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Lección XXIV

La literatura castellana en el reinado de D. Enrique IV. -Relaciones literarias entre Castilla y Portugal. -Escritores portugueses que cultivan la lengua castellana: el Infante D. Pedro y el Condestable de Portugal. -Poetas castellanos, imitadores de Mena y Santillana, en la corte de Enrique IV: Pero Guillén de Segovia, Diego de Burgos y D. Gómez Manrique. -Jorge Manrique y sus célebres Coplas. -Juan Álvarez Gato. -La sátira política: Coplas del Provincial y de Mingo Revulgo: examen de estas últimas. -La Oratoria en el reinado de Enrique IV: predicadores célebres. -La Didáctica durante la misma época: crónicas de Diego Enríquez del Castillo y Alfonso de Palencia. -Cultivadores de la filosofía moral y de las doctrinas ascéticas: Alfonso de Toledo, Fray Juan López, Ruy Sánchez y doña Teresa de Cartagena. -Otros libros anónimos de este género


Como en las demás partes de España había sucedido, se dejó sentir en Portugal el movimiento literario que hemos contemplado en el reinado de D. Juan II de Castilla. Las relaciones de este reino con Castilla, la semejanza del dialecto hablado en él con el de los gallegos, que tan cultivado fue, según oportunamente hemos notado, por ingenios castellanos de tan gran valía como el Rey Sabio y Santillana, fueron causa, no sólo de que se propagase a Portugal el movimiento literario a que nos referimos, sino de que por razón de la influencia que la España central ejercía en las demás regiones de la Península ibérica, varios ingenios portugueses cultivaran la lengua y la poesía castellanas.

Distinguiéronse en tal concepto el Infante D. Pedro, hijo del vencedor de Aljubarrota y el Condestable de Portugal, llamado también D. Pedro e hijo de aquél. El primero, que llevaba el título de Duque de Coimbra, fue uno de los hombres más ilustrados de su tiempo, lo cual debió no sólo al estudio, sino también a los muchos viajes que hizo por las cortes más celebradas de Europa y por algunas partes de África y Asia355. Aun en los años en que empuñó las riendas del gobierno, se mostró muy aficionado a las letras, dispensando su protección a los que se consagraban al estudio de ellas. Impulsado por esta inclinación, se dedicó también al cultivo de la Poesía, y teniéndose por poeta, dirigió a los más afamados ingenios castellanos, en solicitud de su amistad literaria, delicados dezires y loores. Pero lo que más fama de poeta le ha dado y lo que más le asocia al movimiento literario de Castilla, son las Coplas que escribió en lengua castellana, con el título de Contempto del Mundo, compuestas de 1440 a 1446, y en las cuales sigue las huellas de la escuela didáctica de los Ayalas y Santa Marías, no obstante que había escrito, siguiendo la corriente de la época, poesías amorosas a la manera provenzal. Este renombrado poema, en el que se encuentran con frecuencia verdadera riqueza de dicción y no escaso color poético, ejerció en su época notable influencia, por lo que respecta al predominio de la literatura de Castilla, en Portugal, como la ejercieron las obras de D. Pedro el Condestable, hijo del Infante D. Pedro, y como él aficionado a las letras y cultivador de ellas, como de ello da testimonio, además de algunos hechos de su azarosa y breve vida, la Sátira de felice e infelice vida, que escribió siguiendo las inspiraciones del arte dantesco, pues que no es otra cosa que una visión de amores hecha sobre el patrón que ofrecían la Comedieta de Ponza, el Laberinto y otras producciones por el estilo; pero en esta misma composición, a que nos referimos, descubre también que, como su padre, era aficionado a la escuela lírico-provenzal.

El ejemplo dado por el Infante de Portugal y su hijo el Condestable D. Pedro, fue seguido por otros muchos poetas de aquel reino, que cultivaron la literatura y la lengua de Castilla, con no escaso éxito356. Mientras que de este modo se mostraban en Portugal los frutos debidos a los esfuerzos hechos en la primera mitad del siglo XV, por los ingenios españoles en Castilla, proseguíase también durante el reinado tan escandaloso y turbulento de Enrique IV, la obra comenzada en el de D. Juan II. Siguiendo las huellas de Mena y Santillana, brillan en la corte de D. Enrique IV poetas de no escaso mérito, que reflejan aquel gran movimiento poético a que acabamos de referirnos, y dan señales de vitalidad artística en medio de una decadencia moral y política de abultadas proporciones.

Uno de los poetas del reinado de Enrique IV que más muestra ser discípulo de Mena y Santillana, es Pero Guillén de Segovia, que mereció en su tiempo, a pesar de las vicisitudes que amargaron su vida, el título de gran trovador, y hoy es considerado como un buen poeta de la clase de los que antes de ahora hemos denominado erudito-populares. Sus principales producciones son los Salmos penitenciales, el Discurso a los que siguen su voluntad en qualquiera de los doce estados del mundo y los Dezires al Día del Juicio y a la Pobreza. Como su maestro Santillana, Pero Guillén se muestra conocedor y partidario de las tres escuelas que a la sazón se disputaban en Castilla el campo de la Poesía, y hace gala de la erudición clásica que tanto D. Iñigo como Mena ostentaron en sus composiciones: los Salmos constituyen en realidad un notable ensayo de la poesía sagrada, en el cual resplandecen ya la energía y alto sentimiento, que veremos luego brillar en las liras de Fray Luis de León y de Herrera.

Además coadyuvó Pero Guillén a poner término a ciertas obras de sus maestros, tales como el tratado de Los siete pecados mortales, de Juan de Mena.

También es digno de especial mención, como poeta del reinado a que corresponde Guillén de Segovia, Diego de Burgos, que se dedicó al cultivo de la forma alegórica. Protegido de D. Iñigo López de Mendoza, de quien fue secretario, pagole la protección de que le era deudor, escribiendo el poema que lleva por título el Triunfo del Marqués de Santillana, que es su mejor obra. Siguiendo las huellas marcadas en la Comedieta de Ponza, Diego de Burgos rinde tributo al arte alegórico, empleando la manera del Dante, el cual hace en el Triunfo el mismo papel que Virgilio en la Divina Comedia. La obra del discípulo y secretario del docto Santillana debe ser considerada como una de las más notables producciones de la segunda mitad del siglo XV.

Notable es también uno de los principales magnates del tiempo de Enrique IV, llamado D. Gómez Manrique, sobrino y discípulo del tantas veces citado Marqués de Santillana. La gran intervención que D. Gómez tuvo en los negocios públicos, fue causa de que viese correr su vida sembrada de peripecias, lo cual no obstó para que este hombre de Estado se distinguiese mucho como poeta. Militó en las tres escuelas de que ya tenemos conocimiento, pero sus composiciones principales son aquellas que corresponden a la llamada didáctica, a la que le llevaron, sin duda, las ocupaciones y circunstancias de su vida. En la Prosecución de los Vicios y Virtudes, en los Consejos a Diego Arias Dávila, en las Coplas al mal gobierno de Toledo y en el Regimiento de Príncipes, abundan las máximas y los pensamientos políticos, morales, religiosos y filosóficos que forman la esencia de la mencionada escuela y se encuentran rasgos enérgicos y profundos. Empero, si las citadas composiciones dieron a D. Gómez fama, no se la dio escasa el poema A la muerte del Marqués de Santillana, en el cual se declaró partidario de la escuela dantesca, si bien sus obras de esta clase no tienen tanto mérito como las pertenecientes a la forma didáctica. Manejó Manrique con alguna destreza el arma de la sátira, y en todas sus composiciones se observa el aparato de erudición que, según hemos visto, ostentan las obras de todos los doctos de la época que nos ocupa.

Sobrino predilecto de D. Gómez fue Jorge Manrique, hijo del gran Maestre D. Rodrigo, último vástago de esta esclarecida familia, nacido en 1440 y muerto en 1479. Siguió como su tío las huellas de Mena y Santillana, empezando su carrera literaria con canciones y dezires a la manera provenzal, que dedicó a una dama de quien llegó a prendarse apasionadamente, y a quien más tarde tuvo por esposa: tal fue Doña Guiomar de Meneses. Ni sus trovas amorosas, ni otras poesías que, como la Profesión, la Escala y el Castillo de Amor, escribió adoptando la forma alegórica, le daban otro carácter que el de un poeta cortesano que en poco o nada se diferenciaba de los demás de aquella época. Mas la muerte de su ilustre padre ocurrida en 1476 impresionolo profundamente, vino a despertar en él nuevos pensamientos, y arrancó a su lira aquellos acentos melancólicos y delicados de la admirable elegía conocida con el nombre de Coplas de Jorge Manrique, que escribió con un sentido altamente filosófico, moral y religioso, a la vez que derramaba por sus estancias dulce y consoladora melancolía357. No sólo por el tierno y nobilísimo sentimiento que la inspira y por los pensamientos elevados en que abunda, es notable la delicada elegía que con justicia ha inmortalizado el nombre de Jorge Manrique: la naturalidad, gracia y ternura del lenguaje, la melancolía y aflicción que éste respira y la tersura y fluidez de la versificación, prendas son que dan a dichas Coplas un valor inestimable, como puede juzgarse por las siguientes estancias que de ellas trascribimos:


    Recuerde el alma adormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando.
Cuán presto se va el placer
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
[...]
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir.



De no tanto mérito como éste, por más que obtuviera los mismos aplausos que él, fue Juan Álvarez Gato, de ilustre cuna al decir de algunos, y de humilde condición según los que le hacen ser hijo de un recuero de Madrid, aunque elevado luego a la nobleza en virtud de sus esfuerzos propios y merecimientos. Los que le suponen hijo del recuero, cuentan que jamás hizo bien a su pobre padre, a quien miraba con desprecio, por lo que el rey le mandó echar de la corte; pero todos están conformes en asegurar que gozó de gran estima en las cortes de D. Enrique IV y de los reyes Católicos, y que fue muy considerado como poeta, entre los primeros ingenios de aquella época, hasta el punto de que D. Gómez Manrique dijera de él que fablaba perlas y plata. Sus composiciones pueden dividirse en dos grupos: al primero corresponden las que escribió en su juventud y son las poesías amorosas y las preguntas y respuestas a varios ingenios, y al segundo las obras que compuso en los últimos años de su vida, cuando arrepentido de sus extravíos juveniles se recogió al asilo de la religión: son éstas, pues, de carácter religioso y como prosecución del ensayo hecho en este género por Pero Guillén de Segovia. En las amorosas se retrata el verdadero poeta cortesano de aquella época y aparece adornado de buenas dotes poéticas, tales como la facilidad y la elegancia de la frase, la sencillez del estilo y la soltura con que supo manejar las formas métricas, condiciones que ciertamente no vemos brillar tanto en sus poesías sagradas, las cuales tienen siempre por fundamento alguna canción amorosa o algún estribillo popular de la misma índole: en uno y en otro concepto, como trovador erótico y como vate sagrado, escasearon en Álvarez Gato la sinceridad del sentimiento y la verdad de la inspiración; pero cobran animación sus versos y se eleva mucho como poeta cuando al llorar la triste situación de Castilla, aparece siguiendo las huellas de López de Ayala, Pérez de Guzmán y otros de los que sobresalieron en el empleo de la forma didáctica.

Las especiales circunstancias que concurrían en el reinado de Enrique IV y sobre todo en la corte depravada de éste, dieron ocasión a que la sátira, que ya hemos visto nacer y desenvolverse en nuestra literatura, se manifestase con gran energía en dicho reinado, tomando un carácter señaladamente político, puesto que era una especie de protesta del sentimiento nacional contra los desmanes y desaciertos de la nobleza y los gobernantes.

Manifiéstase esta protesta en los citados Pero Guillén de Segovia, D. Gómez Manrique y el mismo Álvarez Gato; pero en donde mejor la vemos reflejada es en las composiciones que llevan por título: las Coplas del Provincial y las de Mingo Revulgo. Las primeras, que fueron motejadas por el último de dichos poetas, por creerlas ofensivas a la decencia, son efectivamente obscenas y demasiado sueltas; abundan en chistes y están escritas con buenas formas artísticas358.

Más aplaudidas fueron las Coplas de Mingo Revulgo que, como queda indicado, constituyen una ingeniosa y amarga censura, una sátira despiadada de la corte de Enrique IV (de Juan II, en opinión de algunos). Consisten en un diálogo del género pastoril, en una égloga satírica, escrita con libertad y bastante energía. Su forma es alegórica y sus personajes o interlocutores son dos; el pueblo castellano personificado en Mingo Revulgo (nombre corrompido de Domingo Vulgo) y un profeta o adivino que representa a la nobleza y se llama Gil Arribato, es decir, el que está arriba o elevado. Ambos figuran ser pastores, y so pretexto de tratar del abandonado rebaño, trazan un cuadro asaz picante, sombrío y verdadero del estado en que se hallaba la nación entera, presa de hambrientos lobos. Comienza el Diálogo con la exclamación de Arribato, que viendo venir un domingo por la mañana a Mingo Revulgo mal vestido y cabizbajo, le pregunta por qué se halla en tal estado.

Respóndele Mingo Revulgo «que padecía infortunio, porque el mayoral del alto, dejada la guarda del ganado, se iba tras sus deleites y apetitos» y porque se hallaban enloquecidas de hambre las cuatro perras que custodiaban el rebaño, las cuales eran representación de las virtudes cardinales que tan esquivas se mostraban a la sazón en Castilla, y tan escarnecidas eran en la corte. Con este motivo se entabla entre los interlocutores un diálogo animadísimo en el que rebosa una sátira incisiva y mordaz contra el gobierno, contra el carácter bajo del monarca, su flojedad y descuido y su escandalosa pasión por una portuguesa, según puede verse por la siguiente muestra. Dice Mingo Revulgo:


    Sabes?... sabes?... El modorro
allá, donde se anda a grillos,
burlan de él los mozalvillos
que andan con él en el corro.
Ármanle mil guadramañas:
uno l' pela las pestañas,
otro l' pela los cabellos...
así se pierde tras ellos,
metido por las cabañas!
Uno le quiebra el cayado;
otro le toma el zurrón;
otro l' quita el zamarrón...
y él tras ellos desbabado!!...
E aun él... ¡torpe majadero!...
que se precia de certero,
fasta aquella zagaleja,
la de Nava Lusiteja,
lo ha traído al retortero.
    La soldada que le damos
e aun el pan de los mastines
cómeselo con ruines;
¡guay de nos, que lo pagamos!



Semejante alusión al monarca y las pinturas más mordaces aún que en el Diálogo se hacen de la ambición y codicia de los prelados y magnates que revolvían el reino, fueron sin duda la causa de que el autor callara su nombre, en lo cual hizo más que supo y obró como prudente, si bien ha dado lugar con semejante silencio a que no pueda decirse quién es el verdadero autor, si Juan de Mena, Hernando del Pulgar o Rodrigo de Cota el Viejo; a este último es a quien con más insistencia se le atribuye359.

Las Coplas de Mingo Revulgo concluyen con un encomio de los placeres y satisfacciones que se hallan en una honrada medianía. Constan de 32 estancias de nueve versos cada una, escritas, a lo que parece más demostrado, por el año de 1464. Su carácter erudito es evidente y no carecen de bellezas literarias360.

A la vez que el cultivo de la Poesía, prosiguiose en el reinado que nos ocupa el de la Oratoria en su manifestación religiosa.

En efecto, la elocuencia sagrada contó en dicho reinado entre sus cultivadores a Fray Alfonso de Espina, muy nombrado y aplaudido por sus sermones; D. Francisco de Toledo, obispo de Coria, que fue muy estimado en el mismo concepto; Fray Alonso de Oropesa, que ganó reputación de buen predicador y fue general de la Orden de Jerónimos361 y Juan González del Castillo, cuya palabra tuvo mucho prestigio entre las clases populares y fue excelente predicador, según afirma el P. Mariana. No se han trasmitido a nuestros días los sermones de estos predicadores, por lo que, en realidad, no se puede juzgar con acierto del estado de la elocuencia religiosa durante los días de Enrique IV.

El estado moral y político de la época que nos ocupa se refleja vivamente en los estudios históricos de aquel reinado. Las crónicas que entonces se escribieron eran, como la poesía, cortesanas y representando una u otra de las dos banderías que a la sazón agitaban al país y producían disturbios sin cuento, eran también generalmente por todo extremo parciales.

Dos fueron los cronistas que más se distinguieron en el reinado que nos ocupa, representante cada cual de una de las dos parcialidades indicadas. Estos cronistas, que nacieron en tiempos de D. Juan II se educaron bajo la dirección de los ilustres varones que florecieron en la corte de este monarca, son: Diego Enríquez del Castillo, natural de Segovia, que fue adicto al rey legítimo, a quien sirvió como criado y capellán, y Alonso de Palencia, partidario del intruso Infante D. Alonso, competidor de D. Enrique. Castillo se muestra en su Crónica de D. Enrique imparcial, muy mirado en sacar a plaza aquellas miserias que pueden permanecer ocultas, y deseoso de producir con su relato y apreciaciones alguna enseñanza provechosa. Su lenguaje es gallardo y pintoresco, pero no por eso se halla exento de afectación, nacida muchas veces del prurito de exhibirse y de hacer hablar a los personajes, con lo que se muestra harto declamador. Aparte de la imparcialidad, las mismas dotes se revelan en la llamada Crónica de Alonso de Palencia, sino es que la frase aparece en ésta más afectada que en aquélla: ambos escritores no olvidan en sus obras los modelos que les ofrece la antigüedad clásica, si bien Castillo se muestra en este punto más decidido que Palencia362.

Además de los citados, hubo en el reinado de Enrique IV otros escritores que compusieron libros de carácter histórico. Deben citarse entre ellos Alfonso de Toledo, que escribió un compendio con el título de Espejo de las Istorias; Pedro de Escavias, que fue alcalde mayor de Andújar, y conocido como trovador e hizo una especie de compilación de historias de los reyes de la península, bajo el nombre de Repertorio de Príncipes de España; y el autor, no conocido con certeza, de la Crónica del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo, que es la mejor de las crónicas personales que se escribieron en este reinado363.

Por lo que toca a otros ramos de la Didáctica, no dejaron de escribirse libros, aunque no en abundancia, durante el referido reinado. Además del citado Alfonso de Toledo, que escribió uno titulado Invencionario364, florecieron algunos otros autores de filosofía moral, tales como Fray Juan López, que desde 1462 se distinguió por la Respuesta o refutación que dio de la Suma de los principales mandamientos e devedamientos de la ley e Cuna, escrita por el alfaquí mayor de la aljama de Segovia Ice Gebir, y que después dio a luz las obras tituladas Clarísimo sol de Justicia y Libro de la Casta Niña, que es una especie de tratado de moral práctica; Ruy Sánchez, arcediano de Treviño en 1470, que con el título de Suma de la política escribió acerca del modo como deben ser fundadas y edificadas las ciudades y villas; y por último, y sobre todos, Doña Teresa de Cartagena, monja que pertenecía a la esclarecida familia que nos recuerda su apellido, y que escribió con el título de Arboleda de los Enfermos un libro místico de bastante mérito literario, y en el que a la vez que erudita, así en literatura religiosa como profana, sin olvidar a Bocaccio, se muestra adicta a la forma alegórica, que es la que emplea en su citada Arboleda, que gozó de estima entre los coetáneos de su autora, quienes la atribuyeron a otro ingenio, aserto que refutó doña Teresa.

Escribiéronse además en este reinado otros libros ascéticos y morales, bastante notables, como el titulado: Preparaciones para bien vivir e santamente morir, debido a un monje jerónimo de Talavera, y el Libro de avisos e sentencias que consiste en una colección de máximas morales y religiosas, por el estilo de los Proverbios de Santillana, y cuyo autor se ignora; aunque el Sr. Amador de los Ríos presume que pudiera s er obra del mismo que escribió la Flor de Virtudes, especie de catecismo moral y religioso, lleno de sentido práctico, y en el que se advierte copia de erudición clásica, así como notables méritos literarios.

Tal es el cuadro de nuestras letras en el reinado de Enrique IV. Si no tan brillante como en el anterior, osténtase la literatura con mayores bríos de lo que pudiera esperarse, dado el lastimoso estado de Castilla en aquel período; estado que harto se refleja en la continua y enérgica protesta que de la mayor parte de los escritores que nos han ocupado brota contra los escándalos y turbulencias de aquella época tristísima de nuestra historia.




Lección XXV

La literatura española durante el reinado de los Reyes Católicos. -Importancia general de este reinado. -Educación de los Reyes Católicos y su influjo en el desenvolvimiento intelectual de España. -Influencias literarias que más se determinan durante dicho reinado. -Traducciones e imitaciones clásicas. -Impulso que reciben las letras del creciente influjo del Renacimiento y direcciones con que éste se manifiesta en España. -Sus consecuencias respecto al Arte literario. -Causas que más contribuyen a su completo triunfo: nuestras relaciones con Italia, el triunfo de nuestra política, el descubrimiento de América, la aplicación de la brújula y la pólvora y la invención de la imprenta. -La Inquisición y la expulsión de los judíos. -Resumen


Llegamos, por fin, al reinado de los Reyes Católicos, con el que al abrirse una era de grandeza para la nación, la literatura castellana toma un gran vuelo, que preludia el próximo advenimiento de su siglo de oro. Al realizarse en aquel feliz reinado la unidad nacional, empieza también a fundarse la unidad de nuestra cultura, tras un trabajo largo y por demás laborioso, como el que en las lecciones precedentes hemos contemplado. La trasformación que en la vida total de la nación se opera con la unión de las coronas de Castilla y Aragón, bajo el cetro de Fernando o Isabel, se deja sentir también en los dominios del Arte, en el que logran cabal desarrollo cuantos gérmenes de cultura y progreso hemos visto depositarse en su fecundo campo. La obra del Renacimiento y de otros hechos favorables al desenvolvimiento de las letras, va a recibir ahora impulso extraordinario con la elevación al solio de Alfonso X de la egregia Isabel, y la unión de ésta al heredero del trono de Alfonso V de Aragón. Verificada por dicho enlace la unión de los reinos de Castilla y de Aragón y asentada, mediante este hecho, la base de la unidad nacional, que luego se lleva a cabo, sometida a la autoridad de la monarquía la nobleza, tan turbulenta e inquieta durante los reinados anteriores; regularizadas la administración civil y de justicia y la hacienda, antes presa de menguada anarquía; y, en una palabra, reorganizada en todos conceptos la monarquía, todo lo cual constituía una empresa tan meritoria como difícil, natural era que los Reyes Católicos fijasen sus miradas en la vida intelectual de sus pueblos, y particularmente, de las personas que más de cerca les rodeaban, a lo cual debía servirles de estímulo el noble ejemplo de sus predecesores.

La educación que habían recibido ambos monarcas, que desde su primera juventud fueron iniciados en el estudio de la antigüedad clásica, al que se mostraron muy inclinados, era por otra parte un indicio favorable para las letras, cuyo cultivo no podía ser indiferente a Fernando e Isabel. Educado el primero por el célebre Maestro Francisco Vidal de Noya, docto en la lengua latina y en el conocimiento de las formas clásicas, y amante la segunda, por naturaleza, de las artes de la paz, lo que fue causa de que se consagrara al estudio de los libros clásicos, ambos príncipes se mostraron inclinados a favorecer las letras y a sus cultivadores, lo cual dio en breve sus naturales resultados, con tanto más motivo, cuanto que el ejemplo de los monarcas fue al punto seguido por los grandes de la corte. Pronto se vio ésta rodeada de una pléyade de ingenios, que al aumentar su lustre y proclamar los propósitos civilizadores de Fernando o Isabel, preludiaban el triunfo definitivo de las letras españolas. Queriendo ser la reina la primera en dar el ejemplo, trajo a su lado, para que le enseñara la gramática y las letras latinas, a la célebre profesora D. Beatriz Galendo (la Latina), poniendo más tarde al frente de la educación literaria de sus hijos, a los hermanos Alejandro y Antonio Geraldino, muy doctos en erudición clásica, y a D. Fray Diego Deza, célebre catedrático de la famosa universidad de Salamanca. Y una vez dada cima a la empresa de la conquista de Granada, llamó a su corte a los celebrados humanistas Pedro Mártyr de Anglería y Lucio Marineo Sígulo, el primero de los cuales estableció escuela de letras humanas, primero en Valladolid y luego en Zaragoza, para mejor dar cima a la empresa de difundir los estudios clásicos entre los próceres españoles, empresa en la cual le ayudaba Marineo, y en la que obtuvo el fruto de contar entre sus discípulos a lo más selecto de la nobleza365, muchos de cuyos miembros aspiraron al ministerio de la enseñanza pública. Y para que el cuadro que presenta durante el reinado de Fernando e Isabel la inclinación al cultivo de las letras, fuese más completo, damas de las más distinguidas, se esforzaron también en seguir el ejemplo dado por la Reina. Al nombre ya citado de doña Beatriz de Galindo, apellidada por antonomasia la Latina, debe añadirse el de D.ª Lucia de Medrano, que en la universidad de Salamanca explicó los clásicos del siglo de Augusto; el de Doña Juana de Contreras, que con ésta siguió en latín una interesante correspondencia literaria; los de las hijas del Conde de Tendilla, Doña María de Pacheco y la Condesa de Monteagudo, de grande erudición clásica; el de Doña Isabel de Vergara, cultivadora de los clásicos griegos y latinos, y en fin, el de Doña Francisca de Nebrija, a quien más de una vez confiara su ilustre padre la cátedra de Retórica, que desempeñaba en la Universidad complutense.

De estas sumarias indicaciones se deduce, no sólo que la afición por el cultivo de las letras cundió y se desenvolvió grandemente durante el reinado de los Reyes Católicos, sino además que las influencias de la antigüedad clásica son las que con mayor fuerza se dejan sentir en el período a que nos referimos, si bien lo hacen de un modo que pone de manifiesto el divorcio que iba a existir entre la literatura erudita de la época que ahora vamos a examinar y el arte erudito de la Edad Media. Traer al romance castellano las obras producidas por la antigüedad clásica, fue en esta Edad el trabajo de los que, como los Villenas y Cartagenas, se declararon partidarios del arte greco-latino; y semejante empresa fue proseguida con tesón en los primeros días de los Reyes Católicos. De ello son testimonio las traducciones de las Historias de Salustio, hechas por Francisco Vidal de Noya, maestro de D. Fernando; la de los Comentarios de Julio César, que dedicó al Príncipe D. Juan, Diego López de Toledo; las versiones que de Heliodoro, Boecio y Plauto, consagraban a varios magnates de la época, Vergara, Aguayo y López Villalobos; la que Diego de Cartagena hizo del Asno de Oro de Apuleyo; la traducción de algunas Sátiras de Juvenal, llevada a cabo por Pedro Fernández de Villegas, quien también vertió al castellano la Divina Comedia; las de las Bucólicas de Virgilio, debidas a Juan del Enzina, y otras muchas de esta clase, que fuera ocioso enumerar366.

Mas no se detiene aquí este movimiento en favor de las letras clásicas, y en el que tan gran participación cupo a los Reyes Católicos.

No se trataba ya solamente de poseer las materias, con lo cual se habían contentado los doctos de siglos anteriores, sino que se anheló también poseer por completo las formas.

Así es que el idioma latino adquirió en Castilla una importancia extraordinaria, llegando a sobreponerse al nacional, que empezaron a tener en menos los doctos, precisamente cuando se enriquecía con elementos muy apreciables.

Así Antonio de Nebrija, respetable humanista, que tanto hizo por el idioma castellano367, ponía en latín las historias de su tiempo, sin duda porque reputaba el idioma patrio «de pobre de palabras, que por ventura no podía representar todo lo que contiene el artificio del latín», con lo cual justificaba aquel «otro grandíssimo impedimento» que se ocurrió al maestro Pero Ximénez de Préxamo, al escribir El Lucero de la Vida cristiana, a saber: «el defecto de nuestra lengua castellana, en la qual por su imperfección no podemos bien declarar las cosas altas e sotiles, nin sus propiedades, assy como en la lengua latina, que es perfectísima».

Esta dirección que vamos señalando, dio por resultado que mientras fuera de España «pasaba por gentileza y galanía hablar castellano» nuestros doctos se ocupasen en imitar en lengua latina las obras clásicas.

El Renacimiento de las letras entraba, pues, en España en su período de apogeo. Y nótese, porque esto es de importancia, que al iluminar con sus resplandores el campo de nuestra literatura, marcaba a ésta dos grandes y fecundas direcciones: la que conducía al estudio e imitación del arte greco-latino, y la que llevaba a rendir un homenaje decidido al arte toscano. Acerca de estas dos tendencias con que aquí se manifestó el Renacimiento ya hemos hecho, en la Lección XX, las indicaciones oportunas.

El impulso dado por Antonio de Nebrija y Arias Barbosas368 a los estudios de las humanidades y el justo crédito de que a la sazón gozaban las célebres Universidades de Salamanca y de Alcalá de Henares, contribuyó poderosamente a afianzar en nuestra patria el gusto por los estudios de la antigüedad clásica, juntamente con los orientales; pues a la vez que el renombrado Nebrija hacía extensivas sus inteligentes y provechosas investigaciones a la literatura hebraica, que tan hondas raíces había echado en España con la afición a los libros orientales, de que en otro lugar hemos tratado, la propagación de los estudios bíblicos, a que tan colosal monumento erigió con la publicación de la Biblia Políglota (1512 a 1517), el inmortal Cisneros, dio mayor importancia al arte oriental, de que tan bellos modelos nos dejaron los musulmanes y la raza judaica, que detrás de ellos y por un acto incalificable, fue expulsada de nuestra Península.

Tan feliz conjunto de circunstancias da por resultado, durante el reinado de Isabel y Fernando, el triunfo completo y por muchos conceptos sorprendente del Renacimiento. El arte greco-latino, el arte toscano y el arte oriental, predominando en él el elemento hebraico, toman decididamente asiento en la literatura castellana, y dejan entrever, ya en la época a que nos referimos, los triunfos que luego habían de proporcionar a los ingenios españoles. A poco que sobre este concertado y extraordinario movimiento se medite, no pueden menos de verse dibujadas en el horizonte del porvenir las diversas escuelas poéticas, que con sus vistosas galas artísticas y ostentando una rica variedad de formas, que no rompe, sin embargo, la unidad del sentimiento y genio nacionales, dieron más tarde motivo de gran regocijo a las musas castellanas.

Con todo ello gana en galanura, en majestad, en sonoridad, en riqueza y en corrección de estilo el lenguaje castellano, el cual llega a un punto tan alto, que no siéndole posible sostenerse en él, decae al fin en la edad siguiente, convirtiéndose en conceptuoso, alambicado, hinchado y altisonante, hasta rayar en la extravagancia.

Nuestras frecuentes y estrechas relaciones con Italia, cuna del Renacimiento, contribuyen poderosamente al resultado que vamos notando y que en el reinado de Carlos V y en los de sus sucesores se hace más ostensible todavía. Ayudan también a él la definitiva constitución de nuestra nacionalidad y la gran preponderancia que adquiere la monarquía española en el mundo mediante la nueva política y los triunfos y las conquistas de nuestras armas. El sentido y el espíritu que dominan en todas las manifestaciones de la inspiración y del saber en la patria de Virgilio desde que en ella se inicia el Renacimiento, son importados a nuestra Península del modo que queda indicado, durante el reinado de Fernando e Isabel.

Empero no es esto sólo. Aparte de la influencia que para las letras españolas pudiera tener el descubrimiento de la América, que abrió nuevas puertas a nuestro comercio, presentó ricos alicientes a nuestro carácter aventurero, y muy luego ofreció motivos en que emplearse a la inspiración española, aparte de esto y de lo que también pudieran influir las aplicaciones que en el mismo período a que nos referimos se dieron a la brújula y a la pólvora, un nuevo y maravilloso descubrimiento vino a dilatar la esfera de las letras y a contribuir de un modo eficacísimo al progreso de la cultura nacional, consiguiéndose mediante él que la semilla del Renacimiento se aclimatara y floreciese en España más pronto y diera frutos más abundantes y sazonados.

De sobra se comprende que nos referimos al invento de Guttemberg, que tanto y tan rápida y eficazmente ha contribuido a difundir por todo el mundo la luz de la civilización369. Antes de que la imprenta fuese conocida eran escasos los manuscritos en que se encerraban los tesoros literarios, a cuya escasez hay que agregar lo difícil que era su adquisición, sobre todo para las clases poco acomodadas. Añádase a esto la imperfección y poca fidelidad de los manuscritos, debidos a pendolistas ignorantes o poco escrupulosos, y se comprenderá el eminentísimo servicio que Guttemberg ha prestado al mundo entero en general y a las letras en particular, con su nunca bien alabado invento. En 1468 entraron en nuestra Península las primeras prensas alemanas; y desde entonces Barcelona, Valencia, Zaragoza, Salamanca, Toledo, Zamora, Sevilla y otras poblaciones empezaron a cosechar, por el orden en que las dejamos enumeradas, los frutos de tan preciado y noble descubrimiento; siendo de admirar el crecidísimo número de obras que se dieron a la estampa en España durante los postreros años del siglo XV.

En medio de tantos hechos favorables para el desenvolvimiento de las letras españolas como tuvieron lugar en el floreciente reinado de Isabel I y Fernando IV, hay que registrar dos que le son contrarios, al menos en parte. El primero de ellos es el establecimiento del Tribunal de la Inquisición, planteado en España (1478) por los Reyes Católicos para conseguir la unidad política y religiosa de la nación. Muestra cuál sería el estado religioso de aquella época la supremacía omnipotente que en breve tiempo, y con aplauso del pueblo fanatizado, adquirió el Santo Oficio, muy principalmente sobre los dominios de la inteligencia, que tuvo prisionera, por largos años, en estrecha cárcel. Empezando por la persecución de los que eran acusados de judaizantes, continuó con la de los herejes y luteranos; convirtiose en institución política y en instrumento de los reyes, con lo cual invadió todos los terrenos, dejó sentir su poder en la esfera de las ideas e impuso al ingenio español la más cruel tiranía. «¿Qué es esto? ¿Dónde estamos? ¿Qué tiránica dominación es esta que tanto oprime los ingenios?» Así exclamaba el sabio Nebrija, quejándose de que en materias en que se podía hablar sin ofensa de la piedad cristiana, no se le permitiese publicar, «ni aun pensar», lo que estaba viendo. Y tan fundada era la exclamación del célebre humanista, y tan cierto que el espíritu invasor, suspicaz y tiránico del Santo Oficio no reconoció límites, que hasta los varones de vida tan santa y costumbres tan austeras como Juan de Ávila, conocido por el Apóstol de Andalucía, Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, y otros como el Arzobispo de Toledo Carranza, y Cazalla, el Capellán de Carlos V, se vieron molestados, perseguidos y hasta quemados por tan malhadado Tribunal370. Con tan terrible persecución, con la censura previa establecida para todas las obras y con los índices expurgatorios, a donde fueron llevados los libros de nuestros más sabios y piadosos escritores, natural era que muchos talentos se alejasen por miedo o por escrúpulo de las investigaciones científicas y que se dejaran de cultivar por otros determinados conocimientos, todo lo cual influía en daño de las letras. Y gracias que el maravilloso invento de Guttemberg contrarrestó notablemente tan pernicioso influjo.

El otro hecho a que nos hemos referido es la expulsión del pueblo hebreo decretada también por los Reyes Católicos, para llegar al fin que se propusieron con el establecimiento de la Inquisición. Las letras y las ciencias eran deudoras en España de grandes beneficios a los judíos. El decreto de expulsión rompía todo comercio entre nuestro pueblo y la raza proscripta, con lo cual se privaba a la literatura española de una de las fuentes más abundantes y preciadas en que bebiera su inspiración durante la Edad Media. No deja, por lo tanto, de influir en sentido adverso en nuestras letras el suceso de que acabamos de tratar.

Tales son, pues, los hechos que mayor influencia ejercieron en el desenvolvimiento literario de Castilla durante el gobierno de los Reyes Católicos. Conviene dejarlos ahora indicados, porque si no fructifican completamente desde luego, se dejan, sin embargo, sentir, y son como las causas determinantes de la gran trasformación que las letras sufren en los comienzos de la segunda época de nuestra historia literaria, y que si no se cumple por entero, empieza a realizarse en el reinado que nos ocupa, como podrá observarse en las dos lecciones siguientes, en donde veremos en qué consiste principalmente esa trasformación que da por resultado ese brillante período denominado con razón siglo de oro de las letras españolas.




Lección XXVI

La Poesía en el reinado de los Reyes Católicos. -Instrumento que emplean sus cultivadores y formas artísticas y escuelas que los mismos adoptan. -Principales poetas castellanos, aragoneses y catalanes que florecen en la corte de aquellos monarcas: Florencia Pinar, Fray Iñigo López de Mendoza, Juan del Enzina, D. Pedro Manuel de Urrea, D. Juan de Padilla (el Cartujano), Diego Guillén de Avila y otros. -Carácter de la Poesía en estos tiempos; tendencia de los eruditos a emplear las formas populares. -La novela en el reinado de los Reyes Católicos: creciente desarrollo de la caballeresca. -Tirante el Blanco y los Palmerines. Noticia de otros linajes de ficciones caballerescas. -Aparición de la novela de costumbres: la Celestina. -Importancia y valor literario de esta producción


La protección dispensada a las letras y sus cultivadores por Fernando V e Isabel I, según en la lección precedente hemos dicho, y el influjo que en el desenvolvimiento literario ejercieron los hechos que en la misma lección quedaron apuntados, fueron causa de que en el reinado de aquellos monarcas florecieran gran número de poetas de todas clases y de los que no pocos lograron merecido renombre en la república de las letras.

De notar es aquí una circunstancia, digna por todo extremo de consignarse por la importancia que reviste en lo tocante a la constitución de nuestra nacionalidad. A la vez que en las esferas de la política se realizaba la unidad de la nación con la unión de los tronos de Castilla y de Aragón, la Poesía coadyuvaba al mismo fin, por virtud de la misma causa, siendo cultivada por los más renombrados trovadores de Castilla y Aragón, de Cataluña y Navarra, en el romance castellano, y manifestándose en cuantos géneros literarios y formas artísticas llegaron al reinado que nos ocupa; dezires, reqüestas, esparzas, canciones, motes, glosas y villancicos, todo fue cultivado por la musa de aquellos poetas, que a la vez que en la escuela provenzal, aparecen filiados en la dantesca, en la didáctica y aun en la simbólica, es decir, en todas las que hemos visto antes de ahora brillar en el Parnaso de Castilla.

Muchos son, como queda dicho, los poetas que pulsan la lira en este feliz reinado, entre los cuales brillan muy distinguidas damas, tales como Doña Florencia Pinar, cuyo nombre no debe omitirse en un estudio como este. Pero habiéndonos de ocupar sólo de los poetas que mayor renombre alcanzaron (pues el abarcarlos todos sería por demás prolijo e impropio de este libro), empezaremos por Fray Iñigo López de Mendoza, perteneciente a la Orden Franciscana y pobre de condición, aunque, al parecer, de noble abolengo. Fue maltratado de sus contemporáneos, que lanzaron contra él mil acusaciones, llamándole lobo cubierto de pardo manto y escribió varias composiciones, entre las que merecen especial mención La Vida de Nuestro Señor Jhesu-Xpo, enriquecida con himnos, romances y villancicos de mérito, por punto general; el Dictado en vituperio de las malas mujeres y alabanza de las buenas, sátira que no carece de gracia y donaire, y el Dechado de la Reina doña Isabel, en el que da a esta princesa sabios y provechosos consejos. En todas las poesías que salieron de la pluma de Fray Iñigo, dio muestras de sus prendas morales y de poseer no vulgares conocimientos artísticos.

Como poeta erudito que aspiró al galardón de escritor didáctico y fue versado en letras clásicas, según lo revelan sus traducciones de las obras de la antigüedad latina, debe también citarse a Juan del Enzina (1468-1534), natural de Salamanca y muy estimado en la corte de los Reyes Católicos, así como en Roma, donde estuvo después de haber visitado la Tierra Santa, y de donde regresó al obtener el priorato de León. Si como escritor didáctico escribió el Arte de poesía castellana, como poeta apareció filiado a la escuela alegórica, según de ello dan testimonio su composición Triunfo de Amor, en la que sigue las huellas de Imperial, Mena y Santillana, así como las tituladas El Testamento de Amores, la Confesión de amores, la Justa de Amores y el Triunfo de la Fama y Glorias de Castilla, que sin duda es la producción más importante de cuantas escribió en dicho concepto, y cuyo objeto es narrar las preclaras hazañas de los Reyes Católicos, desde que comenzaron a reinar hasta la toma de Granada. En esta obra, no sólo se presenta Juan del Enzina como filiado en la escuela alegórica, sino que a la vez aspira a dar razón del movimiento clásico que a la sazón se realizaba. Dio como ninguno este insigne poeta gracia y frescura a las canciones y villancicos que tanto se acercan a la poesía genuinamente popular, de que fue uno de los primeros y más preclaros representantes, según veremos al tratar del nacimiento de nuestro teatro, y se esforzó por dotar sus producciones de las formas tradicionales en el Parnaso español, con lo que venía como a afirmar su carácter de poeta erudito371.

También merece ser citado D. Pedro Manuel de Urrea, nacido en 1486 y perteneciente a una ilustre y distinguida familia. Cultivador de las tres formas poéticas que ya conocemos, tiene composiciones de todas clases en su Cancionero, en el cual hallamos al lado de las coplas o canciones fáciles, y de los villancicos y de los motes, las Fiestas de Amor, la Sepoltura de Amor, los Peligros del Mundo o la Égloga de Calisto e Melibea, que es un ensayo en el cual se revelan, según a su tiempo veremos, propósitos dramáticos. También tiene composiciones de carácter religioso, como las que dirige a un Crucifijo, A la Cruz y a la Virgen en el Calvario: escribió, además, unas coplas A las cinco letras de Nuestra Señora (María), e hizo una traducción del Stabat mater. Las obras de Urrea están escritas, por lo general, con naturalidad y desenfado, particularmente los romances, en los que se acerca a los cantores populares. Fue Urrea el primero, quizá, de todos los ingenios aragoneses que florecieron en el reinado que nos ocupa.

Por las breves indicaciones que preceden y otras que hemos hecho en algunas de las lecciones anteriores, ha podido observarse que el cultivo de la poesía religiosa ganaba cada vez más terreno entre los ingenios de Castilla, empezando como a preludiar el majestuoso y extraordinario vuelo que adquirió en tiempos de Fray Luis de León. Superiores a las composiciones de esta índole que llevamos mencionadas, son las que salieron de la pluma de D. Juan de Padilla, llamado El Cartujano, por haber sido monje en la Cartuja de Santa María de la Cueva, de Sevilla, en cuya capital nació por el año de 1468. Diose a conocer por su erudición al componer fábulas relativas a la antigüedad clásica, a pesar de lo cual debe ser tenido como poeta esencialmente dantesco, según puede verse en su poema titulado Los doce Triunfos de los Apóstoles, en el cual imita decididamente, y como ninguno lo había hecho hasta él, al ilustre cantor de Beatriz; bien es verdad que no se olvida de la tradición clásica, que refleja muchas veces en su obra, hasta el punto de imitar la Eneida. De este modo, mediante esta doble influencia de las letras latinas e italianas que se observa en el poema del Cartujano, patentízase el doble movimiento que, según en lugar oportuno dijimos, emprendió la literatura castellana con el renacimiento de las letras, iniciado en la patria del Dante. Distinguiose Juan de Padilla por su deseo de enriquecer el dialecto poético, deseo que caracteriza a la escuela sevillana, pues ya lo habían manifestado Imperial y otros de sus discípulos, y en el siguiente siglo lo puso muy de manifiesto Herrera, el divino. Otra de las producciones religiosas del Cartujano es la titulada El Retablo de la vida de Cristo, siendo muy de sentir que no haya llegado a nuestros días el Laberynto del Duque de Cádiz, poema histórico impreso en 1493. El estilo de Juan de Padilla es, por lo general, fácil y vigoroso, y no se halla exento de lozanía.

Como filiado también a la escuela dantesca, es digno de mención Diego Guillén de Ávila, hijo de Pero, el de Segovia, autor de la Gaya sciencia, de quien tratamos en la lección XXIV. Fue trovador muy favorecido del arzobispo de Toledo, D. Alonso Carrillo, en cuyo palacio se crió, recibiendo esmerada educación literaria y abundantes distinciones en su carrera. Familiar del cardenal Ursino, obtuvo una canonjía en Palencia, que no se sabe llegase a desempeñar, pues que al entrar en siglo XVI continuaba en Roma al servicio de aquel príncipe de la Iglesia. Compuso un Panegírico en alabanza de doña Isabel, a la que se lo remitió en 1500: lo terminó el año anterior. Aunque la materia de esta obra es histórica, la forma literaria es dantesca, como la de Los doce triunfos, del Cartujano, distinguiéndose también como esta producción por la erudición clásica de que está sembrada. En su Loor a D. Alonso Carrillo, se mostró Guillén más imitador de la Divina Comedia, con la particularidad de tomarse en él al Dante como guía y maestro, a la manera que lo hicieron los autores del Dezyr de las Siete Virtudes y del Triunfo del Marqués de Santillana.

El trovador aragonés D. Juan Fernández de Heredia, muy estimado en la corte de Aragón y que como inclinado a la escuela de los provenzales, escribió canciones, glosas, esparzas y otras composiciones de este género, entre las que no debe olvidarse la titulada Maldición que face a sí mesmo; Hernando de Rivera, que más merece el título de fiel narrador y verdadero cronista que el de poeta, según lo denota el poema histórico que escribió en coplas sobre la guerra del reino de Granada; el converso Pedro de Cartagena, último hijo del tantas veces nombrado por nosotros, D. Pablo de Santa María, y que escribió un elogio de la Reina Católica; y los trovadores catalanes Mossén Crespi de Valdaura y Mossén Trillas, autores de la Elegía consagrada a plañir la muerte de la Reina doña Isabel, Reina d'España y de las dos Cecilias, son otros tantos ingenios de los, que entre muchos, más poetas merecen citarse, como pertenecientes al reinado de los Reyes Católicos372.

La imitación, ora de las formas clásicas, bien de las dantescas, es una de las condiciones porque se distingue la Poesía en el período de que tratamos. Aun en las producciones de más sabor alegórico, hemos visto mostrarse con insistencia las manifestaciones de la erudición clásica con el sentido y la dirección de la escuela didáctica. Y mientras que la lengua castellana se extiende cada vez más por los dominios del arte español, sustituyendo en todas partes a los dialectos que se hablaban, la poesía erudita, como si también quisiera coadyuvar al movimiento de unidad que en nuestra nación se operaba, se acerca cada vez más a la popular, empleando sus formas, y preludiando el no lejano momento en que se verifica la fusión del arte popular y del erudito, tras el prolongado divorcio de la Edad media. Así es que mientras en la primera mitad del siglo XV el empleo de las formas genuinamente populares era tenido como exclusivo, patrimonio de gente baxa e de servil condición, al terminar el mismo siglo, los eruditos y cuantos próceres hacían gala de trovadores, se habían dado al cultivo de dichas formas, ya glosando los romances viejos, o bien escribiéndolos nuevos, de toda clase de asuntos, lo mismo históricos, religiosos y caballerescos, que amorosos y de erudición clásica373. Los poetas más renombrados y los de alcurnia más elevada, no se desdeñan de contarse entre los poetas ínfimos, como se llamaba a los populares en la corte de D. Juan II; antes bien, pugnaban por apoderarse de las formas consagradas de antiguo en los cantos populares, no obstante el imperio que ejercían y la boga que alcanzaban las formas clásicas.

La Novela, de la que hemos tratado en las lecciones XVII y XXI, sigue también desenvolviéndose en este período, en el cual aparece ya la novela de costumbres. Prosíguese, como es natural, el cultivo de la novela caballeresca, que merced a la invención de la imprenta y al renacimiento clásico, se había generalizado grandemente, y era cada vez más popular en España, donde desde que se dio a la estampa el Amadís de Gaula, se despertó de un modo prodigioso la afición a los libros caballerescos.

Refiriéndonos aquí a lo que en la lección XXI dijimos acerca de este linaje de ficciones, añadiremos que entre las que corresponden al reinado de los Reyes Católicos, las principales son las historias del Rey Canamor e del Infante Turrián, su fijo, del Infante Adramón, del Caballero Marsindo, fijo de Serpio Lucelio, príncipe de Constantinopla y, sobre todo, las más célebres y aplaudidas de Tirante el Blanco y Don Palmerín de Oliva, este último tronco, como el Amadís de Gaula, de numerosa dinastía de libros de Caballerías y de andantes caballeros.

La Historia de Tirante el Blanco, escrita, según algunos, en portugués y dada a luz en 1490, en lenguaje valenciano, del que se vertió al castellano en la primera mitad del siglo XVI, aparece publicada bajo los nombres de Mossén Johan Martorell y Mossén Martí Johan de Galba, habiéndose supuesto que fue vertida al portugués del inglés, y luego al valenciano, con lo cual se le despojaba del mérito de la originalidad. No es esta obra tan rica en ficciones, lides personales y aventuras extrañas, como las demás que hemos citado, sobre todo la del Infante Adramón y la del Caballero Marsindo; pero en cambio es la exposición de una fábula ordenada conforme a las leyes fundamentales del Arte, y donde reinan gran sobriedad, por lo que respecta a las absurdas invenciones de gigantes, encantos y descomunales batallas en que abundan los demás libros de esta índole. En Tirante el Blanco no hay verdaderamente nada de sobrenatural, nada que no pueda realizar un heroico caudillo; y si a esto se agrega la gravedad de la narración y del estilo, y lo agradable del lenguaje, se comprenderá porqué es uno de los libros de Caballerías aplaudido por Cervantes374, y porqué en los tiempos modernos han declarado algunos críticos de importancia, que está exento de todo espíritu caballeresco.

De no menos fama gozaron los dos célebres libros relativos a los primeros Palmerines, el de Oliva y el de Inglaterra, dado a la estampa el primero en 1511 y en 1547 el segundo. Siendo ambos imitaciones muy bien hechas del Amadís de Gaula, asignóseles el mismo origen que a éste, llegando a atribuirse el de Oliva a una dama portuguesa, y el de Inglaterra a uno de los reyes de aquel país375. Los autores de los dos Palmerines no respetaron ya la genealogía de los héroes caballerescos, tales como habían aparecido divididos en los dos ciclos, sino que mezclan ahora la sangre y unen los destinos de los caballeros de ambas ramas. Hay en el Palmerín de Inglaterra más aparato de ficciones andantescas que en el de Oliva, pero no siempre está expuesto y ordenado con la fortuna que éste, al que aventaja, sin embargo, en el estilo y lenguaje, que es más fresco y corriente, conservando cierto sabor de antigüedad y distinguiéndose por la naturalidad y soltura en las descripciones y los diálogos; lo cual arrancó a Cervantes el elogio que formula, por boca del cura, al hacer el famoso escrutinio: «Esa palma de Inglaterra, dijo el cura, se guarde y se conserve como cosa única, y se haga para ella otra caja, como lo que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la disputó para guardar en ella las obras del poeta Homero».

Como el Amadís de Gaula, tuvieron los Palmerines una dilatada familia de descendientes. Además de las Sergas de Esplandián, en que se narra la historia del hijo de Amadís, se interpusieron entre el Palmerín de Oliva y el de Inglaterra las aventuras de Primaleón y Polendos, de Platir, y otros héroes caballerescos.

Además, y siguiendo el creciente gusto por esta clase de ficciones, escribiéronse y aun tradujéronse del francés muchos libros de Caballerías, verdaderamente independientes de las genealogías anteriores. Entre estos libros, son los más conocidos: Don Belianís de Grecia, Don Cirongilio de Tracia, el Caballero del Febo, Felixmarte de Hircania y otros por el estilo.

Y no se limitaban las traducciones a esta clase de novelas. Mientras que se traían a nuestro suelo los libros caballerescos, traducíanse al romance castellano otro linaje de producciones por el estilo de la patética historia de Euríalo y Lucrecia, escrita por Eneas Silvio, o como la Fiameta de Bocaccio y la Qüestión de Amor y otras en que se emplean las formas narrativas y descriptivas que ya aparecen en el Siervo libre de Amor y en la Cárcel de Amor, de que en la lección XXI tratamos. De este modo, partiendo de los libros de Caballerías, y tratándose luego de buscar en la vida real la antítesis de los mismos, llegose a constituir entre nosotros la novela de costumbres, que poco después había de ser cultivada por ingenios de tanta valía como Hurtado de Mendoza, Cervantes y Quevedo.

El primer ensayo que en esta dirección se hace corresponde al reinado de los Reyes Católicos y está representado por el libro, famosísimo en los anales de nuestra literatura, que lleva por título la Celestina o Tragicomedia de Calisto y Melibea, obra que ha sido considerada de diversos modos, si bien cuantos de ella han tratado convienen en asignarle lugar muy distinguido en la historia de la literatura española.

Opiniones distintas se han sustentado acerca de quien fue el verdadero autor de este famosísimo libro, atribuido por algunos al poeta Juan de Mena. Mas en el día se tiene ya por cosa averiguada que el plan fundamental y el primer acto (o parte) de los 21 en que sel divide son debidos a Rodrigo de cota el Viejo, y que los 20 actos restantes los escribió, aprovechando unas vacaciones de 15 días, el Bachiller Fernando de Rojas que según él mismo asegura, hubo a las manos en Salamanca el principio de la historia de Calisto y Melibea, lo que fue para él suerte muy grande y para las letras españolas un rico e inapreciable hallazgo, según ahora veremos.

Si ha habido diversidad de pareceres acerca de quien escribió la Celestina, también la ha habido y aún la hay respecto del género literario a que pertenece. Mientras que para unos la historia de Calisto y Melibea es sólo una novela, otros la tienen por una producción dramática. Los que opinan de esta manera invocan en su apoyo el título de tragicomedia que la dio Fernando de Rojas y la forma dramática (diálogo) que en su desarrollo se emplea. Pero si se tiene en cuenta, como no puede menos de tenerse, que el nombre de tragicomedia, del mismo modo que el de comedia, se refería en aquella edad a la esencia de las obras, no a las formas artísticas y literarias, como puede verse por los ejemplos que nos ofrecen Dante en su epopeya de la Divina Comedia y nuestro Marqués de Santillana en el poema que titula Comedieta de Ponza; si recordamos que en muchas de las obras en prosa, particularmente en las manifestaciones didáctico-simbólicas, se emplea el diálogo, sin que por eso sean clasificadas como producciones dramáticas, y si, en fin, consideramos que ni el público, ni los medios teatrales entonces disponibles, hacían posible la representación de una obra que requería gran aparato escénico y cuyas dimensiones son extraordinarias, no podremos menos de decidirnos por la opinión de los que creen que los autores de la Celestina ni siquiera imaginaron que su obra pudiera ser representada. Por lo tanto, la historia de Calisto y Melibea debe ser considerada por nosotros nada más que como una novela dialogada, en cuyo concepto la ponemos en este lugar376.

Para comprender mejor la importancia de la obra que nos ocupa, expongamos su argumento que, reducido a pocas palabras, es como sigue:

Calisto, mancebo joven, hermoso y rico, se enamora ciegamente de Melibea, doncella de extremada belleza, y no pudiéndola ver por estorbárselo los padres de ésta, se vale para conseguirlo de su criado Sempronio y de Celestina, vieja zurcidora de voluntades y maestra muy ducha en materia de conjuros y de filtros. Al cabo se introduce la vieja en casa de Melibea, la cual desecha primero, entre enojada y vacilante, la demanda que le hace Celestina, a la que después desea ver y manifiesta su amor por Calisto, al cual concede una entrevista para la media noche. Seguido de sus criados, acude el apuesto mancebo a la cita y después de concertar con la dama de sus amores la forma en que han de verse, se retira placentero a su casa. Sus dos criados, Sempronio y Parmeno, buscan a Celestina y exígenle parte de la ganancia, conforme a lo que tenían concertado; pero la vieja se niega pertinazmente, por lo que después de acalorada disputa la matan con escándalo en que interviene la justicia, que manda degollar en la plaza pública a los dos criados de Calisto. Sabe éste el suceso, cuyo relato le produce amarga pena; pero recordando los encantos de Melibea, acude presuroso a la cita que le tenía dada y cumple sus deseos con la incauta joven, mientras que algunos amigos de los degollados se preparan a vengar la muerte de éstos en los dos amantes. Mientras tanto Pleberio y Alisa, padres de Melibea, tratan y discurren acerca del casamiento de ésta, a quien juzgan inocente, lo cual es causa de que la joven seducida empiece a dolerse de su fragilidad y de su falta. Al fin los concertados se deciden a llevar a cabo sus designios de venganza a punto en que Calisto gozaba de los favores de Melibea, en el huerto de Pleberio. Oye Calisto el ruido y saliendo en defensa de su criado Sosia, cae de la escala al saltar el muro del huerto y queda muerto en el acto. Melibea, toda desolada, sube a la cámara y encontrando en ella a su padre y fingiendo padecer del corazón, ruégale que le traiga algunos instrumentos músicos: va el cariñoso padre a buscarlos, y mientras tanto la desventurada joven se encierra en una torre, desde la cual revela su deshonra, arrojándose después desde ella ante la vista de Pleberio, que con lamentos de dolor profundo muestra a Alisa el cuerpo destrozado de su infortunada hija.

Tal es el argumento de esta peregrina obra, en la cual resplandecen dotes literarias de gran valor. La acción está llena de movimiento y de vida, y los caracteres de las personas que en la historia intervienen, han sido trazados con verdadera maestría. En lo que tiene la Celestina de original y subjetivo se descubre ya un verdadero pensamiento artístico; lo cual unido a la riqueza de sentimiento, a la brillantez y bello colorido de las descripciones y a la soltura y gracia del diálogo; que hace que el relato sea sabrosísimo, dan a la historia de Calisto y Melibea el lugar distinguido que tan justamente ocupa en nuestra literatura, y del cual no descenderá, por cierto, mientras exista nuestro hermoso idioma, pues el mérito de libro que nos ocupa estriba muy principalmente en el encanto del lenguaje castizo, fluido y armonioso con que está escrito, al punto de que representa un notable progreso en el habla castellana.

Aparte de alguna afectada erudición que no cuadra bien en boca de personajes como los que figuran en esta original historia, lo que hay en la Celestina de más reprensible es la inmoralidad, el cinismo descarado que con frecuencia reina en los pensamientos y en el lenguaje, lo que le valió el anatema de los escritores ascéticos y moralistas y el ser colocada en el índice expurgatorio del Santo Oficio; pero el fin de los autores era bueno, como fue gallarda la manera de desarrollarlo, y esto proporcionó a la Celestina alabanzas de escritores tan respetables como Cervantes, quien en su Ingenioso Hidalgo la califica de este modo:


libro, en mi opinión, divi-
si ocultara más lo huma-



En los Orígenes de Mayans y Siscar se dice que «ningún libro castellano hay escrito en lenguaje más propio, natural y elegante que la Celestina; y Nebrija, Moratín y Lista la elogian sobremanera. Además de esto, la historia de Calisto y Melibea obtuvo en poco tiempo una popularidad inmensa: en el siglo siguiente se hicieron de ella más de treinta ediciones y muy en breve fue traducida al inglés, al holandés y al alemán, tres veces al francés y otras tantas al italiano, y últimamente al latín377. También se hicieron de ella numerosas imitaciones. Ticknor la elogia mucho, y a pesar de colocarla en los orígenes de nuestro teatro dice que «es más bien una novela dramática que un verdadero drama», con cuya apreciación estamos de acuerdo, y por eso colocamos nosotros la Celestina en donde empieza el desarrollo del género novelesco español, teniéndola, como la tenemos, por el primer monumento de la novela española de costumbres y el tronco de esa familia de libros picarescos con que nuestros mejores ingenios del siglo XVI enriquecieron la historia de nuestras letras.




Lección XXVII

La Oratoria y la Didáctica durante el reinado de los Reyes Católicos. -Oratoria religiosa y profana. -Caracteres de la religiosa. -Sus cultivadores: Fray Hernando de Talavera. -Cultivadores de la oratoria profana. -La Didáctica en este reinado: desarrollo que durante el mismo alcanza la Historia. -Cultivadores de las Crónicas y estudios generales: Mossén Diego de Valera, Diego Rodríguez de Almela y Alonso de Ávila. -Escritores de Crónicas contemporáneas: Micer Gonzalo de Santa María y el Bachiller Palma. -El Bachiller Andreas Bernáldez (el Cura de los Palacios) y Hernando del Pulgar, cronistas de los Reyes Católicos. -Otros cultivadores de los estudios históricos. -Escritores de filosofía moral y de política. -El género epistolar en este reinado: su importancia


El movimiento literario que estamos bosquejando, alcanza también, durante el reinado de los Reyes Católicos, a la Oratoria y la Didáctica, que encuentran durante él muchos y valiosos cultivadores.

Por lo que a la Oratoria respecta, a lo que en la lección XXII dijimos, debemos añadir que, al paso que no desmerece de la del reinado de D. Juan II la religiosa, toma gran incremento la profana, que ya puede decirse que tiene verdadera importancia, no sólo por el mayor número da los ingenios que a su cultivo se consagran, sino también por la importancia de éstos y de los fines a que con ella se dirigen, finos que, por otra parte, revisten en el reinado que nos ocupa, una gran variedad. Mientras que los oradores religiosos prosiguen la tarea de defender y esclarecer el dogma y la moral de la Iglesia, los profanos se proponen por objetivo principal fines políticos y patrióticos, como el de persuadir a la princesa Isabel para que reciba por esposo al príncipe de Aragón, el de animar a los defensores de Alhama, el de ganar voluntades a los reyes, el de excitar a los procuradores del reino para que tratasen de poner coto a la anarquía que devoraba al Estado, y el de alentar al rey para que pusiese término a las empresas que había acometido. Si los oradores religiosos aparecen doctos y animosos, llenos de celo y haciendo gala de verdadera elocuencia, los profanos se nos presentan dignos, graves y respetuosos, y más que de vanos alardes retóricos, haciendo gala de su amor a la patria, a la que anhelaban ser útiles, sin que por esto deba entenderse que su oratoria fuese desaliñada e indigna de estima, bajo el punto de vista del Arte.

Concretándonos a los oradores religiosos, debemos señalar dos circunstancias, porque se distinguen sus oraciones: es la una la influencia clásica que en ellas se observa, como consecuencia general del movimiento que a la sazón seguían las letras en Castilla, y que en las lecciones XX y XXV hemos procurado fijar, y consiste la otra en el menosprecio que hacían de la lengua patria, prefiriendo la latina en la producción de aquellas oraciones. Ambas circunstancias, que caracterizan la oratoria religiosa del reinado cuya historia literaria bosquejamos, hallan su explicación, no sólo en el creciente influjo del Renacimiento, sino en la predilección que la reina mostraba por el idioma del Lacio, del que, como ya hemos visto en la última de las lecciones citadas, fue decidida y aun entusiasta partidaria.

Como más arriba hemos dicho, fueron muchos los cultivadores que tuvo la oratoria religiosa por los tiempos de que tratamos, habiéndolos entre ellos así castellanos como valencianos y catalanes378. Merece entre todos ellos especial mención D. Fray Hernando de Talavera, que nació en la villa de este nombre, de padres humildes, por los años de 1428. Su esmerada educación y su gran talento granjeáronle la fama de sabio entre sus contemporáneos y le atrajeron la estima de la Reina Isabel, quien le llevó a su lado, con frecuencia para escuchar sus consejos, que le fueron muy provechosos. Desempeñó Talavera cargos tan importantes como el de prior de Santa María del Prado, en Valladolid, visitador de la Orden de Jerónimos, a que perteneció, obispo de Ávila, y últimamente primer arzobispo de Granada. Ejerciendo este último cargo alcanzó fama de varón virtuoso y prudente, así como de celoso padre de la Iglesia, a la que más de una vez logró llevar en un día a que recibiesen el bautismo tres mil moriscos y judíos, sin que contra él se hubiese elevado queja alguna de seducción ni de violencia. Tan grandes resultados se debieron, tanto a sus obras379, como a su palabra calificada de sencilla, clara y llana, pero insinuante, decisiva y dulcemente imperiosa, cualidades que naturalmente resplandecían en sus sermones, acerca de los cuales dice el autor de la Breve suma de la vida de Talavera, que «eran diferentes de los que hacen comúnmente otros: que muchos son ad pompam. Predicaua él de manera que aunque dezía cosas arduas e muy sotiles y de grandes misterios, la más symple vejezita del auditorio las entendería tan bien como el que más sabía; porque todo su yntento era la salud de las ánimas; y por eso siempre trataua de los vizios y enseñaua las virtudes; y por eso sus sermones parescían tan llanos, que algunos dezían que departía y no predicaba. Pero nunca le oyó letrado que no llevase alguna doctrina de las consejas que los nezios o maliciosos dezían que pedricaua». Después de este pasaje, en el que se compendia el juicio acerca de la oratoria de Talavera, sólo nos resta decir que estos sermones los escribía el docto prelado en lengua vulgar, para que pudiera ser aprovechada su doctrina por los que no pudieran oírlos, con lo cual se apartó de la tendencia general, que antes hemos señalado, de escribir en lengua latina las oraciones religiosas.

Entre los cultivadores de la oratoria profana, distínguese D. Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal de España, que ejerció gran influencia, así en los destinos del Estado como en nuestra cultura literaria. Su oratoria era enérgica, como lo prueba el discurso que pronunció en el consejo del rey D. Fernando, para disuadir al monarca de que concediese a D. Alfonso de Portugal las treguas que solicitaba en Zamora. También debe mencionarse en el mismo concepto a D. Alonso de Quintanilla, quien dirigiendo su voz a los procuradores del reino, movíalos a votar la institución de las Hermandades, en una memorable oración, tan razonada como enérgica y elocuente. Las mismas dotes brillan en la arenga (razonamiento) que D. Luis Portocarrero, distinguido también como trovador, dirigió a los defensores de Alhama, cuya custodia le estaba confiada, excitando su valor al hallarse esta plaza amenazada por las huestes del rey granadino. A estos nombres ilustres, que honran los fastos de la oratoria profana del reinado de Isabel I, pueden añadirse algunos otros, que no deben olvidarse, tales como los de don Gómez Manrique, que en otra lección anterior mencionamos, D. Gutierre de Cárdenas, Andrés de Cabrera, los condes de Haro y de Alba de Liste y el doctor Rodrigo de Maldonado.

No menos que la Oratoria es cultivada la Didáctica en este reinado, principalmente la Historia que recibe un notable desarrollo y recobra su primitiva importancia, lo cual es debido en parte al número y valía de los que a cultivarla se consagran. Mirando cada vez más a los modelos que ofrece la antigüedad clásica, como era natural en unos días en que se llegaba hasta despreciar la lengua materna por el afán del clasicismo, y purgándola (en cuanto era posible en una época que carecía de espíritu critico), de las ficciones, sobre todo, de las que se habían introducido por el influjo de los libros caballerescos, la Historia se desenvuelva considerablemente durante el reinado de los Reyes Católicos, así por lo que respecta a la historia general de España y de otros pueblos, como por lo que respecta a dicho reinado en particular. Siguiendo, pues, esta división, que aquí indicamos, empezaremos por las

Crónicas y Estudios Generales. -Sobresalió en este concepto Mossén Diego de Valera, natural de Cuenca, donde nació en el año de 1412. Fue en su juventud poeta de los que brillaron en la corte de D. Juan II, desempeñó cargos de importancia y de confianza y jugó bastante papel en los acontecimientos de la época tan revuelta que media desde el reinado de D. Juan II hasta el de Isabel I y Fernando V. Además de poeta, fue Valera moralista, como más adelante veremos, a lo cual le inclinaba su noble espíritu, que se distingue por la ingenuidad y la rectitud. El anhelo de robustecer y rectificar el sentido moral de los cortesanos y de enaltecer la gloria de los príncipes citados, cuyas proezas le habían llenado de júbilo y entusiasmo, impulsó a Valera a escribir su Crónica abreviada de España, que presentó a la reina en 1481. Aunque no sea éste el libro que mayor celebridad diera a Valera, debe citarse aquí, no sólo por el género literario a que pertenece, sino porque vino como a reanudar los estudios iniciados por el arzobispo D. Rodrigo y el Rey Sabio, y que habían sido interrumpidos una y otra vez. Por lo demás, el plan no era lo que debía ser, tratándose de una historia general de España, puesto que la de Valera se circunscribe a Castilla. Además las narraciones fabulosas tienen en ella demasiada cabida. De las cuatro partes en que está dividida esta historia, cuyo lenguaje es fácil y no carece de condiciones narrativas, la última es la que ofrece mayor interés. Diego Valera dio en esta obra, como en la Genealogía de los reyes de Francia, muestra de su talento, y sobre todo, de su erudición380.

Diego Rodríguez de Almela, natural de Murcia, donde nació por los años de 1426, debe ser colocado al lado de Valera. Fue discípulo de Alfonso de Santa María, a quien debió su educación y carrera eclesiástica y las dignidades que disfrutó en la Iglesia de Cartagena. No sólo se distinguió por su amor a las letras, sino que adquirió reputación de ser uno de los hombres más eruditos de su tiempo, como lo acreditan sus obras, sobre todo las históricas, de las cuales son las principales las tituladas: El Valerio de las Historias, las Batallas Campales y el Compendio historial de las Corónicas de España o Compilación de las Corónicas et Estorias de España. La primera, que es la más importante y fue compuesta en 1472, ha pasado hasta hace poco como de Fernán Pérez de Guzmán: es una compilación abundante, hecha sobre el libro de Valerio Máximo, y en los libros de que consta abraza los tiempos antiguos y modernos, pero con especialidad los hechos relativos a la Península ibérica y dentro de ésta a Castilla. Resplandece en la obra que nos ocupa un pensamiento esencialmente didáctico, que la anima toda, y que recuerda el arte didáctico-simbólico; su estilo es menos artificioso, más natural y sencillo, sin dejar de ser grave, que el que a la sazón empleaban los eruditos, y el lenguaje animado y vivo. Más estimable, bajo el punto de vista del interés histórico, que en el concepto literario, es el libro de Las Batallas Campales, cuyo objeto no es otro que el compilar los hechos de armas más celebrados que tuvieron lugar hasta la época del autor, fuera y dentro de la Península, por lo que obtuvo gran aceptación. Menos importante que las dos obras mencionadas es el Compendio Istorial de las Crónicas de España, que le valió el título de cronista real, y que dedicó a los Reyes Católicos, sin duda porque le inspirase demasiada confianza; abraza, como la Abreviada, de Valera, desde el diluvio hasta el reinado de Enrique IV.

Otro de los escritores que durante el reinado que nos ocupa se consagraron a cultivar la historia general, fue Alonso de Ávila, llamado así sin duda porque naciera en la población que lleva este nombre. Era hijo de Alfonso de Palencia, muy dado desde su infancia a los estudios clásicos e inclinado, por lo tanto, al conocimiento de la antigüedad. Movido del deseo de dar a conocer los hechos más notables relativos a la civilización romana y de enlazarlos con la historia de España, escribió el Compendio Universal de las ystorias romanas, libro que no carece de orden y claridad en la exposición, que refleja cuanto a la sazón alcanzaban los estudios históricos, y en el que el autor se deja influir demasiado por las tradiciones populares; está dividido en cuatro partes, conforme a los sucesivos estados por que pasó Roma, denominándose cada una de ellas Real, Consular, Imperial y Pontifical. El estilo de Ávila es flojo, como poco escogido el lenguaje, por lo que la obra en cuestión no merece gran estima bajo el punto de vista literario.

Crónicas Contemporáneas. -Entre las primeras de esta clase debe contarse la escrita por Micel Gonzalo de Santa María, reputado jurista y clasicista, habitante en Zaragoza a donde sin duda fue llevado muy joven. Titúlase Vida de D. Juan II de Aragón, y fue tanta la estima que alcanzó que, escrita en su origen en el idioma latino, fue trasladada al romance castellano por mandato del Rey don Fernando. El modelo que en ella sigue el autor es Tito Livio, por más que mostrase que también le era familiar Tácito. Los hechos están en esta Crónica expuestos con gran claridad, valiéndose de formas dramáticas en la pintura de caracteres y en la exposición de las situaciones. En cuanto al lenguaje, se resiente de la influencia del latín, por lo que aparece recargado de giros por demás hiperbáticos y un tanto difíciles, lo que hace que su lectura no sea muy agradable. El Bachiller Palma, uno de los más leales servidores de Isabel I, escribió la historia de Castilla desde la caída de España en tiempos de D. Juan I hasta que fue restaurada por los Reyes Católicos, con el título no muy apropiado de Divina Retribución, lo que dio lugar a que algunos teólogos la tuviesen por obra mística y aún teológica; el objeto principal de este libro es celebrar el triunfo de Toro como vindicación del hecho de Aljabarrota. Abraza un período corto (1385 a 1478) en la historia de Castilla y por los pormenores que encierra cuanto por lo que halagaba al sentimiento patriótico, ha sido y es muy estimado, a lo cual contribuye su exposición, que es natural, sencilla y algo ingenua, así como su lenguaje, que aunque peca de arcaico, es suelto y pintoresco.

Como el reinado de Enrique IV, tuvo dos cronistas el de los Reyes Católicos: tales fueron el Bachiller Andreas Bernáldez, conocido vulgarmente con el nombre de Cura de los Palacios y Hernando del Pulgar. La Crónica del primero, que se enlaza en el tiempo con la Divina Retribución, revela suma diligencia en la averiguación de los hechos y circunstancias, un amor grande a la verdad, y una ingenuidad que recuerda la credulidad supersticiosa de las primeras Crónicas: la sencillez y llaneza del lenguaje y estilo empleados por Andreas Bernáldez contrastan notablemente con el afán que manifiesta a veces de aparecer erudito, circunstancia que si en verdad no despoja a la Crónica de los Reyes Católicos del Cura de los Palacios de la importancia que tiene, con relación sobre todo a la historia de América, amengua algo su mérito literario, lo cual no obsta para que obtuviera universal estima, en lo cual debieron influir las dotes de narrador que su autor revela en ella. Sin carácter oficial se escribió la Crónica de Andreas Bernáldez; no así la de Hernando del Pulgar, Canciller y secretario de los Reyes Católicos y su cronista.

En la Crónica de los Reyes Católicos escrita por este varón ilustre, nacido en Madrid en el último tercio del reinado de D. Juan II, en cuya corte se educó, se advierte más que en ninguna otra un sentido verdaderamente histórico, como lo prueban el orden y método con que está escrita. Dividió Pulgar su obra en tres partes, reuniendo en la primera todos los precedentes del reinado, destinando la segunda a los ocho primeros años de él, en que parecía formarse la unidad nacional, y consagrando la tercera a las grandes empresas militares. Semejante disposición no sólo puede llamarse histórica, sino que también merece el calificativo de crítica, y pone de manifiesto, más claramente aún que en las otras crónicas, la influencia de los estudios clásicos, de los antiguos historiadores, que Pulgar imitó sobremanera, como lo demuestran las celebradas arengas y discursos que, a imitación de Livio, pone en boca de los personajes que figuran en su obra: las reflexiones y máximas filosóficas así morales como políticas que a menudo se encuentran en la Crónica del secretario de Fernando e Isabel, atestiguan igualmente la influencia de los estudios clásicos. A todas estas excelentes dotes, únase la facilidad y viveza que Pulgar tenía para pintar personajes y la dignidad, decoro y elegancia que revela en su estilo y lenguaje, virtudes, sobre todo estas últimas, que anuncian ya un estilo y un lenguaje más propios de la verdadera historia que de las Crónicas, y se tendrá una idea algo aproximada de la última manifestación de este subgénero literario, que realmente merece mencionarse. La Crónica de los Reyes Católicos, de Hernando del Pulgar, es la última que en rigor merece este nombre, y viene a ser como un presentimiento, como la aurora del reinado de la verdadera historia.

No podemos resistir al deseo de trasladar aquí algún trozo de esta Crónica, según queda hecho con otras que no le aventajan. Y ya que hemos hablado de las arengas, copiaremos algo de la muy notable por su mérito oratorio y por su sabor romano, que Gómez Manrique, alcaide y alguacil mayor de Toledo, dirige a los moradores de esta ciudad cuando intentan abrir las puertas de ella a D. Alfonso de Portugal. Dice así:

«Si yo, cibdadanos, non conosciera que los buenos e discretos de vosotros desseays guardar la lealtad que deveys a nuestro rey y el estado pacífico de vuestra cibdad, mi fabla por cierto o mis amonestaciones serían superfluas; porque vana es la amonestación a los muchos, quando todos obstinados siguen el consejo peor. Pero porque veo entre vosotros algunos que dessean biuir pacíficamente, veo assí mesmo otros mancebos engañados con promesas y esperanzas inciertas, otros vençidos del pecado de la cobdicia, creyendo enriquecer su cibdad turbada con robos e fuerças, -acordé en este ayuntamiento de amonestar lo que a todos conviene; porque conoscida la verdad, non padezcan muchos por engaño de pocos. Non se turbe ninguno, nin se altere, si por ventura non oyere lo que lo plaze; porque yo en verdad bien os querría complazer; pero más os desseo salvar. Toda honra ganada... y toda franqueza avida, se conserva, continuando los leales e virtuosos trabajos con que al principio se adquirió, y se pierde, usando lo contrario..».



Hernando del Pulgar escribió además otro libro de carácter histórico, titulado Claros Varones de Castilla, en el que en breves, pero pintorescos y a veces vigorosos cuadros, traza la vida de los más ilustres personajes de su tiempo, dando muestras de su estilo, firme, conciso, sentencioso, grave y levantado y de un lenguaje escogido y por punto general elegante381.

Florecieron durante el reinado que nos ocupa otros escritores, que como los citados, cultivaron la historia particular de Castilla y Aragón: tales son, entre otros, D. Diego Ramírez de Villaescusa, autor de una Historia de la vida y muerte de doña Isabel y de unos Diálogos sobre la muerte del príncipe D. Juan; el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal, que lo fue de un Registro o Memorial de los lugares visitados por los Reyes Católicos; el cronista del rey Católico Gonzalo de Ayora, que escribió entre otros libros una Historia de la reina Católica doña Isabel; el cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, que escribió muchos libros de historias e crónicas de los Reyes Católicos, etc., y otros varios que fuera ocioso enumerar. -Entre los que se dedicaron a los estudios genealógicos, merecen citarse, Rodrigo Gil de Osorio, que a semejanza de Fernán Pérez de Ayala escribió un Tratado sobre su apellido; Fernán Mexía, autor del Nobiliario Vero, Lope García de Salazar, que escribió una obra titulada Libro de Familias ilustres, y algunos otros que con más o menos éxito se dedicaron a escribir nobiliarios.

Pasando ahora a otros ramos de la Didáctica, empezaremos por decir que entre los oradores religiosos a que aludimos al comienzo de esta lección, merece citarse, en primer término, como cultivador de la filosofía moral, el ya nombrado Hernando de Talavera, que al intento de corregir las costumbres de aquella época, escribió en lengua vulgar un libro que tituló Tratado del vestir, del calzar y del comer, que además de ser una enérgica invectiva para refrenar la licencia de aquellas costumbres, tiene la ventaja de ser un precioso monumento de nuestra historia indumentaria. Del mismo prelado es el tratado que dirigió a doña María de Pacheco, condesa de Benavente, sobre el modo cómo se ha de ocupar una señora cada día, para pasarle con provecho, tratado en el que, como dice el Sr. Amador de los Ríos, se preludia la más acabada obra de Fray Luis de León, tan universalmente conocida con el título de La Perfecta Casada. El Espejo de la Conciencia y El Espejo de Consolación de tristes, de Fray Juan Dueñas, el Tratado de la Heregía de Fray Andrés de Miranda, y el Libro de las Confesiones de Fray Alonso Orozco, merecen citarse como obras didácticas del género que ahora nos ocupa, debidas a oradores religiosos. Entre los escritores que sin este carácter escribieron libros de filosofía moral, merece especial mención el ya citado Mossén Diego de Valera, que con tal sentido escribió su Exhortación de la Paz, su Providencia contra Fortuna, su Breviloquio de Virtudes, su Doctrinal de Príncipes, su Defensa de las virtuosas mujeres y su Espejo de verdadera nobleza. También merecen mención los tratados de filosofía moral, escritos por el canónigo Alonso Ortiz, con los títulos de Consolatoria y Gratulatoria; el titulado Vencimiento del Mundo, de Alonso Núñez de Toledo; el Lucero de la vida cristiana, del Maestro Pero Ximénez de Préxamo; y la Cadena de oro, del bachiller Gaspar de Cisneros.

Curioso es también un libro anónimo llamado De los pensamientos variables, que usando en parte de la forma alegórica y mezclando el verso con la prosa, encierra una enérgica protesta política, hecha a nombre de las clases trabajadoras contra la tiranía de la nobleza. El libro, aunque inspirado en el sentimiento popular que resplandece en las Coplas de Mingo Revulgo, parece de mano erudita, por más que su autor pretenda encubrirse bajo rústicas apariencias. El título que lleva es enteramente arbitrario, pues el autor declara que no sabía cómo llamarlo.

El género epistolar adquiere también, durante el reinado de los Reyes Católicos, gran desarrollo y notoria y justificada importancia, no sólo por lo que al fondo respecta, sino por lo que a la forma toca, en cuanto que en las colecciones de cartas, a la vez que hallan cumplida manifestación la elocuencia y los estudios morales, se muestra el lenguaje a una gran altura, ostentándose rico, sonoro, flexible, pintoresco y abundante, con esa soltura y gracia y a la vez natural sencillez que no es fácil darle, tratándose de otros géneros literarios.

Entre las Cartas de este reinado, que por su número e importancia han llegado a formar verdaderas colecciones epistolares, deben nombrarse, en primer término, las que la misma Reina Católica dirigió al ya nombrado Hernando de Talavera, y en las cuales escribe con sencillez, sin afectación retórica y no sin viveza de estilo y de lenguaje. También de Mossén Diego de Valera so han conservado unas Cartas, en las cuales resaltan las alas de estilo y lenguaje que adornan a este escritor: tan hidalga como era su franqueza al aconsejar a los reyes, es suelta y natural, rica y pintoresca su frase en dichas Cartas. Las Letras, que antes de ahora hemos citado, de Hernando del Pulgar, juntamente con las Cartas de Gonzalo de Ayora, constituyen una muestra elocuente de los progresos que a la sazón había hecho la lengua castellana, que en ambos escritores se muestra revelando sus peculiares dotes. Aunque no fuese, pues, más que bajo esta relación, prescindiendo de la importancia que tiene bajo el punto de vista histórico y de las costumbres, no podrían menos de tenerse en gran estima esos preciosos monumentos, representados por Colecciones epistolares382.






Apéndice a la época primera de la literatura nacional

La poesía popular en la edad media



Lección XXVIII

Indicaciones acerca de la poesía popular. -Sus primeros cultivadores. -Su división más importante. -Los Romances: su significación e importancia. -Su antigüedad: concepto en que fueron tenidos ellos y sus primeros cantores. -Teorías acerca de su origen y determinación de la más fundada. -Formas externas de los romances. -Primeras noticias de ellas e incremento que tomaron. -Clasificación de los romances: -por su carácter en relación con los géneros poéticos: -por su procedencia; -por los asuntos de que tratan. -Indicaciones generales acerca de los romances históricos. -Ídem de los caballerescos. -Ídem de los moriscos. -Ídem de los varios. -Ídem de los vulgares. -Los Romanceros


Ponemos fin a la primera época de nuestra historia literaria con el estudio de la poesía genuinamente popular, cuyas manifestaciones más importantes -los romances y el teatro- tienen una alta representación, no sólo en dicha época, sino en la siguiente. Siendo oscuro el origen de esta poesía popular -que vaga e incierta en un principio, como que en lo que puede llamarse período de su infancia estuvo confiada a la tradición oral, dio, no obstante, en esta edad y la siguiente, ocasión a ricos y grandiosos desarrollos literarios, en los que al cabo tomó parte muy activa la musa erudita-; nos ha parecido que debíamos estudiarla en su conjunto, presentando cada una de sus dos principales manifestaciones en un solo y continuado cuadro, de cuyo modo, no sólo abreviamos nuestro trabajo, sino que a la vez daremos más claridad y orden a la exposición de estos grandes desarrollos literarios, productos espontáneos, en su nacimiento, de la inspiración popular. Dichos desarrollos, que se hacen más ostensibles desde mediados del siglo XIV, preparan la gran trasformación que sufre la Poesía en el XV y en la segunda época de nuestra literatura, por lo que su estudio puede considerarse como una especie de transición entre una y otra época. De aquí también la razón del método que adoptamos al estudiar, del modo que queda indicado, las manifestaciones que son producto de la poesía genuinamente popular.

Si en la literatura erudita hemos visto reflejadas con insistencia y viveza sumas, en ciertos períodos, las ideas y sentimientos del pueblo castellano, también puede asentarse desde luego que en las manifestaciones debidas a la musa popular se nota con mayor pujanza todavía la misma circunstancia. Importa poco que los medios de expresión varíen de un modo inusitado y que las inspiraciones sean menos determinadas; siempre resultará que la poesía popular, más espontánea que la erudita, vive de las ideas y sentimientos que constituyen la nacionalidad del pueblo que la produce y está divorciada de todo espíritu y de toda tendencia, que no sean la tendencia y el espíritu que nutren y dan vida, que caracterizan predominantemente a la nación en que fructifica el género de literatura a que ahora nos referimos.

Gentes de condición humilde, pertenecientes a las más bajas esferas sociales, son en todos los países los cultivadores de la poesía verdaderamente dicha popular. Juglares de boca y de tamborete, trompeteros y saltadores, endecheras, cantaderas y danzaderas, se llamaron en Castilla los primitivos intérpretes de la musa popular. Y ya estuviesen más o menos estimados de las personas de condición más alta, ora fuesen anatematizados por los concilios y la legislación del reino, la verdad es que semejantes gentes prestaban animación a las fiestas públicas, intervenían en los actos privativos de la Iglesia y de la familia, cantando así en los entierros como en las bodas, ayudaban a ensalzar las virtudes de los héroes nacionales, y en fin, reflejaban en sus varios cantares las ideas y sentimientos del pueblo a que pertenecían, poniendo de manifiesto los deseos, las esperanzas, las creencias, los extravíos, los vicios y las virtudes de ese mismo pueblo, al cual proporcionaban solaz y divertimiento, cuando no le invitaban al vicio, mediante la desenvoltura y lascivos cantares de las juglaresas (cantaderas y danzaderas), entre las que se contaban no pocas judías y moras, que como las naturales del país, recorrían calles y plazas, pandero en mano, llamando la atención de la juventud inexperta y aun de la madura vejez, y ejerciendo, por ende, en las costumbres un influjo asaz pernicioso.

Es de advertir que la lira de los eruditos solía tener su participación en estas manifestaciones de la musa popular. El mismo Arcipreste de Hita declara en su Poema «que no cabrían en diez pliegos los cantares festivos y de burlas compuestos por él para ciegos, escolares, romeros, mendigos y juglaresas»; lo que denota que no siempre eran los cantares a que nos hemos referido, obra de las personas que los recitaban, sino que entonces acontecía lo mismo que hoy sucede respecto de los ciegos, a quienes todos hemos oído decir por calles y plazas esas canciones y romances de gusto pervertido, que tanto llaman la atención de los niños y de las gentes humildes e ignorantes. En contraposición de esto recordaremos esas bellísimas, concisas y expresivas poesías que con el nombre de cantares383, corren aún de boca en boca, y son en gran parte producto exclusivo de la musa verdaderamente popular: tienen su origen, como muchas de las canciones que recitaban los juglares, en la inspiración del pueblo, que, tal como las concibiera, sin afeites de ningún linaje, las sigue recitando con extremada fruición, sin duda porque ve en ellas expresada con exactitud y viveza la fórmula de sus aspiraciones y sentimientos.

Esto dicho, y sin engolfarnos en digresiones, que a muchas y muy interesantes se presta el estudio de la poesía popular, diremos respecto de ésta que en la época a que nos referimos se manifiesta principalmente en las composiciones conocidas con el nombre de romances, y en las que, por ir acompañadas de cierto aparato e intervenir en ellas más de un personaje, se denominaron escénicas, y dan origen a nuestro teatro. Mediante dichos dos géneros de producciones, que marcan dos direcciones distintas, dos diversos desarrollos, la poesía verdaderamente popular, no mirada ya con desdén por las gentes cultas, adquiere un vuelo sorprendente y una riqueza inusitada, así en la forma como en el pensamiento, a la vez que alcanza una aceptación y un éxito tan extraordinarios como merecidos384.

En la presente lección vamos a tratar de los Romances, forma poética, que a la importancia que tiene por su remota antigüedad, reúne la muy estimable circunstancia de contener la verdadera epopeya española, puesto que es la genuina expresión de la religión, de la historia, de la poesía, en una palabra, de la civilización de aquella época. Tienen los romances una importancia tan grande con relación a la historia de nuestra literatura, atesoran un caudal tan rico de bellezas y gérmenes poéticos, que ciertamente son dignos de ocupar lugar muy distinguido en cualquiera obra que trate de la literatura española, siquiera sea de límites tan reducidos como la presente.

Según todos los indicios, la forma del romance es de las más antiguas de la poesía española; debió nacer con los idiomas vulgares al sembrar los trigos, según la bellísima expresión de Lope de Vega.

El erudito D. Agustín Durán, asienta que es probable que el romance antiguo castellano haya sido la primitiva combinación adoptada por nuestros antepasados para conservar la memoria de sus sentimientos, de sus fastos y fábulas, y de su modo social de existir385.

Y en efecto, su mismo nombre indica que nació y creció juntamente con la lengua nacional que, como antes de ahora hemos dicho, recibió en un principio el nombre de romance; siendo indudable que proviene de los cantares de gesta, género de poesía el más plebeyo, debido a los juglares, que como al principio de esta lección dejamos indicado, lo cantaban por calles y plazas para recreo del vulgo. Lo imperfecto que entonces era el idioma y lo poco adelantada que a la sazón se hallaba la literatura, no menos que la mala fama de que solían gozar los juglares, que hasta por las leyes eran infamados, como indicado queda, fueron las causas de que los romances se vieran en un principio despreciados por los doctos y hasta excluidos de los géneros poéticos. Juan Lorenzo de Segura tiene buen cuidado de advertir al empezar su poema de Alexandre, que su canto y sus metros no serán como los de los juglares, sino como los de los clérigos, o gente culta y entendida; el Arcipreste de Hita que, según queda dicho, escribió algunos, trata de excusarse cuando no puede ocultarlo, y el docto Marqués de Santillana en su carta al Condestable, declara que «ínfimos son aquellos trovadores que sin ningún orden, regla nin cuento, facen estos romances y cantares de que las gentes de baja e de servil condición se alegran»; cuyas aseveraciones, no sólo patentizan el menosprecio en que eran tenidos los romances, sino que están además en consonancia con el concepto que en las Partidas se revela de los juglares, cuando se manda en ellas a los buenos caballeros que no den oído a los cantores de romances, sino cuando traten de hechos de armas. Esto no obstante, los romances llegaron luego a adquirir extremada importancia, ocuparon la atención de nuestros más grandes ingenios, y son considerados hoy como riquísimo tesoro de la literatura castellana.

Se ha disputado mucho acerca del verdadero origen de los romances, y está muy generalizada la opinión de don José Antonio Conde, que en el prólogo de su Dominación de los árabes, lo supone puramente musulmán, cuando asienta que los romances españoles, tal cual hoy se leen, son imitación de la poesía narrativa y lírica de los árabes, de quienes asegura que hemos recibido el tipo exacto para la versificación de dichas producciones y de las seguidillas. De esta opinión, a que parece inclinarse Gil de Zárate, fue D. Leandro Fernández de Moratín, que en sus Orígenes del teatro español manifiesta que sólo se sabía que los castellanos tomaron de los árabes esta combinación métrica. Del parecer de estos dos autores han sido varios de nuestros modernos literatos, entre los cuales figura D. Ángel de Saavedra, duque de Rivas, que en el prólogo a sus Romances históricos muestra su conformidad con la opinión asentada por Conde. Argote de Molina, por su parte, cree que el verso de los romances españoles es exactamente el octosilábico griego, latino, italiano y francés; pero añade «que es el propio y natural de España, en cuya lengua se halla más antiguo que en otra de las vulgares». El anglo-americano Ticknor, a cuya Historia de la literatura española nos hemos referido más de una vez, asigna a los romances un origen enteramente nacional, en lo cual conviene el Sr. Amador de los Ríos, quien demuestra con gran copia de erudición que en las fuentes latino-eclesiásticas debe buscarse el origen del metro de romances; lo cual se explica bien y sin despojar a éstos de aquella condición de originalidad; si se tiene en cuenta que el arte latino-eclesiástico sirvió como de base y precedente a la primitiva literatura castellana, que lo recibió a manera de legítima herencia, y tuvo como propias sus tradiciones.

La forma especialísima que revisten los romances, el carecer éstos en su primitiva época de rasgos que denoten ser poesía de imitación; la originalidad, sencillez y espontaneidad que en ellos resplandecen, circunstancias todas que revelan que el romance no ha podido derivarse de una poesía tan complicada en su estructura métrica, como es la de los árabes; el espíritu cristiano y patriótico que los caracteriza, y la varonil energía que revelan, energía tan extraña a la literatura afeminada, aunque más culta, del pueblo musulmán, como propia de la cultivada por los españoles en aquellos tiempos de rudeza, -son causas que nos inducen a aceptar como más fundada la teoría de los que asignan a los romances un origen eminentemente nacional.

Respecto de la forma métrica de los romances, debemos decir primeramente que éstos se hallan formados por versos octosílabos, cuya composición es más fácil que la de ningunos otros, no sólo en la lengua castellana sino en la generalidad de las extranjeras. Al principio no siempre debió seguirse esta regla, máxime cuando nuestros primeros poetas se cuidaban muy poco del número exacto de sílabas. Los versos en los romances están seguidos; mas hay algunos de éstos, aunque pocos, divididos en cuartetas; pero lo que da al romance el carácter especial que le distingue de las demás clases de composiciones rimadas y que no hallamos en la literatura de ningún otro país, es el asonante, especie de rima imperfecta, limitada exclusivamente a las vocales y que empieza en la última sílaba acentuada de cada verso. El asonante es, por lo tanto, como un término medio entre el verso suelto y el consonante riguroso, y hace que la forma métrica del romance sea tan fácil, natural, y acomodada al carácter de la lengua castellana, que no parece sino que fluye de la misma prosa, por lo cual no ha faltado quien, como Sarmiento, haya querido probar que ésta se halla escrita muchas veces, sin que el mismo escritor lo quiera ni eche de ver, en asonantes octosílabos: la forma del romance se adapta, por otra parte, muy bien al género narrativo. Al principio, en la época primitiva de los romances, la forma de éstos debió ser, más que la asonancia, el consonante empleado con poco rigor y escrúpulo, o sea una consonancia imperfecta que más tarde se regularizó algún tanto, quedando sólo para los versos impares, hasta que al cabo se adoptó definitivamente la forma asonantada.

Tarea por demás difícil es la de determinar la primitiva historia de los romances, velada como se halla por las sombras que cubren aún las primeras manifestaciones de la poesía popular. Se sabe que en 1147 muchas de estas manifestaciones eran canciones en que se celebraban las hazañas del Cid, y en opinión de algunos críticos, semejantes canciones no eran otra cosa que romances. También se sabe que en el reinado de Fernando III existieron dos personajes que por el apellido con que se les conoce y el título de poetas de San Fernando con que además se les designa, son considerados como autores del género de producciones que nos ocupan: tales son Nicolás de los Romances y Domingo Abad de los Romances, a quienes aquel monarca distinguió haciéndoles merced de una heredad en el repartimiento de Sevilla. Entre los años de 1252 y 1280 se mencionan de nuevo otros poetas autores de romances, así como en las Partidas y en la Crónica general, en donde repetidas veces se habla de las gestas o cuentos en versos de los juglares: en el cancionero de D. Juan Manuel había también romances. Empero, si sobre todo esto hay alguna oscuridad, por mas que razonablemente deba presumirse que los romances nacieron entre nosotros al sembrar los trigos, a la vez que las demás formas de la primitiva poesía popular que hemos puesto en boca de los juglares y juglaresas, lícito será dejar asentado que habiendo sido objeto preferente de la musa de las muchedumbres, durante el siglo XIV, las proezas del Cid y de Fernán González, las aventuras de Bernardo del Carpio y la lastimosa historia de los Infantes de Lara, en la primera mitad de dicha centuria reciben extraordinario desarrollo los romances, en lo cual convienen la mayor parte de las personas que en nuestra literatura se han ocupado. Vienen luego a notable decadencia, que raya en olvido, hasta que en el reinado de D. Juan II reaparecen, aunque no con todo su antiguo carácter nacional ni gozando tanto como antes del favor del pueblo. Recobraron ambas circunstancias durante los reinados de los Reyes Católicos y siguientes, en que adquieren gran importancia y estima, y en donde comienza para ellos la verdadera época de grandeza, como más adelante veremos.

Tal es lo que puede decirse acerca del origen, formas y primitiva historia de los romances, género de composiciones que «tal como es y ha sido, dice el Sr. Durán en el Discurso arriba citado, es tan exclusivamente propio de la poesía castellana, que no se encuentra en ninguna otra lengua ni dialecto que se hable en Europa».

Para completar este estudio, fáltanos presentar la clasificación de los romances, que en nuestro sentir no puede ni debe limitarse, como por lo general se hace, a la que se origina en los asuntos que en ellos se canta. A tres puntos de vista debe atenderse al tratar de clasificar los romances, porque tres son, en efecto, los aspectos que es necesario tener en cuenta para hacer una clasificación completa y lógica, que no peque de parcial ni de puramente accidental. El carácter del romance como género poético, puesto que lo mismo puede ser una composición objetiva que subjetiva; su filiación popular o erudita, o lo que es lo mismo, su procedencia en orden a la clase y condición del poeta que lo ha compuesto; la índole del asunto que se canta; -circunstancias son que hay que tenor en cuenta tratándose de los romances, y en cuya virtud deben establecerse las tres siguientes clasificaciones, en las cuales se procede de lo más general y comprensivo a lo más particular y determinado: 1ª. Por el carácter del romance o sea por el género poético a que pertenece; 2ª. Por su procedencia, y 3ª. Por su asunto.

En el primer concepto, divídense los romances en épicos y líricos, o sea, en objetivos y subjetivos, según que son meramente narrativos o expresan las ideas, creencias, sentimientos etc. de su autor. Así los de uno como los de otro género pueden ser populares y eruditos; pero en los de carácter épico preponderan los primitivos populares, que rara vez son líricos.

En el segundo caso se dividen en romances primitivos populares, llamados también romances viejos, que corresponden a la Edad Media; eruditos de imitación, que son, o refundiciones de los primitivos (viejos modernizados) o imitaciones libres; eruditos originales; y vulgares o populares degenerados. Los eruditos originales, que son subjetivos o líricos en su mayoría, y los de imitación, corresponden a los siglos XVI y XVII, y a este siglo y al siguiente los vulgares.

Por el asunto sobre que versan (tercera clasificación) se dividen los romances en históricos, caballerescos, moriscos, vulgares y varios. Como ésta es la clasificación a que general y exclusivamente se atiende -en cuanto que no ofrece las dificultades que las dos anteriores, pues la primera es demasiado general y habría que rechazar muchos romances en cada una de sus dos secciones, y la segunda es difícil de hacer bien, pues no siempre puede distinguirse con exactitud la procedencia de estas composiciones-, nos detendremos más en ella y haremos observaciones generales sobre cada una de las cinco secciones en que consideramos divididos los romances bajo este concepto, siguiendo el orden en que las dejamos enunciadas.

Romances Históricos. -Son los primeros en el orden cronológico y los más interesantes, en cuanto que se refieren en su mayor parte a los antiguos héroes castellanos. Tienen por base el sentimiento religioso y el patriótico, por lo cual se podrían dividir primeramente en heroicos, que proceden do los cantares de gesta, y religiosos, que por ser reflejo de las tradiciones piadosas han enriquecido nuestros Legendarios y Santorales. Ambas clases representan, en cuanto se refieren a nuestra historia, los esfuerzos heroicos y constantes de nuestros mayores en favor de la independencia patria y de sus venerandas creencias, y contienen el elemento primario y más robusto de la epopeya nacional que, según al comienzo de cita lección dejamos dicho, se halla vinculada en nuestros romanceros.

Muchos de los romances históricos los debemos a la tradición oral. En cambio de las formas literarias de que carecen los más primitivos, tienen un gran sello de originalidad, propio de la poesía que constantemente ha sido la más adecuada para expresar los sentimientos y pasiones populares. Conservar los hechos, tradiciones y creencias de la época y lugar a que se refieren; cantar las acciones virtuosas de los varones más santos que la España de la Reconquista abrigó en su seno, así como los esfuerzos heroicos de sus denodados caudillos; y pintar fielmente el carácter español, -tal es en suma el capital objeto de los romances que ahora nos ocupan.

Los históricos heroicos se dividen en romances relativos a la Historia de España y concernientes a la Historia extranjera. Los primeros tienen la importancia que antes hemos indicado, y sin duda son los más interesantes, mereciendo particular mención los que se refieren a los reyes don Rodrigo y Pelayo, a Bernardo del Carpio, el primero de los héroes nacionales en el orden cronológico, a Fernán González, que le sigue, a la triste historia de los Siete Infantes de Lara y del bastardo Mudarra, a las heroicas hazañas del Cid Campeador, objeto predilecto de la musa popular, y a otros muchos asuntos y héroes nacionales que fuera ocioso enumerar.

Tanto los romances relativos a la historia nacional, como los que dicen relación a la extranjera, se subdividen según las épocas históricas a que se refieren; pero no creemos necesario detenernos en esta nueva clasificación que fácilmente se comprende. Sólo diremos que nuestro romancero histórico es sumamente completo, pues que además de la historia patria, puede decirse que tenemos puesta en romances la universal, en cuanto que, además de los sagrados, que comienzan con Adán, los hay relativos a los tiempos mitológicos y heroicos de Grecia y Roma, a la historia del Asia, de las dos Grecias, de los tiempos históricos de Roma, de algunos países en Particular, como Portugal, Italia, etc. Por lo que a la historia nacional respecta, puede afirmarse que ningún país la tiene tan completa en este linaje de composiciones, en las que todavía se continúa hoy dicha historia, como lo atestiguan los romances que, relativamente a hechos y, sobre todo, a personajes contemporáneos, venden los ciegos por calles y plazas, y son muy leídos y estimados, no sólo por los niños, sino por las personas mayores del pueblo.

Los romances históricos concernientes a la historia de España, son en su mayoría de los que en la clasificación segunda calificamos de populares y también refundidos; los de la historia extranjera son, por punto general, eruditos. En una y otra clase los hay vulgares, constituyendo para algunos una nueva subdivisión.

Romances Caballerescos. -Proceden de las novelas y libros de Caballerías, y como es natural, están tomados de las tres ramas en que éstos se dividen, y que hemos designado con los nombres de ciclo bretón, ciclo carlovingio y ciclo greco-asiático. Como las producciones de que se derivan, los romances caballerescos reflejan el espíritu feudal de los tiempos a que se refieren, a lo que se debe, sin duda, no encontrar en ellos, con un carácter tan pronunciado, las ficciones que tanto abundan en los cantos populares de otros pueblos.

No es muy grande el número de estos romances, que pueden dividirse en seis clases o secciones, a saber: la primera, que comprende los sueltos y varios, y que es la más interesante; la segunda, que es la que contiene los romances tomados de los libros caballerescos que tratan de los galo-grecos; la tercera, que comprende aquéllos que se refieren a asuntos tomados de las crónicas bretonas; la cuarta, que encierra los que hacen relación a las crónicas carlovingias que tratan de los hechos fabulosos de Carlo Magno y los Doce Pares: estos romances son muy interesantes y los más caracterizados en el sentido de las ficciones caballerescas; la quinta, que contiene los romances cuyos asuntos fueron tomados de los poemas italianos, y la sexta, que abraza aquéllos en que se ha tratado de satirizar o caricaturar los de las secciones anteriores.

No son, ciertamente, de los mejores los romances caballerescos; antes bien, pueden calificarse, por punto general, de flojos y de poco interesantes, a lo que, sin duda, contribuye la demasiada extensión que por lo común tienen y también la minuciosidad de sus descripciones. Empero hay algunos que merecen ser conocidos.

Por lo que a su procedencia respecta, los romances caballerescos son: algunos populares, de imitación y eruditos muchos, y vulgares desde el siglo XVII.

Romances Moriscos. -Reflejan el espíritu que da vida a la epopeya en acción, que dando comienzo en las montañas del Norte, terminó con la conquista de Granada. A partir de este importantísimo suceso, cobran verdadera vida y animación estos romances que expresan, sin ningún linaje de recelo, el orgullo y regocijo de que se sintieron poseídos los cristianos al ver terminada felizmente la obra de la Reconquista. Domina en estos cantares o romances el espíritu caballeresco, propio del pueblo musulmán, y no se ven en ellos la aversión y el menosprecio con que en el comienzo de la lucha miraron los españoles cuanto procedía de sus enemigos los sectarios de Mahoma. Parece, en efecto, que una vez vencidos los árabes, el noble pueblo castellano olvidaba sus agravios y consolaba de su desgracia a los vencidos, celebrando en el romancero morisco las virtudes y hazañas de los muslimes.

Los romances moriscos se pueden dividir en cuatro clases o secciones. A la primera corresponden aquellos que no forman series de historias novelescas o fabulosas, es decir, los sueltos; son interesantísimos y muchos de ellos pertenecen a la época tradicional. A la segunda, los que se llaman novelescos, y que, a pesar de la sencillez y candor que revelan, pocos de ellos debieron componerse antes del siglo XV: representan una época literaria bastante culta y domina en ellos el elemento subjetivo. Son propios de la tercera clase los satíricos, jocosos y burlescos, que son como una parodia de todos los moriscos serios. Y a la cuarta corresponden las imitaciones de los comprendidos en las tres secciones anteriores, particularmente en la segunda: la generalidad son heroicos y amatorios.

Los romances moriscos, en los que predominan los líricos, son en su mayoría eruditos, habiendo entre ellos poquísimos primitivos populares.

Romances Vulgares. -Nacen a mediados del siglo XVII y vienen a ser como la postrera degeneración de los romances históricos. Revelan el estado de decadencia a que en dicha época había venido a parar la nación española; por eso sus principales caracteres son el fanatismo religioso y la servidumbre política, derivaciones fatales del triunfo que por aquel entonces había ya logrado el elemento teocrático. Y habiendo caído la nación en notable decadencia, merced al entronizamiento del despotismo más cruel y de la intolerancia más suspicaz, no hay por qué maravillarse de que la musa de un pueblo, que se había convertido en ignorante vulgo, se degradase hasta el extremo de cantar el crimen y de tomar por héroes a los bandidos y malhechores: no otra cosa debía esperarse de un estado social en que la corrupción era grande y por demás ostensible y en que la ciencia y las creencias no tenían otra luz que la que arrojaban las hogueras del Santo Oficio. Los romances que reflejasen este estado de cosas, es decir, la supina ignorancia del pueblo, las absurdas supersticiones de todas las clases y la inmoralidad de todo el Estado, no podían menos de agradar al vulgo alucinado que al punto simpatizó con ellos.

De ese vulgo que con tanto regocijo los acogió, toman el nombre los romances que ahora nos ocupan. Se dividen en novelescos y fabulosos, entre los que se incluyen los que tratan de encantamientos; caballerescos; milagrosos y devotos; históricos, generales y particulares; biográficos y anecdóticos o sea de valentías, guapezas y desafueros; y satíricos y burlescos386.

Romances Varios. -Corresponden a esta sección todos los romances no comprendidos en las cinco anteriores. Se distinguen por la preponderancia que en ellos se nota del elemento subjetivo y lírico y están destinados los unos a la enseñanza moral, los otros a pintar las manifestaciones del amor, y no pocos a censurar y criticar los vicios sociales o a ridiculizar los actos humanos. De esto se colige que los romances varios se dividen en tres clases o secciones: 1ª. doctrinales; 2ª. amorosos, y 3ª. satíricos y burlescos: a esta última sección corresponden las composiciones más interesantes de las comprendidas en el Romancero de varios. La sección segunda se subdivide a su vez en amorosos serios; alegóricos y simbólicos, pastoriles, piscatorios y villanescos; y festivos: contiene composiciones de mucho mérito.

Por lo que a su carácter y procedencia toca, los romances varios son en su mayor parte líricos y eruditos, y pertenecen a la Edad moderna, figurando entre ellos (como acontece en el Romancero morisco) obras de los mejores ingenios del Siglo de oro.

Dadas a conocer las clasificaciones más generalmente admitidas de los romances castellanos, bajo el punto de vista de los asuntos que tratan, tócanos decir algo acerca de las colecciones en que han sido recopilados.

Los romances más primitivos que se conservan fueron recogidos en los Cancioneros, que en la lección XXI hemos dado a conocer. La primera de estas colecciones que contiene romances, es la llamada Cancionero general, de Hernando del Castillo: hay en ella treinta y siete romances, de los cuales diez y nueve son de autores conocidos. Mas no habiendo los Cancioneros satisfecho lo bastante, toda vez que su objeto era otro, se recurrió a los Romanceros, colecciones que, como su título indica, sólo constan de romances.

Figura como el más antiguo entre los Romanceros el libro que recogido de la tradición oral imprimió en Zaragoza en 1550 Esteban de Nájera con el título de Silva de romances. Del éxito que adquirió este libro puede juzgarse sabiendo que en menos de cinco años se hicieron de él tres numerosas ediciones, la última de las cuales, que es la más completa, es conocida con el nombre de Cancionero de Amberes. A esta siguieron otras varias, siendo la más importante la que, publicada en nueve partes por los años de 1593 hasta 1597 en Valencia, Burgos, Toledo, Alcalá y Madrid, obtuvo gran popularidad, mereciendo que se reimprimiera cuatro veces en quince años. La última de estas reimpresiones salió a luz en trece partes publicadas desde 1605 a 1614 con el título de Romancero general: es la colección más cabal de los romances castellanos.

Aunque posteriormente se han reimpreso estos tesoros de nuestra literatura popular, lo cierto es que se ha hecho poco por enriquecerlos y aumentarlos. En nuestros tiempos los Sres. Quintana, duque de Rivas y Durán han publicado Romanceros importantes, entre los que merecen citarse el dado a luz por el último de los mencionados literatos desde 1828 hasta 1832, y el publicado por el mismo en la Biblioteca de Autores españoles (Tomos X y XVI) en los años de 1849 y 1851, que es muy completo y copioso y comprende cerca de dos mil romances, anteriores todos al año de 1700. A él nos hemos referido varias veces durante el curso de esta lección, por considerarlo como la mejor fuente a que puede acudirse para estudiar nuestra poesía romancesca387.