita dolosamente la notificación especial677.

3. Veamos ahora qué es lo que constituye violación de bloqueo. La opinión general es que, además del conocimiento efectivo o presunto de la existencia del bloqueo, es necesario, para constituir violación, que se pueda imputar al neutral el designio de quebrantarlo, acompañado de alguna tentativa actual. La probanza del designio y del acto variará según las circunstancias, y en las inferencias que se saquen de éstas, influirán su carácter y el juicio del tribunal; pero rara vez se han disputado los principios. Dirigirse a un puerto bloqueado es en sí un acto inocente, si no se sabe que lo está. A la nave que se halle en este caso, debe hacerse una intimación del bloqueo, y si después de recibirla procura entrar, se la considera delincuente.

En los tribunales norteamericanos se ha disputado a veces la justicia de la doctrina inglesa, «que el acto de navegar a un puerto bloqueado, sabiendo que lo está, es criminal desde el principio, sea cual fuere la distancia entre la procedencia y el destino de la nave». Pero después de la relajación admitida por los ingleses en los viajes trasatlánticos, hay bastante conformidad sobre este punto en la jurisprudencia marítima de las dos naciones. En el caso de la Nereyde se declaró que el   —339→   zarpar con intento de quebrantar un bloqueo, era una delincuencia que autorizaba la confiscación. El delito subsiste, aunque al tiempo de la captura la nave compelida de vientos contrarios se haya apartado del derrotero, porque se presume que subsiste el propósito. En la Ordenanza holandesa de 1630 se declaró también, que las naves que se dirigían a un puerto bloqueado a sabiendas, incurrían en la pena de confiscación, a menos que hubiesen voluntariamente alterado el rumbo antes de llegar a vista del puerto, y Bynkerschoek ha defendido la legalidad de esta regla.

Si una plaza está bloqueada solamente por mar, el comercio terrestre con ella no es una ofensa contra los derechos de la potencia bloqueadora.

No se permite a la nave neutral mantenerse a las inmediaciones del puerto bloqueado, de manera que pueda entrar en él impunemente, aprovechándose de una ocasión favorable. «Si a pretexto de dirigirse a otra parte, se permitiese a una nave acercarse al puerto bloqueado, y acechar la oportunidad de introducirse en él sin obstáculo -dijo Sir W. Scott, en el caso de la Neutralitet-, no sería posible mantener un bloqueo. Se presume, pues, de derecho, que la nave trata de introducirse en el puerto, y aunque semejante presunción parezca demasiado severa en algunos casos particulares en que los navegantes puedan obrar de buena fe, esta severidad es una consecuencia de las reglas establecidas en el juzgamiento de las causas, como indispensables para el eficaz ejercicio de los derechos de la guerra».

El bloqueo se rompe no menos por la salida que por la entrada en el puerto. No se permite la salida con carga alguna comprada o embarcada después de principiar el bloqueo. Se presumen comprados en tiempo inhábil todos los artículos que al principio del bloqueo no están ya a bordo de la nave o en las balsas o botes cargadores678.

Hay circunstancias que pueden disculpar la violación de las reglas, por ejemplo una serie de accidentes que no ha permitido saber el bloqueo, un temporal, o una necesidad extrema de víveres; pero es necesario probarlas, y por inocente que haya sido la conducta del capitán o de los cargadores, se debe dar cuenta de ella y ajustar las pruebas a las reglas que el tribunal ha credo necesario fijar para la protección de los derechos de los beligerantes, y sin las cuales hubieran de ser ilusorios. La necesidad de procurarse un piloto para hacer viaje a otro puerto, no se considera excusa legítima679. Tampoco lo es en general la falta de provisiones, que obligarla sin   —340→   duda a tomar puerto, pero no exclusivamente el puerto bloqueado, sino en circunstancias muy raras680.

A la fértil inventiva de los neutrales nunca faltan pretextos y excusas con que dar color a las infracciones, pero se reciben generalmente con desconfianza, y para que se admitan es menester probar una compulsión irresistible.

Una vez consumada la ofensa, no se purga hasta la terminación del viaje. Si la infracción ha consistido en salir del puerto bloqueado con mercaderías cargadas en tiempo inhábil, o eludiendo la visita o examen, puede el buque ser apresado por cualquiera nave de guerra o corsaria y a cualquiera distancia de la plaza bloqueada, antes de llegar a su verdadero destino. Y si la infracción ha sido entrando, puede apresarse a la salida y durante todo el viaje de vuelta. Según la exposición de Sir W. Scott en el caso del Cristienberg, «cuando el buque ha consumado el delito, entrando en un puerto que está en entredicho, no hay otra ocasión de hacer efectiva la ley, que la que él mismo da a su regreso. Se objeta que si en el viaje subsiguiente subsiste todavía la culpa, se puede suponer con igual razón que acompaña al buque para siempre. En estricto derecho no sería tal vez injusto aprehenderlo después; pero es sabido que en la práctica la persecución de la pena se extiende sólo al viaje inmediato, que es el que ofrece la primera oportunidad de aprehensión»681.

El delito, cualquiera que haya sido, se borra enteramente por la terminación del bloqueo, porque con ella cesa la necesidad de aplicar la pena para impedir trasgresiones futuras682.

La confiscación del buque es la pena ordinaria que por el Derecho de gentes se impone a los infractores del bloqueo. A primera vista la carga se considera sujeta a la misma sentencia que el buque. Pero es costumbre oír las pruebas que presentan los cargadores para exonerarse de complicidad en el reato de la nave, pues aunque la presunción está contra ellos, puede suceder que el patrón o capitán haya sido el único culpable683.

Hay circunstancias que hacen la carga de peor condición que la misma nave, como se vio en el caso de la Juffrow María Schroeder. Este buque fue restituido por haber tenido licencia para introducir un cargamento en el puerto bloqueado, lo cual le daba libertad para sacar un cargamento de retorno; pero habiendo aparecido en los dueños de la carga la intención   —341→   de exportarla clandestinamente a la primera ocasión, fue confiscada por el Almirantazgo británico.684

La costumbre antigua era mucho más severa en esta parte, porque fuera de condenarse las propiedades implicadas en el delito, que es a lo que se limita el Derecho de gentes moderno, se imponía prisión y otros castigos personales a los trasgresores.

6. Protección enemiga y participación de los neutrales en la guerra. - Los tribunales de los Estados Unidos han declarado frecuentemente que el navegar con licencia o pasaporte de protección del enemigo con el objeto de promover sus miras o intereses, era un acto de ilegalidad que sujetaba tanto la carga como la nave a la pena de confiscación685.

La práctica del Almirantazgo británico es menos severa. Confíscanse los buques empleados en un acto de ilegal asistencia al enemigo o de intervención directa en la guerra, pero no se extiende la misma pena a la carga sino cuando aparece que los dueños de ella han tenido participación en la ofensa.

El trasporte de militares en servicio del enemigo, sujeta la nave a la pena de confiscación, y no se admite la excusa de fuerza, o de haberse dolosamente encubierto el carácter de los pasajeros, pues en tales casos tiene el neutral la acción de perjuicios contra los que le compelieron o engañaron686.

Uno de los actos más odiosos es la conducción de despachos hostiles. Sir W. Scott hizo una reseña de las autoridades y principios relativos a este punto en la sentencia de la Atalanta. Este buque fue apresado llevando comunicaciones oficiales de una colonia francesa a su metrópoli. Las perniciosas consecuencias de este servicio son incalculables- y no pueden compararse con ellas las del comercio en artículos de contrabando.

Un solo pliego puede transmitir un plan de campaña, o dar una noticia que frustre completamente los proyectos del otro beligerante en aquella parte del mundo687.

Como el delito del capitán o patrón se mira como virtualmente perpetrado por el dueño del buque, según la regla de derecho que hace al comitente responsable de los actos de su agente, el tribunal creyó fundada la confiscación de la nave en este caso.

Sobre los dueños de las cargas, según aparece en este mismo caso, no recae responsabilidad ni pena alguna, sino cuando   —342→   se descubre que están de inteligencia con el capitán y se hallan implicados en su delito.

En el juicio de Carolina se mandaron restituir buque y carga, porque resultó que los pliegos interceptados eran del embajador de la potencia enemiga en la corte de la potencia neutral. «Nada prohíbe al neutral -dijo Sir W Scott- conservar sus relaciones con nuestro enemigo, ni hay motivo de presumir que las comunicaciones que pasan entre ellos tienen algo de hostil contra nosotros. El carácter de la persona por cuyo ministerio comunican las dos potencias, ofrece otra consideración importante. Esta persona no es un empleado ejecutivo del Estado enemigo, sino un embajador que reside en una corte amiga con el encargo de cultivar relaciones de amistad con ella, y los embajadores son un objeto especial de la protección y favor del Derecho de gentes»688.

Ofensa no menos grave que la conducción de oficiales, soldados y correspondencias, es la de armas u otros materiales de guerra pertenecientes al Estado enemigo.

7. Deferencia servil de los neutrales a las miras del enemigo. - Es una regla del Derecho de gentes reconocida por Gran Bretaña, que si una potencia neutral se somete a las pretensiones injustas de un beligerante, perjudicando en ello al otro, tiene éste el derecho de exigir que la potencia neutral se someta a iguales actos de su parte, de manera que su deferencia al uno, ya sea voluntaria o forzada, no agrave las calamidades de la guerra para el otro, ni le ponga en una situación desventajosa. Si, por ejemplo, nuestro enemigo prohibiese al neutral comerciar con nosotros y visitar nuestros puertos, el neutral nos haría grave injuria obedeciendo a un entredicho que nadie tiene facultad de imponerle. Si lo hace por parcialidad a nuestro enemigo, ya deja de ser neutral, y si por temor o por cualquiera otro motivo no hostil ni fraudulento el derecho natural de la propia defensa nos autoriza para obligarle a que trate a las dos partes contendientes con entera igualdad y se allane a sufrir de nosotros, lo que consiente a nuestro adversario; de otro modo conservaría sus relaciones con él a costa nuestra y obraría como instrumento suyo.

Aunque esta especie de talión contra los neutrales parece fundada en justicia, no se puede negar que en la práctica está sujeta a graves inconvenientes. Se alegan hechos particulares para autorizar medidas generales; y aumentando a porfía los beligerantes la extensión y rigor de las restricciones y penas que imponen al comercio neutral, la aplicación del principio llega a no tener otro límite que la fuerza: de lo que nos ofrece   —343→   repetidos ejemplos la historia de las guerras entre Gran Bretaña y Francia. Sobre la especie de talión de que se trata en este artículo, se fundaba en parte el célebre decreto de Berlín, de 21 de noviembre de 1806, en que el emperador Napoleón prohibió todo comercio y comunicación con las islas británicas, declarándolas en estado de bloqueo, y ordenando que ningún bajel que procediese directamente de Inglaterra o de dominios ingleses, o que hubiese estado en cualquier punto sujeto a Inglaterra, fuese recibido en puerto alguno. Esta rigurosa providencia, según el decreto imperial, era justificada por el derecho natural de oponer al enemigo las mismas armas de que él se servía; y como Gran Bretaña declaraba plazas bloqueadas no sólo aquellas delante de las cuales no tenía ni un solo buque de guerra, sino costas dilatadas que todas sus fuerzas navales eran incapaces de bloquear, «hemos resuelto -decía Napoleón- aplicar a Inglaterra los usos que ella ha consagrado en su legislación marítima». El decreto, sin embargo, daba una exorbitante latitud al talión, porque prescindiendo de si eran o no exactos los hechos que se alegaban contra Inglaterra, nadie jamás había pretendido que los neutrales contribuyesen a la ejecución de un bloqueo, real o nominal, cerrando sus puertos a las naves que lo hubiesen violado. Condenábase además como buena presa no sólo toda propiedad británica, sino toda mercadería de producción o fábrica inglesa, sin distinción alguna. No se limitaba, pues, aquel nuevo sistema a exigir de los neutrales lo que éstos de grado o por fuerza toleraban a Inglaterra.

La misma regla fue reconocida en la orden del Consejo británico del 7 de enero de 1807 expedida a consecuencia del decreto citado. Inglaterra alegaba tener un derecho irrecusable para retorcer contra Francia la proscripción de todo comercio. Era repugnante, decía la orden, seguir semejante ejemplo, y llegar a un extremo de que debía resultar tanto daño al comercio de las naciones que no habían tomado parte en la guerra; mas para proteger los derechos de Gran Bretaña era necesario rechazar las medidas violentas de Francia, haciendo recaer sobre ellas las consecuencias funestas de su propia injusticia. Se ordenó, pues, que no se permitiese a buque alguno comerciar de uno a otro de los puertos de Francia o de sus aliados, u ocupados por sus armas, o sometidos de tal modo a su influjo que no admitiesen el libre comercio de las naves británicas. Con esta prohibición -según otra orden del Consejo, del 11 de noviembre del mismo año- se había propuesto a Gran Bretaña obligar al enemigo a retirar sus providencias, o inducir a los neutrales a obtener la revocación; pero no habiéndose logrado este objeto, se insistió en el mismo entredicho, añadiendo la confiscación de todo comercio de géneros   —344→   producidos o fabricados en los dominios de Francia, de sus aliados, o de los soberanos que sin declarar la guerra habían excluido de sus puertos la bandera británica; y castigando con la misma pena el uso de los certificados de origen, expedidos por los agentes consulares del enemigo, y de que se servían los comerciantes para hacer constar que las mercaderías no eran de producción o fábrica inglesa.

En esta misma orden y sobre todo en la del 25 de noviembre se exceptuaban de aquel imaginario bloqueo las naves neutrales que hiciesen el comercio con el enemigo desde puertos ingleses, obteniendo para ello pasavantes del gobierno inglés, y pagando varios derechos de entrada y salida según las circunstancias del viaje. Esto provocó el decreto de Milán del 17 de diciembre de 1807. El emperador francés declaró desnacionalizada y convertida en propiedad enemiga, y por tanto confiscable, toda nave que hubiese sufrido la visita de un bajel británico, o sometídose a aquella escala, o pagado cualquier impuesto al enemigo, subsistiendo en toda su fuerza el bloqueo de las islas británicas, hasta que el gobierno inglés volviese a los principios del Derecho de gentes.

Posteriormente -por la orden del Consejo del 26 de abril de 1809- se limitó el bloqueo británico a Francia, Holanda y reino de Italia con las respectivas colonias. De esta manera el sistema de represalias de Gran Bretaña no se hacía sentir indistintamente a todos los países donde estaban en vigor los decretos de Berlín y Milán, sino solamente a Francia y a los países más inmediatamente sometidos a su yugo, y que eran ya en realidad partes integrantes del imperio francés. Se quiso con esta medida acallar los justos clamores de los neutrales y particularmente de Estados Unidos de América, que había cortado toda comunicación comercial con Francia e Inglaterra.

Continuaron así las cosas hasta 1812. Francia proclamó en aquel año un nuevo Código de derecho internacional. Fijose como condición para revocar sus decretos el reconocimiento de los derechos marítimos de los neutrales, que según ella habían sido reglados por el tratado de Utrecht, y admitidos como ley común de las naciones. A saber:

Que el pabellón cubre la mercancía, de modo que los efectos bajo pabellón neutral son neutrales, y bajo pabellón enemigo, enemigos;

Que las únicas mercancías no cubiertas por el pabellón son las de contrabando, y las únicas de contrabando, las armas y municiones de guerra;

Que la visita de un buque neutral por un buque armado debe hacerse por un pequeño número de hombres, manteniéndose el buque armado fuera del alcance del cañón;

Que todo buque neutral puede comerciar de un puerto enemigo   —345→   a otro puerto enemigo, y de un puerto enemigo a un puerto neutral;

Que se exceptúan de estas reglas los puertos bloqueados, y que sólo deben considerarse como bloqueados los puertos que están sitiados y cuya comunicación se halla realmente interceptada por fuerzas enemigas, de manera que las naves neutrales no puedan entrar en ellos sin peligro689.

Inglaterra trató de insensatas estas pretensiones, que se suponían consagradas de común acuerdo por el tratado de Utrecht, como si un pacto entre dos naciones que obran por miras especiales y recíprocas, que sólo liga a los contratantes, y cuyos principios no habían sido confirmados en el último tratado de paz entre las mismas potencias, debiese considerarse como un acto declaratorio del Derecho de gentes. La caída de Napoleón puso fin a esta contienda, y a una guerra marítima que ha sido de las más vejatorias y desastrosas para el comercio neutral.

8. Comercio colonial y de cabotaje: regla de 1756. - Otra obligación impuesta a los neutrales es el abstenerse durante la guerra de aquellos ramos de comercio que las potencias beligerantes no acostumbraban conceder a los extranjeros en tiempo de paz, como suelen ser el de cabotaje en sus costas y el de sus colonias.

1. Ha sido de largo tiempo atrás la práctica de las naciones reservar para sus propios ciudadanos todo el comercio que se hace entre diferentes partes de sus costas, y sólo las insuperables dificultades de la guerra han podido desviarlas accidentalmente de esta política. El neutral, pues, cuando se emplea en este comercio, se nos presenta con el carácter, no de un neutral propiamente dicho, sino de un aliado del enemigo; hácese entonces un instrumento voluntario del uno de los beligerantes, librándole de los embarazos y dificultades a que el otro le tenía reducido. «¿No es desviarse de los rígidos deberes que impone la neutralidad -decía Sir W. Scott- entrometerse a amparar a la parte que sufre, haciendo el comercio que era exclusivamente propio de ella, y cuya extinción entraba en el plan de la guerra, como medio necesario de obtener una paz honrosa? ¿No es esto interponerse de un modo nuevo, desconocido, prohibido por el enemigo, en el estado ordinario para frustrar los designios del vencedor, hacer inútil la superioridad de sus armas, y levantar el apremio con que estrecha a su adversario y le obliga a que reconozca su injusticia y la repare? Porque suponiendo que el comercio de cabotaje no esté   —346→   abierto de ordinario a los extranjeros, ¿qué asistencia más eficaz puede prestarse a una nación, que hacer este comercio en lugar de ella, cuando ella no lo puede hacer por sí misma? El comercio de cabotaje transporta las producciones de un gran reino, de los distritos en que se crían y elaboran a los distritos en que se necesitan para el consumo, y aunque es verdad que no introduce nada de afuera, produce los mismos efectos. Supongamos que la marina francesa tuviese una preponderancia decidida sobre la nuestra, y hubiese cortado toda comunicación entre la parte septentrional y la parte del sur de esta isla, y que en semejante estado de cosas se interpusieran los neutrales, trayendo, por ejemplo, el carbón de nuestras provincias del norte para las manufacturas y los usos domésticos de esta capital: ¿pudiera hacerse, fuera de la intervención a mano armada, una oposición más abierta y efectiva a las operaciones bélicas de Francia?»690.

«No es neutralidad aprovecharse de todas las ocurrencias de la guerra para hacer lucro, aunque sea con manifiesto daño de alguno de los beligerantes, sino observar una imparcialidad rigurosa, restringiendo nuestro comercio a su giro ordinario, de manera que no demos ayuda al uno de ellos contra el otro. La obligación del neutral es: non interponere se bello, non hosti inmminenti hostem eripere»691.

En otro tiempo las Cortes del Almirantazgo de Gran Bretaña imponían la pena de confiscación a los buques neutrales empleados en el comercio de cabotaje del enemigo. Posteriormente y hasta la época de las órdenes del Consejo mencionadas en el artículo anterior, sólo recaía sobre el buque la pérdida del flete. Es justo indemnizar al neutral que obra de buena fe los perjuicios que le ocasionamos por la confiscación de las propiedades enemigas que lleva a su bordo, pero cuando se ocupa en una especie de tráfico que no le es lícito, no tiene derecho a la misma indemnización, y se le trata con bastante indulgencia, absolviendo la nave.

Esta relajación de la pena antigua no tiene lugar, cuando a la naturaleza del tráfico se juntan otras circunstancias que agravan la ofensa. En el caso de la Johanna Tholem -en que el abogado del rey cotejó y discutió las dos reglas, antigua y moderna- se decidió que el hacer un comercio propio del enemigo con papeles falsos, sujetaba la nave a confiscación692. Forjar papeles para ocultar a los apresadores el verdadero destino del buque era, en sentir de la Corte, una agravación enorme del reato contraído por la ilegalidad del tráfico.

  —347→  

La orden del Consejo de 7 de enero de 1807 puso otra vez en vigor la regla antigua de confiscación de la nave; pero siendo esta medida, según creo, una parte del extraordinario sistema de guerra adoptado en aquella época por Gran Bretaña y Francia, parece que no debe servir de ejemplo para lo sucesivo.

2. Análoga a la precedente en su principio es la regla que prohíbe a los neutrales mezclarse en el comercio colonial propio de los beligerantes. Sobre esta materia me parece conveniente copiar aquí la exposición de la doctrina del Derecho de gentes, que hizo el juzgado del Almirantazgo británico en el caso del Immanuel. «Al estallar la guerra -dijo Sir W. Scott- los neutrales tienen derecho para seguir haciendo su acostumbrado comercio, excepto en artículos de contrabando, o con los puertos bloqueados. No quiero decir que con motivo de los accidentes de la guerra no se halle muchas veces envuelta en peligro la propiedad neutral. En la naturaleza de las cosas humanas apenas es posible evitar de todo punto este inconveniente. Habrá neutrales que hagan a sabiendas un comercio ilegítimo, protegiendo las propiedades enemigas, y habrá otros a quienes se imputará injustamente esta ofensa. Este daño es más que contrapesado por el beneficio que las disenciones de otros pueblos acarrean al comercio neutral. La circulación mercantil, obstruida en gran parte por la guerra, refluye en la misma proporción a los canales libres. Pero, prescindiendo de accidentes, la regla general es, que el neutral tiene derecho para seguir haciendo en tiempo de guerra su acostumbrado tráfico, y aun para darle toda la extensión de que es susceptible. Muy diverso es el caso en que se halla un comercio que el neutral no ha poseído jamás, que sólo debe al ascendiente de las armas de uno de los beligerantes sobre el otro, y que cede en daño de aquel mismo beligerante, cuya preponderancia es la causa de que se haya concedido. En este caso se halla el comercio colonial, generalmente hablando; porque este es un comercio que la metrópoli se reserva exclusivamente con dos fines: abastecerse de los frutos peculiares de las colonias, y proporcionarse un mercado ventajoso y seguro para el expendio de sus producciones propias. Cuando la guerra interrumpe este cambio, ¿cuáles son con respecto a las colonias los deberes mutuos de los beligerantes y neutrales? Es un derecho incontestable del beligerante apoderarse de ellas, si puede; y tiene un medio casi infalible de efectuarlo, si se hace dueño del mar. Las colonias se proveen de afuera; y si cortando sus comunicaciones marítimas, se logra privarlas de lo necesario para la subsistencia y defensa, les será forzoso entregarse. Suponiendo, pues, que el beligerante ponga los medios para obtener este resultado, ¿a qué título podrá un neutral entrometerse   —348→   a estorbarlo? El neutral no tiene derecho para convertir en conveniencia y lucro suyo las consecuencias de un mero acto del beligerante; no tiene derecho para decirle: es verdad que tus armas han puesto en peligro la dominación de tu adversario en esos países; pero es menester que yo participe del fruto de tus victorias, aunque esta participación las ataje y malogre. Tú has arrancado al enemigo por medios legítimos ese monopolio, que había mantenido contra todo el mundo hasta ahora y que nunca presumimos disputarle; pero yo voy a interponerme para impedir que completes tu triunfo. Yo traeré a las colonias de tu enemigo los artículos que necesitan y exportaré sus productos. Has expendido tu sangre y dinero, no para tu utilidad propia, sino para beneficio ajeno».

«No hay, pues, razón alguna -continuó Sir W. Scott- para que los neutrales se ingieran en un ramo de comercio, que se les ha vedado constantemente, y que si ahora se les franquea, es por la urgencia de la guerra. Si el enemigo, inhabilitado para comerciar con sus colonias, las abre a los extranjeros, no es por su voluntad, sino por la apurada situación a que nuestras armas le han reducido»693.

Estos fueron los principales fundamentos alegados por el tribunal para condenar al Immanuel, y su doctrina fue plenamente confirmada por la Corte de apelación en el caso de la Wilhelmina, en que el Lord Canciller se expresó de este modo: «No es lícito a los neutrales, por el Derecho común de gentes, hacer en tiempo de guerra un comercio de que antes no gozaban, y en esta virtud el tribunal es de sentir que se deben confiscar buque y carga»694.

La prohibición no se extiende a los casos en que el comercio de una colonia era permitido a los extranjeros en tiempo de paz. En el caso de la Juliana, buque neutral que navegaba entre Francia y Senegal, que era entonces colonia francesa, habiéndose probado que este tráfico solía permitirse a los extranjeros antes y después de la guerra, se restituyó el buque a los propietarios neutrales695.

En el año 1756 fue cuando se estableció práctica y universalmente la regla que prohibe a los neutrales hacer en tiempo de guerra un comercio que no les era permitido en la paz. Vamos ahora a referir las relajaciones que ha experimentado de entonces acá por el espíritu algo más humano y benigno de la política moderna.

Durante la guerra de la independencia de Norte América estuvo suspenso el principio, porque Francia, poco antes de   —349→   comenzar las hostilidades, pareció abandonar el monopolio, permitiendo a los extranjeros el comercio con la Antillas francesas. Percibiose después que esta medida había sido un mero artificio para eludir la regla; mas no por eso dejó de producir su efecto. Durante aquella guerra gozaron de tanta libertad los buques neutrales en este ramo de comercio como en otro cualquiera.

En las guerras que se originaron de la revolución francesa, las primeras instrucciones del gobierno inglés a los corsarios previnieron que se apresase toda nave cargada de efectos que fuesen producciones de cualquiera de las colonias de Francia, o que llevasen provisiones u otros artículos destinados a alguna de ellas. Las relajaciones que después se adoptaron han provenido principalmente de la mudanza que sobrevino en el comercio de las Américas por el establecimiento de un gobierno independiente en esta parte del mundo. A consecuencia de este suceso fueron admitidos los buques anglo-americanos a comerciar en varios artículos y con diferentes condiciones en las colonias francesas e inglesas. Este permiso vino a ser una parte del sistema comercial ordinario. Menoscababan, pues, aquellas instrucciones el comercio legítimo de los anglo-americanos. Su gobierno se quejó al británico; y el 8 de enero de 1794 dio éste nuevas instrucciones a sus buques armados para apresar toda nave cargada de frutos de las Antillas francesas, y que zarpase de cualquier puerto de ellas con destino a cualquier puerto de Europa. Mas como los neutrales europeos solicitasen igual franqueza, se relajó todavía más la regla, y el 28 de enero de 1798 se ordenó a los corsarios que apresasen toda nave cargada de producciones de cualquiera de las colonias de Francia, España u Holanda, y que zarpase de cualquier puerto de ellas para cualquier puerto europeo, que no fuese de Gran Bretaña o de la nación neutral a que perteneciese la nace, o a lo menos el dueño de la carga696.

Quedaron, pues, autorizados los neutrales para traficar directamente entre una colonia del enemigo y su propio país; concesión tanto más razonable, que aniquilado por los sucesos de la guerra el comercio francés, español y holandés, no tenían los Estados de Europa medio alguno de proveerse de géneros coloniales en aquellos mercados. Pero subsistió la ilegalidad del tráfico directo entre una colonia enemiga y su metrópoli; entre una nación enemiga y la colonia de su aliado; entre una y otra colonia enemiga, y una misma o diversas naciones; y entre una colonia enemiga y un puerto de Europa que no fuese de Gran Bretaña, o de la nación a que perteneciese la nave. En rigor debió también condenarse el tráfico directo de los   —350→   neutrales entre una colonia enemiga y una colonia neutral; mas en los casos de dos buques americanos que navegaban entre las Antillas enemigas y la isla neutral de Santomas, se ordenó la restitución. Rehusose empero igual franqueza a un buque sueco que navegaba entre una colonia hostil y el territorio de los Estados Unidos, nación entonces neutral; porque -como se dijo en la sentencia- «si no es lícito a un americano traficar entre Santo Domingo y Suecia, no hay razón alguna para que se permita a un sueco traficar entre Santo Domingo y América».

Hay circunstancias que hacen ilegítimo el tráfico de los neutrales comprendido al parecer en las excepciones indicadas. En el caso del Rendsborg se había celebrado una contrata entre un comerciante neutral y la compañía holandesa de la India oriental con el objeto declarado de amparar las propiedades holandesas contra las armas de Inglaterra. Aunque la expedición era a Copenhague, puerto de la nación a que pertenecía la nave neutral, la Corte fue de sentir que una operación en grande emprendida ex profeso para favorecer al enemigo, y alentada por éste, como aquélla lo había sido, con privilegios peculiares, no debía reputarse neutral, sin embargo de que la propiedad pertenecía verdaderamente a ciudadanos de una nación amiga. «El comercio -según la exposición del juez- puede no ser neutral, aunque la propiedad lo sea. Se dice que el comprador no tiene que ver con el motivo de la venta. No se exige ciertamente que escudriñe las miras de la persona con quien trata; pero si éstas se descubren sin rebozo, no debe desentenderse de ellas. Si un beligerante solicita su ayuda para frustrar la diligencia del enemigo, no puede el neutral prestarla, sin hacerse reo de intervención en la guerra. Es cierto que el interés que le lleva no es favorecer a nadie sino hacer su negocio; pero tampoco el que envía artículos de contrabando al enemigo se propone otro objeto que el lucro. Es una sana máxima del Derecho de gentes, que no es lícito ayudar a uno de los contendientes en perjuicio del otro, y que la granjería que pueda hacerse de este modo es ilegítima. Las leyes de la guerra permiten a tu enemigo destruir tu comercio; según tu propia confesión, lo está efectuando; tiene de su parte el derecho y la fuerza; el neutral que en semejante estado de cosas, por un motivo de lucro o de cualquiera otra especie, se ingiere a darte socorro y a sacarte de las garras de tu adversario, obra ilegítimamente»697.

El comercio colonial prohibido no se legitima aunque se haga circuitivamente o por rodeo. A un neutral es permitido llevar a su nación los productos coloniales de un beligerante,   —351→   y una vez introducidos de buena fe, extraerlos de nuevo y llevarlos a cualquiera otra nación y al enemigo mismo. ¿Pero qué línea puede trazarse en la práctica entre la importancia de buena fe, y la que sólo es paliativa, y por tanto fraudulenta? Esta cuestión se ventiló detenidamente en el tribunal de los Lores Comisarios del Almirantazgo británico; y se decidió que el hacer escala en un puerto cualquiera no muda la procedencia de la nave, aunque por los papeles de navegación o por otros medios se dé color de viajes distintos a los varios trámites de una misma expedición mercantil, y aunque se desembarquen realmente los efectos para figurarla terminada. La regla general adoptada por aquel Almirantazgo es, que el desembarco de los efectos y pago de los derechos de entrada en el país neutral, rompe la continuidad del viaje y constituye una verdadera importación, que legaliza las operaciones subsiguientes, aunque los efectos vuelvan a embarcarse en el mismo buque, y por cuenta de los mismos propietarios neutrales, con destino a la metrópoli o colonia enemiga.

No se sigue esta regla, cuando se descubre que la importación ha sido aparente. «La verdad -según la doctrina de aquel juzgado- puede no discernirse siempre, pero si aparece claramente, debe sentenciarse con arreglo a ella y no al carácter ficticio de los hechos». Después de todo, no puede establecerse un criterio definido y preciso para juzgar de la continuidad y consiguiente ilegitimidad del viaje, y siempre es necesario tomar en consideración las circunstancias del caso698.

El castigo que se impone a los neutrales que hacen un comercio colonial o de otra especie, que no puedan hacer, porque les era vedado antes de la guerra, es la confiscación. Por algún tiempo había sido costumbre absolver la nave, y confiscar solamente la carga; pero en estos últimos tiempos se ha vuelto al rigor del principio antiguo, condenando una y otra; lo que (según se ha dicho hablando del comercio de cabotaje) debe tal vez mirarse como un efecto pasajero del sistema extraordinario de guerra de que se hizo mención en el precedente artículo.

He expuesto la doctrina de los tribunales y publicistas ingleses699. En la carta de Puffendorf a Groningio, publicada en 1701, se dice que los holandeses e ingleses permitían a los neutrales el comercio que estaban acostumbrados a hacer en tiempo de paz, pero no les tolerarían que se aprovechasen de la guerra para aumentarlo en perjuicio de sus respectivas naciones. Parece que en tiempos de Carlos II era ya reconocida esta regla por Inglaterra y Holanda, que conminaban con la   —352→   pena de confiscación a los buques neutrales que la infringían. Los holandeses alegaban entonces a favor de ella los principios generales de la razón y la práctica de los pueblos; y se añade que en la guerra de 1741 fue sostenida por los tribunales ingleses la prohibición del comercio de cabotaje, como fundada en el Derecho común de gentes. Según Valin, la Ordenanza francesa de 1704 envuelve el mismo principio. Pero en la guerra de 1756 fue cuando la regla de que se trata excitó la atención general. Mr. Jenkinson en su «Discurso acerca de la conducta de Gran Bretaña respecto de las naciones neutrales», publicado en 1757, condenó como ilegal e injusta la ingerencia de los neutrales en una especie de comercio que no les era permitido en la paz, y que sólo se les franqueaba durante la guerra para hacer inútil e ilusoria la superioridad que el enemigo había sabido labrarse. Hubner mismo, que en el tratado que dio a luz en 1759 procuró ensanchar cuanto pudo las franquezas de los neutrales, confiesa que la legitimidad de este comercio es dudosa.

Por otra parte, los Estados Unidos han reclamado constante y vigorosamente contra la legalidad de la regla, en la extensión que Gran Bretaña ha querido darle, alegando que se trataba de introducir una novedad subversiva de principios que se habían mirado siempre como sagrados entre las naciones: que los neutrales podían hacer cualquiera especie de comercio con los beligerantes, menos con artículos de contrabando o con los puertos bloqueados, sin embargo, de que no se les hubiese permitido antes de la guerra; que era lícito a las naciones amigas recibir una de otra cualesquiera favores comerciales, y nada tenían que ver con los motivos de la concesión, cualesquiera que fuesen; y que sólo aquellas especies de comercio que tenían una conexión inmediata con la guerra, violaban la neutralidad. «Así que, la regla de 1756 -dice Kent- puede considerarse todavía como controvertible y dudosa. El juez mayor de los Estados Unidos en el caso del Commercen, se abstuvo de expresar juicio alguno sobre su legitimidad. Es muy posible que si los Estados Unidos llegan al alto grado de poder e influencia marítima a que sus circunstancias locales y su rápido incremento parecen llevarlos, de manera que un enemigo suyo se viese obligado a franquear su comercio doméstico a las naciones neutrales, diésemos más importancia a los derechos de los beligerantes, e hiciesen más impresión en nosotros los argumentos de los publicistas extranjeros a favor de la justicia de la regla».

9. Embargo de los buques neutrales para expediciones de guerra. - Entre las cargas a que está sujeto el comercio neutral se cuenta el embargo forzado de sus buques para las   —353→   expediciones de guerra; sobre lo cual sólo tengo que remitirme a lo dicho en la primera parte de estas lecciones700.

10. Visita. - Asimismo están sujetos los neutrales al gravamen de la visita y registro de sus buques en alta mar por los buques armados de los beligerantes.

Los deberes de un neutral para con un beligerante existirían en vano, si éste no se hallase revestido de la facultad de visitar y registrar las naves de aquél. ¿Cómo, por ejemplo, sería posible averiguar si una de ellas lleva o no artículos de contrabando, si esta facultad no existiese? Los neutrales han hecho repetidos esfuerzos para limitarlo, principalmente por medio de la liga que con el título de neutralidad armada se formó en 1780 bajo los auspicios de la emperatriz de Rusia. Pretendiose que si una o más naves neutrales eran convoyadas por un buque de guerra del Estado, y el comandante de este buque aseguraba que a bordo de aquella nave o naves no había ningún artículo prohibido, el beligerante debía contentarse con esta declaración, y no le era lícito proceder a la visita. Gran Bretaña no quiso entonces insistir rigurosamente en la regla absoluta, pero no la abandonó. Otras tentativas, hechas en épocas posteriores por los neutrales, han quedado sin efecto, y el derecho de visita subsiste en el día teórica y prácticamente, sin otras limitaciones que las establecidas por tratados especiales.

La doctrina relativa a la visita de los buques neutrales fue expuesta con bastante claridad por Sir W. Scott en el juicio de la María. Redújola a tres proposiciones. Primera: «Que el visitar y examinar los buques mercantes en alta mar, sean cuales fueren los buques, cargas y destinos, es un derecho incontrovertible de los beligerantes; porque mientras no se visiten y examinen los buques, es imposible saber si son verdaderamente neutrales, y cuál es su carga y destino». Segunda: «Que el empleo de la fuerza por parte de las naciones neutrales contra el ejercicio de este derecho, no lo altera ni menoscaba». «Dos soberanos, continuó, pueden estipular entre sí, como recientemente lo han hecho algunos, que la presencia de sus buques de guerra significará mutuamente la neutralidad de las naves mercantes escoltadas por ellos y la legitimidad de sus destinos y cargas; y si los soberanos contratantes se avienen a aceptar el uno del otro esta prenda u otra cualquiera, no tienen las demás potencias que ver en eso, ni se les da el menor motivo de queja. Pero ningún soberano puede legalmente exigir que se admita semejante seguridad, no mediando pacto expreso, porque el Derecho común no reconoce   —354→   otra que la visita y registro ejecutados por los beligerantes». La tercera proposición es: «Que la pena impuesta por el Derecho de gentes a los contraventores es la confiscación de las propiedades que se intenta sustraer al examen». «Remitiéndome -añadió el juez-, al dictamen de la recta razón, a la expresa autoridad de Vattel, a nuestras instituciones y a las de otras grandes potencias marítimas, sostengo con toda confianza que por el Derecho de gentes, según se entiende en el día, la pena del neutral que opone una deliberada y continuada resistencia a la visita, es la confiscación»701.

La visita se hace de este modo. Un buque intima a otro por medio de un cañonazo o de la bocina, que se detenga y se acerque hasta que el primero le envíe un bote para examinar sus papeles y carga. Habiéndose hecho práctica universal la de navegar con diferentes pabellones para disimular la nacionalidad de la nave, con la mira de inspirar una falsa seguridad a los enemigos o evitar sus ataques, resulta que nadie tiene confianza en la bandera del que le llama, el cual puede ser, no sólo un beligerante legítimo, sino un pirata, que para mejor ejecutar su pérfido intento, enarbola un pabellón amigo. Para ocurrir a este inconveniente se introdujo la costumbre de afianzar el pabellón tirando una cañonazo sin bala, por medio del cual el comandante del buque armado asegura al otro que su divisa es sincera y leal. Pero como es fácil que un pirata haga otro tanto, y como las potencias beligerantes no han observado escrupulosamente esta costumbre, y aun algunas no la reconocen, el derecho convencional de Europa ha establecido que después del cañonazo no debe el buque armado abordar al neutral, sino permanecer en facha a la distancia de un tiro o medio tiro de cañón, y echar al agua su bote con un oficial para que vaya a visitarlo. La visita debe hacerse con la menor incomodidad y violencia posible702.

He aquí algunas reglas relativas al ejercicio de este derecho según la práctica del Almirantazgo británico: 1ª El derecho de visita no se extiende a los buques de guerra, cuya inmunidad del ejercicio de toda especie de jurisdicción, excepto la del soberano a quien pertenecen, ha sido universalmente reconocida, reclamada y consentida. Los actos atentatorios contra esta inmunidad se han resistido y reprobado constantemente. La doctrina contraria no tiene a su favor la opinión de ningún publicista, ni se la ha dado lugar en tratado alguno. 2ª La visita y registro debe hacerse con el debido cuidado y consideración a la seguridad del buque y a los derechos de los interesados en él. Si el neutral ha obrado de buena fe y la   —355→   investigación se ha llevado más allá de sus justos límites, el corsario es responsable de los daños y perjuicios que cause. 3ª Siempre que hay lugar a la pena, recae juntamente sobre la nave y la carga. 4ª La disposición a la resistencia, no habiéndose llevado a efecto, no induce a la pena. 5ª Si el neutral no tiene suficiente fundamento para creer que hay guerra, la resistencia, por directa que sea, no da lugar a la pena, porque si no existe la guerra, no existe el carácter neutral, ni las obligaciones inherentes a él. 6ª El escape intentado antes de la actual tenencia de la nave por el beligerante, no induce la pena. 7ª Si se detiene a una nave neutral y el beligerante la deja a cargo de su patrón o capitán, sin que éste se comprometa expresamente a llevarla a un puerto del beligerante para su adjudicación, el escape del neutral no es una resistencia ilegítima. 8ª El recobro efectuado por la tripulación después que el beligerante se halla en tenencia de la nave, es un acto de resistencia que da lugar a la pena. 9ª La resistencia de la nave convoyante se mira como resistencia de todo el convoy, que por consiguiente queda sujeto a la pena.

11. Documentos justificativos del carácter neutral. - Se exige en fin a los neutrales que vayan provistos de los documentos necesarios para probar la nacionalidad, procedencia y destino del buque, y de las mercaderías que lleva a su bordo.

El primero de estos documentos es el pasaporte. Se llama así en términos de Derecho marítimo el permiso de un soberano neutral, que autoriza al capitán o patrón del buque para navegar en él. Deben por consiguiente expresarse en este documento el nombre y domicilio nacional del capitán, y el nombre y designación del buque. Se puede además indicar, si se quiere, el destino del buque y su carga; pero éstas y otras circunstancias no son de la esencia del pasaporte.

Este documento es absolutamente indispensable para la seguridad de toda nave neutral. Según los reglamentos de varias naciones, no sirve sino para un solo viaje, el cual se entiende terminar con el retorno de la nave al puerto de su procedencia. Se puede dar por tiempo indeterminable o sin licitación de tiempo. Es nulo, si a la fecha en que suena expedido, no se hallaba la nave en el territorio de la potencia, que le concedió, o si ha hecho arribadas o escalas que no se mencionan en él, a menos que se pruebe por otros documentos auténticos que la nave se vio forzada a hacerlas. Finalmente, cuando la nave ha mudado de nombre, es necesario probar su identidad, con escrituras certificadas por las autoridades del puerto de donde procede703.

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2. Letras de mar. Especifican la naturaleza y cantidad de la carga, su procedencia y destino. Este documento no es necesario, cuando el pasaporte hace sus veces.

3. Los títulos de propiedad del buque. Estos sirven para manifestar que el buque pertenece verdaderamente a un súbdito de un Estado neutral. Si aparece construido en país enemigo, se necesitan pruebas auténticas de haberlo comprado el neutral antes de declararse la guerra, o de haberse apresado y condenado legalmente en el curso de ella; y en este último caso debe acreditarse del mismo modo la venta. Los que navegan sin estos documentos se exponen a ser detenidos y a que se les dispute el carácter neutral.

4. El rol de la tripulación. Contiene el nombre, edad, profesión, naturaleza y domicilio de los oficiales y gente de mar. Es utilísimo para probar la neutralidad de la nave. Sería circunstancia sospechosa que la tripulación se compusiese principalmente de extranjeros, y sobre todo, enemigos. Por los reglamentos de algunas naciones, se declaran buena presa las naves en que el sobrecargo u oficial mayor es enemigo, o en que más de los dos tercios de la tripulación tienen este carácter, o cuyo rol no está legalizado por los oficiales públicos del puerto neutral de donde ha salido la nave, a menos de probarse que ha sido necesario tomar oficiales o marineros enemigos para reemplazar los muertos704.

Algunos Estados no usan otro rol que un certificado que expresa el número de la oficialidad, y notifica que la mayor parte de ellos se compone de súbditos de potencias neutrales.

5. Carta-partida o contrata de fletamento del buque. Es de la mayor importancia para calificar su neutralidad.

6. Patente de navegación. Es un documento expedido por el soberano o jefe del Estado, autorizando a un buque para navegar bajo su bandera y gozar de las preferencias anexas a su nacionalidad. Contiene el nombre y descripción del buque, y el nombre y residencia del propietario. Cuando se trasfiere la propiedad a un extranjero, se devuelve la palabra al gobierno que la expidió. No varía de viaje, y aunque puede dar luz sobre el carácter del buque, no es necesaria, según el Derecho de gentes, para calificar su neutralidad.

7. Conocimientos. Recibos de la carga otorgados por el capitán, con promesa de entregarla al consignatario. De éstos suele haber muchos ejemplares: uno conserva el capitán, otro se entrega al cargador, y otro se trasmite al consignatario. Como son documentos privados, no producen el mismo grado de fe que la contrata de fletamento.

8. Facturas. Listas de los efectos, enviados por los cargadores   —357→   a los consignatarios con expresión de sus precios y demás costos. Son documentos que se adulteran fácilmente y a que se da poco crédito.

9. Diario. Llevado con exactitud, puede dar mucha luz sobre el verdadero carácter de la nave y del viaje, y cuando se falsifica, es fácil descubrir la impostura.

10. Certificados consulares. Conviene mucho a los neutrales proveerse de certificados de los cónsules de las naciones beligerantes, si los hay en los puertos de donde navegan.

El echarse de menos los papeles que se han señalado como más importantes, suministraría vehementes presunciones contra la neutralidad de la nave o la carga; pero ninguno de ellos, según la práctica de los juzgados británicos y americanos, es en tanto grado indispensable, que su falta se mire como una prueba conclusiva que acarree necesariamente la condenación de la propiedad, cuyo carácter se disputa. Si aliquid ex solemnibus deficiat, cum œquitas poseit, subveniendum est. El ocultamiento de papeles de mar autoriza la detención de la nave, y aunque no bastaría para que se condenase sin más averiguación, cerraría la puerta a todo reclamo de perjuicios. El echar los papeles al agua, el destruirlos o hacerlos ilegibles son circunstancias en extremo agravantes y perniciosas. Por las Ordenanzas de Francia, todo buque, sea cual fuere su nación, en que se probase que se han arrojado papeles al agua, o se han destruido u ocultado de cualquier otro modo, se declara buena presa junto con su carga, sin que sea necesario examinar qué papeles eran los arrojados, quién los echó al agua, o si han quedado a bordo los suficientes para justificar que la nave o su carga pertenecen a neutrales o aliados. Pero la práctica de Inglaterra y de los Estados Unidos, menos rígida en este punto, no desecha las explicaciones que puedan ofrecerse, ni dispensa ordinariamente de la concurrencia de otras pruebas para la confiscación de la presa.



  —358→  

ArribaAbajoCapítulo IX

De las convenciones relativas al estado de guerra


Sumario: 1. Alianzas. - 2. Treguas. - 3. Capitulaciones. - 4. Salvoconducto. - 5. Carteles y otras convenciones relativas al canje y rescate de prisioneros. 6. Tratado de paz.

1. Alianzas. - La alianza705 es de modos: defensiva, en que sólo nos obligamos a defender al aliado invadido; y ofensiva en que nos obligamos a hacer la guerra con él atacando a otra nación. Hay alianzas a un mismo tiempo defensivas y ofensivas, y este segundo carácter comprende generalmente el primero; pero las puramente defensivas son las más frecuentes así como las más naturales y legítimas.

La alianza es también indeterminada, cuando ofrecemos ayuda a nuestro aliado contra cualquier potencia, o solamente exceptuamos una u otra; o determinada cuando el auxilio que prometemos es contra una potencia en particular.

Hay alianza íntima, en que los aliados hacen causa común y empeñan todas sus fuerzas: ésta, especialmente si es ofensiva, constituye una verdadera sociedad de guerra. Hay otra en que el aliado no toma una parte directa en las operaciones hostiles, y sólo está comprometido a dar cierto auxilio de tropas, naves o dinero.

Estas tropas o naves se llaman auxiliares, y no puede hacerse de ellas otro uso que el permitido por el soberano que las presta. Si se dan pura y simplemente, podemos emplearlas en cualquier especie de servicio, pero no tendríamos facultad para transferirlas como auxiliares a otra tercera potencia.

El auxilio en dinero se llama subsidio. Dáse también este nombre a la pensión anual que un soberano paga a otro por un cuerpo de tropas que éste le suministra o tiene a su disposición.

Todo tratado de alianza encierra la cláusula tácita de la   —359→   justicia de la guerra. El conjunto de circunstancias en que lo convenido se debe llevar a efecto, se llama casus fœderis, sea que estas circunstancias se mencionen de un modo expreso, o sólo se contengan implícitamente en el tratado. No hay, pues, casus fœderis cuando la guerra es manifiestamente injusta. La injusticia debe ser manifiesta, para que podamos exonerarnos honrosamente de la obligación contraída; porque de otro modo no nos faltarían nunca pretextos para eludir un tratado de alianza. Pero no es lo mismo cuando tratamos de aliarnos con una potencia que está ya en armas; porque entonces debemos tomar por única guía de nuestra conducta el juicio que hacemos de la justicia o conveniencia de la guerra en que vamos a empeñarnos.

Una guerra justa en su origen deja de serlo cuando nuestro aliado no se contenta con la reparación de la ofensa y los medios razonables de seguridad futura que le propone el enemigo. Debemos en tal caso retirar nuestro auxilio. Debemos por la misma razón rehusarlo aun en una alianza defensiva, cuando nuestro aliado, por un acto manifiesto de injusticia, que no se allana a reparar, ha provocado la invasión enemiga.

Si nos ponemos bajo la protección de otro Estado y prometemos asistirle en sus guerras, es necesario reservar nuestras alianzas existentes, porque de dos tratados que nos imponen obligaciones contrarias, tiene más fuerza el más antiguo. La excepción a favor de nuestros propios aliados cuando contraemos una alianza general e indeterminada, se limita siempre a los que entonces lo son; a menos que se estipule expresamente lo contrario, lo cual rebajaría mucho el valor del tratado y lo haría fácil de eludir. Si de tres potencias ligadas por un pacto de triple alianza, las dos llegan a romper entre sí y hacerse la guerra, a ninguna de ellas se debe auxilio en virtud de tal pacto.

Rehusar a nuestro aliado en una guerra justa el auxilio que le hemos prometido, es hacerle injuria. Debemos por consiguiente reparar los daños que nuestra infidelidad le causase.

La alianza con uno de los beligerantes nos hace enemigos del otro. Pero si no empeñamos en la alianza todas o la mayor parte de nuestras fuerzas, si no la hemos contratado cuando la guerra existía ya o amenazaba, si es indeterminada y no contra aquel enemigo en particular, y en fin, si es puramente defensiva, Vattel es de sentir que no rompemos la neutralidad, ciñéndonos estrictamente a prestar el auxilio ofrecido. Sobre este punto, en que no están acordes las opiniones de los publicistas, he expuesto ya lo que me parece más conforme a razón706.

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2. Treguas. - La guerra707 sería demasiado cruel y funesta, y su terminación imposible, si se rompiese toda comunicación con el enemigo. Las circunstancias obligan a veces al uno de los beligerantes a tratar y estipular con el otro, y ya hemos visto la obligación en que se hallan de guardar fe en sus contratos. Consideramos ahora algunos de ellos en particular:

Se pacta algunas veces suspender las hostilidades por cierto tiempo. La interrupción de la guerra que se limita a las inmediaciones de una ciudad o campo, y a un breve espacio de tiempo, como las que se hacen para enterrar los muertos después de un asalto o combate, o para una conferencia entre los jefes, se llama armisticio o suspensión de armas. Si es por un tiempo considerable, y sobre todo si es general, se llama tregua. Pero muchos usan estas denominaciones indistintamente.

La tregua o armisticio no suspende el estado de guerra, sino sólo sus efectos. Es o general, que suspende totalmente las hostilidades; o particular, que sólo se verifica en determinado paraje, verbigracia, entre una plaza y el ejército sitiador; o con respecto a cierta especie de hostilidades, o con respecto a ciertas personas. Una tregua general y por muchos años no se diferencia de la paz sino en cuanto deja indecisa la cuestión que ha dado motivo a la guerra. Si la tregua es general, sólo puede estipularse por el soberano o con especial autorización suya. Lo mismo se aplica aun a las treguas particulares de largo tiempo, que un general no puede ajustar sino reservando la ratificación. Para las treguas particulares de corto término se hallan naturalmente autorizados los jefes. El soberano queda igualmente obligado a la puntual observancia de todas ellas (siempre que hayan sido estipuladas por autoridad competente) y se hacen obligatorias a sus súbditos a medida que llegan a su noticia. Débense, pues, publicar, y para evitar disputas se acostumbra en ellas, como en los tratados de paz, fijar términos diferentes, según la situación y distancia de los lugares, para la suspensión de las hostilidades. Cuando así se hace, es necesario indemnizar de todo perjuicio que resulte al enemigo de la infracción de la tregua después del momento en que debió empezar a observarse. Pero si no se ha hecho más que publicarla sin fijar ese momento, no nos corre la obligación de reparar los daños ocasionados por las hostilidades que ejecutamos antes de saber que hay tregua, sino meramente la de restituir los efectos apresados que se hallen en ser708. Cuando por culpa de las autoridades que debieron publicar la tregua   —361→   se ignorase su existencia, habría derecho para exigir una indemnización completa.

Si un particular contraviene a la tregua, sabiéndola, no sólo debe ser compelido a la reparación de los daños hechos, sino castigado severamente. Si el soberano se negase a ello, haría suya la culpa, y violaría la tregua.

La violación de la tregua por uno de los contratantes autoriza al otro para renovar las hostilidades, si no es que haya estipulado que el infractor se sujete a una pena; en cuyo caso si se allana a sufrirla, subsiste la tregua, y el ofendido no tiene derecho a más.

En los convenios de tregua es necesario determinar el tiempo con la mayor precisión, señalando no sólo el día, sino hasta la hora de su principio y terminación. Si se dice de tal día a tal día, es importante añadir inclusiva o exclusivamente, para quitar todo motivo de disputa. Cuando se habla de días, se debe entender el natural, que comienza y acaba al levantarse el sol. Si no se ha fijado el principio de la suspensión de armas, se presume que empieza en el momento de publicarse. En todo caso de duda acerca de su principio o su fin, debe interpretarse el convenio en el sentido más favorable, que es el que evita la efusión de sangre, prolongando la tregua.

El efecto de toda la tregua es la suspensión de las hostilidades. Podemos por consiguiente hacer en ella, y en los lugares de que somos dueños, o dentro de los límites prescritos por la convención, todo lo que es lícito durante la paz: levantar tropas, hacerlas marchar de un punto a otro, llamar auxiliares, reparar fortificaciones, etcétera. Pero no es lícita, durante una tregua, ninguna de aquellas operaciones que perjudican al enemigo y que no hubieran podido emprenderse sin peligro en medio de las hostilidades; verbigracia, facilitar el ataque o defensa de una plaza sitiada, continuando aquellos trabajos exteriores en que, si no fuese por la tregua, tendríamos que exponernos al fuego de nuestro enemigo.

Si el objeto de la tregua es reglar los términos de una capitulación, o aguardar órdenes de los soberanos respectivos, el sitiado no debe aprovecharse de ella para recibir socorro o municiones en la plaza, pues el espíritu de semejante pacto es que las cosas subsistan en el mismo estado en todo aquello que hubiera podido impedirse por la fuerza contraria. En una suspensión de armas para enterrar los muertos después de un ataque, nos sería permitido recibir socorro por un paraje distante de aquel en que están los cadáveres, o mejorar la posición de nuestras fuerzas haciendo mover la retaguardia, porque los efectos de una convención de esta especie se limitan y circunscriben a su objeto. No se prohíbe, pues, valernos de este medio para adormecer la vigilancia del enemigo. Pero   —362→   no tendríamos derecho para desfilar impunemente a su vista. Y si la tregua no tiene un objeto particular y limitado, sería siempre un acto de mala fe, o por mejor decir, una infracción de la tregua, aprovecharnos de ella para avanzar en país enemigo u ocupar un puesto importante. Por punto general, en los lugares cuya posesión se disputa, y que se hallan comprendidos en la tregua, debemos dejar las cosas como están, y abstenernos de toda empresa que pudiese perjudicar al enemigo.

Si una plaza o provincia es abandonada verdaderamente por el enemigo, su ocupación no quebranta la tregua. El dar asilo a sus desertores tampoco la infringe. Pero mientras ella dura, no es lícito aceptar la sumisión de las plazas o provincias que, estando comprendidas en la tregua, se entregan espontáneamente a nosotros, y mucho menos instigarlas a la defección o tentar la fidelidad de los habitantes.

El derecho de postliminio, como propio que es de la guerra, se suspende por la tregua.

Puede prohibirse en ella, o sujetarse a cualesquiera restricciones, la comunicación con el enemigo. Los que han venido durante la tregua al país que ocupan nuestras armas, pudieran a su espiración ser detenidos como prisioneros, aun cuando una enfermedad u otro obstáculo insuperable les hubiese impedido volverse; pero es más generoso y humano darles un plazo en que les sea posible hacerlo.

Espirando el término del armisticio, se renuevan las hostilidades sin necesidad de declaración. Pero si no se ha fijado término, es necesario denunciarlos. Lo mismo se acostumbra generalmente después de una larga tregua, para dar al enemigo la oportunidad de precaver las calamidades de la guerra, prestándose a la satisfacción que pedimos.

3. Capitulaciones. - Otra especie709 de convención relativa a la guerra es la capitulación de un ejército o plaza que se rinde a la fuerza enemiga. Para que lo pactado en ella sea válido, de manera que imponga a los dos soberanos la obligación de cumplirlo, se requiere que los jefes contratantes no excedan las facultades de que por la naturaleza de su mando se les debe suponer revestidos. Valdrá, pues, lo que contraten sobre las cosas que les están sujetas; sobre la posesión natural, no sobre la propiedad del territorio que sus armas dominan. Concertarán legítimamente los términos en que ha de rendirse la plaza o ejército, y han de ser tratados los habitantes. Pero no pueden disponer de fortalezas o provincias lejanas, ni   —363→   renunciar o ceder ninguno de los derechos de sus soberanos respectivos, ni prometer la paz a su nombre. Si el uno de los generales insiste en exigir condiciones que el otro no cree tener facultad de otorgar, no les queda otro partido que ajustar una suspensión de armas para consultar al soberano y aguardar sus órdenes.

Las capitulaciones obligan desde luego a los súbditos de los jefes contratantes, y apenas es necesario advertir que cuando éstos no han traspasado sus poderes, deben ser religiosamente observadas.

Igual valor y firmeza deben tener las convenciones de los particulares con los jefes u oficiales del enemigo acerca de contribuciones, rescates, salvaguardias, etcétera, siempre que las promesas de los unos o de los otros no se extiendan a cosas de que no pueden disponer legítimamente710.

4. Salvoconducto. - El seguro711 o salvoconducto es una especie de privilegio que se da a los enemigos para que puedan transitar con seguridad. Llámase también pasaporte, aunque esta palabra se aplica mejor al permiso de tránsito que se concede indistintamente a todos aquellos que no tienen algún impedimento particular.

Se da salvoconducto no sólo a las personas sino a las propiedades, eximiéndolas de captura en alta mar o en territorio del Estado; ni solamente al enemigo, sino a los convencidos o acusados de algún crimen, para que puedan venir sin peligro de que se les castigue o enjuicie.

Todo salvoconducto debe respetarse como emanado del soberano, sea que éste mismo lo otorgue, o alguna de las potestades subalternas que tienen facultad para ello por la naturaleza de sus funciones ordinarias o por comisión especial.

Las reglas siguientes determinan las obligaciones mutuas que proceden de la naturaleza de este contrato: 1ª El salvoconducto se limita a las personas, efectos, actos, lugares y tiempos especificados en él. 2ª Se entiende, sin embargo, comprender el equipaje de la persona a quien se da y la comitiva proporcionada a su clase, aunque para evitar dificultades lo mejor es que especifiquen y articulen ambos puntos en el mismo salvoconducto. 3ª El asegurado no tiene derecho para traer en su comitiva desterrados, fugitivos u otras personas sospechosas. 4ª Puede ser hecho prisionero, luego que se cumple el término del salvoconducto, a menos que una fuerza mayor le haya detenido en el país, en cuyo caso es justo darle   —364→   un plazo para su salida. 5ª El salvoconducto no espira por la muerte o deposición del que lo ha concedido. 6ª El soberano puede revocarlo aun antes de cumplirse su término, pero dando al portador la libertad de retirarse. 7ª Si razones poderosas obligan a detenerle contra su voluntad por algún tiempo (como pudiera hacerse con otro cualquier viajero, para impedir que llevase a nuestro enemigo una noticia importante) se le debe tratar bien y soltarle lo más pronto posible. 8ª Si el salvoconducto tiene la cláusula por el tiempo de nuestra voluntad, puede ser revocado a cada momento y espira con la muerte del que lo ha concedido.

5. Carteles y otras convenciones relativas al canje y rescate de prisioneros. - Sobre los carteles o convenciones entre soberanos o los generales para el canje de prisioneros sólo advertiremos que no es lícito traficar a su sombra ni servirse de ellas para urdir estratagemas hostiles. Ningún abuso es más reprensible que el de aquellos limitados medios de comunicación que existen entre enemigos y son tan necesarios para mitigar las calamidades de la guerra.

Por lo que toca a las convenciones que puedan hacerse entre particulares para el canje o rescate de prisioneros, y que en el modo antiguo de hacer la guerra ocurrían mucho más a menudo que en el presente, la doctrina de Vattel712 puede reducirse a estas reglas: 1ª El derecho que uno tiene para exigir un rescate, es transferible. 2ª El contrato de rescate no puede rescindirse a pretexto de haberse descubierto que el prisionero es de más alta clase o más rico de lo que se había creído al prenderlo. 3ª No están obligados los herederos a pagar el precio del rescate, si el prisionero fallece después del contrato, pero antes de recibir la libertad. 4ª Cuando se suelta a un prisionero a condición de que obtenga la libertad de otro, el primero es obligado a ponerse otra vez en poder del enemigo, si el segundo fallece antes de recibir la libertad. 5ª El prisionero que ha recibido la suya y antes de pagar el rescate cae de nuevo en poder del enemigo, no queda exento por eso de la obligación anterior; y si por el contrario, después de ajustado el rescate anterior y antes de recibir del enemigo la libertad, la recobra por la suerte de las armas, queda disuelto el contrato. 6ª Como por la muerte del prisionero espira el derecho que el enemigo tenía sobre su persona, espira al mismo tiempo la obligación de los rehenes que se hubiesen dado por él; pero si éstos mueren, subsiste la obligación del primero. 7ª Si se   —365→   ha sustituido un prisionero a otro, la muerte de cualquiera de ellos no altera la condición del sobreviviente713.

6. Tratados de paz. - El último de los tratados relativos a la guerra714 es el de paz, que la termina; acerca del cual haremos las observaciones siguientes:

1. Es privativo del soberano ajustar los tratados de paz. Sucede empero algunas veces que no es una misma la autoridad constitucional a quien está encomendado hacer la paz y la autoridad que declara y hace la guerra. En Suecia después de la muerte de Carlos XII, el rey podía declarar la guerra sin el consentimiento de la Dieta, pero hacía la paz con acuerdo del senado. En los Estados Unidos el presidente puede hacer la paz con el dictamen y consentimiento de dos tercios del senado; pero está reservado al congreso de acuerdo con el presidente, declarar la guerra.

2. Todas las cláusulas del tratado de paz son obligatorias para la nación, si el gobierno no traspasa en ellas las facultades de que está revestido. El poder constitucional que hace la paz, tiene para este fin todas las facultades que la nación ha depositado en los varios jefes y cuerpos que administran la soberanía. Los pactos que él celebra con el enemigo son una ley suprema para todos estos jefes y cuerpos. Si se promete, por ejemplo, el pago de una suma de dinero, el cuerpo legislativo se hallaría, en virtud de esta promesa, obligado a expedir el acta o ley necesaria para llevarla a efecto, y no podría negarse a ello sin violar la fe pública.

3. El tratado de paz no deja de ser obligatorio, porque lo haya celebrado una autoridad incompetente, irregular o usurpadora, si tiene la posesión aparente del poder que ejerce, la cual basta para legitimar sus actos a los ojos de las naciones extranjeras. En los tratados de paz es aun más preciso que en los otros atenerse a esta regla. Los sucesos de la guerra embarazan a veces el orden político de los Estados y a veces lo alteran y dislocan; y el exigir entonces la rígida observancia de las formas constitucionales sería dificultar el restablecimiento de la paz cuando es más necesario, que es en estas épocas, desastrosas.

4. En sentir de algunos el tratado es inmediatamente obligatorio aun cuando la autoridad que hace la paz haya excedido los poderes que le están señalados, sea por las leyes fundamentales,   —366→   sea por la naturaleza de las cosas. No es raro verse una nación en la necesidad imperiosa de comprar la paz con un sacrificio que en el curso ordinario ninguno de los poderes constituídos ni tal vez ella misma tiene facultad de hacer. Si la cesión inmediata de una provincia es lo único que puede atajar la marcha de un enemigo victorioso; si la nación, exhaustos sus recursos, se halla en la alternativa de obtener la paz a este precio, o de perecer; un peligro inminente de tanta magnitud da a su conductor, por limitadas que sean sus facultades en otros casos, todas las necesarias para la salud común. Esta es una de las aplicaciones más naturales y legítimas de aquel axioma de Derecho público: salus populi suprema lex est. ¿Pero quién determinará el punto preciso en que el ejercicio de este poder extraordinario empieza a ser legítimo? Por la naturaleza de las cosas no puede ser otro que el mismo que ha de ejercerlo. A las potencias extranjeras no toca juzgar si el depositario de esta alta confianza abusa de ella. Por consiguiente, sus actos ligan en todos los casos a la nación y empeñan su fe.

Esta doctrina tiene a su favor la práctica general. En muchos Estados se prohíbe por las leyes fundamentales la enajenación de los dominios de la corona. Sin embargo, hemos visto a los conductores de esos mismos Estados enajenar provincias y territorios de grande extensión, aun en circunstancias que no parecían autorizar el ejercicio de facultades extraordinarias.

En el caso de un abuso monstruoso, la nación por sí misma o por sus órganos constitucionales podría declarar nulo el tratado. Pero esto debe hacerse luego. Su aquiescencia aparente sanaría los vicios del tratado, cualesquiera que fuesen.

5. El soberano cautivo puede negociar la paz, pero sus promesas no ligan a la nación, si no han sido ratificadas por ella, a lo menos tácitamente.

6. El beligerante principal debe comprender en la paz a las naciones aliadas que le han prestado auxilios sin tomar otra parte en la guerra; pero el tratado de aquél no es obligatorio a las otras, sino en cuanto quieran aceptarlo, salvo que le hayan autorizado para tratar a su nombre.

7. Los soberanos que se han asociado para la guerra deben hacer la paz de concierto, lo cual no se opone a que cada uno pueda negociar por sí. Pero un aliado no tiene derecho para separarse de la liga y hacer su paz particular, sino cuando el permanecer en la guerra pusiese en inminente peligro el Estado, o cuando ofrecida una satisfacción competente por el adversario, los aliados no tuviesen ya de su parte la justicia.

8. Para facilitar la paz suele solicitarse o aceptarse la intervención   —367→   de una tercera potencia como árbitra, mediadora o garante.

9. El tratado de paz debe considerarse como una transacción, en que no se decide cuál de las dos partes ha obrado injustamente, ni se sentencian con arreglo a derecho las controversias suscitadas entre ellas, si no se determina de común acuerdo lo que debe darse o dejarse a cada una para que de allí en adelante queden extinguidas sus pretensiones.

10. Por el tratado de paz cada una de las partes contratantes renuncia al derecho de cometer actos de hostilidad, sea por el motivo que ha dado ocasión a la guerra, o a causa de lo que haya ocurrido en ella, a menos que uno de los contratantes pueda apoyar con nuevos fundamentos sus pretensiones a la cosa disputada, y que no la haya renunciado absolutamente en el tratado de paz. La amnistía u olvido completo de lo pasado, va envuelta necesariamente en él, aun cuando esto no se exprese, como casi siempre se hace en el primer artículo.

11. Las pretensiones o derechos acerca de los cuales el tratado de paz nada dice, permanecen en el mismo estado que antes, y los tratados anteriores que se citan y confirman en él, recobran toda su fuerza, como si se insertaran literalmente.

12. La cláusula que repone las cosas en el estado anterior a la guerra (in statu quo ante bellum) se entiende solamente de las propiedades territoriales y se limita a las mutaciones que la guerra ha producido en la posesión natural de ella; y la base de la posesión actual (uti possidetis) se refiere a la época señalada en el tratado de paz, o a falta de esta especificación, a la fecha misma del tratado. El uti possidetis se entiende tácitamente en todo aquello que no abrazan las estipulaciones expresas.

Las observaciones que siguen son relativas a su ejecución o infracción.

1. Concluido el tratado, es obligatorio a los súbditos de cada una de las partes contratantes desde el momento que llega a su noticia; y las presas hechas después de la data del tratado, o después del término prefijado en él, se deben restituir a los propietarios, del mismo modo que en la tregua. Por consiguiente, si no se han fijado plazos para la cesación de las hostilidades, los apresadores que han obrado de buena fe están sólo obligados a la restitución de las propiedades existentes; ni está obligado a más el soberano, suponiendo que haya tomado las medidas necesarias para hacer saber inmediatamente   —368→   a sus súbditos la terminación de la guerra715. Pero si se han fijado plazos diferentes según la varia situación y distancia de los lugares, como el objeto de esta medida es obviar la excusa de ignorancia, los apresadores, o el soberano de quien dependen, están obligados, no sólo a la restitución de las presas hechas en tiempo inhábil, sino a la indemnización de perjuicios.

Suponiendo que se haya fijado cierto plazo para la cesación de las hostilidades en un lugar dado, y que, sabiéndose la paz, se haya hecho allí una presa antes de espirar aquel plazo, se han disputado entre los publicistas, si debía restituirse la presa. Parece que el apresamiento debe tenerse por ilegal y nulo, pues -como advierte Emerigon- si el conocimiento presunto de la paz, después del término señalado para el lugar en que se hace la presa, es bastante causa para declararla ilegítima y ordenar su restitución, el conocimiento positivo lo será todavía más. Pero los tribunales franceses expresaron diferente concepto en el caso del Swineherd, buque británico apresado por el corsario francés Belona. El 1º de octubre de 1801 se firmaron preliminares de paz entre Francia e Inglaterra, y se estipuló por el articulo 11 que toda presa hecha en cualquier parte del mundo cinco meses después, fuese ilegítima y nula. El corsario salió de la isla de Francia el 27 de noviembre, antes de tenerse noticia del tratado, y apresó al Swineherd el 24 de febrero de 1802 en un lugar a que no correspondía para la cesación de las hostilidades menor plazo que el de cinco meses. La propiedad, pues, fue apresada en tiempo hábil. Pero se probó que el corsario había visto varias veces en la Gaceta de Calcuta, días antes del apresamiento,   —369→   la proclamación del rey de Inglaterra, notificando la paz y el contenido del artículo 11. El buque inglés, sin embargo, fue llevado a la isla de Francia, juzgado y condenado; y el Consejo de presas de París confirmó la sentencia, fundándose por una parte, en que la proclamación del rey de Inglaterra, desnuda de toda atestación francesa, no era para el corsario una prueba auténtica de la extinción de la paz, y por otra, en que no había espirado el término para la legitimidad de las hostilidades en los mares de Oriente716.

Si es ilegítima la presa en tiempo inhábil, no lo es menos la represa. Un buque de guerra británico había represado una nave mercante de su nación, apresada por un corsario americano. La presa, aunque no sentenciada, era válida, como hecha sin noticia del tratado de paz de 1814, y antes de espirar el plazo. Pero la represa era ilegal, porque le faltaba esta última circunstancias. El juzgado declaró que la posesión del captor americano era legítima, y que no se le podía despojar de ella después de la restauración de la paz, que sancionaba todas las adquisiciones bélicas, porque la paz, llegado el momento que se ha prefijado para que empiece a obrar, pone fin al uso de la fuerza, y extingue por consiguiente toda esperanza de recobrar lo que se ha llevado infra prœsidia, aunque no se haya condenado por ningún tribunal.

2. Con respecto a la cesión de plazas o territorios, el tratado de paz produce solamente un jus ad rem, que no altera el carácter de la cosa cedida, hasta que su posesión se haya trasferido de hecho. El poseedor que no ha demorado la entrega estipulada por el tratado de paz, tiene derecho a los frutos hasta el momento de verificarla. Pero como las contribuciones impuestas al país conquistado son actos de hostilidad, sólo se deben al conquistador por el derecho de la guerra aquellas que se han devengado antes de la fecha del tratado de paz, o antes del término prefijado en él para poner fin a las operaciones hostiles.

3. Las cosas cuya restitución se ha estipulado simplemente, deben devolverse en el estado en que se tomaron, bien que con los deteriores y menoscabos que hayan sufrido por un efecto de la guerra. Las nuevas obras que el conquistador ha construido y puede demoler sin detrimento de las antiguas, no se incluyen en la restitución. Si ha arrasado las fortificaciones antiguas y construido nuevas, parece natural que estas mejoras se sujeten a la misma regla que los daños y pérdidas ocasionados por la guerra. Mas para evitar disputas, lo mejor es arreglar todos estos puntos con la mayor claridad posible en el tratado de paz.

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4. Los pueblos libres, o los que abandonados por su soberano se hallan en el caso de proveer a su salud como mejor les parezca, y que en el curso de la guerra se entregan voluntariamente a uno de los beligerantes, no se comprenden en la restitución de conquistas estipuladas en el tratado de paz.

5. Entre éste y los otros tratados hay una diferencia digna de notarse, y es que no lo vicia la circunstancia de haber sido obra de la fuerza. Declarar la guerra es remitirse a la decisión de las armas. Sólo la extrema iniquidad de las condiciones puede legitimar semejante excepción.

6. Importa distinguir entre una nueva guerra y la continuación de la anterior por el quebrantamiento del tratado de paz. Los derechos adquiridos por éste subsisten a pesar de una nueva guerra, pero se extinguen por la infracción del tratado, pues aunque el estado de hostilidades nos autoriza para despojar al enemigo de cuanto posee, con todo, cuando se trata de negociar la paz hay gran diferencia entre pedir concesiones nuevas o sólo la restitución de lo que ya se gozaba tranquilamente, para lo cual no se necesita que la suerte de las armas nos haya dado una superioridad decidida. Añádese a esto que la infracción del tratado de paz impone a las potencias garantes la necesidad de sostenerlo, reproduce el casus fœderis para los aliados, y da a la ofensa un carácter de perfidia que la agrava.

7. De dos modos puede romperse el tratado de paz: o por una conducta contraria a la esencia de todo tratado de paz (como lo sería cometer hostilidades sin motivo plausible después del plazo prefijado para su terminación, o alegando para cometerlas la misma causa que había dado ocasión a la guerra, o alguno de los acontecimientos de ella), o por la infracción de alguna de las cláusulas del tratado, cada una de las cuales, según el principio de Grocio, debe mirarse como una condición de las otras.

8. La demora voluntaria en el cumplimiento de una promesa es una infracción del tratado.

9. Si en el tratado se impone una pena por la infracción de una cláusula, y el infractor se somete a la pena, subsiste en su fuerza el tratado.

10. La conducta de los súbditos no infringe el tratado sino cuando el soberano se la apropia, autorizándola o dejándola impune.

11. La conducta de un aliado no es imputable al otro, si éste no toma parte en ella.

12. Finalmente, si se ha contravenido a una cláusula del tratado de paz, el otro contratante es árbitro, o de dejarlo subsistir, o de declararlo infringido, y en el primer caso tiene derecho para la indemnización de los perjuicios que la contravención le haya causado.



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ArribaAbajoCapítulo X

De la guerra civil y otras especies de guerra


Sumario: 1. Guerra civil. - 2. Bandidos. - 3. Piratas.

1. Guerra civil. - Cuando717 en el Estado se forma una facción que toma las armas contra el soberano, para arrancarle el poder supremo o para imponerle condiciones, o cuando una república se divide en dos bandos que se tratan mutuamente como enemigos, esta guerra se llama civil, que quiere decir guerra entre ciudadanos. Las guerras civiles empiezan a menudo por tumultos populares y asonadas, que en nada conciernen a las naciones extranjeras, pero desde que una facción o parcialidad domina un territorio algo extenso, le da leyes, establece en él un gobierno, administra justicia, y en una palabra, ejerce actos de soberanía, es una persona en el Derecho de gentes, y por más que uno de los dos partidos dé al otro el título de rebelde o tiránico, las potencias extranjeras que quieren mantenerse neutrales, deben considerar a entrambos como dos Estados independientes entre sí y de los demás, a ninguno de los cuales reconocen por juez de sus diferencias.

En la primera época de la guerra de las colonias hispanoamericanas para sacudir el yugo de su metrópoli, España solicitó de los otros Estados que mirasen a los disidentes como rebeldes, y no como beligerantes legítimos; pero no obstante la parcialidad de algunos de los antiguos gobiernos de Europa a la causa de España, ninguno de ellos disputó a las nuevas naciones el derecho de apresar las naves y propiedades de su enemigo en alta mar, y las potencias que no estaban infatuadas con los extravagantes y absurdos principios de la Santa alianza, guardaron una rigurosa neutralidad en la contienda. La Corte Suprema de los Estados Unidos declaró el año 1818, que «cuando se enciende la guerra civil en una nación, separándose una parte de ella del gobierno antiguo y erigiendo otro distinto, los tribunales de la Unión debían mirar al nuevo gobierno como lo miraban las autoridades legislativa y ejecutiva   —372→   de los Estados Unidos; y mientras éstas se mantenían neutrales reconociendo la existencia de una guerra civil, los tribunales de la Unión no podían considerar como criminales los actos de hostilidad que la guerra autoriza, y que el nuevo gobierno ejecutase contra su adversario». Según la doctrina de aquella Corte, «el mismo testimonio que hubiera bastado para probar que una persona o buque estaba al servicio de una potencia reconocida, era suficiente para probar que estaba al servicio de uno de los gobiernos nuevamente creados». Igual declaración se hizo en la causa de la Divina Pastora el año de 1819. En la de N. S. de la Caridad, el mismo año, decidió la Corte Suprema que «los apresamientos que se hacían por los corsarios de aquellos gobiernos debían mirarse como ejecutados jure belli, de la misma manera que los que se hiciesen bajo la bandera de España, siempre que en ellos no se violase la neutralidad de los Estados Unidos, que si la una o la otra parte llevaba sus presas a puertos de jurisdicción americana, era un deber de los juzgados respetar la posesión de los captores, y que si esta posesión se turbaba por algún acto de ciudadanos de América, debían restituirse las cosas a la situación anterior»718.

Desde que un nuevo Estado que se forma por una guerra civil, o de otro modo ejerce actos de soberano, tiene un derecho perfecto a que las naciones con quienes no está en guerra no estorben en manera alguna el ejercicio de su independencia. Las potencias extranjeras pueden no entrar en correspondencia directa con él bajo formas diplomáticas; esta especie de reconocimiento solemne depende de otras consideraciones que están sujetas al juicio particular de cada potencia; pero las relaciones internacionales de Derecho natural no dependen de este reconocimiento, porque se derivan de la mera posesión de la soberanía.

Considerándose las dos facciones civiles como dos Estados independientes, se sigue también que las naciones extranjeras pueden obrar bajo todos respectos con relación a ellas, como obrarían con relación a los Estados antiguos, ya abrazando la causa del uno contra el otro, ya interponiendo su mediación, ya manteniéndose en una neutralidad perfecta, sin mezclarse de ningún modo en la querella. En esto no tienen otra regla que consultar que la justicia y su propio interés, y si se deciden por la neutralidad, les es lícito mantener las acostumbradas relaciones de amistad y comercio con ambos, entablar nuevas, y aun reconocer formalmente la independencia de aquel pueblo que haya logrado establecerla por las armas.

Dedúcese del mismo principio que los dos partidos contendientes   —373→   deben observar las leyes comunes de la guerra. Si uno de ellos cree tener derecho para matar a los prisioneros, su adversario usará de represalias; si aquel no observase fielmente las capitulaciones y treguas, el otro no tendría confianza en sus promesas, y no habría modo alguno de abrir tratos y comunicaciones entre ellos, aun para objetos de común interés; si por una parte se hiciese la guerra a sangre y fuego, por la otra se haría lo mismo; y de aquí resultaría un estado de cosas sumamente funesto y calamitoso para la nación, cuyos males no podrían tener fin sino por el exterminio completo de uno de los dos partidos.

Cuando el soberano ha vencido al partido opuesto y le ha obligado a pedir la paz, es costumbre concederle una amnistía general, exceptuando de ella a los autores y cabezas, a los cuales se castiga según las leyes. Ha sido harto frecuente en los monarcas violar las promesas de olvido y clemencia con que lograban terminar una guerra civil, y no ha faltado legislación que autorizase expresamente la infidelidad, dando por nulo todo pacto o capitulación entre el soberano y sus vasallos rebeldes, pero en el día ningún gobierno culto osaría profesar semejante principio.

2. Bandidos. - Llamamos aquí bandidos los delincuentes que hacen armas contra el gobierno establecido, para sustraerse a la pena de sus delitos y vivir del pillaje. Cuando una cuadrilla de facinerosos se engruesa en términos de ser necesario atacarla en forma y hacerle la guerra, no por eso se reconoce al enemigo como beligerante legítimo. Es lícito, por consiguiente, solicitarlos a la defección, sus prisioneros no tienen derecho a ninguna indulgencia, sus presas no alteran la propiedad, las naciones extranjeras no les deben asilo, y sus naves pueden ser tratadas como piratas por cualquier buque de guerra o corsario que las encuentre.

Hácese siempre una gran diferencia entre esta clase de delincuentes y los que toman armas para sostener opiniones políticas, aun cuando el furor de partido, como sucede a menudo en las disensiones civiles, los arrastre a cometer algunos actos de atrocidad.

Pero en ningún caso y contra ninguna especie de enemigos es permitida la infidelidad en el cumplimiento de los pactos.

3. Piratas. - La piratería719 es un robo o depredación ejecutada con violencia en alta mar, sin autoridad legítima. Los piratas son en el mar lo mismo que los bandoleros o salteadores   —374→   en tierra, y se miran como violadores atroces de las leyes universales de la sociedad humana y enemigos de todos los pueblos. Cualquier gobierno está, pues, autorizado a perseguirlos y a imponerles pena de muerte, severidad que no parecerá excesiva si se toma en consideración la alarma general que esta especie de crimen produce la facilidad de perpetrarlo en la soledad del océano, la crueldad que por lo común lo acompaña, la desamparada situación de sus víctimas, y lo difícil que es descubrirlo y aprehender a los reos.

Los piratas pueden ser atacados y exterminados sin ninguna declaración de guerra, y aunque lleguen a formar una especie de sociedad, que esté sometida a ciertas reglas de subordinación y practique en su régimen interior los principios de justicia que viola con el resto del mundo, sin embargo no se les considera jamás como una asociación civil, ni como beligerantes legítimos, la conquista no les da derecho alguno, y la ley común de las naciones autoriza a los despojados para reclamar su propiedad donde quiera que la encuentren. A piratis et latronibus capta dominium non mutant, es un principio universalmente recibido.

No puede haber duda alguna acerca de la competencia de la autoridad legislativa de un Estado para establecer leyes arreglando el modo de proceder contra los piratas, ni importa contra quién o en qué lugar se haya cometido un acto de piratería, para que esté sujeto a la jurisdicción de cualquiera potencia. Pero ningún soberano tiene la facultad de calificar de tales los actos que no se hallan comprendidos en la definición de este delito, generalmente admitida. Un gobierno podrá declarar que ésta o aquella ofensa perpetrada a bordo de sus buques es piratería, pero él sólo podrá castigarla como tal, si la ofensa no es de aquellas que el Derecho de gentes considera como un acto pirático. El congreso americano declaró el año de 1790 que era piratería todo delito cometido en el mar, que si lo fuese en tierra, sujetaría sus ejecutores a la pena de muerte. Sin embargo, como esta ley da una latitud excesiva a la definición del Derecho de gentes, no legitimarla la jurisdicción de los tribunales americanos sobre los actos cometidos bajo la bandera de otra nación, que no fuesen rigurosamente piráticos.

Además, como toda nación es juez competente para conocer en un crimen de piratería, la sentencia absolutoria de una de ellas es válida para las otras, y constituye una excepción irrecusable contra toda nueva acción por el mismo supuesto delito, donde quiera que fuese intentada.

Un extranjero que obra en virtud de comisión legítima, no se hace culpable de piratería, mientras se ciñe al cumplimiento de sus instrucciones. Sus actos pueden ser hostiles, y su nación   —376→   responsable por ellos; pero el que los ejecuta no es pirata. En una causa ante el Almirantazgo británico en 1801, se pretendió que el apresamiento y venta de un buque inglés por un corsario argelino no trasfería la propiedad, porque la presa era pirática. El tribunal, sin embargo, decidió que los Estados berberiscos habían adquirido de largo tiempo atrás el carácter de gobiernos establecidos, que si bien sus nociones de justicia eran diferentes de las que regían entre los Estados cristianos, no podía disputarse la legalidad de sus actos públicos, y por consiguiente el título derivado de una captura argelina era válido contra el primitivo propietario.

En una causa juzgada en 1675 se declaró que un corsario, aunque tuviese patente legítima, podía ser tratado como pirata, si excedía los términos de sus instrucciones. Binkerschoek impugna esta peligrosa doctrina. Mientras que el corsario no se despoja de su carácter nacional y obra como pirata, no se puede ejercer semejante especie de jurisdicción sobre sus actos.





  —377→  

ArribaAbajoParte tercera

Derechos y funciones de los agentes diplomáticos



ArribaAbajoCapítulo I

De los ministros diplomáticos


Sumario: 1. Diplomacia. - 2. Derecho de legación o embajada. - 3. Privilegios de los ministros diplomáticos. - 4. Sus varias clases. - 5. Documentos relativos a su carácter público. - 6. Su recibimiento. - 7. De qué modo suelen terminar sus funciones. - 8. Su despedida.

1. Diplomacia. - No pudiendo720 las naciones comunicar unas con otras por sí mismas, ni ordinariamente por medio de sus conductores o jefes supremos, se valen para ello de apoderados o mandatarios, que discuten o acuerden entre sí o con los ministros de negocios extranjeros de los Estados a que se les envía, lo que juzgan conveniente a los intereses que se les han cometido. Estos mandatarios se llaman ministros o agentes diplomáticos, y también ministros públicos, contrayendo este término, que de suyo significa toda persona que administra los negocios de la nación, a los que están encargados de ellos cerca de una potencia extranjera. La diplomática era sólo el arte de conocer y distinguir los diplomas, esto es, las escrituras públicas emanadas de un soberano, pero habiéndose dado aquella denominación a los embajadores o legalos que los soberanos se acreditan mutuamente, hoy se llama también diplomática o diplomacia la ciencia que trata de los derechos y funciones de estos ministros, aunque el uso propio y autorizado,   —378→   es decir, diplomática en el primer sentido, y diplomacia en el segundo721.

2. Derecho de legación y embajada. - Todo soberano tiene derecho de enviar y recibir ministros públicos. Una alianza desigual, un tratado de protección, no despoja a los Estados de este derecho, si expresamente no lo han renunciado. Tampoco están privados de él (no habiendo intervenido renuncia expresa) los Estados federados, ni los feudatarios. Y lo que es más, pueden gozar de esta facultad, por delegación del soberano o por costumbre, comunidades y jefes que no están revestidos del poder supremo, en cuyo caso se hallaban los virreyes de Nápoles y los gobernadores de Milán y de los Países Bajos, obrando en nombre y por autoridad del rey de España, y las ciudades de Suiza que como las de Neuchatel y Bienne tenían el derecho de bandera o de levantar tropas y dar auxiliares a los príncipes extranjeros.

En el caso de revolución, guerra civil o soberanía disputada, aunque las naciones extranjeras, estrictamente hablando no tienen derecho para decidir en cuál de los dos partidos reside la autoridad legítima, pueden, según su propio juicio, entablar relaciones diplomáticas con el gobierno de hecho y continuar las anteriores con el Estado antiguo, o suspenderlas absolutamente con ambos. Cuando una provincia o colonia se declara independiente de su metrópoli, y mantiene su independencia con las armas, los Estados extranjeros se deciden o no, según lo estiman justo o conveniente, a entablar relaciones diplomáticas con ella722.

El derecho de embajada es una regalía que, como todas las otras, reside originalmente en la nación. La ejercen ipso jure los depositarios de la soberanía plena, y en virtud de su autoridad constitucional, los monarcas que concurren con las asambleas de nobles y diputados del pueblo a la formación de las leyes, y aun los jefes ejecutivos de las repúblicas, sea por sí solos o con intervención de una parte o de todo el cuerpo legislativo. En los interregnos el ejercicio de este derecho recae naturalmente en el gobierno provisional o regencia, cuyos agentes diplomáticos gozan de iguales facultades y prerrogativas que los del soberano ordinario.

El Estado que tiene el derecho de enviar ministros públicos de diferentes clases, puede enviarlos de la clase que quiera, pero la costumbre pide que los Estados que mantienen legaciones permanentes entre sí, envíen y reciban ministros de igual rango. Un Estado puede enviar a una misma corte varios   —379→   ministros, y un solo ministro a varias cortes. Puede también enviarse uno o más ministros a un congreso de representantes de varios Estados, sin credenciales para ninguna corte en particular.

Los cónsules de las potencias cristianas en los países berberiscos son acreditados y tratados como ministros públicos.

Es costumbre conceder libre tránsito a los ministros que dos Estados envían uno a otro, y pasan por el territorio de un tercero. Si se rehusa a los de una potencia enemiga o neutral en tiempo de guerra, es necesario justificar esta conducta con buenas razones, y aun sería más necesario hacerlo así en tiempo de paz, cuando recelos vehementes de tramas secretas contra la seguridad del Estado aconsejasen la aventurada providencia de negar el tránsito a los agentes diplomáticos de una potencia extranjera.

Se deben recibir los ministros de un soberano amigo723, y aunque no estamos estrictamente obligados a tolerar su residencia perpetua, esta práctica es tan general en el día, que no pudiéramos separarnos de ella sin muy graves motivos. El ministro de un enemigo no puede venir a tratar con nosotros, si no es con permiso especial, y bajo la protección de un pasaporte o salvoconducto, y es regla general concederlo, cuando no tenemos fundamento para recelar que viene a introducir discordia entre los ciudadanos o los aliados, o que sólo trata de adormecernos con esperanzas de paz.

Cuando una nación ha mudado su dinastía o su gobierno, la regla general es mantener con ella las acostumbradas relaciones diplomáticas. Portarnos de otro modo, sería dar a entender que no reconocemos la legitimidad del nuevo orden de cosas, lo que bastaría para justificar un rompimiento.

3. Privilegios de los ministros diplomáticos. - La persona del ministro público se ha mirado siempre como inviolable y sagrada. Maltratarle o insultarle es un delito contra todos los pueblos, a quienes interesa en alto grado la seguridad de sus representantes, como necesaria para el desempeño de las delicadas funciones que les están cometidas.

Esta inviolabilidad del ministro público se le debe principalmente de parte de la nación a quien es enviado. Admitirle como tal es empeñarse a concederle la protección más señalada y a defenderle de todo insulto. La violencia en otros casos es un delito que el soberano del ofensor puede tratar con indulgencia, contra el ministro público es un atentado que infringe la   —380→   fe nacional, que vulnera el Derecho de gentes, y cuyo perdón toca sólo al príncipe que ha sido ofendido en la persona de su representante. Los actos de violencia contra un ministro público pueden permitirse o excusarse sino en el caso en que éste, provocándolos, ha puesto a otro en la necesidad de repeler la fuerza. Cuando el ministro es insultado por personas que no tenían conocimiento de su carácter, la ofensa desciende a la clase de los delitos cuyo castigo pertenece solamente al Derecho civil724.

La misma seguridad se debe a los parlamentarios o trompetas en la guerra, y aunque no estamos obligados a recibirlos, sus personas son inviolables mientras se limitan a obrar como tales, y no abusan de su carácter para dañarnos. Pero debe notarse que la comunicación por medio de parlamentarios sólo tiene lugar entre jefes.

Otro privilegio del ministro público es el estar exento de la jurisdicción del Estado en que reside; independencia necesaria para el libre ejercicio de sus funciones, pero que no debe convertirse en licencia. Está, pues, obligado a respetar las leyes del país, las reglas universales de justicia, y los derechos del soberano que le dispensa acogida y hospitalidad. Corromper a los súbditos, sembrar entre ellos la discordia, serían en un ministro público actos de perfidia que deshonrarían a su nación.

Si un ministro delinque, es necesario recurrir a su soberano para que haga justicia. Si ofende al gobierno con quien ha sido acreditado, se puede, según la gravedad de los casos, o pedir a su soberano que le retire, o prohibirle el presentarse en la corte, mientras que su soberano, informado de los hechos, toma providencias, o mandarle salir del Estado. Y si el ministro se propasa hasta el extremo de emplear la fuerza o valerse de medios atroces, se despoja de su carácter y puede ser tratado como enemigo.

En casos criminales no debe el ministro constituirse actor en juicio, sino dar su queja al soberano para que el personero público proceda contra el delincuente.

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Esta independencia de la jurisdicción territorial se verifica igualmente en materias civiles. Así es que las deudas que un ministro ha contraído antes o en el curso de su misión, no pueden autorizar su arresto, ni el embargo de sus bienes, ni otro acto de jurisdicción, cualquiera que sea; a menos que el ministro haya querido renunciar su independencia, ya tomando parte en alguna negociación mercantil, ya comprando bienes raíces, ya aceptando un empleo del gobierno cerca del cual reside. En todos estos casos se entiende que ha renunciado tácitamente su independencia de la jurisdicción civil sobre lo concerniente a aquel tráfico, propiedad o empleo. Lo mismo sucede si para causas civiles se constituye actor en juicio, como puede ejecutarlo sin inconveniente por medio de un procurador.

Un súbdito no puede aceptar el encargo de representante de un soberano extranjero sin permiso del suyo propio, a quien es libre el rehusarlo o concederlo bajo la condición de que este nuevo carácter no suspenderá las obligaciones del súbdito. Sin esta declaración expresa se presumiría la independencia del ministro.

Para hacer efectivas las acciones o derechos civiles contra el ministro diplomático, es necesario recurrir a su soberano; y aun en los casos en que por una renuncia explícita o presunta se halla sujeto a la jurisdicción local, sólo se puede proceder contra él, como contra una persona ausente. En efecto, es ya un principio del derecho consuetudinario de las naciones, que se debe considerar al ministro público, en virtud de la independencia de que goza, como si no hubiese salido del territorio de su soberano, y continuase viviendo fuera del país en que reside realmente. La extensión de esta exterritorialidad depende del Derecho de gentes positivo, es decir, que puede ser modificada por la costumbre o las convenciones, como efectivamente lo ha sido en varios Estados. El ministro no puede ni extenderla más allá de estos límites, ni renunciarla en todo o parte sin el consentimiento expreso del soberano a quien representa.

Los ministros diplomáticos gozan también de una plena libertad en el ejercicio de su religión, a lo menos privada. En la mayor parte de las cortes cristianas hay capillas para el servicio de las diferentes legaciones; y no sólo a la familia, sino a los extranjeros de su nación, se permite asistir en ellas al servicio divino.

Otro de sus privilegios es la exención de todo impuesto personal. En cuanto a la inmunidad de derechos de entrada y salida para los efectos de su uso y consumo, es lícito a los gobiernos arreglarla como mejor les parezca, y los abusos a que ha dado lugar han inducido en efecto a muchas cortes a   —382→   limitarla considerablemente; por lo que el ministro deberá contentarse con gozar de los privilegios que en el país de su residencia se dispensa generalmente a los de su grado; a menos que por convención o a título de reciprocidad crea tener derecho a alguna distinción particular. Hay países en que no se permite a los ministros la introducción de mercaderías prohibidas, o a lo menos se les limita considerablemente; y en este caso están obligados a tolerar la visita de los efectos que reciben de país extranjero; pero nunca en su casa.

Su equipaje está generalmente exento de visita; bien que en esta materia las leyes y ordenanzas de cada país varían mucho.

Los impuestos destinados al alumbrado y limpieza de las calles, a la conservación de caminos, puentes, calzadas, canales, etcétera, siendo una justa retribución por el uso de ellos, no se comprenden en la exención general de impuestos.

La morada del ministro no está libre de los impuestos ordinarios sobre los bienes inmuebles, aun cuando sean propiedad suya o de su gobierno; pero lo está completamente de la carga de alojamientos y de toda otra servidumbre municipal; ni es lícito a los magistrados entrar en ella de propia autoridad para registrarla o extraer personas y efectos. El ministro, por otra parte, no debe abusar de esta inmunidad, dando asilo a los enemigos del gobierno o a los malhechores. Si tal hiciese, el soberano del país tendría derecho para examinar hasta qué punto debía respetarse el asilo, y tratándose de delitos de Estado, podría dar órdenes para que se rodease de guardias la casa del ministro, para insistir en la entrega del reo y aun para extraerlo por fuerza.

Las carrozas de los ministros extranjeros están exentas de las visitas ordinarias de los oficiales de aduana, pero les está prohibido servirse de ellas para favorecer la evasión de reos.

Gozan de una inviolabilidad particular las cartas y despachos del ministro, que sólo pueden aprehenderse y registrarse, cuando éste viola el Derecho de gentes, tramando o favoreciendo conspiraciones contra el Estado.

Los privilegios del ministro se comunican a su esposa, hijos y comitiva. Los tribunales no pueden intentar proceso contra las personas que la componen; pero si entre ellas hay naturales del país y alguno de éstos comete un delito, es necesario solicitar la autorización del ministro para que el delincuente comparezca a ser juzgado; y el juicio no tiene lugar, si el agente diplomático no se presta a ello, o si el reo no es despedido de su servicio. En materias civiles se acostumbra conceder a los ministros de primera y segunda clase una jurisdicción especial, aunque limitada, sobre los individuos de su comitiva y servidumbre. El jefe de la legación puede autorizar sus testamentos, contratos y demás actos civiles; y cuando es necesaria   —383→   la declaración judicial de alguno de ellos, es costumbre pedir al ministro de relaciones exteriores, que le haga comparecer ante el tribunal, o que se sirva recibir su declaración por sí mismo o por el secretario de la legación, y comunicarla en debida forma. La jurisdicción de los agentes diplomáticos sobre su comitiva y servidumbre en materias criminales (que tampoco se concede generalmente sino a los de primera o segunda clase) es una materia que debe determinarse entre las dos cortes, o a falta de convenciones, por la costumbre, que, sin embargo, no es siempre suficiente para servir de regla725. Sólo en materia de delitos cometidos en el interior de la casa del ministro por las personas que la habitan o contra ellas, y cuando el reo es aprehendido en la misma casa, se reconoce generalmente como una consecuencia de la exterritorialidad, que las autoridades locales no puedan demandar su extradicción para juzgarle.

Los mensajeros y correos de gabinete que una legación envía o que son enviados a ella, gozan también de inviolabilidad, en cuanto a no ser registrados ni detenidos en el territorio de las naciones amigas por las cuales transitan. Mas para esto deben estar provistos de un pasaporte que los designe como tales, expedido por su gobierno o su ministro; y si van por mar es necesario que el buque o aviso lleve también una comisión o pase. En tiempos de guerra puede ser de necesidad la bandera parlamentaria con pasaportes de ambos beligerantes. Los ministros que residen en la corte de uno de ellos están autorizados para enviar libremente sus despachos en embarcaciones neutrales726.

Los privilegios del ministro empiezan desde el momento que pisa el territorio del soberano para quien es acreditado suponiendo que éste se halle instruido de su misión; y no cesan hasta su salida, ni por las desavenencias que pueden ocurrir entre las dos cortes, ni por la guerra misma.

Los privilegios de inviolabilidad y exterritorialidad se extienden por cortesía aun a los ministros diplomáticos que se hallan de tránsito o por algún accidente en el territorio de una tercera potencia; bien que para ello es necesaria la declaración expresa o tácita del soberano territorial. El pasaporte de este soberano permitiéndoles el tránsito o residencia con el carácter de ministros diplomáticos, es lo que hace las veces de aquella declaración, en la mayor parte de los Estados de Europa727.

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4. Sus varias clases. - Hay varias especies de misiones diplomáticas: unas son permanentes, otras temporales o extraordinarias; unas públicas, otras secretas; unas dirigidas a verdaderas negociaciones, otras de pura ceremonia o de etiqueta, como para dar una enhorabuena o pésame o para notificar la exaltación de un príncipe al trono.

Hay asimismo varias clases de ministros. La primera comprende los legados apostólicos (que son o legados a latere, siempre cardenales, o legados de latere, que no tienen la dignidad cardenalicia, o simples legados que son inferiores a los otros en grado); los nuncios, que son también ministros pontificios de primera clase, y los embajadores.

La segunda clase comprende los enviados, los ministros plenipotenciarios, y los internuncios del papa. Los ministros plenipotenciarios se miran ya como iguales a los enviados, y regularmente el primero de estos títulos va unido al de enviados extraordinarios.

La tercera clase comprende los ministros, los ministros residentes, los ministros encargados de negocios, los cónsules que ejercen funciones diplomáticas, como son los de la costa de Berbería, y los encargados de negocios.

Pero esta clasificación es ya anticuada; la que generalmente se sigue en el día es la adoptada por los congresos de Viena y de Aquisgrán, de que se ha dado idea en el capítulo VIII de la Primera Parte. Según ella, pertenecen a las dos primeras clases los agentes diplomáticos acreditados directamente por un soberano a otro, y sólo se distinguen entre sí por la representación más o menos plena que se les atribuye; y la tercera clase comprende todos aquellos que bajo cualquier título son acreditados por el ministro de relaciones exteriores de una potencia al ministro del mismo departamento en otra. Los títulos que comúnmente se usan son los de embajadores, ministros plenipotenciarios, y encargados de negocios.

Los secretarios de embajada o de legación, aunque no son ministros, gozan del fuero diplomático, no sólo como dependientes del embajador o ministros, sino por derecho propio; y en ausencia de estos jefes, hacen funciones de encargados de negocios.

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5. Documentos relativos a su carácter público. - Los documentos que suele llevar consigo el ministro y que establecen su carácter público o dirigen su conducta son la carta credencial, las instrucciones y los plenos-poderes.

1. En clases de embajadures, ministros plenipotenciarios y ministros residentes, la credencial es una carta del soberano que constituye al ministro para el soberano cerca del cual va a residir, expresando en términos generales el objeto de la misión, indicando el carácter diplomático del ministro, y rogando se le dé entero crédito en cuanto diga de parte de su corte. Va firmada por el soberano, y sellada con el gran sello del Estado. Es costumbre dar una copia legalizada de ella al ministro de relaciones exteriores al tiempo de pedir por su conducto una audiencia del príncipe o jefe supremo para poner en sus manos el original; lo cual es de regla en todas las comunicaciones autógrafas que los soberanos dirigen uno a otro en su carácter público. En la clase de los encargados de negocios la carta credencial es firmada por el ministro de negocios extranjeros del Estado constituyente y dirigida al ministro del mismo departamento en el Estado en que va a residir el enviado.

No se debe confundir la credencial con la carta de recomendación que a veces la acompaña para el ministro de negocios extranjeros, y que suele también darse a los cónsules.

Como cesa el poder del ministro por la muerte del constituyente o del aceptante, es preciso en uno y otro caso que el ministro sea acreditado de nuevo, lo cual se hace muchas veces, en el primer caso, por medio de la carta misma de notificación que el sucesor escribe dando parte de la muerte de su predecesor. En el segundo caso, la omisión de esta formalidad pudiera dar a entender que el nuevo príncipe no es reconocido por la potencia a quien representa el ministro.

2. Las instrucciones son para el uso del ministro solo, y tienen por objeto dirigir su conducta. Se alteran o adicionan a menudo según las ocurrencias. El Estado constituyente puede permitir su comunicación, en todo o parte, al Estado con quien trata.

3. Los plenos-poderes se dan al ministro para una gestión o negociación particular. En ellos debe expresarse claramente el grado de autoridad que se le confía. Los ministros enviados a una dieta o congreso no llevan de ordinario credenciales sino plenos-poderes.

Cuando llega el caso de hacer uso de los plenos-poderes, se canjean las copias de ellos cotejadas con los originales, o se entregan al ministro director o mediador. Hoy día se considera como suficiente la mutua exhibición de los plenos-poderes.

Además de estos documentos, el ministro suele llevar una   —386→   cifra para la seguridad de su correspondencia con el gobierno a quien representa; pasaportes en forma expedidos por su propio soberano y por los gobiernos de los países de su tránsito; y un salvoconducto en tiempo de guerra, si ha de tocar el territorio de la potencia enemiga, o está expuesto a ser detenido por sus naves.

6. Su recibimiento. - Las formalidades para la recepción de los ministros son varias en cada corte. Lo substancial es esto. El embajador o ministro de primera clase notifica su llegada al ministro de relaciones exteriores por medio del secretario o de un gentil-hombre de la embajada, enviando copia de la credencial, y pidiendo se le señale día y hora en que pueda tener audiencia del soberano para entregársela en persona. El ministro de segunda clase puede hacer esta notificación del mismo modo o por escrito. El encargado de negocios, que regularmente no tiene secretario, participa por escrito su llegada al ministro de relaciones exteriores, y le entrega sus credenciales en la primera conferencia.

Los embajadores y demás ministros de primera clase suelen tener entrada solemne y audiencia pública del soberano o jefe supremo, precedida por lo común de audiencia privada728. Los ministros de segunda clase tienen sólo audiencia privada. En estas audiencias se entregan las credenciales, y es costumbre pronunciar un discurso de cumplimiento, a que contesta el soberano. Los encargados de negocios, después de la recepción particular que es propia de ellos, son introducidos en la corte por medio del ministro de relaciones exteriores, que los presenta al soberano o jefe supremo el primer día de corte. Los secretarios, cancilleres, gentiles-hombres de las embajadas o legaciones son presentados por su embajador o ministro.

Al recibimiento del embajador o ministro siguen las visitas de etiqueta a los miembros de la familia reinante, a los del gabinete y a los del cuerpo diplomático; cuyo orden y formalidades son varias según la clase del ministro diplomático y la costumbre de cada corte.

7. De qué modo suelen terminar sus funciones. - Las funciones del agente diplomático empiezan uniformemente por el recibo y aceptación de su credencial; pero cesan de varios modos: 1º, por la espiración del término señalado a la misión, si lo hay; 2º, por la llegada o vuelta del propietario, si la misión es interina; 3º, por haberse cumplido el objeto de la   —387→   misión, si fue extraordinaria o de etiqueta; 4º, por la entrega de la carta de retiro de su constituyente; 5º, por la muerte del soberano a quien representa; 6º, por la muerte del soberano en cuya corte reside; 7º, por su propia muerte; 8º, cuando el ministro, a causa de alguna enorme ofensa contra su soberano, o por alguna otra ocurrencia que lo exija, declara de su propio motivo que se debe mirar su misión como terminada; 9º, cuando el gobierno con quien está acreditado le despide. En los casos 5º y 6º suelen continuarse las gestiones y negociaciones sub spe rati.

8. Su despedida. - Una carta formal de retiro es necesaria cuando el objeto de la misión no se ha cumplido o se ha malogrado; cuando el gobierno a quien está acreditado el ministro, ofendido de su conducta, pide que se le retire; y siempre que el gobierno a quien el ministro representa, subsistiendo la amistad y buena armonía, tiene por conveniente retirarle.

Si fallece, las ceremonias religiosas externas dependen de la costumbre del país. El secretario de legación, y en su defecto, el ministro de una corte amiga, sella sus papeles y efectos sin intervención de las autoridades locales, a no ser absolutamente necesaria. Su viuda, familia y servidumbre conservan por algún tiempo las inmunidades diplomáticas de que gozaban durante la vida del ministro.

La carta de retiro debe ser expedida, como la carta credencial, ya por el soberano o jefe supremo, ya por el ministro de relaciones exteriores del Estado constituyente.

Llegada la carta de retiro, en que un príncipe o jefe supremo participa al otro que ha tenido por conveniente llamar a su representante o nombrar quien le suceda, el embajador o ministro plenipotenciario solicita por el de negocios extranjeros, transmitiéndole copia de esta carta, una audiencia pública o privada para poner el original en manos del príncipe o jefe con quien estaba acreditado, y recibir sus órdenes. En esta audiencia, casi siempre privada, pronuncia un discurso de despedida, adaptado a las circunstancias; y después de ella hace las acostumbradas visitas de despedida a los otros miembros de la familia reinante, y a los del gabinete y cuerpo diplomático.

No es costumbre dar audiencia de despedida a los encargados de negocios, que regularmente se limitan a entregar su carta de retiro al ministro de relaciones exteriores.

A los unos y a los otros, cuando se retiran en la forma acostumbrada, se dan cartas credenciales, ya del soberano, ya del ministro de negocios extranjeros, según su grado. En estas cartas se manifiesta la satisfacción que de la conducta del agente diplomático ha recibido el gobierno con quien estaba acreditado, y se añaden las expresiones de respeto y cortesía,   —388→   que corresponden a la importancia relativa de las dos cortes y a la intimidad de sus relaciones.

Algunas cortes acostumbran dar presentes al ministro diplomático a su despedida o en otras ocasiones especiales. Hay gobiernos que prohiben a sus agentes recibirlos. Tal era la práctica de la república de Venecia, y la misma observan los Estados Unidos de América729.

Cuando el agente diplomático por una desavenencia o rompimiento se retira o es despedido ex abrupto, se limita a pedir pasaporte.




ArribaCapítulo II

De las funciones y escritos diplomáticos


Sumario: 1. Deberes del ministro público. - 2. Negociaciones. - 3. Actos públicos emanados del soberano.

1. Deberes del ministro público. - El objeto más esencial de las misiones diplomáticas es mantener la buena inteligencia entre los respectivos gobiernos, desvaneciendo las preocupaciones desfavorables, y sosteniendo los derechos nacionales con una firmeza templada por la moderación. Es un deber del ministro estudiar los intereses mutuos de los dos países, sondear las miras y disposiciones del gobierno a quien está acreditado, y dar cuenta a su soberano de todo lo que pueda importarle. Debe asimismo velar sobre la observancia de los tratados, y defender a sus compatriotas de toda vejación e injusticia. Circunspección, reserva, decoro en sus comunicaciones verbales y escritas, son cualidades absolutamente necesarias para el buen suceso de su encargo. Aun en los casos de positiva desavenencia y declarado rompimiento, debe el ministro ser medido en su lenguaje, y mucho más en sus acciones, guardando puntualmente las reglas de cortesía que exige la independencia de la nación en cuyo seno reside, y las formalidades de etiqueta, que la costumbre ha introducido.

Importa no menos al ministro granjearse la confianza de los otros miembros del cuerpo diplomático, y penetrar los   —389→   designios de las potencias extranjeras con relación a la corte en que reside, para promoverlos o contrariarlos según convenga a los intereses de su nación; punto delicado en que no siempre es fácil conciliar las máximas del honor y de la moral con la destreza diplomática.

2. Negociaciones. - Las negociaciones de que el ministro está encargado se conducen de palabra, o, si el asunto es de alguna importancia, por escrito; a veces directamente con el soberano a quien está acreditado; de ordinario con su ministro de relaciones exteriores, o con los plenipotenciarios nombrados para algún negocio particular por las potencias extranjeras, como sucede en los congresos y conferencias. La negociación puede ser directa entre dos Estados que tienen alguna cuestión que discutir, o por el conducto de una potencia mediadora.

Las razones y argumentos en que han de consistir las negociaciones, se deducen de los principios del Derecho de gentes, apoyados en la historia de las naciones modernas, y en el conocimiento profundo de sus intereses y miras recíprocas. El estilo debe ser, como el de las demás composiciones epistolares y dídácticas, sencillo, claro y correcto, sin excluir la fuerza y vigor cuando el asunto lo exija. Nada afearía más los escritos de este género, que un tono jactancioso o sarcástico. Las hipérboles, los apóstrofes y en general las figuras del estilo elevado de los oradores y poetas deben desterrarse del lenguaje de los gobiernos y de sus ministros, y reservarse únicamente a las proclamas dirigidas al pueblo, que permiten y aun requieren todo el calor y ornato de la elocuencia.

Los escritos a que dan asunto las negociaciones entre ministros son cartas o notas. Se llaman propiamente notas las comunicaciones que un ministro dirige a otro, hablando de sí mismo, y del sujeto a quien escribe, en tercera persona; y se llaman cartas u oficios aquellas en que se usan primeras y segundas personas. Se emplea por lo común la forma de notas entre ministros que se hallan en una misma corte o congreso y la de cartas entre ausentes.

Se da el título de nota verbal a una esquela en que se recuerda un asunto en que se ha dejado de tomar resolución a de dar respuesta; y cuando la una o la otra se difiere todavía algún tiempo, la contestación que suele darse es otra nota verbal. Hay otras llamadas también memoranda o minutas, en que se expone lo que ha pasado en una conferencia, para auxilio de la memoria, o para fijar las ideas. Ni unas ni otras acostumbran firmarse.

A las notas o cartas acompafian a veces memorias o deducciones. En ellas se expone o discute un asunto a la larga. La   —390→   memoria en que se responde a otra, se llama contra-memoria.

El ultimátum es el aspecto definitivo que una potencia da a las negociaciones que tiene entabladas con otra, determinando el mínimo de sus pretensiones, de que ya no puede rebajar cosa alguna.

El mandatario no puede fijar un ultimátum sin autorización expresa.

Cuando varias potencias con el objeto de deliberar sobre un asunto de interés común o de terminar amigablemente sus diferencias nombra plenipotenciarios para que se reúnan en conferencia o congreso, se elige de común acuerdo el lugar, y en la primera sesión se canjean o se reconocen los plenos-poderes. En las siguientes se arregla el modo de proceder y el ceremonial; y a este respecto es digna de imitarse la conducta de los congresos de Utrech en 1713 y de Aquisgrán en 1748, que menospreciando la favoridad de las controversias sobre la etiqueta, acordaron no someterse a ningún ceremonial, ni guardar orden fijo de asientos. La presidencia se da al ministro mediador, si lo hay; al ministro director, que es el de la corte en que se verifica la reunión, o el que se elige de acuerdo; o la tiene cada plenipotenciario por turno. Arreglados estos preliminares, se entra a discutir el asunto; y se redactan los acuerdos en procesos-verbales o protocolos de que cada negociador transmite una copia a su gobierno. Se puede enviar a estos congresos más de un representante por cada potencia, para que si son muchos o complicados los objetos que se someten a la deliberación de la junta, los repartan entre sí del modo más conveniente a la celeridad del despacho.

El idioma de que generalmente se hace uso en las conferencias entre ministros o plenipotenciarios que no tienen una misma lengua nativa, es el francés. En las comunicaciones por escrito cada corte emplea la suya, salvo que por más comodidad se convenga en el uso de otra distinta, que entonces suele ser también la francesa.

En los tratos de las otras potencias con Francia se tiene cuidado de insertar un artículo en que se declara que el uso hecho en ellos de la lengua francesa, no debe servir de ejemplo; reservándose cada potencia el derecho de emplear en las negociaciones y convenciones futuras el idioma de que hasta allí se ha servido para su correspondencia diplomática. Son asimismo en esa lengua las comunicaciones que los ministros de las potencias extranjeras, residentes en París, dirigen al ministro francés.

3. Actos públicos emanados del soberano. - Resta hablar solamente de los actos públicos emanados de uno o más soberanos. He aquí los principales.

Tratados o convenciones. Documentos en que se ponen por escrito los pactos internacionales, o de soberano a soberano. Alguna vez se mantienen secretos. Casi siempre se hacen por medio de plenipotenciarios. La Santa Alianza, celebrada en París entre los soberanos de Austria, Francia y Rusia, ofrece el raro ejemplo de un tratado hecho y firmado sin la intervención de agentes diplomáticos.

El tratado de paz suele ser precedido de preliminares, primer bosquejo, que encierra sus principales artículos y debe servirle de base.

Todos los tratados, menos aquellos que los soberanos acuerden por sí mismos, necesitan de ratificarse. El acto de la ratificación es un escrito firmado por el soberano o jefe supremo, y sellado con sus armas, en que se aprueba el tratado, y se promete ejecutarlo de buena fe en todas sus partes. Las ratificaciones se canjean entre las respectivas cortes dentro del término que se prefija en el tratado; y cuando hay una potencia mediadora, el canje se hace de ordinario por su conducto. La observancia de los tratados no principia a ser obligatoria, sino desde el canje de las ratificaciones.

Declaraciones. Documentos en que un gobierno hace manifestación de su modo de pensar o de la conducta que se propone observar sobre alguna materia. Las principales son las de guerra y las de neutralidad. Se contestan o se impugnan por otros documentos de la misma especie, llamados contradeclaraciones. Las expiden ya los soberanos mismos, ya los ministros de negocios extranjeros, o los agentes diplomáticos.

Manifiestos. Declaraciones que los gobiernos publican para justificar su conducta al principio de una guerra, o cuando apelan a una medida de rigor.

Actos de garantía. Por ellos se empeña un soberano a mantener a otra potencia en el goce de ciertos derechos, o a hacer observar un convenio. Es indiferente que tengan la forma de declaraciones o de tratados.

Protestas. Declaraciones de un soberano o de su mandatario contra la violencia de otro gobierno, o contra cualquier acto que pueda interpretarse como derogatorio de los derechos de la nación. El ministro a quien se entrega la protesta, si no tiene instrucciones que le prevengan lo que ha de hacer o responder, sólo puede recibirla ad referéndum, esto es, para consultar al soberano sobre la conducta que le toca observar. A las protestas suele responderse por contraprotesta.

Renuncias. Actos por los cuales abandona un soberano los derechos que actualmente posee o que recaigan en él, o a que puede alegar algún título.

Abdicación. Renuncia que hace un soberano de los derechos personales de soberanía que actualmente posee.

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Cesión. Acto por el cual un soberano transfiere a otro un derecho, especialmente el de soberanía, sobre una porción de tierras o aguas. Puede hacerse en forma de tratado o de declaración. En este segundo caso es necesario que sea confirmado por la aceptación del cesionario. En la cesión la parte o persona que transfiere el derecho es la nación, y en la abdicación la parte que lo abandona es el príncipe.

Reversales. Por ellas un soberano reconoce en otro un derecho, no obstante las novedades introducidas por el primero, que lo pudieran hacer disputable. Así el emperador de Alemania, cuya coronación, según la Bula de Oro, debía solemnizarse en Aquisgrán, daba letras reversales a esta ciudad, cuando se coronaba en otra parte, declarando que no se había tratado de inferir perjuicio a sus derechos, y que aquel acto no debía servir de ejemplo.