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Lección XV

Aparición de la sátira. -Juan Ruiz, Arcipreste de Hita: discordancia de la crítica al juzgarlo; su importancia. -Su obra. -Elementos literarios que en ella se reflejan: formas poéticas de la misma. -Apogeo del arte oriental: D. Juan Manuel. -Su representación literaria: sus obras: número y juicio general de las mismas. -Examen de El Conde Lucanor. -Otros monumentos de este período: el Libro de los Enxemplos y el de los Gatos. -El Viridario, de Fray Jacobo de Benavente, el Regimiento de los Príncipes, de Fray Juan García y la Crónica Troyana


La sátira, que en la lección anterior hemos visto insinuarse en el Libro de los Proverbios287, de Pero Gómez, alcanza, en el período que ahora estudiamos, un notable desenvolvimiento, que personifica uno de los poetas más importantes de cuantos hasta aquí nos han ocupado, y con el cual puede asegurarse que hace su verdadera aparición en nuestra literatura el género poético compuesto, a que damos aquel nombre288. A la importancia, pues, que dan al estudio de este segundo período los elementos que hasta aquí hemos visto presentarse y desenvolverse en la literatura patria, hay que agregar la que le da el nuevo elemento a que ahora nos referimos, cuya trascendencia señalamos en la lección que acabamos de citar.

El poeta a que hemos aludido, presentándolo como el verdadero introductor de la sátira en nuestra literatura, es Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, denominado por algunos Petronio español. No puede señalarse a punto fijo el año del nacimiento de este ilustre vate, si bien se tiene por cierto que tuvo lugar en el reinado del Rey Sabio; sabiéndose también que llegó a edad avanzada en los comienzos del segundo tercio del siglo XIV, y que terminó su libro en el año de 1330. Parece que nació en Alcalá de Henares, o tal vez en Guadalajara, en donde vivió mucho tiempo, así como en Hita, de donde fue arcipreste. De 1337 a 1350 sufrió una reclusión por orden del Arzobispo de Toledo D. Gil Albornoz, lo que indica que no debió ser muy puntual en sus funciones eclesiásticas, o que su vida tuvo poco de edificante.

No ha andado la crítica muy acorde al juzgarlo. Mientras que unos le apellidan, como queda dicho, Petronio español, otros llegan hasta excluirlo del catálogo de nuestros poetas. Tal vez sea causa de esta diversidad de pareceres la índole misma de la obra del Arcipreste, en que hay tanta variedad y confusión de elementos; pero estudiada atentamente, se observa que en medio de esto no carece de unidad de pensamiento, es un reflejo de aquella época, y muestra conocimientos y dotes nada vulgares. Revela el Arcipreste ingenio fácil, satírico y libre, por lo que algunos han dicho que Juan Ruiz era un pequeño Cervantes, sin su honestidad, su extremada profundidad y su grandeza, y que en un marco más reducido abrazó el cuadro de la vida social de entonces289. De la misma discordancia de la crítica ha resultado al cabo un juicio favorable al Arcipreste, cuyo talento poético y cuyo mérito literario están hoy fuera de duda, y a quien por esto, y porque ofrece en sus composiciones como el conjunto y resumen de cuantas manifestaciones se habían producido hasta sus días en la literatura nacional, lo consideran algunos como el verdadero poeta del siglo XIV290, correspondiéndole, de justicia en todo caso, un lugar importante en el desenvolvimiento histórico de las letras nacionales.

Las poesías que escribió el Arcipreste constan de unos siete mil versos y se hallan reunidas en un libro, en el cual, valiéndose de cuentos, fábulas y apólogos, trata gran diversidad de asuntos, desde los que se refieren a la Virgen hasta los amores más profanos. Empieza el autor invocando el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y sigue con una mezcla de fábulas, alegorías, ejemplos, cánticos, invocaciones a Venus, himnos a la Virgen, escenas de amor y cuadros licenciosos. Llaman la atención en el libro los pasajes que se refieren a doña Endrina y a don Melón, en los cuales presumen algunos que el Arcipreste refiere la historia de sus propios amores. No deja de ser notable la mezcla informe de inmoralidad y devoción que en medio de la unidad de pensamiento revela este libro, siendo muy de notar que mientras la segunda circunstancia suele ser exagerada, la primera es a veces tan palmaria, que ha motivado la supresión de algunos trozos, en los que el decoro no salía bien librado291.

Maravilla en el libro que tan ligeramente hemos bosquejado la variedad de los asuntos que en él se tratan, el desenfado con que desenvuelve el autor sus pensamientos, y la abundancia de chistes y donaires con que embellece la facultad de invención de que estaba dotado con largueza. No es menos digna de alabanza la felicidad conque el Arcipreste siguió las huellas del apólogo esópico, como lo demuestran sus ejemplos o fábulas de Las Ranas pidiendo Rey, del Alano que llevaba la pieza de carne en la boca, de Las Liebres que se recobraron del miedo al ver a las ranas acobardadas, y del Ratón de la ciudad y el del campo. La Pelea de don Carnal et doña Quaresma y la sátira de la propiedat que ha el dinero, son de las mejores composiciones que encierra el libro, en el cual abundan descripciones y pinturas felices, llenas de gracejo y de intención poética.

Lo que principalmente caracteriza las poesías del Arcipreste de Hita es, además de la índole satírica que revelan, la circunstancia de reflejar todas las trasformaciones que ha sufrido en España el arte poético desde que entró bajo el dominio de los doctos hasta la época en que fueron escritas.

En efecto, el Arcipreste pulsó, como Berceo, la lira religiosa cantando la pasión del Salvador y los dolores de la Virgen; a imitación de Juan Lorenzo de Astorga, fue dado a las narraciones heroicas; imitó el lirismo introducido en la poesía castellana por el Rey Sabio; como éste, el Rey D. Sancho y Maestre Pedro Barroso, cultivó el apólogo oriental, admitiendo, a la vez que la expresión simbólica, su aplicación didáctica, y por último, y según ya hemos dicho, manejó con maestría la sátira, así como el apólogo esópico. Fue imitador de Homero y Ovidio292, con lo que mostró su afición a la tradición erudita, y con las Cánticas de Serrana, en que su libro abunda, dio cabida en nuestra literatura a las pastorelas y vaqueiras, que más tarde reciben en manos del marqués de Santillana el nombre de serranillas, y se mostró también imitador de los trovadores, a cuya poesía se debe el elemento satírico. Por último, adopta la forma alegórica en la Pelea de don Carnal et doña Quaresma, a la vez que deja ver en todo su libro la influencia de la filosofía vulgar, formulada en los refranes. Todos los elementos que se habían manifestado en la literatura nacional, desde las tradiciones de ésta hasta las formas oriental y alegórica, se reflejan en la obra del Arcipreste, que en tal concepto es un verdadero y completo resumen de la literatura castellana de los siglos XII al XIV.

Como era costumbre en aquella época, usó el Arcipreste gran variedad de formas poéticas. Tiene metros de todas clases, desde los adoptados por Berceo, hasta los propios de las serranillas, Como muestra de los primeros, léanse las siguientes coplas de su Ensiemplo sobra el poder del dinero:


    Mucho fas el dinero,          et mucho es de amar,
al torpe fase bueno,          et omen de prestar,
fase correr al cojo,          et al mudo labrar,
el que non tiene manos,          dineros quiere tomar.
    Sea un ome nescio,          et rudo labrador,
los dineros le fasen          fidalgo e sabidor,
quanto más algo tiene,          tanto es más de valor,
el que non ha dineros,          non es de sí sennor.
    Si tovieres dineros,          habrás consolación,
plaser, e alegría,          del papa ración,
comprarás paraíso,          ganarás salvación,
dó son muchos dineros,          es mucha bendición.
    Yo vi en Corte de Roma,          dó es la santidat,
que todos al dinero,          fasen grand homilidat,
grand honra le fascían,          con gran solenidat,
todos a él se homillan,          como a la magestat.
    Fasie muchos priores,          obispos, et abades,
arzobispos, doctores,          patriarcas, potestades,
a muchos clérigos nescios          dábales dinidades,
fasie de verdat mentiras,          et de mentiras verdades.
    Fasía muchos clérigos,          et muchos ordenados,
muchos monges, et monjas,          religiosos sagrados,
el dinero los daba          por bien examinados,
a los pobres desían,          que non eran letrados.



Corresponden a la segunda clase, las siguientes estrofas:


       Cerca de Tablada
   la sierra pasada
   falleme con Aldara
   a la madrugada.
       Encima del puerto
   coydé ser muerto
   de nieve e de frío
   e dese rosío
   e de grand elada.
       A la decida
   di una corrida,
   fallé una serrana
   fermosa, lozana,
   e bien colorada.



Pero aun dada esta variedad, no añadió el Arcipreste, al contrario de lo que se ha dicho, ni un solo metro a los usados ya, y que el Rey Sabio había empleado. Lo que sí puede asegurarse es que Juan Ruiz fue rico en las formas poéticas exteriores, y las empleó haciendo gala de toda la perfección que podía tener el arte de su tiempo; que casi siempre era correcto en el estilo y esmerado en la dicción poética, y que manejó tan bien el habla, que parecía ser más moderno que muchos de los poetas a que precedió.

Al mismo tiempo que la sátira, tuvo en este período su más grande desenvolvimiento el arte oriental, que puede decirse que llega a su apogeo en los reinados de D. Sancho IV el Bravo y Fernando IV, con un hombre de mérito extraordinario, de prodigiosa actividad y de un amor decidido por las letras.

D. Juan Manuel, coetáneo del Arcipreste de Hita, es el personaje a que nos referimos. Nació en Escalona a 5 de Mayo del año 1282, y era hijo de D. Pedro Manuel, Infante de España y hermano del Rey Sabio, y de doña Beatriz de Saboya, hija de Amadeo IV. Su condición de hábil guerrero y consumado político, no menos que lo elevado de su alcurnia y la circunstancia de haber tenido a su cargo la educación de D. Sancho el Bravo, fueron causa de que figurara entre los primeros magnates del reino y como uno de sus principales agitadores. A pesar de que su vida fue en extremo agitada, merced a las ocupaciones que le acarreó la guerra con los moros, contra los cuales había tomado las armas a la edad de doce años, y a las intrigas, rebeliones y violencias que tanto abundaron en aquella época turbulenta y desastrosa, y en que tan gran parte le cupo, D. Juan Manuel no desmintió su parentesco con D. Alfonso el Sabio, de quien era sobrino, y aun falto de la tranquilidad y del reposo que el cultivo de la literatura exige, supo adquirir fama y autoridad como poeta, como historiador y como moralista: fue tan gran escritor como renombrado magnate.

Como el Arcipreste de Hita, compendiaba D. Juan Manuel en sus obras todo el saber y todas las formas artísticas de aquel tiempo, siendo como el maestro de la juventud dorada de su siglo. La esmerada educación que recibiera y sus aspiraciones a pasar por erudito, le hicieron versado en las letras clásicas, así como en los libros orientales y las obras de los sarracenos; y aunque era aficionado a la lengua de los doctos, escribió todas sus obras en el romance vulgar. Distinguiose tanto por la universalidad de sus conocimientos, como por su carácter moral y la gravedad y circunspección con que escribía, así como por el respeto con que trató siempre del trono y del monarca; lo cual no deja de ser digno de notarse, tratándose de tiempos tan turbulentos como aquéllos en que floreció D. Juan Manuel, y teniendo en cuenta la participación tan activa y grande que tuvo en los negocios públicos.

No ha podido ponerse todavía en claro, ni el número de las obras de D. Juan Manuel, ni los asuntos de que tratan todas ellas. Ateniéndonos a lo que él mismo dice, y conforme a las indicaciones más autorizadas que acerca de este particular se han hecho, podemos decir que salieron de la docta pluma de este ilustre nieto de San Fernando, los 14 tratados siguientes: 1º. La Corónica abreuiada: 2º. El Libro de los Sabios: 3º. El Libro de la Cauallería: 4º. El Libro del Cauallero et del Escudero: 5º. El Libro del Infante o de los Estados y también de las Leyes: 6º. El Libro de los Engennos: 7º. El Libro de la Caza: 8º. El Libro de los Cantares, o de las Cantigas: 9º. El Libro del Conde Lucanor o de Patronio, que también se titula Libro de los Enxiemplos: 10. El Libro de las Tres preguntas e razones de su linage, etc.: 11. El Libro de los Castigos et Consejos, también llamado Infinido: 12. El Libro de las Reglas cómo se deuen trouar las Cantigas: 13. La Corónica complida: y 14. El Libro sobre la fe, titulado: A Fray Remón de Mesquefa. Algunas de estas obras, como el Libro de las Cantigas, que en el siglo XVI poseyó Argote de Molina, las Reglas del Trouar, el Libro de los Sabios, el de los Engennos, el de la Cauallería y la Corónica cumplida, no se conservan, por más que en un Códice que existe en la Biblioteca nacional y que contiene varios de los demás libros enumerados, se diga que existen en el monasterio que D. Juan Manuel erigió en Peñafiel, cabeza de sus Estados. Los nueve primeros libros, de los catorce citados, los escribió desde 1326 hasta 1335, en que termina el del Conde Lucanor, es decir, durante el reinado de Fernando IV y la minoridad de Alfonso XI: los cinco restantes hubo de componerlos después de 1340.

La índole de este libro no consiente que nos detengamos a examinar una por una todas las producciones del eminente prócer del siglo XIV293, que en medio de las zozobras que agitaban su vida y de las turbulencias que desgarraban a su país, dio tan señaladas muestras de amor a las letras patrias y se dedicó con tan plausible ahínco a cultivarlas, juntamente con otros ramos del saber útiles y provechosos para el pueblo a que pertenecía. Mas para que pueda tenerse una idea, siquiera sea superficial, del carácter científico y mérito literario que distinguen a D. Juan Manuel, diremos que por punto general sus obras, que se clasifican en didácticas e históricas, presentan un sello de originalidad de no escasa monta, como sucede en el Libro de los Estados; que en todas ellas resplandecen el sentimiento cristiano y el de la nacionalidad, y que sus libros están sembrados de provechosa enseñanza, expuesta en aquella forma didáctico-simbólica que introdujo el Rey Sabio y que tanto caracteriza las producciones del señor de Peñafiel, que también se distingue en sus escritos por un gran sentido práctico. En cuanto al estilo, el de D. Juan Manuel es elocuente, galano y gracioso, a la par que claro y sencillo, por más que no se halle exento a veces de la sutileza y oscuridad que desde tiempo muy antiguo se descubre en los ingenios españoles. A pesar de esto, lícito es dejar asentado que la prosa de este magnate sólo en la de Las Partidas puede encontrar rival durante la época que vamos recorriendo, y no incurriremos en error si afirmamos que en las obras del prócer castellano, particularmente en la que vamos a examinar, es donde la prosa española descubre ya el desarrollo completo de los giros y formas, la energía y el vigor que después la caracterizan.

La obra más importante, la que constituye la principal base de la celebridad literaria de D. Juan Manuel, es la intitulada El Conde de Lucanor o Libro de Patronio: así lo afirman autoridades tan respetables como Amador de los Ríos, Sismondi, Ticknor, Villemain y otros críticos de no menor importancia. Detengámonos, por lo tanto, a examinar este libro peregrino e interesante.

El Libro de Patronio o de los Enxiemplos está escrito para general provecho, y según dice el mismo D. Juan Manuel, para especial documento de su hijo D. Fernando. Está basado en los libros orientales, y consta de cuatro partes, de las cuales la primera es la más interesante y extensa, y la que principalmente ha de ocuparnos, por lo tanto. Consta de 51 Enxiemplos, que consisten en cuentos, anécdotas o apólogos de gusto señaladamente oriental, y en los cuales se descubren desde luego las simbólicas enseñanzas de los libros de Calila et Dimna y de sus análogos. Hasta la forma que aquí se adopta es reconocidamente oriental. El Conde Lucanor, que era un magnate poderoso y señor de vasallos, proponía a su maestro y consejero Patronio aquellas cuestiones de moral y de política, acerca de las cuales tenía dudas o se encontraba perplejo, y Patronio se las resolvía cuando era consultado, por medio de un cuento, anécdota o apólogo (Enxemplo) que termina siempre con una moraleja en forma de dístico. En esta primera parte, en la que como vemos prepondera la forma simbólica, se abrazan todas las situaciones de la vida del caballero y del magnate, acerca de las cuales se dan provechosos consejos.

Para que mejor pueda apreciarse la forma y gusto dominante en esta obra, así como el estilo en que se halla escrita, trasladaremos aquí el Enxemplo XXXIX, que trata «de lo que contesció a un home con la golondrina et con el pardal», y que escogemos, no porque sea de los mejores, sino porque su corta extensión permite que lo trascribamos íntegro. Dice así:

«Fablaba otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, en esta guisa: 'Patronio, en ninguna guisa non puedo excusar de haber contienda con uno de dos vecinos que yo he, et contesce así que el más mi vecino non es agora tan poderoso, et el más poderoso non es tanto mi vecino; et ruégovos que me consejedes que fuga en esto.' 'Señor conde, dijo Patronio, porque sepades para esto lo que vos más cumple, sería bien que supiésedes lo que contesció a un home con un pardal et una golondrina.' El conde le preguntó cómo fuera aquello.

»'Señor conde, dijo Patronio, un home era flaco et tomaba grand enojo con el roído de las voces de las aves, et rogó a un su amigo que le diese algund consejo, porque non podía dormir por el roído que lo facían los pardales et las golondrinas: et aquel su amigo díjole que del todo non le podía desembargar; más que él sabía un escanto conque le desembargaría de lo uno dello, o del pardal, o de la golondrina. Et aquel que estaba flaco respondiole que como quier que la golondrina da muchas voces et mayores, pero porque la golondrina va et viene, et el pardal mora siempre en casa, que ante se quería parar al roído de la golondrina que iba et venía, que non al roído del pardal que está siempre en casa.

»Et vos, señor conde, como quier que aquel que mora más lejos es más poderoso, conséjovos que hayades más aina contienda cou él que non el que vos está más cerca, aunque non sea tan poderoso; que muy mala es la guerra de cabo casa para cada día.'

»El conde tovo éste por buen consejo, et fízolo así; et fallose ende muy bien. Et porque D. Johan hobo este por buen enxemplo, mandolo escrebir en este libro, et fizo estos viesos que dicen así:


    Si en toda guisa contienda hobieres de haber,
toma la de más lejos, aunque haya más poder».



Los cuentos, anécdotas y apólogos contenidos en dichos enxemplos, son de índole variada, pues unas veces consisten en anécdotas de nuestra historia, otras en rasgos breves y expresivos de las costumbres nacionales, otras en ficciones caballerescas y otras en meros apólogos.

En las tres partes restantes del Libro de Patronio, el mérito literario de la obra decae, merced, sin duda, a que no son tan dramáticas, pues la doctrina que en la primera se expone mediante la narración entretenida del cuento o apólogo, se expresa en aquellas sentencias breves, descarnadas, y a veces oscuras, a que el autor da el nombre de proverbios. La forma didáctica es exclusiva en la segunda y tercera parte, y en la cuarta prepondera casi en absoluto, pues sólo algunas veces se ostenta la simbólica. Las tres partes a que a hora nos referimos, tienen bastante menos extensión que la primera.

De todo lo expuesto, y de la atenta lectura del libro que nos ocupa, resalta que éste se distingue y caracteriza principalmente por la originalidad y por la naturalidad y sencillez del asunto que desenvuelve y del estilo en que está escrito. Al propio tiempo revela la observación fría y sagaz de un filósofo que conoce a fondo el corazón humano y que no se deja llevar, en sus escritos al menos, de las flaquezas que tanto suelen dominar a los hombres de mediano temple de alma. En fin, el Libro de Patronio es como la síntesis de cuantas cualidades hemos antes reconocido en general en las obras de D. Juan Manuel, y un monumento literario que bien podía honrar a cualquier otro siglo de civilización más culta que aquel en que fue escrito.

La dirección que acabamos de notar en el Libro de Patronio, se señala también, con algunas modificaciones, pero con igual sentido, en algunos otros monumentos de importancia, señaladamente en dos, que a juzgar por sus formas, estilo y tendencias, pertenecen a la misma época en que floreció D. Juan Manuel. Tales son los que con los títulos de Libro de los Enxemplos y Libro de los Gatos, ambos de autor desconocido, contiene un códice que se conserva en la Biblioteca nacional. Estos libros, sobre todo el primero, son una muestra de la boga que en nuestra literatura llegó a alcanzar la forma simbólica de los libros orientales.

El Libro de los Enxemplos consta de 395 cuentos, apólogos o historias tomados, en su mayor parte, a la letra de la Disciplina clericalis, de las Cotaciones de los padres, de las Vidas de los Santos, y de otras obras de Séneca, San Agustín, San Gregorio, San Jerónimo y otros. La moral de cada uno de estos cuentos se resume, como en el Conde Lucanor, en un dístico castellano, con la diferencia de que en vez de ir al fin está puesto al principio de cada ejemplo o cuento. Al contrario de lo que sucede en la obra de D. Juan Manuel, en el libro que nos ocupa, la moral y el precepto son lo principal, y la anécdota o cuento lo accesorio. De la abundante copia de máximas, sentencias morales, políticas, religiosas, higiénicas y económicas que este notable libro atesora, resulta una riqueza grande de doctrina y erudición; y por los caracteres exteriores se observa que, si bien no se aparta de la forma didáctico-simbólica, quebranta la tradición propiamente oriental de ésta.

De 58 fábulas y apólogos con sus títulos correspondientes consta el Libro de los Gatos, no de tanta importancia como el anterior. Se descubre en este libro un gran sentido práctico, encaminado a corregir las costumbres por medio de la sátira. Por lo demás, puede decirse de él lo que del anterior, en cuanto a la forma.

No son éstos los únicos monumentos de esta época en que se muestra la influencia del arte oriental. También en la elocuencia sagrada, que tan ricos precedentes tiene en nuestra literatura, se introduce el apólogo, mediante el Viridario de Fray Jacobo de Benavente294, también designado con el título de Vergel de Consolación. Es esta obra un verdadero tratado de moral cristiana, en el que se trata de los pecados mortales, de los vicios, de las virtudes teologales, cardinales y otras, de la «sapiencia verdadera», de lo porvenir, del juicio final, de las penas del infierno y de la vida perdurable. Su sentido práctico, a la vez que su colorido bíblico, hacen de esta producción un libro, tanto más interesante, cuanto que en él se bosqueja con verdad el estado de las costumbres del clero de aquel tiempo, que Fray Jacobo reprende con energía y gran elocuencia. Aunque el autor del Viridario admite la forma literaria del apólogo, lo hace con sobriedad, y teniendo siempre presentes las doctrinas de los Padres de la Iglesia, apartándose de los libros de la India en las pocas anécdotas de que se vale, con lo que abre nuevos caminos a la literatura nacional.

Que la forma didáctica se apartaba cada vez más de los libros de la India, sus primitivas fuentes, lo prueba, además de la obra citada, la compilación hecha sobre el tratado de Regimine Principum por Fray Juan García295, con el título de Regimiento de los Príncipes, en la cual se pone a contribución la historia de la antigüedad, con lo que venía como a recordarse la literatura latino-eclesiástica. No hizo Fray Juan García una mera traducción, como pudiera creerse, de la obra de Egidio de Colonna, sino más bien un arreglo en el que introdujo «enxiemplos et castigos buenos», valiéndose para ello de las enseñanzas de la antigüedad clásica que suministran las obras de los historiadores y filósofos griegos y latinos. Su libro que fue hecho para educación del primogénito de Alfonso XI, resultó falto de interés, sobreponiéndose en él la historia al apólogo, con lo cual resultó en el estilo falta de espontaneidad, y se puso de manifiesto la separación que empezaba a realizarse entre la forma simbólica y la didáctica, en beneficio de esta última.

Si las obras anteriores no bastasen para determinar la trasformación que en la Didáctica se operaba en favor de la antigüedad clásica, nos daría nuevo testimonio de ello la traducción que para la educación del mismo príncipe don Pedro, se hizo del libro que con el título de Historia trojana escribió a fines del siglo XIII Guido delle Colonne, juez de Mesina. Después de haber sido vertida al francés fuelo al romance castellano con el nombre de Crónica troyana296, de cuyo modo vino también como a resucitarse el arte homérico. Esta obra, que en realidad era un Libro de Caballería, fue mirada como una autoridad histórica y tenida como a propósito para la educación del heredero del trono de Castilla; y al echar la base de la literatura caballeresca, cuyos gérmenes se habían arrojado ya en nuestro suelo y estaban prontos a fructificar, puso una vez más de manifiesto la trasformación que se iba a verificar en nuestras letras.

En las lecciones siguientes veremos como se lleva a cabo esta nueva trasformación.




Lección XVI

La poesía heroica en los reinados de Alfonso XI y Pedro I: Poema o Crónica en coplas redondillas de Alfonso XI. -Poema de Fernán González o Crónica de los rimos antiguos. -Poesía didáctico-moral, en los mismos reinados: Rabbí don Sem Tob de Carrión y sus Consejos et Documentos al Rey D. Pedro; la Doctrina Christiana, la Danza de la Muerte y la Visión de un Ermitaño. -Otros escritores de dicho período. -La historia durante el mismo: Las Cuatro Crónicas de Fernán Sánchez de Tovar, y la Crónica General de Castilla. -Resumen y juicio general de este período


La exaltación del sentimiento patriótico, producida por las constantes victorias de las armas cristianas y los hechos de los reyes españoles, muy señaladamente los triunfos del Salado y de Algeciras, dio ocasión a que tuviera una especie de renacimiento en el suelo de Castilla la poesía heroico-nacional, cuyos primeros destellos parecían como amortiguados por el desenvolvimiento, a la sazón creciente, de la poesía erudita297.

Comprueban este hecho dos monumentos que han llegado hasta nosotros, con los títulos de Poema o Crónica en Coplas redondillas del Rey Alfonso onceno y Poema de Fernán González o Crónica de rimos antiguos.

El primero de estos monumentos literarios fue hallado en 1573 por D. Diego Hurtado de Mendoza, ha sido poco conocido y se conserva en uno de los códices de la Biblioteca del Escorial, intitulado: Historia del rey D. Alonso, en metro, letra antigua, en romance, y también Historia del rey D. Alonso el onceno, que ganó las Algeciras, en metro, sin principio ni fin: pasó a dicha biblioteca con otros libros del referido Hurtado de Mendoza. Tanto D. Nicolás Antonio y el Sr. Sarmiento, como el Marqués de Mondéjar, han atribuido este poema, de innegable importancia, al mismo Alfonso onceno; pero semejante opinión, fundada, sin duda, en la circunstancia de que al mencionarse por vez primera esta obra, se la denominó «Crónica en coplas redondillas por el rey D. Alonso el último», está desmentida en el mismo poema, cuya copla 1841 dice:


    La profecía conté
e torné en desir llano:
yo Rodrigo Yannes la noté298
en lenguaje castellano.



En esta clase de coplas está escrito el largo poema que nos ocupa, y cuyo mérito principal es el de ser coetáneo del monarca cuyos hechos canta y a cuya corte siguió muchas veces Yáñez, por lo cual no es maravilla que con frecuencia respire el autor en sus versos el mismo entusiasmo que en los campos de batalla, y que figuren en el poema muchos de los personajes ilustres de aquel tiempo, cuyos caracteres debió conocer bien el poeta. La metrificación y la rima de esta obra aparecen en el códice que la contiene bastante descuidadas, no menos que la ortografía. No se conocen más que 2455 coplas; pues de la 2456 sólo se conserva la palabra otros: la primera está incompleta299.

Rodrigo o Ruy Yáñez, en cuyo poema aparece la poesía histórica cobrando animación con los recuerdos del pasado y la gloria del presente, recibió no escasa educación literaria y fue poeta de distinguidas cualidades, pues no carece su obra de nervio, brillantez de colorido, concisión, y no pocos de aquellos rasgos tradicionales propios de nuestra primitiva poesía heroica. El lenguaje del poema que nos ocupa ofrece también cualidades que contribuyen a que esta obra sea digna de estima, aunque no tanto como algunos críticos piensan300.

Inspirado en el mismo sentimiento que el monumento en que acabamos de ocuparnos, fue escrito el Poema de Fernán González, al que Fray Gonzalo de Arredondo, cronista de los Reyes Católicos (que lo publicó, aunque en fragmentos), dio el nombre de Crónica de rimos antiguos. Este poema, que aunque no textual, es en la esencia una reproducción del de Ferrán González, que oportunamente hemos dado a conocer (Lec. XI), debió escribirse, en concepto del Sr. Amador de los Ríos, algunos años después del de Alfonso onceno, sin que hasta ahora haya podido averiguarse quién fuera su autor, el cual se supone que fue monje benito, y que debió escribir la Crónica que nos ocupa en el monasterio de Arlanza. Este poema tiene gran afinidad, así en el sentimiento que le inspira, como en su lenguaje y formas artísticas, con el poema de Yáñez301.

Apartándose del nuevo camino emprendido y siguiendo una de las direcciones que se acentuaran a partir del reinado de D. Alfonso X, la poesía castellana acude más tarde en busca de inspiración a los preceptos de la moral, no muy bien parados a la sazón.

Uno de los primeros en seguir en la época que nos ocupa este camino de la poesía didáctico-moral es el Rabbí Don Sem Tob, judío de Carrión302: Fue el primero de su raza que empleó el lenguaje de las musas castellanas con un fin verdaderamente moral y político bien intencionado; por lo cual y por las bellas dotes poéticas que revela su obra, es digno de ocupar un lugar distinguido en la historia de la Literatura española.

De las obras que se atribuyen a este poeta, la que sin disputa puede reputarse como suya, es la titulada Proverbios morales, generalmente conocida con el nombre de Consejos et documentos al Rey D. Pedro. Existe en un manuscrito que se encuentra en la Biblioteca del Escorial, y su mérito ha sido ensalzado por cuantos críticos se han ocupado de nuestra literatura; muy particularmente por el docto marqués de Santillana, que es el primero en dar noticias del célebre judío de Carrión, de quien dice que «escribió muy buenas cosas e entre otras Proverbios Morales en verdat de assaz commendables sentencias». Tiene esta obra por objeto recordar al rey, a los magnates y al pueblo, por medio de consejos morales que entrañan muy útil enseñanza, sus respectivos deberes, advirtiendo al primero que no menosprecie dichos consejos por venir de un judío, pues en uno de sus proverbios dice:


    Nyn vale el azor menos
porque en vil nio syga,
nin los enxemplos buenos
porque judío los diga.



Resplandecen en toda la obra, además de muy sanos principios de filosofía moral, desarrollados en máximas y sentencias de quilatado valor y de bastante sentido didáctico, dotes de verdadero poeta, pues los Proverbios están sembrados de cuadros pintorescos y de graciosas comparaciones, todo expresado con suma facilidad y en versos ingeniosos y agradables. La metrificación de este poema, que además de fácil no deja de ser fluida, corresponde a la redondilla, o más bien copla antigua de siete sílabas: consta el poema de 686 estrofas de cuatro versos cada una.

El mismo códice en que se hallan los Proverbios Morales contiene un tratado de devoción que se titula la Doctrina Christiana, y cuyo objeto, puramente religioso, no es otro que la explicación poética del Credo, los Diez Mandamientos, las Virtudes Teologales y Cardinales, las Obras de Misericordia, etc., concluyendo el Tractado (así lo llama el autor) con una composición que él mismo denomina Trabajos mundanos, de la cual tomamos las siguientes estrofas, para que pueda apreciarse la combinación métrica y disposición de ritmos de la Doctrina:

Quando touieres poder,
non sygas el malquerer,
synon, podrías aver
mal por ello.
Para mientes lo que digo,
sy touieres buen amigo
Guardale et del enemigo
te velarás.

Tiene el Tractado de Doctrina análogo fin didáctico que los Consejos, por lo cual, y atendiendo a que la expresión y la índole de las máximas son las mismas en las dos obras, no faltan escritores que opinen que ambas pertenecen a un mismo autor; pero esta opinión queda de todo punto desautorizada en la edición hecha por el Sr. Rivadeneyra del poema de la Doctrina Christiana, en cuya última estrofa se ve que el autor no es el mencionado Rabí don Santo, sino Pedro de Berague; nombre sacado a luz en la república literaria por D. Florencio Janer303.

En el códice ya indicado se halla otro poema de más importancia que el anterior, titulado Danza general o La Danza de la Muerte. Se funda esta importante obra en una vulgar y conocida ficción que muchas veces han ilustrado la poesía y la pintura de la Edad Media, consistente en citar a los hombres de todas las clases y condiciones para la Danza de la Muerte, a la que son llamados por ésta desde los Papas hasta los Sacristanes, sin que se queden atrás los Emperadores, Abogados, Labradores, Usureros, etc. Esta ficción estuvo muy en boga en toda la Europa durante dicha Edad, por lo que se hicieron de ella multitud de reproducciones, siendo una de las mejores la castellana, en la cual hay cuadros verdaderamente bellos, llenos de vivacidad y colorido, y que revelan en el autor ingenio, dotes poéticas de no escasa monta y maestría en el manejo del habla. Esta obra se atribuye también al Rabbí mencionado, y es tenida como composición, dramática, según veremos al tratar de los orígenes del teatro304. Su extensión es corta: consta de setenta y cinco coplas de arte mayor, precedidas de una breve introducción en prosa, que algunos presumen no ser del mismo autor.

En comprobación de cuanto dejamos dicho acerca del mérito de La Danza de la Muerte, cuyos versos bien merecen el dictado de notables que les da el Sr. Amador de los Ríos, copiaremos aquí algunos de sus pasajes. Al proclamar la Muerte la igualdad ante el sepulcro, llama al Padre Santo, el cual exclama aterrado:


Ay de mí, triste, qué cosa tan fuerte,
a yo que tractaua tan grand prelasía,
aber de pasar agora la muerte
e non me baler lo que dar salía.
Beneficios, e honrras, e grand sennoría,
toue en el mundo pensando beuir,
pues de ti, muerte, non puedo fuyr,
bal me Ihesucristo e la birgen María.



A lo cual replica la Muerte:


Non bos enoiedes, sennor padre santo,
de andar en mi dança que tengo ordenada,
non bos baldrá el bermejo manto,
de lo que fezistes abredes soldada.
Non vos aprouecha echar la crusada
proueer de obispados nin dar beneficios,
aquí moriredes syn faser más bolliçios,
dançad imperante con cara pagada.



Además del Poema del Conde Fernán González, que en lugar oportuno hemos mencionado, contiene el códice escurialense, a que nos referimos, otro poema titulado la Reuelación de un hermitanno, que también se atribuye erróneamente al Rabbí don Sem Tob, o al que sea el verdadero autor de la Danza de la Muerte, a la que se asemeja en el pensamiento y en el metro. El argumento de este poema estriba en un combate entre el alma y el cuerpo305, que se supone presencia un ermitaño, y la extensión de la obra es corta, pues está circunscrita a veinticinco coplas de arte mayor.

Además de los citados, florecieron durante este período otros escritores que cultivan las diferentes formas literarias de que en esta y otras lecciones hemos hecho mención. Entre ellos debemos mencionar a D. Pero González de Mendoza306, de quien han llegado hasta nosotros cuatro producciones de las muchas que escribiera, una de las cuales es una Cantiga de Serrana, forma ya insinuada en el Arcipreste de Hita, y otra se halla escrita en gallego, a la manera que lo hiciera el Rey Sabio; por lo que puede asentarse con el Sr. Amador de los Ríos y siguiendo al Marqués de Santillana, que Pero Gómez de Mendoza puede contarse entre los primeros decidores e trovadores que por segunda vez trajeron al parnaso de la España central la lengua poética de los occidentales. También debe mencionarse aquí el libro titulado Espéculo de los Legos, escrito por autor desconocido y con fin parecido, aunque más general, al que inspiró a Jacobo de Benavente su Viridario: es una manera de catecismo universal sobre los deberes del cristiano, ilustrado con anécdotas, historias y muchos apólogos, en que la forma simbólica aparece degenerada. Antes del Rabbí don Sem Tob, pueden colocarse como poetas Fray Suer Alfonso, caballero de Santiago, que debió ser muy aplaudido, y D. Juan Alfonso de la Cerda, biznieto del Rey Sabio, que fue decapitado en Sevilla por mandato de D. Pedro I en 1357: de ninguno de los dos se conservan producciones, como tampoco se sabe el nombre verdadero del autor de un poema traducido, titulado del Juego del Axedrez, que se atribuye a Rabbí Mosséh Azan de Zaragua.

La Historia, a que tan gran impulso diera ya el Rey Sabio, según hemos visto, prosigue desenvolviéndose y adquiriendo cada vez mayor importancia en los reinados de que tratamos. Dejando a un lado la Chrónica latina escrita por Gonzalo de Finojosa, obispo de Burgos, que abraza desde el principio del mundo hasta el reinado de Alfonso XI; no deteniéndonos en la traducción que se hizo al castellano de la Crónica arábiga del moro Rasis, nos fijaremos en el rey Alfonso XI, a quien cabe la gloria de reanudar la obra iniciada y comenzada por el Rey Sabio. Por mandato suyo compuso Fernán Sánchez de Tovar, rico-hombre de Valladolid307, las historias de Alfonso X, Sancho el Bravo y Fernando IV (1252 a 1312), que son conocidas con el nombre de las Tres Crónicas, y con el de las Cuatro, agregándoles la de Alfonso onceno, que también, con fundamento, se atribuye a Sánchez Tovar, el cual debió escribirla antes de 1350. En estas nuevas producciones históricas, principalmente en la última, se revela ya más pensamiento y mayor perfección y orden que en los ensayos que les precedieron.

Atribúyese también a Alfonso XI, ya porque él mismo la compusiera, según unos, ya porque se hiciera bajo su mandato, la llamada Crónica general de Castilla, que sin duda no existió antes de 1344 y que sólo debe ser considerada, por más que otra cosa se haya intentado demostrar, como una mera reproducción de los diez reinados postreros de la Estoria de Espanna del Rey Sabio y de las Cuatro Crónicas de Tovar. De esta Crónica general de Castilla fue sacada indudablemente la Crónica del Cid, dada a la estampa en el primer tercio del siglo XVI por Fray Juan de Velorado, Abad del monasterio de Cardeña308.

Las breves indicaciones que acerca de las citadas Crónicas acabamos de hacer, completan el cuadro de la manifestación histórica en la literatura castellana durante el segundo período de la historia de ésta, en el cual se observa un notable desarrollo y progreso en dicho género de manifestaciones.

Grande y en verdad sorprendente es el movimiento que siguen las letras castellanas en el fecundo período que personifica el Rey Sabio, y en el que brillan ingenios tan insignes como el Arcipreste de Hita y D. Juan Manuel. Con dicho monarca, en el que se resumen todas las influencias y todas las formas literarias de este período, adquiere gran desarrollo el arte oriental en sus formas simbólica y didáctica, que llegan a su apogeo con el autor del Conde Lucanor, para sufrir después una como trasformación en beneficio de la forma meramente didáctica, que al cabo se sobrepone a la simbólica, que se aparta de sus primitivas fuentes.

Coincide con esto otra trasformación distinta del Arte literario en general, que en su concepto de erudito empieza por ir a buscar las fuentes de su inspiración en asuntos extranjeros, prefiere luego los nacionales y concluye por aceptar los que, como en otra lección hemos visto, le dan un carácter más pronunciado de arte didáctico-moral. Al propio tiempo que la historia patria es cada vez más cultivada y gana más en condiciones científicas y literarias, el mismo Rey Sabio aporta a nuestra poesía el elemento lírico que tanto ha de influir más tarde en el arte de Castilla, y con el mencionado Arcipreste se muestra y adquiere gran vuelo la sátira, ya iniciada en el Poema de Alexandre y más todavía en los Proverbios de Pero Gómez.

El arte de los trovadores y la forma alegórica, que en el período siguiente ejercen gran influencia en nuestra literatura y se enseñorean de ella, se inician también por la época a que nos referimos, apuntando ya la formación de las escuelas poéticas que tanta fama dieron al reinado de don Juan II.

Con todo ello coincide, pues que necesariamente es su causa, un gran desarrollo de los estudios filosóficos, jurídicos y científicos, y el habla castellana hace progresos extraordinarios y se prepara a ser digno y adecuado instrumento de aquel hermoso movimiento, cuyas manifestaciones constituyen el siglo de oro de nuestra literatura. Arte o idioma se muestran en los días del Rey Sabio y sus sucesores, tan prósperos y desarrollados que parecen haberse adelantado a su tiempo, por lo que no es maravilla que a pesar del gran impulso que reciben, apenas ofrezcan señales notables de verdadero progreso en todo lo que resta de nuestra primera época literaria. Esto lo veremos confirmado en las lecciones siguientes.






Tercer período

Desde Enrique II hasta Juan II de Castilla


(Siglos XIV-XV.)


Lección XVII

Nuevos elementos en la literatura española: la Caballería. -Teorías acerca del origen del sistema poético desarrollado en la literatura caballeresca. -Verdaderos elementos que dan vida a dicha institución en España: el Germanismo, el Feudalismo y la Iglesia. -Otros elementos peculiares de nuestra nación. -Ciclos en que se divide la literatura caballeresca extranjera. -Referencias de nuestros eruditos a las obras que son producto de esta literatura. -Primeros monumentos de ella en el idioma castellano. -El Amadís de Gaula


En el período a cuyo estudio damos comienzo con la presente lección, se manifiestan en nuestra literatura nuevos elementos, que de una manera ostensible influyen en su desarrollo y dan ocasión a manifestaciones de un género distinto a las que hasta ahora hemos examinado.

Además de la influencia que ejercieron, durante el período que vamos a recorrer (y de que más adelante trataremos) las literaturas provenzal e italiana, que trajeron al arte de Castilla nuevos elementos de vida y de riqueza, debemos fijarnos ahora en la que tuvieron una institución y una literatura que la reflejó, por demás interesantes y por muchos conceptos dignas de estima. Nos referimos aquí a la institución de la Caballería, origen de la literatura que lleva su nombre; institución que tan gran papel ha desempeñado en la historia, y que al manifestarse en el arte ha dado lugar a un nuevo sistema poético, cuyo interés supera a todo encomio, sea cualquiera el sentido bajo que se le considere, por cuya razón es necesario que nos detengamos algo en su estudio.

Y para que éste no flaquee por su base, importa, ante todo, determinar el origen, la fuente de ese sistema poético desarrollado en los libros de caballería. Desde luego conviene advertir que la crítica se halla en este punto muy dividida, pues mientras unos creen hallar dicho origen en los árabes, otros van a buscarlo en la poesía mitológica de la antigüedad clásica, y otros acuden para encontrar sus gérmenes a la religión y a las costumbres de las naciones del Norte. Se observa, pues, que hay tres teorías, las tres muy autorizadas, para determinar el origen, la procedencia de los gérmenes de ese inmenso y rico caudal de poesía, desarrollado en los libros caballerescos. ¿Cuál de ellas es la más fundada y racional? Trataremos de averiguarlo, por más que hayamos de hacerlo de una manera harto concreta, como exigen la índole y límites de este libro.

Los que siguen la primera teoría, es decir, los que dicen que la literatura caballeresca fue traída a Europa por los árabes, se fundan principalmente en la crónica latina de Monmouth, libro formado de diferentes fragmentos escritos en lengua vulgar desde el siglo VII al IX, traducido del bretón en 1151 por el benedictino Gofredo y fundado en ficciones caballerescas, que los partidarios de esta teoría creen fueron importadas por el conducto, antes dicho, de la literatura arábiga, que a su vez las había recibido de la persa. Mas si se tiene en cuenta que las obras bretonas, sobre que la referida crónica está basada, se escribieron desde el siglo VII, esto es, antes que los árabes pusieran el pie en el suelo de Europa, no podrán menos de suscitarse dudas acerca de la teoría en cuestión, dudas que se acrecientan cuando se oye afirmar a los partidarios de ésta que el sistema poético que entrañan los libros de caballerías había fructificado en España antes de ser conocido allende los Pirineos; aserto que puede ser muy peregrino, pero que no se halla justificado por clase alguna de monumentos309.

Los partidarios de la teoría que se funda en la antigüedad clásica, alegan en su apoyo las obras del arte homérico y la mitología greco-romana310, en cuyas ficciones se encuentran magos y encantadores, armas y escudos encantados, y héroes invulnerables que, en sentir de aquellos, son fuente copiosa y fundamento seguro del sistema poético desarrollado en los libros de caballerías. Si se tiene en cuenta que la tradición literaria de Grecia y Roma, lejos de perderse, se conservaba en los libros latinos, hay que admitir que los elementos legados por el antiguo mando entraron de algún modo a formar parte del sistema poético a que nos referimos, en lo cual llevan ventaja los clasicistas a los arabistas; pero no por esto puede decirse con verdad que a esos elementos se deban exclusivamente, como pretenden los partidarios de la teoría que nos ocupa, las creaciones caballerescas; pues ni bastaban por sí solos a formar un sistema tan completo como el que revelan las manifestaciones de esta clase, ni a ellos pueden referirse muchos de los principios en que se fundan los libros de caballerías, ni la razón histórica que a éstos da vida.

Hay, por lo tanto, que recurrir a la tercera teoría para encontrar otros elementos que, combinados con los que suministran la antigüedad clásica y la literatura oriental, den un resultado más satisfactorio; y ciertamente que no andan desacertados los que conceden gran influjo en la creación de las ficciones caballerescas a la religión y costumbres implantadas por Odín en la Germanía y traídas más tarde a las Islas británicas. En los cantos del Edda, especie de libro santo de los escandinavos y fiel espejo de los sentimientos y creencias de los pueblos germánicos regidos por Odin, se encuentra ya todo el aparato de ficciones que más tarde revelan los libros de caballerías, por lo que no será mucho afirmar que aquella obra y la civilización que representa, juntamente con las civilizaciones árabe y greco-oriental, ejercieron gran influencia en el sistema poético a cuyo examen consagramos la presente lección.

Atendido a esto y al origen que generalmente se asigna a la causa principal que motivó la institución de la Caballería, no es extraño, antes natural y lógico, que concedamos al Germanismo una participación grande en la creación del mando poético que representan las manifestaciones caballerescas, y que lo consideremos, si no como el único, pues que esto sería absurdo311, a lo menos como el más vigoroso y fecundo motor de los que dieron vida a la prodigiosa maquinaria que por largo tiempo tuvo embelesada a la Europa con la magia que revela el intrincado tejido de sus producciones.

Buscando ahora las razones históricas que dieron vida a la Caballería, debemos señalar como la más importante el estado social de la Edad Media, muy principalmente el producido por el Feudalismo, que por ser institución de origen germano, es la causa a que aludimos en el párrafo precedente. Romper la ley de hierro, de violencia y de capricho, que la fuerza ponía en manos del señor, del fuerte y poderoso, para que la empleara contra el siervo, contra el débil y necesitado; dar al traste con el poder duro, humillante y opresivo que representaba el feudalismo, repeliendo la fuerza con la fuerza; tal fue la causa que dio origen a la Caballería, cuyo ministerio se reducía en último término a conseguir la emancipación de los débiles y oprimidos, a realizar la libertad de los hombres. En este estado social de protesta hecha a nombre de la libertad y del derecho de todos, contra las usurpaciones y la tiranía de unos pocos, estriba la principal razón histórica de la institución que dio cuerpo a las ficciones caballerescas, por lo cual puede lógicamente concluirse que el feudalismo es la causa principal, el fundamento social de la Caballería, y por lo tanto, de la literatura caballeresca.

Es, por tanto, profundamente germánica la Caballería, y esto lo muestra no sólo que brota del feudalismo, cuyo germánico origen nadie niega, sino que tiene su raíz viva y profunda en aquel individualismo que trajo a la vida la raza de los hombres del Norte. En la sociedad de la Edad Media, en aquel informe caos de individualidades soberanas, por ningún lazo sujetas, natural era que la justicia fuera también, no función social, sino ministerio del individuo, alzándose contra el individualismo de la violencia y del desafuero, el individualismo del derecho y de la justicia. Si la fuerza imperaba como señora absoluta, a la fuerza que violaba el derecho había que oponer la que amparaba la justicia. ¡Triste sociedad, por cierto, aquella en que el bien tiene que realizarse por medio de las armas y en que la espada del andante caballero sustituye a la espada de la justicia!

La Iglesia, único lazo moral y social entonces reconocido, único poder capaz de amansar la ferocidad de las pasiones de los bárbaros, comprendió bien pronto las ventajas de esta institución, y atendiendo al bien de aquella sociedad confiada a sus cuidados, no vaciló en prestarle su poderoso apoyo. De aquí el carácter religioso de la Caballería, carácter que se manifiesta en toda su historia, y aun en los menores detalles de su ceremonial; de aquí también la creación de las órdenes monástico-militares, tan estimadas en aquella Edad. Sin negar, pues, la influencia que otros elementos pudieran tener en la institución que examinamos, podemos afirmar que la Caballería es una institución germánico-católica, personificación la más genuina, por tanto, de toda la Edad Media.

Debemos dejar además consignado que en nuestra península concurrían causas especiales para que arraigase y diese lozanos frutos la institución de la Caballería. La lucha que los españoles sostuvieron por largo tiempo con los árabes, el contacto que por ende tuvieron con éstos, el gran predominio que en ellos ejercía el cristianismo y la creación de las órdenes militares de Calatrava, Santiago, Alcántara, Templo y Montesa, ayudaron no menos que el feudalismo a que España fuese, durante un período no corto, el suelo privilegiado de la Caballería. Y que los sentimientos caballerescos se arraigaron aquí como en ninguna otra parte, pudiéramos probarlo con multitud de ejemplos, tales como el que se relata en la crónica titulada el Paso honroso, por la cual sabemos que en el reinado de D. Juan II ochenta caballeros arriesgaron sus vidas porque a Suero de Quiñones, acompañado de nueve campeones, se le antojó librar batalla con cuantos caballeros se presentaran en el puente de Orbijo, cerca de León, nada más que con el fin de libertarse del juramento que había hecho a una dama, de llevar al cuello todos los jueves una cadena de hierro312. En el mismo reinado hubo dos caballeros que se fueron a Borgoña en busca de aventuras del propio jaez, y en el de los Reyes Católicos los hubo también, según dice el cronista y secretario de los monarcas Hernando del Pulgar, que se marcharon a países extraños «a facer armas con cualquier caballero que quisiese facerlas con ellos, e por ellas ganaran honra para sí, e fama de valientes y esforzados caballeros para los fijodalgos de Castilla». Tales fueron los frutos que en España produjo la Caballería, institución que vino a ser una especie de religión, un verdadero dechado de ilustres varones, en quienes los desvalidos y los huérfanos hallaron amparadores entusiastas; la fe y la justicia, fieles guardadores; las promesas y el amor puro, inquebrantables protectores, y la libertad y el derecho de todos los hombres, campeones esforzados y valerosos.

Mas ¿cómo se determinó en la esfera del arte literario de Castilla la manifestación del espíritu caballeresco? Para dilucidar este punto conviene que digamos algo acerca de los precedentes que fuera y dentro de España tiene el sistema poético desarrollado en nuestros libros de caballerías.

Las primitivas ficciones caballerescas pertenecen a las dos ramas designadas con los títulos de ciclo bretón y ciclo carlovingio313 y provienen de las crónicas de Godofredo de Monmouth y del Arzobispo Turpin, ambas escritas en latín y traducidas luego al francés, que entonces se hablaba en las cortes de Normandía e Inglaterra. La primera rama se funda en la existencia del Rey Artús y en la historia del encantador Merlín, con las cuales se enlazan las ficciones de Lanzarote del Lago, Tristán, Perceval de Gaula y otros poemas de Los Caballeros de la Tabla Redonda. Compuestos o traducidos estos libros durante el reinado de Enrique II de Inglaterra (1154 a 1189), de cuya corte pasan a la poesía propiamente francesa en 1191, dan origen, en opinión de algunos críticos, a la segunda rama, cuya principal fundamento lo constituyen las ficciones de Carlo-Magno y sus Doce Pares, tal como se hallan en la crónica de Turpin. Estas son las fuentes de los libros de caballerías, que al fin vienen a España, dando comienzo con Amadís de Gaula y terminando para no volver a presentarse más, con el famosísimo Don Quijote de nuestro inmortal Cervantes.

Que dichas fuentes no eran desconocidas de los literatos castellanos que hasta ahora hemos mencionado, lo prueban las diferentes citas y alusiones que de ellos hacen en sus obras. El mismo Berceo en su Vida de San Millán justifica esto que afirmamos, pues escribió:


    El rey don Remiro,          un noble caballero
que nol venzrien de esfuerzo          Roldán nin Olivero.



Lorenzo de Segura muestra conocer no menos las ficciones a que nos referimos cuando arma a Alejandro de un acero encantado y le viste una camisa que tenía la doble virtud de rechazar la deslealtad y la lujuria. En el Poema de Ferrán González hace el autor ostentación de dichos conocimientos cuando dice:


Carlos et Baldobinos,          Roldán e don Ogero,
Terryn e Gualdabuey          e Bernald e Oliuero.
Torpyn e don Rinaldos          et el gascón Anglero,
Éctor e Salmón          e el otro compannero, etc.



El Rey Sabio, por su parte, da en su Grande et General Estoria pruebas fehacientes de serle muy conocida la de Bruto, y mezcla en otras de sus obras algunas más ficciones caballerescas, como los traductores de la Conquista de Ultramar lo hacen con la historia del Caballero del Cisne y varias otras. El Arcipreste de Hita escribe que


...Nunca fue tan leal Blanca Flor a Flores
nin es agora Tristán a todos sus amores.



y Ramón de Mantaner da también muestras de conocer la literatura caballeresca.

En el Poema de Alfonso onceno muestra Rodrigo Yáñez, como lo hizo el autor de la Crónica Troyana, que el conocimiento de las ficciones caballerescas estaba bastante divulgado en España, cuando tanto insiste en la historia del encantador Merlín, del cual se vale para profetizar la muerte de D. Juan el Tuerto y la gloriosa victoria del Salado. Por último, en las Partidas se habla ya de la «orden caballeresca» como en los cánones de la Orden de la Vanda, creada por Alfonso XI en 1330, se sienta como principio y base de su fundación, que «presciaba Dios la orden de caballería más que ninguna de las otras órdenes, porque se deffiende la su fe et el mundo por ella», declarándose al propio tiempo que «todo el que fuese de buena uentura et se touiese por caballero..., debe facer mucho por honrar la caballería et por la leuar adelante».

Las alusiones de los autores que hemos citado antes y otras que pudiéramos recordar, con las muchas citas que posteriormente se hicieron de los libros aludidos, hacen creer que éstos hubieron de ser traducidos al idioma castellano. Mas si esto no está plenamente demostrado y sólo por inducción se dice, puede desde luego asegurarse que desde los postreros años del siglo décimo cuarto, en que apareció el primero, son innumerables los libros de caballerías debidos al ingenio español.

Aunque con lentitud, las ficciones caballerescas se introducen en nuestra literatura, de la que forman una rama importante, que algunos, como Ticknor, han llegado a considerar como parte de la literatura propiamente popular (no vulgar), porque se produce en el habla de las muchedumbres; aserto que no puede admitirse, puesto que claramente se ve que corresponden a la literatura erudita, de la que son producto. Si el calificativo de popular se toma se en el sentido de que los libros de caballerías adquirieron gran boga y su lectura se generalizó mucho, podría aceptarse.

Cítase como uno de los primeros monumentos castellanos de la literatura caballeresca (y acaso es el primero de todos), la leyenda conocida con el nombre de Los votos del Pavón, que debió escribirse en el siglo XIII o antes, y contiene una parte muy interesante de la vida de Carlo-Magno314. Al mismo período corresponde, según oportunamente hemos visto (Lección XV), la Crónica Troyana, que aunque no careciendo de pretensiones históricas, es en realidad un libro de caballerías. A este libro, que vino como a fomentar la afición por esta clase de ficciones, siguieron otros que aparecen con el nombre genérico de cuentos, cuyos títulos no dejan duda acerca de su origen y carácter315, y que aunque realmente no sean meras traducciones, no pueden tenerse por originales. Además de estas especies de arreglos, se vertieron más o menos fielmente al lenguaje vulgar de Castilla varios de los libros de caballerías de los que más fama habían logrado en uno y otro ciclo316, siendo de lamentar que no se hayan conservado estas traducciones. Tenemos, por lo tanto, que pasar de los cuentos antes citados, al monumento que con razón es tenido como el más importante de nuestra literatura caballeresca.

Tal es el titulado Historia del esforzado e virtuoso caballero Amadís de Gaula, que se considera como el prototipo de los demás de su clase. Por lo bien escrito, ha merecido este libro gran celebridad, y que se le coloque al frente de todas nuestras novelas de caballerías. Supónese escrito el Amadís por un portugués llamado Vasco de Loveyra y traducido al castellano, aunque no literalmente, por García Ordóñez de Montalvo. Existen dudas acerca de este punto y el común sentir está conforme en dar al Amadís una redacción puramente castellana, creyéndose que el libro que escribió el portugués referido, es posterior al español que menciona Pero López de Ayala en su Rimado de Palacio, y que debió por lo tanto escribirse antes de 1360, y existiendo muy fundadas sospechas de que el original que se atribuye a Loveyra no haya existido, pues nadie ha podido decir que ha visto el códice, dado ya por perdido, que lo contenía y que se suponía conservado en la biblioteca de los duques de Aveiro. Sea de ello lo que quiera, lo que conviene dejar aquí sentado es que la composición del Amadís de Gaula corresponde a la literatura castellana, y que este libro viene a ser, como afirma el Sr. Amador de los Ríos, el tronco de las ficciones caballerescas propiamente españolas.

Por su fondo el Amadís es una pura ficción. Su argumento está expuesto brevemente por Ticknor, con cuyas afirmaciones respecto a la procedencia de este libro no estamos conformes, en los siguientes términos: «Para llevar a efecto su idea, el autor hace a Amadís hijo de un rey del imaginario reino de Gaula: es ilegítimo, y su madre Elisena, princesa de Inglaterra, avergonzada de su falta, expone al niño a la orilla del mar, donde lo halla un caballero escocés, del cual es llevado, primero a Inglaterra y después a Escocia: en este país se enamora de la señora Oriana, dama de sin par hermosura y perfección, hija de un Lisuarte, rey de Inglaterra, persona tan real y positiva como el mismo Amadís y su padre. Entre tanto Perión, rey de Gaula, país que algunos han querido suponer sea parte del principado de Gales, se casa con la madre de Amadís, que tiene de él otro hijo llamado Galaor. Las aventuras de los dos hermanos en Francia, Inglaterra, Alemania, Turquía y otras regiones desconocidas y hasta encantadas, favorecido algunas veces por sus damas, y otras, como en la ermita de la Isla firme, desdeñados de ellas, son las que forman el libro, que después de contar sus viajes y andanzas, y un gran número de combates con otros caballeros, mágicos y gigantes, acaba con el casamiento de Amadís y Oriana, destruyéndose y acabando los encantamientos que por tanto tiempo se habían opuesto a sus amores».

Tal es la trama del Amadís, el primero y más importante de nuestros libros de caballerías, y cuyo principal mérito consiste en la relación que guarda con los libros de su linaje pertenecientes al siglo XIV, libros que se recuerdan en él muchas veces. Por lo demás y sin embargo de ser una pura ficción, retrata con bastante exactitud las costumbres y sentimientos de la época, reflejando sobre todo las costumbres nacidas del feudalismo y el espíritu caballeresco con sus obligadas ideas de religión y patria. No carece de invención y está bastante bien escrito, por todo lo cual mereció que Cervantes le hiciera la honrosa distinción de librarlo del fuego en el escrutinio que llevaron a cabo el Cura y el Barbero de su renombrado Don Quijote, diciendo por boca del último que el Amadís es el «mejor de los libros que de este género se han compuesto y único en su arte».

Desde que fue dado a la estampa el Amadís de Gaula, la afición por los libros caballerescos se despertó en España de un modo prodigioso. La boga que llegaron a alcanzar semejantes obras fue inmensa, sobre todo en las clases más acomodadas, lo cual nada tiene de extraño si se considera que siendo producto de instituciones que por largo tiempo rigieron no sólo en España, sino en la Europa toda, los libros de caballerías tenían su razón de ser y vinieron a llenar un vacío en la literatura. Contribuía a que la afición por dichos libros fuese tan grande, la circunstancia de que en los españoles se hallase tan profundamente arraigado el espíritu caballeresco y aventurera, espíritu que a poco que se excitara o exagerase no podía menos de producir, como produjo, aquella especie de demencia por los libros de caballerías que dio lugar a que hasta el Gobierno y las Cortes interviniesen en el asunto, mandando el primero, en 1553, que no se pudiesen imprimir, vender, ni leer semejantes libros en las posesiones de Ultramar, y pidiendo las segundas, en 1555, que esta prohibición se extendiese a la metrópoli y que se quemaran públicamente cuantos ejemplares se hallaran de los mencionado libros, que al fin cayeron para no volver a levantarse, a impulsos de la sátira tan donosa como profunda que encierra el Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra.




Lección XVIII

Frutos del movimiento literario iniciado en tiempos de Alfonso el Sabio: escuelas poéticas. -Origen e influencia de la escuela provenzal. -Ídem de la alegórica: el Renacimiento y la Divina Comedia; arte clásico y florentino. -Causas que motivan la formación de la escuela didáctica. -Representantes de la escuela provenzal cortesana. -Introducción de la alegoría: sus precedentes en nuestra literatura. -Principales representantes de la escuela alegórica: Micer Francisco Imperial, Ruy Páez de Ribera y otros poetas de la escuela andaluza. -Protesta contra esta innovación literaria y contra las costumbres del siglo XIV: Pero López de Ayala y su Rimado de Palacio. -Representantes de la escuela didáctica en este período: Pablo de Santa María y el Maestre Diego de Cobos


El rico y variado movimiento que se inició en las letras castellanas en tiempos del Rey Sabio no podía menos de dar sus naturales resultados en toda su extensión. Algunos de los gérmenes poéticos que entonces aparecieron han fructificado ya en el período anterior al que nos ocupa; tal acontece con el elemento lírico que empieza a desarrollarse con la sátira de Pero Gómez y del Arcipreste de Hita, principalmente, y con el arte oriental que en tan alto grado de desenvolvimiento hemos contemplado, sobre todo en D. Juan Manuel. No se detiene aquí el movimiento literario a cuya cabeza aparece colocado con justicia D. Alfonso X, y de ello son testimonio las escuelas poéticas que se forman ya en este tercer período, como consecuencias naturales de esa exuberante vida literaria a que nos referimos, y que en el siguiente período alcanza su mayor apogeo bajo el cetro de don Juan II de Castilla, en cuya corte se muestran dichas escuelas en todo su esplendor.

En la escuela provenzal, la alegórica y la didáctica se resume todo el movimiento literario a que nos referimos, juntamente con el sistema poético desarrollado en la literatura caballeresca, de que hemos tratado en la lección precedente, y cuyos gérmenes pueden también buscarse, como hemos visto, en el período anterior.

En la parte meridional de Francia que se extiende desde España a Italia, existe una comarca de fértil suelo y apacible clima que durante el último tercio de la Edad Media alcanzó la envidiable dicha de gozar por grandes períodos, y más que ningún otro país, de las dulzuras de la paz, tan necesaria, según en otras ocasiones hemos dicho, para el cultivo de las letras. La Provenza es la comarca a que nos referimos. Desde el siglo IX se hallaba constituida en reino independiente, habiendo conseguido avanzar mucho en la carrera de la civilización, merced a las pocas guerras y disturbios que alteraron la tranquilidad de su suelo. Por esta causa los provenzales lograron un alto grado de cultura intelectual, y por eso poseyeron desde mediados del siglo X una literatura que en poco más de dos centurias adquirió gran desarrollo y notable perfección. Distinguiose desde luego la literatura provenzal por la gracia y apasionamiento que tan elocuentemente revelan sus trovas y decires amorosos y últimamente por la imitación lírico-erótica de Petrarca que refleja la poesía (sciencia gaya o gaudiosa) de aquel pueblo. La literatura que nos ocupa canta por lo general el amor y la galantería, pecando con frecuencia de artificiosa, afectada y sutil, como de ligera y falta de idea, y abundando en alambicados conceptos y retruécanos y todo género de adornos exteriores, con los que pretendía encubrir la vaciedad de su fondo y la pobreza de su inspiración: tiene además un carácter satírico tan fino como pronunciado, que no retrocede ante los mayores atrevimientos; y al introducirse en España sigue las huellas de los cantores de Beatriz y de Laura, con predilección las del último.

La proximidad de la Provenza a nuestro suelo, y el haberse unido la corona de aquel reino al Condado de Barcelona, en tiempo del tercer Conde D. Ramón de Berenguer (1113) contribuyeron mucho a que en los comienzos del siglo XII empezara a introducirse en España la literatura provenzal, por los mismos tiempos precisamente en que se echaban los cimientos de la castellana. Protegido por los Reyes, los Condes y los más distinguidos señores, pues todos ellos lo cultivaban a porfía, el arte provenzal adquirió notable importancia en nuestro suelo, por el que se extendió considerablemente, a causa sobre todo de la unión del reino de Aragón al Condado de Barcelona. Y aunque de corta existencia y a pesar de que a causa de la lucha de los albigenses, en el siglo XIV desaparecieron los verdaderos trovadores, los genuinos representantes de la literatura propiamente dicha provenzal, ésta dejó en el arte de Castilla profundas y luminosas huellas que son seguidas en el reinado que vamos a examinar, dando ocasión a una escuela que reconoce por principal fundamento la amena o gaya doctrina de los provenzales, de los mantenedores del gay saber.

Señalada una de las fuentes de los preciados elementos que, según hemos dicho, entran a enriquecer la literatura castellana en su tercer período, tócanos buscar el origen de algunos otros de más valor que los anteriormente indicados.

El extraordinario impulso que en la patria de Virgilio recibieron las letras, mediante la inspirada poesía del Dante y de Petrarca y la prosa elegante de Boccacio, dio lugar a que, amortiguados después algún tanto sus vivos resplandores, Italia, prosiguiendo la obra del Renacimiento, evocara el genio de las letras clásicas, que llegaron a brillar durante el siglo XV de un modo inusitado, atrayendo hacia aquel bello país las miradas del mundo entero. El éxito extraordinario que alcanzara la Divina Comedia, del Dante, que viene como a resumir todo el mundo de la Edad Media, debe considerarse principalmente como la causa primordial entre las que contribuyen a implantar en el campo de nuestra literatura el arte alegórico, que ya en este período que nos ocupa encuentra decididos mantenedores y toma grande incremento, merced a causas que ahora apuntaremos.

En España concurrían, en efecto, circunstancias especiales para que se sintiese más que en ningún otro país la influencia del arte italiano, con tanta más razón cuanto que el respeto a la gran literatura latina, que Italia evocaba, era común a todas las naciones meridionales. Los sentimientos religiosos que nuestros padres tenían tan arraigados fueron causa de que los españoles de la época a que nos referimos tuviesen fija la vista en Italia, asiento de la Santa Sede; el lustre y renombre de que gozaban las universidades italianas, sobretodo las de Bolonia y Padua, contribuyeron a que muchos españoles se educasen en Italia y fueran a ella en busca de su rica civilización y espléndida cultura; la posición política de Barcelona, que estableció el primer Banco conocido en Europa y formó el primer código comercial de los modernos tiempos, hizo más frecuentes y más estrechas las relaciones entre españoles e italianos, a lo cual coadyuvó no menos la unión de Sicilia y Nápoles a los tronos de Castilla y de Aragón; y por último, la afinidad y semejanza que existen entre el idioma del Lacio y el castellano, como hijos que son ambos de la lengua latina, contribuyeron también sobremanera a hacer más íntimo el trato entre los dos pueblos. Este conjunto de circunstancias facilitó la influencia que la literatura italiana ejerció sobre la de Castilla, principalmente durante el periodo que hemos comenzado a recorrer.

Así es que no debe maravillar, antes ha de parecer natural y lógico, que el movimiento de las letras clásicas, con tan gran impulso iniciado y seguido en Italia, se reflejase en España, en donde tenía ya la influencia latina echados los cimientos. No era, pues, nuestro pueblo extraño ni permanecía indiferente a la obra del Renacimiento, por lo que respecta a la literatura; antes bien cooperaba a ella con decisión y energía. Mas téngase en cuenta que aquí el Renacimiento presenta dos fases, no siendo exclusivo en favor de la literatura latina. Al seguir los pasos de Italia, los españoles miran lo mismo al arte clásico que al florentino, igualmente entran en la senda del renacimiento de los latinistas, que en la del iniciado por Dante y Petrarca. No desdeñaba la literatura castellana el ejemplo que le daba su hermana y en cierto modo maestra, fundado en la imitación de las letras clásicas; pero no por esto olvidó lo mucho que las letras debían al arte representado en la Divina Comedia, y en el Cancionero del cantor de Laura. Y cuenta que esto sucedía lo mismo en Cataluña que en Castilla, pues las literaturas de ambas comarcas ensayan el arte alegórico que representan los dos grandes maestros florentinos, si bien con la diferencia de que mientras en la de la primera prepondera el espíritu de Petrarca, en la de la segunda alcanza mayor boga la escuela del Dante, o el arte dantesco.

No se producen en la historia, y menos en la del arte, cambios de tanta trascendencia, sin que hallen alguna oposición. La innovación, que consistía en introducir el arte alegórico, la tuvo, en efecto, máxime cuando venía como queriendo borrar toda nuestra tradición literaria. A nombre, pues, de ésta y del sentimiento nacional se levantó una especie de protesta, que personifica el canciller Pero López de Ayala, al cual se le puede considerar como el progenitor de la escuela didáctica (pues didáctica es la musa de Ayala), que surge de en medio de esa variedad de elementos poéticos que aspiran a la supremacía, y a la que debe considerarse como la mantenedora de la tradición artística de nuestro pueblo, y muy señaladamente del arte oriental en la trasformación que, según hemos visto en la lección XVI, da el predominio a la forma didáctica sobre la meramente simbólica317. Esta protesta preludia ya la que personificada por Castillejo se hizo en el siglo XVI contra la revolución iniciada por Boscán y Garcilaso al introducir la forma italiana, y da origen a la escuela que con el nombre de didáctica siguen en este período Pablo de Santa María y Diego de Cobos y en el siguiente representa genuinamente Fernán Pérez de Guzmán.

Determinado así el origen y los fundamentos de las tres escuelas poéticas a que al principio nos hemos referido, veamos cómo se desenvuelven en sus comienzos, lo cual haremos dando a conocer los principales poetas que en este período aparecen filiados a cada una de ellas.

Como más o menos apegados al arte provenzal, entre los ingenios que florecieron en los reinados de Enrique II, Juan I y Enrique III, debemos citar: a Pero Ferrús, que se distinguió ya como poeta erótico y cortesano, en parte del reinado de D. Pedro; Alfonso Álvarez de Villasandino, que escribió numerosas composiciones, mereció que Santillana le llamase grand decidor y dijera de él que podía aplicársele «aquello que en loor de Ovidio un gran estoriador escribe, conviene a saber que todos sus motes o palabras eran metros», y supo manejar la sátira318; Perafán de Ribera319, que ofrece caracteres análogos a los de Villasandino, y que en la única composición que de él se conserva, muestra su filiación provenzal; el Arcediano de Toro320, que como Villasandino, escribió en el dialecto gallego, muy de moda a la sazón entre los ingenios de la corte; Garci Fernández de Gerena, que gozó de gran privanza en la corte de don Juan I, a quien pidió por mujer una «juglara que avía sido mora», y que dio muestras de lozana y pintoresca imaginación321; el judío converso Juan Alfonso de Baena, y el discreto y elegante Ferrán Sánchez Talavera322.

La protección que a los trovadores prestaban en aquel tiempo los magnates, que a su vez cultivaban la gaya sciencia, fue causa de que a fines del siglo XIV y principios del XV se aumentase el número y la valía de los que cultivaban la escuela provenzal cortesana. Entre los primeros de estos poetas, merece ser colocado D. Diego Furtado de Mendoza, que no era el primer ingenio de esa familia que ilustró el nombre del Marqués de Santillana, su hijo, y de quien tampoco se han conservado muchas composiciones. Por las que poseemos, se viene en conocimiento de que cultivó con gran éxito los diferentes géneros que a la sazón constituían la poesía lírico-erótica, ensayó nuevas combinaciones métricas y fue adicto a las composiciones a que llamaron los provenzales pastorelas o vaqueiras, el Arcipreste de Hita cánticas de serrana, y Pero Gómez, padre de D. Diego, serranas: también cultivó un género de composiciones, de las que han llegado hasta nosotros pocos modelos, parecidas a las baladas italianas y denominadas cossantes323. D. Alfonso Enríquez (1351-1429), hijo del maestre D. Fadrique y cuñado de D. Diego, se distinguió también como adicto a la forma provenzal, y de ello dan testimonio sus poesías, entre las cuales merecen especial mención sus canciones a la Rica Hembra y Defeita, sus decires titulados el Testamento y la Crida de Amor, y el Razonamiento que fizo consigo mesmo o el Vergel del pensamiento, en donde se nota ya la influencia de la alegoría dantesca. Aunque no deja de pertenecer a la escuela provenzal, en la que militó en compañía de los dos ingenios que acabamos de citar, múestrase D. Pero Vélez de Guevara (muerto a fines de 1406), en sus cantigas a la Virgen y en algunos de sus decires, animado de sentimientos más graves que la generalidad de los trovadores de aquel tiempo, a la vez que en la forma literaria de ambas clases de composiciones empieza a notarse, como en los versos de Alfonso Enríquez, la influencia de la escuela dantesca. No se observa otro tanto en el Duque Don Fadrique, cuyas composiciones fueron calificadas por Santillana de «assaz gentiles canciones e decires»: fue decidido partidario del gay saber, y tuvo «en su casa grandes trovadores, especialmente Fernán Rodríguez Puerto Carrero, Juan de Gayoso y Alfonso de Morana», que siguieron sus huellas.

En el punto en que nos hallamos, la poesía española parecía no vivir sino del alimento que le prestara el arte de otros pueblos, pues era poesía de imitación. Sin dejar de reflejar el estado de nuestro pueblo, había roto con todos aquellos sentimientos nacionales que la alentaran en un principio, sustituyéndolos con los que le deparaban las ficciones caballerescas, el arte de los provenzales y la alegoría dantesca, que ya al terminar el siglo XIV era recibida con aplauso entre nuestros eruditos, con tanto más motivo cuanto que esta forma no era del todo nueva en nuestra literatura, en cuanto que fue también cultivada en la antigüedad clásica por griegos y latinos, como de ello dan testimonio, entre otros libros, el De Consolatione, de Boecio, cuyas huellas fueron seguidas por San Isidoro de Sevilla, en su Synonima; por Paulo el Emeritense, en la Vida del niño Augusto; por Valerio, por Pedro Compostelano, etc. Y viniendo a tiempos más cercanos, a la literatura propiamente dicha nacional, hallaremos el sello de la alegoría en la Vida de Santo Domingo, en los Milagros de Nuestra Señora y en la Vida de Santa Oria, de Berceo; en el Poema de Alexandre, de Segura; en el Poema de Fernán González; en las obras del Arcipreste de Hita, y en no pocas de las de trovadores que, a semejanza de los italo-provenzales mostráronse muy apegados a la alegoría. El movimiento literario que simboliza el Renacimiento acentúa más esta tendencia, sobre todo, con el triunfo, alcanzado por la Divina Comedia; debiendo tenerse en cuenta que, como antes hemos dicho, aquel hecho presenta en nuestra cultura dos fases, pues con la afición al nuevo arte italiano se despierta en nuestros eruditos la afición por el arte clásico y a la vez que se vierten al castellano las obras de Dante, Petrarca, Bocaccio y otros italianos ilustres de los tiempos medios, se traducen al mismo idioma las de Homero, Virgilio, Ovidio, Juvenal y otros.

En los reinados de Juan I y Enrique III es cultivada en el Parnaso castellano de un modo definitivo la alegoría dantesca, traída por un ingenio que nacido en Italia «meresció en estas partes del Occaso el premio de la triunphal e láurea guirlanda», y «fue trovador e decidor». Nos referimos a Micer Francisco Imperial, oriundo de una ilustre familia de Génova, en donde nació, y avecindado en Sevilla durante el reinado de D. Pedro.

No se conservan todas las poesías escritas por Imperial con el intento de cultivar la forma alegórica; pero en su Desir a las syete Virtudes, que es de las más importantes, no sólo se declara: discípulo del amante de Beatriz, sino que imita palmariamente la Divina Comedia, introduciendo versos que son una traducción casi literal del Purgatorio, del Dante, cuya inmortal obra le sirve de pauta, o imitando con insistencia su forma alegórica, si bien en la metrificación se ve precisado a emplear los versos de arte mayor y de arte real, propios de la literatura castellana324, lo cual es debido principalmente a que el mérito del poeta no era bastante a imponer por completo la innovación por él acometida. Esto no obstante, consiguió implantar en nuestro suelo la mencionada forma alegórica, y sobre todo, despertar en nuestros ingenios la afición por ella, principalmente en los que por morar en Sevilla y seguir sus pasos aparecen constituyendo una especie de escuela poética, denominada andaluza.

Distínguese entre estos ingenios Ruy Páez de Ribera, que entre los poetas sevillanos era tenido por «ome muy sabio e entendido», que en sus desires a Enrique III aparece como partidario de la escuela provenzal, y que ya en su composición titulada Proceso que oueron en uno la Dolencia e la Vejez e el Destierro e la Probesa, se valió de la forma alegórica que autorizaba el ejemplo de Imperial, cuyas huellas se propuso seguir con empeño, hasta el panto de reflejarse en él más directamente que en éste las ideas, los pensamientos, los símiles y aun las formas artísticas de la Divina Comedia, cuyo triunfo en nuestro Parnaso es definitivo, con el ingenio que acaba de ocuparnos325.

Entre los ingenios andaluces que siguen a Imperial y Páez de Ribera, en la nueva senda abierta a las musas españolas, y como ellos eran apasionados de la poesía erudita y partidarios de la escuela provenzal, deben citarse, entre otros, Diego Martínez de Medina, Fray Diego de Valencia, el cordobés Pero González de Uceda, Fray Alonso de la Monja, Fray Lope del Monte, Gonzalo Martínez de Medina y Ferrán Manuel de Lando, que mantiene el pasto por la forma alegórica en la corte de Castilla326.

Como al comienzo de esta lección queda dicho, se levantó una protesta a nombre de la tradición literaria y de los sentimientos nacionales, contra la innovación introducida en nuestro Parnaso por Imperial. Esta protesta, que era natural y lógica, se halló personificada en un gran personaje, historiador y poeta a la vez, de aquella época, y uno de los ingenios que se preciaban de poseer las maravillas del arte didáctico.

Nos referimos a Pero López de Ayala, que nacido en 1332 de una ilustre familia, alavesa, enlazada con la familia real de Aragón y Castilla, heredó de su padre el amor a las letras, porque tanto se distinguió después. Fue Canciller y ejerció los cargos más importantes durante los reinados de D. Pedro el Cruel, D. Enrique II, D. Juan I y D. Enrique III. Fue cronista de estos cuatro monarcas, por lo que ya nos ocuparemos de él al tratar del desarrollo de la Historia en la época qué examinamos, y «fizo un buen libro de caza, que él fue mucho cazador», según expresa Hernán Pérez del Pulgar, aludiendo, sin duda, al libro que ha estado inédito hasta 1869, en que la sociedad de Bibliófilos lo ha dado a la estampa, y que lleva este título: De la caza de las aves, e de sus plumages, e dolencias e amelecimientos; esta obra se llama también Libro de Cetrería. En opinión de Don Bartolomé José Gallardo son también del celebrado canciller que nos ocupa, los Proverbios en rimo del Sabio Salomón, rey de Israel, obra que tracta o fabla de la recordanza de la muerte e menospreciamiento del mundo, y que se halla en el apéndice del Cancionero de Fernán Martínez de Burgos. Además, Pero López de Ayala tradujo las Décadas, de Tito Livio; el Sumo Bien, de San Isidoro; la Caída de Príncipes, de Boccacio, y otras obras de sumo interés. Falleció en el año de 1407, cuando contaba setenta y cinco de edad.

De las obras que salieron de la docta pluma del Canciller Ayala, el Rimado de Palacio es la que debemos examinar ahora327, por lo mismo que es la que mayor fama le ha dado y que en ella formula la protesta moral y literaria a que antes nos hemos referido, y también porque es un reflejo de la vida social y política de nuestra nación en aquellos tiempos, y tal vez la última producción de la escuela poética a que se deben los libros de Apolonio, Alexandre y Ferrán González.

El Rimado de Palacio viene a ser una especie de tratado de los deberes que tienen los reyes y los nobles en el gobierno de los Estados. En él se trazan con vivo colorido cuadros muy interesantes y dramáticos de las costumbres y vicios de aquellos tiempos; se discuten puntos de la doctrina cristiana, como son los Diez mandamientos, los Siete pecados mortales, etc., y se habla de la gobernación de los Estados, de los ministros, de los sabios, de los mercaderes, de los recaudadores y otras clases de la sociedad, terminando con ejercicios piadosos o de devoción. A pesar del esmero con que López de Ayala cultivó el habla castellana en sus obras históricas, no ofrece mucho de notable este poema, por lo que respecta al estilo, que en general es severo y didáctico y recuerda más al hombre de Estado que al poeta, resintiéndose a la vez de cierto sabor arcaico, sin duda porque el Canciller se ceñía demasiado a la tradición literaria en que se inspiraba. Esto no obstante, el Rimado contiene trozos llenos de lirismo, así como los encierra de carácter satírico, que no desmerecen de los del Arcipreste de Hita.

Además de estos defectos, se advierte en el Rimado falta de unidad, lo que indica que debió ser escrito en diferentes épocas de la vida de su autor, debiendo haber sido hecha la parte más importante, la que en realidad constituye el poema, antes de la famosa batalla de Aljubarrota, en la cual cayó prisionero nuestro celebrado cronista. Pero nada de esto es bastante para oscurecer las muchas bellezas que indudablemente tiene el poema, ni menos para rebajar la alta significación que le hemos atribuido como protesta contra la innovación literaria y contra las costumbres del siglo XIV.

El Rimado de Palacio consta de 1609 estancias o copias, empleándose en ellas a veces el apólogo y diferentes metros, pero dominan los versos de arte mayor o de quaderna vía, en cuanto que tiende a resucitar la metrificación heroico-erudita, abundando los en que están escritos las siguientes coplas, más bien letrillas, que el poeta llama cantares:


    Sennora, estrella lusiente
que a todo el mundo guía,
guía a este tu seruiente
que su alma en ti fía.
A canela bien oliente
eres, sennora, comparada,
de la tierra del oriente
es olor muy apreciada.
A ti fas clamor la gente
en sus cuytas todavía,
quien por pecador se siente,
llamando Santa María.
Sennora, estrella lusiente etc.



De la tradición literaria que personifica López de Ayala, y tal vez alentada por la enérgica protesta de éste, se deriva la escuela que hemos denominado didáctica, y que en el período de que tratamos representan el converso hebreo y después obispo de Burgos Pablo de Santa María y el Maestre Diego de Cobos.

Encargado el primero por Enrique III y su esposa de dirigir la educación y enseñanza del príncipe que más tarde había de reinar con el nombre de Juan II, escribió las Edades trovadas, poema que se ha atribuido a Santillana. Consta de 338 octavas de arte mayor y abraza todas cosas que ovo y acaescieron desde que Adam foe formado hasta el nacimiento del mencionado príncipe. En esta obra, escrita con facilidad y sencillez y no exenta de armonía y soltura, si bien falta de la forma de verdadero poema, se inspira Santa María en la tradición literaria que hemos señalado al tratar del arte didáctico, y de que en este período fue verdadera personificación Pero López de Ayala, y hace gala de erudición y de buenas dotes como poeta didáctico.

Siguiendo el camino emprendido por el obispo de Burgos, escribió el Maestre Cobos, médico y cirujano de gran nombradía, varios tratados quirúrgicos que, juntos componían una obra (terminada en 1412), a la cual tituló Cirujía Rimada, y que no se conserva completa. En ella se imita el popular artificio de los refranes, adoptando su estructura, más que se siguen las huellas de los eruditos. De este modo la ciencia comenzó a ser expuesta en forma poética, y se empezó a poner en práctica la conocida máxima de instruir deleitando.