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Punto de fuga: reflexiones sobre la vida y la escritura en la obra de Macedonio Fernández, Haroldo Conti y Daniel Moyano

Virginia Gil Amate





Intento en esta comunicación aproximarme al tratamiento conceptual de la vida y la escritura que subyace en el mundo literario creado por Haroldo Conti y Daniel Moyano, y no quiero hacerlo sin referirme a la teoría y práctica del BelArte formulado por Macedonio Fernández, no sólo porque, impelida por el título de este congreso, quiera forzar el tema; no solo porque Noé Jitrik apuntara en 1971 que en Argentina no se podía escribir «como si Macedonio no hubiera existido»1, sino porque es el asunto que sostiene la reflexión narrativa de estos autores que empezaron, o terminaron, denunciando la realidad; renunciando a lo admitido convencionalmente como real; y asentándose con todas sus consecuencias, incluso las peores de ellas, en una dimensión sustentada por la utopía política, en el caso de Conti; o en otra, intangible, metafísica o idealista, en el caso de Moyano; abandonando ambos la esfera de la razón, que tan pocas soluciones les ofrecía, para abrazar con fuerza, y más o menos ilusión, el extenso campo del irracionalismo.

Sé que no es fácil aceptar de partida que escritores tan disímiles, en épocas literarias o en códigos ideológicos, como Macedonio, Conti y Moyano puedan haber llegado a postulaciones similares sobre la esencia y finalidad de la literatura, sobre todo a sabiendas de que derivan de puntos, para construir su obra literaria, radicalmente opuestos, pero eso es precisamente lo que voy a hacer en este trabajo encontrar el punto de fuga donde se cruzan trayectorias literarias aparentemente divergentes.

Macedonio Fernández elaboró su obra narrativa desde los años 20. La propuesta que formulaba, y asumía como furibundamente nueva, partía de una honda reflexión filosófica sobre la literatura e iba hacia la construcción de una escritura que se constituyera en un dique de irrealidad frente a lo establecido como real, una especie de recinto abierto a las posibilidades no contempladas en los límites estrechos de la vida:

Yo no podré dar al ansioso, al joven que ansíe cierto conocimiento o cierto poder que procure alguna ambición o algún sólido rumbo de seguridad en la tiniebla del Ser, nada concreto, un signo en el cielo, un árbol en África, un acorde extraño, una piedra hallada, un perfil de sombras que llevándolo o reteniéndolo en la mente, le significara que el acto o intuición que hubo en su mente en el momento de encontrarlo debe seguirse y es el que lo conduciría al logro de aquel anhelo -pero puedo encaminarlo a pensamientos tan posibilitantes, tan insinuantes de la todoposibilidad, la eternidad, tan embriagadores de misterio, que le creen un interior tan fuerte que ninguna Realidad pueda tener sobre él el poder de dolor y de imposible, de limitación, que tienen sobre quien no ha logrado construirse fascinaciones de pensamientos que vayan siempre consigo.


(«A los no peritos en Metafísica»)2                


Frente a la vida y la realidad convencional, cuyo correlato literario lo encuentra en la estética realista, Macedonio decide «crear un hogar», en el Museo... para lo decretado imposible, concibiendo la escritura como un espacio físico, «un lugar para la no-existencia, para la no-existencia que necesita hallarse»3. Su materialización, siguiendo a Jitrik, no serían sólo los capítulos de la novela que inserta en Museo... sino su modo de escribir, su estilo, lo que Macedonio llamó su estética: el BelArte. Mientras, Conti y Moyano comienzan escribiendo, sin aparente incomodidad, dentro de los códigos del realismo y el pacto verosímil.

Al calor de las vanguardias se gestó la figura excéntrica de Macedonio Fernández, los años pasaron y Macedonio se convirtió en referente y referencia de algunos de los nombres más señeros de la literatura argentina y piedra de toque de la crítica literaria. El que por motivos personales vivió en el margen de lo convencional y, fiel a las aspiraciones vanguardistas, quiso salirse de la norma programando, en flagrante contradicción, un arte nuevo, pasó a canonizar la literatura argentina y se puso de moda a partir de la década del ochenta. Su nombre se unió al de Borges, y en términos personales poco hay que objetar a esto; al de Cortázar, con el que tiene una evidente filiación, al ser Rayuela esa «primera novela buena» que Macedonio prometió sin llegar a materializarla; o al de Piglia porque él mismo lo incluyó con veneración en sus narraciones y reflexiones literarias. Nada unía la estela de Macedonio a narradores, como Conti o Moyano, porque uno de los preceptos establecidos, alrededor de los años sesenta, en la narrativa argentina dividía el panorama literario entre los innovadores de la forma narrativa, radicados o procesados, no se sabe muy bien, en Buenos Aires, y los contadores de historias «del interior». Este prejuicio no era sólo una herramienta de trabajo utilizada por la crítica sino un estandarte paradójicamente enarbolado por los propios escritores de provincias para denunciarlo como falso y excluyente o, para todo lo contrario, para presentarlo como orgullosa seña de identidad.

Sin embargo, las propuestas estéticas de Macedonio difícilmente podrán encontrar correlato en la obra de Jorge Luis Borges tan ajeno al espíritu dogmático de la vanguardia, tan contrario a las imposiciones del significante sobre el significado, y tan lejano a los alegatos irracionalistas, no ya desde que la madurez lo convirtiera en «el señor que ahora se resigna o corrige»4, como anotara en el prólogo redactado en 1969 para la reedición de Fervor de Buenos Aires, sino desde mucho antes, como prueba, si no bastara para ello toda su obra, los artículos en que desde la década del 30 abogaba por la lucidez basada en el ejercicio intelectual para cualquier disciplina humana5 o las cartas en las que Macedonio insistía en convencerlo, sin éxito, de la necesidad de romper amarras con la razón, la racionalidad y la lógica6. Sin embargo, sí se advierte una línea de continuidad nítida con la técnica narrativa y la esencia literaria planteada en la obra de Julio Cortázar. Cortázar puede ser el vínculo para que el eco de Macedonio se sienta en Conti y en Moyano7, la obra de Conti recogería la vía más nítidamente ideológica, que implica revolucionar el mundo en que vivimos e incorporar nuevas cotas de realidad en la literatura; es decir, en él estaría el Macedonio militante, el defensor de la creencia firme en la posibilidad de la utopía. Mientras Moyano se insertaría en la otra línea macedoniana, la que nace de y conduce al desencanto, la que crea una esperanza meramente mental y textual una vez que el escritor ha asumido su total decepción frente al entorno, «Este mundo» le escribía Macedonio a Borges, «no tiene Rumbo (dinámico) ni Perfil o Modo de Ser»8, la vía de la literatura como refugio y respuesta frente al horror contenido en la vida9. En realidad, Moyano, que llenó de referencias musicales y literarias su obra narrativa, cita en una ocasión a Macedonio en su novela póstuma Dónde estás con tus ojos celestes en la que realiza una amarga introspección en su propia vida y un juicio sumarísimo a la historia argentina valiéndose de todas las estrategias de la ficción. La frase del «viejo Macedonio»10 que recuerda el protagonista, «la vida es el susto de un sueño»11, aparece en la novela de Moyano cuando todas las referencias objetivas, las históricas y las personales, que rodean al protagonista han convertido su trama vital en una pesadilla surrealista.

A principios de la década del sesenta comienzan a editarse los primeros libros de Daniel Moyano y Haroldo Conti, concretamente el volumen de relatos Artistas de variedades en 1960 de Moyano y la novela Sudeste de Conti en 1962. En ellos se concentraban algunas de las características que encontraremos en sus obras posteriores: en el caso de Moyano, un marco de pobreza, un sentimiento sostenido de angustia y desamparo y una atmósfera kafkiana; en el de Conti, la presencia de la naturaleza, de parajes ajenos a la ciudad, la soledad y el ansia existencial. El desarrollo de sus respectivas obras hasta la desaparición de Conti en Argentina en 1976 y la muerte de Moyano en Madrid en 1992, irá modificando sus mundos narrativos hasta hacer de las leyes del arte el centro de la última novela de Conti, Mascaró, el cazador americano (1975) y de la confianza en la literatura la única fe posible para Moyano en Tres golpes de timbal (1989) que marca su ruptura total con la escritura de contenido social y político para adentrarse en la realidad inmaterial que asoma en Un silencio de corchea (1999) y Dónde estás con tus ojos celestes (2005), publicados póstumamente. Estos virajes narrativos estarán motivados por los hechos vividos, y en esto no se diferenciarán del punto de arranque del BelArte macedoniano. Sin embargo, la Historia, a la que le declaró la guerra de la escritura Macedonio, empujará a Moyano hacia la creación de sus refugios literarios; y la vida, que no tenía permitida su entrada en el Museo..., hará, que Conti organice su definitiva fiesta del arte. Estos caminos, a veces paralelos, a veces encontrados, conducen a concepciones similares sobre la vida, la muerte, el papel de la literatura y la ruptura de los límites de lo posible.

Trataré de mostrar la evolución hacia esos presupuestos en el contexto de las narraciones de Conti y de Moyano.

Durante la década del 60 Haroldo Conti publicó dos novelas (Sudeste y Alrededor de la jaula) y dos libros de cuentos (Todos los veranos y Con otra gente). Sudeste está protagonizada por un muchacho, El Boga, que busca las coordenadas de su existencia navegando a través del Delta del Paraná. Hay en las páginas del libro una reflexión sobre la muerte y una propuesta de vida ya que el protagonista parece trocarle el rumbo a la muerte en cada una de las curvas trazadas por las barcas que lo llevan a través del río y sus canales. El tiempo de Sudeste se delimita en función de las estaciones del año, es mero tiempo cronológico; mientras el espacio recorrido, pormenorizado en una minuciosa información geográfica, auque no adquiera nunca tintes regionalistas porque lo que cuenta es su dimensión introspectiva, no deja de ser objetivo. La novela contiene un elemento matriz de la narrativa de Conti, el camino, metonimia de itinerario, donde el lugar de arribo no tiene demasiada importancia, no está señalado, porque lo trascendente es el movimiento, el hecho de convertir el horizonte en posibilidades de vida. Esa itinerancia no es algo que los personajes de Conti puedan compartir con los demás, en consecuencia el Boga es el primero de los solitarios que pueblan su obra. Ahora bien, la soledad de sus personajes tiene más de plenitud que de carencia, no proviene, como pasará en el universo narrativo propuesto por Moyano, de la marginación que el grupo social ejerce sobre ellos, no es una expulsión, sino de una opción, individual y consciente, de enajenación de la colectividad.

En los relatos de Todos los veranos (1964) y Con otra gente (1967) volverá a estar presente este asunto que, en más de una ocasión Haroldo Conti presentó como un conflicto personal12, considerando el viaje del protagonista de Sudeste un itinerario propio13. ¿Qué viaje? podríamos preguntarnos, porque efectivamente se refiere a un viaje concreto y autobiográfico a través del Delta del Paraná pero no es sólo ese el viaje que realiza el Boga sino otro, profundo e iniciático, donde se atisban los contornos de la emoción que llena esa itinerancia voluntaria:

Se sentía respirar y moverse levemente con mil movimientos y crujidos de sus ropas húmedas, duras y mugrientas; se olía y se sentía de cien formas, en toda la extensión de su cuerpo. Y su propia presencia pesaba sobre él, como algo latente, cálido y muy solitario. Él era, en ese momento, el centro de ese mundo anegado por las aguas. Un sobreviviente. El silencio y la noche, y las aguas desbordadas y la soledad de aquel río semejante al mar venían a morir alrededor de él. El sentimiento de esto, no la idea, le provocaba una extraña alegría y una especie de rara seguridad. No tenía que marchar hacia nada. Ahora todo convergía hacia él.


(Sudeste, p. 40)                


En los cuentos vuelven los asedios a este asunto, focalizado desde distintas perspectivas según estén caracterizados los personajes que lo experimentan. Un muchacho esperará saltar sobre la plenitud de la vida en «Como un león», y ese salto no será otra cosa que lanzarse al camino, ir en pos de un movimiento indefinido y liberarse de las ataduras de una existencia convencional. Por su parte, un adulto, en «El último», que ya ha dado su particular «salto», explica las características de su opción existencial. Con un tono abiertamente irónico (porque el humor entrará en la obra de Conti después de Sudeste e irá cobrando cada vez más importancia) el protagonista declarará su condición de vago, que por supuesto significa no hacer nada, no querer hacer nada, en el sentido competitivo de la estructura social. El vago propuesto por Conti deambula pero lo suyo no es un viaje, no tiene el sentido de un desplazamiento hacia algo o algún lugar (como más tarde tendrá en Mascaró) sino que su única intención es estar en movimiento habiéndose extrañado de la vida convencional. La forma del relato es un largo monólogo, una provocativa confesión, que el protagonista dirige hacia los que están en lo que denomina «la otra vida», aquella amortajada en instituciones (la casa, la familia, el trabajo...), ironía en la que se funden la muerte física con la expiración moral de los que están anclados a la norma:

No pretendo que me comprendan, pero con solo que hagan un esfuerzo sabrán lo que digo. Algunos, por supuesto. Los que están todavía vivos pero con el agua al cuello.


(«El último», Con otra gente, p. 117)                


La exclamación «¡Allá voy, donde sea!», última frase del relato, cierra el volumen de cuentos y por tanto la obra de Conti en los años 60. De su emisor, el protagonista, no se apunta nombre alguno, pero no es un personaje desconocido para el lector de Conti, puesto que se describen sus íntimas pulsiones y los personajes secundarios que lo rodean: su mujer, Margarita, y un agente comercial, Requena. Elementos éstos que configuran al protagonista emblemático de Conti, Orestes Antonelli, al cual seguiremos en sus diferentes embates contra el mismo conflicto: estar atrapado sintiendo que la vida pasa en otro lado, accediéndose a ella a través de las rupturas que decida emprender el personaje.

Durante la década del 70 Conti publicará una novela, En vida (1971) y dos obras editadas en 1975, los cuentos de La balada del álamo carolina y la novela Mascaró, el cazador americano.

Las dos novelas que pudo escribir en esta década representan el haz y el envés de la historia de Orestes. En vida constituiría el primer estadio, allí lo encontraremos atrapado en Buenos Aires, ligado a una rutina familiar y laboral y transido de nostalgia más que de lo perdido, de lo que no ha llegado todavía. En la novela hay una exhaustiva localización de las calles, los bares y los rincones de la capital, semejando las coordenadas del laberinto urbano por el que erra Orestes como un condenado. Son los nítidos límites de una prisión. El personaje está atenazado por la duda y la indecisión simbólicamente resaltada por el constante uso que la narración hace del contraste, abarcando éste desde los dos tonos narrativos utilizados (el humor a partir de la caricatura y el lirismo que provoca la tristeza), a la atmósfera del relato (donde se enfrentan lo diurno y lo nocturno, el amanecer y el atardecer, el verano y el invierno), en definitiva, la luz de la posibilidad frente a la sombra del sometimiento.

Por debajo de las anécdotas recreadas asistimos a otro nivel del relato donde Orestes desgrana las razones de su melancolía, allí la carencia de no tener una vida plena -«Para decir la verdad no tengo nada que contar, quiero decir nada que sea mi propia historia» (En vida, p. 203)- se solapa con la capacidad para contar otras vidas -«Por eso me apropio de las historias de otros... eso hago, ¿te das cuenta?» (En vida, p. 203)-. Entonces la sustancia de contenido de la novela, sin salirse de su cauce principal, apunta hacia la capacidad del relato, de la literatura podríamos decir, para darle posibilidades a lo aparentemente cerrado para siempre, a la capacidad creativa del acto de narrar. Esta concepción, que por ahora es una reflexión y un tema en la obra de Conti, ya tiene algunas marcas en el modo de relatar, la indagación introspectiva en el discurso del narrador abre cauces, por ejemplo, para otorgarle vida, más allá del recuerdo, a un amigo de Orestes:

Camina con el gordo Primo al caer la tarde por un camino de tierra. Había olvidado al bueno del gordo como ha olvidado otras cosas. Sin embargo ahí está el gordo completamente vivo y los dos marchan en la penumbra de aquel atardecer [...]. Curiosamente, sabe que el gordo ha muerto pero éste es el tiempo que cuenta de manera que está vivo para siempre.


(En vida, p. 177)                


Y en este punto no debemos olvidar que Macedonio es el adalid del enfrentamiento, en lo relativo a la muerte, de las dos esferas de lo humano, la de la realidad y la de la fantasía:

Niego la muerte, y me paso estudiando el modo de prolongar la vida, para lo cual sólo he encontrado hasta ahora el no usar terapéutica.


(Museo..., p. 103)                


Chistes a parte, con ese fin construyó un espacio de escritura donde ésta se deconstruía a sí misma, se hacía discontinua, según terminología de Jitrik, marcando su diferencia y oposición con la linealidad de la vida. Abriendo una trinchera frente a la verosimilitud que impidiera la entrada de la vida en su novela:

-Quizagenio: ¿No oíste un murmullo? ¿Sería la Vida que querría entrar? Siempre acecha.


(Museo..., p. 239)                


Como medio para negarle el paso a su correlato, la muerte:

La novela debe desarrollarse en un clima sin disturbios, reyertas, celos, aunque existan las tristezas de la vida, como agrupamiento intercausal directo e inespecial [...]. Vivientes que no se dibujan ni describen, casas que no hay; juego con la muerte que ocurre y nunca mata; Donde Todo Vuelve De La Muerte.


(Museo..., p. 225)                


Conti, en En vida, situará ese poder ajeno a los finales en un costado más habitual, en la conciencia del personaje, en la potencialidad de lo que puede llegar a pensar y a querer, propiciando la salida del relato del tiempo cronológico hacia la atemporalidad de la memoria, con su capacidad de reactualización y de creación,

Este sábado tampoco vino Paco. Este sábado no es el día de hoy, que puede o no ser sábado, sino un día de la memoria. A Orestes se le nace en la cabeza en cualquier momento y cada vez importa menos el día de afuera porque a esta altura es más recuerdo que otra cosa y así puede vivirlo de nuevo cuantas veces quiera y es por eso que este sábado no vino Paco.


(En vida, pp. 185-186)                


En la contra cara, no la continuación, de En vida que supone Mascaró, encontramos a Orestes en medio del «camino». Ya no es un hombre adulto con familia, atrapado en la ciudad. La historia se ha retrotraído para darle otro origen y por tanto otra oportunidad al personaje. Forma parte del juego metaliterario la ambigüedad propuesta al lector encargado de delimitar si estamos ante un nuevo Orestes o ante una nueva vida para Orestes, sea una u otra, nada más iniciarse la novela se describe el estado de liberación del personaje al no tener responsabilidades, al vivir al día:

Orestes levanta la copa y brinda. Se nace. Mañana un barco lo llevará lejos de allí, no sabe dónde, pero no hay peso ni tristeza, porque no hay ni historia ni pasado, sólo la noche, esa plenitud de tiempo donde el hombre recobra su centro.


(Mascaró, p. 30)                


Precisamente en la localización del texto en un presente continuo residía la consecución de una dimensión de eternidad en el pensamiento de Macedonio. Por su parte, la novela de Conti remarca ese presente en el que decide vivir Orestes y la sensación de livianidad que le reporta. Si el Presidente que gobierna la escena en los capítulos de la novela incluidos en Museo... reclamaba un abandono del pasado a los que quisieran entrar en su mansión, Orestes, al abordar, en una de las imágenes iniciales de la novela, el barco El Mañana, en el que comenzará su gran viaje, lo hace pertrechado de un pequeño equipaje de cosas que por supuesto convocan recuerdos pero, al igual que aquellas se mezclan en la bolsa, estos pasarán a ser «imágenes sueltas» (p. 44), memoria portátil no ancla en el pasado. En su vagabundeo Orestes se unirá al modesto y disparatado Circo del Arca. No oculta Conti la simbología de cada uno de los elementos de su novela: Orestes desde su mismo nombre estaba destinado al viaje; el circo del Arca instaura, allí donde actúa, fantásticas realidades, en una nueva fundación del mundo.

Recordemos que otra de las máximas macedonianas consistía en romper con las convenciones, sobre todo con aquella que no admite lo nuevo:

Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida nada. Y comenzó.


(Museo..., p. 8)                


Indudablemente, el planteamiento de Macedonio era de índole filosófica y en Conti entramos en la vía revolucionaria, sobre todo si atendemos a su biografía, al compromiso político que adquiere en el tiempo previo a la redacción de Mascaró..., a su entusiasmo a la vuelta de su viaje a Cuba, e incluso, sin salirnos de la novela, a los capítulos finales que truncan el hermoso rumbo que seguía la narración. Bien es cierto que este análisis reducido a la esfera política se puede hacer pero antes de que llegara esa fase final de la novela que cambia el sentido del mundo creado, buena parte de sus postulaciones latían, en cada una de sus entregas literarias, hacia la liberación del personaje, en términos más amplios.

El director del Circo del Arca, por llamar de alguna manera su cargo, es el Príncipe Patagón, cuya tendencia hacia lo irracional, unida a su voluntad de subvertir las convenciones, guiará al protagonista en sus andanzas. Las reglas de comportamiento en esta existencia están ligadas indisolublemente a los planteamientos sobre el arte que el Príncipe Patagón va lanzando a lo largo del texto: «El arte es un arrebato» (p. 85), «El arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo» (p. 88), «El arte es una entera conspiración [...] ¿Acaso no lo sabes? Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano» (pp. 286-287). Por eso en las peripecias acontecidas, tanto en el viaje como en las funciones circenses, prima lo extraordinario, el disparate, lo repentino, lo no planificado, lo nunca visto, abriéndose un abanico de posibilidades hacia la sorpresa, a la que se accede arrinconando lo físico y lo material y potenciando otros estratos de lo humano. Una vez alcanzada esa dimensión no hay problema para montar el espectáculo de los del Arca en un pueblo deshabitado. El Príncipe Patagón inicia la ceremonia sin choque alguno entre la realidad y el deseo, porque el deseo es su realidad, dirigiéndose sin titubeo alguno a unas gradas vacías:

-En nombre del famoso Circo del Arca, cuya celebridad iguala a los más notables del mundo, tengo el sumo agrado de presentar a ustedes, en esta noche sin par, el programa más selecto, los números más extraordinarios, los artistas más conspicuos del contubernio universal [...] Damas y caballeros, este espectáculo se dispone en homenaje al pueblo de Madariaga, presente, como nosotros, que consistimos por invención, no en el cuerpo, que es cosa ciega, de pasaje, sino en el espíritu, para el cual no hay tiempo ni cosa que lo sujete.


(p. 275)                


Es interesante señalar que el Príncipe Patagón se llamaba, en lo que define como su otra vida, Requena, nombre del editor para el que trabaja Orestes en anteriores relatos. Conti asienta, por tanto, su última novela en pilares intertextuales y humorísticos, sus personajes son ya entidades creadas por y para la escritura. Suspendidos en un movimiento sin principio ni final, con la total plenitud de haber renunciado a cualquier meta:

-Orestes, no sé lo que te propones realmente.

-Nada, Señor

-Bueno, en eso ya eres un artista.


(p. 86)                


Esta liberación del personaje le proporciona un nuevo enfoque sobre la esencia misma de la vida que le permitirá a Orestes, una vez que al final de la novela es detenido y torturado por la policía rural, enfrentarse a la muerte sin ningún miedo14, o mejor dicho, ni siquiera plantearse el hecho de la muerte, como si esta no fuera algo definitivo, como si no existiera un final, como si él fuera invulnerable porque sus planes, sus aspiraciones y sus fantasías no pueden ser aniquiladas. Estos pasajes rompen la estructura novelesca y proporcionan un final técnicamente trunco a Mascaró..., pero no por ello carecen de interés en cuanto al planteamiento que desarrollan, este halla una fácil explicación en términos ideológicos, respondiendo al voluntarismo revolucionario, a la idea del martirio por la causa defendida; pero a la luz de la literatura, de la propia obra de Conti, cobra un interés metafísico idéntico al postulado por Macedonio: «el imaginador no conocerá nunca el no-ser»15.

Por supuesto, al partir este análisis de la teoría elaborada por Macedonio, queda por ver la conexión que hay entre estas ideas y su nivel formal, es decir, su imbricación con la escritura. El planteamiento de Macedonio pasa porque «el asunto de arte carece de valor artístico o la ejecución es todo el valor del arte» (Museo..., p. 115), parecido planteamiento hace el Príncipe Patagón:

[El arte, le dice a Orestes] puedes hacerlo con una figurita de nada, con una rasposa historia, no sólo con sencillos materiales, sino hasta con los más vulgares. Todo depende del aliento, la forma y la disposición... Si el señor Tesero se hubiese llamado Raimundo tal vez hubiese cambiado todo el asunto.


(p. 86)                


Esa ejecución o forma la encontramos, en Mascaró, sustentada en el narrador que participa en la permanente revuelta contra lo establecido. El narrador de Mascaró es multiforme, puede utilizar la frase corta y elaborar un mensaje concreto y completo; o trabar un discurso rítmico apoyado en múltiples recursos poéticos, metáforas, imágenes, aliteraciones, creación de lenguaje y humor que juegue a la alusión sin concreciones. No ejerce su labor omnisciente presentando o preparando la información para el lector sino implantando presencias:

La gente se remueve, se aparta, el capitán Alfonso Domínguez sobreviene en el medio, transita redoblante, lo siguen de algarada en dirección a la barraca.

Orestes lo ve crecer en la cavidad de sus ojos. Avanza parloteando con grandes maneras. Habla de una milla a otra, a olas y peñascos. Más cerca se configura textual. Es un hombre de bulto. Empieza por la cara absolutamente presente, oscura y lustrosa como la de un cetáceo. Se infunde por allí, prima facie, todo Capitán.


(p. 39)                


En ocasiones opta por dar el contrapunto del sentido común a la locura de las situaciones; y otras prefiere acompañar la excentricidad de los sucesos adoptando el caos lingüístico, oscilante entre lo sublime y lo grosero, de los personajes. Adapta en definitiva la lengua literaria a la situación narrada y aquella se vuelve asistemática y antinormativa:

La señora los aguardaba en el balconcito cubierta de tules y una diadema de cartón revestida con limaduras de plata. Los hombres se detuvieron, antes de ejercer, para admirar aquella deslumbrante imponencia. En su vida habían visto algo semejante. ¿Era aquélla una de esas cosas de suma procedencia que transportaban los vagantes señores? El mismo Príncipe, que desde hacía un tiempo, como consta, no reparaba en las adyacencias, sino que andaba con la cabeza ut supra, tuvo parecida sorpresa, pues la Bailarina oriental había aumentado otro poco de tamaño y debajo de esa luz resultaba casi inmaterial, opulenta forma de la siempre vida, tremenda encarnación del amor, imbatida, muy dulce dueña de todos los hombres.

Colocaron el tablón y sujetándose de las manos de Orestes y el Nuño la señora se deslizó hasta tierra, descubriendo brevemente sus carnosos piececitos, sus repolludas gambas de rosado marfil.


(pp. 296-297)                


El estrato al que nos ha conducido Mascaró... es el espacio de la alegría, el humor y la sorpresa, un lugar no convencional donde tiene cabida lo marginado, lo condenado por extravagante, lo censurado por inapropiado o lo reprimido y todo ello ocurre sin milagros, fe ni maravilla carpenteriana porque su propuesta literaria, su visión del mundo, nada tiene que ver con los códigos del realismo mágico. Aquí lo que hay, como en Macedonio, es una inusitada capacidad de reacción y de resistencia frente a lo establecido, que transporta al lector al ancho, y no siempre cierto, espacio de la «Todoposibilidad»: si Macedonio se negaba a dejarse coartar por la frontera de lo declarado imposible y tensaba su pensamiento y su escritura para abortar esos condicionamientos; Conti abrazará abiertamente lo decretado imposible planteándolo como una nueva forma de escribir y de vivir.

Haroldo Conti fue secuestrado en mayo de 1976 a los dos meses del golpe militar. Hoy en día sigue formando parte de los miles de desaparecidos que ocasionó la dictadura, esa es una de las cavidades de la realidad, denunciada como una mayúscula y macabra ficción en la obra de Daniel Moyano, con la que convive la historia reciente argentina, e influyó decisivamente en la evolución narrativa de Moyano, marcando un cambio en su lenguaje narrativo y en su visión de la realidad que se incrementó, aún más, por causas del exilio16.

No voy a entrar en la primera etapa narrativa de Moyano sino que analizaré su obra desde lo publicado a partir de la década del 70, donde se concentran los relatos que plantean la tensión entre el poder y los colectivos humanos. En concreto cuatro novelas que gravitan sobre la violencia de estado, en general, y cada uno de los acontecimientos vividos en la Argentina del último cuarto del siglo pasado, en particular: los golpes de estado en El trino del diablo (1974), la represión en El vuelo del tigre (1981), el exilio en Libro de navíos y borrascas (1983) y la definitiva amenaza de extinción sobre un pueblo en Tres golpes de timbal (1989). El contenido político (me refiero a los temas que trata no a que sean novelas de tesis, nada más alejado de la literatura y la persona de Daniel Moyano) de estas novelas propicia un cambio en lo que habían sido los personajes habituales de Moyano, antes marginados que luchaban contra sus propios e individuales fantasmas, ahora marginados que se reconocen entre sí como colectivo de víctimas. Los pobladores de la alegórica ciudad de Hualacato en El vuelo del tigre; los conosurenses de Libro de navíos y borrascas o los habitantes de la imaginaria aldea Minas Altas en Tres golpes de timbal, comparten señas de identidad, su condición literaria es antiheróica y desde ese ángulo padecerán la historia. Rolando, el protagonista de Libro de navíos y borrascas define a los que son como él y con él viajan en el Cristóforo Colombo, el barco que los conduce hacia el exilio:

[...] los que vamos aquí somos peoncitos, medio actores, medio músicos, medio poetas, medio novelistas, nunca nada entero. Titiriteros o músicos, en todo caso saltimbanquis. La derecha y la izquierda, juntas, se ríen de nosotros. Pueden invitarnos a una fiesta, a ver, che, tocate una piecita; y los muñecos del viejo, fabulosos; los chicos se han divertido como locos; vuelvan cuando puedan; no se pierdan. Ni el poder estable ni la revolución se hacen con muñequitos o poemas. En esa tragedia que pasan en el teatro principal de la ciudad ni siquiera somos personajes secundarios, ni apuntadores ni tramoyistas, ni los que mueven los decorados, ni los que alzan o bajan el telón; ni siquiera los espectadores, ni el que vende las entradas en la taquilla; ni siquiera idiotas útiles, ni siquiera el indiferente que está tomando un cafecito en el bar de enfrente del teatro y no sabe de qué va la cosa. Nada. Somos los pelotudos permanentes. Ni siquiera eso: boluditos alegres más bien, haciendo puzzles con sonidos o palabras o colores, crucigramistas de la vida, y todo para qué, ni siquiera para divertirnos porque lo hemos tomado demasiado en serio y el mundo va por otro lado, en una joda violentísima.


(Libro de navíos y borrascas, p. 192)                


La descompensación entre este tipo de personajes y la magnitud de los hechos que soportan propicia una acción narrativa en la que se buscan formas de resistencia. Estas, desde el principio, tienen que ver con la palabra o el sonido. Por ejemplo, el protagonista de El trino del diablo, un violinista provinciano, llena su cabeza con melodías que lo aíslan del horror; la familia protagonista de El vuelo del tigre crea un idioma críptico puesto que los represores han impuesto el mutismo en la casa en la que habitan; Rolando, por su parte, trata de escribir un diario de a bordo que concluirá con algo parecido al silencio, demostrando con su única frase, que la realidad ha dejado sin palabras y sin historia a los personajes; finalmente, los esfuerzos de los personajes de Tres golpes de timbal se dirigen hacia la redacción de un manuscrito con su historia, que se compondrá en una apartada montaña, a partir de un teatro de títeres y una melodía olvidada. Cada una de esas materialidades será la verdad y la realidad para los personajes con la que se opondrán a la ficción impuesta. Es decir, los personajes moyanianos perciben el mundo como un entramado de violencias y el orden en el que viven como un tejido hipotético, por lo que siempre pretenden escapar para «buscar [según se apunta uno de los personajes de El vuelo del tigre] un lugar limpio donde vivir». La búsqueda de ese espacio17 está en todas estas novelas, pero es en Libro de navíos y borrascas dónde se liga su consecución a la palabra:

Aquí más que la historia importan las palabras, esas olas que nos transportaron. Vamos a sobrevivir según tengamos esas olas. Las palabras, antes simultáneas de la vida, ahora parece que van adelante [...] Y entonces hay que tener cuidado, compañero. Llegaremos a Barcelona si encontramos las palabras, esas olas.


(Libro de navíos y borrascas, p. 294)                


Finalmente el diario de abordo sólo tendrá una frase: «Anoche comenzaron a cambiar las estrellas», aunque este fracaso no conlleva el abandono de la esperanza de encontrar algo que se oponga a lo que se percibe como la apariencia grotesca de los acontecimientos y que en esta novela se dará sólo como la aspiración de Rolando a construir un puente entre la «maravilla» que ansía y el desencanto en el que vive. Tres golpes de timbal, es la puerta de entrada a esa meta, la que cierra también su ciclo político, y se abre a otro mundo narrativo, ya atisbado en los relatos de Un silencio de corchea y definitivamente instaurado en Dónde estás con tus ojos celestes, centrado en la literatura no sólo como medio para contar algo sino como fin en sí misma.

En Tres golpes de timbal se narran los afanes de una comunidad de muleros, músicos y astrónomos que han ido ascendiendo, por una cordillera, desde su lugar de origen, Lumbreras, hasta su último refugio, Minas Altas, huyendo de una persecución de tintes ancestrales. Convencidos de su segura extinción, los minalteños se empeñan en escribir su historia:

Cuando estos asesinos [dirá uno de los personajes al inicio de la narración] acaben de abrirse paso con sus explosiones, es posible que estén contados los días de muchos de nosotros. No sabemos cómo nos mirarán desde su pesadilla. Es necesario que para entonces todos, hasta la última hormiga de Minas Altas, estemos en palabras salvadoras.


(Tres golpes de timbal, p. 37)                


Por lo dicho podríamos estar ante un relato tradicional en que un autor apuesta por la más secular de las funciones atribuidas a la literatura: ser memoria afectiva de lo pasado, llenar los vacíos de la historia, y, efectivamente es así tanto en el tema como en la pulsión que guía esta obra, pero va más allá de ello cuando la narración decide recrearse en sí misma y en el material que la construye: la lengua. En este relato una lista de la compra puede salvar la vida de un personaje si está presidida por el orden y la claridad; los personajes tienen nombre de letras (Eme, Emebé, Jotazeta) que los protegen en su vida de prófugos; la geografía americana son sus topónimos; el camino que recorren los porteadores de un piano no es angosto, ni empinado, es simplemente una S; cuando una novia celosa tira su ajuar por la ventana no son cosas las que vuelan sino palabras; y uno de los pasajes más hermosos, la redacción de una carta a Nebrija para agradecerle su gramática, se sostiene en la ruptura del tiempo cronológico para entrar, ya sin retorno alguno, en el tiempo literario de la memoria y la ensoñación.

Quiere decir esto que Moyano, que recreó con maestría la miseria social en sus primeros relatos y dejó consignados los hechos políticos en sus narraciones posteriores a 1970, terminó sacando a sus personajes del plano de la histórico, y con ello de la servidumbre de la verosimilitud y los condicionantes del realismo y los insertó en la literatura, en ese otro mundo posible potenciado por la imaginación, sustituyendo su final, como pedía Macedonio a sus lectores, otorgándoles a esos minalteños que habían sido expulsados de todos los rincones que habitaron, un espacio, la escritura, y una dimensión temporal infinita. Con ello materializó su fantasía y abrazó el imposible, y de la única frase del diario de a bordo se pasó al libro completo de los minalteños:

Se tomó un buen tiempo mirando el manuscrito antes de tocarlo. Lo entreabrió con timidez, lo olió; miraba largamente las hojas sin leerlas, les pasaba la mano como acariciándolas. Son como los muros de Minas Altas, dijo; ahora, por fin, tenemos una patria.


(Tres golpes de timbal, p. 243)                


Esto, sacado fuera de la obra de Moyano, quizá no sea la conquista de un futuro sino más bien una derrota, para valorar su alcance habrá que tener en cuenta que Daniel Moyano escribió la última parte de su obra desde una conciencia herida, ajena a la memoria feliz con la que Haroldo Conti emprendió la suya. Conti compartió con Macedonio la fuerza expansiva y gozosa de la creación; a Moyano le quedó la otra cara de la propuesta, la del dolor, siendo paradójico que el BelArte sirviera tanto para los que querían cambiar el mundo como para los que decidieron bajarse de él. A todo conduce la utopía desde el momento en que esta puede emanar de la ilusión o, paradójicamente, de la desesperanza. Si consideramos a Macedonio el primer autor que reflexionó, en panorama literario argentino, sobre la posibilidad de sacar a la novela de las «tristezas de la vida»18 no tan lejana resulta la obra de Moyano, donde el horror contenido en la misma vida potenció otro estrato humano, el de la imaginación, como defensa, y ocasionó que sólo importara la propia conciencia, como consecuencia.





 
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