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Quimera

(Boceto de costumbres)

José Luis Cantilo





  —7→  

ArribaAbajo- I -

El viejo campanario tenía un corte colonial: era bajo, cuadrado y grotesco de líneas. Dominaba, desde el tejado de la iglesia, a la población humilde y reducida, una aldea criolla que contaba algunas docenas de casas, chatas, de pobrísimo aspecto, enfiladas en angostas callejuelas, perpetuamente cubiertas de lodo o de polvo.

Era el monumento de la localidad. Para los candorosos habitantes la intrepidez humana no había intentado obra de mayores proporciones que aquella torre, abrigo de las tres desvencijadas campanas, a cuyo timbre sonoro congregábanse domingo a domingo los fieles en la nave desnuda del templo.

De allá arriba habían partido todos los ecos, y quien más, quien menos, recordaba haber escuchado con lágrimas de alegría o de dolor en los ojos, los toques acelerados o lentos de las viejas amigas, que anunciaban a la villa, o una felicidad o una desdicha.

Frente al templo, extendíase la plaza principal, una   —8→   manzana de tierra con un bosquejo de jardín y algunos árboles. Era el orgullo de la aldea. La vida estaba reducida a sus límites. En verano era punto obligado de reunión de los jóvenes. En invierno nadie pensaba en divertirse porque no era posible frecuentarla. En ella se festejaban los días patrios, se repartían anualmente los premios a los chicos de las escuelas, se celebraban las fiestas de carnaval, los meetings políticos y las elecciones, y los domingos, después de la única misa, los viejos trataban sus negocios bajo los árboles, en los toscos bancos de pino enclavados en la tierra.

El comercio la había encerrado en un círculo de tiendas, de almacenes y de casas de venta, cuyos muestrarios, exhibidos en las veredas, daban a los alrededores un aspecto característico.

En el extremo opuesto a la iglesia, levantábase el «palacio municipal», una construcción mamarrachesca, pintada de amarillo, con anchas franjas blancas. La remataba una asta de enormes proporciones, donde los días festivos flameaba la bandera nacional, con íntima satisfacción de vecinos y autoridades, doblemente importantes bajo los auspicios de los colores patrios.

Ningún paraje más apacible en la República que aquel rincón de provincia, al cual no habían llegado aún los refinamientos de la civilización, donde se ignoraban las molestias y las ventajas de la vida agitada de las grandes ciudades, y la necesidad de las novedades sensacionales difundidas por la prensa. ¡El periodismo! Tenían de sobra con los diarios de la capital, leídos todos los días en voz alta y en presencia de un concurso numeroso, en   —9→   el almacén de don Enrique; las noticias locales no exigían hojas impresas para circular. Los parroquianos las llevaban una por una, las exponían con pelos y señales entre mate y mate, y la concurrencia se encargaba de comentarlas sabrosamente, estudiándolas bajo todos sus aspectos primero, y repartiéndolas luego con innumerables y pintorescos detalles.

Para los asuntos de mayor trascendencia, don Enrique había llenado poco a poco, con habilidad suma y en provecho propio, las necesidades más apremiantes. En la trastienda de su negocio, punto obligado de reunión de los notables de la aldea, un gran cuadro de madera ostentaba, haciendo funciones de diario, numerosos anuncios: municipales, de simple réclame, disposiciones, ofertas y demandas, con más las fúnebres invitaciones al sepelio de los restos del vecino muerto, «a nombre de la familia atribulada que quedará eternamente agradecida», según lo había consagrado la antigua fórmula.

Y así se vivía en aquella tierra, sin la menor conmoción, hoy como ayer, como mañana y como siempre. Sostenían los sencillos vecinos que no había habido nunca motivo para que otra cosa sucediera, pero en realidad la apacible existencia respondía exactamente a sus tendencias, a sus costumbres y a sus sentimientos.

Ni la política los conmovía; era para ellos un accidente. Consideraban a las elecciones como a actos desprovistos de toda importancia. Algunos días antes de la «lucha», llegaban a la ciudad las listas impresas, que eran profusamente repartidas por los agentes electorales; el día fijado por la ley se depositaban en   —10→   la urna, y todo el mundo volvía a sus tranquilas tareas, sin preocuparse de la influencia que pudieran tener aquellos cuantos votos en los destinos de los favorecidos.

Era esencial para la población que las autoridades locales velasen porque no se robase, porque no se matase y porque se respetasen en todas las circunstancias los sagrados derechos de los vecinos. Lo restante carecía de interés; no valía la pena de un comentario.

De mañana animábanse las angostas callejuelas; luego, durante las horas de sol, se dormía la siesta, para reaparecer al caer la tarde, los viejos, rumbo al almacén de don Enrique, los mozos, en grupos, en las esquinas, y las muchachas en las puertas de calle, ataviado el cuerpo con telas de colores chillones, adornada la cabeza con flores y cintas, y el rostro grotescamente cubierto de polvos.

Era la tercera casa, en la cuadra siguiente a la ocupada por la iglesia parroquial; un edificio modesto, con un par de ventanas y una ancha puerta sobre la calle. El interior estaba distribuido y ordenado a la antigua usanza española: zaguán, puerta de hierro, gran patio cuadrado por las habitaciones, luego otro zaguán, e inmediatamente después la huerta, enorme, plantada de árboles frutales y animada por una buena cantidad de aves domésticas.

Alquilaba aquella vetusta mansión y la habitada desde tiempo inmemorial, don Raimundo Álvarez, hijo de la localidad, a la sazón de unos cincuenta y cinco años. Alto de estatura, grueso de cuerpo y sanguíneo de rostro, era Álvarez el prototipo del comerciante criollo de campaña   —11→   , sin iniciativas, torpe, incapaz de acometer otra empresa que la de vender a algunos centavos menos que sus competidores, los pocos artículos de su modesta tienda.

Desgraciado en todos los negocios que en su vida había emprendido, halló al fin el desideratum en la exigua renta producida por el mostrador de «El Porvenir», renta que no alcanzó jamás a cubrir el presupuesto de gastos de su hogar, presentado implacablemente el 30 de cada mes por misia Rosario, su opulenta consorte.

Era ésta una matrona de cincuenta años, de fisonomía tosca e irregular, deforme de cuerpo hasta donde puede serlo una mujer que no dotada de líneas esculturales, se abandona joven a una grosura paulatinamente convertida en impresentable obesidad.

De su inteligencia puede hacerse un elogio elocuente: que don Raimundo había tenido en cuenta, al elegirla entre las mozas del lugar, aquello de «cásate con tu igual». Y quizás el propietario de «El Porvenir», con el andar del tiempo, llevase aún ventaja a su mitad, que parecía haber ido perdiendo en intelecto, lo que había ido ganando en carnes.

Completaban el edificante cuadro, un par de muchachas, de veinte años la una y diez y nueve la otra, y un mocetón que frisando en los veinticinco, representaba algunos años más de los que en realidad tenía.

Ambas hermanas eran feas y morrudas. Habían heredado de sus padres la fortaleza indestructible, los rostros de líneas irregulares, las narices de anchas ventanas y las bocas sensuales; resultando una extraña pero admirable refundición de sus progenitores: tenía ésta la   —12→   sonrisa bonachona de D. Raimundo; aquella la frente estrecha de misia Rosario; la una era alta, baja la otra, y ambas dos, obtusas de inteligencia, burdas, supersticiosas y de una infelicidad rayana en la estupidez. Eran además, excelentes, bondadosísimas, modelos de apacibilidad de carácter «mujeres completas, capaces de hacer la felicidad de cualquiera» según la frase consagrada por la virtuosa y apoplética mamá, entre contoneos, suspiros y golpes de abanico.

Ofelia y Domitila no habían salido sino una sola vez de la villa -con motivo de un viaje que el dueño de «El Porvenir» debiera efectuar a Buenos Aires algunos años antes de la época en que acontecen los sucesos que narramos.

Regresaron las muchachas hablando pestes de la capital. Sí, aquello era más grande, y había más casas, y más movimiento -pero ¡qué bochinche! -¡qué falta de gente conocida! -¡qué aburrido! El último día lo habían pasado en el hotel, deseando que llegara el momento de tomar el tren. Y luego -¡qué insolentes los hombres! -¡qué mamarrachos las mujeres! -¡qué guarangos todos! -¡Jesús! ¡y cómo las habían mirado! -¡Si no parecía sino que hubieran sido tipos extraordinarios!- Y lo que era peor -aquello no lo perdonarían nunca -¡cuánta gente se les había reído en la cara, por la calle, en los tramways, hasta en un bendito teatro por secciones- la única compensación de los malos ratos, si las impertinentes risas no hubieran venido a amargarlo todo!

Y la razón de la burla fue que cargaron para realizar   —13→   el viaje con los trajes más llamativos y con los sombreros más estrafalarios, y que continuaron empolvándose en Buenos Aires con el aplomo con que lo habían hecho siempre en la aldea.

Cuando de regreso se hallaron de manos a boca con Manolo, un pasionista de la capital, lo increparon furiosamente:

-Muy lindo tu Buenos Aires, ¿eh? Ya nos van a agarrar otra vez. ¡Cómo no! Andá vos todo lo que quieras que lo que es nosotras estamos aquí perfectamente.

Apegáronse al terruño con fuerza. Sus vestidos fueron desde entonces más chillones y la cómica cursilería recrudeció de una manera lamentable, torpemente fomentada por los padres.

¿No eran acaso felices? Ocupaban en el lugar una posición distinguida, contaban con numerosos admiradores... ¿a qué más podían aspirar? ¿A casarse? ¿Habían dudado alguna vez de que el suceso se produciría? Era cuestión de tiempo, pero al fin, un hecho fatal e inevitable.

Y con estas ideas tranquilizadoras, una salud a toda prueba y la adoración de los viejos, vivían felices y contentas, realizando puntualmente un simplísimo programa de vida: pasar, tarde a tarde, de las tareas domésticas a la puerta de calle, y a menudo a la plaza.



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ArribaAbajo- II -

Manolo había estudiado en Buenos Aires hasta los 24 años. Entregado a su propio impulso, a cargo, más ilusorio que real de una vieja tía, había hecho todo lo que puede hacer un muchacho de su edad en una gran capital: pasear, divertirse y adquirir intermitentemente algunos conocimientos.

Ni su carácter ni su temperamento lo inclinaban al libertinaje: no había sido, pues, un calavera, sino un enfermo de haraganería crónica, fomentada por los amigos del renombrado colegio, a que diez años antes lo enviara su padre, sin la más ligera noción del abecedario. Aquellos compañeros pertenecían en su mayor parte a familias pudientes de la capital, y eran unos inválidos del estudio, viciosos e incapaces, entregados en último extremo al rigor, para tentar por la fuerza un resultado que no habían logrado dar todos los sistemas ensayados hasta entonces.

A empujones aprendió Manolo a leer y a escribir,   —16→   luego, penosamente, dejando una materia para el año siguiente, fracasando en las pruebas, perdiendo cursos, en siete años de luchas y de contrastes se halló en condiciones de atacar los estudios preparatorios.

D. Raimundo creyó que sus aspiraciones estaban colmadas; pero debió ceder a las reflecciones del director del establecimiento, un profundo conocedor de sus clientes, que dejaba entrever, en una diplomática misiva, la posibilidad de hacer un doctor del muchacho.

¡Un doctor! La sola presunción hizo llorar de gozo y de satisfacción a toda la familia.

¡Qué siga! ¡qué siga! ¡qué portento de muchacho! exclamó Álvarez ebrio de felicidad, cerrando la carta de respuesta a Mr. Khinroth, el director de «Buenos Aires Oxford College» -¡qué siga! ¡Mi hijo doctor! ¡Dios premia nuestros esfuerzos y nuestros desvelos, Rosario! ¡Hijas, aprendan ustedes de su hermano: él hará la gloria de la familia!

Manolo tuvo también un gran contento: para él lo interesante era quedarse en Buenos Aires. Cinco años iban corridos que en combinación con su complaciente tía y con Mr. Khinroth, lograba no ausentarse, ni siquiera durante las vacaciones, a la villa natal.

La última vez que había estado en ella, la tristeza más profunda lo había dominado -una invencible nostalgia del bullicio, de la luz, de los compañeros alegres, de los teatros favoritos, cuyas representaciones escuchaba noche a noche desde el paraíso, mientras la buena anciana lo creía apaciblemente dormido.

Fue reprobado en todas las materias del primer año   —17→   de preparatorios. Insistió en febrero siguiente: pasó en dos. Se presentó de nuevo en diciembre: aprobó una. Aquello era ya intolerable. Mr. Khinroth escribió a don Raimundo, desahuciando en términos benévolos al muchacho.

Manolo llegó a la aldea quince días después.

Toda la familia fue a recibirlo a la estación del ferrocarril, distante unas cinco leguas de la villa. Las muchachas ataviadas con sus trajes de gala; los viejos lloriqueando de placer.

Tras las efusiones del primer momento, vinieron las recriminaciones de don Raimundo.

-¡Ah muchacho, muchacho! ¿Por qué no has estudiado?

Ea, ea, repetía misia Rosario, vida nueva, vida nueva. Se acabaron esas cosas. A ver como te portas ahora. Es necesario trabajar. Viviremos juntos y no nos separaremos más ¿no es cierto? Ya no nos separaremos más.

Te presentaremos nuestras amigas, agregaba Ofelia.

Y te divertirás mucho, decía Domitila abrazándole hasta sofocarle.

Manolo no pronunciaba palabra. Paseaba su vista de don Raimundo a misia Rosario, de ésta a Ofelia y de Ofelia a Domitila. Estaba aterrado. ¿Aquella era su familia?

Se instalaron en una volanta -¿podía darse tal nombre a aquella galera, sucia y vieja, tirada por tres caballos escuálidos, y manejada por un criollo de tez bronceada?

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Ya en marcha rompió Ofelia.

-Pero dí algo Manolo ¿qué te pasa? ¡Si traes una cara de funeral! ¿No estás contento?

-¿Yo? Sí, sí, muy contento. Quizás la emoción... el cansancio... no me encuentro bien...

-¡Jesús! Estalló misia Rosario, ¡hijo de mi alma! Es claro, ¡a quién le van a hacer bien semejantes viajes! Te meterás en cama en cuanto lleguemos...

-¡No mamá! ¡No, esto es pasajero! Y no pudiendo resistir por más tiempo a la obsesión de aquellas caras de arlequines con que se le presentaban sus hermanas, agregó inopinadamente:

-¿Por qué se han puesto tantos polvos?

-¿Tantos?... dijeron a un tiempo las dos muchachas mirándose asombradas.

-Sí tantos.

-¡Pero hijo, aquí se usan muchos más, nosotras no somos de las exageradas!

Manolo calló.

-¿Aquí? ¿Qué significaba aquello? ¿Tenía la aldea sus modas? Luego le llamaron la atención los colores de los trajes, y sin poder reprimirse preguntó de nuevo:

-¿Y esos colores también se usan?

-¿Cuáles?

-¿Los de los trajes?

-De última moda, hijo, éstos son géneros que acaba de recibir papá de Buenos Aires.

-¡Ah!

Todos callaron. Hacía un día un sofocante. El sol caía a plomo, un sol de enero, implacable. La galera desaparecía   —19→   a menudo en la nube del polvo que levantaban los caballos.

-¿Falta mucho tiempo aún? Preguntó Manolo.

-Una hora.

-Ustedes disculparán si no hablo, me reservo para la llegada: la tierra me daña la garganta y estoy fatigadísimo.

-¡Es claro! Respondieron automáticamente todos.

Y el silencio se hizo de nuevo. Las muchachas lo contemplaban con curiosidad; los padres con ternura.

-¡Qué buen mozo está! Decía Domitila al oído de Ofelia, en tanto que misia Rosario aproximándose a don Raimundo, le murmuraba:

-¡Qué buen aspecto ha echado el muchacho!

Manolo llevaba oprimido el corazón y seca la garganta. Sus temores se convertían de un golpe en angustiosa realidad. ¿Era entonces fundado el terrible presentimiento? Y él, Manuel Álvarez, ¿habría de soportar por jamás el martirio constante del medio que le aguardaba, habría de hacerse alguna vez a sus hábitos y a sus gustos?

Rechinaban en el silencio las ruedas del viejo vehículo y de cuando en cuando la voz del cochero rompía la monotonía de la marcha, gritando cadenciosamente:

¡Zaaaino! ¡Neeegro! ¡Jiiiu! ¡Vaaamos!

Y el tiempo transcurría, lento, igual, terriblemente monótono.

¡La torre! ¡la torre! Exclamaron palmoteando las muchachas, al cabo de un largo rato.

Era cierto; en el fondo, sobre el horizonte gris, se levantaba la torre de la iglesia, el notable monumento de la aldea. Faltaba todavía algún tiempo para llegar.

  —20→  

Manolo miraba instintivamente hacia atrás; la pampa se extendía inmensa, soberana, árida y gris. El muchacho hubiera deseado descubrir allá, lejos, muy lejos, en el límite del vasto territorio, la ciudad populosa, civilizada, exuberante de vida y de riqueza, en que habían corrido los mejores años de su vida -ese era el pasado, un pasado de ventura que desaparecía para siempre; y cuando volvía los ojos hacia adelante y veía perfilarse más y más cada vez aquel montón de casuchas que constituían la villa natal, sentía como si el corazón fuera a saltarle del pecho y entreveía el porvenir, un porvenir azaroso e incierto, preñado de miserias y de sinsabores.



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ArribaAbajo- III -

Durante los primeros tiempos luchó: hoy por una cinta; mañana por corregir una inconveniencia; otro día por inculcar algunos conocimientos; por evitar siempre que sus hermanas y sus padres fueran como eran todos los habitantes de la aldea: ridículos, pretenciosos, ignorantes y fatuos.

¡Vano empeño! Cuando tras larga lucha, Manolo se convenció de que aquello estaba en la sangre, se dio por vencido. Fue a tiempo. La situación se complicaba. Ya no era solamente el muchacho el que hacía recriminaciones a los suyos; eran éstos, los que se sublevaban contra las rarezas de aquél.

-Tú has tomado unas costumbres en Buenos Aires que te han cambiado por completo, decía indignada misia Rosario. Toda nuestra educación ha desaparecido: ¡eres un salvaje!

El estallido final tuvo su origen en una insignificancia: un paseo campestre. La villa estaba en revolución   —22→   desde dos días antes. Debía irse a almorzar a «la laguna», un pintoresco paraje, distante dos leguas de la localidad. El día señalado para la fiesta, era sofocante: Manolo vistiose de blanco, con un traje ligero y apropiado a las circunstancias. La familia se sublevó definitivamente.

-¡Qué te has imaginado, decían a un tiempo don Raimundo, misia Rosario, Ofelia y Domitila, metiéndole las manos por los ojos, que porque esto no sea Buenos Aires, has de burlarte de nuestra sociedad y has de ponernos en ridículo! ¡No, che, seremos pobres y humildes, pero no somos zonzas, gritaban furiosamente las muchachas, no, sabemos cómo se hacen las cosas, y aquí, entendelo bien, si no hay lujo como allá, hay muy buen gusto y mucha decencia y toda es gente bien!

Manolo dejó pasar la tormenta.

-Pero en definitiva, dijo al cabo de un rato, qué es lo que ustedes pretenden, explíquense, yo no entiendo una palabra de todo esto.

-Lo que queremos, caballerito, es que se vista usted como se debe o que no vaya, rugió don Raimundo.

-¿Y cómo debo vestirme?

-De levita.

-¡¡De levita!!

-Sí, señor, o quedarse, como usted guste.

-¡¡Pero señor, voy a sofocarme!!

-Se la quitará usted allá.

-Muy bien, y me quedaré en mangas de camisa ¿no es eso?

-Naturalmente, como todo el mundo.

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-Pues no voy. Por otra parte ya saben ustedes que no he sido el más empeñado en asistir a la fiesta.

-Nada perderá con tu ausencia, pretencioso, balbuceó Ofelia lívida de rabia.

-Ridículo, agregó Domitila.

-¡Tonto! Concluyó misia Rosario.

Y se fueron. En el carruaje don Raimundo decía:

-¡Está inaguantable!

Manolo pensaba entre tanto:

-¡No puedo más!

Cuando hubieron regresado, los reunió en consejo de familia.

-Nuestra vida en común se va haciendo intolerable, dijo. Estoy siendo la causa de perpetuos desagrados y esto me aflige y me contrista. Me declaro culpable, y me propongo no volver a darles un sólo disgusto. Voy a pedir a ustedes una sola tolerancia en cambio de mi resolución: que respeten mis rarexas, como ustedes llaman a mis exigencias y a mis hábitos; que no me digan una palabra, que me compadezcan, y que me dejen con las ideas extravagantes que desgraciadamente he traído de Buenos Aires.

Todos callaron.

-Convenido amiguito, dijo al cabo de algunos minutos don Raimundo, por mi parte no me opongo a lo que usted solicita respetuosamente.

-Ni por la mía...

-Ni por la mía...

-Ni por la mía... exclamaron las tres mujeres.

-...pero he de decirle una vez por todas, arguyó   —24→   con solemnidad el jefe de la familia, que será usted muy desgraciado. Que ha traído la cabeza llena de ideas extravagantes y que con eso no se hace patria, que la vida es la vida y que hay que luchar y someterse a la experiencia de los padres, porque ellos son lo que nos guían por el sendero de la justicia y de la virtud. Yo me he formado en las desgracias y sólo al cabo de muchos años de luchas y de sinsabores he logrado establecer «El Porvenir» sobre sólidas bases. Espero que se hará usted hombre de provecho y que me sucederá en la tienda, pronto y bien: ya estoy muy fatigado.

¡La tienda! ¡El fantasma había de aparecer una vez más, abrumador, horrible!

Era pueril su resistencia a la honesta ocupación pero, era firmísima, irrevocable: aquel suceso marcaría la muerte del hombre de ideales, ahogaría en un instante todas las esperanzas silenciosamente acariciadas durante años enteros; -¡esperanzas de brillo, de figuración, de honores, de satisfacciones infinitas!

Entonces indignábase consigo mismo y temblando de dolor y de rabia, decíase en voz baja: aldeano torpe y pretencioso, has tenido los medios para llegar a la felicidad y te han faltado condiciones, da vueltas a la noria como la mula, que para eso has nacido, gira eternamente como tu padre, saca agua, echa barriga, admira a la torre; no pienses en nada y habla de todo, sé fatuo y grotesco: ¡por ahí llegaras a la gloria!

¿Era posible? Ya no, desgraciadamente: tenía dentro una fiebre voraz de combates y de triunfos, que lo consumía hora por hora y que lo torturaba hasta la locura. ¿Dónde combatiría, con quién y cuándo? ¿Cómo llegaría a la anhelada meta?

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No lo sabía, ni lo averiguaba: bastábale sentir que el mal estaba allí, hondo y constante; para rechazar la vida de la tienda, no tenía necesidad de analizar largo tiempo su estado de espíritu: la sola enunciación del destino que le había deparado la suerte, le ponía fuera de sí, perturbaba todas sus facultades.

Aquella tarde, sin embargo, cuando después del paseo, su padre le presentó el problema con tanta claridad como torpeza, Manolo se sobrepuso a las circunstancias y sin afectación, apenas palideciendo ligeramente -respondió:

Ya sabes que estoy esperando tus órdenes.

-Bien; el primero del mes entrante.

-Sea: el primero del mes entrante.

Los días volvieron a transcurrir sin alteraciones de mayor trascendencia: alguna discusión cortada a tiempo para evitar las reconvenciones destempladas de los suyos; alguna salida a la calle para leer los diarios de Buenos Aires, a la hora de la siesta, cuando todo dormía en el lugar: luego nada, como no fuera engolfarse en varias novelas que había traído de la capital y que leía desesperado por el calor, casi a oscuras en su desmantelado cuarto.

Antes de concluir aquella semana produjose todo un acontecimiento en la modesta casa: Manolo consiguió inesperadamente una posición brillante: el nombramiento de maestro de la única escuela de la aldea.

Don Raimundo se sintió vivamente conmovido y la noticia fue un motivo de satisfacción para toda la familia, incluso el mismo Manolo que aceptó el puesto ebrio de   —26→   emoción y de gozo. Aquella insignificancia tenía una importancia capital para el muchacho: ¡alejaba por algún tiempo el mostrador de «El Porvenir», la amenaza que incesantemente lo perseguía, se pesadilla perpetua!

¡Con qué amor se entregó a sus nuevas tareas, cuánto empeño, cuánta pasión puso en las primeras lecciones dadas a los pequeñuelos de toscas y empacadas fisonomías, que le escuchaban mirándole fijamente con sus ojos sin expresión, reflejando en los rostros la dificultad con que los conocimientos iban elaborándose en los embrutecidos cerebros, habituados al monte o a la pampa, a la contemplación muda, al ascendiente estúpido de los padres!, -unas pobres bestias de carga disfrazadas de hombres o de mujeres.

Era animoso, alegre y satisfecho que todas las mañanas se plantaba en la puerta de la escuela a esperar a sus discípulos. Llegaban éstos aislados o en grupos, con sus librejos debajo del brazo, confusos y hoscos, dando vueltas entre las manos a las toscas gorras.

Manolo los animaba con el ademán y con el gesto; tenía una palabra amable para cada uno y se complacía hondamente con el infantil desfile. ¡Qué admirable raza sería la de los argentinos del futuro! En sus chicuelos, como él los llamaba, tenía una prueba palpable de la enorme fusión de nacionalidades que se estaba operando en la República: italianos, franceses, irlandeses, alemanes, españoles, hasta rusos, matizaban las clases de la manera más extraña: al lado de la fuerte contextura y la bronceada tez del criollo, ofrecía un violento contraste el extranjero de depurada raza, cabellos rubios, ojos azules y endeble cuerpecito.

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En sus largas divagaciones iba a veces muy lejos el soñador de Manolo y después de haber examinado todos los tipos, imaginaba una nación futura excepcional, de hombres bellos y fuertes, la resultante de la humanidad derramada por años enteros en las inmensas playas argentinas.

Cuando alguna vez, se le fue la lengua en su casa y presentó desnudas sus esperanzas, pintando el argentino del porvenir, como una combinación perfecta del valor y la nobleza del criollo, el ágil espíritu del francés, la indomable tenacidad del inglés o del alemán, la hidalguía del español y la inspiración del italiano, su padre le interrumpió violentamente:

-¡Bah! ¡bah! ¡bah!, tonterías, sandeces. Los que nos han embromado han sido los gringos: antes todos éramos iguales y todos nos conocíamos. Ahora no somos otra cosa que unos afeminados; ya no podemos andar a caballo, sino en ferrocarril o en coche. Los gringos han cambiado hasta la moneda para robarnos y explotarnos. ¡Aquí los hacemos gente, pero ellos encuentran zonzos como vos a quienes les hacen creer que son duques y condes y que sé yo cuántas cosas!

Caído de las nubes aquella vez, Manolo resolvió ser más cauto; decididamente él no tenía tacto para tratar a los suyos: sus opiniones, sus juicios, sus fallos, levantaban verdaderas tempestades en el hogar, un medio virgen, refractario al progreso moderno, apegado a las costumbres tradicionales, evidentemente inferior a sus aspiraciones y a sus gustos.

A veces, después de algún estallido, en que había   —28→   habido gritos y hasta insultos, Manolo se encerraba desesperado en su cuarto:

-¿Por qué no lo habían educado a él también en aquel medio? ¿Por qué lo habían mandado a Buenos Aires? ¿Por qué le había hecho presa el anhelo voraz de elevarse a costa de todo, de perfeccionarse día a día, de prepararse para otros campos? ¿No era acaso bastante la aldea? ¿Su padre, su madre, sus hermanas, todos los habitantes del lugar no habían sido felicísimos? ¿No llegaría él también a serlo? No, era ya imposible, una voz secreta se lo decía tenazmente en todos sus momentos de duda: ¡anda, avanza, combate, triunfa!

La escuela era su consuelo, todo el objetivo de su vida; él cumplía sus obligaciones y las de los demás, daba lecciones después de las clases, se multiplicaba para aturdirse, para ganar tiempo, para no oír hablar de «El Porvenir»: los chicuelos le adoraban y él los amaba tiernamente; su placer era ese, sentirse en un ambiente de simpatía y de cariño, por algunas horas; fuera de la escuela no tenía otro programa que su hogar, donde se espiaba sin descanso la oportunidad de amargarle la vida.



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ArribaAbajo- IV -

Manolo había llevado de Buenos Aires, entre sus múltiples recuerdos, un retrato. Era la única prueba material de una aventura pueril, de una debilidad de muchacho, religiosamente guardada siempre, para evitar, en la capital, las burlas de los amigos y en la aldea, las ferocidades de su familia. Todo el misterio de que había rodeado aquella, que consideraba su indomable pasión, la hacía para él más grata y más seductora. Era sólo tarde de la noche, cuando todo dormía, que Manolo iba hasta el cajón en que depositaba su tesoro, sacaba una pequeña caja, daba varias vueltas a una complicada llave, para encontrar al fin la hermosa fotografía que contemplaba con delicia, por largo rato: aquello se reproducía desde un año antes, y el encanto que en los primeros tiempos atribuía el niño grande a un entusiasmo pasajero, se había afirmado de tal manera, que punto menos que indispensable era el retrato a la existencia del maestro de la aldea.

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Para él, su aparición y su compañía en la mesa en que trabajaba hasta altas horas de la noche, evocaba pasados sueños y dulcísimos proyectos, que las realidades de su vida azarosa habían empañado, pero cuyo recuerdo lo impulsaba dándole bríos para luchar.

La bella imagen, de suave e inteligente expresión, hacía de ángel tutelar del maestro, soñador exaltado, víctima de múltiples y fantásticas ideas.

Una pasión tan vehemente y tan irresistible pintaba bien los relieves y defectos de Manolo, sus heroicas tenacidades e incomprensibles desfallecimientos, su temperamento de hierro capaz de afrontar sin titubeos las situaciones más extremas y sus constantes debilidades y vacilaciones.

Recordaba a veces el origen del retrato, la exaltación de su entusiasmo, lo absurdo de su amor vehementísimo y se sonrojaba, encontrándose ridículo y tonto. ¿Corregirse? ¿Por qué y para qué? ¿Acaso llegaría a saberse alguna vez que había profesado aquel culto misteriosamente, con toda la fuerza de su alma? No y mil veces no. ¿Y entonces, si era un placer, un inmenso placer para él, que tan pocos contaba en su vida, la platónica adoración, por qué había de renunciar a ella? Iba haciendo desfilar de esta suerte una serie de argumentaciones diversas, desde las más lógicas hasta las más absurdas, para llegar a la conclusión deseada: que podía sin mayores escrúpulos, continuar en silencio, eso sí, en silencio, el culto de la amada imagen.

¡La amada imagen! Tenía vivas, palpitantes, las impresiones de la tarde de su primero y único robo: lo   —31→   recordaba como si hubiese ocurrido mucho tiempo después; había ido con Ángel Lamar, una amigo íntimo, a la lujosa fotografía de la calle Florida -el motivo no o retenía exactamente- pero sí su emoción, ante la tarjeta brillante, en medio de la cual aparecía artísticamente impresa, la dulce fisonomía, sonriente, delicada, de líneas admirables. Estaba sobre la mesa, al alcance de su mano, ofreciéndose tentadora: no resistió; fue la obra de un instante, un movimiento casi involuntario, rapidísimo, aquel con que llevó la tarjeta hasta su bolsillo. Cuando se volvió, turbado y confuso, Lamar discutía con el fotógrafo, en el otro extremo del salón: ¡el delito quedaba ignorado y la bella imagen en su poder, para siempre!

¿Quién era? ¿Qué edad tenía? ¿Soltera? ¿Comprometida? ¿Casada ya? ¿Porteña? Morena, sin duda, y muy joven. La fotografía lo decía hasta la evidencia y luego era una fotografía flamante, de un mes quizás, quizás de menos. Se trataba indudablemente de una de las mujeres de moda y de fama en Buenos Aires, de las tantas que sus amigos le habían mostrado, en el teatro, en Palermo, en las calles, soplándole al oído un nombre de campanillas sin que él se hubiese dignado jamás observarlas atentamente.

Marchaba del brazo de Ángel, mudo, preocupadísimo, contestando con monosílabos las preguntas del compañero alegre y entusiasta, un charlatán desbordante de temas, que reía a más y mejor de sus propias bromas, atosigándole a preguntas y aturdiéndole con su cháchara insulsa, y él continuaba silencioso, abstraído en sus divagaciones, imaginando la figura deliciosa de aquella   —32→   mujercita, pocos momentos antes robada en efigie y gozando con la pueril posesión de la tarjeta, que estrechaba de rato en rato contra su cuerpo, para certificarse a sí mismo la posesión de su tesoro.

-¿Qué te pasa? ¡Estás hecho un idiota! Estalló de pronto Lamar, sacudiéndole del brazo.

-Hombre, nada, me duele la cabeza; hasta luego.

Y se había ido, precipitadamente, deseoso de hallarse solo, en su casa, en su cuarto, para contemplarla a sus anchas. Durante los días subsiguientes tuvo impulsos de confesar su debilidad, declarando a los amigos que había hallado su ideal, luego, tras largas dudas, decidió callar, afrontando decididamente el riesgo de no conocer jamás el nombre de «la del retrato», como bautizara desde un primer momento a la hermosa muchacha.

¡Conocerla! ¿Para qué? No era mejor guardarla tal como la había obtenido, misteriosamente? Sería su secreto, la pasión de su vida, aquel ser ignorado que él no alcanzaría nunca en la realidad y que lo acompañaría, sin embargo, desde lejos, como una esperanza de días mejores, como el ángel bueno de la vía-crucis que entreveía para el porvenir. Y tranquilo, resuelto, víctima de la adorable ingenuidad de su romanticismo, había vivido desde entonces, en la gran ciudad primero, más tarde lejos, muy lejos de ella, rindiendo culto apasionado a la misteriosa mujer «del retrato».



  —33→  

ArribaAbajo- V -

Era un día sofocante de mediados de febrero: un sol implacable había envuelto a la villa durante varias horas en una atmósfera de fuego, marchitando los árboles, caldeando la tierra, paralizando la vida. La pampa inmensa, emblanquecida, ávida de agua, entendíase árida y solitaria hasta confundirse con el horizonte, un horizonte turbio, empañado por los ardores violentos del rigurosísimo día; y en la infinita desolación de la naturaleza desmayada -desnuda y silenciosa, alzábase la aldehuela, rompiendo con sus líneas irregulares la abrumadora monotonía del panorama.

Sobre el montón de miserables casuchas, la vieja torre recortábase netamente en el azul del cielo, blanca al sol, pesada y grotesca, como si soportase a duras penas los rayos ardientes de aquel día infernal. De las callejuelas desiertas, surgían impulsadas por ligeras ráfagas de viento norte, pequeñísimas columnas de polvo, que crecían paulatinamente, arremolineando con lentitud   —34→   en su comienzo, con violencia al fin, hasta azotar los frentes de los edificios y colarse sigilosas a los interiores por puertas y ventanas.

Los habitantes del lugar dormían. Semi-asfixiados por el calor, vencidos por el hábito, los primeros comentarios de la sobremesa del almuerzo, los había hallado somnolientos y pesados, y cada cual había desfilado a su cuarto, a su cama, en las cuales, según usos tan antiguos como la existencia de la villa, Morfeo debía mantenerlos lejos del mundo hasta la caída de la tarde.

Manolo, refractario a la inveterada costumbre, se sofocaba entre las cuatro paredes de su cuarto; en ligerísimo traje, con una enorme jarra de agua a su lado y un libro delante, hacía que leía, procurando matar las horas abominables de la siesta, en que todo callaba a su alrededor, hasta la naturaleza, dominada por el ambiente de aquel verano excepcionalmente caluroso. Irritado y febril, veinte veces se había levantado a entornar la puerta, por donde, de rato en rato penetraban las ligerísimas columnas de polvo, y otras tantas, había desistido, impotente y desesperado.

Estaba de vacaciones. Había retardado los exámenes todo lo posible, pero al fin, sin explicación lógica, agotados los medios de dilación, las pruebas habían tenido lugar y los chicuelos se habían marchado a sus casas hasta después de la primera quincena de Marzo.

Un año hacía que se hallaba en la aldea. La mayor parte del tiempo lo había empleado en la enseñanza; al restante no recordaba con certeza, qué destino le había dado; había leído mucho, muchísimo y había sufrido: ¡cómo   —35→   había sufrido! ¿Era él, Manolo, el muchacho alegre del grupo de haraganes de «Oxford College», el que había padecido tanto? Un par de años antes se hubiera reído de buen grado, del Manolo de ahora, deprimido, taciturno y caviloso. ¿Dónde estaban sus alegrías, sus esperanzas y sus ilusiones? ¿Dónde todo aquel empuje, aquella inventiva, aquel carácter que le valieran de sus compañeros el mote de «muñeca»? ¿Se habían ido para siempre? ¿No le quedaba nada del caudal en que cifraba silenciosamente sus dulces proyectos? ¿Era un inservible?

Y analizaba prolijamente su persona y su vida. ¡Su vida! ¡Qué larga había sido en los últimos tiempos! Primero de lucha, de guerra abierta, de contrastes, de amarguras, luego de calma impuesta por la propia voluntad.

Muchas veces después de contenerse estudiadamente se había preguntado a sí mismo: ¿estoy en realidad hecho al medio? ¿Comenzaré a ser aldeano? Había dejado sin respuesta la interrogación por algunas horas, pero luego, en un estallido violentísimo, incontenible, la contestación le había brotado espontáneamente: ¡jamás!

La puerta de la habitación se abrió a mitad de las divagaciones de Manolo, y Ofelia apareció en el marco, bañada por el sol, a medio vestir, hinchadas las facciones por el sueño, los ojos apretados aún, protestando contra la implacable reverberación:

-Ché...

-Hija mía: te he repetido muchas veces que preguntes si se puede entrar. Cualquier día de éstos tú o Domitila se van a dar un chasco.

-¡El delicado!

  —36→  

-No, si no es por mí, es por Vds., que insisto en la advertencia.

-Bueno. ¿No has dormido?

-No.

-¡Qué zonzo! ¡Y con este calor! Yo duermo desde las once, y ni papá, ni mamá, ni Domitila se han despertado todavía.

-¿Qué horas son?

-Las cuatro y media.

-¡Pero no van a dormir nada esta noche!

-Mejor: la fiesta va a durar hasta tarde. Lo que es hoy hijito, antes de las diez y media o las once no nos acostamos.

-¿La fiesta?

-Jesús. Manolo, ¡qué entre! ¡Ya no te acordás que es santo de papá y que vienen a comer las muchachas!

-Cierto, estaba en Babia.

-Como siempre: vos vivís eternamente en esa parte. Me he levantado porque lo que es si yo no hago las cosas, aquí nadie las hace. Hay que mandar buscar el pavo a la panadería; yo no sé ni cuantas horas lo habrán tenido en el horno. Hemos aprovechado porque están haciendo galleta, así es que lo tienen encendido todo el día. ¿Tenés veinte centavos? Yo me voy a poner el traje celeste. Vos estarás de levita, naturalmente. Hay que ser muy amable con los mozos: vienen Domingo Laguna, Ernesto y Pancho, y además la Perla, Manuela, Agapita y la Ñata. Va a ser divertidísimo. A la noche bailaremos. ¡Ah! Sabes que parece... no, no te digo. Vestite. ¡Hasta luego!

  —37→  

Y se fue, dando un portazo formidable. Manolo se había puesto lívido. Al tormento diario, iba a añadirse otro, peor, más fuerte, más doloroso: ¡la fiesta! Confusamente entreveía la irrisoria reunión, con las muchachas empolvadas, groseras y torpes y los mozos zurdos, estúpidos, intolerables.

Estuvo un rato indeciso, abstraído. Luego, reaccionando, se puso de pie, abrió el baúl, echó sobre la cama algunas piezas de ropa y atacó con resolución una toilette minuciosa: ¡la primera desde que había llegado de allá, de muy lejos, de la ciudad encantada!

Cuando se halló listo, en su concepto irreprochable, fue hasta el comedor. La casa estaba en plena revolución: escobazos por aquí, plumerazos por allá, en todos los rincones y en todas las piezas una guerra ruidosa con descargas terribles, gritos destemplados, órdenes y contra órdenes. Doña Rosario, de pie, jadeante, enérgica, dirigía la acción contra las invasoras columnas de polvo, insistentes y tenaces, y envuelta en el humo gris del singular combate, semejaba la obesa matrona otra Juana de Arco, menos poética de líneas sin duda, pero seguramente más bochinchera.

Al apercibir a Manolo, elegante y tranquilo, se vino a él derechamente:

-¡Vos siempre el mismo! ¿Qué te sirvan, eso sí, pero lo que es tomarte el menor trabajo, ¿para qué, no es cierto? Qué revienten todos, pero el niño de florcita, eso sí, él de florcita. ¡Zángano de la colmena!

Y volvió a la acción dejando a Manolo estupefacto.

-¡A ver china, pegale un plumerazo a ese cuadro,   —38→   no, a ese no, a este otro, más fuerte, Jesús, qué inútil, fuerte, fuerte!

El maestro encendió un cigarrillo, miró al cielo azul, de un azul purísimo, en que revoloteaban, ágiles y ligeras, las golondrinas, libres como el aire y -un deseo vehementísimo, hondo, nacido en el alma, se le escapó en tres palabras: ¡ser como ellas!



  —39→  

ArribaAbajo- VI -

-Papá en la cabecera, dijo Ofelia, empujando a don Raimundo hacia el extremo de la mesa.

-Naturalmente, los mayores en edad, dignidad y gobierno, y en este caso con más razón que en ningún otro, por tratarse del festejado, del opíparo dueño de casa, agregó Laguna, frotándose las manos como si acabara de desembuchar una frase notable.

-La otra para Ofelia, que nos ha preparado con sus manos de princesa la yema quemada, añadió Pancho Arnaldes, perfumado y sonriente.

-Vos aquí, Ñata.

-Usted aquí, Pancho.

Invitados y dueños de casa rodearon la mesa. En la cabecera don Raimundo, a su derecha misia Rosario, a su izquierda Agapita López y en el orden respectivo seguían Ernesto Perales, Domitila, Pancho, Ofelia, Laguna, Manolo, la Perla, Molina, (invitado de última hora) y la Ñata.

-A usted, Ñata, le ha tocado el lado grave, dijo sentenciosamente Perales.

  —40→  

-Claro, murmuró con zocarronería Molina, como que se aproxima al estado a que ha de pasar en breve.

La mesa entera acogió con estruendosa carcajada tan oportuna salida, y doña Rosario, vecina de la Ñata, mordoré de risa, decía entre acceso y acceso: ¡qué bueno! ¡qué bueno! ¡qué bueno!

La sopa humeaba en algunos platos.

-Pero hija, por Dios, terció don Raimundo, interrumpiendo bruscamente los ruidosos efectos de la broma de Molina, volvemos a las andadas: ya sabés que quiero comer a la criolla y que me gusta antes que todo la sandía. A ver, china, retirá esos platos, y venga la sandía.

Y diciendo y haciendo, el corpulento dueño de casa se echó sobre la mesa, derramando una copa de agua, estiró el brazo tan largo cuanto pudo, y triunfalmente, levantó en alto la fuente, en la cual las enormes y brillantes tajadas rojas, esperaban el fatal destino que les estaba deparado.

-Agapita, ¿no se ha manchado usted por Dios?

-No señora, no.

-¡Alegría, alegría! Exclamó Molina, festejando la torpeza del anfitrión.

-¡Pero si es agua!

-A falta de pan, buenas son tortas, agregó el chusco, y todo el mundo estalló de nuevo, presa de verdaderas convulsiones de risa.

Manolo también jaraneaba. Si se hubiera examinado con atención su fisonomía, se hubiera caído en cuenta de que lo que hacía en realidad, era imitar la risa de los   —41→   demás, contrayendo con violencia la cara y dejando escapar de la garganta sonidos roncos, que podían ser lo mismo carcajadas que gritos. ¡Qué había de reír! Sufría, sufría hasta la desesperación.

Desde que los convidados habían comenzado a entrar, desde que en la sala de su casa se había hallado entre aquella gente, atacado por el perfume inaguantable del patchulí y del agua florida, herida la vista por los trajes de rabiosos colores, y los abultados rostros cubiertos de polvos, extraño en medio del grupo de los elegantes de la aldea, que miraban sorprendidos y risueños su ropa, su corbata y sus botines, cambiando entre sí, con torpe disimulo, signos de burla, toda su fortaleza había caído, y se había abandonado, náufrago de la suerte, a las penurias de la fiesta, con la resolución firmísima de mantenerse alejado de alma, ya que no de cuerpo, del burdo sainete en que le tocaba papel tan principal.

Los demás se preocupaban poco de su silencio, y los temas se renovaban incesantemente, tan monótonos como la aldea, tan áridos como la pampa, tan insustanciales y tan exuberantes como sus hermanas y las amigas de sus hermanas.

-Parece que se casa la hija de doña Jacinta.

-¿Qué me dice?

-Sí; es cosa hecha desde el paseo a la laguna.

-Paquita está con un reumatismo atroz.

¿Ha visto que se usa el verde? Han llegado buenos géneros al «Porvenir». (Sistema de propaganda de don Raimundo).

-Mamá se encuentra instalada en lo de Pepa, que está por salir de cuidado.

  —42→  

-¿Tendremos compañía de zarzuela este invierno?

-¿Qué me dice de la suerte de Dámaso? ¡Se ha sacado veinte pesos en la lotería!!

-El otro día no lo saludé porque no lo vi.

-¡Cállese! ¡Si usted ya no pasa nunca por casa!

-Amigo Manolo, le sopló de pronto Pancho, ¿qué le ocurre que está tan callado?

-Éste, dijo Domitila, es lo que se llama un baúl cerrado. ¡A ver como no se le viene el mundo abajo! No tiene entusiasmo sino para hablar de la espléndida, de la magnífica, de la inmensa ciudad de Buenos Aires. Allá todo es lindísimo. Lo bueno fue que en nuestro viaje no tuviéramos la desgracia de apasionarnos como él, y que por el contrario, volviéramos aquí adorando más que nunca a nuestra preciosa tierra.

-¡Bien por Domitila! Gritó entusiasmado Molina.

-¡Viva nuestro pueblo! Hizo eco Pancho.

Y todos, transportados de alegría, pusiéronse a ensalzar a la localidad, a la que faltaban algunos detalles, poquísimos por cierto, para alcanzar el grado de una ciudad de verdadera importancia.

-A ver china, serví vino, vamos a brindar por la patria chica, estalló don Raimundo.

-¡Bravo!

-¡Bien!

-¡Así me gusta! Respondieron por todos lados.

Y las copas difícilmente llenadas por la sirviente, que echaba con torpeza una buena parte sobre el mantel, antes de dar con el sitio conveniente, fueron bebidas con fruición.

  —43→  

-¿Usted me había hablado de un paseo en proyecto Ofelia? Preguntó Perales.

-Sí, contestó la muchacha, en vez de esta comida. ¡Yo soy tan partidaria de las carnes con cuero en la laguna!

-En... la laguna o en... el «Laguna», ¿cómo es eso? Terció Molina.

Enrojeció Ofelia, cortose Laguna, y hombres y mujeres sacudidos de nuevo por una tempestad de carcajadas, volvieron a echarse hacia adelante, luego hacia atrás, a derecha e izquierda, con la servilleta oprimida sobre los labios, ahogados de risa.

-¡Este Molina es el demonio! Exclamó Ernesto cuando se hubieron serenado.

-¡El demonio! Respondieron todos en coro.

Transcurrieron diez minutos y como las conversaciones se hubieran hecho parciales, y el otro plato no llegara, el impaciente dueño de casa protestó.

-¿Por qué no comemos?

-¿Por qué? Interrogó Ofelia a la china.

-¡Niña, contestó confusa la muchachuela, como usted me dijo que después de la humita, trajera el pavo!...

-¡Y bueno!

-¡Es que no lo han traído todavía de la panadería!

-¡Qué pícaros, andá, corré, pronto, y deciles que te lo den como éste!

Manolo miró con angustia a hombres y mujeres; las conversaciones, un momento detenidas, continuaron como si lo pasado hubiera sido un caso común, insignificante, ya ocurrido en otras ocasiones. El maestro   —44→   no pudo menos de sonreír visiblemente, en tanto que se decía a sí mismo:

-Imbécil, ¿te acostumbrarás al fin?

-Debemos estar orgullosísimos, exclamó levantando la voz Laguna. ¿Saben ustedes la noticia del día?

-No, dijeron todos, volviéndose al acicalado galán.

-Adivinen ustedes. Nuestra importancia ha aumentado extraordinariamente. ¿Qué ha podido suceder? Pues nada menos que la instalación en «La Paloma» de don Antonio Pérez Piñeiro.

-¡O sea «mírame y no me toques»! Respondió el pizpireta de Molina y vuelta todo el mundo a reír a más y mejor.

-¡A buenas horas! Añadió al cabo de un rato la nerviosa Agapita López.

-¡Valiente posma! Rugió doña Rosario.

-¡Por mí que reviente! Comentó Pancho.

-¡Dios lo guarde! Suspiró, haciendo eco, Manuela Arnaldes.

Y todos, unos más, otros menos, se expresaron en términos violentísimos contra don Antonio Pérez Piñeiro, y su familia, vecinos de la localidad desde horas antes.

-Parece que vienen a pasar un mes, después de otro que han estado en Mar del Plata -agregó Laguna- complementando sus datos anteriores.

-Mar del Plata... Mar del Plata... ¿y qué es eso? Preguntó Domitila.

-Un pueblo como éste, a que se le ha ocurrido, por capricho, ir a la gente rica de Buenos Aires.

-¿Cómo éste? Protestó sulfurando Molina. ¿Cómo éste?   —45→   ¡Qué más se quisiera! ¡Si ha sido fundado hace unos años apenas! ¡Ni iglesia tiene!

Manolo no pudo contenerse:

-Mar del Plata es un pueblo de baños, sobre el Atlántico, con hoteles hermosísimos y playas muy cómodas.

-¡Ah!

Por algunos momentos no se oyó sino el chocar de los cubiertos y los platos, y el ruido característico de las mandíbulas de don Raimundo al triturar los huesos del esperado pavo.

-Pérez Piñeiro es un nombre que he oído mucho en Buenos Aires, agregó Manolo, ¿qué viene a hacer por aquí?

-Hijito, le respondió Ofelia, los informes son fáciles de dar; a vos te va a encantar el personaje. Es de esos que abundan por tu querida Buenos Aires. Un ricacho egoísta, que odia a nuestro pueblo...

-Que lo odia, añadieron todos en coro.

-... que odia a nuestro pueblo y que es dueño de «La Paloma», una estancia muy linda, que da lástima que esté en tan malas manos. Ese señor y su familia vienen de paso, un mes cuando más, a gozar de las delicias de esta tierra, y traen todo, hasta cura para que les diga misa en la capilla que tienen allá, y no compran nada aquí, y en nuestro pueblo no se les debe ni esto (e hizo sonar una uña entre los amarillentos dientes). Ahí tenés lo que querías saber.

Al terminar Ofelia su precipitado y desfavorable informe, un ruido extraordinario se oyó a la distancia, lejos   —46→   primero, luego más cerca, más cerca, algo así como un ciclón que se aproximara velozmente, creciendo por segundos.

-¿Tormenta? Preguntó Domitila.

-¡No! ¡El día está espléndido! Contestó Pancho.

-¿Y entonces qué es eso? Insistió Agapita López.

Todos escuchaban suspensos, y nadie acertaba a descifrar el enigma. Las miradas, inquietas, se cruzaban de uno a otro extremo de la mesa, y como el estruendo se hiciera más y más cercano cada vez y el temor se retratara evidentemente en las caras, ya iban a abandonarse los asientos, cuando la causa de la alarma cesó como por arte de encantamiento, y en tanto que una espesa nube de polvo invadía el comedor, atacando las gargantas de los comensales, el llamador de la puerta de calle, nerviosamente manejado, repiqueteaba, anunciando una visita.

Ofelia, movida por la curiosidad, echó atrás el cuerpo, inclinando la silla, y manteniéndose en equilibrio con una mano apoyada sobre la mesa, miró hacia la puerta, anunciando entre temerosa y sorprendida:

-¡Un señor viejo!



  —47→  

ArribaAbajo- VII -

La chinilla volvió al cabo de algunos instantes:

-Busca al niño Manolo. Me ha dado esto.

Y estiró a Ofelia una tarjeta.

-¡Antonio Pérez Piñeiro! Leyó en voz alta la robusta hija de doña Rosario, paseando con asombro la mirada por los compañeros de mesa, no menos absortos ante la inesperada nueva.

-¡Estará equivocado! Balbuceó Domitila.

-Será a mí, terció don Raimundo.

-Vendrá a pedirle explicaciones por sus palabras, añadió el bromista de Molina.

Pero esta vez nadie se rió.

-¿Te ha dicho que quiere hablar conmigo? Preguntó Manolo.

-¡Sí señor, si me ha averiguado que si era usted el maestro del pueblo!

-Allá voy.

Echó a un lado la servilleta, sacudió las migajas que habían   —48→   caído sobre su ropa y empujando la silla hacia la mesa, pidió disculpa, hizo una ligera reverencia y se marchó.

-¿El Sr. Álvarez?

-Servidor, pase usted adelante.

Era un hombre de noble porte, joven de rostro, de cabellos blancos, barba entrecana, alto, delgado y que poseía unos ojos vivos, grises, de mirar penetrante. Vestía con sencillez, y era distinguido y suelto en sus actitudes, al par que afable y campechano al dirigirse a Manolo desde el sofá de la humilde sala.

-¿Estaba usted comiendo? Cuánto lamento haberlo molestado... volveré otro día... dígame con sinceridad si incómodo... hábleme usted con franqueza, con entera franqueza. Nosotros los de Buenos Aires tenemos, entre otras muchas, la mala costumbre de comer tardísimo.

Tranquilizado por Manolo, aceptó un cigarrillo, lo encendió, se instaló a sus anchas en el sofá y expuso:

-Sabrá usted que soy desde hace tres años el propietario de «La Paloma», un establecimiento de campo que usted conocerá seguramente, el mejor partido...

-No señor.

-¡Hombre, es extraño! ¡Mi estancia queda apenas a tres leguas del pueblito y es tan antigua! ¿Ni ha pasado usted por ella, siquiera alguna vez?

-No señor.

-¡Curioso! Para el objeto de mi visita éste es un detalle sin importancia: escuche usted. Paso aquí, con mi familia, desde que adquirí el establecimiento, una temporada de verano, que varía entre uno y dos meses. Lo hago por consejo médico, a causa de una antigua   —49→   dolencia de mi mujer; reposamos en este delicioso paraje una veintena de baños tomados en Mar del Plata y la salud de todos marcha a maravilla. Amigo, nuestra tierra tiene cuanto se le pide: ¡hay que saberlo encontrar, nada más! Este año estoy en un serio conflicto: por nada dejará mi mujer de pasar el benéfico mes de «La Paloma»; pero si usted no me saca del aprieto, me parece que será necesaria una separación, siempre dolorosa para los que estamos habituados a vivir unidos, y que temo sobre todo influya de tal manera en el ánimo de los míos, que eche a perder totalmente los magníficos resultados que obtenemos en nuestro tranquilo reposo anual. ¿Se sorprende usted? Voy a explicárselo todo de una vez. Tengo un chicuelo, de doce años casi, que es la joyita de la familia. No le oculto que hay verdadera debilidad por él en mi casa. Estudia y está adelantado; al volver a Buenos Aires, dará su examen de ingreso en el Colegio Nacional. El muchacho es inteligente, despierto, vivo, pero haragán, a fuerza de los mismos de la madre, de la hermana y de mí mismo, se lo confieso a usted ingenuamente. Allá ha tenido buenos maestros y se encuentra según la opinión de ellos, en situación de atacar la dura prueba, la primera, imagínese usted si será terrible y si hay que prepararlo sin descanso: pero es el caso que no he hallado profesor que nos acompañe hasta estas alturas, y he traído al chiquilín por unos días para volverlo pronto a sus tareas con dolor de mi corazón y con sin igual disgusto de mi mujer y de mi hija.

Ahora bien, mi amigo, estaba en este durísimo trance, cuando hace algunas horas el capataz me informó de su   —50→   presencia en el pueblo y de la posibilidad de que usted me prestara el inmenso servicio que anhelo, y aquí me tiene usted a solicitarlo, en mi propio nombre y en el de los míos, dispuesto a hacer cualquier sacrificio para evitar una negativa que nos sería penosísima y nos dejaría definitivamente en la violenta situación que he pintado. Así pues, sin ambages ¿está usted en condiciones de hacerse cargo de mi hijo hasta mediados de Marzo? No hay nada que enseñar; es una tarea de repetición, de recordar lo aprendido con la experiencia y la autoridad que me informan tiene usted en el pueblo como maestro. Me encomiendo, pues, a su buena voluntad.

Como Manolo, pensativo, callara, agregó:

-Excuso decir a usted que el sueldo estará en proporción con el trabajo. ¿Doscientos pesos, por ejemplo, le convendrán a usted? ¿Más aún? Yo no entiendo estas cosas y me fastidian; queda usted autorizado para fijar su remuneración: no será en ningún caso semejante nimiedad motivo de disgusto entre los dos.

El maestro pensaba. Era una vida nueva, aquella que se le ofrecía por boca del feliz propietario de «La Paloma», un paréntesis a la monotonía de la existencia penosamente arrastrada en la aldea; aire, luz, alegría, algo así como una aproximación a otras tierras, a otros hombres, a otros hábitos, que amaba con frenesí, en el silencio de la lucha sin descanso de todas las horas y de todos los momentos; era el medio de huir, del martirizante trato de los suyos y de los extraños; del ambiente de fuego; del odiado villorio, de callejuelas estrechas y construcciones chatas y pobres; de todo   —51→   aquello, en fin, que lo atormentaba hasta hacerlo desesperar del porvenir, el horrible, el negro porvenir, poblado de amarguras y desilusiones, mil veces adivinado, sin un rayo de luz, incierto y tenebroso.

Don Antonio, a la espera de la respuesta, se impacientaba:

-No he dicho todo aún, añadió; por la mañana, a las siete, el break vendrá a buscarlo, si es que usted no prefiere ir a caballo, y por la tarde, de cinco a cinco y media, estará usted de nuevo entre los suyos.

En aquel instante las carcajadas del comedor llegaron a la sala, claras y estridentes, y Manolo, tocado como eléctricamente por ellas, dio su respuesta, inmediata, brusca, decidida:

-Aceptado, señor, desde mañana estoy a sus órdenes. Es un verdadero placer para mí, poder ser a usted útil en esa circunstancia y haré cuanto esté de mi parte por corresponder a los deseos que me manifiesta.

El rostro de don Antonio se iluminó de alegría.

-Quedó a usted obligadísimo, dijo poniéndose de pie y estrechando las manos del muchacho. ¡Crea que el servicio que usted nos hace es de aquellos que no se olvidan!

-El asunto no vale la pena respondió Manolo, al devolver el apretón de manos. Espero que seremos buenos amigos y que me tratará usted con confianza. Repito: quedo por entero a sus órdenes.

-¿Pasado mañana, entonces?

-Pasado mañana.

-A las siete, en el break.

-Perfectamente.

  —52→  

-¡Es usted nuestra salvación!

-¡Señor!

-Cuente desde ya con un amigo muy agradecido.

Le acompañó hasta la puerta de calle, donde se repitieron los calurosos saludos; subió el inesperado visitante a un gran break que arrastraban dos yuntas de impacientes y nerviosos caballos; saludó varias veces desde lo alto repitiendo a voces «hasta pasado mañana, a las siete»; dio señal de marcha; moviose con estrépito el monumental carruaje entre una nube de polvo y en tanto que un lacayo, surgido de la tierra, escalaba diestramente por la parte trasera del vehículo, alejado al trote largo de los animales de raza, don Antonio, de pie, agitaba afectuoso y agradecido su blando sombrero.



  —53→  

ArribaAbajo- VIII -

Buenos Aires, capital de la República Argentina, ciudad cosmopolita, comercial, de rapidísimos progresos y éxitos fáciles en todos los campos, tiene una aristocracia, grave, digna, solemne, en apariencia, punto menos que inaccesible. Fundada en los más variados y extraños antecedentes, lo mismo en una genealogía de raíces profundas en España, que en las famosas proezas de los guerreros de la independencia o en varios centenares de leguas y millares de vacas y ovejas pacientemente amontonadas en dos o tres generaciones de labor ruda y oscura, presenta un todo informe, caprichosísimo, como reducción imperfecta que es de otras aristocracias, más grandes y más importantes.

Esta aristocracia no tiene límites, y así como en los países monárquicos el que no lleva título no es noble, en Buenos Aires, donde no hay títulos ni honores, la nobleza se rige por las reglas más arbitrarias y menos lógicas, reglas elásticas que permiten figuraciones incomprensibles   —54→   , y se cierran enigmáticamente a solicitaciones justísimas.

Sociedad nueva, exenta de las preocupaciones de la sangre, renovada por espacio de ochenta años, compuesta por los elementos más heterogéneos, vive al día, al azar de la moda, levantando hoy a un extranjero más o menos inteligente que llega, tras borrascosa vida, a caza de una posición; mañana a un político pudiente y ensorbecido, que promete ascensos y triunfos, otro día a un mimado de la suerte a quien a caído la fortuna, y en no pocas situaciones a algún arrojado, con la bastante osadía para afrontar sin vacilaciones una docena de desaires y otra de chismes de grueso calibre; lo necesario para llegar, es salvar las apariencias a toda costa, luchar prudente pero valientemente, y obtener, tan sólo uno, de esos éxitos momentáneos que ponen un nombre en todas las conversaciones por un par de días: lo demás resulta sencillísimo.

De suerte que podrían fijarse dos aristocracias para la gran ciudad del Plata: estable la una, antigua y severa; volante la otra, caprichosa y liviana; ambas tienen sus preocupaciones, sus tiranías y sus ridiculeces; silenciosa aquella, bullanguera ésta, se confunden y se complementan, dando una resultante media, no siempre distinguida, pero a menudo agradable.

La solemne está compuesta por las familias de abolengo, o simplemente antiguas. Para pertenecer a ella es necesario que los antepasados hayan figurado en las filas de los ejércitos de la independencia, frecuentado los salones porteños desde 1810 hasta la organización   —55→   nacional y poseído tierras y haciendas desde la época del coloniaje. Tener entre los antecesores un oidor de la última audiencia española, llevar el nombre de un capitán heroico de la época en que se guerreaba contra España o ser propietario de una esquina céntrica desde principios del siglo, son títulos que dan inmenso ascendiente e indiscutible preponderancia social.

Los elementos que componen la aristocracia volante aparecen sin antecedentes, por oposición a los anteriores, envejecidos en casi un siglo de uso diario; seres ignorados, surgen deslumbrantes, fascinadores, llamando vivamente la atención pública; se imponen tras un hábil despliegue de fuerzas, y triunfan al fin, incorporándose con todos los honores a la vida mundana, sin más pasaporte que la corrección y el lujo de vestir, la suntuosidad de los equipajes, la esplendidez de los saraos ofrecidos con magnificencia y desprendimiento, y las costosas localidades infaliblemente ubicadas en la parte más visible del teatro de la Ópera. La toma de posesión es peligrosa y más de un descalabro ruidoso se comenta todavía con pintoresco mote aplicado a la víctima, pero por lo general, los volantes no se descalabran, y por el contrario, quedan arriba, bien arriba, satisfechos y agasajados, aristócratas del éxito, improvisación curiosa y divertida de esta nuestra infantil América latina.

Don Antonio Pérez Piñeiro pertenecía a la vieja sociedad de Buenos Aires. Hijo de don Antonio Pérez Piñeiro, hacendado de renombre, muerto diez años antes, el cual a su vez descendía de don Antonio Pérez, patriota   —56→   perseguido durante la tiranía de Rosas y miembro de la familia de don Antonio Pérez, militar pundonoroso y valiente, con brillante foja de servicios en el ejército de los Andes, figuraba con honor entre las familias tradicionales de la aristocracia porteña, habiendo alcanzado por su fortuna y por su posición social, uno de esos renombres universales, acatados sin discusión, síntesis de la influencia impalpable y fuerte de los millones, pomposamente exteriorizados en un palacio y algunas docenas de casa en la capital, y hasta ocho estancias en la provincia de Buenos Aires.

Contaba a la sazón don Antonio cincuenta y ocho años y si bien blanqueaban sus cabellos, conservaba fresco el rostro, brillante la mirada, ágil el cuerpo, rápida y segura la inteligencia; agradable y sencillo, afectuoso y franco, la vida, al pasar por su alma y agitarla en hondas amarguras, había dejado sombras en su espíritu, sin modificar la dulce bondad de su carácter. Era débil e irresoluto, sugestionable, candoroso e ingenuo, pero todos sus actos llevaban un sello de hombría de bien, que excusaba los defectos, realzando las noblezas de las prendas personales. Hombre de salón, ignorante, víctima del medio en que había crecido y se había desenvuelto, ningún hecho notable contaba en su existencia, como no fuera el haber llegado una vez, por accidente, a ministro en la provincia de Buenos Aires. Director de Bancos oficiales y particulares, miembro de asociaciones de caridad o de fomento ganadero y agrícola, designado por el gobierno en diferentes oportunidades para formar parte de comisiones encargadas de   —57→   dictaminar acerca de interesantes problemas rurales, y vinculado extensamente en la alta sociedad bonaerense, era el prototipo del conservador: pusilánime, medido, desconfiado, sin un impulso, sin una iniciativa, sin una idea. En política había estado siempre del lado «de la autoridad constituida», condenando «la demagogia», los «movimientos subversivos», la «propaganda ardiente», las «impaciencias» y las «pasiones del pueblo bajo»; en religión era católico apostólico romano; socialmente, inflexible: para él existían aún las castas, y así como en el trato diario no tenía empacho en ser afable y humilde con todos, tocante a rangos sociales, transformábase en el más enérgico defensor de los principios aristocráticos, condenado inexorablemente los «avances del populacho», o sea la actuación de los elementos volantes que iban incorporándose a la tradicional sociedad de Buenos Aires.

Lo había afirmado en sus preocupaciones, empeorando muchas de ellas, doña Trinidad Rodríguez, su legítima esposa, a quien se uniera poco después de cumplir los veinticinco años, tras una accidentada juventud.

Era la señorita de Rodríguez, brillantísimo partido, por su belleza, por su rango social y por su fortuna no despreciable que el porvenir le deparaba, como a hija única de un par de millonarios, de sangre azul y abolengo de campanillas, muy sonado en más de un siglo de trasplante, a estas feraces regiones. Tan seductora unión debía tentar al calavera, caído al fin en el lazo, por convencimiento más que por imprevisión.

No había sospechado este, a pesar de su precoz experiencia,   —58→   que en el hogar que formaba, su mujer había de relegarlo al segundo plano, tomando desde el primer momento las riendas del gobierno.

Y así sucedió sin embargo. Sea porque no tuviera él el carácter suficiente; sea porque ella lo tuviera en extremo, es lo cierto que trocados los papeles, impuso doña Trinidad su real gana y la mantuvo por jamás, sin aceptar la más leve insubordinación.

Cincuenta y dos años acababa de cumplir la noble matrona, y aún cuando desmejorada y enferma, blanco el cabello y ajado al rostro, no era ya la codiciada mujer de sus días de gloria, conservaba los rasgos de líneas perfectas de la clásica fisonomía, y como un perfume de la gracias y de la gentileza que en otro tiempo la hicieran estrella de su generación y reina de los salones porteños. Agriada en una vida de dolores profundos, perdidas las ilusiones, minado el físico por males graves, -sus intemperancias, sus exigencias, sus prevenciones, sus caprichos, se habían centuplicado, llegando a hacerla punto menos que intolerable. Educada en la vieja escuela, convencida de su superioridad de raza y de sangre sobre todos los mortales, apegada a hábitos irrisorios, llena la cabeza de ideas fantásticas, adquiridas en sus viajes a Europa, apasionada en sus afecciones y en sus odios, adulada por sus amigas, solicitada con tenaz empeño por todas las sociedades de beneficencia, y relacionada con la sociedad más distinguida de Buenos Aires, ofrecía un caso típico, aunque exagerado de la dama de corte antiguo, severa e inexorable.

Doña Trinidad odiaba la república, porque era el gobierno   —59→   del pueblo, y el pueblo, bruto e ignorante, no podía fundar buenos gobiernos; sostenía que el español era un idioma grotesco, y empleaba el francés en todas las conversaciones, formando una lengua mixta originalísima; estaba al tanto de los menores accidentes ocurridos en las casa reales de Europa y punto menos que tuteaba a soberanos, a altezas y a príncipes; tenía al dedillo la genealogía de las familias bonaerenses, y fallaba sin apelación cada vez que alguna duda se elevaba acerca de determinada persona, exclamando o es «comme il faut» o es «bourgeois», sus dos expresiones favoritas; soñaba para sus hijos con príncipes herederos, marqueses, condes y duques, y no pocas veces decía: «¡mira, hijita, que partido el heredero de la corona de ***!» o bien «a vos chiquilín, l'adorable petite fille del príncipe de Battermberg» y un suspiro se escapaba de su pecho, suspiro de resignación ante la imposibilidad de realizar uniones tan bellas! Vivía preocupada de increíbles nimiedades: para los caballos de sus carruajes de colores del Duque de Portland; un perro King-Charles para el vestíbulo, como el de la duquesa de Montpensier; concierge para la puerta de calle, a semejanza de los de París, y criados que no hablaran otro idioma que el francés y... ¡si hubiera podido rodearse de elementos tales que la hubieran hecho olvidar que vivía en Buenos Aires, en la enorme aldea, «a societé bourgeoise», en medio de «las pampás» y hacía sonar enfáticamente la última «a», en el país de la «poussiere»! ¡Qué feliz hubiera sido!

Adoraba los points sociales y era juez temible, que fallaba sin apelación en los más variados asuntos sometidos   —60→   a su alto criterio: el casamiento tal era de la «boue», de la «vraie boue»; la fortuna del cuál «c'etait de la feerie»; en Buenos Aires el número de los «rastaqoueres» había llegado a lo escandaloso; fulano era un miserable, como buen nieto de zutano, seide de Rosas; las manifestaciones populares «de infamies» para impresionar a la gente bien, anarquismo puro; el palacio del vecino, un palomar que debía demoler la fuerza pública.

En sus conversaciones, lo suyo, tenía un papel principalísimo. De antemano se sabía que no había de ponderarse un cuadro, un carruaje, una planta, una flor en su presencia, porque acto continuo ella intercalaba diestramente el elogio de lo que pertenecía: «nuestro único Bougerau, el famoso Carolus Duran de Antonio; el coupé Mulbacher que trajimos; las plantas y flores de nuestra «serre» que han costado por valor de cien mil pesos». Y que nadie contrariara sus opiniones, so pena de una implacable prueba, con muchas palabras en francés pronunciadas con exageración, cifras, citas y comentarios.

Si bien fundamentalmente sus padres habían hecho de Trinidad Pérez Piñeiro una muchacha tan apegada como ellos mismos a las preocupaciones del linaje, de la posición social y de la fortuna, no habían logrado, a pesar de sobrehumanos esfuerzos, modificar su carácter ligero, alegre y versátil. Contrastaba con los suyos en sus gustos, en sus aficiones y en su conducta, medida por una coquetería fácil, que había levantado pasiones como tempestades, rodeando su nombre de simpatías y odios intensos.

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Alta, de hermosa figura, ojos pardos, rasgados, nariz aguileña, boca ligeramente abultada por dos labios expresivos, pálida, ojerosa, con cabellos negros y abundantes que coronaban la correcta cabeza, bien plantada sobre los hombros, inteligente, expresiva, graciosa, sino linda, seducía por su tipo extraño, y apasionaba, sobre todo, por el arte supremos de su vestir y de su delicadísima coquetería.

Las tres personas comentaban bajo el amplio corredor de «La Paloma» la noticia traída del pueblecito por don Antonio, cuando Enrique apareció de improviso preguntando ansiosamente:

-¿Y?

-Adiviná, le respondió aquel tan sastifecho, que el muchacho no tuvo dudas, y transportando de gozo comenzó a festejar ruidosamente la buena nueva.



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ArribaAbajo- IX -

Rodaba el breack por el interminable camino, tendido caprichosamente en la Pampa; ora recto, ora serpenteando, distinguíase neto, blanco, en el marco plomizo, verde a trechos, de la inmensa llanura aniquilada por los ardores del sol. Era una mañana fresca, alegre, clara; la naturaleza, simple y grandiosa, antes de caer vencida en el bochorno de la atmósfera de fuego, desplegaba triunfalmente sus galas, bajo la bóveda azul, límpida y serena.

De cuándo en cuándo, de los bordes del camino, alzábanse, llenando el campo con sus característicos alertas, los teros en parejas, produciendo estridente algarabía al revolotear asustados alrededor del carruaje, o alguna garza blanca, inmaculada, volaba silenciosa, pesadamente, abriendo las anchas alas, con las dos patas rectas, paralelas, echadas hacia atrás.

De la hondonada recorrida por un arroyuelo moribundo, partían, al aviso de los teros, bandadas enormes de patos, que se dibujaban en el horizonte, cual si fuesen negras figuras   —64→   de extravagante forma, serpientes colosales, retorciéndose caprichosamente sobre sí mismas o estirándose perezosas a los suaves rayos del sol matinal, y no pocas veces, el bólido silbante e inesperado, señalaba una perdiz martineta escapada de entre las patas de los caballos que arrastraban el pesado vehículo.

Millares de jilgueros saltaban de rama en rama en los cardenales, confundiendo su plumaje ceniciento con el color gris de las erizadas ramas, rematadas por toscar flores, de una violeta pálido, borrado casi por el polvo acumulado durante días enteros, -y en el cielo azul, perfilábanse nítidamente siluetas de gavilanes, inmóviles, adormecidos en el ambiente virgen de la mañana.

Manolo soñaba, embriagado por el cuadro, por el aire, por la luz. Para él aquel viaje era algo así como su liberación, una vida nueva, que iniciaba en marcha hacia países lejanos, encantados, maravillosos, y su imaginación, exaltada por la belleza del panorama, lo transportaba a una región tranquila, de bonanza sin fin, donde hallaría la mujer amada, la del retrato, ¡suya por jamás, en una existencia de paz y de ventura! Cuando algún barquinazo del coche lo volvía a la realidad, paseaba la vista, deleitado, por la Pampa inconmesurable, y nuevamente tornaba a engolfarse en sus fantásticas divagaciones, abstraído, lejos, muy lejos del mundo.

El breack, arrastrado con rapidez, había dejado atrás buena parte del camino y corría siempre, sobre sus ruedas relampagueantes, rumbo a la estancia, cuyo bosque, tupido y extenso, destacábase como una mancha oscura en el fondo del campo.

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La aridez de la planicie se modificaba paulatinamente y una nueva zona, menos inhospitalaria, ofrecíase a la vista, teñida por el verde pálido de las debilitadas gramíneas.

Vencido el primer alambrado, el carruaje seguía un camino estrecho, por entre una doble fila de postes desiguales, caprichosos y toscos, que marcaban el límite extremo de la señorial posesión de Pérez Piñeiro, y el avance del vehículo sorprendía en los troncos muertos y simétricamente alineados que formaban la ruta, chimangos amarillentos, que alzaban el vuelo, callados y pacientes, e iban a asentarse por dos o tres veces delante de los viajeros, coronando los postes, para partir al fin, amedrentados, abiertas las alas, la cola en abanico.

A pocas cuadras de marcha, la primera tranquera cerraba el paso, vigilada por una pareja de ancianos, cuya habitación humildísima, un rancho de barro, levantábase desproporcionada y pintoresca en medio de la Pampa, e inmediatamente después, la llanura exuberante, esmaltada de verde, desarrollándose hasta confundirse con el horizonte, daba la sensación de un inmenso oasis, en medio de la planicie infecunda que se había dejado atrás.

Los caballos, aguijoneados por el látigo, cubierta de espuma la boca, brillante el sudoroso cuerpo, continuaban su trote largo, dejando escapar por momentos resoplidos de fatiga, y el breack rodaba siempre, dirigido al bosque, cuyos contornos iban dibujándose más y más cada vez.

Los primero animales del establecimiento aparecían alrededor del vehículo; una punta de vacas, gordas, redondas, con los lomos rectos, las cabezas pequeñas, los   —66→   cuernos blancos, las patas fuertes, el pelo lustroso. En tanto las próximas se alzaban recelosas y malhumoradas, volviendo insistentemente la cabeza, las lejanas miraban con empaque, de frente, aquella caja extraña, que pasaba veloz, sobre cuatro circunferencias luminosas. Más adelante, al ruido del coche, huían en tropel centenares de ovejas, y luego, otras puntas de vacas y otras majadas, se sucedían de distancia en distancia, dando variadas notas sobre el tapiz verde esmeralda de la campiña.

Algún puesto miserable, aislado, sin un árbol, diseñábase a lo lejos, para desaparecer enseguida, perdido en el vasto horizonte, y por momentos confundíanse los balidos plañideros de las ovejas, con los bramidos cortos e intermitentes de los toros, que avanzaban hacia el camino, soberbios, resueltos, desafiantes, erguido el cuerpo, alta la cabeza, la nariz dilatada, los ojos fijos y brillantes.

Trinaban los pájaros llenando el bosque con sus himnos matinales, cuando el vehículo, haciendo una curva, enfiló la amplia avenida, umbría, recta, flanqueada por eucaliptus colosales, cuyas elevadísimas copas, al confundirse, entrelazando su complicado ramaje, formaban severa y majestuosísima bóveda. Una sensación de frío húmedo, guardado en el intrincado laberinto de troncos y ramas, dominaba dentro de la arboleda, oscura, solitaria y misteriosa, bajo las arcadas tendidas atrevidamente por la naturaleza sobre los troncos gigantescos.

En el fondo lejano, estrechado entre el doble muro de los árboles, destacábase pequeño y coqueto el caserío   —67→   de «La Paloma», intensamente claro sobre la arboleda sombría, iluminado de lleno por la luz vigorosa de aquel día purísimo de Febrero.

Faltaban aún unas veinte cuadras para llegar, y Manolo, nervioso, conmovido, febriciente, se alistaba con rapidez, procurando dominar la turbación que súbitamente lo había invadido, mezcla de alegría y de pesar, de temores vagos y de emociones indefinibles.

El bellísimo cuadro seguía corriendo, entretanto, a ambos lados de vehículo, rápido como una decoración de teatro, sin que el maestro prestase atención a los detalles deliciosos que iba ofreciendo la naturaleza, adormecida en las sombras, bajo las espesas copas de los árboles.

Mil cantos amigos partían de todas partes, y entre ellos sobresalían, alegres y penetrantes, en las ramas vecinas, los armoniosos dúos de los horneros, los reclamos monótonos de las urracas, los quejidos dulcísimos de las torcaces, perdidas en el tupido follaje.

Abajo, en los espacios comprendidos entre tronco y tronco, crecían delicadas gramíneas, de un verde intenso, que contrastaba con los tonos tristes del bosque; y de cuando en cuando, bajaban de arriba, transparentes e impalpables, angostas cascadas de luz, que llegaban a perderse silenciosamente en la tierra, en manchas blancas, bien recortadas sobre el tapiz sombrío, en tanto que dentro de sus luminosos rayos, centenares de diminutos insectos, bailaban zumbando confusísimas danzas.



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ArribaAbajo- X -

Era una casa antigua, de grandes dimensiones y pobre arquitectura, baja, ancha, rematada en su parte central por un mirador que traía a la memoria la vieja torre de la aldea, profusamente decorada con vidrios de colores y fantásticas molduras. Un amplio corredor circular, cuya techumbre y pilares de hierro desaparecían bajo las enredaderas, completaba la masa del edificio, famoso en la comarca por sus proporciones, por la osadía de su plan y por sus comodidades. Dragoneaba de castillo, feudal la morada Pérez Piñeiro, el cual no había tenido la menor complicidad ni en su construcción, ni en su bautizo. Tal como estaba, salvo alguna que otra mano de blanqueo, la había recibido directamente de los hijos de su autor, un criollo enriquecido y progresista, aunque falto de gusto, fallecido años antes.

En balde había querido borrar el nombre de la vieja estancia, tachado de «bourgeoisie detestable» por su severa consorte; todo había sido inútil, y apenas si ellos   —70→   mismos la designaban en Buenos Aires con el exótico apodo de «Malmaison». En el partido y en la aldea, había sido, era y sería siempre «La Paloma» pura y simplemente «La Paloma».

Una innovación contaba sin embargo; innovación exigida por Misia Trinidad, durante el primer año de su residencia en ella: que había de hacerse un gran parque alrededor de la casa. Resistió débilmente en un principio don Antonio, pero hubo de ceder al fin a las reflexiones de su mujer, y la desaparición de una parte del bosque quedó decretada.

-Tú que has viajado, me parece increíble que te opongas a mis ideas de progreso. ¿Dónde has visto que se llegue a un castillo que no esté rodeado de parques?

-Pero hija, esto no es castillo y luego el clima...

-¡Qué clima me has dado a guardar! C'est bête, moncher, c'est que tu dis là! Haremos el parque y verás que aspecto nuevo toma todo esto. Bien lo necesita. Y luego en los caminos pondremos arenilla y en los parterres lindísimas plantas; «les arbres me font mal».

Algunas semanas después el parque quedaba delineado, las calles listas, el edificio de «La Paloma» bien aislado y la señora satisfechísima de su obra.

Tal era la modificación fundamental efectuada por la familia de Pérez Piñeiro en la estancia a que el maestro de la aldea llegara, temeroso e irresoluto, en aquella soberbia mañana del mes de Febrero.

De pie en el corredor, con un diario en una mano, los lentes caídos sobre la nariz, la cara sonriente, don Antonio,   —71→   que había escuchado a la distancia el rodar del carruaje, esperaba a Manolo, alegre y campechano.

Cuando con estrépito detúvose el break ante la gradería, el propietario de «La Paloma» descendió algunos peldaños, adelantando un cordial saludo:

-Mi distinguido amigo, ¿cómo le ha ido a Ud. de viaje? ¿Muy fatigado? ¡Cuánto gusto tengo de verlo por acá!

Estrechole la mano con efusión, y sin soltársela le acompañó a subir hasta el corredor, ofreciéndole asiento en uno de los sillones de paja diseminados en la rotonda.

-¡Su llegada es para nosotros un acontecimiento!

-¡Señor!

Como lo oye. No se ha recibido a nadie en esta casa, desde hace mucho, tiempo con la alegría que a Ud., mi amigo. Y se explica: le debemos la tranquilidad que iba a faltarnos, es decir, un servicio de consideración. Hoy no dará Ud. (clase: conversará un rato con el chicuelo, y el tiempo restante lo empleará en conocer a los míos y a ésta, que es su casa, como ya se lo he dicho).

Manolo estaba absorto. Un mundo de sensaciones extrañas le agitaban, mareándole hasta producirle el vértigo. En efecto era un hombre demasiado bondadoso para que no fuera excepcional su gentileza. Había exageración en la aldea para juzgarlo, pero no era posible que todo el mundo hallase idéntica acogida en el rumboso señor de la comarca. Él lo había dicho un momento antes: «no se ha recibido a nadie, en mi casa, desde hace   —72→   mucho tiempo, con la alegría que a Ud.». Si aquello era extraordinario, era para él y solo para él. Se le esperaba como a una providencia y ésta era la única explicación posible de tanto afecto como el que se le ofrecía, forzosamente un afecto de ocasión, ligero, banal, momentáneo. ¿Y a él que le importaba? ¿No tenía hondo anhelo de consideración, de respeto y de cariño, aún cuando en realidad no fuesen sinceros? Se haría la ilusión de que le amaban, y vivirían en paz, un mes siquiera, de aquel año iniciado bajo auspicios tan negros.

-Discúlpeme Ud. un instante, voy a llamar a Enrique. Con las señoras no hay que contar hasta un poco más tarde; es una costumbre que no lograré desarraigar ya, ésta de que duerman toda la mañana. Me han vencido después de tenacísima lucha: apenas si he conseguido mejorar la situación en una hora, como máximum y eso tan sólo en las ocasiones extraordinarias. Hoy las tendremos listas más temprano que habitualmente: quieren hacer los honores al bienvenido.

Manolo quedó solitario. Un cuadro delicioso, brillante, inundado de luz, desarrollábase ante él. Debajo de la galería y a ambos lados de la ancha avenida que serpenteaba hasta la casa, estendíanse los parques, verdes, cuidados, frescos, matizados aquí y allá, de distancia en distancia, por plantas extrañas, arbustos de hojas raras, rectas palmeras, pinos grises y mustios, simétricamente plantados en medio de los céspedes, que bordeaban los caminos cubiertos de pedregullo. Multitud de flores de variados tonos, daban también su nota en aquel paisaje moderno, correcto, preparado sobre un croquis de colores,   —73→   largamente discutido. Y en el fondo, cerrando en circo lo obra de Misia Trinidad, el bosque salvaje levantaba al espacio la mole de sus árboles gigantescos.

Dentro de las tupidas enredaderas que caían entrelazándose de lo alto del corredor, se perseguían los jilgueros y las golondrinas, habitantes obligados de los agujeros y los vericuetos de la casa, que alegraban desde el alba con sus himnos ruidosos y variados, dando la sensación de una vida misteriosa, efervescente, de agitación perpetua, alrededor de la callada mansión.

Debajo de la galería notábase el cuidado y el buen gusto. Aquí una mesita, cubierta de revistas; allá un grupo de plantas; en sofás y sillones de una paja de azúcar, lazos de cintas de tenues colores; en las paredes, alegres cuadritos, y colgantes del techo, doradas jaulas, con canarios que trinaban detallando sus delicados trozos.

De improviso, en medio del concierto de los pájaros, una voz cristalina, pura, exquisita, comenzó a entonar un canto que hizo suspender la respiración a Manolo por algunos instantes. Era Trinidad, la traviesa muchacha, que iniciaba su toilette matinal recordando como lo hacía a diario, por hábito, los pasajes favoritos de las óperas escuchadas en el gran teatro lírico bonaerense. Sabía o no que el maestro la escuchaba, pero es lo cierto que pocas veces su acento había sido más expresivo, más sentido, más suave que en aquella mañana, al cantar los trozos predilectos del vasto repertorio que conocía de memoria.

-Es loco, es un loco, exclamaba don Antonio apareciendo de nuevo en el corredor. Ha salido, no se le encuentra por ninguna parte.

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Y luego poniendo las manos a guisa de bocina gritó:

-¡Charles!

-¡Voilà! Respondió a la distancia una voz ronca, aguardentosa.

Breves momentos después, el peón llamado, sudoroso y confuso, aparecía, sombrero en mano, al pie de la escalera.

-Cherchez Enrique, vite.

-Bien monsieur.

Vea Ud., añadió don Antonio volviéndose a Manolo, yo no puedo con este muchacho, y lo peor es que me domina como otro que tuve y que perdí, hombre ya, de veintitrés años, a causa de mi falta de energía.

Calló algunos instantes, luego, mirando al maestro, le dijo sombríamente:

-Sépalo Ud. todo de una vez: mi hijo mayor se suicidó. ¿Por qué? Nunca he podido saberlo. Mala índole... calavera... quiso casarse mal... lo mandé a Europa... Cuando pretendí que volviera no lo logré, y días después de haberme negado a enviarle una suma de dinero que me exigía, supe que se había muerto.

En aquel instante la alegre muchacha entonaba una dulce canción.

Levantose el viejo con los ojos humedecidos por las lágrimas y fue hasta las rejas de una ventana que cubría casi por completo el follaje de tupida madreselva:

-Tima, despacio, silencio... está el señor...

Cesó el canto y una voz argentina preguntó desde adentro:

-¿Ha llegado el maestrito?

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-Sí, calla por Dios.

-¡Allá voy!

Otra vez frente a Manolo, don Antonio lanzó un suspiro y continuó:

-Y este chicuelo, un niño, va por el mismo camino, malo, muy malo. Y no podemos con él ¿Ud. se asombra? ¡Ah, cuánto he luchado en vano! ¡Preveo los dolores del futuro, combato su carácter, sus tendencias, sus hábitos y todo estérilmente, sin el menor resultado! ¡Mi amigo, mi amigo, si nos lo domina Ud. cuánto le deberemos! Reflexión es lo único que necesita; la índole es buena, la práctica deplorable; Enrique no ha hallado en nosotros lo que exija: una mano de fierro.

-Muy buenos días, dijo la misma argentina voz de un momento antes, casi a espaldas de Manolo.

Irreflexivamente, con brusquedad, como tocado por un resorte, pusose de pie, tembloroso y turbado, el maestro de la aldea. Tenía ante él a Trinidad Pérez Piñeiro -Tina como la llamaban en la intimidad los suyos- sonriente, sencilla, admirable en su simplísimo traje blanco, ceñido al talle por un ancho cinturón de cuero.

-El señor Álvarez... mi hija...

-Es inútil la presentación, dijo ella estirando la mano. Desde hace dos días se le espera a Ud. por esta casa y ya le conocemos como si fuésemos en realidad viejos amigos. Siéntese. Linda mañana, ¿eh? Debe Ud. agradecerme el madrugón: no me levanto habitualmente a hora semejante, pero he querido hacer los honores... ¿Qué tal el viaje?

Manolo contestaba por instinto más que por reflexión   —76→   a la preguntas de la muchacha, picarescamente plantada en medio del corredor, una mano en la cintura, la otra sosteniendo un libro, abierto por el medio.

Estaba tentadora Tina en aquella actitud, con aquel traje, iluminada por la vívida luz de la mañana. Un leve sonrosado le animaba el rostro le animaba el rostro, al que daban intensa expresión los vivos ojos pardos, velados por largas y sedosas pestañas, la nariz aguileña, las poéticas ojeras, la boca de labios rojos y gruesos. Completaba la corrección de líneas de la arrogante cabeza, la cabellera de tinta, abierta en bandas sobre la frente, recogida detrás por algunas horquillas, que dejaban libre la nuca, sobre la cual movíanse agitadas por el airecillo de la mañana, locas hebras de ensortijado pelo. El busto lleno, esbelto, surgía de la cintura, fina, oprimida por el cinturón, y la larga y vaporosa pollera, tendida con elegancia, remataba la figura de la linda muchacha, un prodigio de sencillez y de buen gusto.

-Nosotros hace pocos días que estamos por aquí, ya lo sabrá Ud., agregó, echándose con desgano en un muelle sillón.

-En efecto... el señor Pérez Piñeiro ha tenido la fineza...

-¿Y Ud. es del pueblito?

-Sí, señorita.

-¿No ha salido nunca de él?

-He vivido poquísimo en él. Me he educado en Buenos Aires. Hace apenas algunos meses que he regresado, después de diez años de ausencia.

-¿Sí?

  —77→  

-He cursado todos mis estudios en «Buenos Aires Oxford College».

-¿En Oxford, Ud. ha estado en el colegio de Oxford?

-Sí, señorita.

-Pero entonces ¿habrá Ud. conocido a Carlos Palmas?

-Muchísimo.

-¿Y a Perico Ávila?

-De la misma manera.

-¿Y a Juan Garrido?

-Los tres han sido mis íntimos amigos. Aún me escriben frecuentemente Perico y Carlos y no pocas veces Juan, todos ellos con sincero afecto.

-¿Lo oyes, papá? Exclamó palmoteando la vehemente Tina. También son mis amigos. Acabo de dejarlos en Mar del Plata. ¡Oh! ¡Y cuánto nos hemos divertido! ¡Qué simpáticos! ¡Cómo los quiero! ¡Los tres me festejaban y era graciosísimo verlos, créalo Ud., sumamente divertido!

-Tina, la interrumpió con severidad don Antonio.

-¿Y por qué no he de decirlo? Me quieren y yo a ellos. El señor es su amigo, yo lo soy a mi vez, ¡lo natural es que hablemos con franqueza de nuestros amigos! Y ya le contaré después buenas anécdotas de los tres y de otros que seguramente ha de conocer también. ¡En Oxford College! ¡Pero no lo hubiera sospechado nunca! ¡Está Ud. entonces vinculado a nuestra crême! ¡Qué suerte, qué suerte!

E impulsada por la alegría que la noticia le había producido, púsose rápidamente de pie y salió corriendo a comunicar a la ceremoniosa dueña de casa la buena nueva.

  —78→  

Sonrió don Antonio ante la explosión de entusiasmo de la muchacha e iba a lamentar su espontánea actitud, a disculpar la niñería, cuando el galope de un caballo sobre el pedregullo de la avenida le hizo volver la cabeza. Enrique llegaba.

-Amigo, ¡hace rato que lo estamos esperando! Exclamó tímidamente el propietario de «La Paloma».

-Ya me lo han dicho, respondió el chicuelo desde el caballo: ¡bien podían haberme esperado un rato más! ¿A qué tanto apuro?

-¡Está el señor Álvarez!

-¡Y bueno! ¿No va a pasar aquí todo el día? ¡Yo no me pierdo! ¡Me hubieran ahorrado la incomodidad de volver tan pronto!

Como don Antonio no contestara, apeose el niño, entregó las riendas a un criado, subió haciendo sonar las espuelas en los peldaños de mármol y avanzó hacia el maestro, que lo esperaba de pie.

-He ido, dijo después de los saludos de estilo, hasta el puesto de Bruno. Me habían dicho que tenía tiros para escopeta, pero no es cierto: ¡el pobre no tiene ni en que caerse muerto!

-Y sacando una cajetilla del bolsillo, la estiró a Manolo ofreciendo:

-¿Un cigarro?

Era una criatura, débil, de fisonomía enfermiza; el rostro mujeril contrastaba con los ademanes resueltos, las expresiones, las ideas, las insolentes respuestas al padre, el buen hombre sin carácter, vencido por el entrañable cariño.

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Manolo que conocía a la perfección el tipo, porque lo había tenido de cerca, en Buenos Aires, recordaba todos los chicuelos que formaban los primeros cuadros del colegio de los inútiles, y en su interior surgía clara la solución de aquel problema que tanto preocupaba a don Antonio.

Éste, decíase el maestro, concluirá como todos: en Oxford, y allí estará hasta que la edad lo obligue a dejar la molesta farsa del estudiante que no estudia, para iniciar la vida vacía de los salones y las fiestas.

Lanzaba gruesas bocanadas de humo por entre los finos labios el chicuelo, muellemente recostado en un sofá, cuando madre e hija aparecieron de improviso en la galería, apoyada la una en la otra. Si bien la edad había ajado el rostro de la primera, marchitándole el cutis, empañándole los ojos y emblanqueciéndole los cabellos, era extraordinaria la semejanza de ambas mujeres, una semejanza extraña, no solamente física, sino de los más insignificantes detalles, del andar, del decir, del moverse, del timbre de la voz, de la expresión de la mirada. Viéndolas juntas, soñábase con una evocación del pasado, el resurgimiento de la juventud muerta en la madre, que brotaba en la hija, exuberante, fascinadora, ornada con todos los encantos, inocente y peligrosa a un mismo tiempo.

La una era severa, grave, medida; la otra alegre, franca, impulsiva, y sin embargo nadie hubiera titubeado en acertar que la misma sangre animaba a las dos, que ambas tenían un origen común, que eran hija y madre.

Dominado, nervioso, presa de una agitación que lo subyugaba hasta quitarle la voluntad de sus actos, Manolo   —80→   respondía torpemente a las preguntas que le hacían las cuatro personas sentadas a su alrededor, tan gentiles que hubieran vuelto la serenidad a cualquiera que no hubiera sido el impresionable maestro de la aldea, víctima aquella vez de las hondas emociones que lo habían conmovido por espacio de varias horas.



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ArribaAbajo- XI -

La tarde espléndida terminaba. En el fondo del campo hundíase el sol tiñendo de rojo cielo y tierra. Era un último resplandor de fuego, vivo a trechos, a trechos tenue, inmensa aureola de luz que coronaba la muerte del día radiante, sombreado por los primeros celajes de la noche, plácido y mudo en las postrimerías de su bellísima agonía.

Ni el más leve rumor escuchábase en la llanura, como no fuera el rodar de las ruedas del breack, apagado en el espacio infinito, imperceptible en el silencio de la naturaleza adormecida.

Y paulatinamente iba el cielo perdiendo su azul purísimo, y un tinte violáceo primero, azul intenso después, ennegrecía la magna bóveda, en la cual empezaban a titilar las primeras estrellas.

El sol, rápidamente desaparecido, no dejaba tras de sí más que vagos resplandores rojizos, que semejaban un incendio lejano y extendido, y el campo llenábase de sombras,   —82→   que iban borrando los contornos y fundiendo misteriosamente en la oscuridad el cielo y la tierra.

De pronto, redonda, opaca, iluminada por una luz extraña, la luna surgió en el horizonte y comenzó a elevarse majestuosamente, dando una nota viva, hermosísima, sobre el fondo sombrío.

Manolo echado en el asiento, agitado por mil ideas pavorosas, soñaba como siempre, en su pasado, en su presente y en su porvenir. ¡Ay! Y en aquella ocasión tenía razones para plantearse de nuevo el problema de su vida, ese problema cruel que lo atormentaba en todos los momentos, llenando su existencia, amargándole y envejeciéndole. Por centésima vez la pregunta brotaba espontánea de sus labios y la duda implacable le desgarraba las entrañas. Nunca se había sentido más desorientado, más solitario, más cobarde. ¿Qué era? ¿Adónde iba?

Cierto que no podía vivir entre los suyos; aquel medio lo rechazaba, le producía dolores hondos y torturas indecibles, pero ¿estaba preparado para medios superiores? ¿se había hallado bien en «La Paloma»? ¿Los amables Pérez Piñeiro vivían en el ambiente que él anhelaba, a que él respondía? Que anhelaba sí, pero no a que respondía. Entre ellos habíase sentido inferior, infinitamente inferior, y de ahí sus dudas, sus desazones, sus pesares en aquel crepúsculo bellísimo en que rodaba rumbo a la aldea.

¿Qué era él? Ni aldeano, ni hombre del mundo; no tenía una ilustración vasta, ni siquiera un rumbo fijo en la vida; quería, alcanzaba y una vez que tocaba la   —83→   realidad hallábase impotente, sin alas, pequeño. Era un incompleto, un ser inútil, mezcla de campesino y de hombre de ciudad, perspicaz, intuitivo, refinado a medias, ni lo bastante inteligente para brillar, ni lo suficiente preparado para vencer. Veía claro el error de los suyos, su propia falta: ni ellos ni él mismo habían sospechado el fin de una tentativa bien intencionada, pero estúpida, cual había sido la de procurar hacer del muchacho aldeano lo que lógicamente no resultaría jamás: un hombre superior destinado a un medio inferior. Él hubiera huido siempre de la aldea, por favorables que hubieran sido las circunstancias. Completo, porque el reducido medio no podía bastar a sus aspiraciones; tal como estaba, inutilizado, soldado sin armas, porque ni siquiera había heredado la falta de ideales de sus padres, porque ambicionaba.

E iluminado por la luz de la luna, Manolo reconstituía las emociones de las horas transcurridas en la soberbia estancia que quedaba atrás, allá lejos, apenas marcada en el horizonte por la mancha negra de su monte.

¡Cuántas y cuán profundas habían sido las de aquel día! Bailaban en la cabeza del maestro multitud de escenas, de dichos, de frases, de historietas, de momentos deliciosos, en que actuaban los moradores de «La Paloma», igualmente afectuosos en los honores de la señorial mansión, pero destacándose siempre, en todos los recuerdos, la silueta delicadísima de la fresca muchacha, que había alegrado con su amena verba, sus adorables risas y sus coqueterías tentadoras, aquella primera, inolvidable visita.

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La veía bien, Manolo, durante el almuerzo, en la semiobscuridad del comedor, ataviada con su vaporoso traje claro, al aire la blanca garganta, animada la fisonomía, brillantes los ojos, ondulado el cabello, blancos, muy blancos los dientes pequeños e iguales. ¡Cómo reía recordando las travesuras de Mar del Plata! Y luego el café en la terraza, que encerraban largas y vistosas cortinas, y que perfumaban hermosas flores artísticamente amontonadas en vasijas de formas caprichosas. El piano tocado con maestría por los dedos finos y suaves; la partida de ajedrez enseñada entre risas y bromas; la larga charla sobre libros, sobre sociedad, sobre modas, sobre Buenos Aires; los proyectos para el invierno próximo y, finalmente, la grave, la ardua discusión del amor, de sus manifestaciones y de sus efectos. Después la desaparición y la reaparición de la bella muchacha, el traje amarillo que realzaba maravillosamente su extraño tipo; el paseo por las avenidas del parque, el bosque, la comida, el adiós desde lo alto del corredor. La veía aún, agitando su diminuta mano, y veía también por entre los rojos labios, los provocadores dientes de marfil, en una última sonrisa de despedida...

Y como en su exaltación llegase a balbucear algunas palabras, el cochero preguntó:

-¿Me hablaba el señor?

Por largo rato quedó Manolo suspenso; luego, aterrado, apretando los puños con desesperación, se preguntó casi en voz alta: -¿La amo?- Él se dijo que no, pero en realidad la amaba con toda la fuerza de su alma, la amaba desde antes de conocerla, desde que había sabido   —85→   que existía, -por intuición. Luego viéndola, no había hecho sino corroborar sus pensamientos; había hallado en Tina su ideal, su tipo soñado de mujer, la verdad de sus locos devaneos. Era ella, sí, ella, con la gracia, la elegancia, la vivacidad, la delicadeza mil veces imaginada al contemplar la efigie que guardaba en su cuarto, la de la fotografía robada, que había adorado sin creer que alcanzaría en la vida realidad semejante; y en aquel momento destacábase en su espíritu la revelación de su pueril niñería, de su incomprensible pasión por la desconocida, que había sido el ángel tutelar de sus horas aciagas: él no había amado a una mujer que no conocía, que no conocería nunca: había amado a una clase, a un tipo, que sin pensarlo, en el medio ambiente de la gran ciudad se había infiltrado en él mismo hasta darle sensación de haber hallado en un retrato, la realidad de un sueño.

Tina lo había apasionado pero no sorprendido: la esperaba. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? No se lo había preguntado, pero lo sabía. Ignoraba si sería alta o baja, rubia o morena, pero no dudaba que reuniría la gracia a la elegancia, la educación esmerada a la inteligencia, el espíritu a la belleza física. Era la adorable Tina, en suma, la condensación de sus esperanzas y de sus ilusiones, la antítesis de la aldea, ese ideal tantas veces acariciado entre una amargura honda y una aspiración generosa: ¡era ella!

Y a medida que cada una de estas ideas se afirmaba en el muchacho, la bruma que había obscurecido su cerebro hasta aquel instante, disipábase, y su situación y su   —86→   vida aparecían bien claras en el horizonte del porvenir incierto. Entonces, frente a frente con su destino, dueño de sí mismo, midiendo exactamente la distancia que lo separaba de la mujer que el azar había puesto en su camino, la risa, una risa desgarradora, lo había sacudido por espacio de algunos momentos, bajo la mirada de alarma del cochero asustado, en el silencio de la noche de plata.

¡Pobre loco! Era un peregrino de la vida; había marchado sediento, desfallecido, sangrando, e iba a rendirse, vencido; ¡entonces el bello miraje, el lago de aguas purísimas había aparecido a corta distancia, ofreciendo la tersa superficie tentadora, y cuando el deslumbrado caminante creía alcanzar sus bordes, apurar ansiosamente el agua cristalina, la visión se esfumaba, dejando en el espíritu la suprema angustia del desengaño!

¡Él y Tina! ¡El maestro de la aldea y la opulenta heredera de los Pérez Piñeiro! Había bastado un instante de reflexión para hacerlo reír; ¡tan grotesco era el contraste, tan absurdas sus pretensiones! No, él ni siquiera intentaría dar a comprender las ideas que lo agitaban: la amaría desde lejos, la hablaría poco, huiría siempre del peligro. Y luego, ¿quién sospecharía su pasión? Sería tan suya como la del retrato, que nadie había descubierto hasta entonces. Al mes partirían los moradores de «La Paloma» y todo quedaría en paz; ocuparía él su puesto en el «Porvenir»; volvería ella a brillar en los salones de Buenos Aires, se casaría...

El break llegaba al pueblito; a la luz pálida de la luna, las informes casuchas tenían un tinte poético, en el   —87→   ambiente sereno de la noche; Manolo las contemplaba silencioso y reconcentrado, como un prisionero que vuelve a la celda, después de algunas horas de libertad.



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ArribaAbajo- XII -

Tina escribía dos días más tarde a una de sus íntimas de Mar del Plata.

«Después de extrañar horriblemente la vida alegre de la playa, un suceso inesperado ha venido a hacer menos aburrida la estadía en «Malmaison». Asómbrate, pero lo que te cuento es cierto: ha aparecido un él. Joven buen mozo, inteligente, aunque un poco paisano, este candidato es maestro del pueblito próximo, se ha educado en Buenos Aires, en Oxford, con Juan, Perico y Carlos, a quienes les preguntarás que tal es, y se llama Manuel Álvarez. Mi campaña es muy difícil, porque el señor se permite el lujo de ser indiferente con las mujeres, y esto me tiene muy divertida, pues creo que antes de una semana va a rendirse a discreción, y entonces voy a hacer de las mías. No me negarás que este flirtpampeano tiene sus encantos. No dejes de contarme todo: dile a Carlos que contemplo a cada rato la medallita de la virgen de Luján; a Perico que la orquídea,   —90→   conserva aún sus colores y a Juan que le devuelvo sus recuerdos y que no me olvido del último vals».

La lucha estaba, pues, iniciada: por una parte la muchacha, deseosa de triunfar; por la otra Manolo, resistente, hosco, entregado por completo a sus tareas de maestro.

Eran inevitables, sin embargo, las largas conversaciones: durante el almuerzo, en la terraza, a la hora del té, por la tarde en las avenidas del parque. Tina espiaba todas las circunstancias para desplegar ante el «campesino», como le llamaba en intimidad, los recursos de su coquetería que sabía irresistibles y que manejaba con tacto exquisito.

En su empeño de hacer frecuentes las entrevistas, levantábase temprano, pretextando que había notado que el madrugar le hacía bien, y antes que Manolo llegara, ya estaba ella en los parques, cortando flores, cubierta la cabeza por amplísimo sombrero de paja blanca, que ceñía al cuello con barboquejos de cinta, hábilmente recogido el vaporoso traje, hasta descubrir por completo los pies diminutos.

El pasaba en el break y saludaba respetuosamente, mientras ella agitaba una flor gritando: «¡Buenos días señor Manolo!». Pocos momentos después se reunían en el salón. Tina llegaba con el delantal lleno de flores, descubiertos los largos brazos bien torneados, enrojecido el rostro por la tarea y por el sol; saludaba amablemente y depositaba su preciosa carga sobre el blanco mármol de la mesa. Él respondía apenas a las preguntas de la muchacha, limitándose a contemplarla con fruición. Ella hablaba   —91→   aparentando amistosa indiferencia, sin dignarse levantar sus ojos de las flores que clasificaba concienzudamente. De rato en rato para afirmar su despreocupación decía:

-¡Este Enrique! Siempre se ha de hacer esperar. ¡Le ruego, señor, que lo disculpe!

-Sí señorita.

Y no agregaba nada más, temeroso de parecer empeñado en que el chicuelo no viniera pronto.

Un día Manolo la interrogó violentamente, antes de que hubiese depositado las flores sobre la mesa:

-¡La señorita se he entretenido en escribir a Mar del Plata que yo soy el maestro de la aldea!

Ella frunció el entrecejo, temerosa de que la indiscreción de su amiga hubiese descubierto sus planes.

-¿Quién se lo ha dicho a Ud.?

-Me lo ha escrito Carlos.

-¡Ah! Es cierto: pero en el tono de su voz hay un reproche y yo no he hecho sino elogiarlo. Supongo que no le habrán comunicado una mentira.

Él quedó algunos momentos silencioso, luego con calma:

-En efecto: no me dicen otra cosa, como no sea ponerme en guardia contra Ud...

-¡Contra mí!

-Sí, contra Ud...

-¿La razón?

-Su coquetería.

No sabe nada, se dijo satisfecha, y luego en voz alta:

-Yo tengo informes menos malos sobre la persona del Sr. Manuel Álvarez, y voy a probarlo.

  —92→  

Y diciendo y haciendo desapareció para reaparecer algunos instantes después con una carta en la mano. ¿Me permite que lea o quiere leer Ud. mismo?

-De ninguna manera.

-Después de algunas noticias sin importancia me dicen lo siguiente: «Tengo los mejores informes de Álvarez, el maestro de Enrique. Ha sido condiscípulo de Pedro, Juan y Carlos y los tres lo quieren mucho. Dicen que fue un compañero excelente aunque un poco misántropo y poeta, con rarezas incomprensibles y muy enemigo del mundo. Me contaron una cantidad de cosas muy interesantes sobre ese señor, y me encargaron que le dieras muchos recuerdos en su nombre, pidiéndole que no se olvide de los amigos».

-¿Lo ve Ud.?

Manolo inclinó la cabeza, luego preguntó lentamente:

-¿Y no le dicen a Ud. nada más?

-No, dijo Tina, pero aquella vez se guardó bien de ofrecer el pliego que movía entre las manos. Era que en realidad no podía leer lo que su amiga agregaba.

«La menor tentativa te dará el mejor de los resultados. Dicen que es lo más impresionable: un «alma de niño» según la expresión de Carlos. El fondo de su carácter es triste; hay en él, constantemente, una incurable melancolía. Me ha intrigado el inmenso cariño que le profesan los tres muchachos».

-¡Pobres amigos! Nada he hecho por ellos, créalo Ud., Tina, y siempre he hallado esta bondad que me confunde y obliga. Hay quizás en el fondo del persistente afecto, más compasión que otra cosa...

  —93→  

-¿Compasión?

Él no añadió una palabra, y como sintiera a Enrique en el corredor, pidió permiso, saludó y se fue.

Festejó a carcajadas la muchacha aquella salida, diciéndose a sí misma: «Es poeta, luego no hay que tomarle en cuenta sus tristezas estudiadas en los libros».

Y los días corrieron de nuevo. Habíase ganado el maestro la simpatía sincera de los viejos y del chicuelo, a pesar de sus estudiadas reservas, de sus prolongados silencios, de su actitud inexplicable, resistente a toda expansión, a toda confianza, a las más expresivas pruebas de aprecio. Respetuoso con los primeros, dulce con el último, tolerante con la muchacha, había hallado el justo medio para todos. No contrariaba jamás las opiniones avanzadas de los señores Pérez Piñeiro, ni los caprichos de Enrique, ni las coqueterías de Tina: su anhelo de calma era tan grande, que no había podido en ningún caso afrontar la más insignificante de las discusiones. Había aceptado así las absurdas teorías aristocráticas, las preocupaciones, las ideas más contrarias a las suyas, con la sonrisa en los labios y una oportuna inclinación de cabeza, aprobación tácita, incondicional, reforzada de vez en cuando por algún «naturalmente», «por supuesto», «creo lo mismo», «muy cierto», que irritaba tanto a Tina, como complacía a los padres y al discípulo.

-Es un campesino sin carácter, decía despechada la coquetuela, que continuaba, sin embargo, con ardor, la emprendida campaña, estrechando al maestro más y más cada vez en el círculo de hierro de sus coqueterías.

Un día, faltaban apenas cinco para que los Pérez Piñeiro   —94→   emprendieron su regreso a la capital, Manolo comunicó a sus amigos una nueva que los dejó estupefactos:

-Mañana me ausento para Buenos Aires.

-¿Cómo?

-Algo inesperado, respondió el muchacho revelando en el semblante toda su intensa dicha. Un pariente lejano de mi padre, don Roberto Hamilo, banquero...

-¡Don Roberto Hamilo! ¡Lo conozco muchísimo; mi banquero precisamente!

-Me ofrece un puesto en su casa...

-¿No diga Ud.?

-Sí -parece que ha recordado una conversación tenida no ha mucho con mi padre, y me favorece con una posición, de confianza, y que despeja por ahora mi porvenir...

-¡Cuánto me alegro! Agregó sintiéndolo de veras don Antonio.

-Mis felicitaciones, señor Álvarez, adhirió Misia Trinidad.

-Vengan esos cinco, reforzó el chicuelo.

Tina no dijo nada; se sonrió apenas y cambió en seguida de conversación, anunciando que Mar del Plata se había despoblado totalmente y que la ciudad recobraba su alegría.

-¡Cómo vamos a extrañarlo! Balbuceó la señora de Pérez al cabo de algunos instantes.

-Nos veremos en Buenos Aires, añadió el opulento propietario: ya sabe Ud. nuestra casa; creo habérsela ofrecido antes.

  —95→  

-Muchas gracias.

-Y diga Ud., mi amigo: Enrique no se resentirá de estos días de asueto...

-¡Oh no! Sabe; puede pasar, ya se lo he dicho a Ud. antes; yo no le he enseñado nada; hemos repetido...

En momentos en que partía a dar la última clase Tina se le acercó.

-Señor Álvarez: esta tarde tengo que conversar con Ud. un momento.

-Siempre a sus órdenes, señorita.

E hizo una reverencia.

Caía el sol cuando ambos comenzaron el paseo por el parque; era una tarde hermosísima, perfumada por mil aromas vírgenes; despedíanse los pájaros entonando en los jardines y en el bosque mil himnos de amor que llenaban el espacio con sus notas variadas y puras; de la tierra caliente, rociada por los molinetes de riego, elevábase el olor característico de las gramíneas, que revivían bajo las gotas cristalinas de la tenue lluvia artificial; inclinábanse las flores acariciadas suavemente por el agua, destacando entre el verde follaje sus matices pálidos o vivos; allá arriba, ni una nube interrumpía la diáfana pureza del cielo; abajo, todo callaba, aletargado, después de un día ardiente.

-Dígame, Sr. Álvarez, ¿Ud. no siente nada al alejarse de estos parajes?

-Dejar a Uds., a los míos, a mis amigos... Cuando uno se ausenta... siempre...

-No pregunto eso: ¿no ha tenido Ud. ninguna impresión profunda, no lleva Ud. un recuerdo grato, alguna simpatía escondida?...

  —96→  

-Ninguna.

-No es cierto.

-Señorita.

-Y bien, supongamos que sea cierto. ¿Está Ud. seguro de no dejar, a su vez, alguna impresión profunda, algún recuerdo grato, alguna simpatía escondida...

-Seguro.

-¡No es cierto!

Él se había vuelto, suspenso. Estaba pálido, tembloroso, de pie en medio de la ancha avenida que iba serpenteando a perderse en el bosque.

-Y digo que no es cierto, agregó ella, mirándole de frente, porque me consta. El Sr. Álvarez, a pesar de su indiferencia aparente, quiere, quiere con frenesí a alguien que él sospecha y sospecha bien, que no le es indiferente.

Ante aquella declaración inesperada, violenta, franca, sencilla, toda su energía cedió; en un instante olvidó sus propósitos, su situación, su vida.

-Y bien, sí, respondió tomando la mano a la bella Tina, para qué ocultarlo más, es cierto, la adoro; y no es de hoy este amor profundo que me ahoga, es antiguo, nació el día en que la conocí. ¡Si lo he callado, es porque no podía olvidar la distancia que nos separaba, porque no pude sospechar jamás que Ud. me correspondería, porque amaba sin esperanza! ¡Ah, Tina, me hace el hombre más feliz de este mundo, me devuelve la vida!

-¡Chito! Le interrumpió ella, notando que las lágrimas corrían por las mejillas del maestro. Ahí vienen papá y mamá: hasta pronto, y le estrechó la mano expresivamente.

  —97→  

Retozábale la risa a la alegre muchacha triunfante, en momentos en que don Antonio y Misia Trinidad, en momentos en que don Antonio y Misia Trinidad se aproximaban por el camino, diciendo desde lejos:

-¡Los andábamos buscando, amigo Manolo, el break está listo!

El maestro se despidió bruscamente; no hubiera podido articular media docena de palabras.

-Buen viaje.

-Hasta pronto.

-¡Adiós!

-¡Recuerdos a Hamilo!

Manolo agitaba su sombrero, dirigiéndose a la casa.

-¿Has notado que conmovido va? -Decía la respetable matrona- nos ha tomado verdadero cariño ¡pobre!

Tina no podía reprimir el gozo que el éxito de su audacia le producía.

-Es un muchacho excelente, agregaba don Antonio.

-¡Qué golpe voy a dar con mi campesino! Pensaba la traviesa chica.

Cuando momentos después se oyó el rodar del break por la gran avenida, los Pérez Piñeiro avanzaron hacia uno de los caminos laterales para despedir a Manolo. Éste iba acompañado por Enrique. Los viejos saludaban afectuosamente con la mano; ella con el pañuelo.

Cuando el vehículo desapareció en el bosque, la orgullosa y altiva Tina tuvo un momento de impaciencia:

-Tonto, murmuró entredientes, ya aprenderás algún día lo que importa el paso que me has hecho dar.



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