Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Reconocimiento del río Pepirí-Guazú

José María Cabrer



portada



  —I→  

ArribaAbajoProemio al reconocimiento del Pepirí

El río Pepirí, de que apenas se hace mención en las obras de geografía, no carece de importancia en la historia diplomática, por ser el punto céntrico de la línea divisoria, proyectada en los tratados de 1759 y 1777.

Por el artículo V del primero se convino en que esta línea subiría por las aguas del Uruguay hasta encontrar la boca del Pepirí, siguiendo aguas arriba de este río, hasta su origen principal, y continuando por lo más alto del terreno, hasta la cabecera principal del río más vecino que desemboca en el Iguazú, o río grande de Curitibá. Y, al ratificar esta disposición en el artículo VIII del segundo tratado, se determinó el sentido de la voz vaga de río más vecino, designando el de San Antonio. Era, pues, indispensable fijar el curso de ambos ríos, para trazar con acierto la línea de demarcación desde la barra del Chuy hasta la boca del Yaurú.

En el informe del Virrey Arredondo (§§. 18 y 19) se dice, que la orden comunicada al Jefe de la segunda partida demarcadora, en 13 de abril de 1790, fue ejecutada Oyarvide; mientras que del presente diario: resulta, que Cabrer dio principio a este reconocimiento el 17 de noviembre de 1788, cuando ya había terminado el de su compañero Oyarvide1. El carácter sumamente honrado del coronel Cabrer no permite dudar de sus asertos, y más bien nos inclinamos,   —II→   a creer equivocado el del Virrey: a más de que, tan animado es el cuadro de las dificultades y peligros de este reconocimiento, que sólo pudo delinearlo el que los había arrostrado.

El objeto de la expedición fue llenado completamente, aunque en sentido contrario a lo que se había estipulado: porque, ni el río San Antonio corre inmediato al Pepirí, ni sus cabeceras están en lo más alto del terreno, sino en un bañado bajo e intransitable.

Se adquirió también una noticia más detallada del curso del Pepirí, que, según el diario, nace en la falda de una hermosa colina, cubierta de pinos, (o curís, como los llaman los guaranís) por los 26º 10’ de latitud; recorriendo tortuosamente2 un espacio de 41 leguas, que quedarían reducidas a menos de la mitad, si lo cruzase en línea recta. Su navegación es casi impracticable, por los numerosos saltos y arrecifes que la embarazan, y por la velocidad de la corriente, que empuja las aguas con ímpetu extraordinario hacia el Uruguay.

Cuando el señor Cabrer nos comunicó este artículo, estábamos lejos de preveer que contraíamos la obligación de anunciar su muerte; ocasionada, según dicen, por su imprudente confianza en los consejos de un amigo, que le recetó un remedio violento, sin las precauciones que se requieren para atenuar sus efectos. Estos experimentos, que suelen hacer estragos en las constituciones más robustas, cortaron muy pronto el hilo de una vida, debilitada por los trabajos y los años. No la recorreremos minuciosamente, porque no lo comporta el plan de nuestra obra; pero tampoco nos escusaremos de bosquejarla, para no incurrir en la nota de ingratos.

D. José María Cabrer nació en 1761, en Barcelona, en cuya academia empezó su educación, alternando con Azara, bajo la dirección de su propio padre, que de simple profesor de matemáticas llegó a ser Teniente General, y Director en jefe del Real Cuerpo de Ingenieros.

  —III→  

Los aprestos considerables de España para recuperar Mahón y Gibraltar que había perdido en la guerra de sucesión, interrumpieron los estudios del joven Cabrer, y lo echaron prematuramente en las filas del ejército.

Destinado a la expedición de la Jamaica, que se preparaba en Cádiz, al mando del general D. Victorio de Navia, estaba al punto de embarcarse, cuanto recibió la orden de pasar al Río de la Plata, para tomar parte en la demarcación de límites en la frontera del Brasil.

Llegó a Buenos Aires el día 1.º de enero de 1781, y aprovechó la demora que sufrieron estos trabajos, para completar sus conocimientos, y ponerse en aptitud de desempeñar con honor un destino en que tenía que competir con los primeros facultativos de la península.

Esta inacción duró hasta fin de 1783, en cuyo año fue a la Banda Oriental a levantar el plano de la Laguna Merin, primer punto de arranque de la demarcación. Dotado de un genio fervido y perseverante, buscaba con ardor las ocasiones para desplegarlo, y no rehusó ninguna, por más ardua y peligrosa que fuese.

De la división del brigadier Vareta se incorporó a la de D. Diego de Alvear, encargado de reconocer el curso del Paraná y del Uruguay, con el territorio adyacente de Misiones. Esta parte de la línea, que dejaron indecisa los primeros demarcadores, fue determinada por los segundos, que triunfaron de todos los obstáculos que les oponía la naturaleza, y el genio apático y caviloso de los portugueses.

Cabrer permaneció en este destino hasta el año de 1801, en que volvió a Buenos Aires para recoger el despacho de Teniente Coronel. Su enlace con una señora de Misiones, y la esperanza de verse pronto en el seno de su numerosa familia, lo llenaban de júbilo, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre octogenario, que bajó al sepulcro, acompañado de dos hijos, una hija política y un nieto.

  —IV→  

Estas pérdidas simultáneas, y el estado político de Europa, le decidieron a establecerse en este país, sin que por esto se enfriase su vivo amor a la patria, que no pudo olvidar en 55 años de ausencia.

A pesar de la ninguna parte que tomó en los cambios políticos que se verificaron después, la primer Junta gubernativa le nombró para Director de una academia de matemáticas, que no llegó a organizarse, y para secretario del Estado Mayor, que no quiso admitir. Sólo en 1831 consintió en aceptar un destino en el Departamento Topográfico, en cuyo ejercicio murió el 10 de noviembre de 1836, condecorado con el grado de Coronel de Ingenieros, a que fue promovido en la última época del gobierno colonial.

Ocupado en coordinar los infinitos materiales que había juntado para la historia de la demarcación de límites, cifraba su ambición en dejar este monumento de su aplicación, y del mérito de sus colegas. Consta de cuatro tomos, de más de 2.000 páginas, frustrados con muchos planos y mapas, construidos y dibujados por su autor. Esta obra, fruto de ímprobos trabajos y de preciosos documentos auténticos, está inédita en poder de la viuda del coronel Cabrer, de cuyas manos es probable que no tarde en salir para sepultarse en algún archivo secreto. Si así fuera, lo único que quedará para el público de este laborioso oficial, serán estas pocas páginas de su reconocimiento del río Pepirí.

Buenos Aires, marzo de 1837.

Pedro de Angelis





  —3→  

ArribaReconocimiento del río Pepirí-Guazú

El 17 de noviembre de 1789 se me nombró para el reconocimiento del río Pepirí, y el día 19 del mismo mes, salí con mi gente del campamento del Nucurá-guazú, atravesando la ceja de un bosque de 16 leguas, que media entre este punto y la margen meridional del río Uruguay, donde se habían hecho construir unos ranchos para el depósito de los víveres. Llegamos a dicho punto el día 23, y desembarazados de las atenciones y arreglo del viaje, el 8 del siguiente mes dimos principio a nuestros trabajos, con el capitán de artillería y astrónomo Joaquín Félix da Fonseca, que venía por parte de Portugal. Al cruzar el Uruguay para llegar a la bahía del Pepirí, que era nuestro punto de reunión, la canoa que conducía nuestras provisiones y equipajes, fue arrastrada de las corrientes, olas y hervideros del río, y zozobró de repente, librando casualmente la vida el dragón que iba de custodia en ella, y los indios remadores. Estos naufragios fueron tan frecuentes en el Pepirí, que llegamos a familiarizarnos con ellos. Las volcaduras de las canoas, con pérdida de algunos que no sabían nadar, y siempre con averías de nuestros cortos hatos y comestibles: la dura pensión de arrastrarlas en largos trechos por encima de las piedras, con la gente en el agua: la de montarlas a fuerza de brazos por los innumerables arrecifes y altos, transportando la carga a hombres por tierra: la continua batalla y el choque perpetuo de las aguas que había que vencer; los remolinos peligrosos, los hervideros rapidísimos; la anticipada fatiga de sondar y escoger los mejores canales que formaban las islas; la de limpiarlos de la ramazón alta de los árboles de que estaban cubiertos; y finalmente la de remover y apartar los viejos troncos, chopos ocultos, peñascos diferentes, lajas resbaladizas y cortantes, con otra infinidad de estorbos, que detenían a cada paso nuestras pequeñas embarcaciones, etc., todos estos incidentes de una navegación   —4→   nueva y desastrada, nos hicieron emplear hasta el 25 de diciembre en subir la distancia de veinte leguas, sembradas de ciento cincuenta y cinco arrecifes de difícil paso, y de dos saltos de más consideración: hasta llegar a la altura observada de 25º 51’; siendo el cauce del río tan tortuoso y quebrado, que la misma distancia, medida por su rumbo directo, que es de NE1/4 al N, no pasa de siete leguas.

Un poco más arriba de este paraje, en la pasada demarcación del año de 1759, dejaron también sus balsas los demarcadores, no siendo el río de manera alguna navegable por su corto caudal de aguas, la escabrosidad de su fondo y la aspereza de sus barrancas en las márgenes. En la de occidente formamos unos ranchos para depósito de los pocos bastimentos que teníamos, y despachando el 30 algunas canoas, bajo la conducta del teniente de milicias del Paraguay, D. Juan José Valdez, por los que considerábamos habría ya en los ranchos del Uruguay, seguimos el 13 de enero de 1790 nuestro reconocimiento, por tierra y a pie, no habiéndolo permitido antes las lluvias y tormentas casi diarias. (Campamento de las canoas y punto de la salida, latitud observada 26º 50’ 40’’.)

Doblada una pedregosa sierra con algunos regajos de corta entidad, paramos el 16 a las 3 leguas, después de haber registrado el desmonte hecho por los demarcadores del año 59, y reconocido en su centro el gran árbol de tuplá, con una cruz grabada en su tronco, como marca del término de su exploración. Y aunque habían pasado tantos años, le faltaban a los brazos y cuerpo principal de dicha cruz muy cerca de dos pulgadas para cerrarse. Acostumbrados en el Paraná a enriquecer y extender nuestros conocimientos sobre los últimos rastros de nuestros antecesores, más animosos ahora pasamos adelante, abriendo a repetidos golpes de machete la intrincada y áspera breña, tan difícil de romper en las márgenes y cercanías del río, del que no podíamos separarnos sin perderlo, extraviándonos por lo interior del bosque. Con la precisa demora de esta diaria ocupación en el sinuoso zigzac que seguíamos, eran muy cortas nuestras jornadas: tanto que por lo regular no excedían de una milla o media legua, y a veces hacíamos alto en el mismo sitio de la noche anterior, después de haber dado una gran vuelta con el río, que pudiéramos haber ahorrado, cortándole por su garganta, si hubiésemos tenido noticia anticipada de ella. Un arroyo no pequeño, con barranca de piedra viva y escarpada, a manera de un muro inaccesible, nos obligó el día 27, después de andadas nueve leguas, a pasar con agua a la cintura a la costa oriental, por sobre un salto que era ya el octavo que contábamos. Allí dejamos una cruz para que sirviese de guía a los que nos conducían los víveres, y que aguardábamos con ansia por las necesidades que experimentábamos.

  —5→  

Según nos íbamos internando, más erizado hallábamos el terreno, de monstruosos peñascos, elevados cerros, lajas acantiladas, y simas profundas, y más se multiplicaban también los saltos del río, que nos obligaban a repasarlo a menudo de uno a otro lado. Siguiendo adelante, crecían las dificultades de nuestra marcha, en la misma razón que los embarazos de nuestra retirada que, en caso de crecientes, se hacía imposible, por los obstáculos que nos cercaban y la falta de auxilios para superarlos. Fuera de que, habíamos notado varias veces, desde nuestra entrada al Pepirí, vestigios de infieles, que fueron aun más frecuentes desde el Puerto de las Canoas, cuyas tolderías, de distintas y numerosas parcialidades, aumentaban nuestro cuidado, por estar recién desamparadas, y los fogones aún humeantes: mientras que nuestras fuerzas se reducían al solo dragón Juan Luejes3, y a cuatro soldados más que llevaba nuestro concurrente Fonseca.

Sin embargo, redoblando nuestra vigilancia, como lo exigía el carácter feroz de aquellos habitantes del bosque y la cortedad de nuestros recursos, repartidos en varios trozos, proseguimos otras cinco leguas de nuestra trabajosa derrota; hallando varios islotes, y algunos regajos que se precipitaban de las elevadas quebradas y empinados cerros de ambas orillas, para aumentar el caudal del río.

Considerando la suma escasez de nuestras provisiones, que consistían en unas 18 a 20 libras de charque4, y poco más de una cuartilla de habas secas; la tardanza del socorro que tanto habíamos recomendado; la incertidumbre del que nos había de venir del Uruguay; el general desaliento y la debilidad de nuestra corta comitiva, agobiada del peso de los instrumentos astronómicos, del duro trabajo de romper el bosque, y del cortísimo e insubstancial alimento: viendo entre los enfermos que contábamos; al mismo capitán Joaquín Félix da Fonseca, que con las piernas hinchadas hasta las rodillas, hizo este día la jornada, cargado por dos indios en una palanca y en un poncho, del que le hicimos una hamaca: todos estos inconvenientes, y demás obstáculos que nos circundaban por todas partes, dificultando cada día más, o imposibilitando del todo la continuación, de aquella diligencia, nos hicieron acordar el 30 nuestro regreso, y lo pusimos en práctica el día siguiente; dejando grabado en el tronco de un grueso árbol de cedro de la costa occidental, la inscripción siguiente: Saliens in montibus, transiliens colles: quæsivi illum et non inveni. A. 1790.

Agréguense a lo dicho, las gruesas y frecuentes lluvias, los tiempos   —6→   desechos de turbonadas, y más que todo, los furiosos huracanes que arrancaban de raíz los árboles de aquellos bosques seculares. La lluvia era casi continua, y hubo temparal que se prolongó, aunque con algunos intervalos, por el espacio de 21 días. Nos fue preciso usar de la ropa mojada por la imposibilidad de cambiarla; lo que nos hacia más insoportable el cansancio de las largas jornadas a pie, y de las continuas vigilias: acometidos por enjambres de sabandijas y de insectos voraces de sangre humana, que no nos dejaron un segundo de sosiega en todo el tiempo que duró este trabajoso reconocimiento. Sus aguijones ponzoñosos nos cubrían de ronchas picantes, de sarnas contagiosas, en que se anidaban talvez, y se nutrían las ninfas o gusanos. Cargaron con exceso las plagas de mosquitos, jejenes, tábanos y otras muchas moscas de varias especies, que según las estaciones se reemplazaban unas a otras en las horas del día y de la noche.

El 11 de febrero llegamos a los ranchos de las canoas, no obstante que por la mañana nos dio un fuerte desmayo por la falta de alimento, la fatiga del camino y la fiebre que nos afligía desde tres días, y que sólo aflojó el cuarto. Pero permanecimos algún tiempo con la boca y los labios llamados de la fruta del guembé, que sólo la necesidad pudo decidirnos a comer, y con las plantas de los pies hechas pedazos en los bañados, espinos, riscos, zanjas y cerros escabrosos y eminentes.

Nuestro concurrente Fonseca volvió al campamento general del Ñucorá-guazú: pero nosotros, sin embargo de nuestra triste situación, resolvimos perecer en aquel inmenso desierto, antes que desamparar el puesto sin expresa orden de nuestro comisario Alvear.

Dimos cuenta de todo lo ocurrido hasta aquel día, y del prudente partido que habíamos tomado, remitiendo los más graves de nuestros enfermos con el mismo Joaquín Félix da Fonseca, que se separó de nosotros el 20, dejándonos cinco soldados, cuatro indios remeros y dos Curitibanos. A su llegada a los ranchos de la costa meridional del Uruguay, el día 23, puso todo en conocimiento de su comisario Roscio, quien le mandó el cirujano de su partida para administrarle algún remedio paliativo; ordenándole, que luego que se aliviara, volviese a reunirse a nosotros para proseguir el reconocimiento del Pepirí hasta sus últimas vertientes.

Nosotros recibimos también orden de nuestro jefe Alvear de aguardar al dicho Fonseca: la que vino acompañada de unas canoas con víveres, que no podían llegar más oportunamente, porque apenas contábamos con dos almudes5   —7→   de habas secas para diez indios, tres paraguayos con su oficial, y tres dragones.

La fatal navegación del Pepirí convenció, y obligó a los comisarios de las dos naciones a socorrernos con víveres casi todos los meses, por los muchos que se averiaban y perdían en las continuas volcaduras de las canoas. La partida portuguesa sufrió mayores desastres que nosotros, habiendo perdido en estos incidentes varios de sus individuos.

Tardó Joaquín Félix da Fonseca hasta abril, y sólo el 19 de este mes se reunió con nosotros en el Campamento de las canoas. El 23 mandamos al teniente Valdez, al cargo de once canoas, a los ranchos del Uruguay, en busca de víveres, y le entregamos los enfermos, cuyo reemplazo hacia notable falta para las atenciones indispensables: pero este, día fue muy trágico, como se verá más adelante.

Esta misma tarde, y los dos días consecutivos, se emplearon en hacer los sacos de cuero, para que cada individuo, así de tropa como indios, acomodase la ración de charque y habas secas que había de llevar al hombro: la que no podía pasar de treinta y tantas libras, por la escabrosidad del camino, los cerros, despeñaderos, zanjas y bañados que teníamos que transitar. Asimismo se dispusieron las tiras de cuero para asegurar la caja del cuarto de circulo, que uno de los indios había de conducir, alternando con los demás por su exorbitante peso y volumen. Todo quedó listo y en el mejor orden para emprender de nuevo nuestra derrota.

El 25 por la tarde nos dijo Joaquín Félix da Fonseca, que uno de los indios de su partida acababa de avisarle que los de la nuestra se habían complotado con los suyos, y estaban resueltos a aprovecharse de la noche para apoderarse de las canoas que estaban reservadas para cualquier evento, y desertarse río abajo, acobardados de los trabajos y hambres que habían padecido en la primera entrada al Pepirí. Este horroroso atentado, del que hubiéramos sido víctimas, nos hizo pensar muy seriamente en nuestra posición, que era bastante crítica, por no poder castigar el delito, ni tomar un partido violento en el aislamiento en que nos hallábamos. De consiguiente, de común acuerdo convenimos en colocar un centinela de cada nación, y de toda nuestra confianza, en las canoas, con la orden de no permitir a nadie, más que a nosotros, el acercarse a ellas, hasta que resolviésemos al siguiente día lo que había que hacer. Efectivamente,   —8→   luego que aclaró, mandamos a fuerza de brazos varar las canoas, arrastrándolas sobre durmientes por cincuenta varas, tierra adentro, y dejándolas boca abajo con la quilla al aire. Nos desentendimos por entonces de los delincuentes; pero con esta determinación se les mostró que no les quedaba más alternativa que llegar a las últimas vertientes del Pepirí o perecer en el desierto. Sin embargo de este incidente, continuamos nuestras investigaciones el mismo día 26, y el 7 de mayo estuvimos en el punto de donde nos habíamos retirado el 30 de enero.

La extraordinaria creciente de los arroyos, causadas por las frecuentes lluvias de los días anteriores, nos obligó a romper por los cerros encumbrados, y las breñas impenetrables, pobladas de la caña nombrada tacuarembó; siguiendo la ribera de occidente, cortando zanjas y regajos. En este estado recibimos el 15 un pequeño socorro de víveres, que nos venía del rancho de las canoas, y con cuya escolta remitimos a este punto unos cuantos indios enfermos. En los 26º 20’ de latitud austral observada, y después de andadas como cinco millas, llegamos a un arroyo que, precipitándose del cuarto cuadrante, disputaba al río su magnitud. Lo seguimos algún tanto, pero torciendo demasiado al SO, rumbo que nos alejaba mucho de las vertientes del río San Antonio, le abandonamos a media tarde, y tomamos el brazo de NE por ser el mayor.

El 22, a las diez millas, subimos una hermosa catarata, que arrojaba el caudaloso torrente por una elevación de 50 pies, repartido en cuatro caños distintos, al que lo llamamos Salto Catorce: y remediando nuestras necesidades con una abundante cosecha de piñones, gustoso y saludable maná que una próvida mano nos deparó en aquel espantoso, desierto, montamos otros tres saltos de menor altura, todos formados, como los anteriores, por la alternada fragosidad y planicie del terreno.

Cruzamos el 27 el paralelo de 26º 12’ donde debía hallarse el curí o pinal de las dichas puntas o vertientes del citado, San Antonio, dos millas más al O.

El 23 finalmente, andadas otras dos leguas, topamos con un pequeño y barrancoso manantial, cercado de un tremedal arenoso, que da origen al dicho Pepirí, en los 26º 10’ de latitud meridional observada, y que baja de una colina de 400 pasos que, tendida de O a E, reparte también sus aguas al N.

Tratose luego de reconocer esta colina, y se empleó hasta el día 31 en examinar su falda oriental, en la distancia de dos leguas. De su extremo nacía un río como de cinco a seis brazas, con dos y tres cuartas   —9→   de hondo: fondo pedregoso, orillas barrancosas, pobladas de grandes tacuaras, y que, formando en sus arranques una hermosa confluencia se dirigía al NE. Desde el 1.º hasta el 5 de junio examinamos la pierna occidental de la misma cuchilla, que, terminando a las tres leguas, formaba con sus derrames otro río de mayor caudal que el primero, y que discurría al poniente el largo trecho que alcanzaba la vista.

Es, pues, evidente, que en la dicha colina no están las vertientes del río San Antonio, que los demarcadores del año de 1759 tan erróneamente supusieron fronterizas e inmediatas. A más de que, la mayor parte de los soldados de ambas naciones que venían con nosotros, acompañaron a D. Andrés de Oyarvide y a Francisco das Llagas Santos en el reconocimiento que hicieron del San Antonio el año de 1738 en nuestra expedición al Paraná; y todos declararon, conforme a lo que en su relación dicen los dichos geógrafos Oyarvide y Llagas, que el San Antonio tiene sus primeras puntas en un bañado intransitable, y el Pepirí comienza en la falda de una hermosa, despejada y seca colina, cubierta de pinos, o curís, como los llaman los indios.

No habiendo hallado las vertientes del referido San Antonio, el día 6 a las 8 de la mañana, dispusimos nuestra retirada enviando antes unos enfermos, de los que murió uno de hambre y cansancio en el camino. El 10 tropezamos con la segunda conducta de víveres, o más bien, con los conductores, que en vez de socorro, nos hicieron más embarazosa la manutención de la comitiva. Contábamos ya veintiún día de marcha, y no pudiendo ser la carga de un hombre, particularmente en aquellos ásperos y pantanosos terrenos, mucho mayor que lo que necesitaba comer en ese mismo tiempo, por más arreglada que fuese su ración diaria, que sólo constaba de catorce onzas6, era tan poco lo que sobraba, que apenas alcanzaba para el regreso de los mismos que nos debían socorrer. Por último, a fuerza de industria, y supliendo la escasez con alguna caza, aunque poca, las frutas silvestres, miel y otros recursos que nos proporcionaban los bosques, pudimos el día 19 llegar a las canoas y el 24 a los ranchos del Uruguay, de donde habíamos salido el 8 de diciembre del año anterior. El 6 de julio entramos al pueblo de Santo Ángel, con toda nuestra partida en la mayor miseria y desnudez, con las piernas   —10→   hinchadas, el cuerpo cubierto de llagas, y las barbas largas como anacoretas.

Los Comisarios, que nos vieron en tan infeliz estado, se compadecieron de nosotros, y nos dieron las gracias por el fiel desempeño de tan importante comisión, cuyo resultado era el reconocimiento de unos parajes enteramente ignorados hasta entonces7. Después de restablecidos, pusimos en limpio nuestros trabajos, y entregamos a nuestro jefe el plano del Pepirí, y el cuaderno de la derrota con todos sus incidentes.

Es, pues, en resumen, todo el curso del Pepirí, de 21 leguas a los 15º SO, desde su origen principal, en los 26º 10’ de latitud meridional observada, hasta su barra en los 27º 10’ 30. La misma distancia no bajaría de 44 leguas si contásemos sus numerosas y complicadas vueltas. Los saltos más considerables son diez y siete, e innumerables los arrecifes; de suerte que no da media legua de navegación tranquila y libre de riesgos en toda su extensión. Nosotros, aludiendo a no haber hallado el curí de las puntas de San Antonio, como queda ya indicado, grabamos en varios árboles la inscripción que ya se ha visto, de saliens in montes, etc.: y en su entrada en el Uruguay, debajo de la plancha de cobre que pusieron los ingenieros de la primera subdivisión, dándole mal a propósito el nombre de Pepirí, pusimos: «Pepirí prædato nomine vocor. A. de 1790».

Duró esta trabajosa expedición siete y medio meses, en que padecimos lo que no es posible expresar: y es de nuestra obligación manifestar la paciencia, constancia y sufrimiento de todos nuestros compañeros en aquel cúmulo de trabajos, hambres y aflicciones: en particularidad el teniente Valdez, que en el terrible día 23 de abril, de acuerdo con Fonseca, fue con once canoas al Uruguay a buscar víveres y gente para reemplazar a los enfermos. Con motivo de las lluvias anteriores, había crecido tanto el río, que al emprender su marcha, fueron a nuestra vista, unas sumergidas y otras empujadas con violencia contra las rocas: siendo lo más doloroso la pérdida del dragón portugués, llamado Cipriano, que desapareció en las olas, a pesar de los esfuerzos que se hicieron para salvarle: causándonos tanto más sentimiento, cuanto más recomendables eran las prendas que le adornaban en su temprana edad de 20   —11→   años. En aquel conflicto, y en la confusión producida por el mormullo de las aguas, los gritos y clamores de los náufragos; unos agarrados a las ramas de los sarandís, donde apenas podían sostenerse y resistir a la impetuosidad del torrente, y otros medio ahogados y pendientes de una roca, etc. con la mayor serenidad y destreza nuestro Valdez, con uno de su miliciano, se arrojó en una pequeña canoa, y asiendo al uno y amparando al otro, libró a muchos de la muerte, sujetando a cuatro canoas que, hallándose ya sin tripulación, eran arrastradas de la corriente.

(Tomo II, cap. I.º Del Diario inédito de la demarcación de límites, por el señor coronel D. José María Cabrer.)





Indice