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ArribaAbajo Sección II

Escritores de espiritualidad


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ArribaAbajo Introducción

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Un antiguo dicho de origen desconocido caracterizaba cada una de las tres capitales grancolombianas diciendo que Caracas es un cuartel, Bogotá una escuela y Quito un convento. Cualquiera sea el grado de verdad encerrado en esta generalización, es cierto, por lo que a nuestro país se refiere, que la religiosidad era grande y ferviente en la Presidencia de Quito. La preocupación «espiritual» desempeñaba un papel importante en la vida pública y privada. Las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa eran numerosas y selectas. El anhelo de perfección no escaseó jamás, ni aún en los tiempos de relajación, y no puede menos de llamar la atención el número excepcionalmente grande de almas privilegiadas y santas que Dios quiso hacer florecer entre nosotros y cuyos méritos siguen influyendo hasta ahora en tanto bien como existe y se desarrolla en nuestra patria.

Dada, pues, esta realidad histórica, nuestra Literatura de Espiritualidad tenía que ser, y es efectivamente, abundante y valiosa en nuestros siglos coloniales. Con este nombre holgado de «espiritualidad» designa la terminología actual los dos campos que tradicionalmente han venido llamándose Ascética y Mística. La Literatura de Espiritualidad comprende, pues, las manifestaciones escritas de la religiosidad personal, tanto en los estadios elementales como en los superiores. Toda alma que camina seriamente hacia Dios encuentra, dentro del campo de la verdadera ortodoxia, su propio sendero intransferible; cada una   —124→   tiene asimismo un mensaje celeste que comunicar, síntesis de las iluminaciones personales que recibe de Dios: y en la aptitud para presentar ese camino y para trasmitir ese mensaje reside el valor, y consiguientemente el interés y el provecho de la Literatura Espiritual.


¿Una espiritualidad quiteña?

Pero las almas son diferentes con diferencias que no impiden tampoco las semejanzas. Hay almas que se parecen a otras almas, como hay rostros que se parecen a otros rostros. En estas similitudes, provenientes de múltiples factores comunes, se funda la posibilidad de agrupar en series homogéneas los diversos productos del espíritu humano. Por eso hablamos con razón de tendencias filosóficas, de escuelas literarias o pictóricas. ¿Podemos hablar también de escuelas de espiritualidad? Sin duda ninguna. El factor formación, por ejemplo, determina semejanzas evidentes en la orientación, y así tenemos una escuela de espiritualidad carmelitana, franciscana, dominicana -tonalidades que en nuestros autores coloniales subsisten, desde luego. Pero aquí cabe una pregunta nueva: el factor formación influye en el tipo de espiritualidad de las almas; y el factor lugar ¿no influirá también? Hablamos de una escuela quiteña en el arte ¿no podemos hablar también de una escuela quiteña en la vida espiritual, de una espiritualidad quiteña?

A priori, la respuesta afirmativa se presenta como razonable: la vida sobrenatural del alma se desarrolla sobre los elementos naturales de la sicología, y la sicología recibe influencias indudables de los factores lugar, raza, época. Pero es que además el examen de los testimonios literarios dejados por nuestros escritores espirituales, nos parece confirmar con hechos   —125→   tal presunción. Existe, pues, una espiritualidad nuestra, una espiritualidad nacional, y sus caracteres fundamentales se reducen a dos.




Caracterización

El primero -aquí como en casi todos los demás campos- es el fondo español que constituye esencialmente la interpretación humana de nuestra fe. La obviedad en la ortodoxia; la tendencia a lo concreto (en oposición al arranque especulativo); el sentido de llana familiaridad; la devoción externa y jugosa, en fin, que distinguen a los escritores espirituales de España, distinguen casi en el mismo grado a los nuestros también. Este elemento esencial es tan evidentemente común a la espiritualidad española y a la nuestra, que un extranjero, un nórdico por ejemplo, difícilmente advertiría nota alguna diferencial.

Y sin embargo, el elemento diferencial existe igualmente, y es el que podía esperarse de la matización americana de nuestro carácter. Estos matices están tonalizados sobre todo por la mayor riqueza de afectividad -nutrida a expensas de la reciedumbre volitiva. El sentido ortodoxo de nuestros autores no tiene el aire militante de los peninsulares. El ademán familiar es menos despreocupado, más delicado y fino. La ternura en la devoción es más blanda y dulce, con rasgos a veces que serían inadmisibles en las expansiones místicas más entrañables de ultramar.

Estas notas tendrán alguna ocasión de particularizarse en los principales autores que recoge nuestra antología, sobre cada uno de los cuales vamos a decir ahora una breve palabra. Seguimos el orden cronológico simplemente.

El primero es la carmelita quiteña Teresa de Cepeda, a quien habría que incluir en esta galería aunque no fuese sino por su interés histórico. Es, cronológicamente   —126→   hablando, la primera escritora ecuatoriana, y uno de los primeros escritores también. Es además la primera carmelita de América, y recibió directamente de su tía, la gran Santa Teresa, el impulso de su espiritualidad. Poco es lo que se conserva de su mano, pero suficiente para darnos una idea de su modo de ser y de escribir. En esas páginas la joven quiteña se revela un alma de arranque, generosa y ferviente, pero irritable, sujeta a los cambios bruscos del sentimiento. Tiene la espontánea capacidad de expresión que parece haber sido el don de la familia: sin esfuerzo, con la naturalidad del simple instinto, narra así lo exterior como lo interior, y aunque no es profunda ni elevada, es siempre directa, plástica y atractiva. El sentido fonético de su frase es deficiente como en su santa tía -¿sería también cuestión de familia?

Al franciscano quiteño José de Maldonado lo conocen los especialistas sobre todo por su obra «El más escondido retiro del alma», que puede considerarse como un tratado completo de Teología Espiritual. Sigue la división clásica de la vida espiritual en tres vías -purgativa, iluminativa y unitiva- pero no las trata a lo escolástico, sino al contrario con empeño de ser entendido por personas sin letras. Es, pues, un especulativo, un teórico, y siente la seguridad doctrinal que el serlo le da -«No tienen igual capacidad los hombres, y las del género femenino tienen menos»- pero quiere encauzar su doctrina al servicio de todos. En este propósito le sirve su notable don de claridad, que él se afana en aprovechar al máximo: «No pongo cuidado en el lenguaje, y le pongo muy en particular en declarar la materia». Y la declara, en efecto, con toda la competencia de quien ha estudiado seriamente su tema. ¿Lo ha vivido también, aun en su parte mística? No se advierte en su frase el estremecimiento superior que transfigura la expresión de las dos plumas femeninas que vamos a considerar después, pero es indudable que entiende de Mística no sólo por especulación teórica, sino también   —127→   por experiencia, sea personal, sea de lo que observaba en las almas que dirigía.

El jesuita riobambeño Pedro de Mercado es una figura recién descubierta en el panorama literario, y está obligando a revisar muchos datos ya recibidos acerca de nuestra Historia y de nuestra Literatura. De la primerísima generación de criollos letrados, trae tantas informaciones hasta ahora desconocidas, que nadie se ha atrevido aún a emprender una «remodelación» completa de los cuadros de nuestra historia colonial a base de sus aportaciones. La primera modificación, esa sí evidente desde ahora, se refiere a la propia persona de Mercado: resulta que -contra lo que se creía saber- nuestro primer historiador no es Morán de Butrón, ni menos Juan de Velasco, sino este otro jesuita que tan desprevenidamente ha irrrumpido en el panorama de nuestra cultura. Su amplia obra en cuatro grandes volúmenes «Historia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús» se editó en Colombia en 1957, demasiado tarde para que el plan de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima pudiera tenerle en cuenta. Por eso le dedicamos aquí un sitio al menos entre los escritores de Espiritualidad, pues Mercado lo es, no sólo en sus varias obras expresamente ascéticas, sino también en esta obra histórica escrita con el designio explícito de la edificación y, lo que es más, con todo el espíritu de un sacerdote y de un apóstol. Mercado consigna prolijamente en su relato la fundación, el crecimiento y la tarea de cada una de las casas jesuíticas que existían entonces en el Virreinato de Nueva Granada y en la jurisdicción de Quito. La unción religiosa rezuma abundante y noble de todas esas páginas, y más particularmente cuando se detiene en las pequeñas biografías de almas escogidas, que parecen haber sido el campo preferido de su fervor. Su estilo no es sobresaliente -como no sea en la sencilla maestría de la narración. Es, en cambio, puro, castizo, fluido, agua que corre: excelente muestra de lo que la Edad de Oro del lenguaje daba espontáneamente de sí, lo mismo en España que en América.

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Tarde le llegó, pero le llegó al fin a Mercado, la hora de la publicación. A la Vble. Madre Clarisa Gertrudis de San Ildefonso no le llega aún, y no porque su obra sea ignorada. Allí están, en el vetusto Monasterio de Santa Clara de Quito, los tres grandes tomos manuscritos de su autobiografía, cuyos capítulos hizo preceder el confesor de eruditas introducciones de su propia cosecha, sembradas de largas citas latinas. La autobiografía de la Madre Gertrudis -como era de esperarse, dado su género de vida- está llena de pequeños y grandes episodios referentes a lo externo y a lo íntimo. En todo se detiene la autora con prolija nerviosidad, en un estilo agitado e inquieto, que a la vez que prueba su total sinceridad, la libra de los remilgos culteranos a que la habría llevado necesariamente el gusto de la época -como llevó de hecho al confesor en los párrafos que él ha redactado. La marcha espiritual de la Madre Gertrudis se desarrolla dentro del clásico proceso, desde las exigencias de purificación que la inducen a clamar «¡Quítame la vida, Señor, antes que sentir en mi corazón criatura alguna!», hasta las cimas vertiginosas del desposorio místico. Aquí y allá, expresiones tales como «afectos sustanciales; oí palabras sustanciales» dejan entrever la realidad de las más altas experiencias -cuya duración tiene ella casi siempre la buena idea de calcular: «por espacio como de una media hora; de una hora; de un cuarto de hora». Don Pablo Herrera afirma que la Clarisa quiteña había recibido del Sagrado Corazón de Jesús un mensaje equivalente al que Margarita María de Alacoque recibía por la misma época en Paray-le-Monial. No es esto verdad, aunque sí es cierto que la Madre Gertrudis habla alguna vez de la puerta del Costado Divino. Lo indudable es que tenemos en ella un alma escogida y fiel, que trasmite su historia interior con un acento de inconfundible verdad, y en un estilo, no ciertamente de gran vuelo, pero sí de sencilla y humilde devoción.

El jesuita Morán de Butrón es el más conocido en esta galería de escritores espirituales. Su recuerdo se   —129→   ha beneficiado del interés que inspira la figura de Santa Mariana de Jesús, gracias a la historia titulada «La Azucena de Quito» que él escribió y que ha servido de base a todas las biografías de la Santa quiteña que posteriormente se han escrito. El mejor elogio que se puede hacer' de este libro es decir de él que es una verdadera historia, con una preocupación por la documentación que era desconocida en aquel tiempo, y con un sentido crítico casi enteramente científico. Verdadero hagiógrafo, además, Morán de Butrón no se limita a consignar secamente las hechos: los siente con fervor, se entusiasma por el idealismo que los inspira, y los escribe con calor cristiano y sacerdotal. Lo cual no le impide, por supuesto, ser hijo de su tiempo: un hombre de letras que se paga demasiado de la retórica, un conceptista demasiado amigo de comparaciones y de metáforas, sin exigencias de sencillez y noble sobriedad.

Nada de estos artificios profesionales, y sí al contrario todo lo que sea naturalidad, espontaneidad, expresión simple y directa, se encuentra en cambio en la que consideramos la obra más valiosa de nuestra Colonia en materia de Espiritualidad: los «Secretos entre el alma y Dios», autobiografía de la Venerable Madre Sor Catalina de Jesús Herrera, religiosa del Monasterio de Santa Catalina de Quito. Si hay entre nosotros -y en general en América, en cuanto sabemos- alguna personalidad mística que merezca compararse a la gran Santa Teresa de Ávila, esa es sin duda esta monja guayaquileña que nos ha dejado en su libro, no sólo la trayectoria interior de su alma privilegiada, sino también -en lo literario- un verdadero monumento del estilo perfectamente llano, que es el único estilo totalmente apropiado para escribir las cosas supremas.

Estilo llano, en verdad, en cuanto excluye toda ambición formalmente literaria, pero en manera alguna   —130→   desprovisto de los más seguros valores. Si admitimos que la fórmula del estilo perfecto es «decir lo que se quiere» -todo lo que quiero, sólo lo que quiero, en el tono con que lo quiero- hay que concluir que la Madre Herrera es una escritora de todo punto sobresaliente, con una capacidad de expresión que, por tratarse de persona sin mayores letras, no puede calificarse sino de extraordinaria.

Qué don el de está monjita para decir tan fácilmente cuanto quiere. En poquísimas palabras, simples y exactas, nos entera hasta del último detalle de un lance interior o de un episodio externo. Y cuando se trata de un hecho delicado que pudiera lastimar el pudor, ahí es de ver su arte sutilísimo de insinuar sin decir, sólo con la lucidez indispensable para que el buen entendedor la comprenda.

Las quinientas páginas de su libro nos muestran en Sor Catalina una mujer inteligente, que encuentra por instinto los términos precisos, libres de toda ambigüedad; una mujer muy femenina en todos sus rasgos, dotada de un fino oído artístico que va espontáneamente a la armonía de la frase; llena de sentimiento, y a la vez de tranquila y robusta serenidad. Habla con ingenua elegancia, lo mismo «del peligro de querer eternizarse las Prioras», que de «por qué las mujeres, son más favorecidas con dones místicos», sin rehuir nunca las objeciones, con una cordialidad siempre ungida de buena fe.

El fondo de la obra -como lo anotábamos también en el caso de la Madre Gertrudis- describe la marcha del alma hacia Dios, incluyendo las más altas experiencias espirituales. Algunas de ellas pueden acaso desconcertarnos -por ejemplo el rasgo del Niño Jesús que la llama a ella «¡Mamá!»,- pero ella no hace más que contar simplemente lo que le pareció oír y ver, y precisamente su valiente candor es ya por sí solo una prueba de su veracidad.

En resumen, que es confortante encontrar en aquellos tiempos de no raro relajamiento conventual,   —131→   un alma que suba tan alto en los más puros vuelos sobrenaturales; como lo es también hallar en esa época literaria empobrecida a fuerza de artificio, una pluma de expresión tan feliz, tan gallarda y tan natural.





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ArribaAbajoTeresa de Cepeda y Fuentes12

(Selecciones)


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Llega Teresa, de Quito a España

Casi luego que la Santa Madre había ido a la fundación de Sevilla, padeció grandísimos trabajos, y fueron acusadas ella y sus monjas por la Santa Inquisición, levantándolas gravísimos testimonios. Mas en este tiempo de tantas aflicciones acertó a llegar allí su padre de esta declarante, llamado Lorencio de Cepeda, hermano de la dicha Santa Madre, que llegaba de Indias, trayendo consigo a esta declarante y a sus hermanos, sin saber que la había de hallar allí a la Santa Madre; y antes que desembarcasen, parece que por providencia de Dios supo de su llegada la Santa Madre y los envió cierto regalo a mí, estándose en el brazo de la mar (en Sanlúcar de Barrameda); y en aquella sazón, la dicha Santa Madre andaba al buscar casa para sus monjas; porque no era conveniente en la que estaban de emprestado. Acogiose a Dios, que era el que la remediaba en todas sus necesidades y al glorioso San José, haciendo mucha oración ella y sus monjas porque el Señor se la diese, y estando pidiendo esto, la dijo Su Majestad una vez: Ya os he oído, dejarme a mí. Quedó con esto tan confiada, que hizo cuenta que ya la tenía, y ansí la tuvo presto muy grande y recreable por medio de las diligencias de su padre de esta declarante, costándole muchos trabajos el comprar la casa para sus monjas y defenderla en lo que se ofreció. Acomodósela para monasterio, y dábales para el sustento lo que   —136→   habían de menester; y fue Dios servido que con esto y con la verdad que se había manifestado en lo que ya va dicho en este artículo, fue tanto el placer y devoción de los de la ciudad, que con grandísimo concurso de gente fueron a la casa nueva. Y al poner el Santísimo Sacramento, fue el mismo Arzobispo de aquella ciudad y la Clerecía y Cofradías, y se hicieron grandes fiestas y aderezos por las calles en que había de pasar el Santísimo Sacramento, y en especial en la dicha nueva casa, que fácilmente no se pueden decir, ni menos las instalaciones curiosas que hubo, y entre ellas se puso una fuente de agua de azahar en el claustro, que la Santa Madre no quisiera tanto gasto; pero movió Dios los corazones de otros a andar en tales cosas como fuera de sí, porque se viese cómo volvía Dios por la honra suya, y de la Santa Madre y de sus monjas, las cuales, con grandes veras, procuraban servir a Su majestad. Fue esta fiesta domingo infraoctava de l a Ascensión, año de 1576. Todo lo cual sabe porque esta declarante se halló allí presente.

(O. c., «Declaración en el Segundo Proceso».)



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Muerte de Santa Teresa

«El día de San Miguel, habiendo como las demás religiosas comulgado, cayó del todo en la cama, y allí, con gran paciencia y afabilidad, padecía su mal, y del quebrantamiento del camino, según decía, echó mucha sangre. En aquellos pocos días que estuvo en la cama padeció muchísimo, y esta declarante la vio muy afligida, porque permitió Dios que sintiese mucho la enfermedad, y otras descomodidades que tuvo; y poco antes de su muerte ordenó, para mayor mérito suyo, que el espíritu no esforzase tanto a la naturaleza, que dejase de temer los asombros de la muerte, porque después al tiempo de ella no los había de sentir. También entonces, en aquellos días, la afligía la memoria de sus pecados, como si fuesen graves, y no hacía sino pedir a Dios perdón de ellos, y que no mirase a lo mal que le había servido, sino a su misericordia, con la cual y por s u preciosa sangre esperaba salvarse; todas sus acciones, sentimientos y palabras se enderezaban a este fin, por lo que esta declarante echó de ver, mostrando mayor profundidad del conocimiento propio y esperanza en Dios, que jamás echó de ver esta declarante las dichas virtudes en la Santa Madre como entonces. Todo lo que encargó a sus monjas fue la guarda de sus reglas y constituciones con perfección, y que no mirasen a lo mal que ella lo había hecho, pidiendo a todas perdón con gran sentimiento y humildad del mal   —138→   ejemplo que a su parecer les había dado. Decía otras palabras como éstas, muy sentidas y de gran contrición, repitiendo diversas veces aquel verso del salmo de David en el Miserere: Sacrificium Deo spiritus contribulatus; cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies. Dábale muchas gracias diversas veces porque la había hecho hija de la Iglesia Católica Romana y dejádole morir en ella. Dos días antes de su muerte declaró a la Madre Ana de San Bartolomé, que había de morir de aquella enfermedad, y que no se lo había dicho hasta entonces por no la dar pena. Dijo la misma Ana de San Bartolomé, de quien esta declarante lo sabe, que la parece que lo que más acabó a la Santa Madre la vida fue el encendido y fervoroso deseo y amor que tenía a Dios, y ansias por verse con Él, y que esto la debilitaba y enflaquecía. Víspera de San Francisco, después de las cinco de la tarde, recibió el Santo Viático, con tanta devoción y espíritu, que al verlo levantose con gran fervor lo mejor que pudo de la cama, con su rostro inflamado, diciendo palabras muy sentidas y tiernas a este Señor, en que mostró haber entendido y habérsele revelado ser ya llegada su muerte; y a las nueve de aquella noche recibió la Extrema Unción; y luego el día deste Santo, que fue jueves, a las nueve de la noche, fue su glorioso tránsito. Y un poco antes que espirase, estaba esta declarante algo apartada della y la Madre Ana de San Bartolomé a su cabecera, como fuera de sí: consolola nuestro Señor mostrándola en visión una manera de nube, que rellenaba y hacía resplandecer toda la celda, y en la dicha nube la Santísima Trinidad, no diversa (?) de la persona de Cristo nuestro Señor, de la cual salía un resplandor de gloria que hacía una forma de cielo, con mucho acompañamiento de santos y espíritus bienaventurados, que esperaban aquella alma santa para llevarla a la gloria y darla el premio de sus trabajos. Esta visión, según la misma Ana de San Bartolomé dijo a esta declarante, fue con los ojos del alma, y sentimientos tales que la hacían estar como muerta. En lo exterior, acaeció a este tiempo que del mismo resplandor y luz que veía en espíritu en toda la celda, reverberaba exteriormente tanta claridad   —139→   en el rostro de la misma Ana de San Bartolomé, que otras religiosas echándola de ver y no sabiendo la causa se embebían en mirarla a ella más que a la santa Madre, y ellas lo dijeron después ansí por la admiración que les causó. En espirando la santa Madre, que fue como en sueño suavísimo, desapareció esta visión, y la dicha Ana de San Bartolomé que la veía, volvió en sí dando gracias a Dios de la merced que le había hecho; y parecía que, por intercesión de la santa Madre, cuya muerte la había afligido tanto y quitado las fuerzas, quedó luego por lo que se le había mostrado tan consolada que nunca más sintió della pena, y restauradas notablemente las fuerzas que tenía perdidas, para trabajar de nuevo en el servicio de Dios».

(O. c., «Declaración de la Hermana Teresa de Jesús», 1596.)



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Lances interiores

«Después lo comenzó a experimentar, y a los tres o cuatro años después de la muerte de la dicha santa Madre, fueron tan fuertes, continuos y exquisitos los trabajos interiores y exteriores que la vinieron, que la traían como fuera de sí; los confesores se espantaban y no sabían qué decir ni qué hacer, especialmente viéndola con una tentación nunca oída de que la resultaron otras muchas, en que duró lo más recio diez (¿dos?) años: procuraba algunos medios para aliviarse, y permitía Dios que nada de su consuelo se efectuase, sino que todo la afligiese más; y aunque no se declaraba con la Madre Ana de San Bartolomé, entendió (ésta) en la oración, cuando estaba en este convento el cuerpo de la santa Madre, que no la convenía a esta declarante lo que pedía: no se lo dijo entonces la dicha Madre Ana de San Bartolomé, aunque andaba afligidísima. Y sin saber cómo, poco después se le vinieron a quitar a esta declarante todos aquellos trabajos, quedándose la causa dellos, que es lo que más espanta. Y ha algunos años que está tan libre, como si nunca hubieran sido, echando de ver en esto cómo Dios aflige y sana tan ocultamente a una alma, y de lo que la han salvado a la suya las oraciones e intercesión de la dicha santa Madre».

(O. c., «Segunda declaración de la Hermana Teresa de Jesús».)



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Carta a sor Ana de San Bartolomé Jesús

«Sea con V. R., Madre mía carísima y la dé salud y bienes espirituales que cada día suplico a su Majestad, confiando que, aunque mis oraciones son tan pobres, las recibirá por ir hechas con tanta voluntad y por quien Él tanto ama como V. R. Su carta, Madre mía, fecha del día de nuestro Padre San José, recibí un día destos por vía del Sr. Martiz Martínez, y con ella recibí particular consuelo, porque la tenía muy deseada, por haber hartos meses que no había visto ninguna de V. R. Pienso que, dende que está por acá el Sr. Toribio Manzanas, ya yo le había pedido escribiese largo a V. R. de todo lo que por acá pasaba y de cómo nos había ido a ambos antes que la elección se hiciera, en el cual tiempo no nos faltaron mortificaciones, y así el tiempo que estuvo aquí la primera vez casi fue para mí y otras como si no estuviera. Fuese a su lugar sólo ordenado de grados y corona: el Sábado Santo, que son otras órdenes, no vino, porque diz que cayó malo y no pudo, que harto lo sentimos la Sra. Dña. Luisa y yo. Después tornó a venir, y ya teníamos hecha elección; y aunque hubo dares y tomares, fue Dios servido que salió por priora la Madre Ana de San Alberto, que para mí fue la más a propósito que podía salir, porque me quiere bien y me hace mucha caridad; y así   —142→   luego nos dio licencia al Sr. Toribio y a mí que nos pudiésemos hablar por la sacristía, aunque él ha usado poco della, pero al fin hemos pasado mejor que antes, y le llamo cuando es menester algo, y le pedí los recados de V. R. y me los dio, y tengo bien guardados, como lo demás, y con harto consuelo mío; porque espero en Dios que, aunque agora hayamos andado en esto y otras cosas tan a sombra de tejazos (?) y pasado trabajos por la fidelidad y secreto que debo a mis amigos, que ha de venir tiempo de bonanza y de sacar Dios a luz y seguridad la verdad: yo le doy infinitas gracias por la merced que me ha hecho aunque indigna en hacerme como archivo de muchas de por allá y de por acá, y esto baste para carta y buen entendedor, a quien yo amo más de lo que puedo decir y amaré hasta el fin. Creo que V. R. no me dejará de pagar en lo mismo y de ayudarme con sus santas oraciones, con las veras y continuación de que la tengo tan pedido y con tanta necesidad. En esta casa la hay de la vida de Francisco de Mora: pídasela V. R. mucho a Dios, y que le haga santo, que buenos principios y medios lleva; no se puede decir lo que hace ni cuál va la obra de la iglesia: es todo cosa milagrosa. Quiere mucho a V. R. por la noticia que yo le he dado; mucho me ha pedido dé de su parte muchos recados a V. R. y la pida le encomiende a Dios. V. R. los reciba y me haga placer de escribille con mucho amor y agradecimiento. Mire que hay más misterio en esto del que aquí puedo decir. Y encaminando la carta al Sr. Martínez verná muy segura, que del me valgo yo para las mías, y no es de los amigos a quien quiero menos y debo, que es mucho lo que en él tengo: sea Dios loado por todo. Al Sr. Toribio harto le animo a que estudie y que consuele por cartas a V. R., porque me pesa de verla tan sola y sin esta ayuda que para sus negocios solía tener. Él también lo siente y no sabe qué se hacer, porque yo no querría que a cabo de tanto tiempo se tornase allá sin ordenar. En lo que yo pudiere, crea, mi Madre, que le animaré a todo, y que le favorecen estas señoras con gran voluntad, que cierto es cosa notable la que tienen a V. R. y sus cosas. El Sr. Dn. Francisco anda bueno y con buenos deseos ha   —143→   tomado gusto de venirme a hablar algunas veces, y con él toma todo lo que le digo, de lo cual está muy contenta la Sra. Dña. Luisa, y yo lo estoy de que puedo mejor que antes acudir a estas cosas con la Madre Priora de agora. V. R. se lo agradezca cuando la escriba. Con harto ánimo ha llevado la muerte de nuestra Hermana Catalina de la Asunción, que fue día de San Juan de mayo, al septeno de cuando le dio el mal, que fue vómitos y cámaras. Espantadas estamos de los juicios de Dios en asir de aquella moza y sana en tan pocos días, y dejar otras de tanta edad y enfermedad como hay: Él sabe lo que nos conviene; sea su nombre bendito. Supriora salió la Madre Inés de Jesús. Yo me soy sacristana y clavaria, como solía, y bien contra mi voluntad, que ando cansadísima y con poca salud. Agora nos ocupamos en dar las informaciones para la canonización de nuestra Santa Madre. Hartos testigos y buenos salen: bendito sea Dios; y todos con tanta devoción, que no parece es en su ciudad. Y así, cuando presentaron los remisoriales, fueron tantas las fiestas que hicieron y la solemnidad, que por admiración dicen los prelados (?) lo han de imprimir, para que lo vean en otras partes. En teniendo yo relación de todo, la enviaré a V. R., porque se huelgue más. A todas sus hijas las de allá me dé mil recados de mi parte y mande me encomienden a Dios, y tengan muy por hermana; las de la cocina son nuestras carísimas de acá, dellas reciba V. R. mil recados, que son a las que di más en particular los de V. R., a quien Nuestro Señor me guarde otros tantos, y me conceda lo que deseo para gloria suya, aunque sea tarde.- De San José de Ávila, y de mayo 24, año 1610.- Teresa de Jesús».

(Cfr. M. M. Pólit. «La familia de Santa Teresa» c. 7.)





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ArribaAbajo José de Villamor Maldonado13

(Selecciones)


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Primera parte del más escondido retiro del alma

Capítulo III


De lo que el Padre Espiritual debe hacer consigo mismo y con las almas que guía y enseña


El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, como único Maestro de la mística Teología, ha de descubrir lo que el padre espiritual, que sustituye la cátedra, debe hacer consigo mismo, y con las almas que guía y enseña, y para esto volvamos a repetir sus palabras. Sesenta varones de los fortísimos de Israel, rodeando el lecho de Salomón, le guardan y defienden (como el muro a la ciudad); todos están con las espadas en las manos, y son doctísimos en el arte militar; la espada de cada uno está sobre su muslo por los temores que sobrevienen en la oscuridad de la noche.

Esto dice el Espíritu Divino, y, como queda dicho, entendemos por los sesenta varones los padres espirituales que tienen a su cargo las almas, que cada una es lecho en que reposa Salomón, Cristo Señor nuestro, Dios y hombre verdadero.

Lo primero que debemos reparar es que de la multitud del pueblo de Israel fueron solos sesenta los que merecieron nombre de varones fortísimos, y guardar el lecho de Salomón. Muchos son los padres espirituales que enseñan con la lengua, mas no con las obras, viviendo como hombres muy acomodados, y por esto no como varones fuertes, que ejercitan las armas, obrando y viviendo   —148→   desacomodados. Las guardas del lecho de Salomón continuamente estaban con las armas en las manos, y de tal modo que cada uno tenía la espada, no ejercitándola contra otro, sino cargada sobre su muslo. Este significa la carne, la cual siempre está haciendo guerra al espíritu y pretende que le reconozca por señora, y la espada, la mortificación.

Enseña aquí el Espíritu Divino, que para ser buen Padre Espiritual, primero ha de plantar la mortificación en sí, y acuchillarse consigo mismo; porque no hay más buen soldado, que el bien acuchillado; y así con particular cuidado, el buen Padre Espiritual no levanta la mano ni divierte la espada; sobre sí la tiene; vela y ora siguiendo el consejo de Cristo Señor nuestro, que dice: Velad y orad porque no os halle el enemigo sin prevención; y echa mano de la disciplina, del ayuno y del cilicio; calla y vive retirado, dando de mano a las cosas temporales, con menosprecio del mundo y sus honras. Cualquiera que perfectamente hace esto, dice San Gregorio, se puede llamar varón fortalecido con tan heroico hecho: tenga entendido el Padre Espiritual que por este camino le viene el ser varón fortísimo y doctísimo en el arte de la milicia espiritual y experimentado en la mística Teología; trate primero de gobernar su casa, que es su alma; ésta la ha de tener siempre en sus manos para mirarla y corregirla y ajustarla con la ley de Dios. Siempre tengo a mi alma en mis manos (dice David) y no olvido tu ley, porque si la olvidara no la pudiera adjuntar con ella. San Pablo dice: si un pastor no sabe gobernar su casa, cómo ha de gobernar las almas. Los labios de mi Esposo (dice la Esposa) están distilando la primera mirra (que por ser la primera, es la más amarga). Llenose el vientre suyo, y con prudencia va distilando y no dándolo todo a la Esposa; primero a sí y luego a los labios del amado (dice Ricardo de Santo Victore); son los Predicadores. Y luego dice: Estos son médicos excelentes, porque curándose primero a sí mismos y enseñados a aplicar el remedio a su propia enfermedad, son hábiles para conocer y curar las enfermedades ajenas.

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El Padre Espiritual, no sólo ha de tener sobre sí el cuchillo de la mortificación y degollar sus pasiones y apetitos, y velar y orar con perseverancia y cuidado, mas para no errar debe procurar consultar con otros maestros, y ocupar el tiempo en leer libros que traten de esta materia; Cristo Señor nuestro enseñó esta doctrina, pues vemos que luego que nació experimentó la cama de un duro pesebre, el poco abrigo en lo riguroso del invierno, y el filo del cuchillo con que le circuncidaron; y cuando creció se halló en el Templo, donde se hacía oración y sacrificio, y en la disputa y conferencia que tuvieron los Maestros de la ley, hizo sus preguntas; no porque ignoraba, sino porque como Maestro nos enseñaba a conferir y aprender de otros Maestros, y para darnos ejemplo vivió como súbdito de su Madre y de San José. Todo esto advierte San Lucas, y las historias dicen lo que hicieron en esto los Santos y Padres de la Iglesia.

Al propósito de la materia que vamos tratando, podemos reparar que de todos los sesenta varones eran las armas de un mismo género, espadas o alfanjes, y que no se diferenciaban en el tenerlas ni en el modo de asistir: pues, todos, rodeando el lecho, venían a hacer un círculo redondo, por ventura para que advirtamos en el círculo, que, pues, la pretensión de los Padres Espirituales, es una misma, (que es enseñar a temer y amar a Dios) también deben conformarse en la doctrina y el modo de enseñar el ejercicio de la oración, para que así se evite la emulación que el enemigo introduce en algunos Padres Espirituales, con que vienen a obligar a los hijos espirituales que guían y confiesan a que no acudan a otros Padres Espirituales. Una misma era la atención y intención de los guardas del lecho de Salomón, y si este supiera andar, licencia tenía, no para salir fuera, que no lo permitieran los varones fuertes, mas para llegar y comunicar con cada uno; y de esto ni Salomón tuviera celos, pues por la satisfacción que tenía de cada uno los había escogido y ocupado en la guarda de su lecho, antes se holgara de que cuidara cada uno del aliño y compostura del lecho, y no llevara bi en Salomón que la pendencia de los varones   —150→   fuertes y sabios en el arte militar fuera sobre si el lecho acudió a buscar remedio a este, o a aquel.

Siendo, pues, como debe ser, una misma la atención e intención de los Padres Espirituales en la guarda y perfección del alma, y una misma la doctrina: muy grande imperfección es la del Padre Espiritual que forma celos y tiene sentimientos de que el alma que guía acuda a comunicar su espíritu con otro Padre Espiritual; señal es de muy grande asimiento a la criatura, y que no ha llegado a unirse con el Criador. No lo hizo así san Juan Bautista, pues teniendo discípulos y estando su doctrina tan acreditada, los envió a Cristo Señor nuestro a que le comunicasen y viesen sus obras. San Pablo, como estaba desnudo, reprendió a los discípulos que decían: Yo soy de Apolo, yo soy de Pablo. No quiero dilatar esta materia, porque basta haber propuesto el dibujo del Espíritu Divino, y haberse dado unas pinceladas, para que cada uno, poniendo la mano en su pecho, tiente, discurriendo lo que hay en él.

Pongamos los ojos en los sesenta varones, y en la postura de todos, y en los cuchillos; reparemos en que así están haciendo rostro a los que pretenden llegar a ellos; y que se hacen temer, parece, que están diciendo: Aquí no ha de llegar el que no es de casa, y el que lo es, llegue seguro, pero con respeto. Terribles deben parecer los Confesores y Padres Espirituales para aquellas personas que por su conversación y trato no son de la casa de Dios, porque peligran, y puede ser que los saquen del palacio del Rey, y den con ellos en el mundo. Algo vio y oyó en otros el hijo Pródigo, pues dejó la casa de su padre: lleguen los pecadores arrepentidos de haber ofendido a Dios, pretendiendo ser siervos de su casa, y pidiendo consejos para mudar de vida; y lleguen las almas que tratan de perfección a comunicar su espíritu, que ya proceden como esposas de Dios; y así su conversación es más del Cielo que de la tierra: Mas siempre deben procurar los Padres Espirituales y Confesores, no dar ocasión con la frecuente y humana conversación a que pierdan el respeto. El puño esté en la espada, para que así estando   —151→   segura el alma, pues no aplica el cuchillo para ella, sepa que ha de llegar con temor y respeto.

Advierta la hija en el aspecto de su Padre, la compostura interior, y en las palabras, y conversación abreviada, el temor y amor de Dios. Palabra abreviada (dice San Pablo) hizo Dios sobre la tierra. He reparado en que el pacífico Salomón esposo de las almas, está muy retirado, pues no se dice, que está en el lecho, pues ¿por qué? Porque entiendan que los Padres Espirituales, que son sustitutos del Esposo, han de vivir retirados, para que viéndolos así sus hijas estén recogidas y no discurran por los estrados ni palacios a hacer ostentación que son personas a quien Dios hace favores. Es el Esposo celosísimo, y gusta de que el alma esté retirada, el cuerpo en el rincón de su casa o celda, y el espíritu pretendiendo estar con su Esposo. Los pecadores que tenían buenos deseos se llegaban a Cristo Señor nuestro, y los recibía con benignidad y amor; el trato y conversación con sus discípulos era de amigo. Y ¿de qué trataba? De lo que era menester para salvarse y ser perfectos, del menosprecio de las cosas de esta vida, del juicio, de la muerte, del Reino de Dios; y cuando era necesario los corregía; y tal vez, viendo que no recibían bien lo que enseñaba y le dejaban, volvió a sus discípulos y les dijo si querían irse también ellos, y dejarle; enseñando, que no han de tener asimiento a las personas que guían: con esto engendraba en ellos temor, amor y respeto.

No deben los Padres Espirituales mostrar tanta severidad, que obligue a espantar, ni tanta benignidad que se reduzca a familiaridad y amistad: y esto pide más atento y advertido cuidado en el gobierno espiritual de las mujeres, cuyo natural es encogido y tímido; mas si se les da lugar se alargan con demasía, y siempre quisieran estar oyendo y comunicando a los Padres Espirituales; y si en ellos sienten demasiada blandura, y por algún accidente espiritual que les comunican, alargan la materia pareciéndoles que es favor, sacan jactancia y refieren a otras todo lo que les dicen. A este propósito he reparado lo que le sucedió al Esposo con su esposa: Introdújola   —152→   una vez en su sala, ella luego al punto publicó este favor, diciendo: El Rey me ha entrado en la sala en que guarda sus regalos y me ha festejado. Y aplicando la conversación con su Esposo le dijo, hablando muy a lo cariñoso: En ti, Esposo mío, y con tu presencia nos hemos alegrado y dado saltos de contento; tus pechos causan mejores efectos que el vino, los de intención recta te aman. No parece que le cabe el gozo en el pecho, y así sale fuera, y dice: Hijas de Jerusalén, advertid que soy negra porque los rayos del Sol me han puesto así con su larga y continua comunicación, mas con todo eso soy hermosa. Muy bien lo ha parlado, y con todo no está satisfecha; ni lo están jamás muchas almas desvanecidas, que van a los estrados a contar sueños. El Esposo, corrigiéndola se ausenta, y ella queriendo estar siempre con él da voces y dice: Pues eres a quien mi alma quiere bien, dime dónde apacientas, dónde sesteas en el medio día. Reparemos en esta pregunta. ¿Qué pretende con ella la esposa? Curiosa pregunta, y hecha con intención de introducir nueva conversación. ¿Para qué pregunta dónde se apacienta y dónde sestea? Parece, que pretende regalarle. Almas espirituales encerradas en aposentos de carne, va proponiendo el Espíritu Santo en este bosquejo, advirtiendo a los Padres Espirituales que, pues, no son ángeles, tengan cuidado consigo, y con ellas muestren benignidad y apacibilidad, mas no den lugar al trato familiar y continuado; y en conociendo en las almas asimiento, y que no se aprovechan de lo apacible, y que ostentan que las quiere bien, muestren tras lo pacífico y benigno, lo severo y grave. Así lo hizo el Esposo, porque tras el favor referido, viendo que de él sacó la esposa jactancia, apetito de hablar y estar continuamente conversando con él, no respondió a la pregunta que le hizo y cortando el hilo de la conversación, le dijo severa y gravemente (templando la severidad con llamarla hermosa) estas palabras: Oh hermosa entre las mujeres, pues, no sabes mirar por ti, apártate de mí, sal fuera y vete. En otras partes (como se fuere ofreciendo) tocaremos esta materia por ser tan grave y necesaria.



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Tercera parte del más escondido retiro del alma

Capítulo XV


Vuelve a proponer al alma los puntos principales de la vía purgativa, iluminativa y unitiva, añadiendo más doctrina, para que recogida y abreviada la materia, la encomiende con facilidad a la memoria; es compendio de toda la obra


Acabamos la tercera parte de este libro (y toda la obra que contiene) con algunos de los grandes y excelentes efectos con que se hallan las almas, que aprovechándose de la gracia de Dios, se disponen, trabajando can perseverancia en continua vigilia y oración. Estas dos cosas son como columnas fuertes, que podemos decir sustentan al alma: porque así como la demasía del sueño entorpece y vicia al cuerpo, y la conversación mala hace resbalar; así la prudente vigilia habilita y la oración mental (que es un levantamiento del alma en Dios, y conversación interior con Dios) libra el alma del torpe sueño que causa en ella y del daño que hace la astuta conversación del enemigo, y se halla fortalecida con el sustento del pan de la gracia, con que vence al mundo, demonio y carne. Enseñó Cristo Señor nuestro esta doctrina, cuando dijo a sus Apóstoles: velad y orad; porque no entréis en tentación. Oigamos (dice San Pedro Crisólogo) la voz de Dios que nos amonesta diciendo: orad, porque no entréis en la tentación; a la tentación va el que no va a la oración. Y en otra parte: pedid y recibiréis; llamad y os abrirán las puertas.

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En la primera parte se dice cómo se ha de preparar y ejercitar la oración por el modo ordinario que enseñan los santos y varones doctos y experimentados; y se advierte que no se ponga el alma de un salto y sin ser llamada por el Espíritu Divino en la alteza de la Divinidad; y porque no falte en este libro materia sobre qué meditar ejercitando las potencias, siguiendo el uso natural, se propone en la segunda parte, repartida en tres semanas.

No tienen igual capacidad los hombres, y las del género femenino tienen menos: y así en la tercera parte se propone la mística Teología, discurriendo por las tres vías o jornadas, como lo enseñan los santos y hombres espirituales; y con estas tres divisiones se pretende descubrir tres grados de contemplación, por donde el alma a quien Dios fuere servido de llamarla e introducirla de grado en grado en el más escondido retiro que se descubre en ella, vaya subiendo con los ojos puros y limpios, sin errar el camino ni detenerse en él.

Y se advierte en este compendio: lo primero, que unos tienen capacidad para solamente meditar y descubrir con este ejercicio las verdades y mirándolas (lo cual es contemplar) vivir con desengaño y apartarse del mal, obrar bien, guardando la ley de Dios y lo que nuestra Madre la Iglesia enseña y manda. Es gran cosa para este fin el ejercicio de esta jornada y vía purgativa, pues por él castiga al cuerpo (como hacía San Pablo) y le hace servir al espíritu, y perseverando en pureza alcanzará la vida eterna: así lo enseña Cristo Señor nuestro. Estos tales no pasan de esta primera jornada o vía.

Tocan solamente en la segunda, que es la iluminativa, porque les comunica Dios luz con que están rumiando lo que con ella descubren, cuando están meditando; mas no se suspenden las potencias, como cuando llama Dios al segundo grado, en que se halla el alma con los efectos vivos y eficaces que descubren los venerables Padres Fray Juan Taulero y Fray Juan de la Cruz: y así, a estos hacen daño algunos Padres Espirituales que pretenden con desvelo dar a entender que han penetrado la   —155→   mística Teología; y parece que quieren hacer lo que Dios no hace, y alargar el talento; siendo así, que Cristo Señor nuestro dice que a unos dio sólo un talento, a otros dos y a otros cinco, y en otra parte, que nadie puede añadir al hombre un codo más de altura. Porfiadamente tienen a las almas sin dejarlas sacar bienes de las meditaciones, y desvanecidas con el ejercicio ocioso en que muchas se duermen.

Lo segundo, que otros tienen capacidad para contemplar dejando los discursos, cuando Dios que se la ha dado llama al alma a este segundo grado, que es la segunda jornada y vía iluminativa; y a los tales se descubre en ella el modo como se ha de contemplar, porque por no saber gobernar las potencias, asistiendo el alma retirada y atenta, y como escuchando a Dios que está en ella por esencia, presencia y potencia; da en la ociosidad natural; y por no saber cómo ha de levantar el entendimiento de la devoción sensible, suave y dulce, y ponerle en Dios que la causa, se detiene pensando que lo que siente es Dios, siendo así que Dios es incomprensible sustancia sobresustancial, con que viene el apetito sensitivo a causar una como niebla en el entendimiento, que le ciega y no puede pasar adelante. Por esto aplica Dios la purga de sequedades ausentándose, y desnuda al alma de la tal devoción, y la humilla y quita la propiedad y posesión que está oculta en la voluntad.

Mas como de estos no todos tienen capacidad para pasar al tercer grado, que es la tercera jornada y vía unitiva, los deja en el segundo grado y vía iluminativa; y en ella, viendo que proceden con perseverancia y recta intención, los aprovecha, comunicándoles luz y virtud para obrar bien, acudiendo a las obligaciones de su estado: dales a beber del vino como con medida (digámoslo así) y así no llegan a embriagarse y enajenarse; con que se hallan unidos, mas no estrechamente y de modo que lleguen a transformarse y parecer Dios y el alma un espíritu. Contemplan estos a Dios en este grado y vía iluminativa en el entendimiento; y cuando Dios aviva la fe ilustrándole, se inflama la voluntad y ama: de aquí   —156→   se origina el decir que esta contemplación es la mística Teología, y dejan estar a las almas capaces en este retiro, sin advertir a la capacidad que Dios les ha dado y por no alcanzar a entender cuándo las llama Dios al más escondido retiro.

Lo tercero, que otros tienen aun más capacidad de los que acabamos de proponer, y Dios que la dio los llama al tercer grado, tercera jornada o vía unitiva; y como es camino de cuesta, de más alto monte que el pasado y más áspera y agria, y en su cumbre hay tinieblas no experimentadas, son pocos los que llegan a la cumbre: y aunque cuando van subiendo (esto es disponiéndose con la total desnudez y en la oración con el ejercicio activo, deseando estar en olvido e ignorancia) tal vez siente el fuego de la voluntad y el resplandor, que enajena y pone en ignorancia al entendimiento, por falta de quien le advierta que esto es llamarla Dios al más escondido retiro, se queda en la cuesta; y algunos vuelven al segundo grado y principio de este estado; que para quien no tiene experiencia de la cumbre del tercero, es más apacible; y no permita Dios, que caiga (como queda advertido con doctrina del bienaventurado Fray Enrique Suson) más abajo, y se vuelva a la conversación de los Israelitas que estaban al pie del monte, y digan como ellos (por haber oído truenos y relámpagos): «háblanos tú Moisés, y no nos hable el Señor»; suelen volver atrás y contentarse con oír hablar a los hombres.

Los pocos que perseveran en el ejercicio activo, llegan a la cumbre del monte; y como con la total resignación en la voluntad de Dios, se han dejado purgar de su soberana mano, (como el Santo Job) y se han habituado en el ejercicio activo de ponerse en olvido e ignorancia, y concurriendo Dios al trabajo y perseverancia, los ha introducido en el más escondido retiro y sepultado en sí, sienten casi de ordinario un amoroso fuego en la voluntad, potencia que subió (como queda advertido) por la recta intención, tocada del fuego del Espíritu Santo, derramando delicias, esto es afectos de amor intenso.

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Y asimismo siente una suavidad y gusto indecible; y con esto el alma está (como el ave, que abre las alas y prueba a querer volar, y no puede, porque la detiene un lazo de hilo, aunque delicado, de un pie) dando saltos, y llega a entender con experiencia la significación de la palabra latina exulto, que es dar saltos de contento y alegría excesiva. Y en este sentido dice la Virgen: que su alma (por la cual se entiende la parte inferior) engrandece al Señor y su espíritu (que es la parte superior) dio saltos en Dios su salud.

Anda el entendimiento (como cuando a una persona le dan vahídos, que se tapa los ojos para no ver, porque parece que todo se anda) y hállase introducido en un instante en la divina tiniebla; y no pudiendo sufrir su pequeñez el rayo de luz que procede del fuego que arde en la voluntad, se retira: porque excede a la lumbre natural, y tiene por bien (digámoslo así) estarse quedo y sin pretender entender; porque en aquel instante percibió tanto, junto en uno; que no es posible poder explicar qué es lo que vio y entendió.

Todo se dice con decir que Dios es un ser incomprensible; y así la voluntad es la que reina (como la Reina Ester), la que come y bebe en este convite del Rey de Reyes y Señor de los Señores, la que abraza estrechamente al Rey, la que goza de su regazo y goza de los besos, la que con tales efectos llega a estar como muerta, la que con su hermosura de pura y recta intención enamora al Rey: y con esto el Rey introduce al entendimiento en el más escondido retiro y le trata como Asuero a Mardoqueo, haciéndole su privado, y que como tal gobierne sus Reinos; anda el entendimiento con este favor como el que quiere y no quiere alguna cosa: porque si advierte a lo que goza la voluntad, la experiencia le enseña que deja de obrar el Espíritu Santo en ella, cumpliéndose lo que dice en los Cantares: aparta la vista de mí, que me haces volar: y es, que el apetito natural de querer saber mueve al entendimiento, a querer entender: y que, si no llega a advertirlo, le parece que se queda sin aquello que tan superiormente vio y entendió.

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El alma experimentada y actuada en este estado con velocidad y presteza tiene por mejor cegar y refrenar el apetito; y con esto obliga al Rey a que (cuando es servido) vuelva a enviar unos rayos, con que le entretiene suavemente, haciendo que suba y baje, entre y salga. Toda esta obra pasa en lo más retirado del alma, en su más escondido retiro, sustancia y fondo de ella, morada y lecho del Rey; allí goza lo que ninguno entiende (dice el Evangelista San Juan) si no es el que recibe el favor, el que llega a asimilarse a los Serafines, que quiere decir sustancias ardientes.

Oigamos lo que dice a este propósito Hugo de Santo Victore: «Si no son gustadas estas cosas, no son amadas; si no son amadas, no son entendidas; y si no son entendidas, vanamente son oídas: mas en el amor se hace el gusto, esto es la experiencia, que es la maestra de la inteligencia».

Según esto, sólo los llamados y que viven desangrados con muchos y grandes trabajos, hechos polvos, suben como la varita de humo, que procede de varias especies aromáticas y llegan a herir con la recta intención el corazón del Esposo y obligan al Esposo a que salga de su trono y se dé a gustar y ver.

Gilberto, heredero del espíritu de San Bernardo, puso los ojos en el alma de estas calidades y dice: ¡Oh cuán delicado sube la esposa: cuán casi sin peso del cuerpo y cuán sin corrupción de la carne! ¿Qué cosa de corpulencia puede haber en lo que se compara al humo? ¿Qué corrupción, siendo así que a ella le propone, no despidiendo carne, sino exhalando especies aromáticas hechas polvos y quemadas? Al fin sube delicadamente y digna del lecho de Salomón. Leo (dice Gilberto) que Judith lavada y ungida se halló dispuesta para que los brazos del Rey le halagasen con la suavidad del ungüento; mas la esposa que se propone ya no usa de ungüentos en la gracia del Esposo, sino que con el olor del ungüento se siente derritida. Adviertan los Padres Espirituales lo que añade: mas no todos reciben y toman esta palabra; no iodos pueden gozar de estas delicias.

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Esta palabra mira a que muchos, aunque tienen capacidad y los llama Dios, se hacen sordos, queriendo vivir según la carne, y dicen a Dios lo que notamos con Ricardo: «Manda, remanda, espera y espera más»; y lo que la esposa recostada y acomodada en el lecho, desnuda y lavados los pies, y con esto perezosa y descomedida.

Cuando los capaces y dispuestos vuelven en sí y salen del glorioso sepulcro en que han estado, sienten (asimilándose a los cuerpos gloriosos) una luz que causa alegría en el espíritu y no mueve a la parte inferior a movimientos, como hace la alegría y júbilo en la vía iluminativa, cuando no tenía tan dilatada y como ensanchada (digámoslo así) el alma; y parece cuando recibe el favor, que no le cabe; y así se estremece el cuerpo y hace exterioridades.

En el fin de este grado tercero, se halla el corazón dilatado, y el espíritu como bañado de luz que alegra pacíficamente y compone lo exterior y levanta lo superior del espíritu y le pone en Dios invisible e incomprensible, el cual oscurece la luz natural y hace que reine la sobrenatural; como si en un aposento hubiera una candelita que da poca luz y esta se escurece (o no parece) cuando entra en él un cirio grande, que da mucha luz; y esto pasa con más plenitud, cuando Dios introduce instantáneamente al alma en el más escondido retiro.

Siente asimismo desembarazo y agilidad en las potencias; y así con unos recuerdos que le vienen tan presto; se halla en la vía purgativa, sintiendo haber ofendido a Dios y pareciéndole que no hace cosa de provecho; tan presto se halla en la unitiva afectuosamente unida con Dios, y allí purga, advirtiendo instantáneamente que es su amado el ofendido, y que pudiendo echarle en el infierno, le favorece; y tan presto se halla en la iluminativa, advirtiendo el entendimiento alguna cosa con que saca doctrina y mueve a la voluntad a obrar y a alabar, y dar gracias a Dios; y aquí también purga muchas veces, advirtiendo sus faltas y defectos, y el no haber ocupado el tiempo en buenas obras y alabanzas de Dios.

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Todo esto pasa en sumo silencio exterior y con un modo tan interior que no se puede decir, y sin turbaciones de escrúpulos y consentimiento íntimo y pacífico, y alegría celestial; siente asimismo junto temor y amor; porque por una parte contempla con modo inefable en Dios incomprensible una Majestad severa, con que se retira el espíritu a la nada; y por otra una Majestad benignísima, con que se levanta alentada, y goza de una familiaridad de amoroso y tierno Padre y Esposo.

El mismo desembarazo y agilidad siente en las potencias para meditar y contemplar en la Vida, Pasión y Muerte de Cristo Señor nuestro, sin que le impida para mirar al Hijo de Dios y Dios Verdadero, el ser Hijo de la Virgen y hombre verdadero; antes saca copiosísimos frutos mirando a Dios hecho hombre, y viene en un conocimiento altísimo de lo que es la Virgen María su Madre, y se alegra de que Dios tenga tal Madre y de que la Virgen tenga tal Hijo y de que tenga tal esposo como José y José tal esposa, y por todo da gracias a Dios; y a todos tres, Jesús, María y José, tiene en lo íntimo del corazón.

Pienso acabar este capítulo y todo el libro con advertir que parece mal que anden las personas que se precian de espirituales como a pleito con la humanidad de Cristo Señor nuestro, con pretexto de que impide a la contemplación de la Divinidad; largamente tratamos de este punto en la primera parte, capítulo seis, y en esta tercera en el antecedente, y en este vuelvo a tocarle, mostrándome porfiado contra los que porfiadamente (y como llevándolo por tema y no con deseo de que se aprovechen las almas, sino por ser tenidos por grandes contemplativos) enseñan esta doctrina, sin haber llegado a entender el grado superior de la mística Teología, en el cual uno de los efectos grandes con que salen del más escondido retiro (cuando este mismo Señor nuestro Jesucristo, que nos redimió con tantos trabajos, tormentos y muerte de Cruz con su Padre Eterno los introduce en él, enviando su Divino Espíritu) es una afición a Cristo Señor nuestro, que no se puede significar con palabras.

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Siéntese radicado en el corazón un amor tan fuerte y encendido, que llegan a decir los hombres flacos y miserables, que naturalmente temen la muerte, los dolores, tristezas, aflicciones y trabajos y desean vivir, lo que San Pablo: «¿Quién será poderoso a apartarnos de la caridad y amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿Por ventura la angustia? ¿o la hambre? ¿o la desnudez? ¿o el peligro? ¿o la persecución? ¿o el cuchillo? Antes en todas estas cosas triunfamos por aquel que nos ama». De grado en grado va subiendo este Señor al alma su esposa que se sabe aprovechar de la gracia y se purifica y adorna bien, y en ningún grado pierde de vista (como fiel esposa) a su amado Esposo, cumpliendo con la promesa que hizo cuando se vio ásperamente reprendida y echada de casa; porque se quería estar siempre en la alteza de la Divinidad, como separando la Humanidad; diciendo: «De aquí adelante mi Esposo será para mí un manojuelo de mirra y su morada serán mis pechos».

Va subiendo a la esposa y ella, no fiándose de sí, en ningún grado le pierde de vista ni se desarrima de él, porque teme y ama; y así lo uno y lo otro le mueve a subir afirmada sobre sus hombros, teniéndose por la oveja perdida, a quien dice este Señor que vino a buscar. Ninguno viene al Padre (dice este Señor) si no es por mí. Por ventura si subiera sola, no la conociera el Padre por esposa de su Hijo. Llegó Cristo Señor nuestro donde estaban las vírgenes; las cinco caminaron con Cristo, Esposo de las almas, y hallaron la puerta abierta; las otras cinco llegaron a ella sin la compañía de Cristo, y hallaron la puerta cerrada; llamaron, mas el Esposo respondió: No os conozco.

Tome el alma el consejo de quien se vio en el tercer Cielo, y habiendo bajado de él dice: «Vestid al Señor Jesucristo: esto es, incorporaos en Jesucristo Señor nuestro. Así se sienten los que desnudos totalmente del viejo Adán, se visten del nuevo, que es el Hijo de Dios, que por nuestro amor apareció en el mundo vestido de hombre, para que nosotros le radiquemos en nuestros corazones y podamos decir con verdad: vivo yo, mas ya no yo, porque vive en mí Cristo».

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De este modo vivieron los Santos que experimentaron y entendieron lo que es la mística Teología, subiendo de grado en grado al más escondido retiro; jamás perdieron de vista a Cristo Señor nuestro, y subían por la escala, como los ángeles a la cumbre y alteza de la Divinidad, y bajaban a la Humanidad; entraban por la Humanidad, como dice Cristo Señor nuestro, a la Divinidad, y volvían a salir a ella, y entrando y saliendo, y en ambas naturalezas hallaban pasto y sustento y traían radicado en sus corazones a Cristo, que es camino, verdad y vida.

Oigamos lo que de sí dice San Bernardo, que escribió con ciencia y experiencia, mística y suavemente. Hermanos (dice el Santo) lo que digo de mí es que en el principio de mi conversión, para poder hacer un montón de los merecimientos que me faltaban, procuré atar el hacecico de la esposa y colocarle entre mis pechos, recogiéndole y formándole de todas las agonías, tristezas y amarguras de mi Señor, comenzando primeramente de las necesidades que padeció desde que nació: y luego pasando a los trabajos y fatigas con que se halló discurriendo y predicando por las villas y ciudades; y finalmente de todo lo que padeció velando, orando, ayunando, y perseguido y menospreciado de los hombres, hasta quitarle la vida, poniéndole afrentosamente en una Cruz entre dos ladrones.

A la vista de la abundancia de la suavidad de estas cosas, encomendadas a la memoria, estaré (dice este Santo) vaporizando por la boca mientras viviere. Jamás olvidaré estas copiosas misericordias; estas pretendía David en tiempos pasados, derramando lágrimas y diciendo: vengan a mí tus miseraciones y viviré. Meditar estas cosas, llamé sabiduría; en estas cosas establecí para mí la perfección de la justicia; en estas cosas están la plenitud de la ciencia, las riquezas de la salud; y en estas están las copias de los merecimientos; de estas cosas (tal vez) procede la venida saludable de la amargura; y tal vez de estas cosas proceda la suave unción de la consolación.

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Pasa adelante el Santo y dice: «Estas cosas me llegan al Juez del mundo, mientras figuran al que hace temblar a las Potestades manso y humilde, mientras le representan, no sólo aplacable, mas también imitable; a aquel, que es para las Potestades, inaccesible, terrible a los reyes de la tierra; por esto, para mí están estas cosas frecuentemente en la boca, como vosotros sabéis, y siempre en el corazón, como sabe Dios; no procuro inquirir (como la esposa) dónde sestea en el medio día a quien alegre tengo abrazado entre mis pechos; ni procuro inquirir dónde apacienta en el medio día, a quien miro Salvador en la Cruz; aquello es más levantado, esto es más suave, o más aparejado; aquello es pan, esto es leche; esto satisface las entrañas de los niños; esto llena los pechos de las madres, y por esto quiero que sea entre mis pechos».

Acaba el Santo esta doctrina que he propuesto para confusión de los presumidos místicos, que pretenden traer a las almas (como los que juegan a la pelota) siempre por el aire, diciendo a sus monjes, y en ellos a todos: «Y vosotros, amantísimos, recoged para vosotros tan amado hacecico; a éste ingerid en los senos interiores del corazón; con éste os guarneced lo interior del pecho, para que también para vosotros more entre los pechos; tenedle siempre, no por detrás, en los hombros, sino delante, a la vista de los ojos; porque no suceda que cargando y no percibiendo el olor, que exhalan estas cosas, la carga abrume y apremie, y el olor no levante el espíritu. Acordaos que Simeón le recibió en sus brazos, María le trajo en su vientre, le fomentó en el gremio, y la esposa le colocó para sí entre sus pechos».

Demos último fin a toda esta obra, dividida en tres partes y recopilada en este último capítulo con la excelentísima doctrina de mi Seráfico Padre San Francisco (cuya regla apostólica dada a sus hijos los Frailes menores, y a la gloriosa Santa Clara y las demás hijas que la profesan sin mitigación alguna, descubre la vida preciosa de los muertos, escondida con Cristo en Dios.)

En el principio de su conversión se le apareció Cristo Señor nuestro algunas veces, y los efectos que sintió su   —164→   alma con estos aparecimientos, y las palabras que le oyó, fueron continua memoria de la Vida, Pasión y Muerte de este Señor, y tierno y amoroso sentimiento mezclado con dolor que le movía a llorar, conociendo el excesivo amor con que el Hijo de Dios se hizo hombre para pagar por nuestros pecados y redimirnos; y así uno de los principales y continuos ejercicios que traía en el alma, era éste con que siempre meditándola y contemplándola, entraba a la Divinidad y salía a la Humanidad.

Subía al más escondido retiro, llevándose muchas veces el espíritu al cuerpo por el aire, y parando sobre los árboles más encumbrados, y descendía a la tierra al paso que el espíritu volvía en sí, y en todo hallaba pasto celestial; y pasó toda su vida llorando amargamente y con tanto exceso la Pasión y Muerte de Cristo Señor nuestro, que enfermaron los ojos. Hallándose así nuestro Seráfico Padre, le dijo un Ministro Provincial, que por qué no manda ba a su compañero que le leyese alguna oración devota de la Escritura, con que su espíritu se alegrase en Dios y recibiese alguna consolación.

Oigamos la respuesta que dio, y luego iremos proponiendo la doctrina superior que dio a sus hijos, y obligaremos con ella y la referida de San Bernardo a que los Padres Espirituales caigan en la cuenta y procuren quitar las cataratas de los ojos, para poder guiar a las almas por el camino real. Hermano (dice el Santo) tanta consolación y amor hallo cada día y cada hora en la memoria y pensamiento de la humildad, pasión y vida del Hijo de Dios, que si hasta el fin del mundo viviese, no me sería necesario otro libro, ni oír, ni meditar otras escrituras.

Ponderen los Padres Espirituales estas palabras, nacidas del corazón del Serafín de la tierra. Es Cristo Señor nuestro, libro escrito dentro y fuera; dentro, con tristezas, aflicciones, tedio, agonías y desamparo de las criaturas y de su Eterno Padre; y fuera con bofetadas, golpes, azotes, espinas, clavos, hiel y vinagre. Está cerrado con siete sellos, para los vanos contemplativos, que por tales los repele Dios y echa fuera de su casa, como a la esposa   —165→   y del convite que hace el Cordero sin mancilla, al convidado que no tenía la vestidura ajustada al convite; mas no lo está para los que aprenden como niños de la escuela de Cristo Señor nuestro, Maestro único de la mística sabiduría.

A estos les abre el libro y los enseña a leer, e introduciéndolos en él, les comunica y hace participantes de la naturaleza divina, con que sabe por experiencia qué cosa es vida escondida con Cristo en Dios, y el glorioso sepulcro; y el mismo Cristo, vida preciosa de los que mueren en él; y como es Hijo de Dios y Dios verdadero, los adorna con sus virtudes humanas y divinas: y así viven parecidos a Cristo, humildes, pacientes, caritativos, benignos, pacíficos, fuertes, sabios, prudentes y sin dobleces, descubriéndose en estos lo que dice San Pablo: «Con Cristo nos dio el Padre Eterno todas las cosas...»

Dénos Dios su gracia para que nos dispongamos, purgándonos por la vía purgativa, ilustrándonos por la iluminativa y uniéndonos por la unitiva; y siguiendo a Cristo Señor nuestro por la imitación, crezcan en el alma la fe, esperanza y caridad, alas con que en llegando la hora, podamos volar y llegar, ya no solamente como el solitario, que se levanta sobre sí al más escondido retiro que se descubre en el alma, sino al mucho más escondido retiro, que es el Cielo Impíreo y patria Celestial, para gozar de Dios y verle eternamente en compañía de los Ángeles, y adorarle y alabarle con ellos, diciendo: Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos: y a Cristo Señor nuestro, agradecidos porque nos lavó y redimió con su sangre, diciendo: «Digno es el Cordero, que aún en el cielo se manifiesta a los bienaventurados herido, de recibir la virtud y la divinidad y la sabiduría y la fortaleza y la honra y la gloria y la bendición».

Este Señor nos la eche desde adonde está reinando retirado, y llama a su más escondido retiro al alma que como fiel esposa suya trabaja y echa de sí avergonzados y confusos, al Mundo, Demonio y Carne, diciendo: «Levántate, amiga mía, paloma mía y ven», e introduce paz   —166→   en la sensualidad, amor en la voluntad, silencio en el entendimiento, y con el rocío de dones celestiales hace crecer en ella, la fe, la esperanza y la caridad, alas con que vuela del más escondido retiro al Cielo, donde goza de la vida eterna.





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ArribaAbajo Pedro de Mercado14

(Selecciones)


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Cuida paternalmente la Compañía del seminario de San Luis, rey de Francia

La iglesia mayor tiene en su misma cuadra y al mismo lado donde está situada el colegio de seminaristas que en días señalados sirven a su altar. Está este colegio seminario enfrente de nuestro colegio, conque está más a mano porque no hay más que la calle de por medio para pasar del un colegio al otro. Erigiolo en veinte y nueve de setiembre del año de mil seiscientos y uno el ilustrísimo señor don fray Luis López de Solís, y ha cedido en no pequeño bien de todo su obispado y en grande gloria de Dios. Encargó su gobierno como fundador suyo a la Compañía y esa lo admitió por ser de tan gran servicio de Dios y de tan grande utilidad de las almas.

Con hijos de tantas madres, como son los que han entrado en este colegio; han procurado avenirse y portarse como padres. Como tales han cuidado en primer lugar que se entreguen a la virtud cuidando de que cada día se entreguen, tengan su rato de oración por la mañana, de que oigan misa a hora señalada, de que recen el rosario a la Virgen María y que la invoquen en comunidad con su letanía; que confiesen y comulguen a menudo y se aparten de malas compañías. Distribuyen a los colegiales en sus celdas, y a cada una le tienen puesto nombre de santo, conque cada colegial sabe a quién ha de   —170→   invocar y a quién ha de imitar cuando entra en el retiro de su celda.

Aunque se hayan sepultado en olvido muchos actos virtuosos de colegiales de este seminario de San Luis, no permitiré que falte la memoria del siguiente: Trabose en cierta ocasión pendencia entre dos colegiales y el uno de ellos enfurecido levantó la mano, le dio al otro una bofetada, y habiéndola recibido estuvo tan lejos de seguir las leyes del duelo, que observó el consejo de Jesús como quien se criaba entre los de su Compañía, volvió el rostro y ofreció al contrario la otra mejilla para que emparejase la bofetada dándole otra. Admiró a los presentes un tan heroico acto de humildad, especialmente por verlo practicado en un mancebo secular que despreciaba los vanos pundonores del siglo.

Ejercitan también los de la Compañía el oficio de padres con los colegiales, advirtiendo los defectos en que caen y corrigiéndolos con los dictámenes de la prudencia, ya avisándole a uno con blandura de su culpa, ya reprendiendo de palabra, ya castigando con la obra de la disciplina, ya dando otros castigos para que desde su niñez y desde su juventud se vayan amoldando de suerte que después sean varones perfectos, así en la cortesía y urbanidad, como en la virtud. En Esto les muestran su verdadero amor porque el que quiere bien al otro cuidadosamente procura que en todo sea bueno, y así en su crianza no le permite cosa que sea mala.

Aun más que los padres naturales les enseñan a estos mancebos los padres de la Compañía, pues aquellos no imponen a sus hijos en ciencia ninguna, pero sí lo hacen en el colegio los padres solicitando que estudien a solas, que arguyan unos con otros, que tengan conferencias, que hagan públicas liciones y se ejerciten en otros actos literarios con que después salen del colegio doctos y letrados. A este fin tiene la Compañía en su casa un claustro con cinco aulas de muy buena fábrica; en las dos primeras se enseñan los rudimentos de la lengua latina, a las cuales se añade la de retórica que aprenden los estudiantes en el año antecedente al curso de artes. Estas   —171→   se enseñan por espacio de tres años en la aula cuarta y cada día en la última leen sus liciones tres maestros de teología.

Con estos dos pechos, de virtud el uno y de letras el otro, ha criado este colegio como buena madre a muchísimos hijos, y cuando se han destetado y dejado la beca, han salido hombres grandes. Unos han ocupado los puestos de curas, y lo que se estima más, las prebendas y dignidades de muchas iglesias catedrales. Otros han sido eminentes sujetos en el orden de San Agustín, cuyo hijo fue el padre y fundador de este colegio, el ilustrísimo señor don Fray Luis López de Solís, con que se logró su santo celo en su sagrada religión, y no sólo en esta sino también en la de Santo Domingo y en la de San Francisco, en la de Nuestra Señora de las Mercedes y en la de la Compañía de Jesús, pues todas ellas han tenido insignes religiosos que antes fueron colegiales o seminaristas convictores dé San Luis, rey de Francia.

(O. c., t. III, L. I, c. 22)



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Honra la Compañía a sus discípulos con los grados de maestros y doctores

Si a la virtud de la piedad le pertenece el acto de honrar los hijos a sus padres, también le toca a la misma virtud la materia y el argumento de honrar los padres a los hijos, y así la Compañía mostrándose madre de los discípulos a quienes enseñaba artes y teología, trató de honrarlos con las borlas y mucetas de doctores y maestros. Con este intento fundó en nuestro colegio la Universidad ilustrada con privilegios, establecida con bulas de sumos pontífices, amparada con cédulas reales, favorecida con provisiones de la Real Audiencia. Comenzó a dar estos grados el año de mil y seiscientos y veinte y tres siendo constituido por rector de la Universidad el mismo padre que era rector del Colegio de la Compañía, que ordinariamente cede el uso del derecho que tiene al señor obispo para que dé los grados.

Para que los beneméritos sean solamente los que reciban el premio en la insignia de la borla y muceta del magisterio y doctorado, precede por suerte la lección de las cuestiones que han de leer con sola la prevención de veinte y cuatro horas, y después de ellas gastan una entera en la lección que oyen exactos los examinadores. También precede la hora rigurosa (que llaman tremenda los estudiantes) de la tentativa en que arguyendo los maestros   —173→   y respondiendo los discípulos se hace juicio de que son merecedores o no del premio que pretenden, y luego cada uno de los maestros da o niega su voto según el dictamen de su ciencia y conciencia.

A los aprobados para el lauro se lo da el señor obispo de Quito por cesión del padre rector de la Universidad; pero reteniendo siempre el derecho que tiene a darlos cuando quisiere. Preceden al grado la propuesta de una cuestión y se hacen las ceremonias que se acostumbran en las otras universidades. El teatro donde se tienen los actos de facultad y se dan los grados se acabó el año de cincuenta y nueve, y es una pieza sobre muy hermosa muy capaz; tiene dos órdenes de asientos, bajos los unos; altos los otros, sus respaldares y barandillas atraen la vista por estar con curiosidad labradas. Señoréase a un lado del teatro la cátedra, y todo se corona con un retablo muy bello en que asiste el Rey de la gloria debajo de las cortinas de los accidentes de pan y encubierta con las puertas del sagrario.

Después de los grados se procede a un solemne paseo por las calles más principales de la ciudad, yendo cada uno de los doctores y maestros en el lugar que le compete por la antigüedad de su grado, llevando en sus cabezas los bonetes con sus borlas y pendientes las mucetas de sus cuellos mostrando en los colores los grados de sus dueños, blanco y negro a los doctores; negro y azul a los maestros. Los que solamente son doctores llevan la borla sólo blanca, pero los que con el doctorado mezclaron el magisterio llevan la borla con mezcla de blanco y azul.

El patrón de esta Universidad es San Gregorio, Papa, doctor magno de la iglesia, y se ha lucido grandemente su patrocinio en el mucho número de doctores y maestros que se han graduado. Cada tres años, al fin de cada curso se gradúan muchos, y a las veces pasan de treinta los graduados porque acuden a oír artes en Quito muchos de los que aprendieron gramática en las otras ciudades de esta provincia. En esta Universidad se han incorporado algunos que se graduaron primero en otras. También se han graduado en ella religiosos muy graves del orden de predicadores,   —174→   y también muchos de la religión de Nuestra Señora de las Mercedes, preciándose tanto de los grados obtenidos, que ha sucedido que provinciales que actualmente lo eran en su religión tomaban el asiento que les pertenecía por su antigüedad en el grado posponiéndose a personas inferiores y aun a sus mismos súbditos, si eran más antiguos en el grado.

Para que esta Universidad no vaya a menos, se renuevan cada año los estudios en el día de San Lucas Evangelista, orando uno de los de la Compañía en la cátedra del teatro a muchos que concurren a oír la oración y en especial a los estudiantes que cursan y han de cursar en nuestras escuelas. Póneseles patente un cartel en que están escritos los nombres de los maestros que han de leer en sus cátedras el año siguiente, y también las materias que han de enseñar a sus discípulos.

(O. c., t. III, L. I, c. 23)



  —175→  
Recíbese para religioso de la Compañía al presidente actual de la Real Audiencia

Presidiendo en la Real Audiencia de Quito el doctor don Juan Morales de Aramburu, natural de la ciudad de Lima, le dio Dios una grave enfermedad, y también le dio deseos de dejar de ser presidente de la Audiencia y hacerse súbdito de la Compañía, porque es mejor obedecer en la casa de Dios que presidir en los estrados del mundo. Hizo voto de entrar en nuestra religión si Dios le alargaba la vida; mas como a su Majestad le desagradó lo tardío en el cumplimiento de la promesa, pidió el ser recibido luego en la Compañía. Consiguiolo y fue paga que le quiso hacer nuestro padre San Ignacio recibiéndole por hijo cuando estaba cercano a su muerte, por habérsele mostrado muy devoto en su vida. Todos los años le celebraba en el día de su fiesta; asistía por su propia persona a que se colgase la iglesia, se adornase el altar y se compusiese todo; él mismo convidaba al señor obispo, a los oidores, a las sagradas religiones, a los cabildos y a toda la nobleza de la república para que se hiciese más célebre el festejo de su querido santo.

Entre las ocupaciones de oidor y ministro del rey temporal, se ocupaba su atención en los cuidados de su alma. Confesábase y comulgaba los domingos del año y en todas las fiestas de Jesús y de María. En lo juez fue   —176→   muy recto. Sus manos hicieron siempre el oficio de dar los necesitados, pero nunca el de recibir de los que tenían o podían tener negocios en su Audiencia. En una ocasión le envió un sacerdote un pequeño regalo de unos pichones, pero él con toda cortesía y con todo agradecimiento se lo volvió, y como el sacerdote amigo le instase que podía sin escrúpulo recibirlo porque no tenía dependencias ni esperaba tenerlas en la Audiencia, le respondió con resolución que no lo había de recibir porque el juramento que había hecho sobre los Santos Evangelios le obligaba a no recibir una manzana. En esta materia le sucedieron muchas cosas que parecían menudencias, pero en ellas se mostraba la fidelidad de un juez limpio de manos.

Sabía muy bien cuál era su mano derecha para dar limosna a los pobres, y cuando estos tenían algunos pleitos los despachaba con más brevedad, porque con la dilación no se empobreciesen más. A su liberalidad agradece la librería de nuestro Colegio de Quito seiscientos cuerpos de libros con que la enriqueció. Contentose Dios con el poco tiempo en que fue de la Compañía y llevole (como esperamos) a la de los bienaventurados, y su cuerpo se sepultó en la bóveda común de nuestros religiosos.

(O. c., t. III, L. I, c. 28)



  —177→  
Vida del padre Alonso de Rojas

Cuando el padre Alonso de Rojas no tuviera otra excelencia más que ser otro Ildefonso en la devoción y amor a la Madre de Dios, tenía sobrados méritos para escribir su vida, y así especialmente por esta razón la quiero dar a la estampa.

Hijo de muy nobles padres fue el padre Alonso de Rojas, pero calificose más con haberse hecho desde sus tiernos años hijo adoptivo de la Virgen María, dignísima Madre de Jesús. Criose en Bujalance, su patria, y creciendo en sus padres el deseo de que su hijo, acaudalando con las ciencias nuevos méritos, ocupara alguna dignidad que pudieran alcanzarle fácilmente por no faltarles hacienda y sobrarles calidad; le enviaron a Alcalá, donde frecuentado las escuelas en breve tiempo supo la lengua latina conque aprobado de sus maestros empezó a oír cursos de arte, y aprovechó tanto el primer año, que por oposición obtuvo beca en uno de los colegios, de donde acudía al de la Compañía para comunicar con algunos padres las cosas de su conciencia.

Procedía tan ajustado, que habiendo de dar su voto en una oposición que hubo de cátedra, lo dejó de dar a uno de su patria por no faltar a lo que juzgaba que debía hacer en Dios y en conciencia, y lo dio al opositor, a quien no había comunicado en toda su vida, el cual se llevó la cátedra por sólo un voto de ventaja que se presumió   —178→   ser el de nuestro colegial. Aunque sus pocos años podían tomarse algunas licencias, las reprimía con la frecuencia de los Santos Sacramentos, de donde sacó dar de mano o de pie al mundo y entrarse en la Compañía, en donde le recibieron con gusto de los nuestros sin contravenir al de sus padres.

Habiendo tenido su noviciado con tal satisfacción de los superiores que mereció que lo introdujesen más en la Compañía por medio de los tres votos, les pidió facultad para pasar a estas Indias con el procurador de ellas, que lo era el padre Luis de Santillán; mas como se había el hermano Alonso granjeado las voluntades de todos, quiso el padre rector impedirle el paso diciéndole que había otros que lo deseaban y que desistiese de su pretensión; pero no bastando esto para disuadirle de su intento, determinó que el nombre del hermano Alonso y el de otros dos pretensores se escribiesen con intento de nombrar para las Indias el que saliese por suerte; y aunque deseaba que ésta no le cupiese al hermano Alonso, sucedió lo contrario, pues salió por tres veces sucesivas su nombre, cabiéndole la suerte que deseaba, y para lograrla se embarcó, y habiendo tenido próspera navegación, llegó a la provincia y Colegio de Santa Fe, en donde acabó sus artes y teología. Luego le enviaron a establecer las aulas de latinidad a la ciudad de Cartagena, de donde pasó a la de Panamá y Lima; y de ésta a la de Quito, en que vivió veinte y seis años que empleó ya en las cátedras de teología, ya en la prefectura de los estudios mayores y menores, y ya en los púlpitos y confesonarios.

Dotolo Nuestro Señor de especial talento para contar ejemplos de noche, y ejercitábalo con tal fervor, que sus oyentes a voces hacían actos de contrición, y en algunas personas se conoció que eran verdaderos porque mudaban de costumbres. La eficacia de su púlpito se vio con especialidad en una pública ramera, la cual oyendo predicar al padre Rojas de la vanidad del mundo y del error en que viven los hombres, que sin prevenir su riesgo se precipitaban al infierno, trocando las galas en un áspero cilicio,   —179→   se convirtió a Dios y se entregó a ejercicios santos en que acabó la vida y dejó esperanzas de que se había partido a gozar de la vida eterna.

Predicando al corazón y al alma de los otros; castigaba su propio cuerpo y lo reducía a servidumbre, que ese es el medio para no hacerse réprobo como lo ejecutaba y decía el predicador de las gentes. La penitencia que más relucía en el padre Alonso de Rojas era la vigilia en las noches. Un primer miércoles de cuaresma recibió la ceniza en la corona, y los días siguientes cuando se descubría la cabeza repararon algunos que tenía la cruz de la ceniza tan bien formada como si se la acabasen de hacer, y escudriñando la causa, hallaron que era el no haberse acostado en cama ni haber puesto la cabeza en almohada, en que luyendo se hubiera deshecho la cruz de ceniza que tenía en la corona. Por más de diez y ocho años no tuvo más cama que una tarima o peaña de la Virgen donde velaba muchas noches en oración platicando con Dios y con su querida Madre. En los últimos años de su vida le mandaron los superiores que durmiese en cama, y obedeciendo al mandato, ya que se acostaba en cama añadía una áspera penitencia y era una cruz sembrada de puntas de acero la cual, aplicada al pecho, no le dejaba dormir; y si era víspera del día en que había de predicar, añadía al desvelo de la noche una disciplina con que se prevenía para el sermón.

En los tiempos de siesta en que podía recuperar lo que había perdido del sueño de las noches, no dormía, antes bien se ocupaba vigilante en imitar a San Agustín, hablando a Dios con las encendidas palabras de sus soliloquios. Después desto leía un capítulo del libro de oro de Imitatione Christi compuesto por el espiritualísimo hijo de San Agustín fray Tomás de Kempis. También solía leer en este tiempo vidas de santos para hacerse un santo con la imitación de sus virtudes.

No sólo tenía buena lengua para el púlpito, también la tenía para la conversación. No se desmandaba en decir cosa alguna en desdoro de otro por mínima que fuese. Si tal vez alguno en su presencia hablaba mal de otro,   —180→   divertía con discreción la plática. Otras veces hablaba bien de la persona de quien los otros hablaban mal. En otras ocasiones solía decir que no creyesen lo malo que oían de los otros. En esta materia se confesaba agradecido al padre un caballero a quien algunos mal intencionados procuraron malquistar con un señor de garnacha calumniándolo de cierto vicio afrentoso, y oyéndolo el padre volvió por su crédito con tanta verdad, y con tales veras, que si hasta entonces no había el oidor desamparado al caballero, de allí adelante le fomentó y favoreció más de lo que solía. Si por bien hablado el padre Rojas atraía a los otros para que conversasen con él, también atraía a los que le miraban el rostro, porque mostraba una alegría modesta y una apacibilidad tan caritativa que se robaba los corazones.

Hablaba a los superiores con el respeto y veneración de quien miraba en ellos a Dios. Si le daban alguna licencia, la ponía por escrito para certificarse si acaso se olvidase o dudase de ella, porque era un hombre de conciencia tan pura que no admitiría cosa ninguna ni se atrevería (con ser naturalmente generoso) a dar una pluma sin tener licencia del superior.

Fue devotísimo en el celebrar la misa, y para recibir a Cristo como sacramento y ofrecerlo como sacrificio, se solía prevenir cada día, no sólo con la confesión sacramental sino también oyendo de rodillas una misa, y después de dicha la suya daba con espaciosa devoción las gracias por el favor que había recibido del Soberano huésped. Solía visitarle cinco y seis veces cada día y las demás que le permitían las ocupaciones. Acostumbraba hacerle solemnes fiestas con grande adorno del altar e iglesia con multitud de luces y fragancia de olores.

Dos nombres le tenían puestos al padre Alonso de Rojas en la ciudad de Quito. El uno era padre de pobres, porque les acudía con mucha caridad en cuanto le era posible. El otro era el enemigo de las mujeres, porque con santo celo alcanzaba de los jueces que las que no querían corregirse y servían públicamente de tropiezo en la república, saliesen desterradas de ella. También le   —181→   ponían este nombre por ser muy recatado en comunicar y hablar con mujeres, solamente no se negaba a ellas cuando le llamaban para confesarse porque deseaba ganar sus almas para Dios.

A estos dos nombres añadiré otro llamándole el predicador de la Reina del cielo y Emperatriz de los ángeles, porque en cuantos sermones le oí reparé que siempre predicaba a los de la Santísima Virgen con grande afecto, y después que leí la carta del aviso que se dio de su muerte a los colegios de esta provincia, supe que había hecho voto de tratar en todos sus sermones algo de su Señora la Virgen María. También tenía hecho voto de ayunar todos los sábados y vísperas de las festividades de la Virgen, a que añadía su devoción humilde el fregar los platos en estos días en los cuales también castigaba su cuerpo con ásperas disciplinas. Y siendo así que procedía como hijo de la Virgen, se obligó a servirle como esclavo con carta de perpetua esclavitud. Saludaba devotamente a esta su madre y señora con la oración del ángel San Gabriel todas las veces que encontraba imagen suya, a que se acostumbró desde las primeros años de su edad. Cada día invocaba el patrocinio de María Santísima en tres rosarios, cumpliendo el voto con que se había sacrificado a hacerle este servicio, por más que se lo estorbasen otras ocupaciones, porque la suya más principal era el servirla. Por el especial afecto que tenía al misterio de su Purísima Concepción en el primer instante de su ser, añadía a la obligación precisa del oficio divino la devoción de rezar el oficio pequeño de la Concepción que usaba el venerable hermano Alonso Rodríguez, al cual añadía las laudes que le faltaban en idioma latino. Tuvo algunos tiempos muy a su gusto empleados en discurrir con su buen ingenio y en escribir con su devota pluma un libro que intituló: «Hermosura de María».

Con estos y otros ejercicios pasaba el padre Alonso de Rojas santamente los días de su vida en el Colegio de Quito cuando pretendió sacarle de él y traerlo al de Santa Fe su primo el General don Antonio Maldonado, caballero del hábito de Calatrava, pero no quiso el padre mostrando   —182→   el despego que tenía de sus parientes, y no lo admiro cuando tenía por madre a María, cuyo amor obliga a desasirse de todos los parentescos. También rehusó su humildad las honras que podía tener y le daba la religión excusándose en dos ocasiones de ser rector del Colegio de Panamá, y en otras dos del rectorado de Cartagena. Al fin le mandaron que fuese rector del Colegio de Quito, premiándole los deseos que tenía de ser súbdito con hacerle superior. No debió de valerle la excusa que en las otras ocasiones le había aprovechado, pues admitió el cargo, pero durole tan poco, que dentro de breves días le descargó Nuestro Señor para concederle (como juzgamos) la dignidad que nunca se acaba, y por eso mueve a que se desprecien las de acá, que tienen fin breve y término limitado.

Ocasionole la muerte su fervorosa caridad, pues llevado de esta le asistió a un enfermo desde las cuatro de la mañana hasta más de las once del día, y luego acudió al doliente a la tarde desde las dos hasta después de las ocho de la noche, de que encendiéndosele la sangre, le sobrevino calentura, y aunque ésta le postró en la cama, le esforzaba la devoción de la Virgen a que se levantase a rezarle de rodillas tres salves. Creciendo la fiebre declaró que era tabardillo el achaque y le privó del juicio y luego le sobrevino una profunda modorra, de que despertaba a violencias de rigores y apenas se veía despierto cuando repetía salmos y las más veces el cántico de su querida Madre María Santísima: Magnificat anima mea Dominum. ¡Gran cosa!, que aun estando sin juicio se hallaba con devoción a María.

Como iba a priesa agravándose el accidente sin esperanza de remedio humano, imploraron las religiones todas el divino, mostrando el amor que al padre Alonso tenían, con solemnes novenarios que principiaron y misas que dijeron por su salud a la Santísima Virgen; mas como era ya tiempo de que se le premiasen sus obsequios y de que el siervo de Dios estuviese donde está su Señora, no le concedió la salud ni la vida sino una buena muerte, y, habiendo recibido todos los sacramentos, se lo   —183→   llevó a la patria celestial a los 21 de marzo del año de 1650. No pongo los de su edad ni los de su religión, porque no los hallé escritos.

Así que se supo su muerte por el doble de nuestras campanas, a que hicieron eco las de la catedral y demás religiones, fue universalmente herida de dolor toda la ciudad de Quito viéndose la pena del corazón en las lágrimas de los ojos de muchos que concurrieron a ver su cuerpo a la capilla interior de casa, causando igualmente lástima y devoción al oír hablar de sus virtudes. El día siguiente que fue sábado (porque quiso Dios se enterrase el cuerpo en día dedicado a su Madre) acudieron todas las religiones a cantar misa y responso. Hizo el oficio general con su comunidad el muy reverendo padre prior de Santo Domingo y quizá no sin misterio por la devoción con que el difunto había rezado cada día tres veces el rosario que promulgó el gloriosísimo patriarca de predicadores Santo Domingo. Sacaron el féretro de la capilla los nuestros acompañándoles la Real Audiencia, el cabildo eclesiástico y secular y lo más noble de la ciudad. Siguiéronse después a llevarlo en sus hombros los muy reverendos padres provinciales de Santo Domingo y de La Merced con sus comunidades, y después destas las demás hasta que habiendo dado vuelta al claustro le entró la Universidad como rector suyo en la iglesia llevándole hasta el crucero, adonde habiéndole colocado se le cantó la vigilia y misa de cuerpo presente, y luego le sepultaron en la bóveda.

(O. c., t. III, L. I, c. 36, págs. 178 y sgs.)



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Ministerios que entablaron los de la Compañía en el Colegio de Cuenca

Tomado ya el puerto y seguídose la tranquilidad después de tantas borrascas como para fundarse padeció la Compañía en el mar tempestuoso de las contradicciones, comenzaron sus fervorosos hijos a entablar sus ministerios con tanto fruto de las almas, que se ha conocido que no en vano contradecía por medio de los hombres el demonio:

Pusieron cátedra de gramática, que ésta sola es la que se puede leer en aquesta ciudad. Acudió con cuidadoso desvelo el padre que al principio fue señalado para este ministerio, y han proseguido en él con igual solicitud los que después han ido sucediendo en el magisterio, y han cuidado de aprovechar a los discípulos no sólo con las reglas gramaticales, sino mucho más con documentos de espíritu que se suelen imprimir más fácilmente en la tierna edad. Que en uno y otro hayan salido bien aprovechados se colige así de los muchos que se han acogido a las religiones ansiosos de su mayor perfección, como de los que perfeccionados en la lengua latina han pasado a Quito a estudiar facultades mayores de artes y teología y Sagrada Escritura en que salen los de esta tierra aventajados porque son de grandes ingenios, y volviendo a su patria son el honor y el lustre de ella siendo no corto el número de doctores y maestros que en el púlpito y en las   —185→   conclusiones que tal vez se ofrecen hacen doctas demostraciones de sus lucidos talentos. De donde resulta que los más ancianos dan gracias a Dios y a la Compañía, porque desde que ella entró en la ciudad goza de tan sabios hijos siendo raro el que ocupa sus púlpitos antes que a su juventud doctrinasen los de nuestra sagrada religión. Es la clerecía de esta ciudad la más numerosa y más lucida de esta provincia de Quito, exceptuando la del mismo Quito que excede en todo a las otras ciudades de la comarca. Glorias son éstas que redundan en los hijos de Ignacio.

Entablaron cuatro congregaciones de copioso número y concurso: de españoles una, otra de estudiantes, otras de esclavos y de indios otra. Establecieron el predicar todos los domingos a los indios después de la misa, y se hace hasta ahora. A las dos de la tarde se hace la doctrina a los niños de la decuria. A las tres la plática a los españoles, más tarde a los morenos, y últimamente a los indios.

No sólo se frecuenta el púlpito entre año con copia de sermones propios y otros a que de fuera convidan a los de la Compañía, pero mucho más en la cuaresma donde acontece algunas veces predicar un solo sujeto dos y tres sermones al día, porque como es colegio pobre no puede sustentar muchos predicadores, y así es forzoso que los pocos trabajen por muchos. Predícase historia los domingos por la tarde y tres noches en la semana se cuentan ejemplos. La Semana Santa se predican tres sermones de la pasión de Nuestro Redentor.

Festéjanse los días de nuestros Santos Padres, San Ignacio, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, el día de la Circuncisión, el jubileo de las cuarenta horas y las solemnidades de nuestras congregaciones. Pero quienes se aventajan más son los indios en la fiesta que hacen de la Presentación que es la titular de su congregación santa. Acuden también el día de la Circuncisión con una copiosa y regalada limosna de manjares que llevan en carros adornados con diversidad de flores y ramos   —186→   para que coman los pobres que se convocan así de la ciudad como de los pueblos circunvecinos, haciendo este servicio a María Santísima y a su soberano Hijo; obra no sólo acepta a los divinos ojos sino muy aplaudida de los hombres que dan las gracias a los de la Compañía, que tan bien doctrinados tienen a los indios en las materias de virtud de que son capaces.

En nuestra iglesia son muchas y continuas las confesiones que se oyen no sólo en los jubileos, fiestas de Cristo y de su Madre Santísima, pero en todos los días de entre semana; y aunque los jubileos sean en otras iglesias, en nuestra casa es el concurso de los penitentes por la devoción que tienen a confesarse con los de la Compañía. Muy a menudo los llaman a confesiones de enfermos fuera de casa, siendo una misión continua de todo el año la que se hace con todos los de la ciudad, pues no sólo solicitan a los operarios de la Compañía los españoles, sino también, y más de ordinario, los indios de las tres parroquias que hay en el lugar, y les acuden con tanto fervor; pero no bastan para detenerlos ni los ardores del sol, ni las lluvias de las nubes y las horas desacomodadas de la noche, asistiéndoles con toda caridad en lo asqueroso de sus enfermedades y contagioso de sus achaques, ayudándolos con fervorosos actos de contrición hasta que dan sus almas al que las crió.

Es común que, después que residen los de la Compañía en Cuenca, viven descansados los curas y los vicarios de las tres parroquias, porque nuestros operarios los descargan del trabajo de las confesiones no sólo en el tiempo de cuaresma sino en todo el discurso del año. Por esta causa hicieron los clérigos un ruego a la iglesia mayor, y fue que se diesen de limosna quinientos pesos a los padres de la Compañía por estar muy pobres, alegando su mucho mérito cual era el tener sobre sí el trabajo de las confesiones de toda la ciudad, por lo cual era muy puesto en razón que mostrándose todos agradecidos les hiciesen aquesta limosna.

(O. c., t. III, L. III, c. 4.)



  —187→  
De la cosecha espiritual que han tenido los de la Compañía en los indios

A los indios, como a pobres más desvalidos, han procurado valer más los padres, y para valerles más les predican más que a los españoles, de suerte que todos los domingos del año después de la primera misa les hacen un sermón y a la tarde su plática. A los indios, como a más desechados, los acogen más confesándolos a ellos y dejando de confesar a los españoles hasta haberse confesado los indios; y así, reconociendo esta acogida, no sólo acuden a recibir el sacramento de la penitencia los de Cuenca sino también los de toda su jurisdicción, caminando algunos a este fin veinte y veinte y cinco leguas, y es notable el ansia que tenían de confesarse con alguno de los de la Compañía así en el tiempo de la salud, como en el de la enfermedad; y es esto de suerte que, aunque se puedan confesar con sus curas, aguardan muchos días, semanas y meses para confesarse con alguno de la Compañía.

La cosecha espiritual que tienen con predicarles y confesarlos es mucha; tal es la creencia de los misterios de la fe, el salir de sus idolatrías, el no dar crédito a los sueños y otros agüeros, el aprecio de las cosas divinas, el apartarse de vicios, la guarda de la divina Ley, el ejercicio de algunas virtudes y otras cosas, con cuya cosecha   —188→   se animan más y más los operarios evangélicos a trabajar en el cultivo de esta viña del Señor.

Un solo ejemplo de esta cosecha contaré aquí. Habiendo vivido uno de estos desdichados indios con solo el nombre de cristiano, mostrando claramente lo contrario con todas sus obras, dejándose llevar como caballo desbocado en las desenfrenadas pasiones de la carne, le dio la enfermedad última de su vida y, apretándole el miedo de la muerte y la disposición mala que para una buena tenía, envió a llamar a un padre de la Compañía de Jesús para confesarse. Estaba acostumbrado este miserable indio a callar pecados en la confesión, y el demonio, enemigo cruel de las almas, le hacía guerra con su misma costumbre incitándole a que no confesase enteramente sus culpas. En estas dudas estaba cuando llegó el confesor. Pidiole luego le confesase porque se hallaba muy afligido. Púsose a oírle el caritativo padre para dar consuelo a su aflicción, pero su mala y envejecida costumbre prevaleció y le hizo callar las culpas graves que había cometido confesando solamente las más leves. Echole el padre la absolución y al ir saliendo por la puerta asombrándose el enfermo del sacrilegio que había cometido y temblando de la Divina Justicia se asentó en la cama y dio voces diciendo: padre, padre, vuelva acá por amor de Dios, vuélvame a confesar porque casi toda mi vida no he hecho confesión buena porque he ocultado mis pecados, ya por la enormidad de ellos, ya por miedo del confesor. Oyole el padre ansioso por su salvación. Confesose enteramente con grandes demostraciones de dolor y pena, y apenas le hubo absuelto cuando dándole las ansias de la muerte acabó coro la vida y el padre quedó consolado juzgando que su alma se había librado de las penas del infierno.

(O. c., t. III, L. III, c. 6.)



  —189→  
Sale de Cuenca un padre y cultiva a la ciudad de Loja

Ocasiones se han ofrecido en que operarios de la Compañía han cultivado a la viña que tiene el Señor en Loja. Dejo de referir lo que pasó en estas ocasiones y sólo hago mención de que el año de cincuenta y nueve salió del Colegio de Cuenca un religioso de nuestra Compañía para ejercitar en la ciudad de Loja los ministerios con que las almas perdidas se recuperan. No contaré casos en particular, pero diré en común el fruto que se cogió en la labor del operario evangélico en el año ya dicho.

Introdújose con admiración de los vecinos la frecuencia de sacramentos; apagáronse antiguos rencores y se firmaron paces entre los enemigos que con mortales odios se perseguían; compusiéronse pleitos que amenazaban grandes disensiones entre las partes. Muchos pecadores, no menos ancianos en la edad que envejecidos en las culpas y que jamás se habían confesado bien, ajustaron sus conciencias con una verdadera y entera confesión. Acabaron del todo amancebamientos arraigados y escandalosos. Doncellas ricas de calidad y prendas huyendo del siglo se acogieron a la religión. Algunas religiosas, que procedían con más desahogo del que les permitía su instituto, se redujeron a una vida muy ajustada y perfecta con admiración de la ciudad. Atajáronse doctrinas   —190→   perniciosas que se iban introduciendo y señoreando de los ánimos y se puso el remedio tan a tiempo, que muchos confesaron había sido especialísima Providencia de Dios que aquel religioso hubiese ido en aquel tiempo a la misión para que se ahogase en los principios tan perniciosa semilla. Muchas mujeres que, cometiendo repetidas culpas, confesaban y comulgaban sacrílegamente a menudo por conservarse con el nombre de virtuosas, reconociendo su yerro y cuán sin remedio caminaban al infierno haciendo de la misma traza ponzoña, mudaron de vida aprovechándose mejor de tan diversos sacramentos. Tan pagados quedaron de nuestros ministerios y tan afectos a nuestro instituto que han procurado tener de asiento en su ciudad a la Compañía, facilitando la fundación con casas y haciendas que han prometido.

(O. c., t. III, L. III, c. 13.)



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Del fundador y fundación del noviciado de Latacunga

Quien llega a conseguir la dicha de ser fundador de algún Colegio de la Compañía de Jesús en un lugar tiene juntamente dos derechos para que su nombre viva en la memoria de los futuros siglos, sucediéndose de generación en generación sus recuerdos. El un derecho es para con el lugar o ciudad donde funda el colegio porque, agradecida a los beneficios que recibe con sus ministerios, debe tributar al fundador no el olvido, sino la memoria que es efecto del agradecimiento. El otro derecho es para con la Compañía de Jesús que, reconocida al sustento corporal que le da su fundador para poder ocuparse con desembarazo en los empleos espirituales del bien de las almas, debe hacer mementos o recordaciones (como siempre los hace) de su liberal bienhechor. Para satisfacer al uno y al otro derecho hago aquí, en nombre del asiento de Latacunga y más principalmente en nombre de los religiosos de su colegio, agradecidas memorias de su fundador, que lo fue el señor don Juan de Sandoval y Silva.

Este caballero en su juventud tuvo algunos divertimientos no lícitos, dándole alas la edad y las riquezas, pero a buen tiempo trató de quebrarse las alas y recogerse a bien vivir. Había ido por obediencia el padre Josef de Lizarazu a residir en el asiento de Latacunga donde,   —192→   oyéndole predicar y viéndole ejercitar los demás ministerios de la Compañía, se aficionó mucho de su persona el señor don Juan de Sandoval. La apacibilidad del padre fue la piedra imán que sacándolo de su casa muchas veces lo atraía a su morada y con su comunicación comenzó a crecer en virtud y aumentársele el amor que cobró a la Compañía, que todo esto causó la buena comunicación y el religioso trato de un sujeto de ella.

El aprovechamiento en la virtud se vio manifiestamente en que dio de mano a todas las comunicaciones y se resolvió a comunicar con Dios. Cada día acostumbró el oír misa que mandaba decir en el oratorio que aliñado tenía en su casa. Dio de mano a las galas de la mocedad y se vistió de un traje tan modesto como moderado. Dio del pie a los paseos, y se estaba en su casa muy recogido y bien ocupado en ejercicios espirituales y en la lección de libros devotos. Las veces que salía de su casa era solamente para ir a gozar de la espiritual comunicación y trato religioso del padre Josef de Lizarazu. El amor que cobró a la Compañía fue como el fuego del volcán vecino a la Latacunga que, teniendo el fuego encerrado en las entrañas, se ha manifestado en llamas y en incendios; así fue el afecto amoroso del señor don Juan que, estando encerrado en su corazón, se descubrió en las obras de sus manos dando de contado cuarenta mil patacones en dinero de plata para que se fundase un noviciado en que se criasen unos sujetos tan de su agrado y tan de su provecho espiritual como lo había sido el padre Lizarazu. Puso por condición de su dádiva que, mientras traían la licencia para la fundación, le habían de pagar cada año los réditos que montaban dos mil patacones, y no puso esta condición por este interés sino porque la Compañía apresurase el alcanzar la licencia para la fundación del colegio del noviciado.

De una y otra corte, de la de Roma y de la de Madrid, vinieron las licencias necesarias para la fundación. De Roma la del prepósito general de la Compañía de Jesús; de Madrid la del rey de España y de las Indias. Para que el acto de tomar posesión fuese más célebre,   —193→   aconteció que por el asiento de Latacunga iba de paso el arzobispo de las Charcas, el ilustrísimo señor don Melchor de Liñán y Cisneros, el cual, después de haber andado en una procesión que se hizo muy solemne, colocó con grande afecto al Santísimo Sacramento del Altar en la casa en que la Compañía, y en su nombre el padre Sebastián de Hurtado, tomaba la posesión del colegio para noviciado. Esta fundación tuvo su principio con las licencias dichas en el año de mil seiscientos y setenta y cuatro.

(O. c., t. IV, L. V, c. 1.)



  —194→  
Fúndase una escuela de niños en Latacunga y el fundador se va a vivir y morar a Quito

La fundación toda del Colegio de Latacunga fue destinada primeramente a la crianza de sujetos nuestros y ajenos. No se satisfizo el celo del señor don Juan de Sandoval con darle liberalmente a la Compañía un colegio que fuese noviciado en que pudiese criar los que había de recibir por hijos propios de la Compañía. No se satisfizo con ver que aun cuando nuestra sagrada religión no tenía colegio sino residencia, se ocupaba un sacerdote de los nuestros en enseñar la lengua latina y criar con buenos documentos a los hijos ajenos de los vecinos. Pasó adelante su celosa caridad queriendo fundar y dotar una escuela de niños, de cuya crianza y enseñanza cuidase un hermano de la Compañía, y para que este hermano maestro se sustentase con réditos, dio seis mil patacones de principal para que se pusiesen en renta. Principiose esta escuela en el año de mil seiscientos y sesenta y ocho, en que santamente descendió la Compañía para enseñar a los niños; y fue con grande propiedad porque siendo nuestra religión entre todas la mínima era bien que se encargase de los mínimos entre los hombres, y aun cuando eran balbucientes les enseñase primero el Jesús o el Cristo y luego el A B C.

  —195→  

De mayores fue maestro y de caballeros fue doctor el señor don Juan de Sandoval y Silva, no con palabras de enseñanza sino con otras de buen ejemplo. Lleno de desengaños del mundo dejó a Latacunga y se partió a vivir en Quito, pero no quiso morar en ninguna de las casas seculares de la ciudad; entrose a posar en el religioso Colegio de la Compañía de Jesús. En él ya que no se puso sotana de la Compañía, se vistió del paño pardo con que se vestían nuestros donados. Este vestido quiso traer un caballero que supo romper muchas galas y que de sola la encomienda que poseía tenía cada año de renta tres mil patacones; pero aun de esos se desposeyó dándolos al colegio que fundó.

Ocho años estuvo en nuestra casa sin salir de ella ni para pagar a personas muy principales las visitas que le solían hacer, ni para visitar a los presidentes que entraban a gobernar. En su retrete se estaba con su Dios sin tener más cuidado que de servirle y tenerle contento. Con este fin acudía muy puntual a todos los ejercicios espirituales a que llamaba el toque de la campanilla de nuestra comunidad. Andando en estos pasos de buena vida prosiguió constante hasta que la enfermedad de la muerte le derribó en la cama. Entre otras personas que con esta ocasión le visitaron, le hizo visita un personaje que quería mal a la Compañía y con intento de hacerle revocar las escrituras de fundación y heredar buena suma de plata que tenía recogida en su poder, le ofreció su casa curiosamente aliñada, su continua asistencia, y todo el regalo posible en su enfermedad. Hízole en esta materia muchas instancias, pero el enfermo concluyó con la última respuesta que fue la siguiente: ¿Qué parecerá a Dios y al mundo que en vida me haya yo recogido a la religión para morir y que me salga de la religión para morir fuera de ella? No se canse vuestra merced en tratar de llevarme a su casa, que estimo en más el puchero de mano de un hermano donado que me asiste que cuantos regalos me puede dar en su casa. Con esta respuesta se fue concluido y corrido el personaje.

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Hizo su testamento en que últimamente mostró su buena voluntad a la Compañía, dejándole buena cantidad de plata demás de la que había dado en vida. Constituyó al padre rector de Latacunga por patrón de las capellanías que dejaba impuestas y por distribuidor de las limosnas que mandaba se hiciesen cada año a viudas y pobres y a los miserables indios encarcelados; y esto con tanta independencia del ordinario, que en caso que quisiese representar derecho a su distribución, traspasaba todo el principal a la fundación de su querido noviciado.

Habiendo dado liberal todo lo dicho, recibió devoto todos los santos sacramentos de la iglesia militante con intento de ser recibido en la triunfante, y con esperanzas de vivir eternamente en ella murió en el año de mil seiscientos y setenta y tres. La Compañía de Jesús en sus exequias funerales correspondió a la obligación en que le había puesto el amor del difunto: lo enterró con la sotana de nuestra sagrada religión en la bóveda donde se sepultan nuestros religiosos, y continúa el ofrecer por su alma los sacrificios y oraciones que -agradecida- santamente acostumbra hacer por sus fundadores.

(O. c., t. IV, L. IV, c. 2.)



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De los matrimonios entre estas naciones que contiene el Gran Pará o Marañón

Todo era torpeza entre estos indios, lujuria era todo. No se hallaba matrimonio indisoluble entre estas naciones, porque no lo había. Los varones se apartaban de las que habían recibido por mujeres cuando se les antojaba casarse con otras. Las mujeres repudiaban a los maridos cuando las maltrataban, y dejándolos se casaban con otros porque las trataban bien. Cuando celebraban algunas fiestas trocaban los unos las mujeres con los otros. En algunas ocasiones hacían lance en las mujeres ajenas, y quitándolas por fuerza a sus maridos o quitándolas contra la voluntad de sus dueños, se casaban con ellas. Comúnmente había gran facilidad en romper el contrato, con que parece que no había sido verdadero, y así se apartaban cuando querían. Hallábanse mujeres que habían mudado muchos maridos estando todos vivos. Varones había que remudaban mujeres sin aguardar a que se muriesen.

La gente que entre ellas era común y plebeya se contentaba con tener sola una mujer. Los caciques, como principales, tenían muchas y las acataban con respeto tratándolas con diferente modo que a las concubinas. Los que eran valientes en las guerras eran privilegiados para tener también muchas mujeres: unos tenían dos o tres, pero otros ocho y diez. El parentesco de afinidad no lo juzgaban por impedimento para casarse, ni reparaban en él si no era en el de nuera y madrastra, yerno   —198→   y padre, y aun en este dispensaban alguna vez dejando el padre a su hijo en herencia alguna de sus mujeres y concubinas. El primer grado de afinidad de línea transversal no suele servirles de estorbo, y así suelen casarse con dos hermanas. El parentesco de consanguinidad lo juzgaban por tan grande impedimento, que no arrostraban a casarse con él en su gentilidad, y aun después de ser cristianos no arrostran a tales casamientos aunque sea con dispensación si no es saliendo del cuarto o quinto grado. Los de la nación cocama son en esto singulares, pues, tienen como por ley que el tío se case con la sobrina.

En celebrar los matrimonios acostumbraban varias ceremonias. La más ordinaria era que el varón pedía la mujer a sus padres, si ella los tenía, y si no a sus hermanos o allegados, dándoles para obligarles alguna cosa de estimación. Después de esto los padres y allegados de la mujer y -lo que era más usado- el cacique en una de sus huelgas, llevaba a la novia con festejos y la hacía sentar en una hamaca donde, con algunas muestras de benevolencia entre el varón y la mujer, quedaba efectuado el contrato.

Otras veces -y era lo común en muchas y en todas estas naciones- usaban criar desde la cuna a la niña que en edad mayor intentaban recibir por mujer. Los matrimonios que con éstas así criadas desde niñas se hacían, eran los más estables, y debía de causar esta estabilidad el mutuo amor que la crianza suele engendrar. Esta costumbre de criar las niñas con quien quieren casarse, no la dejan aún después de cristianos, diciendo que cuando estén crecidas pedirán a su cura que los case asistiendo a su matrimonio, conque éste se mejora siendo ya sacramento y dándoles gracia. Para que no la malogren acostumbra disponerlos la celosa enseñanza de los operarios desta viña, ya baptizando a los que antes del matrimonio no estaban baptizados, ya dictando actos de dolor a los que ya eran cristianos.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 6.)



  —199→  
De algunos árboles y animales que se crían en estas tierras

En estas montañas sin cultura produce la tierra muchas especies de palmas y de otros árboles que rinden frutos de buen gusto y de sustento. De donde se origina que cuando los indios se huyen o se pasean o se pierden -como de ordinario sucede en estos bosques- no mueren de hambre, porque para matarla hallan varios géneros de frutas, y algunas de ellas apetitosas porque regalan el paladar.

Hay en estas tierras un género de palmas muy altas que como van creciendo se van saliendo de la tierra la raíz y tronco principal, de modo que quedan fuera de ella en vago, y para no caer y dar en tierra, va produciendo desde lo alto unas varas que fijándose en la tierra sirven de rodrigones para que los troncos principales, aunque están en vago, no se caigan. En algunas partes destas montañas nacen unos árboles grandes cuyas ramas, como van creciendo, se van inclinando a la tierra, y en llegando a ella se van arraigando de suerte que producen otras ramas, y así forman muchos arcos, pero mal formados, y suelen ocupar grandes espacios de tierra.

Tratando de los animales que se crían en estas tierras, se pueden poner en primer lugar los monos, por la semejanza que tienen con los hombres en el rostro, manos   —200→   y pies. Hay varias castas de monos, grandes y pequeñas que andan trepando y saltando por las ramas de unos árboles en otros. De sus carnes comen los indios, y no hay que maravillar que comen carnes de monos los que no tienen asco de meter en la boca y mascar la carne de los hombres; si bien los padres misioneros dicen que en quitándole al mono la figura en que se parece al hombre no causa asco y que tiene la carne comestible porque es buena y sana.

Son de ver unos animalillos del tamaño de un perro pequeño manchados como el tigre y apetecidos por su buena carne. Estos en sus madrigueras tienen por compañera y amiga de ordinario una víbora de las más feroces. Sírveles de guarda con que si otros animales entran a cogerlos en sus madrigueras no consiguen su intento, porque los animalillos se retiran medrosos, y sale la víbora animosa y pica y muerde a los que se atrevieron a querer entrar; y cuando alguna persona hu mana se atreve a meter la mano para coger este animalillo en su madriguera, sale con la picadura y ponzoña en la mano y no saca con ella el animalillo.

Tigres hay y muchos en estas montañas, y aunque son muy valientes, huyen cuando ven la gente y también cuando los espantan; pero a las veces no dejan de hacer presa en los hombres para engullir sus carnes, y por eso causan desvelo de noche a la gente que va por los caminos, especialmente cuando entre la obscuridad y tinieblas los oyen bramar; y en amaneciendo el día se ven las señales de sus pisadas que dejan en los arenales porque andan buscando tortugas y otros animalejos conque sustentan su vida; y no la pasan mal, pues hay muchos animalejos que mueren a sus garras.

A manadas andan por estas montañas los puercos monteses que llaman saínos, los cuales suelen ser muy temidos por la fuerza con que despedazan a los hombres que cogen entre los colmillos, y así los acometidos se libran de ellos trepando por el primer árbol que topan. Si son temidos estos puercos monteses por su braveza, también son apetecidos porque son comida de gusto, y   —201→   por tenerlo los cazadores los matan con flechas y otros instrumentos que tienen para cazar, así a estos saínos como a los venados, dantas, hurones y otros animales que no tienen nombre en castellano. A estas crías han vivido atenidos por su sustento los indios porque no han tenido ganado vacuno ni ovejuno, como los españoles.

Culebras hay cazadoras en esta tierra. Salen de los charcos cenagosos; para hacer este oficio espían entre los materiales el animal que les puede servir de sustento, enróscanse fuertemente en el cuerpo del que cogen, y lo aprietan de modo que le quebrantan y descuadernan los huesos, y quitándole la vida lo engullen entero. El mismo lance suele hacer este género de culebras en los indios, pero ya ellos escarmentados en cabeza de los que han perecido, tienen un ardid; y es que al punto que alguno se siente aprisionado, se sientan en el suelo y se da prisa a librar las manos, y sacando con ellas los cuchillos que suelen traer de huesos o cañas, procura matar con ellos a la culebra; y muchas veces esta suele quedar muerta y el indio vivo y victorioso.

Otro género hay de culebras que trepando a lo alto de los árboles empiezan a remedar a una especie de monos bermejos en el modo de gritar, y a este reclamo acuden algunos destos monos, y a los que coge se los traga enteros. De estas culebras debieron de aprender los indios de estas montañas a engañar con el reclamo, y así remedando con gran propiedad a todos los géneros de monos en las voces los llaman o los cazan. Lo mismo hacen con una especie de sapos que ellos suelen comer; lo mismo con los pájaros que así llamados vuelan a ser heridos y muertos.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 9.)



  —202→  
De algunos peces que hay en las aguas de los ríos que cruzan por estas tierras

Doy principio a este capítulo por el pejebuey, dándole el lugar primero, porque dicen es el mayor de los peces que se hallan en los ríos del Gran Pará. Llámanlo pejebuey porque tiene la cabeza y hocico como de becerro; no tiene orejas y tiene los ojos muy pequeños; tiene dos manos con que nada por el agua y son semejantes a las palas con que se suele jugar a la pelota; el cuerpo tiene grueso por el pecho y vientre, y luego adelgazando remata en la cola, que tiene la misma forma que las manos; es largo de dos varas y media; toda la piel es lisa y en la boca no se hallan colmillos. Parécese a las vacas terrestres en que concibe; pare y da el pecho a sus hijos como ellas, pero diferénciase en que los carga a las espaldas cuando anda dentro del agua.

A la pesca deste peje andan solícitos los indios porque gustan desta comida que tiene el sabor de la vaca, y la suelen ahumar porque el humo la conserva y le da entre las otras cosas sazón para comerla. Para coger este peje en quebradas que no son muy anchas ni profundas, se valen de unas redes gruesas que atan fuertemente a la puerta de una cerca que hacen dentro del agua; vanlo espantando hacia la puerta, y en llegando fugitivo a ella cae en la red, y estando enredado le dan unas veces algunas   —203→   lanzadas con que lo matan, y otras veces cerrando la red -que es como un saco- y tirándola lo sacan vivo a tierra y allí lo descuartizan.

En ríos grandes usan de otro instrumento, que es un hierro de lanza con la forma de lengua de víbora que encajan en un madero pequeño, y atándolo y embreándolo diestramente, y luego le ponen en medio un cordel muy grueso, y luego al remate deste una boya de palo de balsa. En este palo cavan derecho un agujero en que encajan una asta larga de madera fuerte, en cuya cabeza también fijan otra boya porque no se vaya a pique la asta. Cuando este peje saca la cabeza a pacer la yerba de las orillas del río o le divisan de otra manera, le tiran con tal fuerza la lanza que le penetran el cuerpo y en él sepultan el hierro con su madera que, quedando dentro, se despide de la asta con que queda preso este peje, y van largando el cordel mientras tiene vigor para resistirse; mas cuando desangrado desfallece lo van tirando del agua y lo sacan a tierra.

Las que llaman anguillas en esta tierra, se crían en agua cenagosa, pequeñas unas, muy grandes otras; y son gruesas y lisas, y en la figura se diferencian poco de las culebras. Tienen tal calidad que si dentro del agua tocan alguna persona, le causan tal temblor y de suerte le amortiguan el cuerpo, que cae con riesgo de ahogarse, y es necesario que se dé prisa a salir del agua para ganar la tierra donde a breve rato se le quita el accidente; cuando las hieren con alguna flecha o lanza, mientras la persona tiene con la mano la lanza o flecha fija en el anguilla, le empieza a temblar no sólo la mano y brazo sino el cuerpo todo, y es necesario que suelte de la mano la lanza o la flecha si no quiere que caiga el cuerpo. Este efecto causan las anguillas vivas; pero después de muertas no tienen este efecto. Dicen que son sabrosas al gusto y no dañosas a la salud.

Para pescar se valen de garlitos que la necesidad les enseñó a hacerlos de cercadillos dentro del agua, a modo de laberinto en que entran y no aciertan a salir; de anzuelos, que a falta de los de hierro los hacen de huesecillos   —204→   o palillos aguzados, y atravesados y atados en la cuerda. También usan de flechas, las cuales despiden con estólicas, prendiendo con destreza los peces; y parecen linces en mirarlos dentro del agua para hacer tiro en ellos y en las tortugas cuando andan sobreaguadas. También se valen del barbasco, yerba venenosa, con que se embriaga y muere el pescado. Usan de él en quebradas no muy hondables, con barbacoas en que cae el pescado, llenándola tal vez hasta romperla; y en esteros y lagunas lo cogen con redes al modo de costales, redes, flechas y canoas, en que andan por el charco de unas partes en otras a cogerlo. Tiene desta manera abundantes suertes del pescado, de las gamiranas, sábalos, boquichicos, doncellas, bagres y otros muchos géneros grandes y pequeños con que ahúman cuanto pueden; y si tienen sal, salan a los que les alcanza, dejando muchísimo que se pudre y pierde por no poderlo beneficiar ni cargar aunque acuda mucha gente a la pesca.

El cardumen de pescado es muy grandioso, porque sube por este Marañón en grande abundancia, comenzando desde junio hasta noviembre para poblar los ríos y quebradas; primero el cardumen de castas pequeñas; después sube el mayor en bandadas cuantiosas unas tras otras, oscureciendo y levantando olajes buenos espacios de las orillas por donde trepan río arriba, y se van entrando por los demás ríos y, quebradas donde se quedan y crían. En este tiempo es buena la feria de pescado para hombres y demás animales porque todos se aprovechan de ella. Para cogerlo no han menester más que arrimar las canoas adonde van las bandadas, donde con los remos lo matan; y en estrecho es mucho el que salta a la canoa y mucho el que matan; pero si se valen del barbasco en esteros y quebradas, llena las canoas. Los pájaros pescadores en este tiempo andan y vuelan con grande gira y gritos de sus cantos. Entre ellos hay una especie de garzas o alcatraces de pico grueso y crecido que se para a la orilla y pone la parte baja del pico dentro del agua, y al pasar el pescado lo cierra de golpe y se pone a comer el pez que cogió. Otros pájaros menores usan desta industria   —205→   volando por el haz de la agua y llevando el pico abierto dentro de ella; por esto los deben de llamar aradores. Algunos desde lo alto del agua se dejan caer de golpe al agua donde bulle el pescado y se levantan llevándose, al que cogieron, en el pico y sin cesar del vuelo se lo tragan. Otros para hacer esta presa dejan caer su estiércol por cebo y tras él se dejan caer al agua donde cogen los que llegan al cebo.

Críanse innumerables tortugas en estos ríos y algunas tan disformes que casi tienen el tamaño de una adarga. De noche se desvelan los indios en los arenales para cogerlas, porque de noche es cuando salen del río a desovar. Síguenlas corriendo, y a las que alcanzan las vuelcan poniéndolas de espaldas, con que dejándolas seguras de que así volcadas no se han de huir, corren tras las otras que se van huyendo. Así cogen muchas y llevándose las que pueden y caben en sus canoas, dejan las demás volcadas en la arena para volver por ellas al cabo de quince y veinte días y aun de un mes, y las hallan vivas sacando algunas que los tigres se han comido. En sus casas las guardan en corrales que hacen al propósito, pero los que tienen cuidado de hacer en el agua estos corrales, tienen para más largo tiempo la provisión de la comida. En esto los indios tienen alguna atención a guardar para mañana, pero en otros géneros que pescan y cazan, poco atienden a que hay mañana. Es innumerable la multitud de huevos que las tortugas ponen en los nidos que hacen en las playas y en los arenales y de ellos sacan gran cantidad los indios para su sustento y para el regalo de los españoles.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 10.)



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De los animalejos que pueblan el aire y molestan a los que habitan en estas tierras

El aire de estas misiones está numerosamente poblado de varias especies de aves, que cogidas y muertas sustentan la vida de los hombres y les regalan el sentido del gusto; pero no hay guarismo en lo humano que pueda sumar la poblazón de los animalejos que volando vivos martirizan el sentido del tacto de los que viven a las orillas de los ríos y a los que navegan por ellos.

De parte de noche suelen acudir los murciélagos a hacer sangrías en las personas que duermen, pero es fácil el evitarles durmiendo debajo de toldos. El daño que no pueden estorbar es el que hacen en todo género de ganado y especialmente en las aves caseras. Hacen los vecinos de aquellas tierras gallineros de bahareque bien cercados, tápanles todas las rendijas por donde pueden entrar, y aun a las veces los forman debajo de tierra en hoyos, dejando solamente una portañuela que tapan muy bien de parte de noche; y no obstante este resguardo y diligencia suelen tenerla tan grande los murciélagos, que por las mañanas suelen salir las gallinas picadas y desangradas destos animalejos nocturnos, sin saber la gente por dónde pudieron entrar a hacer el daño. En Borja, en Xeberos y Paranapura destruyeron todo el ganado vacuno y de cerda que allí se metió para el sustento de   —207→   los hombres, y ansiosos del suyo se lo quitaron los murciélagos.

También de noche suelen las cucarachas lastimar a algunos de los dormidos, de suerte que a la luz del día se ve que les han herido las yemas de los dedos abriéndoles llagas en ellos. Críanse en las casas con abundancia, unas con alas y otras sin ellas. No están seguras las casas de sus dientecillos, porque para entrar en ellas royéndoles los cantos las taladran, y en estando dentro se comen la ropa, los libros y cuanto hallan guardado, y de más a más inficionan con bascosidad y mal olor. Para defenderse destos animalejos las personas se han inventado los toldos de parte de noche, y para defender las cosas, se ha hallado por buen medio el ponerlas en ollas de barro tapándolas cuidadosamente las bocas. No hay solimán ni veneno que las mate y consuma, porque en ellas no hacen mella los venenos; sólo se matan a golpes las que se pueden coger y muchísimas se escapan porque saben volar.

No sólo de noche sino también de día pueblan el aire innumerables zancudos y mosquitos de varias especies, y no es cosa de aire lo que atormentan a los cuerpos con sus aguijoncillos. Unos hay que llaman enfadosos porque no sólo pican sino que también se entran en los ojos, narices y boca. Este mismo nombre de enfadosos o de enfadosísimos se puede imponer a los zancudos porque no sólo penetran el tacto con sus picos sino juntamente atormentan el oído con sus cantos. Mosquitos hay de tan mala casta que ocasionan llagas y dejan gusanos en el lugar donde pican. Los que llaman jejenes son menores que todos los demás mosquitos, pero son mayores que todos ellos, lo uno en la cantidad, lo otro en lo picante del ardor que dejan y en la porfiada molestia con que se pegan en el rostro, en las manos y en las demás partes del cuerpo que hallan desnudas. No se crían en todo el tiempo sino cuando el verano va adelante, y este críase en las playas y orillas de los ríos donde parece que hay tantos mosquitillos como granos de arena.

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Los indios en algunas partes grandemente inficionadas de rodadores y numerosamente pobladas de zancudos cierran sus casas desde el techo hasta el suelo con hojas de palma y quieren más aún sufrir el calor, el humo y la obscuridad que tolerar las molestísimas punzadas de los rodadores y zancudos. Pero esa vida y esa vivienda no es sino para solos indios que no se entretienen en leer ni en otras cosas que necesitan de luz. En los poblados de gente se evita mucho la población de los mosquitos descombrando todo lo que es monte y cuidando de rozar y quemar los matorrales donde ellos se crían.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 11.)



  —209→  
Varios géneros de hormigas, unas que causan gusto y otras que dan pesadumbre

Cuando resuenan muchos truenos por el aire -que en estas tierras es ordinariamente por noviembre- parece que tocan a que salgan de debajo de la tierra volando al aire unas hormigas grandes, algo mayores que avellanas. Estas hormigas son gustosas, así al paladar de los indios que nacieron en las montañas, como a los españoles forasteros que se han avecindado en ellas. La prevención para comerlas es tostarlas al fuego. Para este efecto, cuando al anochecer y al amanecer las ven revolotear las derriban a golpes de ramas en el suelo y luego las van recogiendo. Usan también otro ardid para cazarlas, y es hacer cerca de la madriguera de donde salen una barbacoa baja donde se encaraman por huir de otras hormigas bravas y de las víboras que también acuden a buscar las hormigas para tener que comer. Los que se ponen encima de la barbacoa encienden mechones de paja, a cuya luz vuelan las hormigas, y su llama les quema las alas, y así van cayendo sobre unas mantas que tienen tendidas en el suelo para recoger y llevar a su casa la presa. En las cogidas y muertas se verifica nuestro refrán castellano: que a la hormiga por su mal nacen alas para volar; pero no así en otras que habiendo volado espantadas hacia lo bajo le s da más alas el temor, y cogiendo   —210→   un vuelo alto se huyen a otra parte distante del lugar donde las persiguen, y abriendo en la tierra una nueva madriguera se entran a desovar escondidas y a hacer, fecundas y diligentes, una nueva cría de innumerables hormigas.

A estas hormigas que son útiles a los montañeses, exceden muchas especies e individuos de otras hormigas dañosas, con que se ve que es verdad que abunda más lo malo que lo bueno así en este valle de lágrimas como en aquellas montañas de aflicciones. Unas hormigas hay grandes a quienes los maines tienen puesto este nombre: Rey. El dolor que con su picada dejan dura por espacio de veinte y cuatro horas, y en algunos de los mordidos suelen causar una grande calentura. Otras hay casi indivisibles por pequeñas, pero son muy sensibles porque dejándose rodar por los cuerpos dejan un ardor con que se abrasan por un gran rato. Las hormigas que llaman arrieras, no dejan de morder tal vez, pero más daño hacen con sus acarreos. Son sin cuento las que salen de sus cuevecillas y van pelando todos los géneros de plantas, quitándoles las hojas con que vuelven cargadas de esta provisión para sus trojes. Y si estas hormigas son dañosas a las sementeras del campo, también hay otras muy perjudiciales a las fábricas de las casas; llámanse comejenes, porque van comiendo los maderos en que estriban los techos, no contentándose con sólo comer los panales que se crían en ellos, conque suelen dar al traste y en el suelo con las casas o chozas de las viviendas; y lo peor es que suelen roerse los libros y hacer pedazos la ropa. Otras hormigas hay blancas que son más voraces que los mismos comejenes.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 12.)



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Las fiestas de estos indios antiguamente consistían en beber

Estos indios, como no daban culto a Dios, no le hacían ni celebraban fiestas. Eran del número de aquellos de quienes dice San Pablo que su vientre era su Dios. El vivir destos era el beber. Para las bebidas solemnes iban los varones convidando de casa en casa a los varones, y las mujeres a las mujeres. Los convidados acudían con varias invenciones al lugar del convite; unos iban pintados como tigres; otros vareteadas con lo colorado del jambo, con lo negro de la jagua y con lo amarillo de una tierra deste color. Cual iba con un saco de paja y otras figuras llevando algo en la mano; este el abanico de plumas, aquel la estolica, otro la lanza emplumada o la rodela galana de plumas tejidas o de piel de tigres y con otras invenciones semejantes.

Todos caminando en hileras llegaban a la puerta de la casa donde se celebraba la fiesta y el convite; amagaban a querer entrar y volvíanse a retirar como si los rechazaran impidiéndoles la entrada; acometían otra vez, y a dos o tres amagos destos entraban de carrera con festiva vocería. Dentro de la casa había distinción de asientos; para los caciques eran los mejores y más principales, que solían ser hamacas. Para los valientes y hombres de séquito eran bancos y tablados de barbacoa cubiertos   —212→   con mantas o telas que tejen de una palma que llaman cachibanco. La demás gente se sentaba en el suelo o maderos tendidos. Duraban estas bebidas cantando y bailando en la casa y patio por muchos días y noches hasta concluir con las hileras de grandes tinajas que estaban llenas del masato, que así se llama la bebida de su regalo.

Aunque bebían tanto y por tanto tiempo pocos eran los que se embriagaban acostumbrados a ellas desde la niñez teniéndolas por ordinario sustento. Cuando las hacían de maíz solían embriagarse más indios, y también los mainas con otra bebida que hacían del mismo masato de yuca más fuerte que la ordinaria. Mientras duraba la bebida de tan continuados días era continuo el ruido del tambor y de las flautas. Los tonos que cantaban a su son era remedando los cantos de los pájaros, las voces de los animales y los estribillos de otras naciones. Era de admiración ver cómo tenían cabezas para tan continuo ruido, gargantas para tanto grito, vientre para tan demasiada bebida.

Estos eran los días de sus Pascuas, y el último se remataba con un bárbaro festejo, cual es el siguiente: sacaban una cabeza de los prójimos que en alguna de sus injustas batallas habían muerto, y haciendo luego un círculo teniéndose de las manos hombres y mujeres, bailaban y cantaban alrededor de la cabeza, teniendo su maestro de esta perversa capilla que los iba entonando y dictando las letras que cantaban. Rematábase todo este festejo en desasirse de la rueda que amigablemente tenían hecha con las manos, y luego con ella, casi como si fueran enemigos embestían unos contra otros, ya mesándose de los cabellos, ya derribándose los unos a los otros, pero no haciéndose notable daño.

A las naciones que han reducido los padres, les han enseñado que la buena fiesta es hacérsela a Dios asistiendo al santo sacrificio de la misa, que las buenas pascuas consisten en comer el pan y beber el vino de la Eucaristía Sagrada, y muchos han recibido muy bien esta   —213→   doctrina divina. En las fiestas de sus bebidas, porque no se les pueden quitar del todo, les han permitido lo lícito, procurando estorbar todo lo ilícito. Ya sus bebidas no duran días y noches enteras. Tal vez les dan licencia para que beban por la tarde, y en dando las Avemarías, cesa de las bocas la bebida y aplican los labios a saludar a la Madre de Dios, y con él se va cada uno a su casa.

(O. c., t. IV, L. VII, c. 13.)





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ArribaAbajo Sor Gertrudis de San Ildefonso15

(Selecciones)


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Le manifiesta el Señor sus defectos que esta virgen lloró por muy graves

Hallándome en unas sequedades grandes sin poder hallar alivio mi espíritu en las aflicciones en que se veía, empecé a alabar a la Santísima Trinidad y a María Santísima Señora Nuestra concebida sin pecado original. En este punto experimenté una aflicción interior, con muchos y graves dolores de hijada que le acompañaban. Púseme a considerar y dije (válgame Dios y la Virgen María Señora Nuestra) hasta cuándo me atormentarán estos dolores tan insufribles de hijada, que parece no tengo ya paciencia para tolerarlos. Aun no bien había dicho estas razones cuando se me puso (una luz y claridad ilustrando al entendimiento) a vista del alma, la cual, manifestándome todos los pecados y defectos de mi vida como si los acabara de cometer, me dejó el corazón tan quebrantado y compungido que faltó poco a rendir la vida de pena y dolor de haber desagradado a mi Señor en ellos. Las lágrimas eran muchas y cualquier cosa que hacía de mortificación se me representaba no equivalía a tanto desacato. Estando en esta pena y aflicción oí unas palabras substanciales que le decían a mi alma: «Todos estos pecados te faltan que pagar». Y advierte que en la otra vida fueran más grandes y graves las penas si estas que ahora padeces te parecen grandes, porque las ofensas han sido infinitas y como Dios es infinito,   —218→   de aquí es que el pecado que contra su Majestad se comete lo es. Y por eso todas las penas que en el infierno se padecen no son bastantes a satisfacer el desacato que el pecador tuvo contra tan suprema Majestad, Dios poderoso e inmenso.

Al oír esas razones tembló el alma y puesta en el conocimiento de su nada, humilde y compungida se puso y retiró a la sombra de la Divina piedad y misericordia, y hablando con el divino Esposo le dijo de esta suerte: Amado y dueño mío, Jesús de mi corazón, mucho me has sufrido; y supuesto que me has dado a entender y conocer mis muchos defectos con que te he desagradado, parece que estos dolores (a mi estimación intolerables y mis cortas fuerzas insufribles comparados co n los tormentos eternos ser nada) no obstante recíbelos unidos con los que padeciste en tu sagrada Pasión, a fin que en todo se haga tu santísima voluntad, y sean en descuento de todas mis culpas, que espero «serán en tu Sangre preciosa lavadas mis manchas». Y no obstante que actualmente experimentaba los dolores intensísimos de la hijada y riñones ser al natural intolerables, a vista del juicio que se hacía de mis faltas me parecían muy leves, ligeros y casi nada, atendiendo a lo eterno del penar, que retumbaban las voces en mis oídos, llorando las faltas como graves defectos ante Dios.

Sentí luego cómo el Señor abstraía al alma y la ponía en lo firme de sus esperanzas y misericordias; y teniéndola el Señor así se alentaba mi espíritu a amar más y más al dueño de su corazón, Jesús amoroso. Le había de perdonar todos aquellos pecados que le había mostrado pidiendo de nuevo a su Majestad perdón de todos ellos con propósito de no ofenderle. Y en este elevamiento crecieron más los afectos amorosos a su Dios y Señor, y esperanzas de la salvación. Y pasada como una hora, volvió en sí el alma y fue a la mesa del Altar. Llegué, digo, a comulgar y habiendo recibido al Santísimo Sacramento con gran alegría y júbilo de mi alma, noté que creciendo los efectos amorosos junto con las esperanzas de su misericordia, retiraba el temor que antes le había preocupado   —219→   su espíritu, quedando en los afectos de Esposo y dueño absoluto de alma y corazón, deseando ya verlo cara a cara en la patria. Duró en lo extático de este favor el alma con su Dios Sacramentado como media hora. Salió el alma y quedó en el conocimiento de sus miserias y defectos abatida y humillada ante Dios, sin ver en sí obra ni virtud alguna.

(Del Libro III, páfo. 22.)



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Roba el Señor el corazón a su esposa, y ambos truecan los suyos

Acabando de comulgar, empezó el corazón material a dar tan grandes latidos, sentí como que lo arrancaban de su puesto, y quedaba sin corazón. Y en este me dio a entender el Señor, que todo un Dios y Hombre estaba poseyendo el corazón. Y con todo eso estaba el natural, con un temor reverencial. Pues nunca había hasta ahora experimentado tales saltos y latidos. Esto fue el jueves que duraron estos latidos como una Ave María y el recogimiento como otra hora. Y vuelta el alma en sí, se halló en el conocimiento de su nada. Sea Dios bendito amén.

Mas los efectos que dejó este favor son tales, que no son decibles. Pues hallándose el alma abstraída en aquella unión habitual y las potencias todas perdidas, sólo atendía el alma, al gusto del Divino Esposo en que quedaba suspensa por un gran rato. Y sin saber, ni entender, experimentaba en una influencia divina, una claridad con la certeza grande de la asistencia del Divino Esposo en ella disfrazado. Duró como una Ave María esta visita, y quedó el alma elevada en aquella unión habitual, en que el Divino Esposo le notició cómo el amor estaba encendido, sin apagarse, al modo de una ascua muy lustrosa y encendida. Repetía otra influencia, más clara que la pasada, en que el Señor ponía como en una fragua del Divino amor al alma; duró esta acción   —221→   como un instante. Y pasado volvió a experimentar otra influencia, que unida al amor Divino en la unión habitual, la tuvo como una hora en estos como caldeamientos y fraguas amorosas, disponiendo al alma para otros recibos.

Y hallándose el alma abstraída de todas las cosas criadas con el amor y unión en su divino Esposo, quien por tiempo de una hora la tuvo disponiendo para recibir la Sagrada Comunión, con actos de amor y humildad; y llegado el tiempo, recibir a su Majestad Sacramentada. Y acabándolo de recibir, empezó el corazón material, con más viveza, que la pasada a dar unos latidos, con tal fuerza que sentía quedar sin el corazón, y que se lo había llevado el dueño de él, Jesús, su divino Esposo. Y en este breve espacio, sentí que el alma se arrancaba casi casi ya del cuerpo. Mas después sentí el corazón en supuesto. Y después que sentía haber estado ese poco tiempo sin el corazón, advertí que los afectos substanciales estaban en Dios. Y así me hallé como fuera de mí todo el día, y en el conocimiento de la nada.

Mas como el amor no atiende a cortesías, Amor nescit modum, pidió al Amado el suyo para amarlo. Y así con el otro espíritu herida de amor fervorosa le decía:


Dame amor, mi Dios
o daré voces
porque dándome amor
en él te goces.

No bien oyó las voces de esta alma, cuando herido de sus flechas, le insinuó la herida que le había ocasionado su dardo. Mi corazón está herido de tu amor, y no sólo herido, sino que me lo robaste, y como prenda tuya lo tomaste, y como con violencia te lo llevaste para ti. Y supuesto que deseas tal prenda, dame tu corazón (le dijo el Señor) y yo te daré el mío. Y aunque el alma conoció ser su amor limitado, no obstante con humilde rendimiento, le dio al divino Señor su corazón todo entero, en los afectos, sin reserva ninguna. Luego el Divino Esposo   —222→   le dio el suyo a su esposa. Y noté que el Señor amoroso juntaba los dos corazones con un vínculo estrecho de amor. Mas como el de la esposa era muy limitado y no era bastante a la correspondencia de su divino amor, el Soberano Señor -conociendo el afecto del alma para que fuera con alguna satisfacción de ella el amar a su Esposo- la entró en su corazón, como en bodega de divino amor, en que se halló embriagada conociendo ser infinito el de su Esposo y el suyo finito y como un rasgo. Y ahí parecía se gloriaba el Esposo divino en ver al alma, pedirle una y repetidas veces su amor para con él amarle cumplidamente. Concedió esta petición su Majestad, y juntando los afectos del alma con los suyos, se vido no haber más de un amor, que era el de su Esposo. Duró este favor como una hora.

Y con esta disposición salió el alma a comulgar; y habiendo recibido al Santísimo Sacramento, se encendieron de improviso los afectos en lo substancial del alma, donde vivía un amor divino y un querer. En cuya fe, todas las potencias se perdieron. Y como estaban embebidas en Dios Sacramentado, sintió sus afectos hasta lo exterior del cuerpo, pues llegó a sentir en la boca material un panal muy suave y dulce, cuyo regalo no tiene comparación con lo de acá. Duró este abstraimiento de alma y potencias una hora, mas vuelta el alma en sí, sin salir de su conocimiento, puesta en el centro de la nada, quedó dando las gracias por favores tan especiales y no merecidos.

(Libro III, páfo. 4.)



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Desposorios místicos que celebra Dios con esta alma

Prosiguiendo los dolores de la hijada y el alma al rendimiento de la voluntad de su Esposo y Señor dueño de mi alma, habiendo sosegado un poco los dichos dolores de hijada, alabé a la Santísima Trinidad y a mi Señora la Virgen María. En cuyas alabanzas sentí abstraída ya mi alma toda en Dios, y en un enajenamiento de potencias como penetrada el alma en Dios y gozando de paz y silencio todas ellas. Crecieron otros afectos, mucho más grandes que los pasados. Y con una inteligencia simplicísima dio a entender el Señor al alma se disponía y la preparaba para desposarse con ella. Y así vide en visión imaginaria e intelectual «desposarse el Divino Señor con el alma y darse en esta fe, las manos el Esposo y la esposa». Al recibir este favor el alma, crecieron los afectos amorosos substanciales, tanto que creíamos se encendía de tan divino Esposo, sin poderlos explicar, quedando toda perdida y hallada en el centro de su amado, de a donde, como saliendo de aquel sueño, vide segunda vez por visión imaginaria e intelectual que el divino Esposo y esposa estaban dándose las manos con muestras de efectuar el desposorio que el divino Dueño desea con las almas. Y la mía en presencia de tanta grandeza se anihilaba y abatía mirando la nada que era.

  —224→  

Con esta disposición y fervores del alma, llegué a comulgar, y habiendo recibido el Santísimo Sacramento, crecieron los afectos en aquel centro de Dios, en que el Señor tenía al alma con una atención y vista sencilla a su Majestad. De repente vide (vuelta el alma en sí) en visión imaginaria e intelectual, salir a un sacerdote vestido de alba y capa de coro, la cual capa era blanca matizada de rosas encarnadas, interpuestos perfiles de oro. Llevaba una mitra en la cabeza y en el pecho una cadena de oro, de la cual pendía un sol, todo tan hermoso este conjunto que sin comparación todo lo demás es fealdad y tinieblas. Quedé admirada, y suspensa dije: ¿si será el sumo Pontífice de la tierra, por tener especie de haberlo visto de esta suerte en otra ocasión? Luego a esta duda se me dio la inteligencia y en una lo que la substancial se me dijo: «Es el Padre Eterno». A esta voz se me infundió un temor santo y reverencial, que postrada el alma lo adoró y reverenció con profunda humildad y acatamiento. Y con esta demostración del alma le dijo al Señor: Dios y Señor mío, conozco mis defectos y faltas por los cuales no soy digna de estos favores que vuestra Majestad tan liberal se digna participar a este pobre gusano y polvo de la tierra. Yo Señor, te amo sólo porque mereces ser amado y por quien eres; no tengo la mira en interés alguno sino en amarte. Retira de mí estos favores, no malbarates, Señor, perlas de tanta estima, que en otras almas se lograrán y agradecerán mejor. En esta deprecación fervorosa quedó el alma fuera de sí, que duró este abstraimiento como media hora. Al cabo de él hallé presente como lo había visto al Sumo Pontífice y Señor Eterno, el cual con habla substancial me dijo: «Ahora se hace el Desposorio». Repitió segunda vez el hallarse el alma con aquel temor santo y reverencial preocupada del conocimiento de su nada; no obstante, patrocinada del favor que su Majestad me hacía y con que me asistía, esperé a ver cómo era este desposorio y quién se desposaba. Vi salir una niña vestida de blanco, muy airosa, y el Sumo Sacerdote la tomó de las manos. Y esperaba yo a ver quién era el desposado. Y dijo el Pontífice: El Verbo humanado. Y dándose las manos se   —225→   hizo el Desposorio. Mas el alma, conociendo su bajeza y las muchas miserias en que se hallaba, se abatió hasta el polvo, y no creía que con ella se había hecho el Desposorio. Y así dijo a su Señor: Dueño y Señor de mi vida, tus tesoros quieres echar al muladar y emplearte con la bascosidad de esta pobre y polvo y menos que nada. A que me dijo el divino Esposo: «Guárdame fidelidad, que las bodas han de ser allá». Con esto desapareció todo y quedó el alma en los afectos substanciales fuera de sí por media hora. Y vuelta en sí, sin dejar la atención a su Esposo, la dejó con un santo amor y temor reverencial, atendiendo a la fidelidad prometida, siendo una pobre pecadora, por lo cual humilde le di y doy los agradecimientos. Que sea alabado, amén.

(Libro III, Páfo. 5.)



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Le comunica el Señor su sangre para lavar sus culpas

Habiendo durado los afectos substanciales con los dolores ordinarios de la hijada y riñones, quiso el Señor durmiera un poco; y desperté acompañada del temor santo y reverencial de Dios Nuestro Señor. Y alabando a la Santísima Trinidad, sentí muchos llamamientos, y en un instante se vido el alma abstraída en Dios y en el centro de su Esposo, con nuevos llamamientos, a que correspondiendo dijo: Señor y dueño mío, si algo hallas que no sea de tu santísimo querer, te suplico por quien eres, dispongas este corazón, alma y potencias a tu gusto y consumas todas mis faltas e imperfecciones, que hartas hallarás, como tan mala y pecadora. Consumid, Señor, con el fuego de tu amor todas las cosas de este amor propio. Noté crecían mucho los afectos, y en visión imaginaria e intelectual vide que Cristo Nuestro Señor, estando en la Cruz, abría una puerta tan hermosa y linda que causaba devoción grande el verla, convidaba al alma a entrar en ella. Y asimismo vide que su Majestad la disponía y como dándole la mano la entró a su Santísimo Costado, que fue aquella puerta mística y misteriosa en cuyo centro y pecho real se perdió el alma por algún tiempo, sin saber otra cosa más que amar al divino Esposo. Y saliendo el alma otra vez en la unión habitual, no obstante la volvía el Señor a entrar por aquella puerta sagrada   —227→   del Divino Costado y la decía el Esposo Soberano: «Toda mi sangre santísima te doy para que laves todas tus faltas». Acabada de oír esta voz del Señor, se perdió el alma segunda vez en su pecho, como en un centro deleitoso de bienes celestiales. Y con estas disposiciones y lavatorios en la sangre del Cordero, lo recibió mi alma en la Sagrada Comunión, en la cual me mostró tercera vez abierto el Costado Divino, en que tenía su Majestad el alma gozando de su agua y sangre más suave y olorosa que el paraíso de deleites, más fragante que los olores de bálsamo compuestos. Sacrificio agradable al Padre y favorable a las almas, que por todo el mundo se difundió olor tan sagrado y místico para santificar las almas.

En este estado en que se hallaba, empezó a pedirle a su Esposo por la fe tan clara que lo tenía en su alma, y a ella la tenía su Majestad en su pecho, le concediera la salvación de su alma por su Pasión y Muerte Santísima. Al instante se manifestó en la forma sagrada que había acabado de recibir; su Cuerpo Sagrado, Hombre y Dios verdadero y dijo: «Todo mi cuerpo, alma y sangre te entrego para tu remedio». Y hallándose el alma con tanto caudal y riqueza grandísima, empezó el alma a pedir favores (porque así me lo insinuaba el Señor) para las almas y para su Iglesia. Y así le pedí por el aumento de la Iglesia Católica Romana, su esposa y madre nuestra. Luego por el padre mi confesor, lo librara su Majestad de tantas persecuciones y lo favoreciera con su gracia, pues defendía su causa y permanencia de la religión de Nuestra Señora del Carmen. Asimismo rogué por este mi Convento y religión de mi madre Santa Clara, se sirviera su Majestad de llevar adelante la perfección que se había de nuevo entablado para gloria suya. Pedí por todas las demás religiones y por todos los sacerdotes, y por toda mi familia. Y noté que el Señor me estaba atendiendo y oyendo; y esperaba a que le pidiese más. Y así proseguí con mis súplicas: rogué por la conversión de infieles y los que están en pecado mortal; por todo el género humano. Y muy especial por las ánimas del Purgatorio. Y así de todas las peticiones que había hecho hice un ramillete místico de diversas flores, que presentó   —228→   mi alma al Señor. Y como se fervorizaban los afectos a vista del Señor Sacramentado; sentía en el pecho la Forma Sagrada como si hubiera comido un pan, del cual se comunicaban aquellos deseos de socorrer a las almas con bienes eternos. Y al paso de los favores fueron los dolores; pues, al volver en sí el alma, (que duró como una hora su abstracción) se halló cargada de muy grandes dolores interiores y exteriores, por los cuales di las gracias al Señor que me regalaba con la memoria (en algo) de lo mucho que por mis pecados había padecido su Majestad, a cuya presencia me hallé en el abismo de lo que soy, en la nada, nada; sea bendito tan buen Dios y Señor Nuestro, amén.

(Libro III, páfo. 12.)



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El divino Señor, sacerdote eterno, celebra misa, que oye su esposa

Al despertar empecé a bendecir y alabar a la Santísima Trinidad y a María Santísima, Madre de mi Señor Jesucristo y a todos mis santos devotos y a mis señores Ángeles santos de Guarda. Fuime a recoger al comulgatorio, y apenas me puse en oración cuando el Señor abstrajo al alma y la puso en una vista simple y acto de viva fe, y los afectos muy fervorosos, deseando tener un amor muy de serafín para sin cesar amar con toda perfección al Divino Esposo, quien tuvo al alma en este fervor como media hora, a fin de disponerla para recibirlo sacramentalmente. Llegose el tiempo y comulgué con todos estos afectos que por momentos crecían en su amor. Y como su Majestad es todo amor y caridad, dispuso se hiciera un acto de caridad, que para ello su amor me movió. Y vuelta la atención a su Majestad Sacramentada que acababa de recibir y en mi pecho tenía, le dije: «Dueño y Señor mío, bien sabes que de todo corazón te amo, y todo él está en ti», y supuesto que tú gustas se haga esta obra de caridad a tu Ministro y Sacerdote, vamos a ejecutarla. Y ahora te doy infinitas gracias por haberte recibido y tenerte en mi pecho y en mi alma. Volveré Señor, luego a este ejercicio, ejecutado tu mandato; hízose la obra caritativa. Y al volver a mi oración esperé a oír Misa, y la noticia que se me dio fue   —230→   haberse acabado ya todas. Sentí el haberme quedado sin Misa, por ser viernes, en que se hace memoria de la Pasión de mi Señor Jesucristo. (No era día de fiesta.)

Púseme en oración en que dije a su Majestad: «Dueño mío y Señor Mío, volvamos en esta hora» (ya que no hay Misa) a nuestra comunicación, que harto siento no haberla oído; mas ahora me pongo en tu presencia santísima, a adorarte y venerarte en el recogimiento y retiro de mi alma. Apenas me había puesto en su acatamiento, cuando sintiendo la Forma Sagrada en el pecho, como si acabara de comulgar, toda el alma en su amor unida, oyó una habla substancial que le decía: «Aquí me tienes». Al oír esta voz el alma, parece le arrojaron saetas encendidas; creció más el amor, inflamáronse los afectos, abrasose la voluntad y el entendimiento todo ilustrado quedó toda esta armonía del alma, toda atenta a Dios, quien la tuvo así, como tiempo y espacio de un cuarto de hora, llevando en pos de sí en la atención, alma y cuerpo. De ahí a poco volvió el alma en sí, y de repente vide imaginaria e intelectualmente ponerse ante el Altar Mayor un Sacerdote revestido de ornamentos y casulla blanca y hablando conmigo dijo: «Oye esta Misa». Y yo, dudando qué Misa podría ser y quién el Sacerdote, se oyó una voz que dijo: Es Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Sacerdote Eterno, oye la Misa. Y en un punto todo lo que tocaba a las especies imaginarias se desapareció, quedando en lo intelectual muy fijo todo. De esta suerte estuvo el alma en la Misa, sin especies, como digo, algunas. Y los afectos substanciales muy subidos y radicados en el divino Amor que duraron todo el tiempo que la Misa. La cual fue como la que acá dicen los sacerdotes, así allá. Y así se me dio a entender, y para más satisfacción mía, volvió el Sacerdote Eterno a manifestarse en visión imaginaria e intelectual y vide acabar la Misa, y echar el Señor la bendición y decir con palabras substanciales el Ite Misa est, y decir claro: Ya has oído Misa, no te aflijas. Entonces se perdió todo este aparato y demostración de ver y entender. Aquí quedó el alma toda en su amor inflamada y con la atención a Dios Nuestro Señor elevada.

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Aquí se aumentó más el amor en el conocimiento que al alma se le daba de sus atributos. Dábanle las noticias de su omnipotencia, y lo adoraba mi alma en este Sacramento Omnipotente. Dábanle noticia de su grandeza, y doblaba el alma en sus afectos las rodillas. Manifestábanle sus misericordias, y rendíale agradecimientos repetidos por las muchas que usó con ella. Y dándole noticia y conocimiento de su hermosura, quedó mi alma elevada y suspensa y toda perdida por su hermosura, de suerte que en cada atributo se entraba como en un centro el alma en que adoraba y reverenciaba al inmenso y poderoso Señor, en que se perdía como en un inmenso piélago de grandezas que no hay términos para referir lo que el alma en esto sentía de amor. Y cuando salió el alma quedó en el conocimiento de su nada, ser polvo, y en el conocer sus miserias. Y mirándose en este espejo le decía al Señor humillada: Dueño mío, mira lo que soy; no quieras, te suplico, echar tus grandezas y misericordias en este muladar de tu esclava; tuya soy, haz, Señor, lo que fuese de vuestro gusto en beneficiar a esta ingrata criatura.

(Libro IV, páfo. 11.)





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ArribaAbajoJacinto Basilio Morán de Butrón16

(Selecciones)


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Caridad con sus prójimos en el socorro de sus cuerpos

El tamaño de la caridad de esta virgen bien puede cotejarse con la estatura de la palma; porque como ésta es tan amante del sol que ansiosa se descuella y se levanta hacia el cielo pero echando sus frutos a la tierra, de modo que mientras más excelsa y levantada, el peso de su fruta la inclina hacia la tierra, mostrándosele favorable; así la caridad de está virgen para con Dios, al paso que se remontaba hasta los cielos mirando siempre al divino Sol de justicia, se inclinaba hacia la tierra para favorecer a sus prójimos con los frutos de buenas obras y con los ejercicios de la misericordia. Y como para que dé fruto la palma es necesario que esté sembrada en temple cálido y no en temperamento frío, así también para que las palmas de las manos den el fruto de la limosna o caridad con los prójimos, han de estribar sus raíces en un corazón ferviente en amor de Dios y abrasado en fuego de caridad, no en tibiezas ni en frialdades del espíritu.

Las palmas de las manos de Mariana se reconocieron siempre tan abastecidas de frutos de misericordia en las limosnas que repartía, que desde niña se vieron llenas de caridad. Porque tenía una grande inclinación a socorrer al necesitado; y tan presta era en ella la piedad en el socorro cuanta fuese la presteza en el desvalido en   —236→   desplegar sus labios a pedir una limosna. Apenas se desenvolvió de las fajas y empezó a saber hablar, sucedió que viendo la niña una tropa de pobres que habían venido a su casa a pedir un pan que comer, movida de su natural compasión se fue a su madre y con balbucientes palabras le pidió una torta, que por regalada se guardaba para su anciano padre. Resistió la madre a los ruegos tiernos de la hija con decir que la torta era para su padre y que todavía no se había comprado el pan necesario para el abasto de la familia. Replicó la hija con llantos en lugar de retóricas palabras, y por acallarla le dio la torta para que la repartiese a los pobres. Alegrose sumamente con el don y ella en persona lo repartió con notable gusto y devoción. Y como la limosna es la mejor usura que se ha reconocido para ganar (de suerte, dice San Basilio, que si requerida una persona de un pobre no se halla con más sustento que un pan, si se priva de él por dárselo liberal, tenga por cierto que de ese pan nacerán muchos y será semilla de otros), verificose el dicho con el pan que distribuyó Mariana con los pobres; pues, acabando de decir a su madre con gracia «que Dios daría pan para el viejo» a breve rato entraron a su casa un niño y una india que no conocían, con dos canastillos de muy lindo pan, quienes en nombre de una persona, que tampoco conocían, regalaron a su madre. Todos quedaron admirados así por las circunstancias como por no saber quiénes fuesen los mensajeros ni quién el que les enviaba el recaudo. Pero la niña saltando de placer, dijo a su madre: «¿Ve, mamá, cómo Dios le ha enviado tanto pan porque dio a los pobres la torta?» Hasta de la boca de los niños saca Dios las alabanzas de la limosna.

Era muy caritativo su cuñado Cosme de Caso, y así todos los días se repartían limosnas de pan y de comida a los pobres, y a las horas que se daban salía Mariana a repartirles con sus manos el alimento. Ya queda dicho cómo primero les enseñaba a rezar, después escogía entre todos uno que pareciese más asqueroso y provocase mayores ascos, aplicábalo a sí y lo espulgaba con indecible   —237→   humildad, quitándole las sabandijas que tienen por albergue las carnes de un mendigo, como son los piojos que hierven en los indios y causa con su inmundicia horror a la naturaleza más fortificada. Pero Mariana, como si fuera la madre más piadosa, se portaba en limpiar al desdichado como a hijo; pero ¿qué mucho si a lo menos era su hermana la caridad? Vio aquel serafín en carne doña Sebastiana Caso la piedad que usaba su tía en la distribución de la limosna y el estilo que guardaba con los pobres, y envidiosa con santa emulación, quiso acompañar a su tía en espulgar a otro pobre. Admiración causaba ver competir dos niñas en lo que suele hacer melindres la santidad más heroica, y como era en entrambas semejante la fineza y oposición, medió la obediencia del confesor, diciéndoles se ayudasen juntas en el distribuir la limosna. ¿Qué ejercicio tan agradable a los divinos ojos sería ver que dos delicadas hermosuras estuviesen limpiando a los pobres llenos de piojos, exhalando intolerable hedor, horrores a la vista y repugnancias a la naturaleza, como son en lo común todos los pobres de Quito? ¿Qué vencimientos tan grandes no serían éstos en unas niñas inclinadas al aseo y melindrosas de natural? Pondérelo un confesor de la Compañía cuando confiesa un pobre indio recostado en una pobre piel de vaca por cama, sin tener un bocado que comer, comido de piojos, pues, al venir de casa viene asistido de tan prolijos animalejos. Si esto así sucede, ¿qué sucedería con Mariana? Pero si la caridad preserva de la peste que es más, también tengo por cierto que la libró de lo menos. Después de tan heroica mortificación los ponía en fila y les besaba los pies.

Concluía la obra con un prodigio, que como a tal lo tenían en su casa todos los que lo vieron; porque algunas veces se entraba a su aposento y sacaba de él un canastillo de pan muy regalado, blanco como la nieve y éste lo repartía a sus pobres con tales demostraciones de gozo que rebozaba en su cara. En sacando la virgen este regalo, alzaban los pobres el grito de placer. Admirábanse todos los de su casa de ver tal pan y que Mariana lo   —238→   tuviese, porque ni sus hermanas se lo daban ni de afuera pudieron saber que le viniese, haciéndose lince la curiosidad, con que tenían por cierto ser pan venido del cielo. Yo no lo dificulto y así lo juzgo, porque están los informantes contestes en el dicho. Y quien envió a Santa Dorotea manzanas del paraíso de sus delicias, también pudo enviar a Mariana pan para repartir a sus pobres. El pan que le daban de ración lo trocaba con uno de los que daban a sus pobres, quitándoselo de su sustento por dar la vida a su hermano y en esto mostraba ser su caridad muy singular. Porque si aconseja Dios por Isaías, que del pan que se ha de comer se parta con el hambriento, qué caridad tan heroica sería la de esta venerable virgen, pues no sólo lo partía sino que se lo quitaba de la boca por darlo entero a los necesitados.

Semejante fue otra maravilla, que si no lo era, a lo menos la tuvieron todos los de su casa por tal. Tenía una pequeña ventana en su vivienda que salía a la calle, y solían los pobres, cuando se hallaban más aquejados del hambre, o por haber perdido su ración a medio día, o por ser mayor la necesidad que los congojaba, o por otra contingencia, tirar una piedra a su ventana o hacer otra seña como avisándole la necesidad en que estaban. Mariana advertida ya en lo que significaba la señal, si tenía en su cuarto alguna cosa que les pudiese servir de alivio les echaba por la ventana el consuelo; si no, dejaba a Dios por Dios y se iba a pedir a su hermana o su sobrina doña Juana una limosna para sus pobres. Dábanle sin escasear cosa alguna las llaves de la despensa, sacaba de ella todo lo que necesitaba para socorrer a tantos que por sus manos remediaban su miseria, y contenta iba a despacharlos. Pero por mucho que de todo sacaba jamás se echó menos un grano de maíz ni una migaja de pan. Reprendíanla cariñosamente sus deudos, porque viendo que no había ninguna merma en la despensa, le decían que por qué andaba tan corta cuando le daban las llaves; mas sonriéndose les respondía que muy a su gusto y a su deseo lograba con los necesitados la generosidad de su ánimo. No es la caridad del prójimo como la plata, dice   —239→   San Agustín, porque la plata cuando se da, pasa al que recibe y deja de estar en el donante, disminúyese en éste y acreciéntase en el otro. Pero con la caridad es al contrario; cuando se da la limosna entonces empieza a estar en el que da y no sólo pasa al que la recibe sino que queda en el que la ofrece. Con que dando Mariana el maíz, la carne, el pan, como todo era caridad saliendo de la despensa para el pobre, bien pudo acontecer quedarse en la despensa como si no se sacara.

Con el voto de pobreza que hizo, no sólo se desposeyó de los bienes que llama el mundo de fortuna, sino que renunció el derecho que podía venirle en adelante, obligándose a no poseer ni disponer de cosa que le tocase, aunque fuese por el trabajo de sus manos, sin licencia de su confesor. Y aunque jamás se arrepintió de tan heroica promesa, parece que llegaba a lastimarle ver necesitados a sus prójimos y no poder, por la pobreza que había votado, remediarlos en sus conflictos. Tirábale mucho en su aprecio el voto, y tirábale juntamente ver a Cristo desnudo y necesitado en sus pobres. Dictole Dios para atender a lo uno sin oponerse a lo otro el más seguro medio; pidió por dirección de su confesor licencia a sus deudos, en quienes renunció su patrimonio para distribuir entre pobres la porción que le tocaba en la mesa y los reales que pudiese adquirir con el trabajo de sus manos en los ratos que tenía puestos en su distribución; alcanzola con toda liberalidad. Y como esta venerable virgen conocía ser madre de las culpas la necesidad, que del afán de la pobreza proviene el sujetarse a una infamia, y que aun a Cristo tentó el demonio así que lo vio con hambre, procuró buscar personas en quienes, evitándose muchas culpas, se lograse el sustento que se quería quitar por mantener en el prójimo la vida del alma y del cuerpo. Halló personas muy a su deseo que fueron una pobre viuda con tres hijas y cada cual de juvenil edad y todas sin tener un pan que comer ni de dónde les pudiese venir, tan arriesgadas a perderse aunque eran muy virtuosas como lo estaban las beneficiadas de la caridad del taumaturgo de Bari. En éstas, pues, empleaba todos los   —240→   días su ración; porque acabando de alzar la mesa en su casa, ella con sus mismas manos la ponía en una olla y despachaba a su pobre viuda y a sus hijas, las cuales afirmaron que sólo con este socorro podían vivir, y faltándole lo pasarían con notable penalidad.

Apoyó Dios con singular maravilla la complacencia de esta limosna, porque el pan que les enviaba lo procuraba amasar ella misma; pero de esta manera, que declaran contestes en los procesos. Los días que en su casa había amasijo se iba a trabajar al horno, sin que le acobardasen los rigores de la noche. Decíale la gente de servicio: «¿Señora, para qué viene a trabajar, si el pan que ha de hacer no lo ha de comer?». Respondía tiernamente: «Y cuando yo no lo coma, ¿faltará un pobre en quien se logre mejor?» Y acabando con harto afán el amasijo, cogía en sus manos como dos onzas de masa y de tan poca materia se forjaba en sus manos un pan bien grande, con admiración y pasmo de los que le veían; de suerte que excedía en cantidad, en el regalo y aseo a todos los de la hornada. Tan repetido era este suceso que, cuando acaecía, no lo extrañaba la gente de servicio. Esto hace la caridad, dice la Luz de la Iglesia, crecer en la persona de quien sale. ¿Qué mucho, pues, creciese esa masa cuando, si la caridad de Cristo hizo que unos panes produjesen otros para sustentar cinco mil bocas, pudo hacer como lo hizo, con la caridad de Mariana que dos onzas produjesen treinta para sustentar con dos libras cuatro bocas? Tan por suyo corría el sustento de estas mujeres que cobraban como por deuda lo que era tributo de su bella gracia; pero se alegraba más la venerable virgen de dar esta limosna por su Esposo, que de recibirla las necesidades para su remedio.

Miraba en cada pobre a Cristo, que en el día del Juicio confesará por suyo el agasajo que se le hizo al mendigo, para proceder liberal a su retorno. Concebía tan altamente lo que vale la limosna en los aprecios de un Dios Omnipotente, que no necesitaba de los que nos dicen las Escrituras, prodigios y recomendaciones de los doctores de la Iglesia para ejercitar heroicos actos de virtud   —241→   tan generosa. Ya vimos cuando tratamos de su abstinencia, cómo lo que le guisaban sus sobrinas y su criada lo empleaba en los pobres como en sus propios miembros, porque estaba perfectamente unida con ellos por caridad. Las horas, que gastaba en la labor de mano, que eran tres cada día, cuando estaba sana, más las ocupaba en hacer a Cristo la túnica inconsútil, como lo es la caridad con el prójimo, dice San Agustín, que en divertir el ánimo o evitar la ociosidad, porque por manos de sus confesores distribuía en limosnas las obrillas de su trabajo.

A quien remediaba siempre con singular gozo de su alma, era a un sacerdote, de quien me ha parecido escribir su trabajo y necesidad para apreciar más la caridad de esta virgen. En las montañas de los Mainas y gran río Marañón hay un curato que se llama Santiago, cuyos feligreses de esta inculta selva o verdadera gentilidad, sobre vivir bárbaros en sus costumbres, son tan inclinados a todo género de hechizos y maleficios que, de lo que se usa frecuentemente y sin mucho reparo, se pueden colegir las innumerables maldades que se ejecutan por pactos claros con el demonio. Hay una flor, que en unas partes llaman campana y en otras cimuri; ésta, cocida, la beben, y, quedando con su fortaleza enajenados de los sentidos, ven con claridad y distinción todo aquello para cuyo fin se bebió pócima tan diabólica. El marido ve las traiciones de la mujer, la mujer las del marido; el que quiere rastrear el delincuente o ladrón, le conoce y ve donde está el hurto, cómo y de qué manera; en fin todo aquello que desea saber y a cuyo fin bebe la campana o cimuri, se lo representa el demonio. De estas divinaciones, encantos y maleficios abunda tanto ese gentilismo, pegándose el contagio por la cercanía a las ciudades Jaén y Borja, que a no tener por triaca y desencanto a la enseñanza de la divina Ley por los misioneros de la Compañía de Jesús, o se apoderara el infierno de región tan dilatada, o se apellidara absoluto monarca de sus almas. En el curato, pues, de Santiago era cura un celoso sacerdote secular, a quien sus mismos feligreses determinaron con infernal arrojo hechizarle de tal   —242→   modo que perdiese el juicio por todos los días de su vida; y no hallando traza de cómo envenenarle la comida, porque vivía con notable cautela de sus émulos, se dieron maña para coger el cáliz en que consagraba la sangre de Jesucristo, y estrujando en él unas hierbas, en que estaba el hechizo y el veneno, dejaron con disimulo la sacrosanta copa para que el día siguiente al decir misa muy de mañana, echando en ella el vino para consagrar le brindasen el tósigo. ¡ Oh Dios sufrido, quién podrá alcanzar los inescrutables secretos de vuestra Justicia! ¡Oh delito tan execrado, querer la malicia convertir al vino que alegra el corazón en funesta noche de los sentidos! Como lo dispusieron, así sucedió; porque el sacerdote incauto consagrando en dicho cáliz, y juzgando beber la sangre de Jesucristo para fortalecer sus potencias; se halló desde aquel instante privado de juicio, sin uso de razón y sin dictamen de prudencia, que pudo decir a Dios: Et calix tuus præclarus, quam inebrians mihi! Quedó privado de juicio y tan conocido loco, que fue necesario traerlo a esta ciudad de Quito a curar lo que fue mal incurable por el maleficio. Socorríale toda la ciudad, a quien lastimaba ver un sacerdote de Cristo loco y frenético a manos de la venganza. Con este sacerdote tenía la venerable virgen especial cuidado en socorrerlo con todo lo que podía de limosnas, cogiéndole muy a su cargo su piedad. Movíanle para obra tan del agrado de Dios motivos muy superiores; lastimaba su alma ver a un Cristo en la tierra en tan infeliz fortuna, y así, cuanto más veneraba en él la dignidad del sacerdocio tanto se singularizaba su caridad; y cuando los muchachos, sin respetar lo sagrado, lo ultrajaban o hacían de él escarnio o mofa, lo sentía tan tiernamente que lloraba de sentimiento. Otra razón que ella misma dio para especializarse con este pobre sacerdote fue el decir en cierta ocasión, haberle cogido en gracia de Dios trabajo tan sensible. Dichoso él, si así sucedió, como piadosamente se ve por el dicho de Mariana, pues, es divisa de los predestinados parecer al mundo locos y necios por Jesucristo; y aunque del todo lo era éste, pero se mostraba muy cuerdo en estimar a su bienhechora, reconocido siempre de su piedad.

  —243→  

Con los enfermos se esmeraba su cuidado, porque cuando había alguno en su casa, aunque fuese de tal bajeza de condición como la de los indios, era Mariana la madre, la cocinera, la médica y enfermera, ella les limpiaba el sudor, les componía las camas, barría los aposentos con todo aseo y devoción, con sus manos les guisaba la comida y la llegaba a la boca, recetaba los remedios usuales que sabía; el ay que se escuchaba, llegaba a su corazón. Por último, ¿quién enfermó con quien ella no enfermase?, ¿quién lloró con quien ella no llorase? Puedo decir resueltamente que los enfermos hallaron en ella total alivio.

Con las ánimas benditas del purgatorio, como más necesitadas, no fue menor su caridad con ordinarias limosnas de oraciones, misas y penitencias; y así todos los días tenía tiempo señalado para ganar por ellas indulgencias y aplicarles eficacísimos sufragios. Y si atiendo que en el Evangelio se gradúa por la mayor caridad la que llega a dar la vida por los que se quieren en Cristo, no le faltó este elogio a Mariana, como se verá cuando trate de su muerte, pues, la caridad fue la que marchitó a esta Azucena, la que le quitó la vida, la que le fabricó la tumba y en cuyas alas voló dichosa a la gloria. Pasemos ahora a decir la virtud que tuvo de religión.

(«Vida de Santa Mariana de Jesús», L. III, c. 3.)



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Votos que hizo la virgen Mariana de pobreza y obediencia y su extremada observancia

Tres son los escollos en que el alma padece tristes y lamentables naufragios en el undoso y borrascoso mar de esta vida: la concupiscencia de la carne, el desahogo de los ojos y la soberbia. Impedimentos son tan graves a la virtud y perfección; que fue necesario que todo un Dios bajase de los cielos e hiciese un nuevo camino por donde, siguiendo los predestinados sus sagradas huellas, removiese estos estorbos, formando tres puentes para pasar los ríos de Babilonia que estribasen en la soberbia de la vida, en la concupiscencia de la carne y la concupiscencia de los ojos. En la soberbia y ambición puso a la humilde y rendida obediencia, en la concupiscencia de los ojos y apetito de las riquezas puso a la pobreza de espíritu, y en la concupiscencia de la carne fundó la castidad, de suerte que, quedando los estribos en las aguas de esta Babilonia del mundo, formó de ellos mismos tres puentes por donde pasar sin estorbo al mejor horizonte y mejor reino. Para mayor fortaleza y permanencia de estos puentes, mostró servir de mezcla o cadenas indisolubles los votos de pobreza, obediencia y castidad. Noticiosa, pues, la venerable virgen Mariana de camino tan seguro, descubierto en la vida y pasos de su Redentor Jesucristo y común en el estado religioso, determinó a   —245→   los diez años de su edad no pasar el río precipitado y caudaloso del mundo por el vado común de los cristianos, que es la observancia de la ley divina y humana, sino por las puentes que tienen los alcázares religiosos, que son los votos de pobreza, obediencia y castidad, porque por donde hallaba mayor seguridad enderezaba sus pasos, y por allí sólo tiraba por donde miraba la más breve y más segura senda a la mayor perfección. Ansiosa estuvo en su niñez de consagrarse en una religión y vivir encerrada entre cuatro paredes, atendiendo a cultivar su alma con las flores de las virtudes. Supo de su Esposo no ser ésa su voluntad, sino que en su casa tuviese el recogimiento que podía tener de religiosa y obediente a sus disposiciones, fabricó en su corazón un retiro que, sirviéndole de convento, profesase en él pobreza, obediencia y castidad, sin faltarle hacer las escrituras de renuncia del mundo, que son los votos que se hacen en religión aprobada. Y porque sirva de confusión a la malicia y de estímulos a la virtud el holocausto que hizo una niña a los diez años de edad, me ha parecido trasladar la fórmula de los votos escrita de su mano y que tengo en mi poder.

«Omnipotente y sempiterno Dios: Yo Mariana de Jesús, hago voto y prometo a vuestra divina Majestad, delante de la siempre Virgen María, Madre de Dios y de la corte del cielo, de guardar pobreza, y de vivir y morir guardando perpetua virginidad, y obediencia a mi confesor; y pongo por testigos acá en la tierra a mi Padre Antonio de Manosalvas, a mi Padre Luis Vázquez y a mi Padre Hernando de la Cruz.

Mariana de Jesús».

Dos cosas tengo que advertir en la emisión de los votos de Mariana: una, que el poner la venerable virgen en la tierra por testigos a cuatro de la Compañía, no es decir que en manos de alguno de ellos los hiciese, o que alguno la obligase a tales votos, o que admitiesen su obediencia, porque no es estilo ni uso en esta sagrada   —246→   religión, ni conforme a sus reglas e instituto, porque sólo pretende que la interior ley y amor del Espíritu Santo rija y gobierne los corazones. Y así el ponerlos Mariana por testigos, significa que, habiéndolos hecho a sus solas y en el retiro de su oración con deliberada resolución y madurez por especial instinto de su Esposo, después dio parte a los Padres, conforme se fueron siguiendo a confesarla, de las obligaciones con que se había ligado y las leyes que se había puesto; con que las instrucciones que le daban en su gobierno las tenía por decretos y sus palabras por regla infalseable de su vida, pues, no celándoles cosa alguna de lo que pasaba por su alma, no podía extraviar la senda por donde Dios la había encaminado, dándole por guía a sus ministros. Otra cosa hay que advertir al lector y es que, aunque Mariana hizo estos tres votos a los diez años de su edad, la fórmula que tengo escrita, no fue por ese tiempo sino algunos años después, en que, renovando el sacrificio, quiso hacer las escrituras de su mano. Porque a los diez años sólo al Padre Camacho conocía, y de los demás Padres no sé que tuviese ni la menor noticia.

Tan contenta estuvo siempre de los votos que había hecho, que todos los días los renovaba tantas veces, cuantas en las misas que oía, alzaba el sacerdote la hostia consagrada para adoración de los oyentes; con el incruento Sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo unía el suyo de su carne, voluntad propia y bienes de la fortuna. ¡Qué agradable sería al Esposo ofrecerse a sí mismo al Padre, en compañía de su esposa!, ¡y qué gloria sería para el Padre ver tan bien logrado el sacramento de su Hijo, pues en cada hostia le ofrecía otra, como era Mariana sacramentada con los votos de pobreza, obediencia y castidad! Y cómo los ángeles y cortesanos del cielo no habían de tener singular gloria y fruición de ser testigos que una niña se desnudaba de la carne por imitarlos, se despojaba de lo superfluo del mundo y se privaba de su albedrío por seguirlos desnuda y obediente! Y ¡qué víctima tan plausible no ha de ser la de Mariana, cuando no tiene vulgares cotejos con que igualarse! Dejarlo   —247→   todo por seguir a Cristo se compadece con dejar solamente los deseos, pues de la necesidad que se padece puede sobresalir el esmalte de la virtud. Común es este sacrificio en los que profesan pobreza, sin renunciar otra cosa que deseos o posibles de ser ricos; pero Mariana no sólo deseos, no sólo posibilidades sino las realidades de una cuantiosa herencia que le cupo por patrimonio. También fue muy singular en ella el sacrificio que hizo de su carne por el voto de castidad, pues renunció el derecho que tenía al tálamo matrimonial, no como otras que viéndose sin los aprecios de la hermosura, escogen la virginidad, no tanto por mera y libre virtud como por virtud necesitada; pero Mariana con su belleza natural pudiera tener seguros los galanteos del matrimonio. No fue menos heroica su obediencia, porque vivir en obediencia dice claustros y paredes, adonde aunque no se quiera la sujeción, a más no poder no puede evadirse la libertad, y aunque al profesarla haciendo el voto es relevante el sacrificio, puede acontecer que en el uso se convierta en un infierno la sujeción. Pero que Mariana viva en obediencia sin vivir entre claustros y paredes, que sujete su libertad con estar en su albedrío, que sea religiosa sin vivir en religión, maravilla es de la gracia que se merece el elogio que se da al justo y acomoda a Cristo el sutilísimo Escoto: Qui potuit transgredi et non est transgressus; que siendo rica se hizo pobre, que siendo libre se sujetó, que siendo hermosa se hizo castísima criatura.

Con el voto de pobreza que consiste en una voluntaria y perfecta renunciación de los bienes que una persona posee o puede adquirir por derecho alguno que le venga, por el amor de Dios y deseo de la perfección evangélica, renunció la venerable virgen todo su patrimonio que era pingüe, y todo derecho que podía tener en adelante en el capitán Cosme de Caso, su hermana doña Jerónima y sus hijos, y para mayor abnegación de los bienes temporales, ni aun para su sustento o cosa alguna para sí reservó la más mínima alhaja o rentilla para algunas necesidades, sino que desnudándose de todo pidió a los sobredichos la sustentasen de limosna, como a cualquier   —248→   pobre que viniese a sus puertas, a pedirles algún sustento. No sé que sea más perfecto el voto que hacen las monjas de pobreza, pues ésta se confedera con reservar una renta que les sirve para su congrua sustentación y remedio de sus necesidades, pero Mariana ni aun título alguno para pedir los alimentos quiso tener; de todo se despojó por no tener cosa alguna de la tierra. Su cuarto no tenía más alhajas que un lienzo de la Santísima Trinidad, un Niño Jesús pequeño con quien eran sus recreos, una imagen de Nuestra Señora de Loreto, unas estampas de San Ignacio, San Francisco de Asís y otros santos de su devoción, una pequeña cajuela de costura, un cuchillito de cortar plumas, unas tijeras, unos libros espirituales y vidas de santos, muchos cilicios, gran tropa de disciplinas, tres cruces, un ataúd y una vihuela, con que tal vez cantaba en presencia de un crucifijo que tenía siempre a la vista. No había diversidad de vestuarios, ni escritorios de precio, ni pinturas de mucha monta, ni alfombras, ni brocateles, ni cojines, o aparato alguno de grandeza; todo pobre como Mariana, quien sólo un vestido de lana tenía, sin que tocase sedas o suaves lienzos; pero siempre con aseo y limpieza, por cuya causa no tuvo necesidad de otros vestidos para mudarse.

Este, como queda dicho, era a modo de sotana cerrada, que usa la Compañía, con mangas ajustadas y de color pardo, pero sin cuello; el manto único de lana negra. Así jura (fuera de los testigos todos que se presentaron en los procesos auténticos) haberla visto siempre y hablado el doctor Alonso de Soto, cura beneficiario del pueblo de Sicchos, jurisdicción de Latacunga. Harto tenemos de que aprender los religiosos de la pobreza que guardaba una niña rica, sirviendo de severa reprensión su único vestido a los que los tienen triplicados con pretextos que supo introducir la relajación o la tibieza. Jamás, dice su confesor, tuvo cosa que fuese propia, porque lo poco que queda dicho y que tenía, era prestado de su hermana doña Jerónima. Cosa alguna no recibió, ni dio sin licencia de su confesor, para que en cosa alguna no se juzgase propietaria. Hija verdadera de la Compañía,   —249→   bien se conocía lo que observaba sus reglas, pues no tenía arca, ni otra cosa cerrada sin licencia del que tenía por Superior y sin darle segunda llave. Todo lo que granjeaba con la labor y trabajo de sus manos, con licencia que pidió a su cuñado y hermana, lo expendía en los pobres por medio de sus confesores. Últimamente, de ella no tuvieron que heredar otra cosa que cilicios, cruces y disciplinas. Sólo una alhaja guardó siempre y fue la mortaja con que fue a la sepultura; pero alhajas, que siguen a la muerte y no quedan heredables, son propias hijas de la pobreza.

Adelantose tanto su amor a esta virtud, que a imitación piadosa de muchos santos, no quiso morir en su cuarto, ni en su cama, sino que con santos engaños se hizo llevar al cuarto de su hermana doña Jerónima y a su lecho, donde tuvo especial gozo de morir desasida de lo humano, sin cosa propia; porque su tesoro lo tenía en el cielo, su herencia en la vista del Sumo Bien y su derecho en la posesión de la bienaventuranza. Y como las aves para elevarse a los aires fijan con violencia los pies en la tierra, comprimiéndola y hollándola, así esta ave generosa pisó y holló los bienes caducos de este mundo para subir a los cielos con más ligero vuelo y mayor expedición.

No fue menos admirable su obediencia. Porque siendo ésta un holocausto con que el alma se ofrece a su Criador toda hostia viva y agradable por manos de sus ministros, fue en Mariana singular la víctima que hizo de su propia voluntad en las piras de su caridad ardiente. Son todas las virtudes hijas de Dios, y como tales, cada cual en su género, le granjeó a Mariana muchas riquezas de merecimientos; pero su obediencia excedió a todas en la ganancia, porque si cada virtud tiene determinados linderos en que fructificar las obras, la obediencia goza en todos el señorío y a todas trasciende su poder.

Practicaba exactísima sumisión en lo temporal con sus hermanos y en especial con el capitán Cosme de Caso y hermana mayor doña Jerónima, con el capitán Juan de Salazar y su sobrina doña Juana; porque cosa alguna que   —250→   le pidiesen juzgaba por precepto irrefragable. Por esta causa tenían todos mucha refleja en lo que pedían, pues tenían por asentado, que había de proceder a ejecución; pero cosa alguna que la insinuasen, lo hacía con tal prontitud que dejaba lo comenzado por perfeccionarse en obedecer. Conocían en Mariana algunas señales de hidropesía y algún apetito al agua; y así le decían que se abstuviese en beber, y obediente la hidrópica no bebía en muchas horas, contentándose en coger el agua en las manos, mirarla y reverla, y después de muy mortificada, la ofrecía a Dios vertiéndola, sirviéndole de búcaro la obediencia. Conocía que su estómago estaba tan sujeto a la abstinencia, que lo que comía volvía a echar como entraba, sirviéndole el manjar más de daño que de alimento; y con todo este conocimiento y experiencia de sí misma, si le decían sus hermanos que comiese, obedecía puntual sin resistencia alguna ni propuesta; pero entonces era su comida la obediencia y la que entraba en provecho, no la vianda, porque ésta sólo le causaba la pena de vomitarla, no de sustento a su flaqueza. Con los confesores sucedió lo mismo, y a sus ojos (que no repito, por estar ya dicho cuando en el segundo libro traté de su abstinencia.) Sólo diré un caso prodigioso, que le sucedió en materia de obedecer a sus confesores en sus enfermedades y lo contó, como testigo de vista, el capitán Juan de Salazar, su sobrino, a un Padre de la Compañía, varón de todas letras y virtud, quien siempre dio total asenso a la autoridad del testigo. Mandó a Mariana un Padre Espiritual que no bebiese gota de agua en quince días, pues se iba sin remedio hidropicando. Y ya fuese indiscreto y sin prudencia el mandato, o ya porque, tasándola el tiempo de quince días, pasados algunos, tendría cuidado de suspenderle el precepto, queriéndolo así Dios, para apoyar su obediencia con un extraño suceso, se abstuvo Mariana todo este tiempo de quince días sin beber agua. Fatigábale la sed con rigor, y Dios, por dar algún alivio a su pena, hizo que cayese en ese tiempo un aguacero tan fuerte que por los canales de los tejados caían copiosos los arroyos. Mariana viendo caer el agua, se le iba el alma tras ella; llegose corredor y extendiendo juntas   —251→   las palmas de sus manos, recogió una poca; y aunque se resistía de sus halagos con valor y sin probarla, pero quiso Dios mostrarle visiblemente lo que estaba satisfecho de su obediencia, porque el agua que cogió en las manos, sin caer una gota al suelo, se le entró por los poros de su cuerpo. Admirada quedó la venerable virgen de ver, que sus manos quedaban vacías, sin caer una gota al suelo, y sin llegarla a la boca, repetía el coger agua y se repetía el prodigio, porque reconocía sensiblemente, que su exhausto cuerpo la atraía como el imán o que se embebía el agua como en esponja. Y así le sucedió satisfacerse el cuerpo con el agua, pero sin faltar un punto a su obediencia, declarando su Esposo con caso tan singular que, si su sierva no se hartaba de obedecer y sacrificarse, Él estaba tan pagado del sacrificio, que hacía que el agua entrase por los poros de su cuerpo, ya que no por la garganta, para apagar los incendios del holocausto.

Como se entregó toda a la dirección de sus confesores, fue en este punto heroica su obediencia, escuchando la voz del Padre Espiritual como oráculo por donde Dios la dirigía y gobernaba sus operaciones. Paso alguno no daba en el camino de la virtud que no tuviese por guía el beneplácito del confesor; para todo necesitaba de su licencia, porque siempre se llevó por máxima no poder errar en lo que por lícito aprobaba el confesor. De todo lo que en su alma pasaba, mortificaciones y penitencias que hacía, daba exactísima cuenta, pero con tal humildad, tales gemidos y sollozos, que se tenía por una ingratísima criatura, confundiéndose de no corresponder con igualdad a los muchos y grandes beneficios que recibía de su Amado. Tan presta era en obedecer al confesor, como éste en intimarle sus dichos; ya fuesen las cosas que le mandaba gustosas o arduas, siempre hallaba en ella puntual la ejecución.

Sentía la humilde virgen tanto que la tuviesen por virtuosa, cuanto el mayor hipócrita gustara que lo tuviesen por santo. Por esta causa jamás desabrochaba su pecho; ni aun a sus mismos hermanos, sino es en tales   —252→   ocasiones en que hiciese juicio convenir decir algo para ganar algún alma. Reconociendo, pues, el venerable Padre Camacho, que ninguna prueba podía ser más hábil y acomodada para probar su obediencia y humildad que mandarle descubriese su alma y todos sus senos a persona que no fuese el confesor, le intimó severamente diese entera cuenta de conciencia, así de sus penitencias, como de favores sobrenaturales que había recibido de su Esposo, a su sobrina doña Juana Caso. Díjole juntamente a doña Juana el Padre Camacho el orden que le había dado a Mariana para experimentar su obediencia. Sintiole la venerable virgen, porque fue tocarle en lo vivo; pero procuró obedecer sin faltar en un ápice a ley tan rigurosa. Llamó a su cuarto a su sobrina, díjola el precepto a que se hallaba obligada; y al paso que en ella era tan grande y extraordinaria la mortificación y repugnancia, era en la sobrina igual el gozo y alegría de considerarse noticiosa de lo que tanto la humildad de Mariana había celado. Esperaba tener un rato de gloria, como lo tuvo; porque haciéndola sentar, Mariana se puso muy despacio a referirle lo que pasaba por su alma, las virtudes que ejercitaba, las penitencias que hacía, los favores con que su Esposo la regalaba, sin dejar retrete alguno en su corazón que no se lo mostrase, ni cosa alguna de que no la hiciese noticiosa. Escuchaba gustosísima doña Juana, con ser así que no era amiga de saber vidas ajenas. Atendía atenta y atónita de lo que oía, suspensa se quedaba de confusión y alegría con saber los favores que su tía recibía del cielo, hasta que Mariana acabó por contarle toda su vida con humildad, con confusión y vergüenza. No sabré ponderar el gusto que ocupaba el corazón de doña Juana con las noticias y nuevas peregrinas que había sabido; y cuidadosa de que no se le fuese cosa alguna de la memoria, despidiéndose de Mariana, se iba a su cuarto a escribir lo que había oído o a fijarlo bien en la memoria, cuando al llegar al umbral de la puerta del cuarto de Mariana, queriendo hacer reflexión de lo que con tanta atención había escuchado, se halló ¡cosa rara!, sin especie alguna en su memoria, sin rastro de lo sucedido, con total olvido de lo que por largo rato le había dicho su tía Mariana.   —253→   Quedó confusa con lo que experimentaba, pues sabía que había escuchado de su tía toda su vida y milagros; pero no sabía qué materias, qué favores, ni cosa alguna de un infinito de cosas que le dijo.

Y así, pasmada y triste, se volvió a Mariana, y hallándola muy risueña y como riéndose, la dijo: «Mariana, vuélveme a referir todo lo que me dijiste, porque todo se me ha olvidado y de cosa alguna no me acuerdo; no me niegues este gusto, pues si me lo diste, no hay razón para privarme de él en menos de un cuarto de hora, que tuve de gozo solamente». A que respondió Mariana riéndose, noticiosa del suceso: «Ya, para obedecerte, descubrí lo que por mi alma pasaba; mandómelo así mi confesor, cumplí ya con la obediencia». Replicó doña Juana, diciendo que si no volvía a referirle lo que había dicho, qué respuesta podía dar al confesor, que también se lo había a ella encomendado, supuesto que de cosa alguna no tenía la menor reminiscencia. Respondiole Mariana estas palabras: «Dirasle que ya le obedecí, y que mi Esposo no gusta de que sepan mis cosas mientras yo viviere, y así no tienes que cansarte; quéjate de tu memoria, o saca ser expresa la voluntad de Dios, en que no se registren sus secretos». Quedó doña Juana, sobre admirada y confusa, triste de haber perdido en menos de medio cuarto de hora las especies, como Nabuco las de su sueño, pero con esta diferencia, que a Nabuco se le fueron las especies porque eran fúnebres y de muerte y su vanidad no se hallaba bien ni se avenía con especies tristes sino solamente alegres; pero las que tenía doña Juana de Mariana eran especies para formar un gran concepto de su virtud, para apreciarse por santa, y, como su humildad no estaba bien con la estimación de santa, ni el concepto de virtuosa, para que no se formase, retiró e hizo huir las especies de su memoria.

No paró el prodigio hasta después de muerta Mariana, y entonces hizo Dios otros; porque en vida de Mariana jamás se acordó de cosa alguna de las muchas que le había referido, pero, muerta, se acordó de tantas, que tuvo mucho que decir a sus hijas las carmelitas, de quienes   —254→   se supo el caso con mayor admiración y aprecio, así de la humildad de Mariana, como de su singular obediencia.

Refiere de sí mismo su confesor Manosalvas, que, siendo mozo y poco diestro en el régimen de las almas que vuelan a la perfección, le mandaba algunas cosas, que no declara cuáles fuesen, pero que en la realidad no la conducían por el camino que el Señor la iba llevando. Obedecía, dice el Padre, a ciegas con suma puntualidad, pero con luces, que tenía en su corazón de su Esposo de ser yerro lo mandado, aunque gran acierto el obedecer, con suma paz y alegría y nada de resabida le llevaba un libro, notado el punto y capítulo, y sin añadir más palabras, le decía con humildad: «Lea, Padre mío, en su aposento este capítulo». Hacíalo así el Padre y confiesa de sí mismo hallar con lo que leía ser manifiesto yerro de entendimiento, aunque no de voluntad; y así procuró enmendarlo y darse más al estudio de la oración y lección de libros, que pudiesen enseñarle y sacarle cabal, como salió, en la ciencia de adiestrar un alma que sigue el contralto de la perfección, fundado en el canto llano de la Ley de Dios y de la Iglesia.

El mismo Padre le mandó algunas veces que tales y tales días no comulgase, a fin sólo de probarla; y obedecía sin repugnancia, ni hacer instancias algunas; si bien disponía Dios que obedeciendo no dejase de comulgar como queda dicho en este libro, cuando hablé de la devoción que tuvo al Sacramento, y por eso no repito.

Mandáronle algunas veces que no viniese a oír misa, ni a cosa alguna a la iglesia, sino que se estuviese en su casa para experimentar su espíritu y la resignación que tenía. Observábalo puntualísimamente, quedándose en su cuarto, pero su corazón en la iglesia y los divinos oficios; desde allí comulgaba espiritualmente con notable consuelo, gusto y sosiego de su alma, porque se consideraba obedeciendo. Decíale su criada, que por qué no iba a la iglesia. Y respondía con toda paz y alegría: «Porque soy hija de la obediencia». ¿Qué más dijera el religioso más ajustado? Pero aunque no iba a la iglesia a oír misas,   —255→   no por esto las dejaba de oír, sin faltar al mandato de su Padre Espiritual, porque caía su ventana a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles y allí se dicen muchas misas, cerraba las puertas de su cuarto y por las celosías de su ventana oía las misas que se decían en dicha capilla cada día, con sumo gozo de su alma y no menor puntualidad en obedecer.

Viniendo en una ocasión a la iglesia muy enferma, se halló al salir de ella tan achacosa y debilitada, que juzgó no podría volver a pie para su casa; y así se determinó a ir en una silla de manos. Viola el venerable Padre Lucas de la Cueva, y por mortificarla le dijo en el pretil: «Buenos estamos, ¿merece Mariana silla de manos? Váyase, señora, a pie, como se vino». Entonces la sierva de Dios humilde, risueña y obediente, sin hablar una palabra, se fue por sus propios pies hasta la casa; pero caminando a pie iba en el triunfal carro de la obediencia, sirviendo el ímpetu del espíritu del Padre Lucas, de encaminarla al trono de la Majestad divina. Muchos casos refiriera, si no quedaran ya dichos en otras partes, pues es la obediencia como la luna que en todos hemisferios aparece, ya con el sol de la caridad y amor de Dios, ya con las estrellas de otras virtudes.

(O. c., L. III, c. 10.)





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ArribaAbajoSor Catalina de Jesús Herrera17

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Segunda parte


Capítulo septuagésimo

Sumario: ¡Oh Amor dulce y dulce Amor! -Favores divinos de Él. -Suspensión de sentidos Hermoso Altar. -Flores varias y hojas varías. -Cruz pequeña con preciosas piedras. -El Señor como Niño tierno, hermoso y agradable en las faldas y brazos de la Sierva de Él.- Al estar ésta toda embebida en la contemplación de la hermosura de Él, vuelve Él mismo su hermoso rostro con tiernísima alegría a ella y le dice: ¡Mama! -Ojos divinos y ojos garzos.- Respuesta divina a un pensamiento y duda. -Inexplicable la sensación del alma en los regalos divinos. -Si el mundo la experimentara, todo él daríase al amor divino. -Él haber dicho el Señor Mama a su sierva, una como pegadura de niño. -Gozos pasados y renovado cariño. -Explicación que de aquellas flores y hojas simbólicas le da el Señor a su Sierva. -Deseo de humillación y de conocimiento íntimo propio. -El Señor a esa su sierva le va como dictando lo que ha de escribir.


1. Pasando a tus pies, Señor, a referir tus amorosos favores -¡oh Amor dulce y dulce Amor!- sucediome una ocasión, en una suspensión de sentidos, hallarme   —260→   sentada al pie de un hermoso altar, todo él de arriba abajo matizado de flores blancas, coloradas, azules y muchas hojas verdes.

Y en éstas había variedad, porque las flores blancas, unas eran hermosas y bien compuestas; pero otras, algo manchadas o empañadas. Las coloradas o color rosado, unas eran hermosas y de color vivo, y otras, apagado. Y las hojas, muy desparramadas, de unas más que de otras. Las azules, unas de azul celeste y hermoso; y otras, color renegrido o azul obscuro, y de poco o ningún agrado. Las hojas verdes; eran unas de verde renegrido y fastidioso a la vista, y las otras, de verde vistoso.

En la superficie o cumbre del altar había una cruz pequeña como de una tercia, todo adornada de preciosas piedras, que era lo que hacía más precioso el altar.

2. Luego me hallé allí, reparé en mis faldas y brazos que tenía a Vos, Señor, Dueño de todos los amores puros, tierno Niño, hermoso y agradable!

Quedeme contemplando tu hermosura y grandeza de un Dios sujeta a tierno Niño, sin poderte hablar palabra, embebida todo el alma y corazón en Ti.

Y con caricia de Niño, como de hijo a madre, volviste vuestro hermoso rostro con tiernísima alegría a mí, y me dijiste: ¡Mama!

Al decirme esta amorosa palabra, puse la consideración en vuestros ojos. Y, aunque en Vos, Señor, más, hermosos y agraciados, vi que se parecían sin otra diferencia a unos que yo conozco.

Y admirada, no sabía entender por qué era aquello, cuando de Vos se dice que eran vuestros ojos garzos. Y luego respondiste a mi pensamiento y duda, diciendo: Gusto de parecerme a quien amo y a quien es mi semejante (Mater mea et fratres mei sunt quicumque fecerint voluntatem Patris mei qui in coelis est.)

3. ¡Oh Señor! ¡Yo no sé decir cómo estuve! Tú lo, sabes, y mi confesor que esto lea me entenderá Porque   —261→   estas cosas no tienen explicación ni ponderación bastante para lo que el alma siente en estos tan grandes favores que recibe.

¡Quién, Señor, se los diera a todos los vivientes del mundo! Que a fe de carrera lo dejarían todo y se retirarían a pensar en solo amarte, y se quedaría sin ser mundo.

4. ¡Válgame Dios! Considero muchas veces, en esto de haberme tu Majestad dicha Mama, que te hiciste, Señor la pegadura como Niño.

Aunque tan sabio, te engañó el amor que tenéis a la humana naturaleza. O como los demás niños que dejan los brazos de sus propias madres y se botan a los de unas viejas feas y asquerosas, diciéndoles Mama, sin serlo pon naturaleza, ni más ni menos os dejastes, mi Dios, engañar como Niño.

Permíteme, Dueño mío, que os hable así, pues que me has acordado gozos pasados y me has renovado aquel cariño.

5. Sobre las enigmas de aquel altar, me diste a entender, Señor, en las flores coloradas el amor. Las bien compuestas y alegres, las almas que a Vos solo enderezan su voluntad, quitándola de todo aquello que las puede apartar de su último fin, que sois Vos. Las coloradas de color marchito y desparramadas las hojas, aquellas almas que estándote sirviendo a Vos, tienen repartido su amor en varias bagatelas y viven marchitas, sin poder aspirar ni llegar presto a la perfección.

Quieren juntar el cielo con la tierra, quieren contentarte a Vos y dar gusto a las criaturas, lo cual es imposible. Y con esto viven tristes, sin atinar qué hacerse para vivir en el mundo, sin descontentar criaturas.

6. Y mientras no rompieren y atropellaren, me diste, Señor, a entender, contra todo el cumplimiento del mundo y deshacerse de todo lo que prende su corazón, no podrán tener contento cumplido, porque ni las alegra   —262→   la virtud, ni hallan contento en las cosas del mundo porque no lo pueden gustar, porque las tira el Cielo.

Ni del Cielo pueden gustar, porque andan dándole ojeadas a la tierra. Y así, cargan dos cruces bien pesadas, que yo no les puedo ayudar, si del todo no largan la cruz de la tierra.

7. Todas se hallan en el vergel de ese altar, porque mi piedad, las espera con auxilios que les doy, a que acaben de entender el camino solo que han de tomar, que es el del Cielo.

8. Tú también, varias veces estuvistes desparramada en ese altar. Agradece a mi piedad el poco caso que ahora haces de todo el qué dirán los cumplimientos. Y cuando por mi amor se despide el alma de todo lo que no soy Yo, permito que no se dimanen sentimientos, y que siempre echen a buena parte el que falte el alma a ellos. Y cuando se sintieran, poco importa, como Dios esté satisfecho.

9. Tienen sus corazones también, muy pegados a varias cosillas de la celda. Que no pueden alegar ignorancia, porque a las que Yo llamo a perfección, bien les acusa la conciencia cualquier apeguillo que tienen, porque mi luz no les falta para que sigan lo mejor.

Y lo mesuro hago con aquellas que representan las flores blancas que miras empañadas, cuya causa es varias intencioncillas en mi servicio, que no son muy puras, con que viven también descontentas, permitiéndolo Yo así, para que se vayan purificando y queden como aquellas flores blancas y hermosas, que ya su intención es recta y sencilla, enderezada a sólo agradarme a mí, por sólo ser Yo quien soy. Que ya no miran ni por su propio provecho ni interés alguno, sino sólo mi honra y gloria y complacerme a mí.

10. Aquellas flores azules hermosas representan a las almas que celándose a sí primero y poniéndose recto en mi servicio, después procuran celar el bien de los prójimos. Y entonces aprovecha su celo.

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No son, no, como aquellas otras flores de la merma color, pero desagradable y obscura, que antes de ser celosas consigo mesmas, quieren celar a los prójimos con tanta imprudencia, que antes de mejorarlos los echan a perder.

Pero, con mi luz, como estén en el vergel de ese altar, ellas se irán mejorando y harán provecho. Tú también te has parecido algo a esas. Acuérdate desde cuando te comenzaste a mejorar en esto.

11. Así es, Vida de mi corazón, Dueño de mi alma. Házmelo acordar, Señor, para que siempre humillada confiese lo que he sido, y lo que soy.

Dadme a conocer, Bien mío, mis miserias todas, para que siempre viva metida en mi propio conocimiento.

12. Grande es tu misericordia, pues me habéis dado a entender y conocer, al ir escribiendo, aún más de lo que entonces conocí: me vas como dictando lo que he de escribir.

13. Aun cuando con más caimiento y desconsuelo cojo la pluma pensando no saber cómo decir ni escribir tus misericordias, entonces Tú, Señor, lo haces, cuando yo nada puedo.





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Parte cuarta


Capítulo décimo séptimo

Sumario: Visiones no todas seguidas. -En la Octava de Pentecostés, al recibir el Divino Espíritu y sus regalos, conoce la sierva de Dios que su confesor está en la Gloria y que desde ésta pide por ella. -¡Cuán bueno y cuán benigno es el Señor! -Temor de ella misma ante la posibilidad de engañarse. -Recuerdo de pies divinos mostrados. -Si fuera de sus sentidos, ya en la sierva de Dios no hay tendencia a resistir a las inspiraciones o avisos de Él. -Persistente el penar ante el presentimiento y luego ante el recuerdo de la muerte del Confesor ausente. -En el coro de Santa Catalina la sierva de Dios. -Y al parecerle verse allí adornando la imagen de la Virgen Santísima, ve allí también la Imagen de su Hijo Divino Jesús Nazareno. -Y ésta, vista entonces como imagen viva, hácele a su sierva demostración de que a Él se llegue, y llegándosele con ansias vivas, amorosamente le habla. -Y Él a su vez abriendo sus brazos divinos, entre ellos tierna y amorosamente se la estrecha. -Y en este abrazo amoroso pídele a Él ella que desate su alma de las cadenas del cuerpo. -Y luego a Él, amorosamente sigue hablándole. -Señor, llévame ya en tus brazos. -Y Él enseguida a ella   —265→   le habla. -Y luego ella misma hácese fuerza por desprenderse del cuerpo. -Novedad del cansancio producido por este esfuerzo. -Pesar por estar aún en este mundo. -El alma en sin par embeleso. -Mas éste acabado, auméntasele a la sierva de Dios el padecer. -Bendito el Señor ahora y siempre.


1. Estas visiones no las tuve seguidas, sino de tiempo en tiempo, y cuando yo estaba con mayor penar, para dejarme con consuelo. Pero todas dentro del año que murió.

Yo no lo he vuelto a ver en visión ninguna hasta el siguiente año, dentro de la Octava de Pentecostés: que estando, Señor, recibiendo mi pobre alma regalos de tu divino espíritu, al recibir éste, sin haberme con estos favores acordado de mi confesor, conocí dentro de aquella grandeza que estaba su alma y medio a entender esto.

2. Desde esta gloria no me olvido de tu bien, estando siempre pidiendo por tu mayor aprovechamiento, continuándolo hasta que te libres de la cárcel de esa vida.

Esto me sucedió. Y no me acuerdo me haya vuelto a suceder cosa con él.

3. ¡Oh, Señor, qué bueno sois!, ¡qué benigno! Que siendo la criatura por su naturaleza y miseria, tan indigna de vuestros favores, no le permitís trabajos, sin primero prepararla para que los reciba, comunicándole fortaleza, aunque ella, o por su padecer o fragilidad no lo conozca.

4. Desechando andaba ya tus favores, temiendo ser engañada. Pero eran aquellos que en mis sentidos podía con mi libertad resistir. No sabía lo que me hacía, y me quejaba de que te tenía ausente.

5. Esta resistencia es verdad que era a las inspiraciones o luces que conocía me venían. Y tenía tal horror de pensar que te me podías manifestar en alguna forma como antes, que te pedía no lo permitieses, porque no lo había de creer.

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6. Y en tanto tiempo y cerca de año que iba ya, que no me había sucedido el mirarte en ninguna forma, cuando me mostraste tus pies no me acordé de resistir, porque me hiciste olvidar, hasta después que pasó que me quejaba de mi olvido, como si en mi mano estuviera.

7. Así propio lo hiciste antes de recibir la noticia de la muerte de mi confesor, no sé si dos o tres días antes, que cargada de dudas y temores te pedía favor, porque ya me faltaba el aliento, porque no miraba el menor asomo de esperanza de aliviar, ni saber qué medio tomar, ni qué hacerme, porque por cualquiera parte que quería tomar camino, me ponía peor y me iba obscureciendo mas.

8. Pues, aunque estaba así, para fortalecerme tu misericordia para recibir esta noticia, la segunda o tercer noche antes para que yo no te pudiese resistir me sacaste de mi sentidos. Y me pareció verme en el coro adornando la imagen de tu Santísima Madre.

9. Volví el rostro, y vi allí también tu imagen de Jesús Nazareno. Reparé que era imagen viva, y que hacías demostración de que me llegase.

Hícelo, con grandes ansias, diciendo: ¡Señor, Padre mío, en tanto tiempo te veo! ¿Qué os habéis hecho, Padre mío, que así me habéis dejado en tanto padecer, y tribulación?

10. Entonces, abriendo tus divinos brazos, me recibistes en ellos, apretándome tierna y amorosamente entre ellos. ¡Y como que desfallecías de amor, caías abrazado de mí!

11. Yo que para corresponder a tanto amor, miraba mi corazón de pedernal, te dije: ¡Señor! En este abrazo amoroso desata mi alma de las cadenas de este miserable cuerpo, que le impide a que corresponda amante.

12. Y privando mi alma por desamparar el cuerpo, te decía: Deja, Señor, que salga de esta prisión que la   —267→   detiene a perfectamente amarte. Llévame ya en tus brazos. Y no me sueltes, hasta que descanse en ellos.

13. A lo cual me respondistes: Sí lo hiciera, porque mi Poder es infinito para en este instante hacerlo, a no querer que padezcas y que recibas lo que breve se te espera.

14. ¡Señor, oh qué frágil soy! Con esto, mejor no te quería soltar, porque me dio tal miedo de lo que me dabas a entender sobre lo que estaba padeciendo, que temía no saber padecer como debía y te agradase.

15. Y como si en mi mano estuviera, me hacía fuerza por despedirme del cuerpo. Pero Vos, Dueño mío, sin desunirte de aquel abrazo, me volviste a mis sentidos.

Pero con una novedad que nunca había experimentado en estos favores dulces: que fue volver con un cansancio de la pelea por librarme del cuerpo, y un gran temblor en todo él y en el corazón, que parecía que se me quería salir por la boca. Y muy apesarada de verme en este mundo, y no haberme apartado de él en aquel dulce abrazo.

16. Pero el alma estaba en un embeleso de aquel dulce amor. Que me duró esta presencia hasta el día que recibí la noticia, que fue con conformidad.

Y parado este favor se me aumentaron los tormentos y volvió a proseguir la desolación y ausencia de este dulce Dueño amoroso, en que volví a sospechar de este favor y todos los demás, llena de confusiones y temores.

17. Bendito sea para siempre Él que así lo permitió y permite para nuestro bien. Amén.



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Capítulo vigésimo tercero

Sumario: Fuera ya de sus sentidos parécele a la sierva del Señor que a Él le tiene a su lado, cual Esposo amante y muy florido y hermosos. -Paseo inefable por las riberas de un bello y apacible río. -A poco, éste conviértese en río furioso y de olas pardas y espesas. -Batallando el Señor entre esas olas. -Y luego mostrándole a su sierva las divinas manos dícele: «Hija, átame las manos». -A causa de los pecadores, la Misericordia y la Justicia de Dios en viva lucha. -Un hilo tan misterioso como corto. -Queja de lástima del Esposo amante. -Ni sus amadas Esposas con hilo bastante a atarle sus divinas manos. -Hilo único de extensión inmensa el hilado por Jesús hasta la Cruz. -Visión de mujer mundana. -Símbolo ella de la vanidad. -El Señor no ejerce su justicia sino provocado. -Corazón en dolor y ojos en lágrimas.

1. Otra vez, en este mismo año, después de estos ejercicios consecutivamente, sacásteme, Señor, de mis sentidos. Y parecíame que te tenía a mi lado como un Esposo amante, muy florido y hermoso, y cogida de la mano me llevabas paseando por las riberas de un hermoso y apacible río.

2. Y a la vuelta por allí mismo, cuando más gustosa me andabas a pasear, te eché menos. Y vi que aquel   —269→   hermoso río se convirtió en furiosas olas pardas y espesas aguas.

Comencé, viéndome sola, a temer, sin saber por dónde huir de aquellas aguas que amenazaban castigo; cuando te vi, Dueño mío, batallar entre sus olas, que habían puesto tu hermosura muy desfigurada.

3. Y mostrándome tus divinas manos, me decías: Hija, átame las manos, porque sobrepuja ya mi Justicia a mi Misericordia, y arguyen estos dos atributos sobre el cuál ha de vencer. Y la Justicia vence, con que ya propasan los pecados de los hombres, abusando de mi mucha Misericordia.

4. Ya vence, hija, mi Justicia, la que tienen irritada estos moradores de esta ciudad y sus circunvecinos. Átame, hija, las manos.

5. Entonces me llegué, diciendo: ¡Señor, ten misericordia de nosotros! Que me duele el corazón de verte tan afligido, porque sobrepuja tu Justicia, provocada de los hombres.

6. Y hallándome con un hilo en la mano, muy corto, me llegué a atarte, Señor, tus divinas manos, las que piadoso me entregastes a que atara. Apliqué el hilo; pero era tan corto, que no alcanzó, Dios mío.

Y por más esfuerzos que hice porque alcanzara, se quedó corto, y yo corrida y avergonzada al oír, Señor, tu reprehesión, aunque con voz lastimada dijiste: !Oh perversidad la de la naturaleza humana, que ni aun entre las de mi cariño y Casa hallé quien tenga bastante hilo, para que ate las manos de mi Justicia!

7. ¡Oh Señor y Dios mío! ¿quién será capaz de hilar hilo tan cabal como el que Vos hilastes hasta morir en la Cruz? Sólo ese hilo, Dueño mío, fue suficiente para atar vuestra divina Justicia.

8. Vi, más, por la ribera de aquel río que una mujer compuesta a lo mundano pasaba sin ningún temor de   —270→   tus iras. Y muy desagradable a la vista en rostro y vestido, aunque compuesta, iba con gran regocijo publicando quién era: Soy la Vanidad, decía, que principalmente habito en la casa de N. Y allá voy ahora.

9. Volví en mí con el corazón lastimado de vuestras ansias, Señor, y angustias por los hombres que de por fuerza provocan vuestra Justicia, sin querer Vos usar de ella, sino ya muy provocado, porque eres justo tanto como misericordioso.

10. Todos aquellos días no podía tener injutos mis ojos, al considerar que te hacemos los hombres como fuerza con nuestros delitos a que uséis de Justicia, siendo como sois de vuestra condición tan bueno.

¡Y cómo es cierto te duele el que te provoquemos a Justicia! ¿A quién no parte esto el corazón de dolor y la deshace en lágrimas, Dios mío?



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Capítulo trigésimo cuarto

Sumario: En aquella misma Cuaresma, tiéntala a la sierva de Dios una representación no ventajosa de su Humanidad Santísima. -Mas Él mismo en una breve suspensión se le muestra como de los hombres todos el más hermoso. -Toda la Divinidad en la Humanidad de Cristo. -Y el mismo Cristo de puro hermoso, bueno y amable; imán de las buenas voluntades. -Por no hacer el querer de Cristo Dios y cumplir su Ley, hombres que fingen ignorarte. -Y esto, como antes, lo mismo ahora.


1. Y antes de salir de esta Cuaresma, diré sólo un favor que en ella me sucedió, si no se me acuerda otro.

2. Oyendo leer, Señor, de tu santísima vida y el concepto de tan bajo en (que) tenían tus parientes tu venerable y divina Persona, a mi imaginación tosca se me clavó una figura de tu Humanidad, muy desagradable, que me mortificaba mucho.

3. Afligida anduve algunos días pidiéndote en la oración borrases de mi imaginación aquella figura que no me causaba ninguna devoción, y antes me estorbaba a traer otras figuras devotas. Pero, por más que te lo pedía, no lo podía conseguir, sólo penando con esta tontera.

  —272→  

4. Una noche en que me había descuidado de esto, repentinamente me diste una muy breve suspensión, en que te vi con una brevedad rara imaginariamente en la mesma forma y figura con que anduviste en el mundo, con verdad más hermoso que todos los hijos de los hombres.

5. Y me diste a entender: Esta es la misma figura con que Yo anduve en el mundo. Y quitando aquella figura que mi imaginación había formado, imprimiste esta verdadera; sin haber vuelto a padecer aquella mortificación.

6. Pero te me ausentastes tan presto, que me dejaste ansiosa de Vos, dejándome sólo tu Imagen en mi imaginación. No sé, Dios mío, cómo te desconocieron los hombres, porque esta vez que te me mostrastes, tu misma Humanidad daba a conocer que no era sola, y que encerraba dentro toda tu Divinidad, sin límite, ni dejar por eso de extenderse tu Divinidad; como inmensa, por todos los Orbes y espacios inimaginables.

7. A un mismo tiempo te vi majestuoso, dándote a conocer Señor y Dios agraciado y amoroso, causándome respeto y amor, reverencia, adoración, y a un mismo tiempo amor y toda satisfacción, para que ninguno de Vos pudiese huir, si él no quisiese.

8. ¡Oh, mi Dios! ¡Qué amante sois de las almas! No sé cómo, vuelvo a decir, te desconocieron los hombres. O lo cierto es que se hicieron que no te conocían, por hacer su voluntad. Lo que ahora hacemos, que nos fingimos ignorantes, por ejecutar nuestro gusto y querer y no hacer el vuestro y tu voluntad. No porque ignoramos o podemos preguntar lo mejor.

9. Tu misma persona estaba pregonando quién Tú, mi Bien, eras. ¡Y no te quisieron conocer! Ahora tu Ley nos grita que ella es la verdadera, y no la queremos observar.

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10. Pues ni se quejen aquellos, porque ellos se tuvieron la culpa. Ni nos quejemos ahora, que culpados nos queremos estar.

Benditas sean tus misericordias, Dios de amor.



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Capítulo sexagésimo tercero

Sumario: El alma de la sierva de Dios por Él arrebatada, al parecer de ella, al Empíreo. -Y la ve tan extendida, que inmensa le parece. -Explicación humilde de ello. -Toda Grandeza creada, obra de Dios. -Cielo y Tierra y abismos, todo entendido. -Y todo llenándolo la inmensidad de Dios, y aún sobrepasándolo. -Y la sierva de Él, en Ella y llena de Ella. -Y también el alma de ella una Inmensidad que Junto con la Inmensidad Divina lo miraba todo y todo lo entendía. -El alma de ella y Dios, algo como una sola y misma cosa, e incapaz de dividirse. -Ella misma, aunque como endiosada y llena de una paz beatifica, voluntariamente humillada y reverentemente rendida ante el Señor. -Y al mismo tiempo hállase ella Señora y con un imperio sobre todo lo que a Dios no agrada. -Y todo ello, sólo Dios lo sabe.


1. Pero antes que acabase esta oración que apenas la comenzaba, hiciste, Señor y Padre de Amor, que olvidada de tu Justicia, arrebataste mi alma, paréceme que al Empíreo. Y vi mi alma tan extendida, no sé si diga que me parecía que era inmensa.

2. Permítame tu piedad, Señor, que acierte a explicarme sin ofender tu grandeza, pues siendo Vos el Grande, crías lo grande y lo pequeño, con la distinción de que   —275→   todo es criado vuestro y que excedéis en inmensidad a toda Grandeza.

3. Y todo se debe mirar a vuestros pies, pues todo es criatura vuestra, y cuanto grande se mira es don gratuito tuyo.

4. Confieso, mi Dios, a vuestros pies esta verdad, toda rendida, para poder con libertad decir, alabar y engrandecer tus misericordias.

5. Entendí, como digo, todo el Orbe Empíreo y demás cielos, con todo el Centro y abismos de la Tierra. Y que todo lo llenaba tu inmensa Grandeza, extendida aun a lo que no se puede decir ni imaginar, hasta adonde no hay más mundo ni cosa criada.

6. Pareciome que mi alma era o se extendió a toda esta Grandeza y que vio llena de la inmensidad de Dios, y dentro también, toda ella, de la Inmensidad Divina.

7. De suerte que me parecía era mi alma también una inmensidad, que parejo con aquella Inmensidad Divina lo miraba todo y entendía.

8. Parecíame que no era una mi alma y otro Dios, sino que Dios y mi alma eran tan uno, que no había cómo dividirse.

9. Tanto como esto, paréceme había crecido el alma. La cual, aunque así se miraba toda endiosada, poseyendo una paz grande como de bienaventurada (que no me sé explicar de otro modo), fuera de aquel amor sin medida, no dejaba de reconocerte Señor, con reverencia y una humillación grande, que nunca la quisiera perder para con mi amante Dios.

10. Y junto con esto, me hallaba como Señora que pisaba todo el Mundo, con un imperio sobre todo lo que a Dios no agrada.

11. En fin, Señor y Dios mío, Tú que lo causastes y hiciste esta misericordia a mi alma lo sabes. Que yo no lo sé decir todo.



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Capítulo sexagésimo cuarto

Sumario: En aquella inefable unión empieza la sierva de Dios a entender el modo de la efusión benéfica Divina. -El Distribuidor Supremo de toda dádiva Divina del Padre Eterno recibida, Jesucristo Nuestro Señor. -Y por ello todas tres Divinas Personas alégranse y llénanse de inmensa Gloria. Una Voz del Verbo Divino encarnado y lo que dice. -Dale a conocer el Señor a su sierva primero la grandeza de la Encarnación Divina, y luego la del Santísimo Sacramento. -Tan grande la Misericordia de Dios como su Justicia. -Subida a mirar las obras Divinas y bajada a mirar las miserias humanas. -El Temor santo es el mismo Amor de Dios, y el Amor de Él, ese mismo Temor. -Sea por siempre bendito y alabado el Dios de la Omnipotencia de Quien procede todo bien.


1. Comencé en esta unión a entender cómo se derramaba de aquella Grandeza muchísimos bienes sin medida para todos los escogidos y para todos los hombres a manos llenas. Por donde ninguno se puede quejar, sino de su ingratitud.

2. Y que todos estos bienes y grandezas que Dios da a todas sus criaturas conocí que era el Distribuidor de ellas Nuestro Señor Jesucristo, que con gran alegría las   —277→   recibía de su Eterno Padre y de su misma Divinidad que es una con el Padre, y las regaba así al mundo, sin escasez, para que unos se aprovechen y otros no se quejen.

3. Y de todo esto conocí que se llenaban todas tres Divinas Personas con aquella única Divinidad que todas tres encierran, se alegraban y llenaban de inmensa Gloria, que nunca les faltó, ni falta, ni faltará.

4. Luego entendí una voz del Verbo que dijo: Estos bienes les vinieron a los hombres por mí, por hacerme Hombre por ellos, que es el mayor de las beneficios, con el de haberme quedado Sacramentado en el Mundo para estarme con ellos. Que todas tres Divinas Personas hicimos gratuita, liberal y misericordiosamente, por sólo el amor que les tuvimos.

5. Diome el Señor, a conocer la grandeza de ese beneficio de que lo Divina se hubiese unido con lo Humano. Y no obstante éste, quedarse con nosotros en el Santísimo Sacramento. Que abisma este conocimiento que recibí, fuera de lo que siempre he creído por la Fe.

6. Dióseme a conocer cuán grande e inmensa es la Misericordia de nuestro buen Dios, y que es tan grande cuanto aquella Justicia que se me dio antes a entender (que ya dejo referida.) Y aquí, ya me parecía no tenía que temer dentro de esta Misericordia.

7. Sucedíame dentro de esta Inmensidad que a veces subía y bajaba: subía a mirar las obras de Dios, bajaba a mirar las miserias e ignorancias de los hombres. Que si supiesen y entendiesen estas maravillas no sé si podrían ser ingratos.

8. Y conocí que era esto porque ellos no querían conocer tales primores, que de arriba harto motivo se les da.

9. Poco a poco se me fue retirando toda esta Grandeza y fui quedando en la que yo soy, con una admiración   —278→   que en muchos días no se me apartó aquel mirar lo que me había sucedido.

10. Y tan templado el temor de la Justicia, que quedó por un igual con el amor de la Misericordia como en balanza. Que me parece hasta ahora que a veces que el temor es el mismo amor, y que el amor es el mismo temor.

11. No sé si digo bien. Pero esto me parece a mí.

12. Sea por siempre alabado y bendito Dios Poderoso, de Quien sale todo bien. Amén.



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Capítulo septuagésimo cuarto

Sumario: Luz que disipa al temor y da aumento al amor Divino. -Asida la sierva de Jesús de la ropa de Él y lo que a Él mismo le dice. -Sonríesele su Jesús y «Recemos un Padre nuestro» le dice. -Sí, Señor, le contesta ella, pero ha de ser para sacar una alma del Purgatorio. -Asida del Señor su sierva, llévala Él por el convento, paseándose ambos por un claustro bajo. -El Padre nuestro y el Ave María, por Él y ella rezados. -Un callejón y el lugar llamado «De las otras casas», un corredorcillo. -En un instante de descuido, al Señor su sierva suéltale la ropa, y Él volteándole la espalda echa a correr. -Seguirle en su carrera hasta alcanzarle quiere, mas la insuperable velocidad de ella no se lo permite. -¡Señor, Señor! -Y queda el alma de la sierva de Él anhelando por su Dueño ausente.


1. Con esta luz, al punto se me desapareció el temor, convirtiéndoseme en más amor.

2. Y asiéndome de tu santísima ropa, dije en mi corazón: Haced que no te suelte, Señor, jamás, para que no te me ausentes tan largo como estos días. Haced que no te suelte, ni te me irás, y no te pierda más por toda la eternidad.

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3. Y te tenía, Señor, la ropa tan fuerte, que me quedó después dolor en la mano.

4. Sonriose mi Jesús de mi ignorancia. Y me dijo: Recemos un Padre nuestro.

5. Díjele: Sí, Señor. Pero ha de ser con logro. Y éste ha de ser sacando una alma del Purgatorio.

6. Que sea así, me dijo.

7. Púseme a pensar y escoger cuál (así) alma había de ser, si de mis parientes u otra de religiosas.

8. Y como me venían al pensamiento tantas, no sabía cuál escoger.

9. Entonces me dijo su Divina Majestad: Yo quiero que sea el alma de fulano. Nombrome el alma de un secular, muy independiente mío, pero padre de una Religiosa de aquí, que no se me había a mí acordado.

10. Entonces le dije: Pues, Señor, que sea por esa alma.

11. Y aunque al nombrármelo, se me acordó un hijo difunto del sujeto y se me inclinaba a que él también saliese del Purgatorio, me sujeto a solo el que el Señor decía y quería.

12. Asida yo de su Divina Majestad a su lado, me llevó por el convento, paseándonos por un claustro bajo.

13. Y comenzó su Divina Majestad el Padre nuestro. Yo le respondía la otra mitad.

14. Y al entrar por un callejón para el lugar que llaman De las otras Casas, comenzó el Ave María, la que fue diciendo hasta llegar debajo de un corredorcillo que allí hay, en que yo le respondí la otra mitad diciendo Santa María. En donde ni sé cómo, por atender a lo que rezábamos, me descuidé y le había soltado la ropa.

15. Y como burlándose de mi descuido, su Divina Majestad en un improviso me volteó la espalda y con una gran ligereza echó a correr.

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16. Volteé a seguirlo, queriendo alcanzarlo en su carrera. Y hallando que mis pasos eran muy lerdos para alcanzar tan divina carrera, quise gritar: ¡Señor, Señor!

17. Mas por no interrumpir el Ave María y que quedase imperfecta la oración, y perdiese el bien de salir del Purgatorio aquel alma, no pude. Y sólo le daba a entender mi ansia, ya que no lo podía llamar con acabar a gritos el Ave María.

18. Quedó mi alma anhelando por mi Dueño ausente, culpando mi descuido.





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Parte quinta


Capítulo vigésimo octavo

Sumario: Dar a su Director espiritual cuenta de su alma, tal el fin principal de la sierva de Dios en su autobiografía. -Para el bien de las almas hartos libros hay. -Sin razón de burla hecha a mujeres de pensamiento y pluma. -Y varias de ellas llenas del Espíritu Santo y escritoras de cosas grandiosas. -No hacer oportunamente cita de dichos de escritoras santas, una injusticia y yerro.- Sujeción espiritual omnímoda al Director. -Sencillez y llaneza en razones y estilo. -Y en ellas, escritoras hay superiores a no pocos escritores. -Y para confusión de la soberbia de éstos, Dios ha querido que escriban también mujeres. -Los escritores doctos y presumidos no aprenden en la Escuela del Espíritu Santo. -La única escuela de ellos, la de su ingenio sin luz de lo Alto. -Por tu gran misericordia danos, Señor, humildad.


1. Ya yo paso a dar cuenta a vuestra muy Reverenda del estado de mi alma en este tiempo, que es lo principal a que se ordena mi trabajo.

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2. Que para lo demás, hartos libros hay, y todo está, ya escrito en ellos para el bien de las almas.

3. Y no hay nada nuevo que poner. Y más de mano de una mujer, y mujer como yo, que risa causara. Cuando he visto hacer gestos y tener como cosa de menos valer ser escritos de mujeres.

4. Y tales mujeres, que no se podían llamar sino varones dotados del Espíritu Santo. Que con menos nos podían haber escrito cosas tan grandiosas.

5. Si de estas grandes santas y siervas de Dios se avergüenzan de sacar un dicho de ellas, no digo en pláticas y púlpitos, ¡pero ni aun en una conversación!

6. Pobre de mí, Padre mío, mujer pecadora, sin letras ni virtud que atraiga la luz del Espíritu Divino, sino, sola la pura bondad de Dios me hace formar estos pobres renglones para sólo dar la cuenta de mi alma. No para que sea causa de ofensas contra Dios con la murmuración y risa mofadora.

7. Y así, yo estimara, sin que otra cosa me quede en el corazón, que luego que vuestra muy Reverenda se informe de lo que aquí va escrito para el gobierno de mi alma, bote estos papeles al fuego.

8. Aunque en todo me sujeto a la santa obediencia con una indiferencia a que vuestra muy Reverenda, como mi verdadero Prelado, haga lo que quisiere, aunque sea dejarme a la risa de los doctos después de muerta.

9. Y si en vida hubiera de tener algún mérito con eso que fuera Dios alabado, me alegrara.

10. A las mujeres me parece que hace más impresión lo que han escrito sus semejantes. Y también porque son las mujeres más allegadas a la sencillez y llaneza de las razones.

11. Y por ellas principalmente me parece que ha querido Dios escriban también mujeres.

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12. Y también para confusión de los hombres doctos del mundo, como se lo ha dicho a sus siervas su Divina Majestad.

13. Pero ellos no se quieren confundir, sino burlarse. Aunque esto no sucede en los hombres verdaderamente espirituales, sino en los doctos presumidos que no aprenden en la escuela del Espíritu Santo, sino en la escuela de su ingenio meramente humano.

14. El Señor nos de humildad. Que si ésta no viene de lo Alto, sin ella moriremos miserablemente.

15. Vos, Señor, nos la concedas por tu gran misericordia, Amén.





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Parte sexta


Capítulo noveno

Sumario: Tras esa admiración y algunos de esos discursos, hállase la sierva de Dios en otra sala, y rebosante de alegría y gozo en compañía de su amante Dueño y Señor. -Toda ella encendida en amor divino parécele que todo el Señor es suyo y toda ella de Él. -Posesión divina íntima. -Doctrina del Padre Corrales. -Descubrimiento creciente de la incomparable belleza de Jesús. -Sus vestidos. -Miradas de supremo agrado. -De todo un Dios bien querida. -Coloquio sólo de amor divino y sólo con las voluntades.


1. Con esta admiración y algunos de estos discursos, cuando acordé me hallé olvidada de todo, esto en otra sala, en compañía de mi Amante Dueño y Señor, en un gozo y alegría raro.

2. Parecíame que no tenía más que desear. Encendido tanto el amor en mi alma y corazón, que me parecía que todo el Señor era mío, y yo, toda suya. Y que de allí nadie me podría quitar, ni quitármelo.

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3. Pero con todo gozar esta posesión tan íntima, tenía presente una doctrina que le oí a Vuestra muy Reverenda, que cuando la visión traía alguna desproporción, no se debía creer.

4. Y con esta doctrina presente, comencé a mirar con cuidado por todas partes a mi perfecto Señor y Dueño. Y si hermoso era, me fue descubriendo más hermosura en su Divina Persona, y aclarándose más su belleza.

5. Y hasta los vestidos, que al principio me pareció eran morados, se fueron hermoseando de color azul turquí, que tiraba como a un injertico morado con sobrepuestos de oro.

6. Pareciome que, como a cabeza y dueño de la casa, se ocupaba allí en aliñar y componer unos libros. Y cada vez que al voltear o andar me miraba, era con tanto agrado, que me llevaba a cada mirada de éstas más el alma.

7. Y más con el conocimiento que allí tenía de que me vía de su Divina Majestad bien querida, porque así se lo conocí cada vez que me miraba. Y aunque no me mirase.

8. Y lo que allí nos hablábamos los dos con solo las voluntades, era todo sólo amor divino, sin acuerdo de otra cosa.