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ArribaAbajoCapítulo XIII

SEGISMUNDO
¿Qué
te suspende?
LESBIA
Hacia allí pasos
sentí y las ramas se mueven.
Veré quién es.

CALDERÓN, Afectos de odio y amor.                


Es opinión muy antigua que los hombres manifestamos nuestro carácter, nuestras pasiones, y yo estoy por asegurar que hasta el oficio en que nos ocupamos, en nuestro modo de hablar, de andar, de dormir, etc., y que si algunas excepciones hay, dependen más bien del estado de ficción en que vivimos en la sociedad que no de que sea falsa esta aserción. Así vemos generalmente que a un enamorado se le conoce que lo está en sus distracciones, en sus ojos, o demasiado alegres o muy caídos, y en otras semejantes señales. Descúbrese a un ambicioso en su paso precipitado, su aspecto pensativo y mirada solícita e imponente; a un avaro, porque, por guardar, guardará las manos en los bolsillos hasta en los meses de más calor, y en las ojeadas de desconfianza con que honra a los que le rodean. Y pasando de las condiciones a los oficios, todo el mundo conoce los escribientes de lotería en lo bulle bulle que son y en la viveza ratonil de que están dotados, y nadie equivocará un oidor con un escribano si compara la gravedad, gordura y mesurado continente del uno con la mirada en acecho y el furtivo paso del otro. Con todo, como la duda es el principio del saber, y puede haber muchos contrarios a mi opinión en esta materia, no insistiré más tiempo en convencerlos, no siendo esto de mi incumbencia, y habiéndose escrito ya tanto en el mundo sobre fisonomías, cráneos, etc., y sólo les recomendaré el tratado de frenología del doctor Gall, donde se convencerán de la razón que me asiste, puesto que no le asistió a él más para asegurar que cada joroba de nuestra cabeza es un nido de vicios, de virtudes y de talentos.

Y así, tomando el hilo de nuestra historia, sea esta mi opinión verdadera o falsa, hubiera sido preciso ser muy menguado, torpe o falto de juicio para no conocer a primera vista que un corrillo de diez o doce hombres que estaban aquella mañana juntos a poca distancia del castillo de Cuéllar, sentados al pie de un árbol, eran gente non sancta y un mal encuentro para un viajero. Sus caras, sus trajes y sus armas indicaban bastante su oficio, y no quedará duda ninguna al lector del que ejercían viendo a Usdróbal con ellos y a otros dos o tres más, Zacarías, el bizco y el catalán, conocidos antiguos de la cuadrilla. Su conversación parecía muy animada, y todos ellos hablaban con admiración del valor de su capitán, quien había tenido, la noche antes una aventura, a su entender casi milagrosa, y a que había dado dichoso fin.

-Yo no puedo menos de creer -decía el veterano, de que ya hemos hecho mención en la primera parte de nuestra historia-, sino que el capitán es brujo o el mismo diablo. ¡Jesús me valga! Pues a no ser así no habría podido cogerla cuando ella iba saltando de pino en pino como acostumbra.

-Lo que es brujo -repuso el bizco-, no creo que lo sea-, pero Lucifer mismo no asesta mejor una flecha, aunque sea contra un junco, ni tira con más certeza; así que no me espanto de que, aun cuando la maga fuese volando, la haya hecho bajar sin hacerle mal, con sólo cortarle un ala.

-Sin un conjuro que dice maleficium... demolire universa ejus, o, lo que es igual, te demoleré los huesos, y otras cosas que yo le enseñé, cree mi humildad, caros hermanos míos -replicó Zacarías-, que nada hubiera logrado, a pesar de lo que decís.

-Puede ser -repuso Usdróbal-, mi dulce y respetable maestro; pero el refrán dice, y mejor lo sabéis vos que yo, a Dios rogando y con el mazo dando.

Para entender esta conversación es preciso tomar el hilo de los hechos del buen capitán el Velludo, y retrocediendo algunas páginas sabremos quiénes eran las prisioneras que trajo él mismo a Cuéllar y cómo y en dónde habían venido a sus manos.

El lector se acordará de la promesa que hizo el Velludo a Saldaña de proporcionar un guía experimentado que les condujese a la cueva de la maga, después que no pudo obligar a ninguno de su partida a hacerse cargo de esta empresa por el temor que todos, excepto Usdróbal, habían tomado a la supuesta fantasma. Todos los hombres tienen su amor propio, y así se ve que hasta los más corrompidos, y los más sin fe, gastan su puntillo de honor de cuando en cuando, y toman a cuenta suya ciertas empresas, más por miedo de ser tachados de cobardes, viles o tímidos que por voluntad propia. Tenía el Velludo, además, el conocimiento íntimo de su valor, muy probado y experimentado en mil riesgos, y confiaba tanto en el aliento y arrojo de que estaba dotado, que no podía menos de sentirlo mucho cuando éste le faltaba en la ocasión, siendo un acaso de este género motivo, suficiente para estarse a sí mismo reconviniendo toda la vida hasta que tomaba una especie de satisfacción de su falta, acometiendo otra vez la misma empresa u otra de igual clase que ofreciese más riesgo.

La vista tan inesperada de un espectro en su propia cueva le había sorprendido tanto como si hubiese visto de pronto todo el infierno junto, aunque para hacer justicia a su valentía debe decirse que eran pocos los hombres de aquella época que, a despecho de toda su temeridad, no hubieran mostrado el mismo temor delante de una aparición tan extraordinaria. El Velludo no pudo menos de sobrecogerse un momento, y la ligereza de su aterrada imaginación dominó por entonces su corazón vigoroso; pero esto fue sólo un instante, y poco después, recobrando otra vez su energía, no pudo menos de reprenderse su debilidad. Con todo, ya era tarde; su prisionera se le había escapado, por decirlo así, de las manos, y tuvo que confesar su falta y oír los improperios e insultos de que le colmó el desesperado Saldaña. Pero esto fue precisamente lo que le obligó más que nunca a decidirse a buscar la pretendida maga para resarcir lo que él llamaba su honra, a toda costa, ya volviendo a recobrar a Leonor, ya tomando venganza de su robadora. Dudaba él si sería ésta un ser sobrenatural o un cualquiera que oculto bajo aquel disfraz se había arrojado a tanta temeridad; si lo primero, quedaba en examinándolo disculpada su cobardía; pero si se verificaba lo segundo, en ese caso bien podía llamarse infeliz el autor de empresa tan aventurada.

Con este pensamiento, y más que nunca irritado con los denuestos del señor de Cuéllar, ansiaba más que éste, si cabe, la llegada del saludador, que uno de sus súbditos le había ofrecido traer para que le sirviese de guía.

Consistía este oficio de saludador, que ha durado hasta nuestros días y tal vez conserva su crédito aún hoy mismo en algunos pueblos, en una virtud secreta heredada en ciertas familias, que servía para curar la rabia a los animales, hacer que a su voz se presentasen de repente cuando sus amos los habían perdido, gozando, además, los herederos de esa virtud de otros varios privilegios para sí mismos, como el de ser incombustibles y no poder recibir daño de las brujas, de quienes eran muy temidos. Distinguíase el verdadero saludador en tener dibujada naturalmente en la lengua una rueda de santa Catalina o bien debajo de ella una cruz, aunque nadie todavía ha asegurado que haya visto ni una ni otra señal. El respetable Feijoo prueba con su sano juicio los engaños de que se valían estos impostores para comer a costa de los inocentes que los creían, y la mentira e impiedad de sus supuestos milagros. Ejercía regularmente así este oficio como el de bruja la hez de la sociedad, sin que su ciencia y sus falsedades les sirvieran para otra cosa que para mal comer sin trabajar, siendo como eran los seres más derrotados y despreciables.

El saludador que el bizco había prometido por guía no gozaba en esta parte de más privilegios que sus colegas en la facultad.

Había sido verdugo en Valladolid en su juventud, habiendo dejado fama en aquella ciudad de su destreza, habilidad e ingenio en el arte utilísimo de apretar gañotes, bien así como el respetable tío del gran Tacaño, que era un águila en el oficio. Pero el tiempo, que derriba los torreones, allana los montes y aniquila los imperios más populosos, había ido poco a poco debilitando sus fuerzas y disminuyendo su agilidad, hasta el punto de haber tenido que nombrar por sucesor suyo a su sobrino, mozo vigoroso y robusto, y que adiestrado por su tío, no dejaba nada que desear a los conocedores en el arte gaznático, conviniendo todos, cuando acababa de aciguatar a algún penitente, en aquello de Horacio: «Que el águila altanera nunca engendró a la paloma tímida». El verdugo cesante tomó entonces el oficio de saludador, que, aunque bastante noble, no era, sin duda, tan vistoso como el primero, y andaba a la sazón por aquellos pueblos, quantum mutatus ab illo!, haciendo, según decían, curas tan prodigiosas como había hecho maravillas en su antiguo arte. Sus heridas privaron a Saldaña de conocer a este bellísimo sujeto, que no pudo acudir a verse con el Velludo hasta de allí a dos días por haber estado muy ocupado en curar un mulo rabioso, a quien no por miedo, puesto que su secreta virtud le protegía contra los furores del animal, sino por lástima, no había querido tomar el pulso, y que murió sin duda por haberle llamado tarde.

El Velludo, a quien ya faltaba tiempo para acometer su empresa, deseoso de acabarla solo y recobrar mejor de esta manera su fama y buena opinión con el señor de Cuéllar, no dijo palabra a Usdróbal, que se había ofrecido a acompañarle, ni a ninguno de su comitiva, y llamando a su perro salió al caer de la tarde con el buen hombre en busca de la fantasma y determinado a embestir al mismo Satanás en persona. Fue esta misma noche aquella en que Leonor, por determinación de Elvira, debía volver a su castillo y cuidar de su hermano, que, aunque no tan mal herido como Saldaña, estaba de mucho cuidado.

Dejaron las dos amigas, como hemos dicho, el solitario asilo al oscurecer, sostenida Leonor del brazo de la generosa eremita, y caminaban muy despacio, no habiéndose aquélla recobrado enteramente de su enfermedad, atravesando el sombrío pinar, tristes las dos y sin hablar palabra, Elvira esforzándose a contener las lágrimas que le arrancaba el verse obligada por sus votos a separarse de la única persona en el mundo que pudiera compadecerla, y Leonor, toda sobresaltada, dividiendo los afectos de su alma entre su hermano y su amiga. Largo trecho habían andado, y no estaban ya lejos del castillo de Iscar, cuyas almenas empezaban a platear al rayo de la luna naciente, cuando Leonor, sintiéndose fatigada, se sentó junto a un pino para descansar mientras Elvira, en pie y atenta al menor ruido, temblaba por su amiga al más ligero murmullo del viento.

-Vamos -le dijo-, Leonor, anímate; estos bosques son de mal agüero para ti, y tras de cada rama puede esconderse un hombre.

-Elvira mía -replicó Leonor-, aquí ya no hay miedo; estamos muy cerca de nuestro castillo y los bandidos no se atreven a cometer sus villanías tan cerca de donde a un grito mío podían hallar su castigo.

-Tu castillo -repuso Elvira- está muy lejos aún para que oigan tus gritos, y el jefe de los bandoleros es atrevido como un bribón de batalla. Anímate, ¿no oyes voces que se acercan? -añadió, poniendo el oído al viento-. Huyamos, Leonor -continuó con tono imponente, aunque sobresaltada-. Dios ha puesto el recelo en mi corazón; si no obedecemos su voz, él castigará nuestro orgullo.

Leonor, sobrecogida, se levantó con precipitación, a pesar de su debilidad, y tomando el brazo de Elvira, ambas amigas aceleraron el paso.

No se había engañado la hermana de Saldaña; la voz que llegó a sus oídos no era otra que la del Velludo, que venía en su busca renegando del respetable saludador. Tenía éste el mismo acierto para atinar con las habitaciones de brujas, que no subía, y de que no le había dado las señas, que para curar la rabia a los mulos, y era, además, tan cerril como sus pacientes y tan cachazudo cuanto bastara para hacer desesperar otro ánimo menos impaciente que el del capitán.

El camino que había tomado era precisamente el opuesto al que llevaba a la bóveda de Elvira, y más de dos horas hacía que andaban descarriados de acá para allá por el bosque y a pique, en la oscuridad de la noche, de romperse la cabeza si tropezaban, sin que el sabio saludador hubiese encontrado siquiera vestigios de lo que buscaba. Iba el Velludo dándose a todos los diablos con la torpeza del guía, y más enojado con él casi que con la maga, maldiciéndole e insultándole a cada mal paso que se encontraba.

-¿Dónde demonios -le dijo- me llevas por aquí, sin saber tú mismo dónde vamos, arca de mentiras, que Dios confunda?

-A buscar la bruja -respondió el saludador con calma y con una voz ronca como un tambor destemplado-. Voy mirando hacia arriba por ver si la veo volar.

-Si en vez de haber sido tú verdugo tantas veces, guindando hombres que valían más que tú -replicó el capitán-, hubiera querido Dios que hubieses sido sólo una vez paciente, no andarías engañando a los tontos que te creemos.

-Cuando yo era verdugo -replicó el pobre hombre-, nunca se me quejó ningún amigo que fuese a parar a mis manos, y si no ahí está el manco, tu primo, que si viviera podría decirlo, que cuando me monté sobre él me dijo que no había ningún hombre de armas que montase mejor que yo y otras cosas que callo, porque no le toca a un hombre alabarse.

-En efecto -repuso el Velludo, distraído con el recuerdo de su Primo-, no me descontentó el modo como le ahorcaste. ¡Era mucho hombre mi primo! ¡Qué lástima que cayese en tus manos tan joven!

-A muchos he puesto la cuerda al cuello -repuso el saludador-, pero no he visto ninguno de más hígados que tu primo. Cuando le bajé la gola para ponerle el collar, no parecía sino que se iba a afeitar según lo grave que estaba. ¡Ah! -continuó con sentimiento-. Pasó ya aquel tiempo en que yo era el miembro más lucido de justicia que había en la corte; mi juventud se ha rozado y ha perdido su vigor como una cuerda a fuerza de usarse; mi cuerpo es débil como los palos de una horca vieja, y yo ya no veré alrededor de mí un inmenso concurso admirando mi habilidad; no representaré ya el segundo papel en la fiesta, después del hombre que confiaban a mi cuidado. ¡Infelices racimos de la de palo, cuánto echaréis de menos al misericordioso Soguilla! ¡Hi! ¡Hi!

Decía esto llorando con tanta pena, que el Velludo no pudo menos de sonreírse.

-Buen Soguilla -le dijo-, si no fuera por el respeto que un verdugo decano se merece de los hombres de bien, juro que yo te había de enseñar a ser saludador, y a servir de guía por caminos que no conoces. Pero ¿qué sombra es aquélla? Ya se deslizó detrás de aquel pino. ¡Una mujer! ¡La maga! Ella es: tú por un lado y yo por el otro.

Dos bultos aparecieron en este momento y se ocultaron al punto, refugiándose tras de los árboles por no ser vistos, la maga y Leonor, habiendo oído con mucha claridad las últimas palabras del Velludo, que penetraron en su corazón helando hasta el tuétano de sus huesos. Leonor especialmente más atemorizada se asió al brazo de su compañera sin saber qué hacerse, mientras ésta, más acostumbrada a semejantes azares, miraba a un lado y a otro buscando por dónde huir esforzando a su amiga y rogando a Dios que las librase de aquel peligro. Seguramente Elvira podría haberse escapado de su enemigo, siendo el principal intento de éste, cuyos penetrantes ojos ya habían descubierto a Leonor, no meterse con la maga, si no era preciso, hasta haber recobrado su prisionera, y no siendo el saludador, hombre gordo y ya viejo, un obstáculo muy temible. Pero la idea de abandonar a su amiga no podía abrigarse en el noble corazón de Elvira, resuelta más que nunca a sacrificarse por cita, libre ya de temor en el momento mismo del riesgo, y poniendo toda su confianza en Dios con todo aquel fuego celeste que elevaba tanto su alma.

-Leonor -le dijo a su amiga-, no huyas, porque sería inútil, y colócate tras de mí. Si mi presencia quiso Dios que aterrase a una partida de forajidos, ahora con su poder hará que a mi vista retroceda ese bandolero.

-Mi castillo está cerca; yo gritaré -replicó Leonor-, y acaso podrá oírnos el centinela.

-No muestres nunca tu miedo al que te persigue -repuso Elvira-; antes que te oyeran serías presa de ese mal hombre. El Señor está con nosotras, él nos asistirá.

En esto estaban cuando oyeron decir al Velludo: «¡Ella es!», y se escondieron por instinto detrás del pino.

Era esta la única esperanza que les quedaba en aquel apuro, y acaso el terror que inspiraba la vista de Elvira no habría dejado de producir su efecto si el capitán no estuviese ya prevenido y determinado a hacerle frente y a averiguar quién era, no obstante que en secreto sentía cierta especie de repugnancia conforme se iba acercando. Su guía, no tan valiente como él, ni con mucho, procuró quedarse algunos pasos detrás abriendo los ojos y la boca como espantado y buscando por todas partes la temerosa bruja que él no había visto, y que se le figuraba que iba a echar a volar de pronto, como una perdiz sale de entre las viñas a poca distancia del cazador.

Por último, el Velludo hizo la señal de la cruz y se arrojó hacia ellas con el hacha en la mano gritando:

-Por la Virgen de Covadonga, entrégate, aunque seas el mismo diablo, o te mato.

Tendió hacia él Elvira su mano derecha con majestad, y acaso su imponente y negro aspecto hubieran enfriado la resolución del bandido si Leonor, que vio el hacha en alto amenazando descargar su golpe sobre su amiga, no se hubiese soltado de ella y echándose a los pies del Velludo, pensando salvarla de esta manera de una muerte inevitable a su parecer. Conoció con esto el capitán su fuerza y la debilidad de sus contrarios, por lo que, bajando el hacha, les intimó que se entregasen a discreción, jurando que él no les haría daño alguno ni las ultrajaría en ningún modo, siempre que no tratasen de huir ni hacer la menor resistencia.

-Déjanos en libertad de continuar nuestro camino -respondió Leonor-, y yo te prometo por la fe de caballero de mi hermano darte por nuestro rescate más oro que has visto en toda tu vida.

-Después hablaremos de eso -replicó el Velludo-; veamos antes quién es esta bruja, que me ha hecho pasar más vergüenza que he tenido en toda mi vida.

Y diciendo y haciendo se acercó a Elvira, que, dotada naturalmente de ánimo y arrebatada de su celestial entusiasmo, no había hecho movimiento alguno, y sólo temía por su amiga, a quien ya veía sin remedio en poder de su hermano, a pesar de sus esfuerzos para salvarla.

-Alzate esa capucha -dijo el Velludo- y enséñanos esa cara.

-Huye, malvado -respondió Elvira-, y tenle el castigo del cielo si llegas siquiera a tocarme.

-¡Hola! -replicó el capitán-. Voz muy dulce tiene la maga. Torpe has andado, si eres el diablo, en tomar voz de mujer para asustar a nadie. No me estorbéis el paso, señora -prosiguió hablando con Leonor, que se había abrazado a sus rodillas para detenerle.

-Dejadla por Dios, dejadla -gritaba ésta-; ella no hace mal a nadie; ya me tenéis a mí, llevadme a Cuéllar, matadme, pero dejad, respetad el secreto de esa mujer.

-Nada de eso, y no os abracéis al lobo aunque os parezca manso -respondió el Velludo-. Yo he jurado que le había de quitar las ganas, a quien quiera que fuese, de venir a asustarme a media noche a mi misma casa, y lo cumpliré... ¡Vaya, fuera! -añadió, y empujando a Leonor a un lado y desasiéndose de ella se acercó a Elvira, y a pesar de sus amenazas le echó la capucha atrás y le descubrió el rostro, trayéndola por fuerza adonde daba la luna.

-¡Una mujer tan joven y tan hermosa -gritó el Velludo, atónito de su descubrimiento-, y andar así en este traje por estos andurriales! ¡Eh! ¡Zamacuco! -continuó, llamando a su guía, que no hacía mas que abrir los ojos hecho un bausán, hasta el punto que él mismo pensó que se le rasgaban hasta la cabeza-. Cuida de esa otra dama mientras yo examino esta... ¿Quién eres? -le preguntó, volviéndose a ella.

-Si te dijese mi nombre pecaría; nadie -repuso Elvira con dignidad.

-¿Qué hacías en estos desiertos?

-Nada.

-Secretos tengo yo -respondió el capitán- que te harían hablar, y han hecho soltar la lengua a hombres de bigotes muy ásperos, puesto que determinado venía a enviarte esta noche a dormir al otro mundo; pero eres una mujer, no puedes defenderte y me das lástima. Por lo demás, no me importa saber quién eres; tu oficio de bruja acabó, y por ahora vendrás conmigo a hacer compañía a tu amiga en el castillo de Cuéllar, donde no te faltará quien te agasaje.

-Mis pecados -repuso Elvira en tono solemne- me han traído a este punto, cúmplase la voluntad de Dios.

Entre tanto Leonor había tratado de huir hacia su castillo y alarmar si era posible la guarnición con sus gritos, cuando el Velludo, volviendo con Elvira asida de un brazo hacia ella, se interpuso en su camino con la presteza de un rayo, y la detuvo por el vestido.

-No, ahora no será como la otra vez. Belcebú había de venir y nos las habíamos de ver, él con sus tizones y yo con mi hacha.

-¡Ah! -exclamó Leonor-. ¿No hay quien me favorezca? ¡Los hombres de armas de mi castillo ahí mismo y no me oyen! ¡Casi los siento hablar y no me oyen!

-Y aunque os oyeran sería lo mismo -replicó el Velludo, mandándolas que le siguiesen-. Venid conmigo. Yo no soy cruel, y sentiría tener ahora que serlo si os empeñaseis en no obedecer.

Tenía el Velludo algo en su voz que naturalmente imponía, aunque se esforzase a dulcificarla; y así por esto como por ser toda resistencia inútil, ambas cedieron a su voluntad, Leonor llorando y ofreciéndole mil tesoros por su rescate y maldiciendo su suerte, casi desesperada, y Elvira sin hablar palabra y con estoica resignación.

-¿Qué diablos hacías ahí, papanatas? -dijo el Velludo al saludador, abriendo como él la boca con una mueca.

-¡Toma! -repuso el misericordioso Soguilla con su voz bronca-. ¿Y qué he de hacer con una bruja que se echa a volar? Di que hubiera sido un lobo rabioso y le hubieras visto más manso que una borrega.

-¡Ojalá! -replicó el capitán con sorna.

Tales fueron las aventuras de aquella noche y tal era el asunto de la conversación que hemos interrumpido para contarlas, por lo que volviendo a nuestros bandidos, que aguardaban a su capitán, añadiremos otra persona al corro, a quien en otro tiempo no habrían querido tener tan cerca por su oficio de verdugo, y que ahora departía con ellos agradablemente merced al que ejercía de saludador.

-Si no hubiese sido por mí -dijo éste en adición a lo que había dicho Usdróbal-, poco le hubieran valido vuestros consejos, señor Zacarías; pero yo huelo las brujas lo mismo que olía en mi tiempo cuando iba a haber ocupación en mi oficio, y ensebaba los cordeles de modo que al hombre de menos gusto le habría dado tentación de ahorcarse, y más de una vez estuve yo para hacer la prueba.

-Si la hubieses llegado a verificar una sola vez -dijo Usdróbal-, no habrías ido esta noche a caza de brujas. ¿No es cierto?

-No lo puedo negar -repuso gravemente el saludador-, y para ser tan mozo habláis con mucho tino.

-¿Pero la bruja voló o no voló? -preguntó el veterano Tinieblas.

-Como una garza -contestó Soguilla-; pero yo la hice caer a los pies del Velludo por mi virtud de saludador, puesto que por más que hice no pude hallarle el pescuezo.

-Pero el vuestro por poco que se busque no será difícil hallarlo. ¿No es cierto? -preguntó Usdróbal con mucha seriedad, burlándose del enorme cerviguillo que descubría el ex-verdugo.

-Sin duda -replicó Soguilla mirándole con atención, y volviéndose a los otros continuó-: ¿Este mozo ha estudiado?

-Es un gerifalte -repuso el bizco- y sabe latín.

-¡Oh, amigo!, para verdugo no hay cosa como saber latín.

-Hasta ahora no he estudiado mucho -respondió Usdróbal-; pero mi maestro es el benignísimo y piadosísimo señor que aquí veis -y señaló a Zacarías-, por lo que podéis esperar que si no llego a verdugo llegaré a ahorcado, y en cuanto a saber latín, ya sabéis que sirve lo mismo para uno que para otro.

-No os moféis del humilde siervo de Dios -repuso el maestro con su acostumbrada dulzura.

Usdróbal se levantó, volvió la espalda al corro y empezó a cantar, con aquella apariencia indiferente y alegre que le era natural:


   Cuando miro una horca
con su colgajo,
guiño el ojo, me río
y aprieto el paso.
Por mi consuelo
murmurando entre dientes:
morir tenemos.

A pesar de su buen humor y natural alegre, Usdróbal sentía en aquel momento cierta inquietud y desasosiego por una de las prisioneras, a quien, sin saber por qué, habría querido dar libertad de buena gana o verla a lo menos; y sin que él pudiera darse razón a sí mismo, se alegraba entre tanto interiormente de que Saldaña estuviese imposibilitado de entenderse con ella por sus heridas.

Este interés por Leonor, que a no calcular la distancia del rango que los separaba podría acaso atribuirse a otro afecto más vehemente que el de la compasión, le ponía pensativo de cuando en cuando, determinándole a abandonar el servicio del Velludo, incitado, además, por su buena índole y sentimientos nobles, que le hacían desagradable el género de vida que había abrazado más por necesidad que por inclinación. Su mala cabeza y carácter abandonado se lo había hecho sobrellevar sin pesadumbre hasta entonces, pero su corazón se resentía de la villanía de su oficio, mientras su imaginación, engrandeciendo a sus ojos el brillo que rodea al guerrero de buena fama, y mostrándole fácil el camino de la gloria que podría abrirle su lanza hallándose en otro estado más noble, le hacía desear la ocasión de señalarse públicamente por algún rasgo marcado de caballerosa bravura.

Combatido estaba de estas imaginaciones cuando vio venir al Velludo, que salía del castillo mano a mano y hablando amigablemente con un hombre alto y tan seco que parecía que sólo le quedaba el pellejo, según lo correoso que era, el rostro muy tostado del sol, bigote entrecano y caído, pelo del mismo color, nariz larga y tan colorada como si la hubiesen dado de bermellón, lo que le daba trazas de no disgustarle el jugo de la uva, en confirmación de lo cual sus ojos lucían con aquel brillo vidrioso que marca comúnmente a los borrachos de profesión. Traía en la cabeza un gorro de pieles, y envuelto en una ancha capa, sólo dejaba ver sus piernas cubiertas de planchas de hierro puestas unas sobre otras a modo de tejas, lo que daba muestras que venía armado; y en sus movimientos y contoneo jaquetón se conocía que estaba muy pagado de sí mismo y que miraba con desprecio a los otros, todo lo cual confirmaban su mirada de lástima y su labio inferior caído naturalmente.

Era nada menos que el jefe de la compañía aventurera que el señor de Cuéllar pagaba y mantenía en su castillo, aragonés de nación y con mucho renombre de buen soldado y buen bebedor, amigo de la guerra, de las mozas y, sobre todo, de la bota y de los valientes, habiendo reunido una compañía volante con la que andaba al pillaje o servía al que mejor le pagaba, no reconociendo más ley que su espada, más rey que el dinero ni más órdenes que su voluntad. Rayaba ya en los cincuenta años, y era muy grande amigo del Velludo, por haber sido soldados juntos en su mocedad, y no obstante que el aragonés tenía en mucho más su oficio de aventurero que el de bandido, no por eso dejaba de mirar con mucha consideración a su amigo, que tenía tan bien sentada su fama como el que más, y en un momento a una voz suya podía poblar todos aquellos bosques de un ejército de bandoleros.

Llegaron adonde estaba Usdróbal, y el Velludo, viéndole pensativo, le dijo:

-¿En qué piensas, buena alhaja, que estás ahí que pareces un asno viejo?

El aragonés echó una mirada a Usdróbal de arriba a abajo con aquella apariencia insultante de compasión que le era propia, y volviéndose al capitán le guiñó el ojo, empujando la barba hacia él con un gesto que equivalía a preguntar: «¿Qué mozo es ése?», y a que el Velludo contestó mirándole de reojo y echando hacia fuera ambos labios como si fuera a silbar, dándole a entender que el mancebo tenía el alma bien puesta y que era mozo de manos. Todo esto fue obra de un momento, y Usdróbal, sin echarlo de ver, dirigiéndose a su capitán, dijo:

-Estaba pensando que vale más ser cabeza de ratón que cola de león, pero que en caso de ser cola de uno u otro, vale más serlo del rey de los animales.

-No entiendo a qué viene eso -replicó el Velludo-, pero creo que tienes razón si no dices más.

-Viene -replicó Usdróbal- a que yo quisiera más bien ser arriero que burro; pero ya que siempre he de ser burro, quisiera serlo de un señor más bien que de un molinero.

-Todo eso está muy bien -respondió el capitán-; pero si no te explicas más claro te quedarás siendo burro toda tu vida.

-A mí el abad de San Bernardo me enseñó a explicarme por rodeos; pero, aunque algo torcido en mis explicaderas, soy muy recto, y siempre voy por el camino derecho, vía recta, cuando se trata de obrar; así que ahora pregunto, ¿qué querríais más, ser quien sois o ser señor de Cuéllar?

-Ser señor de Cuéllar -repuso el capitán sonriéndose-. ¡Pareces tonto!

-¿Y si os hiciesen rey, lo preferiríais a eso?

-¿Quién lo duda?

-Y en caso de servir, ¿a quién serviríais mejor, al rey o a Sancho Saldaña?

-¡Toma! Al rey.

-Pues vos, mismo habéis desatado mi duda, y ya estoy resuelto a servir como soldado aventurero entre los hombres de armas del señor de Cuéllar y a dejar lugar para otro en vuestra partida.

Frunció el Velludo las cejas, sus ojos se iluminaron de pronto y lanzó una mirada de cólera sobre Usdróbal, irritado de que éste le tuviese a él por tan poco que se creyese ser cola de ratón hallándose en su servicio, mientras su compañero, el aragonés, con su acostumbrado desdeño, le dirigió la palabra:

-¿Y qué hombre eres tú para alistarte bajo mi bandera? ¿Ni qué papel has de hacer tú entre veteranos, que al que menos le llega la barba al cinto?

-Ocuparé el lugar -repuso Usdróbal- que ocupa un hombre en todas partes, y rayaré donde raye el más alto.

-Eso sí -replicó el Velludo-, y cualquiera a quien yo admito en mi partida es muy capaz de romper una lanza con el mejor de tu compañía.

-¡Con el mejor de mi compañía! -respondió el aragonés sonriéndose, y volviéndose a Usdróbal continuó-: ¿Sabes montar a caballo?

-Como un moro granadino.

-¿Enristras bien una lanza?

-No sé quién eres, pero si quieres saberlo por ti mismo me remito a la prueba, y no hay más que hacer.

-¡Puede! -replicó con calma el aventurero-. Di, Velludo, ¿qué te parece de lo que dice este almogárabe?

-Que dice bien -replicó el capitán- y que es muy capaz de hacer lo que dice, pero ven acá, niño -continuó hablando con Usdróbal-, ¿qué ventolera te ha dado de dejar tan pronto mi compañía?

-¿No soy yo libre de hacer lo que mejor me convenga? -preguntó Usdróbal.

-Sin duda eres libre; pero sabe que pierdes mucho en dejarme, primero porque aquí conmigo no tienes más jefe que a mí, y en entrando en el cuerpo de aventureros tendrás mil que no lleguen a la suela de mi zapato.

-¡Pasito, amigo, pasito! -replicó el aragonés-; tú y yo nos conocemos, y basta.

-No hablo por ti -continuó el Velludo-, y, además, como iba diciendo, sabe que este ratón, si toca este cuerno (y señaló al que llevaba a la espalda), reúne en veinticuatro horas más de mil valientes bajo sus órdenes, a quienes paga con más rumbo que puede pagar en su vida el mismo rey en persona.

-Todo eso también lo sé -replicó Usdróbal-, y yo siempre os respetaré, pero por ahora he determinado sentar plaza de aventurero, si me admiten, en las lanzas de ese castillo, y faltaría a un voto que he hecho si no cumpliese mi resolución.

-Pues, hijo, a mí no me haces falta; Dios te guíe, y para que veas que te quiero bien, este amigo es el jefe de la compañía y el que te ha de admitir en ella.

-A mí me basta tu recomendación -repuso el aragonés-, la estatura no es mala, es mozo, parece robusto -añadió, mirándole despacio-, y justamente está vacante la plaza de un buen muchacho que antes de ayer, bebiendo conmigo, por broma le fui a dar de plano con la espada y le rajé la cabeza hasta la barba, sin querer, de una cuchillada. ¡Un buen muchacho!

-Pues sí, amigo, yo te lo recomiendo -respondió el capitán-, y adiós, que voy a recoger mi partida. Adiós, Usdróbal.

-No, eso no; cuenta con lo que se habla, y trae la bota antes de que te vayas -dijo, deteniéndole el aragonés-, que estoy seco de hablar, y este muchacho no se ha de separar de ti como si fuera un nadie.

-Y mucho menos sin despedirme de mi piadosísimo maestro -añadió Usdróbal.

-Pues entonces venid conmigo -respondió el Velludo-, y si han dejado algo lo beberemos en buena paz y compañía.

Diciendo así llegaron al corro, y hallando la bota todavía bastante provista, empinaron el codo hasta vaciarla, y Usdróbal se despidió de sus compañeros. Zacarías lloró, gimoteó y le rogó que no abandonase la paz del desierto por los placeres mundanos; los demás camaradas no mostraron la mayor pena por su partida, y aunque las libaciones fueron copiosas, todos se pusieron en pie al echar el último trago, y el Velludo se despidió de su amigo el aventurero y de Usdróbal, retirándose con su gente, mientras éstos volvieron paso a paso al castillo.

Poca bebida era aquella para hacer dar traspiés al aragonés, que tocante a vino era una cuba sin fondo, y cuando más, llegaba a ponerse alegre; pero aquel día había recibido un amigo íntimo, y su lengua, algo trabada, se resentía del fino agasajo que le había hecho, por lo que todo el camino vino hablando a Usdróbal acerca de sus deberes.

-Sí, señor -decía-, la sibordunación, y la desceplina, y buen empuje cuando se trata de enris... enris... enristrar lanza.

-No tengáis cuidado, que no me quedaré atrás -respondió Usdróbal, interrumpiendo un romance que venía tarareando entre dientes.

-Está bien; porque el hombre ha de ser mulo, y cuando llegue el caso, un trago de vino y a ellos.

Con esta conversación entraron en el castillo, donde Usdróbal fue alistado en la compañía, y le dieron las armas del difunto a quien había relevado, que él se vistió, muy contento de verse ya hombre de armas y, sobre todo, de estar cerca de la hermosa Leonor, decidido a favorecerla en todo y libertarla si fuese necesario a costa de su propia vida.




ArribaAbajoCapítulo XIV


. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Tanto, que dije entre mí:
¿Todo el mundo se me atreve?
¿Tan dejada te parezco?
¿Eres tú tan insolente
que aunque me prometas reinos
mis favores te prometes?


Romancero                


Ya hacía ocho días que estaba Usdróbal con sus aventureros, muy apreciado de todos ellos por su ánimo resuelto y humor alegre, su semblante franco y natural descaro habiéndole hecho hallar muchos amigos en el castillo.

Estas amistades en tan breve tiempo no parecerán extrañas al que haya vivido algún tiempo entre militares, donde la franqueza y familiaridad del trato hace que la amistad se estreche e intime casi a primera vista; pero mucho menos raro parecerá si trasladándonos a aquellos tiempos en que ser valiente era la cualidad única que se exigía para ser estimado de todos, consideramos que tanto los compañeros de Usdróbal como los demás habitantes de la fortaleza eran hombres que se pagaban más de un rasgo de resolución y un trago a tiempo que de una acción filantrópica, viendo en cualquiera de estas dos cosas todo lo que necesitaban para elegir un amigo. La mayor parte de los soldados aventureros no tenían nada que echar a Usdróbal en cara, porque si éste había dejado el ejercicio de bandolero para tomar aquél, ellos habían tenido otros oficios en su vida de igual especie o peor, toda la compañía siendo generalmente compuesta de hombres sin oficio ni beneficio, extranjeros, mercenarios y desertores.

Usdróbal, siempre fijo en su empresa de salvar a Leonor, que era el principal intento que le había traído a hacerse hombre de armas entonces, no desdeñó la amistad de ninguno, y, al contrario, puso de su parte cuanto pudo para granjearse la de muchos más, pensando, como general prudente, en hacerse aliados dentro de la misma plaza que pretendía embestir antes de ponerle sitio. Con este fin, y valido de su flexibilidad de carácter, bebía con los unos, hablaba con los otros y se mostraba generoso con todos, gracias al dinero que le valió su estancia con el Velludo, sin descuidarse al mismo tiempo en ir reconociendo el terreno, visitar la fortaleza, y siempre tratando de averiguar dónde estaba detenida la hermana de Hernando, deseoso de verla y comunicar con ella sus planes.

Pero a pesar de su vigilancia y buen deseo, sus esfuerzos tocante a este punto no hubieran producido acaso ningún resultado si los celos y el despecho de una mujer vengativa no hubiesen venido justamente a favorecer sus proyectos.

Zoraida, más irritada que nunca contra Saldaña, había sabido ya, gracias al paje, que no se había descuidado en decírselo, quién era una de las prisioneras, y más interesada que nadie en hacerla desaparecer del castillo antes que Sancho se recobrase enteramente de sus heridas, no había cesado de meditar un punto, desde entonces, el modo de cumplir su deseo. Su conocimiento de todas las comunicaciones secretas y escaleras ocultas de un castillo en que había pasado tantos años, las riquezas que poseía y, sobre todo, su audacia y carácter emprendedor, hacía de ella el mejor aliado que Usdróbal podía desear, y que su buena suerte le proporcionó.

Sabía muy bien Zoraida que de todos los servidores de Saldaña, los más fáciles de sobornar con dinero y más aptos para aquella empresa eran los aventureros, y ya más de una vez había tratado de descubrir a alguno de ellos su plan, puesto que su poca influencia con el señor de Cuéllar había disminuido su crédito entre aquellas gentes, y esta consideración hubo de contenerla algún tiempo.

Muchas veces había ojeado los individuos de la compañía, buscando entre ellos alguno a quien confiarse, y aunque la muestra y apariencia de todos los manifestaba muy capaces de tomar a su cargo cuanto bueno o malo se les encomendase, esto mismo la hacía dudar, temiendo que, si la descubrían, su venganza quedaría sin cumplirse y Leonor para siempre en poder del señor de Cuéllar. Con todo, ya había observado a Usdróbal, y los ojos de lince de los celos la habían hecho en parte descubrir sus intenciones, habiéndole oído hacer varias preguntas acerca de la habitación que ocupaba la prisionera, que, aunque hechas al parecer con indiferencia y sólo como por mera curiosidad, Zoraida las imaginó sospechosas, y mucho más cuando, informada de que era un soldado nuevo, no pudo menos de figurarse que en aquel hombre de armas estaba disfrazado acaso el amante de Leonor, que se había alistado aventurero con el fin de salvarla. Este pensamiento, y más que todo la buena cara y modales naturalmente francos de Usdróbal, acabó de engañarla, afirmándola en la idea de que, siendo el amante oculto de una dama tan principal, tenía de ser caballero, no pudiendo menos de serlo un hombre de continente tan desembarazado y fisonomía tan resuelta, por lo que, más animada que nunca, se decidió a hablarle en secreto y asegurarse de este modo si era o no cierta su presunción.

Por su parte, Usdróbal no había dejado de informarse de quién era aquella extranjera tan bella que parecía tan triste, y no faltó tampoco quien le contase lo que deseaba, y punto por punto le refiriese sus amores con Saldaña y los desdenes que ahora sufría. Esta narración le originó el pensamiento de aliarse con la hermosa mora, pensando, con razón, que, sin duda, movida de sus celos y por su propio interés, había de desear con ansia verse de cualquier modo libre de su rival y que su proposición de alianza para este caso sería aceptada con gusto. Muchos deseos tenía de hablar y franquearse con ella, y aunque la prudencia tal vez exigía que él no fuese el primero en romper la valla, como esta cualidad no era la que más brillaba entre las que Usdróbal poseía, lo hubiera ya hecho a no mediar, a su parecer, una consideración que le irritaba y afligía al mismo tiempo. No sabiendo si Leonor amaba o no a Saldaña, y no pudiendo por esto contar con su voluntad para el proyecto que meditaba, traíale pensativo esta idea, y a veces hasta le ponía tan furioso como si él la amara verdaderamente y, celoso de ella, desconfiase de su constancia.

Pero cuando, ya tranquilo, se detenía en pensar en los medios de que el de Cuéllar se había valido para poseerla, en el odio que había oído decir se profesaban las dos familias y en la fama que tenía Saldaña en aquellos contornos, su ira se aplacaba y su pesadumbre se desvanecía, conociendo cuán poco fundadas iban sus conjeturas, y asegurándose cada vez más en que el servicio que trataba de hacer a Leonor era en aquellas circunstancias el que más le agradecería. No obstante, deseaba verla, y ya algunas veces había intentado penetrar en su estancia; pero ésta, colocada precisamente en el primer tramo del edificio y a la otra parte en el fondo, estaba vigilada por los servidores más leales de Saldaña, quien al momento que supo el nombre de su prisionera, lleno de gozo había nombrado los que la habían de guardar, con orden de no dejar acercar a nadie sitio a su paje favorito, y a las damas que la sirviesen. Añadíase, además, que Usdróbal, que no sabía fijamente la habitación y no quería hacerse sospechoso, miraba como otros tantos espías suyos a cuantos subían y bajaban por la escalera principal, única que él conocía que condujese hasta allí. Enojado con tantas dificultades, no sabía qué hacerse, aprobando y desechando cuantos recursos le ofrecía su imaginación, más por miedo de empeorar la situación de Leonor que por temor de su vida, aunque sabía que Saldaña no tardaría más tiempo en mandarle despedazar vivo que el que tardase en conocer su intención.

En esto estaba cuando un día, a tiempo que se paseaba por un corredor solo, mirando a un lado y a otro por ver si descubría algún secreto pasadizo o escalera que le llevase adonde quería, sintió que le tiraban suavemente de un brazo, y volviéndose a ver quién era, vio una niña de poco más de diez años que en lengua árabe y con señas muy expresivas le suplicaba que le siguiese, que le tenía que comunicar un secreto. Era Usdróbal demasiado amigo de aventuras para que dudase en seguir la que se le presentaba, y aunque avisos de aquel género eran en los castillos de aquel tiempo señales de dicha a veces y muchas otras de muerte, lo que él menos pensó fue en lo que podía sucederle, dispuesto a arrostrar cualquier peligro y pronto a todo con tal de satisfacer su curiosidad.

Como Usdróbal no conocía la lengua en que le hablaba la niña, ni le preguntó nada, ni se detuvo un momento, sino embrazando su espada, siguió con ligereza los veloces pasos de la esclavilla, que, después de haberle hecho subir por una escalerilla de caracol muy estrecha, cortada en el mismo muro del edificio, que conducía a uno de los torreones que flanqueaban la fortaleza, le hizo atravesar una galería muy oscura, abrió después una puerta y, quedándose ella afuera para que él entrase primero, Usdróbal se halló como por encanto en una habitación soberbiamente adornada.

Una mujer pálida, y en cuyas mejillas se marcaban aún los surcos que habían formado lágrimas muy recientes, estaba sentada sobre dos almohadones moriscos, cubierta de una almalafa de seda, cuya capucha caída dejaba ver su rostro, que, tan majestuoso como afligido, inspiraba a un mismo tiempo el respeto y la compasión. Usdróbal conoció en ella a la hermosa mora a quien había visto algunas veces y de cuya historia ya le habían informado, y habiéndola saludado respetuosamente, quedó en pie y a cierta distancia, aguardando para romper el silencio a que ella hablase primero. Zoraida estuvo un rato callada como dudando del giro que daría a su discurso, y no sabiendo cómo empezar, alzó en seguida los ojos, y habiéndole echado una mirada de curiosidad, sin duda con intención de leer en su corazón y penetrar de este modo el misterio que a su parecer se escondía en aquel joven, con acento tranquilo, aunque melancólico, dijo:

-Aunque el puesto que ocupáis en este castillo os hace parecer a los ojos de todos sólo como un simple soldado, yo no puedo menos de creer que vuestra sangre es ilustre, y que vos sois otra cosa de lo que aparentáis.

-Mi sangre, señora -respondió Usdróbal-, puede ser la sangre de un rey, ¿quién sabe?, porque yo no he conocido a mis padres; y en cuanto a mostrar otra cosa que lo que soy, puedo aseguraros que, aunque no muy viejo, he corrido ya tantas aventuras, que muchas veces hasta yo mismo me desconozco.

-¿Pero vos sois caballero -preguntó Zoraida-, no es cierto?

-Si no lo soy -repuso Usdróbal-, me siento capaz de serlo, y estoy pronto a acometer la empresa más ardua de que pudiera un caballero gloriarse.

-No me he engañado -dijo la mora, que dio por cierta su conjetura al oír el tono altivo que usaba Usdróbal, en su expresión-; no me he engañado, y os aseguro que quienquiera que seáis, podéis hablar francamente conmigo. Yo soy una mujer, y una mujer sin ningún auxilio en el mundo; vivo, por decirlo así, sola en el universo, pero mi alma es noble y mi corazón es tan vengativo como generoso. Vos deseáis quizá tomar venganza de otros agravios, yo de los míos; tal vez nuestro enemigo es uno mismo; reunamos nuestras fuerzas y conspiremos de mancomún contra él. Si sois un caballero, os bastará que una mujer desgraciada os reclame por su defensor; si sois villano, riquezas tengo, podéis disponer de todas.

-(Pues señor, bien va el negocio, prudencia. Si estuviera aquí mi maestro -pensó Usdróbal- no dejaría pasar en blanco esta palabra; pero ya que esta mujer me cree caballero, portémonos como tal.) Yo, señora -continuó dirigiéndose a Zoraida-, no comprendo bien vuestro discurso, y os suplico que si no lo tomáis a mal, os expliquéis más claro; vuestra situación me mueve a favoreceros, y así no tenéis nada que disfrazar. En cuanto a las riquezas que me ofrecéis, os las agradezco, porque soy más amante de la gloria que del dinero.

-No os ocultaré nada -replicó Zoraida-, siempre que me deis vuestra palabra de caballero, pues sin duda lo sois, visto vuestro proceder generoso, de no comunicar a nadie lo que os dijere, caso que no queráis ser cómplice de mis designios. Dádmela, y acaso no sentiréis tenerme por aliada.

-Yo os doy la palabra más sagrada -repuso Usdróbal- que un caballero pudiera dar, y os prometo cortarme la lengua antes de que ella revele a ningún viviente vuestro secreto, cualquiera que sea, aunque fuese vuestra intención asesinar a mi mismo padre si lo tuviera.

-Me basta -respondió la mora-; voy a abriros mi corazón. El señor de este castillo fue en otro tiempo mi amante; ahora es mi mayor enemigo. Me ha despreciado, me ha humillado, se ha olvidado enteramente de mí, y yo le he amado como nunca se amó, y he desoído la voz de mi orgullo más de una vez para perdonarle. Yo he sufrido sus desprecios sin dar siquiera una queja, le he visto apartarse de mí, y, sola con mi dolor, tal vez he tenido compasión de su tristeza olvidándome de la mía; mis lágrimas han corrido en silencio, mi amor por él he sentido que se aumentaba con su desdén, y lejos de pensar en vengarme de su inconstancia, me he esforzado a hacerme más agradable a sus ojos, a consolarle, determinada a sacrificar mi vida por hacer su felicidad. Sí, yo estaba determinada a morir; lo estoy ahora mismo más que nunca, pero vengada. Nuevos ultrajes, horribles insultos, insufribles celos han venido ahora a amargar con su ponzoña mi corazón... Y él va a ser feliz en brazos de otra mujer. ¡Oh! no. Él dividió conmigo sus placeres en otro tiempo; él me ha hecho hartarme de hiel; justo, muy justo es que los dos ahora agotemos juntos hasta las heces la copa de la amargura. No, no; se engaña, si mientras yo viva, cree el infame con los halagos de otra mujer disipar los tormentos que le abruman; Zoraida se los hará sentir más crueles. ¡Nunca mujer ninguna, ninguna, los calmará con sus caricias! Pero esto para vos es nada -continuó más tranquila-; ni vos ni nadie en el mundo pueden volverme la paz; todo lo más que puedo esperar de vos es que ayudéis mi venganza. ¿Qué importa?, es bastante. ¿Conocéis a Leonor de Iscar? ¿Sois acaso su amante?

-Soy, señora -respondió Usdróbal, cuya alma sensible habían conmovido las palabras de la hermosa mora-; soy quizá el hombre que más culpa tiene de que esta dama esté ahora prisionera y en poder de vuestro enemigo. Soy quien sin saberlo la traje al punto en que ahora se ve, pero ya, arrepentido de lo que hice, estoy resuelto a morir o a libertarla, y nada habrá por peligroso que sea, por difícil que parezca de superar, a que no me arroje y que yo no arrostre, siendo ésta la pena que me he impuesto por el delito que cometí. Acepto con gusto vuestra oferta, y desde ahora juntos formaremos nuestro plan y juntos lo pondremos en planta; digo que acepto tanto más gustoso vuestra alianza, cuanto que solo y sin conocer este castillo mi empresa hubiera sido más perjudicial a esa dama que provechosa, puesto que tampoco hubiera cedido yo un punto en llevarla adelante por temor del riesgo que podía correr. Hablad, señora, disponed de mí; mi brazo y mi corazón son vuestros, y con todo, antes que dispongáis cosa alguna, haced de modo que yo hable un momento con ella, sólo un instante; es quizá lo más esencial.

Zoraida quedó un momento pensativa ingeniando cómo Usdróbal pudiese ser introducido donde habitaba Leonor, movió la cabeza varias veces como aprobando o desaprobando sus propios pensamientos, y dijo:

-Todos los secretos de este castillo, y particularmente los de la estancia que habita Leonor, me son muy conocidos. Allí he vivido yo en días más felices; allí era mi paraíso; allí pasó una parte de mi vida como un sueño venturoso entre delicias y amores y halagada de la esperanza más lisonjera. ¡Ah! ¿Por qué no fue eterno mi sueño? Sí, yo conozco todo lo que allí hay; pero aunque sería fácil llegar hasta allí sin ser visto, para hablarla sería preciso que os vieran, y entonces era tiempo perdido. ¿Cómo haremos?... Yo había pensado valerme de vos para que sorprendieseis de noche a los que la guardan, introduciéndoos en la habitación por una escalera oculta; pero para que la habléis sin que ella esté avisada y no os vean, no hallo medio. Vos decís que es lo más esencial; yo creo lo más esencial que sea pronto. Si Saldaña, que está ya casi recobrado de sus heridas, llega a ir a verla, y Leonor accede a sus deseos y se entrega a su voluntad, no contéis ya con salvarla -continuó con furor-; no, porque entonces yo misma la asesinaré.

-Es imposible -repuso con calor Usdróbal- que Leonor no aborrezca a un hombre tan endiablado.

-¡Ojalá! -respondió la mora-. Tenéis razón en lo que decís; y a pesar de todos sus defectos, ¿no le amo yo? ¿Por qué otra no podría amarle?

Aquí llegaban de su conversación, cuando la esclava avisó a su señora que el primoroso Jimeno pedía licencia para entrar a hablarla.

-Amigo -dijo entonces Zoraida- vienen a interrumpirnos; retírate y no te alejes, porque quisiera verte después.

Usdróbal la saludó con respeto y salió de la sala, atónito de la energía de aquella mujer, y muy gozoso de su aventura. Al llegar a la puerta halló a Jimeno que iba a entrar, y que le echó una insolente mirada de arriba abajo como extrañado de verle allí, y a la que Usdróbal contestó con otra que manifestaba no menos altivez y desprecio.

-¿Qué tal? -se dijo a sí mismo el paje-; para el tonto que fíe en mujeres. Este será algún capricho de Zoraida; algo grosero es para preferirlo a un hombre como yo; pero ahí está el caso, probar de todo.

Diciendo así se estiraba la gola, alisaba los pliegues de su justillo, y repasaba minuciosamente su tocado, disponiéndose a presentarse delante de una mujer a quien trataba de cautivar con sus gracias el presuntuoso, y como casi seguro de su triunfo, entró arreglándose el bigotillo rubio que empezaba a cubrirle el labio, con pasos muy medidos y elegantes y fingiendo la tristeza conveniente a la que, según él, también aparentaba la mora. Esta correspondió con una ligera inclinación de cabeza al gentil saludo de Jimeno, quien después de las generales de entrada se sentó frente a Zoraida, en uno de los bordados cojines que rodeaban la sala, con muestras de pesadumbre, ya mirándola dulcemente, y ya bajando los ojos con fingido rubor, como si tuviera algún secreto que le fatigara, y su timidez, cortándole la palabra, le impidiera comunicárselo. El orgulloso continente de Zoraida parecía haber recobrado toda su majestad delante de un hombre a quien ella estaba acostumbrada a mirar como un simple vasallo, y vuelto el rostro a otro lado, ni aun se dignaba contestar con una mirada a las ojeadas humildes y amorosas del paje, que sentado como estaba, parecía al mismo tiempo estudiar las actitudes más amables y caballerosas para agradarla.

-¿Qué causa os ha traído a verme? ¿Tenéis alguna noticia que darme? -preguntó la mora sin volver siquiera la cabeza a mirarle, y con el acento más desdeñoso.

-No sé -respondió el paje no sin malicia, aunque con tono sumiso- si he llegado en ocasión y hora en que vos hubierais deseado que nadie os interrumpiese, pero nada os extrañe que yo cumpla con mi primer deber viniendo a presentar a vuestros pies el homenaje debido a la reina de la hermosura.

-Jimeno -replicó Zoraida-, vuestro lenguaje afectado me incomoda; esas intempestivas y miserables galanterías usadlas con las mujeres a quien pretendáis agradar y que se paguen más de palabras que de los verdaderos sentimientos del corazón.

-Veo, señora -respondió el paje-, que no queréis perdonarme la interrupción que he tenido la desgracia de causar, sin querer, con mi venida tan poco a tiempo. Cuando la imaginación está ocupada de otros objetos, y acaso se acaba de oír el lenguaje del corazón, la vista más agradable nos fastidia, y las palabras más dulces y lisonjeras nos parecen frías, insulsas, si las comparamos a las que acaban de halagar nuestro oído. No me extraña, en efecto, que llaméis intempestiva mi galantería.

-Vos sois insolente, Jimeno -respondió Zoraida con majestad-; explicaos, aclarad esas suposiciones que vuestra malicia...

-Respeto mucho -contestó el paje sin desconcertarse, en el mismo tono-, los secretos de las damas, y mucho más cuando no tengo ningún derecho para saberlos. Vos, supongamos, cualesquiera que sean los vuestros, ¿qué razón ni qué facultades tengo yo para entrometerme en ellos? Conozco el motivo de vuestros pesares y las injusticias que estáis sufriendo. ¿Qué tiene de particular que tratéis acaso de consolaros y de vengaros al mismo tiempo del único modo que una mujer se puede vengar? No que yo crea...

-Basta, Jimeno, al momento salid de aquí -repuso Zoraida levantándose con dignidad-; aún no me juzgo tan inferior que esté en el caso de sufrir los insultos de un miserable vasallo del señor de Cuéllar.

-Perdonad, señora -respondió el paje inclinándose delante de ella con un movimiento fino y como arrepentido de su ligereza-, no os irritéis con un hombre que no sabe lo que dice, agitado como está de mil sentimientos diversos y de la pasión más loca; no os alteréis; permitidme que os haga una sola pregunta, y me retiro.

Conocía muy bien Jimeno la situación de Zoraida, que ya en el castillo conservaba sólo el prestigio de lo que fue, y estaba expuesta a la desvergüenza del soldado más ínfimo, ya sin apoyo ni valimiento alguno, la poca consideración que le quedaba, consistiendo sólo en el dominio que había ejercido sobre Saldaña, de quien ya sabían todos que era entonces aborrecida. No era el paje tampoco tan generoso que respetase la desgracia cuando se trataba de su propio interés, o de callar un chiste malicioso; pero aunque, como la mayor parte de los hombres viciosos, para él todas las mujeres fuesen iguales, tocaba esto a su virtud, y no al genio de cada una, por lo que conociendo el astuto paje demasiado bien el imperioso carácter de Zoraida, y prometiéndose hacerla su conquista para agradar su amor propio, y satisfacer asimismo su liviandad, cuando la vio enojada varió al momento de camino, y mostrándose arrepentido de lo que había dicho, tomó el tono de rendimiento en vez del de la ironía.

-Jimeno -respondió la mora-, os conozco acaso demasiado bien; no me puedo quejar de vos, y habéis tenido o fingido tener lástima de mis desgracias; pero no sé por qué, a pesar mío, no puedo agradeceros el interés que habéis tomado por mí: vuestras palabras hoy han sido tan insufribles y altivas, como en otro tiempo eran aduladoras y bajas. Tal vez vuestra pregunta me descontente; con todo, no importa, hacedla; la sufriré en pago de los servicios que me habéis hecho, y aun puede ser que os responda.

-(Yo te bajaré ese orgullo -pensó el paje-.) Siempre he sido y seré -continuó en alta voz- vuestro amigo y vuestro defensor; siempre os he defendido, y aun me he atrevido por vos a contravenir a las órdenes expresas de mi señor; ahora mismo, más que nunca, estoy dispuesto a todo por agradaros. ¡Cuántas veces he reconvenido a Saldaña de su inconstancia, y le he tachado entre mí mismo de hombre de poco gusto, cuando desdeñaba tanta hermosura y virtudes tan raras en vuestro sexo!

-Haced vuestra pregunta -replicó Zoraida-, y no repitáis tantas veces que soy desdeñada de nadie. Decid lo que queráis sin volver a esa charla insignificante, usada sólo en este país de mentira y de hipocresía.

-Está bien -repuso Jimeno- y puesto que me lo permitís, perdonad mi impertinente curiosidad y decidme quién es ese soldado joven que vuestra esclava hizo salir de este cuarto al momento en que yo iba a entrar.

Zoraida no pudo menos de turbarse al pronto, no sabiendo qué responder, mientras el paje, con los ojos bajos y al parecer sin mirarla, no dejó escapar la sensación que su pregunta le había causado, y que él atribuyó a motivos muy diferentes de los que realmente eran. Zoraida no obstante, se recobró al punto, y repuso con altivez.

-A nadie en el mundo tengo que dar cuenta de mis acciones; el hombre que poseía ese derecho, me ha dejado libre y señora de mi voluntad. Y bien, es un soldado que yo he hecho llamar para hablarle de cosas que me interesaban. ¿Estáis satisfecho?

-Me basta -replicó el paje con su acostumbrada malicia-, soy discreto, y habéis hecho bien en hablarme con confianza. He entendido y me voy; podéis hacerle llamar.

Diciendo así, hizo muestra de salir de la habitación. El rostro de Zoraida se encendió de repente, arrebatada de cólera contra el vil que la sospechaba, y aunque se esforzó a contenerse como mejor pudo, parecía, como se suele decir, que lo iba a deshacer con los ojos. Mas el temor de perder quizá el único apoyo que le quedaba, le obligó a sujetar su furia en su corazón, quedando inmóvil delante de él sin querer dejarle ir ni acertar a detenerle tampoco. Jimeno conoció la lucha en que se hallaba su alma, y cómo él se juzgaba muy superior a Usdróbal en todo, no dudó que le sería fácil triunfar, atribuyendo el supuesto capricho de la hermosa mora más a un movimiento de venganza que a una pasión naciente. Volvióse, pues, a ella, tomó otra vez su apariencia cortés y respetuosa, dijo:

-Siento retirarme dejándoos enojada conmigo. Pero tenéis razón, y conozco que me he propasado. Soy franco, no obstante, y digo que a la verdad siento que un hombre de nacimiento tan bajo... Perdonad, señora, yo me retiro, y a pesar de todo creed que seguiré siendo, como hasta aquí, vuestro fiel amigo y vuestro defensor más acérrimo. Cualquier favor, cualquier servicio que exijáis de mí...

-Jimeno -interrumpió la mora-, estáis acostumbrado a pensar mal de las mujeres, y así no es extraño que penséis mal de mí. ¡Creéis que ese soldado es mi amante! Podéis creer lo que queráis, pero al menos -prosiguió reprimiendo sus lágrimas-, al menos no me insultéis.

-Sirvan de disculpa mis pocos años a mi indiscreción -repuso el paje fingiéndose enternecido-, y perdonad a un hombre que os adora -añadió arrojándose a sus pies-, que os mira como su único bien, unos celos sin duda mal fundados, pero que son señales de la verdad con que os amo.

-Levantad, Jimeno, del suelo -respondió Zoraida con ceño-, que perdéis el tiempo en mentir.

Alzóse el paje mirándola con asombro, indignado interiormente de sus razones, mientras la hermosa mora, puesto entre sus labios el índice de la mano izquierda y clavados los ojos al suelo, parecía profundamente ocupada de algún proyecto.

-Jimeno -le dijo al cabo de un rato de silencio-, si no tenéis mala voluntad a una mujer que nunca os dio motivo de enojo, si sois tan noble de corazón como os jactáis de serlo por vuestros antepasados, creo que no seréis capaz de faltar a la confianza que de vos se haga.

-Y mucho menos -repuso el paje-, a la que vos me juzguéis digno de merecer. El fuego inextinguible en que esos hermosos ojos...

-Basta, Jimeno -interrumpió Zoraida-; os he dicho que no mintáis, y que no me pago de insípidas galanterías.

-¡Galanterías! ¿Cómo podéis equivocar el lenguaje del amor puro con el de la galantería?; Zoraida, disponed de mí, hablad, confiadme vuestros deseos, y yo os probaré que es verdad cuanto he dicho.

-¿Tenéis libre entrada en el cuarto de Leonor de Iscar?

-(Mía eres, Zoraida) -pensó el paje, y hablando en voz alta, prosiguió-: El conde me ha enviado varias veces a saber de ella, y a darle amorosos recados de su parte.

-¿Recados amorosos de parte suya? -exclamó Zoraida con ira-: ¿vos los habéis llevado? ¿Y qué le decía? ¿Y ella le respondía con cariño sin duda?

-Con cariño no -repuso el paje malicioso-, pero...

-¿Qué? Acabad.

-Los oye al menos con gusto, y siempre pregunta con cierto cuidado por su salud. Pero vos sois una rival temible, y ella...

-Por Dios, Jimeno, de una vez, de una vez acabad.

-Ella cree que el conde os ama todavía, a pesar que él jura que...

-Así, lentamente, Jimeno -repuso Zoraida con amargura-, así, que cada gota de hiel de tu lengua amargue por sí sola mi corazón.

-¿Queréis por último que os lo diga? -replicó el paje bajando los ojos y encogiendo los hombros-; pues él jura y protesta que os aborrece.

-Lo sé, lo sé -replicó Zoraida con voz interrumpida por sus sollozos-; sí, Saldaña me aborrece, y yo... yo también le odio con todo mi corazón -prosiguió con ira Zoraida-; si me amas de veras, si tan siquiera te parezco bien, ayúdame en mi venganza, satisface mi resentimiento, y toda, toda yo seré tuya...

-¡Oh día feliz! ¡Día feliz! -exclamó Jimeno-: habla, di; mi brazo y mi corazón es tuyo; pronto estoy a vengarte, habla, y este puñal te vengará de Saldaña.

-Tú contra tu propio señor...

-Zoraida, yo te adoro -replicó el paje.

-Júrame -respondió la mora- guardar silencio de lo que voy a confiarte: te creo falso, Jimeno, pero el deseo que tienes de mí, pienso que te hará leal. ¡Sahara! ¡Sahara! -prosiguió, llamando a su esclava, que entró al momento en la estancia-, dile a ese soldado que entre.

Salió la esclava a llamar a Usdróbal, mientras Jimeno se decía a sí mismo:

-Ya cediste, Zoraida; ¡ay de ti si me engañas!

Duró algunos minutos el silencio, y la hermosa mora, fijos sus penetrantes ojos en él, parecía querer leer en su alma. Jimeno no pudo resistir su mirada, y bajó dos veces los ojos, pero animado de su descaro volvió a alzarlos, y alargando su mano derecha hacia ella le dijo:

-Dame tu mano, Zoraida, y recibe la mía en prueba de que después que te vengue no se han de desasir nunca; dámela en prueba de que me amas.

-¡Que yo te amo! -replicó la mora-: ¿y cuándo lo he dicho yo? Cuando tú me vengues seré tuya, sí, pero sin amarte.

-No importa -repuso el paje-, estréchete yo sólo una vez a mi corazón, palpite yo de placer en tus brazos, y nada me importa que no me ames.

-Recibe no obstante mi mano -respondió Zoraida- en fe de nuestra alianza.

Tomó el paje la mano trémula de la mora y la apretó contra la suya, pero al ir a estampar en ella sus labios, Zoraida la retiró de pronto como avergonzada de su humillación. En este momento se abrió la puerta y entró Usdróbal con aquel desembarazado continente que le era propio. El paje dio atrás dos o tres pasos alejándose de Zoraida, y ésta se reclinó sobre los almohadones.

-Venid, caballero -le dijo-; tenemos otro aliado, y vuestra empresa puede decirse segura; ya he hallado medio para que habléis a Leonor.

-¡Caballero! -dijo a media voz el paje mirándole, con desprecio-: no me parece muy caballero el que vive en compañía de villanos.

-Si no fuera el respeto que se merece una dama -repuso Usdróbal, que había entreoído lo que decía el paje-, ya os hubiera yo dado a conocer que si no soy caballero, valgo tanto como el que más.

-Con la lengua o a traición -replicó el paje-, sin duda, como es uso de los de tu ralea.

-Jimeno -gritó Zoraida-, ¿queréis auxiliar mi venganza o no?, ¿qué venís aquí con miserables rencillas a enemistaros?

Estas palabras templaron el furor que se había apoderado de los dos mancebos, e hicieron que el uno retirase la mano que sobre la cruz de la espada tenía, y el otro del puño de la preciosa daga que llevaba al cinto, y Zoraida continuó:

-Si hemos de llevar a cabo esta empresa, unámonos, tengamos paz y sólo pensemos en ella. Motivos poderosos de amor quizá os hacen parecer lo que no sois, Usdróbal; pero aunque yo no quiera descubrir quién seáis, sé positivamente que vuestra intención es hablar con Leonor y sacarla de este castillo. Ninguno mejor que vos, Jimeno, puede favorecerle en su intento; y si lo logra, si llega a arrebatársela para siempre a Saldaña, yo me doy por satisfecha de mi venganza.

-¿Y vos me cumpliréis en ese caso lo que me habéis ofrecido?

-Sí -repuso la mora-; o moriré, o lo cumpliré; yo os lo prometo de nuevo.

-Está bien -replicó el paje-: soldado, tú le hablarás ahora mismo. Sígueme.

En diciendo así, Usdróbal y Jimeno saludaron a la hermosa mora, que contestó con una inclinación de cabeza, salieron del cuarto y se encaminaron por desusados y ocultos pasadizos a la habitación de la desdichada prisionera de Iscar.




ArribaAbajoCapítulo XV


   Padece, llora, experimenta y gusta
de tu llanto y dolor, muerte y tormento,
que es justo premio de venganza justa
un tal castigo para tal intento:
si hay cuchillo de fuerza más robusta,
verdugo sea el amor de tu contento,
porque entre ese dolor, rabia y discordia,
aprendas a tener misericordia.


BERNARDO                


Abiertas aún las heridas, pálido, débil y apoyado en el brazo de su favorito paje, dejó Saldaña el lecho donde había pasado diez días esperando la muerte en la agonía de la desesperación, y con pasos poco seguros se dirigió a la habitación de Leonor. Vanamente Jimeno y los cirujanos trataron de disuadirle de dar este paso, manifestándole el flaco estado de su salud, y el peligro que corría a cualquier acaloramiento o incomodidad que tomara.

-El mayor mal que me aflige -respondió el herido- no está en vuestra mano curarlo, y ninguna incomodidad puede haber que iguale al tormento de mi imaginación.

Con esto, y viéndole resuelto a levantarse y a ir a ver a sus prisioneras, nadie osó oponerse a su voluntad, y el tétrico Saldaña, lleno el corazón de temores y esperanzas, envió recado de su visita.

Entre tanto, Leonor, que había hablado ya con Usdróbal, animada con la esperanza de salir de allí pronto, parecía más alegre que de costumbre, sabedora de que había un hombre que se interesaba por ella en donde menos podía presumir encontrarlo. Desde que se vio prisionera, rodeada de personas desconocidas y todas ellas indiferentes a su dolor, no había tenido otro consuelo que sus lágrimas y las religiosas palabras con que tal vez confortaba su ánimo la generosa Elvira, que por fortuna se encontraba en la misma estancia con ella. Pero esta mujer fanática, sin dejar ver su rostro a nadie, persuadida de que Dios permitía todo aquello en castigo de la falta que había cometido dejándose ver de Leonor, rara vez se acercaba a hablarla, embebecida en sus oraciones y creída en que cometía un pecado, cuando, movido su corazón por un sentimiento dulce, pero mundano, dirigía la palabra a su amiga.

No obstante, su natural ternura vencía a veces su fanática obstinación, y buscando palabras con que aliviarla de sus pesares, proporcionaba a la doncella de Iscar los únicos momentos de dulzura que gozaba en la cárcel; cárcel decimos, si tal puede llamarse la estancia más elegante y mejor alhajada que había en el castillo, puesto que, aunque privadas de libertad, todo era abundancia a su alrededor, y varios espaciosos jardines con ricos surtidores de aguas y poblados de sombríos árboles, a que daban las puertas de aquella estancia, les proporcionaban delicioso paseo, mientras las doncellas que las servían y algunos juglares se esmeraban en divertirlas. ¿Pero qué vale el beber en oro y verse servido de mil esclavos atentos al menor movimiento del obsequiado cautivo, si al fin no puede pasar de un término prefijado, si no respira el aire puro de la libertad?

La mayor pena que abrumaba el corazón de Leonor, era entonces verse imposibilitada de asistir a su hermano, que tal vez necesitaba de su cariño y la nombraba a cada momento. Esta idea no se apartaba un punto de su imaginación, y el llanto que humedecía sus ojos con frecuencia era más bien un tributo al amor fraternal que una prueba de la debilidad de su sexo. Olvidada de sí misma, había tenido más alegría al hallar allí un protector, por la esperanza de llegar a tiempo para cuidar de su hermano viéndose libre, que por su propio interés, sólo el temor de algún infame atropello, haciéndole sentir por sí su cautividad. En vano trataba de distraerla el juglar con sus cantos y sus historias, y la demás turba de histriones que corrían en aquella época los castillos con sus músicas y bailes a la morisca. La herida de su hermano no se apartaba de su memoria, y su situación y el atropellado amor de Saldaña no dejaban descansar un instante su corazón. Elvira, encerrada a todas horas en un oratorio que allí había, rara vez, como hemos dicho, humillaba hasta nuestro suelo sus pensamientos, todos ellos empleados en la contemplación de las cosas celestes. Tal era, por último, el estado del ánimo de las dos amigas, cuando una de las mujeres de la servidumbre entró y anunció la visita del señor de Cuéllar.

Turbóse Leonor al oír su nombre, no hallando palabras con que dar el permiso que le pedían de parte del que podía visitarla sin él, y volvió el rostro a Elvira, que en aquella sazón entraba, habiendo oído las últimas palabras de la camarera.

-Decid -respondió ésta- al señor de Cuéllar, que hace mal en pedir permiso para visitarnos cuando tiene el suyo y el del demonio para cometer todo género de crímenes y de villanías.

-Señora -respondió la doncella-, si yo doy ese recado, es bien seguro que el conde me hará castigar...

-Pero ¡ojalá Dios se complazca en perdonarte, oh Saldaña! -prosiguió Elvira en uno de sus arrebatos de entusiasmo, sin atender a la respuesta de la camarera-. ¡Ojalá, y que descargue sobre mí el peso de su ira y cumpla yo de esa manera mis votos!

Diciendo así bajó la cabeza, cruzó ambas manos sobre el pecho, y pareció que elevaba al cielo alguna súplica por el pecador. La doncella permaneció un momento delante de ella sin atreverse a interrumpirla; pero viendo que no debía esperar más respuesta, volvió a preguntar a Leonor, la que, vuelta ya de su turbación, dijo:

-Id y decidle que el cautivo está a merced del que le cautivó, y no es a él a quien toca conceder permiso cuando éste sólo lo pide por cumplimiento, sabiendo que nunca es agradable la presencia del amo para el esclavo.

Esta respuesta tuvo al fin que contentar a la camarera, la cual, muy de mala gana y temerosa, salió a llevársela a su señor. Pero antes de que ella llegara, el lindo paje, que irritado de su tardanza había ido con licencia de Saldaña a saber qué había, se atravesó en el camino, y la camarera con muy buen cuidado en cuanto le vio descargó en él el peso de su comisión, contándole lo que había pasado, y encargándole que fuese a referirlo a Saldaña.

-Reina mía -le dijo el paje con una cortesía burlesca-, paréceme que vos queréis que meta yo el dedo en la lumbre y comeros vos las castañas..., pero no... no os pongáis colorada por eso: ¿qué no haría yo por una hermosa joven a quien sólo la falta de una media docena de muelas y la sobra de algunos años puede hacer parecer un tanto desagradable?

-Insolente, deslenguado -gritó la camarera indignada de la verdad con que el paje le había hablado; y murmurando un millón de maldiciones se retiró, dejando al desvergonzado Jimeno riéndose de su furia.

Quedó un momento en seguida algo pensativo el buen paje, y torciendo el camino, en vez de volver adonde estaba su amo, de una carrera atravesó algunos corredores y desapareció.

De allí a poco se oyó su voz cerca de las habitaciones al oriente de la fortaleza, como si hablara con alguien a quien tratara de consolar, mientras que otras voces respondían y seguían la cuestión, al parecer con calor, según se podía conjeturar por el tono vehemente y la precipitación con que a veces resonaban en alto, y a veces se percibía apenas el murmullo de las atropelladas palabras. Duró este diálogo sólo un instante, se oyó cerrar una puerta con ímpetu, se sintieron los pasos de un hombre que corría por aquellos tránsitos, y poco después se vio al paje que volvía con la misma prisa que había desaparecido. Llegó en seguida adonde estaba Saldaña, y cambiando las palabras de la camarera, le dijo que Leonor no tenía dificultad en recibirle, siempre que como caballero ofreciese no abusar de su posición.

-¡Consiente al fin en verme! -exclamó Saldaña-: ¡pero tiene desconfianza de mí! ¡Cómo ha de ser! ¡harta razón tiene para desconfiar!

-Eso prueba que está ya medio rendida -replicó Jimeno-; animaos, señor, que a buen seguro que no se os escapa esta vez.

-Si vuelvo a oírte hablar con esa irreverencia de la que no eres tú digno de besar el polvo que pisa, juro que te he de hacer arrepentir para siempre de tu indiscreción.

-Perdonad, señor; yo no he querido ofenderla -contestó el paje, y bajó la cabeza en señal de sumisión; pero una maliciosa sonrisa que pasó por sus labios daba al mismo tiempo a conocer el placer que sentía en incomodarle.

Con esto se asió de su brazo el herido para sostenerse, y meditando lo que había de decir, llegó a la habitación de las prisioneras. Levantóse Leonor de su asiento, saludándole con dignidad; entróse en el oratorio Elvira sin descubrirse, y el paje acercó uno de los sillones detrás del herido caballero para que se sentase, hecho lo cual salió de la habitación mientras éste apenas osaba alzar los ojos, y parecía luchar dentro de sí con sus remordimientos y sin hallar palabras con que empezar.

Sentáronse los dos por último; hubo aún una pausa, hasta que el caballero alzó los ojos, y fijándolos en Leonor con cierta timidez, rompió por fin el silencio pronunciando con débil voz esta frase, que apenas fue inteligible.

-Yo os he agraviado, Leonor, y vos sin duda me aborrecéis.

-Mentiría -repuso Leonor con firmeza- si no os dijera que vuestra conducta para conmigo es muy ajena de un hombre que profesa la orden de la caballería. Vos habéis puesto en peligro mi honra, me habéis entregado a una horda de bandidos, y por último, me tenéis ahora mismo prisionera en vuestro castillo contra toda razón y justicia.

-Verdad es, Leonor; y así no podré nunca aspirar siquiera a merecer vuestra estimación -replicó Saldaña algo más animado-; pero si el amor puede disculpar mis errores; si los tormentos que padezco y que vos sola podéis calmar; si el hastío con que vivo, la angustia que me acongoja y la desesperación que me ahoga alcanzan una mirada de lástima de vuestros ojos; si, en fin, basta además mi arrepentimiento de lo que os he hecho sufrir, creo que lejos de merecer vuestro odio, merezco siquiera vuestra compasión.

-Mi compasión, la tenéis, Saldaña -replicó Leonor conmovida-. ¿Quién habrá, que como yo os conozca, que no os compadezca? Vos, libre y poderoso, y yo cautiva, huérfana y ultrajada en este momento, me tengo mil veces por más dichosa que vos, mi alma es inocente y mi corazón es puro; pero si estáis de veras arrepentido, ponednos en libertad a mi amiga y a mí, y tal vez, si no está corrompido vuestro corazón, os cause un nuevo gozo hacer esta buena obra.

-Eso no; ¡nunca! -respondió Saldaña muy agitado-; cien muertes antes, cien infiernos padezca yo antes que te separes de mí, Leonor. ¡Nunca! Yo besaré el polvo que pises, te serviré de rodillas, te adoraré como se adora a la Virgen que está en el altar...

-¡Silencio, impío! -interrumpió una voz suave, pero en acento terrible, detrás de Saldaña-. ¡Silencio, y no profanes con tu boca de podredumbre el puro nombre de la Santa Madre de Dios!

Volvió Saldaña los ojos airados a ver quién era la que con tanto atrevimiento le interrumpía, y halló en pie a su espalda a Elvira envuelta en su almalafa, como hemos dicho, que salía entonces del oratorio.

-¿Quién eres tú -le preguntó Saldaña con enfado- que te atreves así a insultarme? Mal haces si crees que ese disfraz que llevas te da permiso para abusar de esa manera de mi paciencia.

-Las amenazas, los tormentos, los más crueles martirios -repuso Elvira- que puedas imaginarte, son para el penitente aureolas de gloria y nuevos soles que le guían en el camino escabroso de la virtud. Nada temo de ti, Saldaña, y todo lo temo por ti; mira un momento dentro de ti y te horrorizarás de ti mismo. Tu conciencia te remuerde; continua guerra se hace en tu corazón; en él habita tu desdicha; en él se albergan el odio, la envidia, el temor, la rabia y la desesperación; sobre tu frente está grabada la marca del réprobo; mil maldiciones te abruman, mil funestos recuerdos te acongojan, oro que toques te se volverá ceniza, y la flor más pura perderá su aroma y se marchitará tan sólo con que tú llegues a olerla. Saldaña, el lobo hambriento que se expone a la furia de los pastores y los mastines, que en tiempo de nieves busca trabajosamente alimento para él y para sus hijos que le esperan con ansia en la camada, y que vuelve sin él mordido, fatigado y aullando, es mil veces más venturoso, es mil veces más dichoso que tú. ¡Ah, Saldaña! Recuerda los primeros años de tu juventud, cuando era aún inocente tu corazón, recuérdalos y llora, llora lágrimas eternas de arrepentimiento.

-Mujer fantástica -replicó Saldaña-, cuando yo me presente a dar cuenta a Dios de mi vida, sé muy bien el modo de disculparme, y aquí en la tierra el amor es harta buena defensa de mis mayores delitos. Sí, Leonor -prosiguió volviendo la espalda a Elvira-; pero esta mujer tiene razón, nadie es más desdichado que yo. Todos los hombres, en medio de su desgracia, tienen algún dulce recuerdo que los halague, algún sueño de oro para el porvenir, alguna persona, en fin, que los ame y que llore con ellos su desventura. Pero yo, Leonor, oídme -continuó con pesadumbre-, yo no tengo nada, nada que me consuele; mis recuerdos eran penosos; negro y tormentoso contemplaba mi porvenir; ni una estrella, ni una luz, por débil y amortiguada que fuera, alumbraba mi peregrinación; todo era noche, todo era un abismo, un caos inmenso donde a cualquier parte que volvía la vista me hallaba siempre conmigo solo, solo y sepultado en la oscuridad.

»Un recuerdo, dulce como el aroma de las flores, me quedaba aún; un recuerdo que podía traer a mi memoria sin horrorizarme ni estremecerme. Tú, joven hermosa, virgen pura; tú, a quien yo había amado ya cuando mi corazón era bueno; tú sola podías hacer mi felicidad; tú eras la llama de mi existencia; yo te veía en todas partes, para mí no había ya soledad, porque tú siempre me acompañabas. ¡Ah! Yo necesitaba de ti, de ti para que fueses el rocío de mi alma; pero tú me desdeñabas. ¿Qué me quedaba que hacer? Robarte para poseerte; ahora yo soy tu esclavo, ¿qué quieres de mí, di, mi sangre? Estoy pronto a derramarla toda por ti -añadió arrojándose a sus pies-. ¡Oh!, di que me amarás, dilo siquiera por lástima. El hombre que fuese al patíbulo cargado de crímenes y que más te hubiese injuriado, ¿no merecería de ti, si en eso le iba la vida, que le dijeras: yo te perdono? ¿Y para salvar mi alma de la eterna condenación no me dirás: yo te amo?

-¡Hermano mío! -exclamó Elvira con entusiasmo, echando atrás su capucha, y descubriendo el rostro-. ¡Yo te amo!, ¡yo soy tu hermana, que te ama con todo su corazón! ¡Ah! sí, tú tienes necesidad de amor, y yo te ofrezco el mío, puro, amor de hermanos, lleno de ternura, de ilusiones y de verdad.

-¡Elvira! -gritó Saldaña espantado y retrocediendo algunos pasos con susto-. ¡Por Santiago! ¿eres tú Elvira? ¡Qué horror!, ¡qué horror! ¡Eres tú, que has dejado la tumba para venirme a ofrecer el amor de hermana! ¡Elvira!...

-No -exclamó Leonor-, no es una aparición; recobraos, Saldaña; es vuestra hermana, que se ha sacrificado generosamente por vos, que os ama, que ha llorado día y noche por vos durante tres años en un desierto; ella os hará feliz; vedla, abrazadla, aconsejaos con ella; podéis todavía ser feliz: no lo dudéis. Yo no os aborrezco, y os perdono todo. Dejadme ir de aquí: mi hermano está herido. El cariño de vuestra hermana os hará completamente feliz.

-Elvira -exclamó con humildad Saldaña-, perdóname.

-Pide a Dios tu perdón, no a mí -repuso Elvira con majestad-: arrepiéntete de tus crímenes, deja libre a esa mujer, y no vuelvas a pensar en ella puesto que no es para ti.

-¡Oh!, eso no -replicó Saldaña-: ya es tarde para que yo me arrepienta; mis súplicas han sido otras veces desoídas, y yo ya estoy condenado; ya es tarde -continuó con horrible desesperación-: no, yo no volveré a humillarme, yo no dejaré la prenda más segura de mi felicidad, la gloria de mi vida, la mujer que tanta pena me ha costado tener conmigo, por un arrepentimiento sin fruto, que lejos de aliviar mis penas, hará que se redoblen prolongando con ellas mis desesperación. Leonor ya es mía, será mía, y ya es tarde para arrepentirme.

-¡Profanación! ¡Blasfemia! -exclamó Elvira alzando ambas manos al cielo.

Pero otra voz resonó de pronto en la estancia, y todos se estremecieron.

-Ya es tarde, sí -repitió Zoraida entrando a deshora, desencajados los ojos, y trémula de furor.

Traía el cabello desgreñado y suelto, el rostro pálido de color de cera, y en su agitación incesante y sus movimientos convulsivos parecía latir toda de cólera; sus miradas eran de fuego, y su estatura, que parecía realzada con la ira, le daban un aspecto hermoso, sí, pero imponente y terrible.

Quedaron todos suspensos: Leonor se apartó amedrentada, Elvira se persignó y Saldaña se puso encendido de rabia, lanzando sobre ella miradas capaces de infundir terror a otra mujer de menos ánimo que Zoraida. Pero ésta, sin titubear por eso, prosiguió:

-Sí, la maldición de tu Dios y del mío ha caído ya sobre nosotros dos. Mírame, Saldaña, y estremécete. Tú eres el alma condenada, y yo soy el demonio, que te atormento y te persigo; el demonio, que cuenta tus horas, que sigue tus pasos, que convierte en hiel el manjar más dulce en tu boca, que te ha guiado en el crimen, que turbará tus placeres, que reirá junto a ti cuando sufras; mírame, tú me has abandonado, tú has querido alejarte de mí, pero en vano, porque yo estoy condenada a velar sobre ti para afligirte, ahora en la vida, y luego en la eternidad. No le ames, mujer -prosiguió dirigiéndose a Leonor-, no le ames; su lengua es engañosa, su corazón es malvado, y él te engañará y hará del tuyo un infierno, como ha hecho del mío, y como hace que sea cuanto está junto a él; no le ames, si no quieres como yo hundirte con él en el abismo de su perdición. Mira, yo era feliz -continuó con acento melancólico-; yo era inocente como tú; como tú he sido robada; me amó, le amé, y ya fui viciosa, criminal y despreciable para todo el mundo. ¡Ah!, y yo le amaba con más ternura que tú; yo le amaba como una madre al hijo que tiene al pecho, como la huérfana al hombre que le sirve de segundo padre, como una hermana a un hermano, como una mujer adora al ídolo, al Dios de su corazón. ¡Él me ha despreciado, él me ha visto derramar lágrimas, y se ha mofado de mi dolor, y yo le amaba todavía, y yo le amo!

-¡Bruja de maldición, calla! -replicó Saldaña rechinando los dientes-- Verdaderamente que tú eres el demonio que me persigue, pero yo te enviaré a los infiernos para que allá me aguardes y dejes al menos de atormentarme en vida. ¡Mi daga! Por Dios que me he olvidado de traerla -continuó, echando mano a su cintura, donde la llevaba ordinariamente-. ¡Mi daga! ¿Y qué importa? ¡Mujer infame!, entre mis manos te ahogaré.

-Teneos, Saldaña -gritó Leonor poniéndose entre él y la mora-. ¿Qué vais a hacer? ¡Siquiera por mí, por vuestra hermana! ¿Vais a cometer otro asesinato? ¿Es acción digna de un caballero poner la mano en una mujer?

-Si tienes algún temor de Dios, detente -gritó Elvira-, y acuérdate que con esas mismas manos que quieres ahogarla la has colmado de caricias impuras en otro tiempo.

-Ven, ven y despedázame -exclamó Zoraida, que no había retrocedido un paso al verle venir hacia ella-. Te engañas si piensas por eso libertarte de mí. Hiéreme, y abre tú mismo mi sepultura; hazla bien honda, bien profunda, sepúltame tú mismo, y arroja sobre mí un monte; mi espectro ensangrentado saldrá de allí; de día me verás en los rayos del sol, en la sombra de cada árbol; oirás mi voz en el crujido de cualquier puerta, sentirás mis pasos detrás de ti; de noche, en la luz sangrienta de la luna, delante de ti, yo vendré a tu cama, y perturbaré tus sueños; te despertaré, y me verás, y mi mano fría con la muerte sentirás que te hiela tu corazón. Aún más: yo evocaré las sombras de los que murieron por tu injusticia, la de tu padre. ¿Qué, te amedrentas? ¡Con qué placer te veremos en la agonía, cuando juntos tantos espectros oigas el rechinamiento de dientes, y el crujido de huesos, y sus aullidos, y los veas saltar en derredor de tu cama, en ti fijos sus ojos brillantes como ascuas, y sientas frío y temblor hasta en el tuétano de tus huesos!

-¡Oh! ¡basta! ¡basta! -gritó Saldaña aterrorizado, dejándose caer sobre una silla medio exánime y sin aliento-. ¡Jimeno -exclamó-, sácame de aquí! Yo muero...

Y dejando caer la cabeza, la debilidad en que estaba y la agitación que había tomado, le causaron un parasismo, y quedó como muerto.

-¡Oh Dios! yo he causado su muerte -gritó la mora con el acento de la desesperación, y salió precipitadamente del cuarto.

Leonor y Elvira acudieron a socorrerle, y tomándole ésta una mano, sintió el hielo de la muerte en la paralización de su pulso.

-¡Oh, hermano mío! -exclamó-: ¡ojalá Dios te vuelva a la vida, y te dé tiempo de arrepentirte! Caiga su maldición sobre mí; yo te amo, hermano mío, vive tú y muera yo por ti. ¡Oh! Sí, es un desmayo; él volverá en sí. Tú volverás a ser virtuoso; tú tenías en tu infancia todos los gérmenes de la virtud en tu alma. El vicio la ha cubierto de sombras y de nieblas perpetuas. Pero escrito está que Dios no quiere la muerte del pecador.

Entró Jimeno al momento, acompañado de otros dos escuderos, y tomando el sillón en brazos le llevaron a su estancia, acostáronle en su cama, y habiéndole los cirujanos hecho volver en sí con algunos espíritus que le aplicaron a la nariz, encargaron el silencio y se retiraron.



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