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Lección XIX

La Historia y la elocuencia sagrada en este período. -Cultivadores de la Historia en Castilla: Pero López de Ayala y sus cuatro Crónicas. -Johan de Alfaro, Johan Rodríguez de Cuenca, Pedro del Corral, la Crónica de las fazañas de los philósophos, y Ruy González de Clavijo. -Otros libros históricos del mismo período. -Cronistas aragoneses y navarros: D. Fray Juan Fernández de Heredia y Fray García de Euguí. -La elocuencia sagrada en Castilla: D. Pedro Gómez de Albornoz. -Ídem en Aragón: D. Pedro de Luna. -Resumen y juicio general de este período. -Influencia que en la vida literaria del mismo ejerció el pueblo hebreo


El movimiento iniciado en el período anterior, por lo que respecta a la Didáctica y a la elocuencia sagrada, sigue en éste su natural desarrollo, como ahora veremos por las obras que durante él se producen, y con las cuales completaremos el cuadro que presenta la literatura española desde D. Enrique II hasta D. Juan II de Castilla, en cuyo reinado se abre el cuarto y último período literario de la Edad Media.

Fijándonos en la Historia, a cuyo estudio dieron tan gran impulso el Rey Sabio y su sucesor D. Sancho el Bravo, y a la que ya hemos visto tomar más vuelo y carácter en los reinados de Alfonso XI y Pedro I, debemos fijarnos, por lo que a Castilla respecta, en las Crónicas debidas al insigne escritor de que dejamos hecho mérito en la lección precedente, a Pero López de Ayala, mediante cuyos ensayos puede decirse que toman un nuevo giro los estudios históricos. De los que se hicieron en la última parte del siglo XIV, son, en efecto, los ensayos de López de Ayala, los que más se acercan a la Historia propiamente dicha, y en los que por vez primera se toma directamente por modelo, al cultivar la historia nacional, un historiador de la antigüedad clásica, siguiendo en esto Ayala, sin duda, las inspiraciones de aquel sentimiento que engendrara su protesta contra la introducción de la forma alegórica.

Tal es la enseñanza que ofrecen la Crónica del Rey don Pedro, la de D. Enrique II, la de D. Juan I y la de D. Enrique III328, que se deben a la pluma del docto Canciller, quien además de estas cuatro Crónicas hizo algunas traducciones de obras históricas, mereciendo entre ellas particular mención la del padre de la historia romana, Tito Livio. Débese así mismo a López de Ayala la Historia del linage de Ayala et de las generaciones de los señores que fueron dél, la cual le valió gran reputación como genealogista.

A seguir el camino que hemos indicado y que señalan las cuatro Crónicas citadas, era llevado el célebre Canciller por la severidad de su carácter y de sus principios, por lo levantado de su espíritu y por la profundidad de sus talentos, que no sólo le inclinaban al estudio de la Historia, sino que al propio tiempo le hacían apasionado y gran admirador de las brillantes formas empleadas por el gran historiador romano, formas con que se propuso enriquecer la literatura de su pueblo. Las dotes que principalmente le caracterizan como historiador son la claridad, la concisión, la elegancia y pureza del lenguaje y la sencillez del estilo y de la narración: todas las cuales ponen de manifiesto de una manera evidente el propósito que domina al célebre Canciller de seguir la majestuosa senda trazada por Tito Livio.

Revélase de un modo más claro este noble intento en la Crónica del rey D. Pedro, que es tenida por la más importante de las cuatro que escribió Pero López de Ayala, a quien se acusa de ser parcial con el monarca que ha merecido a la posteridad conceptos tan diversos como los que revelan los títulos de Cruel y Justiciero con que indistintamente se lo nombra en la historia. Comparada esta Crónica con la Estoria de Espanna de Alfonso X, échase de ver en ella, como se nota en las demás, que carece del encanto poético que da a la última aquella candorosa credulidad que tanto resplandece en las obras históricas anteriores a las escritas por Ayala; pero esto mismo es un mérito no despreciable, por cuanto de esta suerte se comienza a dejar paso franco a la verdad histórica, lo cual se advierte en la riqueza y rigurosa exactitud de pormenores que distinguen a las Crónicas que salieron de tan autorizada pluma. Y si es innegable que al relegar en sus obras el elemento de las tradiciones poéticas, las priva Ayala de cierto seductor encanto, también lo es que la exposición histórica gana mucho con ello. Con gran vigor y no menor exactitud delinea el renombrado Canciller los caracteres históricos, siendo muy notables por la sobriedad y sazonado juicio con que están escritas, las arengas que suele poner en boca de sus personajes, que da a conocer generalmente a la manera del historiador de Roma.

Con lo dicho basta para que se comprenda el carácter que revisten las obras históricas del célebre Canciller de Castilla. Como muestra de la concisión de su estilo, véase el siguiente pasaje en que retrata al rey D. Pedro. Está tomado del capítulo VIII del año XX y último de la Crónica de este monarca, y dice así:

«Fue don Pedro asaz grande de cuerpo et blanco et rubio et ceceaba un poco en la fabla. Era muy cazador de aves. Fue muy sufridor de trabajos. Era muy temprado et bien acostumbrado en el comer et beber. Dormía poco et amó mucho mugeres. Fue muy trabajador en guerras. Fue cobdicioso de allegar tesoros et joyas, tanto que se falló después de la muerte que valieron las joyas de su cámara treinta cuentos en piedras preciosas et aljófar et baxilla de oro et de plata et en paños de oro et otros apostamientos, etc».



No fue Pero López de Ayala el único que cultivó en Castilla los estudios históricos durante el período que nos ocupa. Con su nombre aparece unido el de Johan de Alfaro, que escribió una Crónica de D. Juan I, a la que dio no poco interés por haber sido testigo presencial de los hechos que narra, y en la que no se muestra adornado de las altas dotes que resplandecen en el docto Canciller. En ella manifiesta que era celoso del estilo y lenguaje y que no carecía de buen gusto, lo cual le hace distinguirse del común de los escritores coetáneos suyos: su Crónica termina con el desastre de Aljubarrota y abraza, por lo tanto, desde 1379 a 1385. Johan Rodríguez de Cuenca, que fue despensero mayor de la reina, doña Leonor, esposa de Juan I, escribió otra obra histórica, titulada Sumario de los Reyes de España, que empieza con Pelayo y termina en vida de Enrique III, de quien sólo hace un breve elogio, y en la que en medio de una extremada brevedad resplandecen una narración fácil y suelta y un lenguaje sencillo: carece de nervio y brillo, y más que un juicio recto se observa en ella el deseo de elogiar a los personajes en él comprendidos. Pedro del Corral escribió otro libro, que más que de verdadera historia, lo es de caballerías, sin duda porque su autor lo compusiera bajo la impresión de la lectura de esta clase de obras: tal es el titulado Genealogía de los Godos con la destruyción de España, que fue impreso en su mayor parte con el título de Crónica del rey D. Rodrigo, y cuyo primitivo nombre fue, a lo que parece, el de Crónica Sarracina. Correspondiente a este linaje de libros, en que los estudios históricos toman un sesgo torcido, en el sentido de los libros de caballerías, debemos citar uno de autor desconocido, y titulado Corónica de las fazañas de los philósophos, que consiste en una colección de ciento veinte biografías de los oradores, historiadores, filósofos y poetas de la antigüedad, y cuya aparición no dejó de ejercer influencia, a pesar de preponderar en él las ficciones y de presentar a muchos de los personajes de que trata, como nigrománticos o como encantadores. Tiene este libro cierta importancia, porque en él se ostenta, por vez primera, fuera de los libros que tratan de las vidas de los santos, la forma biográfica, y se relatan también por primera vez, las Vidas de los filósofos329. A semejanza del famoso Libro de Marco Polo, escribió un Itinerario del viaje que hizo en compañía de otros mensajeros mandados por Enrique III a la corte de Tamorlán, Ruy González de Clavijo, camarero del citado D. Enrique. Este libro que se dio a la estampa con el título de Vida y hazañas del gran Tamorlán, con la descripción de las tierras de su imperio y señorío, es muy interesante, así por lo pintoresco de su narración, como por su estilo y lenguaje y las noticias sobre costumbres y anécdotas históricas de que está salpicado.

Como protesta contra la tendencia que hemos notado en los libros de historia, se escribieron en el período que nos ocupa e inspirándose en el sentimiento nacional, varios libros, con cuyos títulos cerraremos el cuadro que ofrecen los estudios históricos en Castilla en dicho período. Dichos libros son: la Crónica de Fernán González, sacada de la Estoria de Espanna, del Rey Sabio; la de los Siete Infantes de Lara, que tiene el mismo origen; la de Los fechos del Cid Ruy Díaz, que es un epítome extractado de la Crónica general de Castilla, y la Vida o historia de Fernando III, calcada en la narración de D. Alfonso X330.

Como cultivadores de los estudios históricos en Aragón y Navarra, merecen especial atención D. Fray Juan Fernández de Heredia (aragonés) y Fray García de Euguí (navarro). Perteneció el primero a la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, en la que desempeñó las más altas dignidades hasta el año de 1399, en que murió. Dejó escritos tres libros, que son conocidos con los títulos de la Grant Chrónica o Istoria de Espanya, la Crónica de los Conquistadores y la Flor de las Istorias de Oriente, cuya segunda parte tiene por base y fundamento la Grand conquista de Ultramar y contiene el Libro de Marco Polo, antes citado: todas estas obras son interesantes. El cronista navarro fue obispo de Bayona y confesor de Carlos el Noble, en cuya corte gozó fama de sabio y virtuoso. Escribió una Crónica de los fechos subcedidos en España dende sus primeros señores fasta el rey Alfonso XI, que es a la que debe ser colocado entre los historiadores de este período. Tanto Euguí como Heredia, acuden para componer sus libros a las mismas fuentes, revelándose en ambos el mismo presentimiento de la supremacía que en breve iba a ejercer Castilla sobre los demás puntos de la Península. Más crédulo y más dado a lo maravilloso Euguí que Heredia, se muestra en el estilo más conforme que éste con el de los castellanos; y a la vez que lo recarga menos de voces extrañas, se ostenta menos vario y rico de colorido en la frase que el autor de la Flor de las Istorias de Oriente.

La elocuencia sagrada, que tan rica tradición tiene en nuestras letras, y que hemos visto cómo renace en Fray Pedro Nicolás Pascual, Alfonso de Valladolid y Fray Jacobo de Benavente, es también cultivada en Castilla con éxito brillante durante el período que nos ocupa. De ello es elocuente testimonio D. Pedro Gómez de Albornoz, segundo de los arzobispos de Sevilla que llevan este nombre y natural de Cuenca, en donde nació por los años de 1330. Recibió una educación brillante; y resultado de sus estudios universitarios, de su ardiente fe y de su celo por la doctrina de la Iglesia es la obra que escribió con el título de Libro de la justicia de la vida espiritual et perfección de la Eglesia militante, en donde expone la doctrina evangélica en forma tal que pudiera llegar a brillar con igual fuerza y esplendor en todas las inteligencias, para lo cual no hizo otra cosa que seguir, comentándolos y explicándolos rectamente, los mandamientos de la ley de Dios, los artículos de la fe, los sacramentos de la Iglesia, las obras de misericordia y los pecados mortales. Abundando en doctrina y en noticias interesantes, tiene además importancia el libro que nos ocupa por los cuadros llenos de verdad y de vigor que en él traza su autor, por la energía con que condena los vicios y errores de la época y por la autoridad y dulzura de carácter que en todo él resplandecen, juntamente con rasgos de elocuencia dignos de un verdadero padre de la Iglesia, en quien la ilustración corre parejas con la fe y la piedad.

El antipapa que en 28 de Setiembre de 1394 subió a la silla pontificia con el nombre de Benedicto XIII, después de haber sido arcediano de Zaragoza, pavorde de Valencia y cardenal de la Iglesia romana (1375), y a quien en la historia de las letras se conoce con el nombre de D. Pedro de Luna, es entre los aragoneses el que merece citarse como cultivador de la elocuencia sagrada, en el período que nos ocupa. Además de varios tratados que como canonista escribió en latín, antes de ceñir la tiara, se conserva de él un libro titulado Consolaciones de la vida humana, que escribió antes de que recibiera el capelo, y que es una brillante muestra de la elocuencia cultivada en este período por los prelados españoles. Está escrito en lengua castellana, que D. Pedro de Luna cultivaba con cariño y éxito, y en todo él da muestras el autor de erudito, sobre todo por lo que atañe a las cosas eclesiásticas: su pensamiento es el de restablecer en el ánimo de todos el principio de autoridad, rebajado en medio del cisma que trabajaba al Cristianismo, y llevar la paz a todas las conciencias.

Resumiendo lo dicho en las dos lecciones precedentes y en ésta, podremos formular el juicio del tercer período de la época primera de nuestra historia literaria, diciendo que se distingue porque en él comienza la literatura caballeresca, que tantas ficciones ha de producir y tanta boga ha de alcanzar más tarde, y se determinan ya en forma de escuelas los elementos provenzal y alegórico, que desde los tiempos del Rey Sabio ejercían influencia en el Parnaso castellano. Siéntese en este período una especie de renacimiento de las letras clásicas, que son cultivadas y estudiadas con más insistencia que antes, pues que al lado de la influencia italiana aparece la greco-latina como avivada con los resplandores de la Divina Comedia. La protesta contra la innovación de traer a nuestro campo el arte dantesco, hecha a nombre de los sentimientos y la tradición nacionales, da ocasión a que al lado de las escuelas provenzal y alegórica se constituya otra que aspira a ser depositaria de aquellos sentimientos y de aquella tradición, y en la cual se muestra más que en el período precedente el triunfo, en el arte oriental, de la forma meramente didáctica sobre la simbólica. Tal es la escuela didáctica, representada por Ayala.

Gana algo indudablemente en su desenvolvimiento el lenguaje y con él las formas artísticas; pero en realidad la Poesía pierde en el fondo, a lo cual contribuye poderosamente la escuela provenzal que, como dada a la forma más que al pensamiento, y como amiga de afeites, no es tan severa como nuestra antigua poesía, a la que al cabo trae aquella trivialidad y amaneramiento de que tanto se preciaban los poetas cortesanos. A este juicio, que desenvolveremos al tratar del período siguiente, en donde se echarán de ver más los daños de semejante influencia, hay que añadir que si bien la Historia gana, así en la forma como en el fondo, cuando es cultivada por el gran Canciller Pero López de Ayala, que la imprime un gran sello de severidad y le da carácter de tal historia, aproximándola a la clásica, presenta también ya en éste período un grave defecto, una falta peligrosísima, en esa tendencia que hemos notado en Pedro del Corral y en los que le siguen, a dejarse arrastrar por el atractivo, grande por lo mismo que era nuevo, que ofrecían a la sazón los libros de caballerías. La elocuencia sagrada, si escasa en cultivadores, no desmerece de la del período que precede a éste.

Para completar este sumario y como juicio general del período literario a que ponemos fin con la presente lección, debemos señalar la influencia que en él ejerce el pueblo hebreo, influencia que si bien es verdad que no tiene un carácter predominante, en el sentido de la tradición hebraica, en cuanto que los rabinos que cultivan eu este período las letras castellanas se amoldan y como que se pliegan al movimiento general que siguen las letras castellanas, se siente al cabo y es un factor de que no debe prescindirse, no sólo porque es importante en sí mismo, sino porque mediante él se perpetúa en nuestra historia alguna parte del genio oriental de las letras hebraicas.

Y en prueba de esto que decimos, bastará recordar que, tanto el Rabbí don Tob de Carrión, correspondiente al período precedente, como los demás conversos331, que en éste florecen, se dedican con preferencia al cultivo de la forma didáctica. Tal sucede, según hemos visto en la lección anterior, con Pablo de Santa María (Selemoh Halevi), y tal acontece con Jerónimo de Santa Fe, conocido entre los suyos con el nombre de Jehosuah Halorqui. Ambos gozaron de alto renombre y gran influencia, no sólo en los destinos, políticos de la nación y en la marcha de la Iglesia católica, sino en el movimiento de las letras castellanas, debiéndose a su ejemplo que muchos otros rabinos de valer entrasen a formar parte de la grey cristiana e ilustrasen las letras castellanas en estos días de que tratamos, y muy principalmente en el reinado de D. Juan II, según a su tiempo veremos. Y aunque, como hemos indicado, el elemento hebraico que estos conversos representaban no bastase a formar una determinada escuela literaria, es indudable que influyó no poco en el carácter de nuestra literatura de aquellos tiempos, sobre todo por lo que respecta a la poesía didáctica y a la elocuencia sagrada, a las cuales no podía menos de comunicar algo de las riquezas que constituían el tesoro de la literatura hebraica y especialmente el sentido bíblico a que tan apegadas se mostraron la poesía y la elocuencia cristianas.






Cuarto período

Desde D. Juan II hasta el advenimiento de la casa de Austria


(Siglos XV-XVI.)


Lección XX

Indicaciones acerca del movimiento de las letras en el cuarto período. -La Poesía en el reinado de D. Juan II de Castilla: educación, carácter y aficiones del rey. -Su corte. -Analogía de este reinado con el de D. Alfonso el Sabio. -D. Juan II, D. Álvaro de Luna y D. Alonso de Cartagena, como poetas de la escuela provenzal-cortesana. -El Marqués de Villena y su doncel Macías. -Escuela didáctica: Fernán Pérez de Guzmán. -Escuela alegórico-dantesca: Juan de Mena. Personificación de las tres escuelas: el Marqués de Santillana


El grandioso movimiento literario que bosquejamos al tratar de la Poesía en el período anterior (Lec. XVIII), tiene en éste su natural eflorescencia. Los frutos que entonces empezaban como a madurar, y que eran debidos al Renacimiento del arte clásico y a la aparición del alegórico, que compendia como en magnífico y rico resumen la Divina Comedia, se cosecharán ahora, ya en sazón y con inusitada largueza, merced al natural desenvolvimiento de las causas que los producen. En Castilla y en Cataluña, en Aragón y Navarra y en Portugal, se siente cada vez con más fuerza la influencia del Renacimiento y del arte alegórico, así como la de las escuelas provenzal y didáctica, que en dicha lección dejamos determinadas. Desde los primeros días del reinado de D. Juan II hasta los postreros de los Reyes Católicos, las letras siguen en España una marcha progresiva que sorprende, así por la variedad de los elementos que ostentan, como por la perfección que, por punto general, alcanzan.

Síguense cultivando en este período, no sólo las tres escuelas poéticas que en la lección antes citada empezamos a ver florecer, sino las letras clásicas, en la forma que entonces apuntamos. Los grandes maestros de la antigüedad greco-latina son estudiados, a la par que lo son, cada vez con más entusiasmo, Dante, Petrarca y Boccacio. Unos y otros encuentran en el período a que con esta lección damos comienzo, partidarios de gran valía que, al personificar las escuelas mencionadas, son en España los genuinos representantes del Renacimiento literario que se produce en el suelo de Italia. Todo preludia ya el siglo de oro de nuestras letras y, por lo tanto, el apogeo de la lengua y la literatura, cuyo desenvolvimiento histórico hemos visto determinarse, a partir de las producciones heroico-religiosas que estudiamos en la lección IX.

El cuadro magnífico que aquí anunciamos, empieza a desarrollarse, por lo que a Castilla respecta, en el reinado de D. Juan II, por lo que debemos detenernos en él antes de entrar en el estudio de los ingenios y las obras de cada una de las tres escuelas a que antes de ahora nos hemos referido, y que son, a la vez que la consecuencia natural del movimiento iniciado en el período precedente, el resumen y como el punto de partida de toda la manifestación poética del que ahora vamos a estudiar. Y para que nuestro trabajo sea más acabado y completo, fijémonos, ante todo, en la personalidad de D. Juan II, que tanta influencia ejerció en la vida literaria de Castilla, y en general de las Españas, durante la nueva era que para las letras se abre con su reinado.

Era D. Juan II de Castilla débil, perezoso e indolente por carácter e irresoluto y tornadizo por educación. Dado por estas condiciones al favoritismo, carecía de prestigio, no sólo como gobernante de un Estado, sino también como esposo y como padre de familia. Se distinguió, sin embargo, por sus aficiones literarias, que le granjearon un lugar muy distinguido entre los amantes del renombre intelectual de su patria. Si carecía de fuerza para proseguir la obra de la Reconquista, túvola no escasa para impulsar el movimiento literario iniciada por D. Alfonso el Sabio. Educado bajo la inteligente dirección del converso D. Pablo de Santa María, se señaló por su amor decidido a la literatura, mostrando desde su infancia gran predilección por las letras clásicas. Gustaba mucho de leer libros de filósofos y de poetas y de oír decires rimados, y se pagaba no poco de versificar con estricta sujeción a las reglas del arte. Su médico dice que «el Rey se recrea de metrificar» y su cronista añade que «era asaz docto en la lengua latina: mucho honrador de las personas de ciencia: tenía muchas gracias naturales: era gran músico, tañía e cantava e trovava o danzaba muy bien».

No es de extrañar, dadas estas aficiones del monarca y su inclinación a proteger las letras, que una vez en el trono aspirase D. Juan II al título de Mecenas. Y que así fue en efecto, lo prueba el carácter que presentaba su corte. Era ésta centro de toda empresa literaria, y en ella se veía al rey rodeado de trovadores y de gentes doctas y presidiendo las justas poéticas, viéndose convertido el regio alcázar en una asamblea de poetas y sabios de los más distinguidos de su tiempo. Honrábalos el rey a veces más de lo prudente, con lo que alimentaba en los cortesanos y allegados el deseo de figurar como cultivadores de las musas. En este punto no se mostraba D. Juan tan indolente como aparecía cuando trataba de asuntos del Estado; antes rayaba en escrupuloso, como, por ejemplo, cuando rindiendo culto a su vanidad mandaba a su cronista, el célebre poeta Juan de Mena, no sólo documentos necesarios para su obra, sino indicaciones acerca del modo cómo había de escribir la historia de su reinado: Juan de Mena, por su parte, enviaba sus versos al rey con súplicas de que se los corrigiese y enmendase, con lo cual daba muestras de sagaz cortesano y ponía de relieve la diligencia y vanidad literaria del monarca. Mientras que en general la nación presentaba un repugnante cuadro de turbulencias y miserias, la corte del rey brillaba a gran altura en el concepto literario, y todos eran en ella poetas y doctos, desde el privado D. Álvaro de Luna y el Marqués de Villena hasta el doncel de éste, Macías el Enamorado.

Bajo cualquier punto de vista que se considere el reinado de D. Juan II, no pueden menos de hallarse en él grandes analogías con el de Alfonso el Sabio. La misma debilidad y las mismas aficiones tienen ambos monarcas; los dos sienten amargado el corazón por la ingratitud de un hijo rebelde, y si grandes disturbios y desgracias aquejan a la nación bajo el cetro del primero, no menores son las que la afligen durante el mando del segundo. En uno y otro reinado se ven protegidas las letras de un modo decidido por el soberano, y en uno y en otro la literatura castellana se remonta a gran altura y se ve influida por elementos extraños que la revisten de nuevas galas y le traen tesoros de inapreciable riqueza. Y a la vez que esto sucede, se observa que tanto en los tiempos de Alfonso X como en los de Juan II, el nivel moral y material de la nación desciende considerablemente, poniendo de manifiesto un cuadro afrentoso de miserias y desventuras.

Ya hemos dicho lo que era la corte de D. Juan; verdadera pléyade de hombres ilustres por su cuna y sabor, en ella vemos congregados con un mismo objeto al Rey, a D. Álvaro de Luna, a D. Enrique de Aragón, al sabio Obispo de Burgos D. Alonso de Cartagena, al doctísimo Marqués de Santillana, al renombrado poeta cordobés Juan de Mena, a los Enríquez, a D. Juan de Silva, a D. Lope de Estúñiga, a don Juan Pimentel, a Suero de Quiñorres, a Macías el Enamorado y a otros varios que sería ocioso enumerar. Al frente de todos ellos debemos colocar por la posición que ocupan y por la influencia que ejercen como poetas en determinado sentido, al Rey, a su omnipotente favorito y al Obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena.

Don Juan II fue uno de los que más de manifiesto pusieron la influencia provenzal en la literatura española. Pocas son las producciones que se han conservado de este monarca y casi todas son amorosas, están escritas con atildamiento, revelan cierto esmero en el manejo del idioma nacional, y a veces no carecen de ternura y sencillez: puede, por lo tanto considerarse a D. Juan como verdadero trovador erótico. En la respuesta que dio a Juan de Mena por su felicitación con motivo de la paz de Madrigal, se encuentran las siguientes coplas que no dejan de responder al concepto en que, como poeta tenemos al citado monarca. Dice así refiriéndose a los revoltosos magnates capitaneados por su hijo:


    Más que mármoles de Paro
con mi corazón los tiemplo;
e sus quereres contemplo
más omildoso que amaro.
    Nunca jamás desamparo
contra ellos la paciencia;
más con alegre presencia
apiado la ynocencia
del culpante e del ygnaro.



Las mismas huellas que el rey siguió D. Álvaro de Luna y el mismo concepto nos merece como poeta si bien debemos añadir que a pesar de preciarse de historiador y de moralista y de hombre discreto, no pulsó la lira de los trovadores sino para exagerar en demasía su fingida pasión amorosa, hasta el punto de decir que


    Si Dios, nuestro Salvador,
ovier de tomar amiga,
fuera mi competidor.



Si en las canciones del privado se nota, en efecto, gracia y belleza de ejecución, así como la armonía propia de quien era tenido por músico diestro, ciertamente que por la hipérbole que encierran los versos citados y los siguientes, no quedan muy bien paradas las ideas religiosas del poeta. Ampliando el pensamiento anterior dice dirigiéndose a su Creador:


    Aun se m' antoxa, Senyor,
si esta tema tomaras
que justar e quebrar varas
ficieras por el tu amor.
    Si fueras mantenedor,
contigo me las pegara,
e non te alzara la vara,
por ser mi competidor.



Esta contradicción que se observa entre el carácter de don Álvaro y sus canciones, se nota aun más palmariamente en el virtuoso obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena. Al pulsar la lira parece como que se olvida de su estado para mostrarse trovador: deja de ser obispo para aparecer caballero de la corte de D. Juan II, y escribe por lo tanto cantares y decires inspirados por el amor.

Si en alguno de estos decires el virtuoso obispo aparece tan en desacuerdo con su ministerio, con sus deberes y con las creencias de la época, en el que dirige a su padre aconsejándole que «se aparte de los negocios del mundo y repose en lo ganado», revela su verdadero carácter y un pensamiento filosófico que se aviene mal con las ideas que le inspira Oriana, que es el nombre con que designa a la supuesta dama de su amor. Esta aparente contradicción se debe al carácter de la poesía provenzal, en la cual el sentimiento se sustituye con un frío artificio, no nacido de la inspiración, sino de la reflexión. Falsa y puramente convencional, no pudo por tanto esta poesía fundar el lirismo en el sentido que hoy le damos y debe tener, si la Poesía no ha de ser una cosa fútil y vacía de sentido.

Gran autoridad literaria ejerció el obispo de Burgos en la corte de Juan II, debido, sin duda, a su gran saber y a las dotes de poeta que le adornaban. Fue aficionado a las letras clásicas, y como cultivador diligente de la gaya sciencia, y atendido el carácter de sus canciones y decires, merece un lugar distinguido entre los trovadores de D. Juan II.

Las producciones del obispo de Burgos, como las de don Juan y su privado, patentizan la influencia provenzal en la literatura española y dejan entrever que se hallan filiados a la escuela poética a que en la lección XVIII hemos dado el nombre de provenzal-cortesana.

Tanto esta escuela, como la didáctica y la alegórico-dantesca, cuya manifestación histórica contemplamos en la lección XVIII, teniendo a su frente como iniciadores y principales representantes a Imperial, Ayala y Santa María y a los principales trovadores de los reinados anteriores, adquieren en el de D. Juan II, según ya hemos insinuado, un gran desenvolvimiento y cuentan en él esforzados y valerosos mantenedores.

A la escuela provenzal pertenecen, como queda dicho, los tres poetas que acabamos de mencionar, y otros muchos magnates y caballeros que los siguieron. Tiene por norte esta escuela, según oportunamente indicamos, la tradición de los genuinos trovadores, modificada por un nuevo elemento, propio del lugar en que ésta se desenvolvía y que la hace aparecer como palaciega y cortesana. El espíritu que reflejan las canciones y decires, las baladas y serranas, los motes y lays, las esparzas y rondelas de los provenzales, caracteriza a las composiciones que con estos mismos nombres producen los trovadores de la corte de D. Juan II. Al ajustarse a las leyes, espíritu y formas del Gay saber, introducen éstos en su poesía, como elemento muy preferente, cierta galantería palaciega que da a la escuela el carácter de cortesana que antes hemos indicado, y que la dota de un espíritu de frivolidad bien determinado, a la vez que de nuevas maneras de decir llenas de belleza y gallardía, pero más a propósito para dar hermosura al habla y enriquecer las combinaciones métricas que para dar verdadera idealidad y trascendencia a la Poesía, en la que por tal motivo se desatiende el fondo por mirar a la forma, que lo es todo en ella, cuyo defecto sigue observándose luego, aun en los mejores: tiempos de nuestro Parnaso. Tal es, en suma, la escuela que hemos denominado provenzal-cortesana.

Tiene ésta genuino representante en D. Enrique de Aragón, Marqués de Villena, pariente muy cercano del Rey y uno de los principales magnates de aquella época. A semejanza del monarca, mostró este ilustre varón más inclinación al cultivo de las ciencias y de las letras que al manejo de los negocios públicos. Dio señales de poseer grandes conocimientos en poesía, en historia, en filosofía, en matemáticas y en astrología; su afición por esta última ciencia no dejó de acarrearle disgustos, pues a ella debió ser tachado de hechicero o nigromántico, hasta el punto de que después de su muerte, acaecida en 1434, se mandaron quemar sus libros y manuscritos por orden de Fray Lope Barrientos332, lo cual ocasionó una pérdida irreparable para nuestra literatura; mas las obras de quien, como el Marqués de Villena, tuvo pactos con el diablo, según una tradición de aquel tiempo, no merecían otro destino en una época en que las creencias más absurdas pasaban plaza de verdades y lograban un crédito extraordinario.

El auto de fe que se supone celebrado con sus libros, es quizá la causa de que no se haya trasmitido a la posteridad ninguna obra poética del Marqués de Villena, a quien, no obstante, corresponde lugar eminente en la escuela provenzal cortesana, no sólo porque a ello inducen la autoridad de Fernán Pérez de Guzmán, que le califica de «muy sotil en la poesía», la del Marqués de Santillana que le llama «columna única del templo de las musas» y la de Juan de Mena que le apellidó «dulce fuente del Castalo monte, donde resonaba su voz», sino porque además su protección decidida al Consistorio de la gaya ciencia de Barcelona, y la circunstancia de dirigir al citado Marqués de Santillana la historia de los Capítulos del gay saber juntamente con su Arte de trovar, que escribió movido del fin de introducir en nuestra poesía los adelantos alcanzados por la provenzal y de que fuese su estudio «originalidat donde tomassen lumbre e dottrina todos los otros del reyno que se decían trovadores», dan bastante motivo para contarle entre los jefes de una escuela por cuyo brillo y perfeccionamiento tanto trabajaba, máxime cuando a los eruditos contemporáneos suyos mereció fama de trovador.

Las producciones poéticas suyas de que se tiene noticia cierta son: una representación alegórica que fue muy aplaudida en Zaragoza y que compuso a los 28 años para celebrar la coronación de su primo D. Fernando el Honesto, y las Fazañas de Ercoles, poema que nada tiene que ver con los Trabajos de Hércules que escribió en prosa. Tradujo, además, la Eneida, de Virgilio y la Divina Comedia, del Dante.

Tuvo el Marqués de Villena un Doncel cuyo famoso nombre ha llegado a la posteridad como emblema de tiernos y rendidos enamorados; Macías, que tal es el nombre del célebre doncel de la casa de D. Enrique, prendose apasionadísimamente de una de las doncellas de su señora, que por orden de sus amos se casó con un caballero de Porcuna llamado Hernán Pérez de Vadillo, a pesar de haber mostrado correspondencia al amor con que la brindara Macías. Semejante contratiempo exaltó más y más la pasión de éste, hasta el punto de que su señor se viese en la necesidad de encerrarlo en un calabozo del castillo de Arjonilla, desde el cual continuó enviando a la señora de sus pensamientos versos apasionados que excitaron los celos del marido, de tal modo que irritado éste un día le asestó un venablo por entre los hierros de la ventana, con tal acierto que al punto exhaló el último suspiro el infeliz Macías, si bien pronunciando a la vez el nombre de su adorada señora333. Este trágico fin fue lo que dio más nombre al desdichado trovador, cuya muerte fue muy sentida y cantada por los más insignes vates de aquella época, entre los que figuran el mismo Villena, el Marqués de Santillana y Juan de Mena: posteriormente Lope de Vega, Calderón y Quevedo rindieron también, como en nuestros días Larra, su tributo a la memoria de Macías el Enamorado.

Las producciones que se conocen de este prototipo del amor tierno y acendrado, inducen a colocarlo en la escuela provenzal, por lo que se supone con sobrado fundamento que su señor le inició, movido de sus aficiones, en el estudio de la gaya doctrina. Cuatro son las Canciones de Macías que existen, calificadas por el Marqués de Santillana «de muy fermosas sentencias»: en ellas brillan todas las cualidades de la escuela provenzal y se ve reflejado el carácter de las producciones de D. Enrique de Aragón.

Representante de la escuela didáctica, que tan sólidos fundamentos tenía en nuestra literatura, es el doctísimo Fernán Pérez de Guzmán, tío del Marqués de Santillana, y sobrino de Pero López de Ayala. Nació en los últimos días del reinado de Enrique II y comenzó a florecer en los primeros del de Juan II de Castilla. Desde muy joven dio muestras de su amor a las letras, tomando parte en las disputas que sostenían los más afamados trovadores; y fluctuando entre la escuela provenzal y la alegórica, escribió muchos decires y cantigas de amores, con lo que puso de manifiesto, según Santillana añade, sus no vulgares dotes poéticas. Mas el «honesto estudio y meritorio ejercicio» de la Poesía, como él dice tratando de ésta, a la que califica de «arte divino», no fueron bastante a separar su vista de los acontecimientos políticos, sobre los cuales tuvo muy fija la atención, por lo que adquirió un profundo conocimiento de la instabilidad de las cosas humanas, muy en particular de las pompas y ambiciones del mundo. Dispúsole esto en edad temprana a la meditación filosófica, y los desengaños de la vida y sus propias desgracias, pues por dos veces estuvo preso, le acabaron de decidir a apartarse de la musa de los trovadores para seguir la senda trazada por su ilustre tío Pero López de Ayala, mediante el cultivo de los estudios didácticos. Entregose, pues, de lleno a las meditaciones morales e históricas en el retiro de Batres, su señorío, y olvidando las canciones y dezires amorosos, dio a su lira más alto y meritorio empleo, encaminando sus acentos a levantar el nivel moral de la sociedad en que vivía, para lo cual se valió de los ejemplos y enseñanzas que ofrecen la historia, la filosofía moral, y la religión cristiana. Fue, por lo tanto, Fernán Pérez de Guzmán, muy autorizado representante de la que hemos llamado escuela didáctica.

Muchas y muy notables producciones poéticas salieron de la doctísima pluma de este varón afamado, si bien no siempre han sido miradas con todo el aprecio de que son merecedoras. La más importante de todas es, tal vez, la titulada Loores de los claros varones de España, que es un poema de 40 octavas de arte menor, escrito con miras poéticas tan elevadas, como alto es el concepto que el autor revela tener del nombre español, según puede verse por la siguiente estancia que se refiere a los heroicos hechos de los numantinos:


    España nunca da oro
conque los suyos se riendan:
fuego e fierro es el thesoro
que da con que se deffiendan.
Sus enemigos no entiendan
dellos despojos llevar:
o ser muertos o matar;
otras joyas non atiendan.



Ensalzar a los más ilustres hijos que ha tenido España, así en las armas y en la gobernación del Estado, como en las letras y en las ciencias, cantar las virtudes de nuestros héroes para recoger el fruto de ellas y ponerlo luego de manifiesto y a guisa de enseñanza a sus contemporáneos; tal es en suma el pensamiento del poema que nos ocupa, en el cual revela Fernán Pérez de Guzmán dotes poéticas muy relevantes.

A los Claros varones (tan ligeramente mencionados por Ticknor) siguen en importancia los Proverbios, interesante colección de «grandes sentencias» políticas, morales y religiosas que son como el fruto recogido de las enseñanzas que atesora la obra anteriormente reseñada. Las máximas de los Proverbios, expuestas en 102 redondillas, están escritas a la manera de Salomón y Séneca, y con el mismo vigor y concisión que los Claros varones. De no menor importancia que los dos referidos es el poema titulado Diversas virtudes e loores divinos, especie de síntesis de cuanto habían enseñado al señor de Batres el estudio y la experiencia. No menos por la sana enseñanza y útiles lecciones que da a todas las clases del Estado, que por las galas poéticas de que está adornado y por la variedad de metros de que en él se hace ostentación, es interesante este poema, en el cual y al lado del pensamiento didáctico, se revela una gran riqueza artística que recuerda las primeras aficiones poéticas del autor, cuando fluctuaba entre la escuela provenzal y la alegórica.

La variedad de metros, la riqueza poética, la profundidad y alteza de pensamiento y su devoción a la Virgen, resaltan igualmente en otras composiciones, tales como la Coronación de las Quatro virtudes, la Confesión rimada, las Cient Triadas y los Himnos a loor de Nuestra Señora, en que Fernán Pérez de Guzmán se muestra digno del renombre de que goza como poeta, y merecedor de ser considerado como representante eminente de la antigua escuela didáctica.

La escuela alegórica, que ya tenía en España sus precedentes y que se funda ahora en la imitación del arte dantesco, tiene su más genuino representante en Juan de Mena, que fue honrado por sus contemporáneos con el título de «príncipe de los poetas de Castilla», y a quien algunos han apellidado el Ennio español. Nació este ilustre vate en Córdoba por el año de 1411, y a pesar de su temprana orfandad estudió en Salamanca, con lo que pudo dedicarse al cultivo de las letras por las cuales mostró desde luego afición muy grande y vocación decidida. Sus aventajadas dotes poéticas hiciéronle pronto un lugar distinguido en la corte, pues vivió en estrecha amistad con los más grandes señores de ella, y desempeñó importantes cargos de Secretario de cartas latinas y cronista de D. Juan II, quien además le hizo merced del honorífico título de Caballero Veintycuatro de Córdoba, con el que se consideró muy honrado nuestro poeta. Por todas estas causas, no menos que por cierto don de gentes que poseía y que ayudaba a hacer más visible la elegancia de sus maneras, Juan de Mena llegó a captarse las simpatías de los cortesanos y adquirió en poco tiempo una reputación verdaderamente universal. Brilló mucho en la corte del monarca y fue uno de los principales mantenedores de las lides poéticas que tanto fomentaba Juan II. Competidor del doctísimo Marqués de Santillana, su compadre, bien puede decirse de él con Quintana que «entre el crecido número de poetas que entonces florecieron, el que más descolló sobre todos por el talento, saber y dignidad de sus escritos, es Juan de Mena».

Pulsó a veces la lira con demasiada libertad, y aunque sus primeros pasos en el arte de la poesía dirigiéronse por el camino trazado por los palaciegos mantenedores de la sciencia gaya, su educación literaria, la índole de su genio y el éxito asombroso que había logrado la poesía del Dante, hiciéronle muy en breve variar de rumbo, llevándole a tomar por modelo la Divina Comedia, y a rendir culto decidido al arte alegórico, del que fue en Castilla y en los tiempos que recorremos el más autorizado representante, título que justifican palmariamente sus poemas: la Coronación, el Labyrintho y el Diálogo de los Siete pecados mortales, escrito el primero en 1438, concluido el segundo en 1444 y sin terminar el tercero a causa de la prematura muerte del poeta acaecida en el año de 1456, a los cuarenta y cinco de edad en Torrelaguna, donde el Marqués de Santillana erigió a su memoria «suntuoso sepulcro» que la posteridad no ha respetado, por desgracia.

De las tres composiciones antes citadas la que ocupa lugar más distinguido en el Parnaso español y merece ser tenida como el monumento más interesante de nuestra poesía en el siglo que recorremos, es la que lleva el nombre de El Labyrintho, llamada también Las Trescientas, por ser este el número de las coplas de que Mena quiso que constase. En esta obra, que reconoce por modelo a la Divina Comedia, da Juan de Mena muy evidentes muestras de su ingenio poético, de las encumbradas aspiraciones de su musa y de la alteza y profundidad de su pensamiento, no exento de originalidad como algunos críticos extranjeros han supuesto. El objeto principal de este largo poema es mostrar por visión y alegoría cuanto hace relación con los deberes y el destino del hombre y condenar los vicios y aberraciones de su tiempo, valiéndose de los ejemplos que ofrecen la historia patria y la vida de nuestros más célebres personajes. A los ojos del poeta se aparece el cuadro sombrío y desconsolador que presentaba Castilla en aquella época, y cuando aquél medita sobre las mudanzas de la Fortuna, siéntese arrebatado en el carro de Belona que conducido por alados dragones le lleva a una desierta llanura, en donde multitud de sombras que forman oscura nube le ciegan y rodean, hasta que la Providencia, circundada de resplandores y en forma de gentil y bellísima doncella, viene a servirle de guía y maestra. Sigue el poeta a la aparecida joven, que le conduce a un misterioso palacio desde el cual divisa «toda la parte terrestre e marina», que describe, hasta que al fin se fija en las tres grandes ruedas de lo pasado, lo presente y lo futuro, «inmotas e quedas» la primera y la última, y en continuo movimiento la segunda. La rueda de lo porvenir está cubierta por un velo impenetrable y las otras tienen cada una siete círculos en los que influyen los siete planetas y en los cuales habitan cuantas personas nacieron bajo el dominio de cada signo planetario. Con esto, el poeta halla motivo para pintar los caracteres de los héroes de la antigüedad y de su tiempo y los hechos más culminantes de una y otra edad, exponiendo a la vez máximas y preceptos muy saludables, hasta que cansado del espectáculo que se ofrece a su vista, exclama:


    La flaca barquilla          de mis pensamientos,
veyendo mudança          de tiempos escuros,
cansada ya toma          los puertos seguros,
ca teme mudança          de los elementos.
Gimen las ondas          e luchan los vientos,
canso la mi mano          con el gouernalle;
e las nueve Musas          me mandan que calle;
fin me demandan          mis largos tormentos.



Tal es en ligero boceto el argumento del Labyrintho, el cual representa el apogeo de la escuela alegórica en el siglo XV, y pone de manifiesto las relevantes dotes poéticas de Juan de Mena, que a la vez que hizo mucho por enriquecer el vocabulario poético, supo trazar un cuadro no exento de grandiosidad y filosofía, esmaltado de pensamientos nobles y elevados, y que deja ver con frecuencia justas y honestas miras. Por otra parte, revela esta obra una gran valentía en el autor, que hasta al mismo rey supo censurar, y contiene pasajes muy bellos y enérgicos334.

Varias veces hemos sacado a plaza el nombre del Marqués de Santillana, o sea de D. Iñigo López de Mendoza, el más esclarecido ingenio de los que brillaron en la corte de D. Juan II, grande amigo y discípulo aventajado de Villena, a quien, sin duda, superó en mérito aunque no en posición, por más que contase entre sus blasones el de ser descendiente del Cid. Santillana nació en Carrión de los Condes a 19 de Agosto de 1398: fueron sus padres el célebre almirante de Castilla y Doña Leonor de la Vega, a la que debió la conservación de sus Estados de Guadalajara, Hita, Buitrago y otros. Recibió una educación muy esmerada, particularmente por lo que a la moral y a la literatura respecta, y murió el 25 de Marzo de 1458 después de haber tomado gran participación en los negocios del reino y de haber dado muestras de valeroso soldado, especialmente en la famosa batalla de Olmedo (1445), en la que ganó la dignidad del Marqués de Santillana y Conde del Real con el título de don, muy ambicionado por entonces.

La esmerada educación que recibiera el ilustre magnate que nos ocupa, despertó en él un amor decidido por las ciencias y las letras, lo que hizo que continuamente tuviese en su casa doctores y maestros, con quienes platicaba acerca de aquéllas. Con la edad y el estudio ensanchó mucho la esfera de sus conocimientos y puso muy de relieve sus talentos, llegando a adquirir tal reputación y fama, que hasta de fuera del reino venían gentes con el sólo fin de conocerle. «Maestro, caudillo e luz de discretos y Febo en la corte», le llamó su amigo Juan de Mena, mientras que Gómez Manrique le designaba como el «sabio más excellente», capaz de «enmendar las obras del Dante» y de «componer otras más altas». Tal cúmulo de alabanzas necesariamente habían de tener fundamento en qué apoyarse, como en efecto lo tenían, según vamos a tener ocasión de observar.

En su juventud fue el Marqués de Santillana un verdadero trovador, ejercitándose mucho y con los mejores resultados en el justar y danzar. Sus canciones y dezires amorosos, lo mucho que se pagaba de conocer las Régulas del trovar y las Leyes del Consistorio de la gaya doctrina y sus inimitables serranillas, trasunto de las pastorelas o vaqueiras provenzales, no sólo acreditan su afición a la escuela provenzal, sino que a la vez ponen de manifiesto que aventajó a todos los trovadores cortesanos de su tiempo en la gracia y donaire, en la frescura y lozanía de las producciones que en esta dirección salieron de su doctísima pluma. Entrado ya en edad madura y sumido en las meditaciones propias del hombre de Estado, que no sólo le hicieron ser grave, severo y sobrio, sino que le obligaron a hacerse docto, teniendo por base las enseñanzas que suministran la historia y la moral; su entendimiento se abrió sin esfuerzo a la tradición didáctica, cuyas lecciones había ya recibido y siguió lógica y naturalmente, como lo prueban sus Proverbios, su Doctrinal de Privados y su Diálogo de Bias contra fortuna. Por último, su claro talento, sus aficiones por la literatura italiana, las dotes poéticas que en muy alto grado poseía, en particular la inventiva de que estaba dotado su genio, hicieron que sus miradas se fijasen en las admirables producciones del Dante y del Petrarca y le llevaron a cultivar la forma alegórica, en la que sobresalió de la manera que manifiestan su Coronación de Mossén Jordí de Sant Jordí, su Infierno de los Enamorados y su Comedieta de Ponza. De este modo el Marqués de Santillana llega a estar filiado a la vez en las tres escuelas poéticas que en su tiempo dominaban en Castilla, y ofrece en el conjunto de sus producciones una admirable síntesis del arte provenzal, del arte didáctico, y del arte alegórico o dantesco. Cultivador de estas tres formas, en las tres descuella gallardamente, mereciendo ser considerado como representante de las tres escuelas que las cultivan, para lo cual no le faltan títulos y merecimientos, según ahora veremos.

En cuanto al mérito de Santillana, considerado como poeta provenzal, en cuya escuela fue maestro y legislador, ya hemos dicho algo en el párrafo precedente. Sus canciones y dezires le granjearon el aplauso de sus contemporáneos, que no pudieron menos de conferirle el lauro de la originalidad, particularmente por lo que respecta a las serranillas, antes mencionadas, que son extraordinariamente bellas y notables por el estilo y melodía. Es linda por extremo la tan afamada de la Vaquera de la Finojosa, de todos conocida, y a la cual no van en zaga las de Menga de Manzanares y de la Mozuela de Bores, las destinadas a celebrar las vaqueras de Moncayo y la en que pinta a la pastora de Lozoyuela, que es como sigue:


    Después que nascí
non vi tal serrana
como esta mañana.
Allá a la vegüela
a Mata el Espino,
en esse camino
que va a Loçoyuela
de guissa la vi
que me fiço gana
la fruta temprana.
Garnacha traía
de oro, pressada
con broncha dorada
que bien relucía.
A ella volví
diciendo: -Loçana,
¿e sois vos villana?
-Sí soy, cavallero:
si por mí lo avedes,
decit, ¿qué queredes?
fablat verdadero.
Yo le dixe asy:
-Juro por Santana
que non soys villana335.



La crítica está de acuerdo en reconocer que donde más brilla por su originalidad el talento poético de Santillana, es en el género didáctico. Sus principales obras de esta clase son: el Diálogo de Bias contra Fortuna, el Doctrinal de Privados y el Centiloquio, que es la más celebrada y la que más fama ha dado al Marqués. La primera tiene por objeto declarar la doctrina profesada por los estoicos acerca de la instabilidad de las cosas humanas; consta de ciento veintiocho coplas de verso corto español, y es muestra muy preciada de lo acertadamente que D. Iñigo supo manejar el diálogo, en el cual resplandecen naturalidad, energía y viveza, como prendas sobresalientes. En el Doctrinal de Privados, que trata de la caída y muerte del Condestable D. Álvaro de Luna, se propone Santillana enseñar a los favoritos a no despreciar la justicia porque se hallen en la cumbre del poder, y refiere la confesión que se supone hecha por aquél en el patíbulo: consta de cincuenta y ocho coplas de redondillas dobles. El Centiloquio, que, como hemos dicho, es la obra que más popularidad dio al Marqués de Santillana, consiste en una colección de proverbios y refranes, hecha a petición de Juan II para que sirviese de enseñanza a su hijo, el príncipe Enrique, que luego reinó con el título de IV. Consta de cien coplas rimadas (por cuyo número lleva el poema el nombre con que se le designa) cada una de las cuales encierra una sentencia, tomada por lo común de la filosofía vulgar, de que tan rica es España, y que se expresa en esas sencillas y brevísimas sentencias conocidas con el nombre de refranes, a que nuestro Fernán Caballero llama Evangelios chicos; no pocos de sus proverbios debió tomarlos D. Iñigo de Salomón y del Nuevo Testamento. Flexibilidad, gracia, soltura, vigor y tersura de estilo, con cierto apego a las tradiciones nacionales del Arte: tales son las condiciones que más resplandecen en las producciones didácticas de Santillana, en las cuales se muestra a la vez el fruto de la experiencia y de los estudios filosóficos, que dan a sus escritos el carácter grave, severo, sobrio y sentencioso que tan bien reflejan las obras de nuestros primeros didácticos.

Fáltanos, para concluir, considerar a Santillana como afiliado a la escuela alegórica. Sus producciones de este género se fundan principalmente en la imitación del arte dantesco y se hallan caracterizadas por la erudición histórico-mitológica de que en ellas hace gala, a veces en demasía y con detrimento de la belleza literaria.

La más importante de las obras a que nos referimos, es la titulada Comedieta de Ponza, que hasta hace poco ha sido considerada como representación dramática, por lo que se la suele colocar en los orígenes de nuestro teatro. Consta esta poema de ciento veinte octavas de arte mayor, y es en el fondo una verdadera elegía al desastre de la armada aragonesa en los mares de Gaeta (1435), cerca de la Isla de Ponza, donde fue apresado el rey de Aragón D. Alfonso V, con sus hermanos los infantes. El argumento de esta obra se desenvuelve mediante un sueño o visión. El poeta está dormido cuando se le aparecen cuatro damas vestidas de negro y con coronas reales tres de ellas: la reina doña Leonor, madre de los príncipes, las de Aragón y Navarra y la infanta doña Catalina, esposa de D. Enrique, el Maestre. A poco se ofrece a la vista de las damas Bocaccio, a quien las tres reinas invitan a consignar en su libro titulado Caydas de Príncipes, el suceso triste que producía el duelo en que estaban sumidas, a lo que Bocaccio accede. La reina doña Leonor hace el panegírico de sus hijos, acompañando sus relatos de sombríos agüeros para el porvenir, como el del sueño en que fue pasto de los peces, y cuyo despertar coincidió con la carta que le trajeron anunciándole la catástrofe ocurrida en Ponza, y con cuya lectura se desmaya. La Fortuna, en figura de mujer, magníficamente ataviada y con numerosísimo séquito de héroes, príncipes, reyes, emperadores, mujeres ilustres, etc., se aparece, por fin, y consuela a todos, con lo que termina la Comedieta, en la cual se revela de una manera clara la imitación de la Divina Comedia; los pasajes en que Santillana pinta a la Fortuna y describe la aparición de los personajes que le sirven de cortejo, prueban esto que decimos, pues indudablemente están tomados de los cantos VI y VII del Infierno. Esta misma imitación revelan las demás obras alegóricas de D. Iñigo: en su poema a la muerte del Marqués de Villena imita también el Infierno (canto I); en el de la Coronación de Mossén Jordí recuerda más de una vez las bellezas del Purgatorio, como en el de la Canonización del maestre Vicente Ferrer y maestre Pedro de Villacreces trae a la memoria las del Paraíso.

La afición de Santillana a la escuela alegórica, que tan bien representada viera en el Labyrintho, le llevó a imitar, no sólo al Dante, sino también a Petrarca y Bocaccio, con lo cual introdujo en la literatura de Castilla la forma italiana del soneto, que cultivó al itálico modo, imitando en ellos, más que a ningún otro de los maestros italianos, al cantor de Laura, cuyas inspiraciones eróticas importó a nuestra literatura, si bien no siempre quiso seguirlas en sus sonetos, de los cuales se han publicado hasta diez y siete.

Por lo que hemos dicho al mencionar las producciones más importantes del Marqués de Santillana, puede colegirse con cuánta razón hemos afirmado que este ilustre varón personifica las tres escuelas poéticas que tan gran brillo dieron al reinado de D. Juan II de Castilla.




Lección XXI

Continuación del estudio de la Poesía en el reinado de D. Juan II. -Poetas erudito-populares de la corte de este monarca: significación que tienen y escuela poética a que pertenecen. -Juan Alfonso de Baena, Antón de Montoro, Juan Poeta, Martín y Diego Tañedor, Maestre Juan el Trepador, el rey de Armas Toledo, Fernán Moxica, Pedro de la Caltraviesa, Juan de Dueñas, Diego de Valera y Juan de Agraz. -Importancia de estos trovadores erudito-populares. -Los Cancioneros: su clasificación; noticia de los más importantes y juicio de todos ellos. -La novela en el reinado de D. Juan II: Juan Rodríguez del Padrón y Diego de San Pedro; carácter y significación de sus ficciones


Además de los que dejamos mencionados en la lección precedente, florecieron en la corte del rey D. Juan II otros muchos poetas, en su mayoría de humilde cuna, y algunos de reconocido mérito, que contribuyen a dar a aquel reinado no escasa significación, bajo el concepto literario. Demuestra el catálogo de dichos ingenios la afición que por el cultivo de la gaya ciencia se había despertado a la sazón en Castilla, afición que era alimentada por el Rey y los magnates de su corte, que al estimularla mediante la protección que dispensaban al arte de la poesía, ensanchaban los dominios de éste e imprimían notable impulso a las letras en todos los ámbitos de nuestra península.

No era sólo el cultivo del arte por el arte lo que movía a los ingenios a que nos referimos, a pulsar la lira; el medro personal, el anhelo de alcanzar honras palaciegas y el deseo, no del todo desinteresado, de ocultar su origen judío o sarraceno, llevaba a muchos de esos ingenios a quemar incienso en los altares de las musas, por lo que con frecuencia hicieron un uso lamentable de la adulación y de la lisonja, con lo que a veces degradaban el noble ministerio de la Poesía. Pero en medio de todo esto, cundía el amor por el Arte, se formaba un concepto más cabal y levantado de éste y de sus fines, que no siempre se rebajaban, se avivaba el fuego de los nobles sentimientos, sobre todo, de los patrióticos, y con ellos, y no obstante la preponderancia que había logrado la poesía erótica, no dejaba en cierto modo de cultivarse la histórica, pues que en muchas de las composiciones de aquellos tiempos se descubre el propósito de consignar los sucesos más notables que entonces se verificaban. La musa de estos trovadores no se mantenía siempre en los límites del respeto y del decoro, especialmente cuando hacía uso de la sátira, que por lo común no era la sátira moral, sino la personal, que tan propensa es a traspasar aquellos límites; y no pudiendo olvidar su origen provenzal, bien hallada con la lisonja palaciega, que solía proporcionar medios de todas clases, venía por todos estos medios a reflejar el estado social y político de aquel período, a la vez que descubría sus aspiraciones a la erudición; de aquí el que se consideren los poetas a que nos referimos como trovadores erudito-populares336.

Aunque se ensayan durante el período de que tratamos todas las formas artísticas, propias de las tres escuelas que en la lección anterior y en la XVIII quedan de terminadas, es de notar que si bien los ingenios de primer orden, como Santillana, por ejemplo, fluctúan entre estas tres escuelas y las ensayan todas, los trovadores erudito-populares apenas ensayan la forma alegórica y rara vez emplean la didáctica: prefieren la provenzal, que constantemente emplean y a cuya escuela puede decirse que están filiados en su gran mayoría los poetas que pululan en la corte de D. Juan II; lo cual es, después de todo, lógico, puesto que la poesía provenzal era la que más se prestaba a la adulación y a la lisonja y la que más cuadraba, por esto mismo y por su sentido erótico y palaciego, a las aficiones del monarca y de los magnates de su corte. Prepondera, pues, en este reinado, de un modo casi exclusivo, la escuela provenzal-cortesana, entre los que podríamos llamar poetas de segundo orden.

Entre los poetas a quienes mejor cuadran los caracteres y filiación que acabamos de indicar, debemos citar en primer término a Juan Alfonso de Baena, judío converso, natural de la villa que le prestó su nombre (provincia de Córdoba) y que bajo el patrocinio de D. Diego Fernández de Córdoba, señor de Baena, llegó a ser tenido por uno de los ingenios más estimados de la corte. Salieron de su pluma muchas composiciones que le dieron fama de poeta y le proporcionaron algunos triunfos en las justas o lides que a la sazón se celebraban entre los amantes de la gaya ciencia. La armonía y la riqueza de las rimas son las dotes poéticas que resplandecen en sus obras, en las cuales hace con frecuencia alarde de una mordacidad que fue, sin duda, causa de que su reputación literaria se eclipsara bien pronto, y que se aviene mal con la excesiva humildad que muestra en las suplicaciones que dirige al rey, al condestable y a los oficiales de la corte, en las cuales llega a veces hasta el punto de hacer demandas pecuniarias, con lo cual y con el poco decoro de sus prodigados chistes, llega también a envilecer aquella arte divina que tanto enaltece él mismo en el prólogo de su Cancionero, obra que escribió para agradar y deleitar al rey D. Juan y con la cual prestó un gran servicio a la literatura española, como más adelante veremos.

En el largo poema que por vía de presente dirigió al rey, tiene Baena pasajes muy animados, llenos de noble entusiasmo, en los cuales expone con bastante exactitud histórica los sucesos de aquel turbulento reinado. Y a pesar de lo que antes hemos dicho, dio pruebas de ser bueno y honrado, cuando con noble valentía aconsejó en esta obra al mismo D. Juan que pusiese pronto y eficaz remedio a los males que a la sazón trabajaban a Castilla: quizá en esto y en los elogios sin tasa que prodigó a D. Álvaro de Luna, estribe principalmente la razón del descrédito en que cayó para sus contemporáneos.

Converso como Baena y como él hijo del antiguo reino de Córdoba, fue otro de los ingenios de no vulgares dotes, que florecieron en la corte de D. Juan II. Llamóse Antón de Montoro, por ser natural de esta población, en donde vio la luz primera en el año de 1404. Era de condición humilde; pues estaba dedicado al oficio de alfayate, por lo que fue designado constantemente con el apodo de El Ropero. A pesar de su origen y de su estado y lejos de desdeñar su dedal y su aguja, Montoro parecía preciarse de lo que para otros era un verdadero sambenito y supo ganarse con sus versos el aplauso y la estimación de los trovadores de su tiempo. La sátira, en la cual revela ingenuidad y gracia, fue el principal empleo de su musa, festiva casi siempre; pero no siempre la manejó con el decoro debido, pues muchas veces se excedió en zaherir y mortificar con su picante y cáustica vis satírica a cuantos se le ponían delante. Más que de trovador erudito, preciábase de poeta, por lo que por punto general esgrimió la sátira contra los que profanaban la gaya sciencia. El Ropero merece lugar distinguido entre los poetas de su tiempo, no sólo por la gracia y donaire de sus epigramas y por la libertad y desenvoltura que caracterizan a todas sus producciones, sino también por las buenas condiciones de su metrificación.

Juan Poeta o de Valladolid, a quien sus coetáneos motejaron de truhán, y cuya vida se semejó mucho a la de los antiguos, juglares y los hermanos Martín y Diego Tañedor, que se distinguieron más que por la vis satírica de su ingenio, por la dulzura de su voz y lo agradable de sus versos, merecen también especial mención entre los trovadores erudito-populares del reinado que nos ocupa. Merécela así mismo Maestre Juan, el Trepador, de oficio guarnicionero, y cuya musa, más alegre y burlona que la de los dos hermanos citados, no rayó a tanta altura como la de sus antecesores, señaladamente la del Ropero. Contra éste esgrimió la sátira el Rey de Armas Toledo, poeta de discreción y talento no exento de cierta gracia y ternura en la metrificación y en el lenguaje; condiciones que, juntamente con el deseo de granjearse la estimación de los magnates y caballeros trovadores de su tiempo, resplandecen asimismo en Fernán Moxica, que también fue rey de armas, y que maltratado por la suerte, se distinguió por el gracejo y chiste de sus dezires amorosos, y sobre todo, por unos diálogos que sostiene con su amada, en los cuales ostenta viveza, fluidez, sencillez y gracia: en una larga composición que dedicó al Rey don Juan II, puso muy de relieve su filiación en la escuela cortesana, extremando la lisonja al príncipe de quien había recibido no pocos favores. No siguió este camino Pedro de la Caltraviesa, escudero pobre, pero amante de la justicia, e ingenio que no tuvo reparo en atacar con desenfado los vicios de la nobleza y la clerecía, que puso ante los ojos del monarca, al que habló con claridad y llaneza poco acostumbrada entre los trovadores cortesanos que rodeaban a don Juan II y le abrumaban con el incienso de la lisonja.

Siguió su ejemplo en este punto un trovador, también popular-erudito, como los que acabamos de citar, pero de mayor reputación y mérito que ellos, llamado Juan de Dueñas, cuyo desenfado y avisos al Rey acarreáronle el desagrado de éste y, sobre todo, del Condestable, contra quien se dirigían sus consejos, por lo que cayó de la gracia real, que fue a buscar al campo de los Infantes de Aragón, si bien no usó con ellos, por más que los elogiara, de la ingenua franqueza que le acarreara su desgracia en la corte de Castilla. Escribió poesías eróticas, que le dieron fama de atildado amador, empleando en alguna de ellas la alegoría, y en otra, que es un diálogo, la forma dramática. Fue esmerado e hiperbólico en sus composiciones, por las que no sin razón se le acusa de estar tocado de impiedad; extravío en que no incurrió Dueñas sólo, pues que de él nos ofrece un ejemplo Mossén Diego de Valera en sus parodias eróticas de los Salmos penitenciales y en su glosa poco reverente de la Letanía, composiciones que sin duda escribió siguiendo la corriente del estado social en que vivía, contra el cual protestó el mismo Valera en un notable dezir que escribió después de consumada la catástrofe de D. Álvaro de Luna, la cual fue lección que no desaprovecharon los trovadores erudito-populares, según lo prueban, además de algunas composiciones del citado Valera, otras de Juan de Agraz, Fernando de la Torre y algunos otros poetas de la misma índole de los ya referidos, que florecen en este y en los siguientes reinados.

No deja de ser interesante, por la enseñanza que de él puede deducirse, el estudio de los trovadores erudito-populares que acabamos de mencionar y de algunos otros que completan el número de los que florecieron en la corte de D. Juan II de Castilla337. Participando por un lado de las costumbres y sentimientos de la corte y la nobleza, y por otro de las de las muchedumbres, reflejaban en sus composiciones el estado social de aquella época en todas sus esferas, poniendo de relieve el influjo de las ideas palaciegas, condenando los escándalos de la nobleza y haciendo público el juicio que de estos escándalos y de los hechos más notables del reinado que nos ocupa, formaba el pueblo. Si además de esto se tiene en cuenta la condición social de los poetas a que nos referimos y la osadía y franqueza, nobles por punto general, que en sus composiciones resplandecen, en las cuales se usan todos los tonos y se emplean todas las formas, no podrá negarse la importancia que en el desenvolvimiento de nuestra literatura tienen los trovadores erudito-populares.

Las tendencias y aspiraciones diversas de la poesía castellana durante el período que ahora estudiamos, se ven perfectamente reflejadas en esos vastos y preciados depósitos que, con el nombre de Cancioneros, han legado a la posteridad multitud de composiciones poéticas que de otro modo se hubieran perdido, juntamente con los nombres de muchos de los poetas que han florecido en España durante los postreros días de la Edad Media.

Conviene advertir que los Cancioneros reciben el nombre de generales cuando, como los de Baeza, Estúñiga, Burgos y Castillo, comprenden producciones de muchos o varios ingenios, y de particulares cuando están formados con los de uno sólo, como acontece con los de Santillana, Fernán Pérez de Guzmán, Álvarez Gato, Juan de Mena, Urrea, Juan del Encina, y otros muchos que fuera ocioso enumerar.

Respecto a los generales, los más importantes con relación a los poetas del siglo XV, son los que hemos enumerado. El de Juan Alfonso de Baena es el primero en orden a la cronología, pues debió ser formado antes del año de 1445. Una tercera parte de su contenido ocupan las poesías de Villasandino y los dos tercios restantes los llenan las de Diego de Valera, Imperial, Pérez de Guzmán, Ferrant Manuel de Lando, Álvarez Gato y las del mismo Baena, juntamente con las de otros 50 poetas más. El de Lope de Estúñiga comprende las obras de unos 40 poetas, algunos pocos conocidos; el de Martínez de Burgos fue hecho en 1464, y el de Hernando del Castillo se publicó en Valencia por el año de 1511 y contiene producciones de 100 diferentes poetas, desde el tiempo de Santillana hasta el de su compilador: es el más arreglado y copioso de los que hasta entonces se habían publicado, por lo que logró un éxito extraordinario y debe ser considerado como fuente de otros varios y como la representación genuina del período poético en él comprendido. Existen muchos de estos Cancioneros generales que no han sido publicados todavía, tales como los dos que se conservan en la Biblioteca del Real Palacio; el de Ixar, conservado en la Biblioteca Nacional; cuatro que existen en la Biblioteca Imperial de París; el de Martínez de Burgos, antes citado; uno que hay en la Biblioteca Colombina; otro en la librería del Sr. Salvá; otro en la que fue del Sr. Gallardo y hoy es del general San Román; y dos dados a conocer por los autores del Ensayo de una Biblioteca de libros raros y curiosos. También se hallan sin imprimir los Cancioneros particulares de Santillana, Pérez de Guzmán, Álvarez Gato, López Mendoza, y otros no menos interesantes.

Debe tenerse en cuenta que no obedeciendo la compilación de los Cancioneros a un pensamiento verdaderamente literario, adolecen de defectos que conviene no olvidar cuando se trate del estudio de tan interesantes colecciones. No se atiende en ellas ni a la cronología, ni a las divisiones geográficas y etnográficas, ni al mérito de los poetas cuyos nombres figuran en ellas, ni a las escuelas a que estos pertenecen, ni a nada, en fin, que presuponga algún sentido crítico en sus autores, sino meramente a la colocación fortuita de las composiciones que cada Cancionero atesora. Pero conociendo esto, sabiendo evitar los escollos que naturalmente se presentan con semejante falta de orden y de método, bien puede asegurarse que en las colecciones de que se trata encontrará el estudioso muy ricos y poderosos auxiliares para el conocimiento de la literatura castellana, sobre todo de la correspondiente al postrer siglo de la Edad Media, o sea al último período de la primera época.

Para completar el cuadro que presenta la poesía en Castilla durante el reinado de D. Juan II, fáltanos decir algo acerca de la Novela.

Las ficciones caballerescas, de cuyo origen o introducción en nuestra literatura tratamos en la lección XVII, lejos de perder terreno lo ganaban en porción considerable. Nuevos libros de esta clase fueron traídos al romance vulgar, con lo que se generalizaban y hacían cada vez más familiares las leyendas en ellos contenidas338. Pero a la vez que esto tenía lugar, observábase que los citados libros, no pudiendo resistir del todo a las influencias que a la sazón dominaban en nuestra literatura, daban cabida en su mismo terreno al elemento representado por la escuela alegórica. Testimonio cumplido de ello ofrecen, sin duda, dos notables producciones del género novelesco, escritas en el período que reseñamos por Juan Rodríguez del Padrón o de la Cámara, y Diego de San Pedro, ambos trovadores que gozaron de no escasa reputación en la corte de D. Juan II de Castilla, llegando el segundo hasta el reinado de los Reyes Católicos, en el que logró fama.

Juan Rodríguez del Padrón tuvo fama de gentil y afortunado galanteador, por lo que se le han achacado ciertos amores ilícitos, aunque según parece inexactos, con la reina de Castilla. Se supone también que los desdenes de una desconocida beldad le obligaron a tomar el hábito en el Santo Sepulcro de Jerusalén, en cuyo estado murió, siendo muy sentido de los poetas castellanos que, tomando por fundamento los amores indicados, comparáronle con el Doncel Macías. Sea de ello lo que quiera, lo que importa consignar aquí es que Rodríguez del Padrón o de la Cámara, cultivó con esmero la escuela provenzal, y que más tarde se declaró partidario de la forma alegórica, mediante la cual se desarrolla el pensamiento de la novela caballeresca que con el título de El Siervo libre de Amor escribió entre los años de 1448 y 1453. Divídese esta obra en tres partes, que se dirigen al corazón, al libre albedrío y al entendimiento: en la primera recuerda el poeta el tiempo en que amaba y era correspondido, en la segunda se duele de la época en que «bien amó e fue desamado», y en la tercera pinta los momentos en que «no amó nin fue amado». Empieza la novela con una alegoría y termina con la fábula caballeresca del enamorado Andalier y de Liesa, que ha dado también nombre al libro, en el cual la alegoría sirve de introducción y cuadro general a una ficción caballeresca339.

El mismo camino sigue Diego de San Pedro al escribir más adelante la Cárcel de Amor. Fue también este poeta muy estimado de sus contemporáneos, y como Rodríguez del Padrón diose a los devaneos del amor, de los cuales y de los excesos y locuras que le condujeron en su juventud llegó asimismo a arrepentirse, según confiesa en su poema moral titulado Desprecio de la Fortuna. No se sabe a punto cierto el año en que escribió la Cárcel de Amor; pero es cosa averiguada que hubo de concluirla después del año 1465, bastante después que el Siervo libre de Amor, con el cual tiene grandes semejanzas: si alguna diferencia le separa de él consiste en la mayor importancia que da a la alegoría, la cual llena todo el libro de Diego de San Pedro, circunstancia que se explica por el mayor lustre y auge de que a la sazón gozaba la escuela alegórica; pero de todos modos la Cárcel de Amor viene a ser una ficción mixta en que la influencia alegórica y la caballeresca muestran todo su poderío y el gran incremento que habían tomado en la literatura castellana, sobre todo la primera, que domina, en los dos libros que acabamos de mencionar, sobre las formas descriptivas y narrativas, ya autorizadas entre nosotros.

Tenemos, pues, que a la ficción caballeresca se une la ficción alegórica en estas dos producciones que marcan el punto de partida de la novela de costumbres, pues algo de este carácter tienen ya las novelas de Rodríguez del Padrón y Diego de San Pedro, calificadas por algún critico de sentimentales340, sin duda por los sucesos románticos en que abundan.




Lección XXII

La Elocuencia y la Didáctica durante el reinado de D. Juan II. -La elocuencia religiosa y la profana. -Desenvolvimiento de la Historia: sus cultivadores principales. -Crónicas generales y reales: D. Pablo de Santa María, Alfonso Martínez de Toledo y Fernán Pérez de Guzmán; la Crónica de D. Juan II. -Crónicas personales: las de D. Álvaro de Luna, del conde Pero Niño y otras; Historias de Santos. -Crónicas de sucesos particulares: el Seguro de Tordesillas y el Paso Honroso de Suero de Quiñones. -Crónicas de viajes: Andanzas e viajes de Pero Tafur. -Libros histórico-recreativos: mención de los más importantes y de sus cultivadores: Villena, Rodríguez del Padrón, D. Álvaro de Luna y Martínez de Toledo. -Mención de algunos trabajos de carácter filosófico-moral. -Id., id., teológicos y ascéticos. -El género epistolar: Centón Epistolario de Fernán Gómez de Cibdareal


Durante el reinado que estudiamos, no dejaron de cultivarse y tomar incremento la Oratoria y la Didáctica, sobre todo esta última, y dentro de ella el género histórico.

Fijándonos en la Oratoria, debemos empezar por decir que no sólo la elocuencia religiosa, sino también la profana, encontraron cultivadores por los tiempos a que nos referimos, en que una y otra llenaban los fines de su existencia, preludiando los brillantes triunfos que debían alcanzar muy pronto. Mientras que la elocuencia religiosa se inspiraba principalmente en el Viejo y Nuevo Testamento, sin que por ello y por la fidelidad con que respondía al principio que le diera vida, desdeñase las conquistas de las letras, la elocuencia profana trataba de seguir las huellas de los italianos y con ellos las de los grandes oradores de la antigüedad.

Siguiendo el ejemplo del inspirado San Vicente Ferrer, que predicó en Aragón, Castilla y en romance vulgar muy elocuentes Sermones, que fueron vertidos al latín, aunque se ignora si lo fueron todos y con exactitud, hubo en el reinado de D. Juan II gran número de cultivadores de la elocuencia religiosa, entre los que deben mencionarse Alfonso de Oropesa, Juan de Torquemada y Alonso de Espina, que como los demás que con ellos florecieron, trasladaron sus oraciones a la lengua latina, sin duda movidos del deseo de obtener mayor aplauso o arrastrados por sus inclinaciones eruditas. Y precisamente tenía lugar esto, no sólo cuando era mayor la estima en que se tenía al idioma patrio, sino cuando se traducían a éste con gran esmero los Sermones de San Agustín, considerados como acabadísimos modelos de oratoria religiosa.

En cuanto a la profana, cultiváronla en primer término: D. Enrique de Villena, según puede juzgarse por su Consolatoria a Johan Fernández de Valera, que es una oración retórica, sembrada de erudición; el Marqués de Santillana, de quien no se conserva más obra del género oratorio que la titulada Lamentación fecha en prophezía de la segunda destruyzión de España, peroración llena de alegorías, que revela la filiación de su autor en la escuela dantesca; y D. Alonso de Cartagena, el celebrado obispo de Burgos, que pronunció en el Concilio de Basilea varios discursos que dijo en latín y vertió después al castellano, todos de verdadera importancia, en especial el de la Proposición sobre la preheminencia del rey de Castilla sobre el rey de Inglaterra.

Como al principio hemos indicado, de los géneros didácticos, el histórico fue uno de los que más se cultivaron durante el largo reinado de D. Juan II. Había adquirido ya este género gran desenvolvimiento, sobre todo con Pero López de Ayala, según puede verse por lo que dejamos dicho en la lección XIX; y aunque la afición a los libros de Caballerías le desviaran algún tanto de su verdadero camino, es lo cierto que la influencia del Renacimiento no podía menos de ser favorable a aquel desenvolvimiento, aumentando, como lo hizo, entre los ingenios españoles la inclinación al estudio de los grandes maestros de la antigüedad clásica. La obra comenzada por el Rey Sabio, que vemos proseguida en el período anterior por el citado Ayala y por los demás cronistas que en la lección mencionada citamos, es secundada y aun rectificada, purgándola de los extravíos a que habían conducido los libros de Caballerías, en el reinado que ahora estudiamos.

Ya indicamos en la lección a que antes nos hemos referido, la división que de las Crónicas o libros de historia se hizo durante la Edad Media, división a la que para mayor claridad nos ajustaremos ahora al tratar de reanudar el estudio de este género de manifestaciones literarias. Empezaremos, pues, por las

Crónicas Generales y Reales. -Aparece como la primera correspondiente a este grupo de las escritas durante el reinado de que tratamos, la Suma de Crónicas debida al célebre converso, tantas veces mencionado por nosotros, D. Pablo de Santa María, obra que se distingue por su fin, eminentemente didáctico, por las máximas morales en que abunda y por la bondad de su estilo y lenguaje: comienza con la antigua división del mundo y termina en 1412, no siendo posible atribuir al ilustre converso lo relativo al reinado de D. Juan II, que algunos códices contienen. La Atalaya de Crónicas, compilación escrita en 1455 por Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera y capellán de D. Juan II, corresponde también a este grupo y merece ser citada, por más que la rapidez con que en ella se relatan los sucesos, la haga aparecer demasiado descarnada. A igual mención es acreedor el Mar de Historias de Fernán Pérez de Guzmán, obra en la que se reflejan el sentido didáctico y los méritos literarios que ya hemos apreciado en éste insigne ingenio341.

La serie de las crónicas propiamente dichas reales, se continúa en el reinado de que tratamos con la Crónica de D. Juan II, tenida todavía en no poca estima.

A intrincadas cuestiones críticas ha dado lugar esta Crónica. Publicola por vez primera en 1517 el doctor Galíndez de Carvajal, dedicándola a D. Carlos de Austria y manifestando que aunque era obra de Alvar García de Santa María, Juan de Mena, Pero Carrillo de Albornoz y Fray Lope Barrientos, había sido ordenada y refundida por Fernán Pérez de Guzmán. Supúsose luego que habían puesto mano en ella también el mismo D. Juan II, Juan Rodríguez del Padrón y Diego de Valera, e intrincándose cada vez más este debate crítico, sostuviéronse muy diversas opiniones acerca de cuál era el verdadero autor de este monumento. En nuestros días, Ticknor ha sostenido que Alvar García de Santa María, hermano del famoso obispo de Burgos, D. Pablo de Santa María, ordenó la relación de los catorce primeros años del reinado de D. Juan II, continuándola luego Pérez de Guzmán; mientras que el Sr. Amador de los Ríos atribuye exclusivamente a Alvar García la redacción de la Crónica. La cuestión es todavía oscura y difícil, y lo único que puede afirmarse es: 1º. Que Juan de Mena, el rey D. Juan, Rodríguez del Padrón, Carrillo y Barrientos, ninguna parte tienen en tal obra: 2º. Que es dudoso, pero no imposible en absoluto que en ella intervinieran Fernán Pérez de Guzmán y Diego de Valera342. Y 3º. Que es cosa probada que Alvar García redactó la Crónica hasta el año 1434.

Mas dejando aparte estas cuestiones, propias de un libro de historia crítica y en las cuales es difícil, cuando no imposible, hallar una solución segura, lo que nos importa consignar aquí es que el autor de la Crónica del rey D. Juan II tuvo indudablemente por modelo a Ayala, pues como éste, divide la obra en los años del reinado y cada año en varios capítulos. Contiene dicha Crónica gran número de cartas y otros documentos contemporáneos originales y copiosa relación de noticias relativas a las costumbres de aquel tiempo, siendo tenida por esta razón como más fidedigna que cuantas la precedieron. La narración está seguida con orden y método y en estilo nada afectado, antes bien, natural, desnudo de adorno, pero variado y elegante y a veces grave y levantado. Todo ello revela la influencia que en el autor o autores debían ejercer los estudios clásicos, y es una prueba más de la dirección que en este sentido siguen desde Ayala nuestros historiadores o cronistas, como a la sazón se llamaban los cultivadores de esta rama de la literatura didáctica, dirección que se revela de una manera palmaria en las arengas que, a la manera que lo hacía el Canciller de Castilla, se ponen en boca de los personajes que figuran en la Crónica del rey D. Juan II.

Crónicas Personales. -Entre las escritas en este reinado, ocupan lugar preferente la del Condestable D. Álvaro de Luna y la del Conde D. Pero Niño. La primera, cuyo autor es desconocido, es el proceso de los desacatos cometidos contra el monarca y de las flaquezas y contradicciones de éste, desde el momento en que apoderado de él comienza Don Álvaro a regir los destinos de Castilla. Está escrita con parcialidad favorable al Condestable, del que es verdadera apología, y con erudición y calor dramático, todo lo cual da interés a la narración y viveza al estilo, en el cual se hallan rasgos de verdadera elocuencia y energía, aunque a veces decae el autor en la ostentación de estas prendas, que también resplandecen en la segunda de las dos crónicas citadas, compuesta por Gutiérrez Díaz Gámez, con el nombre de El Victorial de Caballeros. No concretándose esta obra a narrar una por una las aventuras y proezas de Pero Niño (1375 a 1446), se extiende a tejerlas con las fantásticas historias creadas por la musa caballeresca, y tiene en cierto modo el carácter de un libro de caballerías.

Con las Crónicas personales pueden también agruparse las Historias de Santos, que no hay razón para poner aparte, como algunos hacen, dado que su carácter no deja de ser el de una biografía. En tal sentido debemos mencionar aquí las vidas de Sant Esydoro y de Sant Elifonso de Toledo, escritas por el ya mencionado arcipreste de Talavera Alfonso Martínez de Toledo, que las terminó en 1444.

Crónicas de Sucesos Particulares. -Las más importantes son la tituladas el Seguro de Tordesillas y el Paso Honroso de Suero de Quiñones, pertenecientes a la primera mitad del siglo XV. Escrita la primera por D. Pero Fernández de Velasco, el buen Conde de Haro, tiene por objeto dar cuenta de una serie de conferencias y capitulaciones celebradas en el año de 1439, entre D. Juan II y parte de la nobleza rebelde: el autor de la Crónica, cuya narración está hecha con gran fidelidad y minuciosamente, fue el encargado de hacer guardar los pactos y juramentos hechos en Tordesillas. La segunda se refiere al suceso caballeresco provocado por Suero de Quiñones en el puente de Orbijo, y de que dejamos hecha referencia en la lección XVII, y está escrita también con bastante fidelidad, aunque en estilo más atildado y pretencioso que la primera. Esta crónica es obra de Pero Rodríguez de Lena.

Crónicas de Viajes. -A la de Clavijo, que mencionamos en la lección XIX, hay que agregar las Andanzas e viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo avidos, libro escrito por el citado Tafur, que fue familiar de D. Juan II, y de verdadero interés, por ser uno de los pocos de su clase que se escribieron en aquella época y por las noticias curiosas que encierra343.

Ligado con el género en que acabamos de ocuparnos, aparece cultivado otro en este período, que por participar a la vez de aquél y del carácter ameno de las bellas letras, se ha denominado histórico-recreativo.

Corresponde a este nuevo grupo de producciones el libro escrito en catalán y vertido al lenguaje castellano, por el legislador de la gaya sciencia D. Enrique de Aragón bajo el título de los Doce Trabajos de Hércules. Mencionado ya en otro lugar (Lección XX), en donde encomiamos su importancia, réstanos decir que en tan peregrina obra se ostentan las dos fases que, según en ocasión oportuna dijimos (Lección XVIII), presenta en Castilla el renacimiento de las letras iniciado por Italia. Al reseñar las aventuras y hazañas de aquel famoso héroe, D. Enrique pone de manifiesto, mediante el conocimiento que muestra tener de las producciones de Virgilio, Lucano, Ovidio, Juvenal y otros, su afición por la antigüedad clásica, al mismo tiempo que evidencia no serle desconocido el arte alegórico que cultivaron los cantores de Beatriz y de Laura: la filosofía y el arte, la erudición antigua y la moderna se presentan en la obra del noble Marqués de Villena unidas en felicísimo consorcio. Este libro tiene un carácter didáctico-moral, pues la narración de cada trabajo de Hércules sirve en él de pretexto a una enseñanza práctica; las alegorías que encierra son ingeniosas y oportunas; en cuanto al estilo y al lenguaje, pecan generalmente de hinchazón, y con frecuencia se resienten del empeñó que ponía D. Enrique en latinizar el romance castellano.

La fama que llegó a alcanzar el libro de Bocaccio titulado Il Corvaccio o Laberinto d'Amore, libro inspirado por el despecho y el deseo de venganza que sugirieron al autor las burlas de una dama florentina, y que constituye una furiosa y tremenda diatriba contra el bello sexo, dio origen a unas cuantas obras que por tratar de mujeres célebres, consideramos como pertenecientes al grupo de las histórico-recreativas. Al final de los Doce Trabajos escribió D. Enrique un elogio de las virtudes de la mujer, sin duda con el intento de vindicar a ésta de la ofensa que le infiriera el elegante prosista autor de Il Corvaccio; con el mismo propósito de vindicación fue puesto en lengua castellana el Libro de las Donas que a instancias de la Condesa de Prades escribió en catalán Fray Francisco Ximénez; D. Alonso de Cartagena escribió también por aquel tiempo y con el propio intento el Libro de las mujeres ilustres, que fue tan alabado como bien recibido, y el mismo origen que esta obra tiene debe reconocerse en las que con los títulos de Alabanzas de la virginidad y Vergel de nobles doncellas, escribió el docto profesor de la Universidad de Salamanca, D. Martín Alonso de Córdoba. Mas de todas las producciones de esta clase, las que mayor importancia tienen, para nuestro objeto al menos, son las tituladas Triunpho de las Donas y Libro de las claras e virtuosas mujeres, pues a la vez que se emplean en ellas distintas formas, ambas se hallan perfectamente colocadas dentro del grupo de las que hemos calificado de histórico-recreativas.

La primera de dichas dos obras fue escrita por Juan Rodríguez de la Cámara o del Padrón, de quien al tratar de la Novela nos hemos ocupado en la lección precedente, y consiste en una ficción alegórica a la manera de la escuela dantesca, encaminada a encomiar las virtudes de las mujeres. El autor se siente trasportado a un bosque solitario en cuyo centro halla una fuente y un aliso. Al esparcir su ánimo y recordar las autoridades más ofensivas al honor de las mujeres, oye una voz que surge del murmurio de la fuente y que después de felicitarle por los nobles sentimientos que abriga, se dedica a ensalzar las virtudes de aquéllas, superiores a las de los hombres por «cincuenta razones». Según la visión que habla al poeta, la mujer, formada dentro del Paraíso, se parece a la figura angélica, teniendo por tanto oculta divinidad: su belleza la hace amar los preciosos vestidos, siendo en ella propio lo que es reprensible en el hombre, al cual vence de continuo en amor, castidad, fortaleza, continencia, generosidad, piedad y discreción: todos la engañan, vilipendian y difaman, y sólo en oprimirla ha pensado el hombre. De este modo se continúa el panegírico de las mujeres, sin olvidar a las célebres, y termina con el elogio de la reina de Castilla, que es «la más digna, virtuosa y noble de las vivientes». Maravillado Rodríguez del Padrón de lo que acababa de oír, pregunta a aquella voz misteriosa quién es y cómo podría salvarla de la prisión en que se encuentra: la oculta beldad dícele que es la ninfa Cordiama, esposa de Aliso, el cual, creyéndola perdida, se dio muerte en aquel mismo lugar, y quedó luego convertido en árbol, como Cordiama en fuente que fecunda sus raíces. A ruego de la ninfa el poeta riega el aliso; más una voz dolorida que sale del tronco manifiesta que no tiene Aliso consuelo, con lo cual Juan Rodríguez se retira lamentando la triste suerte de los dos amantes. Tal es en brevísimo compendio el argumento del Triunpho de las Donas. Está dedicado este libro peregrino a la reina Doña María y sírvele de complemento la Cadira del Honor, tratado que ha sido considerado como distinto del Triunpho, y que también participa de la forma alegórica, teniendo por objeto la nobleza considerada en el hombre y en el blasón.

A la escuela didáctica corresponde la otra obra que hemos mencionado con el nombre de Libro de las claras e virtuosas mujeres. Escribiola el famoso Condestable Don Álvaro de Luna, con el intento también de defender al bello sexo, del cual se declaró diligentísimo e inteligente abogado. Preceden a su libro cinco preámbulos, según era uso en aquel tiempo, en los que deja asentado el principio de que la mujer es susceptible de tan nobles sentimientos y elevadas ideas como el hombre, de lo cual deduce la injusticia de los que la maltratan, exponiendo así la razón que le movía a tomar la pluma, que no es otra que la de combatir «la non sabia nin onesta osadía de los que contra la generación de las mujeres avían querido decir o escribir, queriendo amenguar sus claras virtudes». Divídese la obra de D. Álvaro en tres libros: el primero trata de las mujeres de la Biblia, el segundo de las gentílicas, y el tercero de las más celebradas de la cristiandad, omitiendo «el loor de las claras e virtuosas mujeres..., cuya vida gloriosamente avía resplandecido dentro de los términos de nuestras Españas» por razones dignas de respeto. Con gran copia y alarde de erudición desempeña D. Álvaro su cometido, y así en la predilección con que acude a las fuentes de la antigüedad clásica a beber su doctrina y en el carácter moral y político de ésta, como en la mayor preferencia que da a las heroínas de la antigüedad, principalmente a las romanas, sobre las de la Biblia, muestra el Condestable su predilección por la escuela didáctica que de todo punto sigue en su libro, el cual se halla escrito en lenguaje fácil, suelto y hasta elegante, aunque no tanto como hubiera sido sino estuviese tan recargado de erudición.

Como se ve, los libros histórico-recreativos de que dejamos hecha mención tienen por fundamento la moral, por lo que les cuadra también el calificativo de morales. Mas teniendo por base la historia, en cuanto a la mujer se refiere, y escritos a la vez en forma amena con el fin de deleitar, dejamos aquel calificativo para los que, como el del Arcipreste de Talavera Alfonso Martínez de Toledo (antes citado en esta lección), están puestos en forma más didáctica y hechos con el sólo propósito de corregir las costumbres. En efecto, consideración de obra moral merece la que con el título de Reprobación del amor mundano escribió en 1438 Alfonso Martínez de Toledo, movido de la generosa y alta aspiración de poner algún correctivo a la corrupción de las costumbres, que tanto cundía en aquel tiempo. Esta obra que mencionamos aquí para completar el estudio de los libros que tratan de mujeres, se divide en cuatro partes. «En la primera (dice el autor) fablaré de reprobación de loco amor. Et en la segunda diré de las condiciones algún tanto de las viciosas mujeres. Et en la tercera proseguirán las complisiones de los ombres, quáles son et qué virtud tienen para amar et ser amados. Et en la quarta concluiré reprobando la común manera de fablar de los fados, ventura, fortuna, sygnos et planetas, reprobada por la Santa Madre Iglesia». Mas este libro debe en su totalidad ser considerado como una profunda y exagerada sátira de los vicios de las mujeres, de las cuales asegura el Arcipreste de Talavera que «son peores que diablos», por lo que no debe maravillar que las pinte con colores feos y abigarrados hasta el punto de hacerlas en extremo antipáticas. Mucho exageró en efecto Martínez de Toledo las faltas y vicios de las mujeres, sacando para ello a plaza circunstancias que no pudo hallar en el comercio ordinario del mundo y que, por lo tanto, debió conocer mediante el confesonario. El libro tuvo, sin embargo, gran interés de actualidad, quizá porque recordaba el Corvacho, título con que también fue designado. Revela en él nuestro Arcipreste un ingenio festivo, cáustico y picante, que trae a la memoria la sátira del de Hita, y por la forma que adopta recuerda los libros indo-orientales y los didácticos que de ellos provinieron, pues con frecuencia se encuentran en el de Alfonso Martínez los apólogos y cuentos propios de los libros de Calila et Dimna, de Sendebar y de sus imitaciones. La Reprobación del amor mundano, en que se pinta el carácter de la mujer con tintas negras y repugnantes y se justifican por ende las aseveraciones de Bocaccio, fue muy celebrada en su época y oscureció el brillo de los libros que se habían escrito en opuesto sentido, pues mientras que algunos de éstos, como el Triunpho de las Donas y el de Las virtuosas mujeres, no han sido dados a la estampa, el del Arcipreste de Talavera se ha visto reproducido en seis ediciones diferentes, desde 1498 en que se hizo la primera, hasta 1547 en que se publicó la última.

Y ya que las obras que durante el curso de esta lección hemos nombrado se apoyan en la moral y en la historia, no estará demás que antes de proseguir con los libros recreativos digamos algo, aunque no sea más que mencionarlos, de otros varios que a causa de reconocer por base la filosofía moral no dejan de ser interesantes y requieren que se les dé cabida en un estudio de la índole del presente.

En este caso se encuentran, por ejemplo: el Libro de Casso et fortuna y los Tractados del dormir et despertar et del soñar y de las Especies de adevinanzas, escritos de orden de D. Juan II por Fray Lope de Barrientos, obispo de Cuenca; el Libro de las Paradoxas que dedicó a la reina Doña María el famosísimo Alfonso de Madrigal (el Tostado), obispo de Ávila, cuya fecundidad ha llegado a ser proverbial, y el Tractado del Amor et del Amicicia, del mismo autor; la Vida Beata, de Juan de Lucena, consejero y embajador de Juan II, a quien la dedicó, y en la cual, con erudición copiosa y gallardo estilo, trata de averiguar en cuál de las condiciones sociales se puede hallar la felicidad; el Diálogo e razonamiento de Pero Díaz de Toledo, que es un curioso tratado de filosofía moral; y la Floresta de los Philósophos del doctísimo Fernán Pérez de Guzmán, tantas veces citado por nosotros, en la cual este escritor insigne reúne copiosa colección de máximas y sentencias morales y políticas de los más afamados filósofos, historiadores, políticos y moralistas de la antigüedad. En todas estas obras, y en otras de igual índole que por entonces vieron la luz pública (como el Binario y los Castigos e documentos que un padre daba a sus fijas), domina un sentido filosófico-social, ya aparezcan revestidas de la forma didáctico-simbólica, o bien de la didáctica solamente.

Y no sólo los estudios filosóficos y morales se cultivan en este reinado, sino que también ven la luz en él obras de carácter meramente teológico y ascético. Entre las primeras, muchas de las cuales se deben a los judíos conversos, que se distinguieron en esta clase de estudios, deben citarse las que con sana doctrina y gran erudición de las Sagradas Escrituras escribió el converso Juan el Viejo con los títulos de Memorial de los Misterios de Christo y Declaración del Salmo LXXVII, tarea en la que le siguieron otros muchos ingenios344. En cuanto a los libros ascéticos, que venían como a infundir aliento a la elocuencia religiosa, distinguiéronse en escribirlos el ya repetido Alfonso de Cartagena, autor del Memorial de Virtudes (escrito primero en latín y vertido luego al castellano), y del celebrado Oracional de Fernán Pérez; Maestre Pedro Martín, cuyos Sermones en romance, como él los llamaba, consisten en cuatro disertaciones sobre los Vicios y Virtudes, el Padre nuestro, los Mandamientos de la Ley de Dios, las Obras de Misericordia y otros puntos de la doctrina cristiana; Fray López Fernández, autor de un libro muy notable que lleva por título: Espejo del Alma y de otro que se denomina Libro de las Tribulaciones; Fray Alonso de San Cristóbal, consumado teólogo que con el título de Vegecio Spiritual dio una versión del tratado De Re Militari, y algunos otros no tan importantes, entre los que deberían colocarse, si sus nombres no estuviesen ignorados, los que escribieron las obras anónimas que llevan estos títulos: Libro de los Siete Dones del Espíritu Santo, de los Enseñamientos del Corazón, del Estímulo de amor Divino y de Vicios e Virtudes.

Para terminar este estudio relativo a las manifestaciones de la Oratoria y la Didáctica durante el reinado de don Juan II, diremos algo acerca del género epistolar, que ciertamente no había dejado de ser cultivado en España. Al Poema de Alexandre acompañan ya unas cartas que son tenidas como el primer ensayo literario que se hace en prosa castellana, y el Rey Sabio y D. Juan Manuel las escribieron muy interesantes, así como Ayala, D. Enrique de Aragón, D. Alfonso de Cartagena, Santillana, Fernán Pérez de Guzmán, Mossén Diego de Valera, el Bachiller Fernando de la Torre, Diego de Burgos y otros muchos345.

Pero la primera colección de cartas que tiene verdadera importancia, es la que con el nombre de Centón Epistolario, se atribuye al médico de Juan II, Fernán Gómez de Cibdareal, y cuya legitimidad se ha puesto en duda, no sin alegar razones de peso, por autoridades en la materia. Pero aparte de esto, y del indudable valor histórico que tiene esta preciosa colección, su mérito principal consiste en las bellezas del lenguaje. «Limpia, clara, nerviosa, elíptica y salpicada de vivos, pero naturales y agradabilísimos matices» es, en opinión del Sr. Amador de los Ríos, la frase del Centón Epistolario: «su dicción, continúa el mismo autor, casta, sencilla, ruda a veces, mas siempre pintoresca y graciosa, siempre gráfica y adecuada», le da una autoridad literaria digna de la mayor estima, y hace que el Centón sea considerado como un monumento lingüístico de inestimable valor346.

En él, como en las demás cartas sueltas o colecciones de ellas a que acabamos de aludir, se muestra la prosa castellana ganando cada vez mas terreno, haciendo mayores progresos para constituirse en verdadero idioma nacional.




Lección XXIII

La literatura catalana, aragonesa y navarra en la época de D. Juan II de Castilla. -Reinado de D. Alfonso V de Aragón: su importancia literaria. -Obras de este rey. -Influencia del mismo en el movimiento científico y literario de la época. -Grupos de ingenios que florecen en la corte de dicho monarca. -Poetas castellanos. -Id. aragoneses. -Id. catalanes: tendencia en favor del romance castellano. -Sumarias indicaciones acerca del movimiento literario en la corte de don Juan II de Navarra


El impulso que en Castilla recibe la literatura durante el reinado de D. Juan II, se deja sentir en los demás Estados en que se hallaba dividida España, señaladamente en Aragón y Navarra, cuyos príncipes, no sólo tenían cierto género de relaciones con Castilla, sino que ejercían en este reino no escasa influencia, sobre todo, el rey de Aragón D. Alfonso V. Esta influencia, cuyo carácter era político, se trasmitía a los dominios de las ciencias y letras, no sólo en virtud de una ley ineludible, sino también por causa de la educación y las aficiones de los dos mencionados príncipes, en cuyos dominios, castellanos, aragoneses, navarros y catalanes vivían como confundidos, manteniendo muy estrechas relaciones, así por lo que a la política y a los intereses materiales concierne, como por lo que al comercio de las ideas respecta. De aquí el que las ciencias y las letras fuesen cultivadas en ambos reinos por ingenios catalanes, aragoneses, navarros y aun castellanos, pues que muchos de éstos siguieron a los infantes de Aragón y recibieron de ellos gran protección y no pocas mercedes.

El movimiento de las letras era en Aragón y Navarra paralelo al de Castilla, como paralelos eran los reinados de Alfonso V de Aragón y Juan II de Navarra al de D. Juan II de Castilla347.

Circunstancias especiales contribuyeron a que dicho movimiento se ostentase con más brillo en la corte de Alfonso V que en la de sa hermano el príncipe de Navarra. Esmeradamente educado el monarca, que, cual su padre, se preciaba de amante de las ciencias y las letras y fue cultivador de la filosofía y las demás artes liberales; estimulado por el ejemplo de su primo el rey de Castilla, de cuyos próceres era muy querido; espléndido por naturaleza y habiendo alcanzado la fortuna de sentarse en el trono de Nápoles, lo cual fue causa de que se entablara un comercio de ideas más activo y más estrecho entre los ingenios de su corte y los de Italia, no era extraño que su reinado se distinguiera bajo el punto de vista científico y literario. Más dado este Príncipe al cultivo de las letras que el de Navarra, favorecíale otra circunstancia que contribuyó a dar mayor esplendor a su reinado, cual es la de que su reino, más independiente que el de su hermano, no recibía como éste, que desde fines del siglo XIII era considerado como una provincia francesa, la influencia de las letras galo-francas y acogía mejor la de la literatura castellana.

El hecho de la conquista de Nápoles, tan glorioso para Alfonso V, puso a este monarca en condiciones ventajosas para mostrar sus aficiones científicas y literarias y para dar mayor impulso a los estudios, así religiosos y filosóficos como literarios. En todos ellos mostrose versado D. Alfonso348, quien en la misma forma con que celebró su triunfo manifestó ya su adhesión a la escuela alegórico-dantesca349, como en sus estudios históricos principalmente, y en la protección que dispensó a ciertas investigaciones literarias, puso de relieve su amor a la antigüedad clásica. De esta tendencia, que es la que más se señala en las aficiones literarias de D. Alfonso, da señales evidentes congregando en su corte de Nápoles a los sabios de mayor renombre en las de Roma y Florencia350, y celebrando en su cámara y biblioteca academias y ejercicios, por el estilo de las justas literarias y científicas que tenían lugar en torno de su primo el rey de Castilla.

No se limitó Alfonso V a proteger los estudios y a desempeñar el papel de espléndido Mecenas, sino que dio el ejemplo escribiendo algunas obras, aunque en su mayor parte las compuso en latín, rindiendo con ello tributo a las letras clásicas, de las que fue decidido partidario y admirador entusiasta. Aunque no se haya trasmitido a la posteridad documento alguno escrito en nuestra lengua por D. Alfonso, consta que éste acometió la empresa de traducir directamente al castellano las Epístolas de Séneca, autor a quien con mucha frecuencia se leía en el palacio del rey Magnánimo. Pero si no puede juzgarse a D. Alfonso como cultivador de la prosa castellana, puede apreciárselo en el manejo del idioma latino, en el que compuso algunas epístolas y oraciones, calificadas de excelentes en su tiempo, de las cuales se conservan algunas, siendo de notar, por su mérito, la oración que dirigió a su hijo con el propósito de excitarle a llevar la guerra contra los florentinos, y cuyo título es Oratio contra Florentinos. Además de dichas composiciones, en las cuales maneja con soltura D. Alfonso el idioma latino y siembra sana y fructuosa doctrina, con gran copia de erudición clásica, escribió otra titulada De Castri Stabilimento, libro que es muy celebrado y debió componer el rey antes de perfeccionarse en el estudio de la lengua del Lacio.

Como era natural, la influencia del rey dio resultados favorables al movimiento científico y literario, a cuya cabeza se hallaba colocado Alfonso V, en cuya corte de Nápoles tenían representantes españoles todos los estudios y disciplinas351. Muerto el rey, vuélvense a la Península aquellos ingenios, trayendo consigo el gusto por la literatura clásica, que cultivaron en el idioma latino, y aficionando cada vez más a la juventud estudiosa a consagrarse a ella352, prosiguiendo así la obra y la dirección iniciadas por el Renacimiento, que cada vez se acentuaba más y daba mejores frutos en el suelo de España.

Escritas en latín las producciones de los ingenios a que nos hemos referido, no habremos de tratar de ellas aquí, limitándonos a indicar que el movimiento clásico que representan, sólo influye, por lo que a la literatura española respecta, en la poesía erudita y en los estudios históricos, sin que se manifiesto en la poesía vulgar. Es también digno de notarse que la masa española, no obstante lo que de indicar acabamos, dejó oír por vez primera su acento en tierra extraña, haciendo alarde de patriotismo literario y rompiendo el concierto de los latinistas con los ecos de los diversos romances que se hablaban en la Península Ibérica, por lo cual debemos fijar ahora nuestra atención en los ingenios que florecen en la corte de Alfonso V, dentro de España, muchos de los cuales pasan después a Nápoles.

En tres grupos podemos clasificar dichos ingenios, atendiendo a su procedencia, pues ya hemos indicado que en la corte de Aragón se congregaron hombres de todas las partes de España: hubo en ella, y debemos distinguir, poetas castellanos, poetas aragoneses y poetas catalanes.

Digno de especial mención es, entre los del primer grupo, el caballero Lope de Estúñiga, hijo del mariscal Iñigo Ortiz de Estúñiga, y uno de los que tomaron parte en el Paso honroso con Suero de Quiñones, de quien era primo. Escribió versos, casi todos eróticos, siendo las más notables de sus composiciones el dezir que escribió esforzando a ssí mesmo estando preso y el que hizo sobre la cerca de Atienza, compuesto en 1446: en el primero de estos dezires recuerda las enseñanzas de la moral y la filosofía, respecto de lo cual se contradice en el segundo. Como una de sus mejores producciones de carácter erótico se cita la canción en que da estrenas en un año nuevo a seis damas. Gonzalo de Quadros, que se señaló ya en el torneo celebrado en Madrid el año de 1419, hiriendo en la frente a D. Álvaro de Luna, de quien fue enemigo, siguió como Estúñiga la manera provenzal, como D. Diego de Sandoval, que merece citarse. También lo merece Diego del Castillo, de quien se ha sospechado ser el mismo que escribió la Crónica de Enrique VI, y que al seguir con éxito el estilo provenzal con metrificación suelta, fluida y graciosa, figura también entre los partidarios de la escuela alegórica, según de ello dan testimonio sus composiciones tituladas Vergel del Pensamiento y Visión sobre la muerte del rey D. Alfonso, que es en la que más se asocia a la forma dantesca al seguir, como lo hizo, las huellas de Santillana, en su Comedieta de Ponza. Juan de Tapia y Juan de Andújar, el primero poeta cortesano, y algo aficionado a la forma alegórica el segundo, escribiendo éste lohores, así a las damas de Italia como a D. Alfonso, y aquél lo mismo obras amorosas que políticas, merecen figurar en el catálogo de los ingenios castellanos que ilustraron la corte de D. Alfonso V de Aragón: ambos dieron pruebas del deseo que sentían de manifestarse versados en la erudición clásica, lo que también puede decirse respecto de Castillo353.

Y aunque puede asegurarse lo propio respecto de los poetas aragoneses que constituyen el segundo de los grupos en que hemos clasificado los ingenios que brillan en la corte del citado monarca, es lo cierto que en sus obras no se hallan tantos recuerdos e imitaciones del arte clásico y que domina entre ellos la manera provenzal. Testimonio de ello nos da Mossén Juan de Moncayo, uno de los próceres de aquella corte, y que aunque no hacía el oficio de trovador, se distingue por las canciones y dezires que escribió en los ratos de ocio, lo cual puede afirmarse casi en los mismos términos, del caballero Johan de Sessé. No menos distinguido que estos dos próceres fue Mossén Hugo de Urries, sobrino del Obispo de Huesca que llevó su mismo nombre, y cuyas composiciones, todas amorosas, consisten en canciones, coplas y dezires. Dejando a un lado otros trovadores de menos importancia entre los pertenecientes a las clases elevadas354, nos fijaremos en uno de condición más humilde, en Pedro de Santa Fe, que fue muy diestro en el cultivo de la gaya sciencia, siendo digno de llamar la atención, entre sus composiciones, el diálogo entre el rey de Aragón y su esposa doña María, y debiendo observarse que Santa Fe viene a ser como la personificación de los trovadores erudito-populares de la corte de D. Alfonso V.

Para completar el cuadro de los poetas que florecen en dicha corte, fáltanos tratar de los del tercer grupo o sea de los catalanes. Merece entre ellos especial mención el caballero Mossén Jaime Roig que fue muy amante del estudio y escribió un libro a semejanza del Tratado de las diversas Virtudes de Fernán Pérez de Guzmán, poniéndole por título Libre de Consells y censurando en él la soltura de las costumbres, lo cual le hizo que llegara hasta el empleo de la verdadera sátira. Renombre de trovadores merecen el mallorquín Jaume de Aulesa y Mossén Leonardo dez Sors, quienes, compitiendo con los más afamados trovadores en los consistorios del gay saber, fueron laureados, el primero por una larga composición erótica escrita en versos de once sílabas, y el segundo por un canto denominado Triumphes de Nostre Dona. Entre los poetas de actualidad, llamados así por fijarse en los hechos contemporáneos, debe citarse Mossén Francesch Farrer, que escribió entre las composiciones de este género la que tituló Romanc dels actas e cosas que l'armada del gran Soldá ffeu en Rodas (1444), y la que consagró a llorar la pérdida de Constantinopla (1453), que sin duda es la más notable de las que escribió de esta clase. No por esto se olvidó Farrer de la poesía erótica, a que tan dada era la musa catalana, según puede observarse en la composición que escribió con el título de Conort, que es la más conocida de cuantas salieron de su pluma, y en la que, al llorar la ingratitud de su amada, rinde culto, mediante una especie de visión, a la forma alegórica. El mismo camino, por lo que respecta a la clase de composiciones que representa esta que acabamos de citar, siguió Mossén Pere Torrellas, trovador celebrado por sus complantes, sparzas y lahors, en su Desconort, escrito en contraposición al Conort de Farrer, empleando esa manera de ficciones representadas en la forma alegórica de la Divina Comedia. Distinguiose además Torrellas por haber escrito algunas composiciones, tal como el Dezir que tituló Condición de las donas, en lengua castellana, siendo uno de los primeros catalanes que se emplearon en el cultivo del romance castellano, y por lo tanto, de los primeros también que emprenden el camino que había de conducir a la unión que debía dar por resultado la fusión de los parnasos castellano y catalán. Entre los que siguieron a Torrellas en esta dirección, merece ser citado Mosén Juan Ribellas que escribió algunos dezires en castellano, como el muy gracioso que dirigió a Villalpando.

De las composiciones que citamos en los párrafos precedentes, y sobre todo de lo que acabamos de decir relativamente a los poetas catalanes que cultivan el romance de la España central, se deduce que la cultura castellana ejercía cada vez mayor predominio sobre las literaturas propias de los demás Estados en que a la sazón se hallaba dividida la Península Ibérica, hecho tanto más digno de tenerse en cuenta en el punto a que hemos llegado en este estudio, cuanto que nos acercamos al momento en que el predominio de la literatura cultivada en el habla de Castilla, ejerce una preponderancia que bien podría llamarse dominio absoluto.

En cuanto a Navarra, aunque (como ya hemos apuntado) se hallaba en condiciones algo diferentes a las de Aragón, no deja de encontrar en ella eco el movimiento literario que a la sazón tenía lugar en las demás partes de España. La influencia galo-franca, iniciada ya desde 1224, no impedía que se cultivara allí, no sólo la literatura, sino la lengua de Castilla durante el reinado de D. Juan II; y no obstante la boga que alcanzaban los cantos de los trovadores provenzales, favorecidos por lo generalizada que en Navarra estaba la lengua lemosina, penetró en aquel reino la influencia literaria de Castilla, siendo a la vez cultivado su romance.

Contribuyeron a este resultado la índole y las aficiones del monarca, que aunque más dispuesto para los azares de la guerra que para el cultivo de las letras, no dejaba de deleitarse con la lectura de las obras más aplaudidas de los eruditos, sobre todo, la Divina Comedia, ni de favorecer a los ingenios aragoneses, navarros y aun castellanos que a aquel cultivo se consagraban. A ruegos suyos vertió al romance castellano, según oportunamente hemos dicho, don Enrique de Aragón la Eneida de Virgilio y se hicieron otras traducciones de los más renombrados clásicos, y a la educación que proporcionó a su hijo D. Carlos se debe el renombre que el desgraciado príncipe ha alcanzado en la república de las letras y que le da un lugar distinguido entre los ingenios de su tiempo.

No obstante los contratiempos y desdichas con que tuvo que luchar el Príncipe de Viana (1421-1461), pasaba la vida entera, según su propia declaración, «siempre leyendo y escribiendo», siendo a la vez que poeta y orador, filósofo o historiador. En el primer concepto distinguiose por sus cartas y reqüestas poéticas, calificadas algunas de gallardas y tenidas todas por obras de ingenio, pues más que la ciencia brillaba en ellas la agudeza. Tradujo al romance vulgar las Ethicas de Aristóteles, dando muestras de erudición y de sus estudios clásicos, y no limitándose en este trabajo al mero oficio de traductor, pues alteró el plan de aquel libro y explicó los pasajes que, en su concepto, lo necesitaban. Con un pensamiento verdaderamente trascendental, escribió una Epístola a todos los valientes letrados de España, exhortándolos para que acometiesen y dieran cima a la empresa de escribir una obra de moral universal. Su lamentación a la muerte del rey D. Alfonso, es una bella muestra de elocuencia, género literario en que se distinguió el Príncipe de Viana; como su Crónica de los reyes de Navarra es digna de mención, por el orden, la claridad, la división lógica y la solicitud con que el infortunado D. Carlos atiende en ella a la comprobación de los hechos que narra. Digna es de notarse aquí la declaración que una y otra vez hacía el tan ilustre cuanto desventurado Príncipe, de que era el romance castellano la lengua nativa, al emplearlo, como lo hizo, en sus obras, de cuyo modo contribuía a realizar el consorcio literario a que antes nos hemos referido.

El ejemplo dado por el Príncipe de Viana encontraba imitadores en el reino de su padre. Mientras que Francisco Vidal de Noya, maestro del príncipe D. Fernando, traducía de la lengua latina las obras de Salustio, que ya estaban vertidas a la castellana; Mossén Hugo de Urries (antes citado), embajador del rey D. Juan de Navarra, ponía «en el romance de nuestra Hyspaña» las historias de Valerio Máximo. Como cultivadores de la Historia en el romance aragonés-castellano, distinguiéronse, además del citado Príncipe, los cronistas catalanes Mossén Pere Tomich y Mossén Gabriel Turell, y los aragoneses D. Pedro de Urrea, que escribió una interesante Relación de las inquietudes de Cataluña, ocasionadas por las desdichas del Príncipe de Viana; Luis Panzán, que recogió los principales hechos relativos al rey D. Fernando, electo en Caspe; Fray Lorenzo de Ayerbe, que escribió la Vida de D. Sancho Martínez de Leyva, y Diego Pablo de Casanate, a quien se debe la Crónica de la cibdat e Sancta iglesia de Tarazona. Entre los cultivadores de otros géneros didácticos, es muy digno de especial mención el castellano Alfonso de la Torre, que por haber abrazado la causa de D. Juan II de Navarra, debemos nombrar aquí. Poeta, erudito y afecto a la escuela alegórica, escribió, teniendo presente la Divina Comedia y el intento de hermanar la ciencia y el arte, un libro, que intituló Visión delectable, que vino a ser una creación artística del género dantesco, cuyo objeto final era exponer la «filosofía e las otras sciencias», y que fue recibido con gran aplauso. En el género oratorio que, como hemos visto, cultivó el Príncipe de Viana, distinguiose, entre otros caballeros de la corte, el mayordomo y consejero de D. Carlos, D. Fernando de Bolea y Galloz, cuyas oraciones y epístolas deben citarse.

Tal es el cuadro que en el período que estudiamos ofrece la literatura en Aragón y Navarra. Volvamos de nuevo la vista a Castilla, donde apresuradamente marchan nuestras letras a la unidad y mayor apogeo de la literatura española, unidad y apogeo que están contenidas en lo que se denomina siglo de oro.