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ArribaAbajoCapítulo XVI

MENDO
¿Cómo te has de resistir?
BLANCA
Con firme valor.
MENDO
¿Quién vio
tanta dureza?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
MENDO
¡O qué villanas crueldades!
¿Quién puede impedirme?...
GARCÍA
Yo.

ROJAS, G. García del Castañar.                


Apenas habían retirado a Saldaña, cuando la celosa mora, pesarosa ya de lo que había hecho, lloraba y lamentaba por él con la misma ternura que si hubiese perdido el único bien de su corazón. Entró, pues, en su cuarto acongojada sobre manera y arrepentida, y sin poder sujetar sus lágrimas, llamó a su esclava que entró al momento a saber lo que tenía que mandarle.

-Corre -le dijo-, pregunta si ha vuelto en sí el señor de Cuéllar; vuela y vuelve al momento.

Partió la esclava al punto; Zoraida se sentó pensativa, clavó en el suelo sus hermosos ojos, derramó algunas lágrimas y prorrumpió por último hablando consigo misma:

-¿Y qué extraño es que me aborrezca? Si yo fuera más dulce, más humilde con él, acaso me amaría... Si yo le amara de veras, ¿no desearía yo su felicidad antes que la de ningún otro, primero que la mía? ¿Y por qué le he de martirizar? No, yo no le amo, o el amor es sólo nuestro interés. Sí, en vez de decir yo te amo, deberíamos decir yo me amo a mí misma tanto que te quiero esclavizar para mí. Saldaña, perdóname; he hecho mal en atormentarte, pero no me aborrezcas, ¡que oiga yo en tus últimas palabras que me perdonas!...

Diciendo así, su corazón generoso había olvidado ya los desdenes del caballero, y hasta se habían borrado completamente de él los celos que poco antes le atormentaban. Lloraba Zoraida, y lloraba lágrimas de compasión, sin ver en él otro hombre que su amante expirando por culpa suya en aquel momento. Ella misma maldecía su furor, se tachaba de injusta, y sólo deseaba que viviera, que viviera y no más, aunque no la amara, aunque se viera siempre despreciada por él, para no tener nunca que echarse en cara a sí misma la muerte del hombre a quien, a pesar de todo, amaba con toda su alma. La esperanza de lograr el amor de la persona amada es la última que abandona un corazón enamorado de veras, y a veces es tal la ilusión que se forma el amante, que halla en la más insignificante mirada representado un sentimiento que está sólo en su corazón.

Zoraida, pues, encontraba medios de interpretar en favor suyo la misma conmoción que experimentaba Saldaña cuando la veía, y la indignación y la rabia que su presencia le causaba eran, a su entender, obra de los remordimientos que le traían los recuerdos de lo pasado más bien que fruto de su impaciencia y su odio, más temerosa siempre de hallar indiferencia en él que de granjearse su aborrecimiento. Todas estas razones, si tal pueden llamarse los delirios de una pasión, hacían que ahora llorase de veras por el mismo a quien antes había sofocado con sus maldiciones; pero esta dulzura, esta generosidad no debían ser de larga duración en su carácter, y mucho menos si algún malintencionado atizaba con astucia la hoguera de sus celos. Su corazón en este momento podía compararse a una nube de tormenta preñada de rayos, pero que herida del sol parece bordada de suaves colores, hasta que impelida del viento arroja al choque el incendio que ardía en su seno.

No tardó mucho tiempo Jimeno en venir a verla, disfrazando su dañada intención con el cuidado de saber de ella. Entró en su cuarto poco después de la esclava que trajo la noticia de la salud del señor de Cuéllar, caído y triste el semblante, los ojos algo llorosos y adornado con poco esmero, como si las penas que traía en su alma le quitasen el gusto hasta para vestirse. No obstante, aunque la capilla corta que llevaba al hombro y lo restante del traje parecía puesto con desaliño, se notaba que había más arte en aquel aparente descuido, cuando no tanto como pudiera haber empleado en acicalarse y pulirse.

-¡Qué desgraciada eres, Zoraida! ¡Y qué desdichado soy yo viendo lo que padeces!

Zoraida no respondió nada a ninguna de estas exclamaciones que el paje pronunció con aire teatral y arrojando al mismo tiempo un suspiro que parecía que se le arrancaba el pecho. Sentóse en seguida como abrumado de su dolor, y apoyando su frente en una mano, ya bajaba los ojos, ya los alzaba con dolorosa expresión al cielo, ya echaba, volviéndolos a Zoraida, lánguidas y amorosas miradas.

-¿Está mejor? ¿Cómo le habéis dejado? -preguntó Zoraida con voz apagada-. En su situación os necesita a su lado más que yo al mío.

-Ciertamente -repuso Jimeno, moviendo la cabeza con ironía-, era eso lo que debía yo aguardar de ti, que me echases atentamente de tu habitación cuando precisamente vengo a libertarte la vida y a sacrificarme por ti. Pero sí, tienes razón -añadió, levantándose-, no soy aquí necesario, soy más útil al lado del señor de Cuéllar; de allí por lo menos no me echan; puedo oír planes terribles que me horrorizan; pero eso ¿qué te importa a ti? Tenía algunas cosas que decirte, y que creí que desearías saber; pero ya veo que no, ¡cómo ha de ser!, yo lo siento por ti... pero... me iré...

-Jimeno -gritó Zoraida con impetuosidad-, tú tienes un alma de hierro, y parece que te han elegido para darme tormento y añadir a cada instante nuevas inquietudes a las que sufro. Si te interesas verdaderamente por mí, ¿por qué me haces así morir de ansia y de impaciencia, sin hablar de una vez? Y si me odias y eres el instrumento de que mis tiranos se sirven, hiéreme, y no temas que me queje, que ni un ¡ay! saldrá de mi boca cuando entre tu puñal en mi corazón.

-¡Zoraida!, tú me injurias cada vez que me hablas -respondió Jimeno-, y a cada insulto tuyo devuelvo yo un beneficio; pero no gastemos el tiempo en conversaciones frívolas; sabe que Saldaña ha dado orden para que se te encierre esta noche, y allá donde nadie pueda oír tus gritos... tal vez para que no se asuste con ellos su Leonor... desempeñe su oficio nuestro preboste.

-¡Y qué es la muerte para quien no tiene nada en el mundo! -exclamó Zoraida con sentimiento-. Yo la deseo, yo la deseaba, como desea el aire el viajero de los desiertos. Yo nada tengo en el mundo, nada pierdo, ni una lágrima caerá sobre mi sepulcro; mi madre... ya no me llorará, ni yo tampoco tengo por quien llorar. Aguardo, pues, la muerte con resignación.

-¡Sí, cierto, la muerte a veces es un bien; pero tú, tan joven aún, tan hermosa! ¡Es triste, Zoraida, es triste a la verdad morir tan joven! -repuso el paje en tono muy afligido.

-No sé -replicó la mora con pena, pero con sinceridad- si es triste o no morir joven; para mí la vida se acabó ya hace mucho tiempo, y estar encerrada aquí o en la tumba es para mí indiferente.

-¿Y olvidas de esa manera tus sufrimientos, tus venganzas, tu amor y la rival que te ofende? -insistió el paje, desesperado de ver su conformidad.

-¿Para qué decís eso? -preguntó la mora-. ¿Queréis, cuando voy a morir sin remedio, hacer que sienta la muerte y disipar el tedio que tengo a la vida y que es lo que presta resignación a mi alma?

-No -repuso Jimeno-. Quiero inspirarte un deseo tal de vivir, que busques los medios de escapar a tus verdugos. Mi espada está pronta a defenderte de todos, pero no basta. Piensa, Zoraida, que Saldaña te sacrifica a tu rival más que a su odio; que sólo para complacer a Leonor...

-¡Jimeno! -interrumpió Zoraida, encendida en cólera de repente-. ¡Calla y no vuelvas a entrar en mi alma la desesperación!

-Para complacer a Leonor -continuó Jimeno, sin interrumpirse- y hacerle ver que todo, hasta la mujer que más ha amado hasta ahora, todo lo abandona por ella. Le dirá que te ha arrojado de su castillo, que en vano le pediste de rodillas que te dejara un rincón, un calabozo para vivir a su lado, bajo un mismo techo, y dirá, además, que se enterneció, pero que sólo por ella, sólo por su Leonor, por su esposa, lo hubiera podido hacer.

-¡Maldición! -exclamó Zoraida-. ¡Y ella!...

-Ella entonces -prosiguió el paje sin titubear- le agradecerá una prueba tan ponderada de su cariño, le mirará en un principio con lástima, se acostumbrará, por último, a su lenguaje, se envanecerá con su triunfo sobre una mujer a quien yo sé positivamente que teme, y un enlace pacífico terminará las desavenencias de las dos familias y trocará en amistad el odio del caballero de Iscar. Zoraida, tal es el fin que tendrán los amores de Saldaña, y que tú, muerta o viva, has de saber en donde quiera que estés, ora en la tierra, en el paraíso o en el infierno, porque hasta allí resonarán las canciones del día de la boda y los besos que le dé Leonor.

-El mismo ángel de las tinieblas -respondió la mora- no es capaz de afligir y de atormentar como tú. Pero yo no seré ludibrio de esa mujer, no; yo moriré, pero vengada. Antes que el puñal de los asesinos me arranque la vida que aborrezco, ella perecerá. Dame un medio, Jimeno, de martirizarla, dame un medio; piensa, inventa el más terrible, el más bárbaro para que yo me regocije en mi triunfo. Que yo la vea expirar a los ojos de su amante y que él trate de salvarla y no pueda y llore y se desespere. Tienes razón, es cruel, muy cruel, morir sin venganza. ¿Qué más quisieran ellos? ¡Con qué tranquilidad gozarían sin que yo nunca les estorbara! ¡Y ella había de besar los mismos labios que fueron míos! Veneno encontré sólo en ellos, veneno que ha llenado mi corazón de amargura; podría quizá vengarme con dejarla que lo probase; pero no, yo lo he agotado ya todo, y allí no quedan más que dulzuras. ¡Muerte! ¡Muerte! Jimeno, toda yo soy tuya, toda soy tuya si la asesinas.

-(Así te quiero yo -pensó Jimeno-; irritarte es el único modo de vencer tu tenacidad.) Cuando he venido aquí, no he venido -continuó en alta voz- sólo a traerte malas noticias ni a gozarme en tu aflicción como me has dicho. Te amo de veras, y una pasión tan vehemente como la que te domina por ese ingrato ha echado ya hondas raíces en mi corazón. Yo te idolatro, yo he buscado la felicidad y la he hallado en esta agitación incesante, en los celos, en la misma desesperación del amor. Sabe que he aguzado el puñal antes de venir aquí para clavarlo, si preciso fuera, hasta en el mismo Saldaña. Pero es preciso no perder tiempo; de aquí a algunas horas habrás bajado a tu sepultura. Ese soldado aventurero que tú crees amante de Leonor debe esta noche sacarla de aquí, si ella consiente...

-¿No consintió cuando se hablaron? -preguntó la mora con inquietud.

-No -repuso el paje-, no; a lo menos se mostró indecisa, y parecía que le costaba trabajo salir de aquí. En fin, Zoraida, tú te libertarás de la cólera de Saldaña, quedarás vengada o libre de tu rival y triunfarás por último de tus enemigos. ¡Oh, sí! Has de ser mía, y has de serlo ahora mismo.

Diciendo así se arrojó a ella con tal impetuosidad que, sin que pudiese impedirlo, la cubrió de besos, teniéndola estrechada en sus brazos.

-Déjame que en esa boca de delicias estampe yo mil besos... en esa cara de ángel... yo te adoro. ¡Zoraida! ¡Zoraida! ¿Por qué te resistes?

-¡Infame! -gritó la mora, retorciendo los brazos y defendiéndose con toda la furia de su carácter-. En todo mientes. Yo tuya... te aborrezco. Eres mil veces más odioso para mí y más falso que todos. Huye de mí... Sé generoso...

-No, Zoraida; te tengo bien asida para que te escapes-; grita, que nadie te responderá; llama a quien quieras, solos estamos aquí; cede, eres mía, eres mía...

La infame victoria del paje parecía estar decidida; nadie respondía a los gritos de su víctima; en vano había luchado con él con toda su fuerza; en vano trataba aún de defenderse, su pecho latía alborotado de cólera y de fatiga, y la falta de aliento y de vigor para resistir no hacían dudoso su vencimiento; un esfuerzo más y el triunfo era de Jimeno. Pero éste, fatigado también, trémulo y sudoroso, quedó en el instante de su caída suspenso un punto para tomar aliento y dio tiempo a la mora de recobrar su serenidad. Levantóse, pues, de pronto, y antes de que él tuviera lugar para sujetarla, echó mano al puñal del paje, arrancándoselo del cinto, y retirándose algunos pasos avanzó en seguida determinada a clavarlo en su corazón. Sucedió esto en menos tiempo que el que hemos tardado en contarlo, y sólo lo tuvo el paje para parar el golpe, asiéndola fuertemente del brazo.

Entonces empezó una nueva lucha, más terrible, si cabe, que la primera. Cambió Zoraida con la presteza del rayo el puñal a su mano izquierda con intención de herirle, viéndose asida de la derecha, y sin duda hubiera logrado su intento si el paje, en tan inminente peligro, no hubiera hecho uso de toda su fuerza, empujándola de sí con tanto ímpetu que, haciéndola vacilar dos o tres pasos andando de espaldas, logró derribarla segunda vez.

Arrojarse entonces sobre ella, arrancarle el puñal y sujetarla completamente fue obra de un solo punto.

-Vencí, Zoraida -gritó el perverso Jimeno-. Lucha, defiéndete, haz lo que puedas para estorbarme mi triunfo, desdéñame cuanto quieras, ya eres mía. ¿Quién habrá que te arranque de entre mis brazos?

-Yo -gritó Usdróbal, que abrió en este momento la puerta y quedó horrorizado de la terrible escena que se presentaba a sus ojos.

Zoraida, casi sin conocimiento, desgreñado el cabello, el semblante lívido y desencajados los ojos, parecía ahogada de furia; el paje, de rodillas, sujetándola y con el puñal en la mano, descompuesto el vestido y pálido de voluptuosidad; los almohadones, las sillas, derribadas por todas partes y todo en desorden.

-¡Favor, favor! -gritó Zoraida.

-El demonio -dijo Usdróbal- no hace cosa igual. Pardiez el caballero, que no es acción muy noble la que acometéis.

-Maldita sea el alma del que me interrumpe -gritó el paje, levantándose muy colérico y encaminándose a Usdróbal con el puñal en la mano.

-Sosegaos el caballero -repitió Usdróbal con ironía y desenvainando al mismo tiempo su espada-; reportaos, que si no juro por el sol que nos alumbra que os arranque el alma de una estocada; mirad que estoy bien armado.

-¡Villano! -repuso el paje, que, a pesar de su ira, conoció la ventaja de su enemigo y contuvo el paso-. Si fueras caballero...

-Mil veces más que tú -replicó la mora-. ¡Infame! ¡Vil! ¡Valiente con las mujeres! Acércate, acércate a mí ahora. ¡Cobarde!

-Ya veo -repuso Jimeno con su acostumbrada ironía- que te defiende tu amante. ¡Tu amante! ¡Un soldado! ¿Y qué podía esperarse de una mujer como tú sino que te entregaras a un aventurero?

-Reportaos, Jimeno, y no insultéis a una mujer desvalida delante de mí -replicó Usdróbal-. Soy sólo un aventurero, soy lo que represento y no más; pero preferiría mil veces ser un vil verdugo a ser un noble de tu ralea.

-¿Qué he hecho yo, Dios poderoso?¿Qué he hecho yo -exclamó la mora- para que me castigues con tanta crueldad? Usdróbal -continuó, poniéndose delante de él de rodillas-, no me abandonéis, defendedme; todo el mundo me ultraja y todos me desamparan. ¡Tened compasión de mí! ¡Yo soy sola y hasta el vasallo más ínfimo se me atreve!

-Levantaos, Zoraida, levantaos de ahí -replicó Usdróbal-. Soy de nacimiento villano, pero yo os defenderé del caballero que os atropelle. Y vos, señor almibarado paje, si tenéis algo de hombre en vuestro corazón, si no sois tan bajamente cobarde como parecéis, venid, yo os desafío y os reto de forzador y os tacho de infame si no sois capaz de seguirme.

-Si tú mismo confiesas -repuso el paje, aliñando sus vestidos al mismo tiempo- que tu nacimiento no es noble, ¿qué gloria ganaría yo con derramar la sangre de un miserable aventurero? Vete de aquí, y da gracias que no llamo a algunos compañeros tuyos para que te harten de palos.

-La primera voz que des te cuesta la vida -respondió Usdróbal, cogiéndole fuertemente de un brazo.

-Suelta, canalla -replicó el paje, desasiéndose con indignación.

-Juro a Dios -repuso Usdróbal, dejándole- que casi me da vergüenza de medir mi espada contigo, porque a fe mía que me pareces una mujer.

Era el paje, a pesar de todo, valiente, y el último insulto quizá el único que le sacara fuera de sí.

-Vamos -le dijo- donde quieras, y ya que te empeñas, te enseñaré yo mismo el respeto que se merece un noble de un villano como tú eres. Adiós, Zoraida; cuando concluya con este galán veremos quien te defiende.

-Vamos, y basta de amenazas, señor paje, que mucho será que os libréis de mis manos.

Diciendo así salieron del cuarto, dejando a la hermosa mora privada de sentido y todavía descompuesta, la ira y el cansancio de la pasada refriega, habiéndole hecho caer en un accidente del que tardó mucho tiempo en volver.




ArribaAbajoCapítulo XVII


   Cien mil siglos le parecía cada hora
de las que faltaban hasta la dichosa
que esperaba.


PÉREZ DE HITA, Guerras de Granada                


Luego que Usdróbal y el paje salieron de la habitación de Zoraida, llegaron sin hablar palabra hasta la torre de Oriente, que estaba a un extremo del gótico corredor, donde había una escalerilla de piedra cortada por fuera en el mismo muro que conducía a las obras exteriores de la fortaleza.

-Aguárdame aquí -dijo el paje- mientras subo a mi cuarto a tomar mis armas, que no creo que nos hayamos de batir con armas tan desiguales como son un puñal y una espada.

-Cierto que no -repuso Usdróbal-, pero no creo excusado que yo os acompañe, y si es preciso os ayude a vestir la armadura; porque, sea dicho con franqueza, Jimeno, no me fío mucho de vos.

-Más que yo de ti -replicó el paje- te puedes fiar de mí, puesto que prostituyo y empaño el lustre de mi nacimiento hasta el punto de aceptar tu desafío. Por lo demás, no me creas tan cobarde que no me considere capaz de dar una lección con las armas a un villano presuntuoso para que nunca más ose retar en su vida al noble de menos brío.

-Las mismas manos tengo que tú -respondió Usdróbal- y el mismo número de dedos en ellas; anda y trae tus armas, que no quiero que nadie me tache de desconfiado. Aquí te espero; si no vuelves antes de un cuarto de hora, ya que la echas de noble, te declararé no sólo cobarde, sino bastardo.

-A pensar como se debe de las mujeres, nada tendría de particular que lo fuese -repuso el paje sonriéndose con su acostumbrada impudencia-. Adiós -continuó-, y cree no necesito de nadie para hacerte arrepentir de tu orgullo.

Quedó, pues, Usdróbal, solo tarareando un romance con su natural buen humor como si fuese a un baile, y el paje se encaminó a su cuarto con el mismo descuido, pero no tan tranquilo, resentido como estaba su amor propio con la resistencia que había opuesto Zoraida a su mal intento.

-¡Quién lo creyera! -se iba diciendo el paje a sí mismo-. Es la mujer más rara que hay en el mundo. ¡Qué! Ni santa Lucrecia, ésa que contaba aquel monje que tanto se había resistido al Cid, tiene que ver con esa maldita fiera; y eso que nada me quedó que hacer; con todo, si hubiese yo cerrado la puerta, y no que ese mulo de carga se sopló de rondón como si hubiese entrado en su cuadra. ¡Maldito sea! ¡Ja! ¡Ja! -continuaba, riéndose-. Pero qué bien fingí; vamos, no puedo menos de reírme cuando me acuerdo que yo lloraba.

Hablando así llegó a su cuarto, y tomando sus armas, conforme se las iba vistiendo se le ocurrió un pensamiento que no sólo le obligó a no seguir adelante poniéndoselas, sino que, aflojándose las correas, se quitó la coraza, que ya se había ceñido, y la volvió a colocar donde estaba.

-¡El diablo me lleve por majadero! -exclamó-. ¡Vive Dios! ¡Irme yo ahora muy a lo caballero a rajar la cabeza a un miserable villano, que se considerará muy honrado con que yo me digne abrírsela en dos partes como si fuese una calabaza! ¡Pardiez, que soy más estúpido que Duarte, el escudero de mi señor! ¡Como si no pudiese vengarme de él y de ella de otra manera! No, señor, el jayán ese la echa de hombre de pro y tiene humos de caballero. Y a la verdad tiene motivos de creerse tal, viéndose tan favorecido de las damas. ¡Vive Dios que es el rival mío y el del señor de Cuéllar y que se lleva de calle a las dos princesas, como si valiese más él solo que nosotros dos juntos!

»Con todo, su favorita es Leonor, ha venido aquí por ella. Tengo en mi mano mi venganza, sin peligro de quedar mal. Protegeré su empresa, me congraciaré de ese modo con Zoraida, aunque no se le cumpla lo que desea. ¿Porque quién quita que un hombre ruede por una escalera abajo o que le suceda cualquier otra cosa? Luego, él es el único que me estorba aquí... En haciendo que no vuelva a parecer por acá, todo está concluido. ¡Ea! ¡Viva el ingenio! Buen chasco te vas a llevar, novel paladín -continuó, cerrando la puerta y dirigiéndose a buscarle-. Aún no sabes tú la culebra que te voy a liar.

Pensando así y meditando mil planes a cual más pérfidos, enderezó sus pasos el lindo paje al sitio donde le aguardaba Usdróbal, ya algo impaciente, muy divertido con sus perniciosos pensamientos, riéndose solo, ya de lo bien engañado que iba a quedar en cuanto le hablara. Pero antes de llegar a él reprimió su alegría, y ocultando el natural descaro de su semblante bajo la máscara de la humildad, se acercó a Usdróbal en ademán triste, los brazos cruzados y los ojos bajos con muestra de arrepentimiento.

Miróle Usdróbal, y no pudo menos de admirarse de verle sin armas, con el mismo traje que antes traía y con aspecto tan melancólico, cuando esperaba que volviese armado y con la arrogancia y la indiferencia propias de su carácter y de un hombre que venía a reñir.

-Por el alma de mi padre -le dijo- que estamos adelantados; me habéis tenido aquí de plantón media hora aguardándoos y os venís lo mismo que os habéis ido. ¿Qué es eso? Paréceme, además, que volvéis más pensativo que os fuisteis. ¿Habéis quizá reflexionado que la espada de un villano corta tanto como la de un gran señor? ¿O sois acaso de los que dicen que más vale que digan aquí huyó que aquí murió?

-Ni lo uno ni lo otro -repuso el paje-, y sabido es en el castillo que no soy hombre que huya a nadie la cara. Pero cuando se ha cometido una mala acción, no creo que el mejor medio de arrepentirse sea atravesar de una estocada al que se opuso a ella. Puedo tener cuantos defectos se quieran; en un momento de cólera puedo llegar a ser un criminal, pero mi corazón es bueno, y cuando conozco que no obré bien, no soy de aquellos que tratan de sostener a todo trance una cosa injusta.

-¡Juro a Dios -respondió Usdróbal- que me he llevado chasco contigo y que creí que tenías todo bueno menos el alma! Pero ya que dices tú lo contrario, no habrá más remedio que creerte. Pero, en fin, ¿a qué viene todo eso?

-Viene -replicó el paje- a que sería yo un mal hombre si aceptara tu desafío y no estrechara de veras mi amistad con quien sin duda es más que lo que parece, y puesto que no lo sea, es digno de ella por su virtud.

-Es la primera vez -replicó Usdróbal- que me oigo elogiar de ese modo; hasta ahora sólo me habían alabado por mi mala cabeza, pero ya veo que me falta poco para ir al cielo, si he de creer lo que dices.

-Yo he hecho mal -continuó el paje- en haber atropellado a una mujer sola y sin defensa.

-Eso sí -interrumpió Usdróbal-, y merecías que te asaetearan vivo. Si hubiera sido con su consentimiento, pase, que no soy yo tan escrupuloso que me hubiera metido a estorbarlo; pero por fuerza, juro por todo el infierno que es una infamia.

-Es cierto, una infamia -repitió Jimeno sin mudar de color-, y harto arrepentido estoy de ella; pero la ocasión, el amor, algunas palabras acaso mal entendidas... ¿Quién podrá decir que no ha pecado en su vida?

-En resumidas cuentas -replicó Usdróbal-, todo eso se reduce a que no te quieres batir conmigo, ¿no es cierto?

-Así es -repuso el paje-, pero no por miedo que tenga, porque te juro que no lo he conocido nunca, y ocasiones vendrán en que veas que no miento, sino porque tú no me has hecho nada, ni creo tampoco que yo te haya dado a ti ningún motivo de queja. En cuanto a Zoraida, estoy pronto a pedirle humildemente perdón, a darle cuantas satisfacciones me exija, y lejos de creer que me humillo con hacer esto, estoy seguro que me ensalzo a tus ojos, o me equivoco mucho.

-¿Qué quieres que te diga? -replicó Usdróbal-. Aunque siempre mi opinión es, cuando se trata de batirse, dejar las explicaciones para después, creo, no obstante, que tienes razón. De todos modos, ¿qué más podía yo prometerme, aunque te hubiese vencido, que lo que tú me ofreces de buena gana? Por otra parte, como tú has dicho, no tengo ninguna queja de ti. Conque no hay más sino dar esto por acabado, y como si no hubiese sucedido nunca.

-No basta -repuso el paje-; yo quiero ser tu amigo, y para probártelo te voy a cumplir la palabra que te di de proteger la fuga de Leonor esta misma noche.

-¡Oh!, eso sí -exclamó Usdróbal-; eso primero que todo, y aquí tienes mi mano y mi corazón.

-Ahí tienes la mía -respondió Jimeno, alargándosela.

Apretáronselas mutuamente los dos recién hechos amigos, Usdróbal con toda la sinceridad de su alma y el paje con toda la doblez de la suya, pero en apariencia con el afecto y la cordialidad de un verdadero amigo de corazón.

-Esta misma noche -prosiguió el paje- la sacarás de aquí; voy ahora mismo a proporcionarte todos los medios posibles para que tu empresa tenga buen éxito. De aquí a dos horas estarás en este mismo sitio, que es el más solitario del castillo y donde podemos hablar con la confianza de que nadie nos oiga; aquí en todas partes hay mucho que recelar -añadió, mirando a un lado y a otro y bajando la voz-; sin ver nosotros a nadie, puede haber quien nos espíe. Cada pared de éstas esconde un eco que repite nuestras palabras; a un lado y a otro se puede esconder mucha gente sin ser vistos.

»Acércate -continuó, tomándole una mano y haciéndole que tocase la pared-. ¿Ves este muro de piedra y sólido al parecer? Pues está hueco, y entre las piedras de este lado y las del otro hay un pasadizo que, siguiendo toda la muralla, da vuelta a la fortaleza, tiene salidas y comunicaciones con todas las habitaciones y las escaleras. Pero hay muy pocos que conozcan estos secretos. Yo mismo no sabía nada de ellos hasta que Zoraida me los comunicó para que pudieses sacar a Leonor sin peligro.

-Más te agradezco ese favor que si me hicieras príncipe -repuso Usdróbal, encantado de la franqueza del paje.

-Te aseguro que no tendrás nada que agradecerme -respondió Jimeno- y que todo lo hago únicamente por hacer algo bueno en mi vida. Esta noche, como iba diciendo, yo te introduciré en uno de esos pasadizos y haré de modo que Leonor esté preparada para que te siga sin hablar palabra ni meter ruido, a una seña que tú darás. Saldrás por el mismo camino por donde entraste; bajarás una escalerilla de caracol que está a la izquierda, a la primera vuelta que forma el callejón, y con una llave que te daré abrirás una puerta que da al campo y...

-Son demasiadas señas ésas para que yo me acuerde -interrumpió Usdróbal-, y lo mejor será, puesto que caminas de buena fe, que tú mismo me sirvas de guía. A ti te conocen y te respetan aquí más que a mí y sabrás responder a las atalayas que acaso encontraremos en el camino.

-Juro por las barbas de todos los difuntos habidos y por haber -repuso el paje- que no hay peligro ninguno, y que así no me salgan todas las cosas como deseo si esta aventura tiene mal fin.

-Con todo -replicó Usdróbal-, siempre he oído decir que adonde menos se piensa salta la liebre, y no creo que andarse sin guías por andurriales, atajos, escaleras y pasadizos no conocidos sea muy prudente. No que yo desconfíe de ti ni tema por mi vida tampoco, sino que a la verdad sentiría que esa pobre muchacha se pudriera aquí para siempre.

-Muy prevenido eres -respondió el paje-, y a fe mía que no te creí tan prudente; pero, en fin, si ha de calmar tus temores el que yo te acompañe, dalo por hecho, que no sólo iré contigo, sino que te daré cuantas seguridades exijas de mi persona. Y ahora, adiós, hasta la noche, que de aquí a dos horas me aguardarás en este mismo sitio.

-¡Oye! -dijo Usdróbal-. Antes de que te vayas démonos prendas para que no podamos uno a otro engañarnos ni descubrir nada sin que peligremos los dos.

-¡Por Santiago! -exclamó el paje-, que desconfías demasiado de mí, y te juro a fe de noble que no te engaño.

-No acepto ese juramento, porque no te lo puedo devolver -replicó Usdróbal-, no siendo noble como tú; cuanto más que lo que yo te propongo tanto vale para mí como para ti. Ni tú ni yo nos conocemos tanto que podamos fiarnos absolutamente uno de otro, y cuando de buena fe se procede no duelen prendas. Esto no lo sabe nadie sino tú y yo; si se descubre tiene la culpa uno de nosotros, y es muy justo, ya que los dos entramos en la intentona, que no la pague uno solo.

-Natural condición de villanos -repuso el paje- es desconfiar de todos. Pero no me importa, y como tú has dicho, no duelen prendas cuando se obra bien. Ahí tienes esa sortija de oro en que están trabajadas las armas de mi familia y que vale más que cuanto tú puedas darme.

Y sacándosela del índice de la mano derecha se la entregó a Usdróbal.

-Pues yo, en cambio -respondió Usdróbal-, te entrego este relicario, en que va un pedazo de la verdadera cruz, que trajo al convento en que me crié un peregrino de Tierra Santa, y que vale, sin duda, más -añadió, besándolo devotamente- que toda la nobleza de que pueden jactarse todos los ricoshombres de España. Lo he llevado conmigo desde niño y me ha libertado de más de un riesgo.

El paje lo recibió con indiferencia y se lo guardó en uno de los bolsillos del follado o calzón de seda plegado que se usaba entonces.

Hecho esto, se despidieron segunda vez, y cada uno fue a ocuparse de lo que tenía que hacer.

Quedó Usdróbal un momento entre pensativo y alegre, persuadido de que había tomado cuantas medidas podía dictar la prudencia, y muy pagado de sí mismo, siendo quizá ésta la primera vez en su vida que había obrado con precaución.

-Si trata de engañarme -se decía a sí mismo- y me prenden, yo le juro que le han de colgar a mi lado. Pero no hay cuidado, y si hubiera tenido intención de venderme, no hubiera andado tan fácil en darme tantas seguridades. ¡Pobre Leonor! Lo mismo es acordarme de ella que siento un no sé qué como si estuviera enamorado. ¿Y por qué no la he de amar? Tan hermosa, tan joven, tan dulce como es, ¿qué extraño tiene que yo la ame? Pero lejos, lejos de mí esta idea; mi nacimiento y mi posición en el mundo son obstáculos insuperables para que nunca se realice mi atrevimiento. No, yo no la amo; yo soy únicamente un esclavo fiel que la serviría toda mi vida de rodillas sólo por merecer una mirada suya. ¡Ah! -continuó suspirando-. ¡Por qué no fueron nobles mis padres! Y ya que no... Pero no pensemos más que en servirla siempre; servirla siempre para que, al menos, no me mire con odio.

En estas imaginaciones bajó al patio, donde sus compañeros se divertían en varios juegos de fuerza y de ligereza, y metiéndose entre ellos procuró distraerse y aturdir el ánimo con las voces y la alegría de la multitud.

-¡Duarte! -gritó Saldaña, despertándose, al escudero, que siempre le acompañaba-. ¿En dónde está Jimeno?

-Señor -respondió el viejo, que no tenía mucho cariño al buen paje-, para la falta que hace, lo mismo da que esté aquí que en Roma; estará por ahí haciendo piruetas.

-¡Animal! -replicó Saldaña-. No te pregunto qué hace, sino dónde está.

-Vuestro padre no me llamaba nunca animal -repuso Duarte-, ni ese fue el nombre con que me bautizaron.

-¿Dónde está el paje?

-Le iré a buscar si queréis -continuó, levantándose con mal gesto-. ¡Vive Dios! -añadió, murmurando entre dientes-, que no parece sino que el demonio del títere ese nos ha de traer a todos revueltos.

-¡Largo de ahí! A buscarlo -gritó Saldaña imperiosamente-, y basta de refunfuñar.

-Voy allá -repuso el escudero con calma, y echó a andar hacia la puerta; pero no había aún llegado a ella cuando vio al paje que venía, y mirándole con el peor ceño del mundo se puso a un lado para dejarle entrar.

-¿Qué me miras, mulo? -le preguntó Jimeno en voz baja, riéndose de su gesto.

-Aquí está ya la alhaja -gritó Duarte a su señor, y salió del cuarto gruñendo un millón de maldiciones contra el niño mal criado que no respetaba sus canas.

-¿En dónde habéis estado, Jimeno? -preguntó Saldaña con impaciencia-. ¿Os parece regular dejarme aquí solo con ese bárbaro de Duarte, que si le pido agua me trae un ungüento y que siempre lo trueca todo?

-Permitid, señor -replicó Jimeno con humildad-, que os diga que, aunque tenéis razón en lo que decís, he ido a cumplir vuestras órdenes.

-¿Y qué órdenes he dado yo -repuso Saldaña- si me acabo ahora mismo de despertar?

-En cuanto volvisteis en vos, la primera cosa que me dijisteis -contestó el paje- fue que mandara matar a Zoraida, y...

-¿Y la habéis muerto ya? -preguntó el de Cuéllar con sobresalto.

-Aún no -repuso Jimeno-; pero he dado las órdenes convenientes... y esta noche...

-¡Infame! -exclamó Saldaña con ira-. ¿Quieres cargarme más delitos que los que tengo? ¿Quieres que cumpla lo que me ofreció y que me vea a todas horas perseguido de su aparición? Corre al momento, y juro a Dios que al primero que le toque el pelo de la ropa que le mande yo arrancar el corazón por mano del verdugo y colgarle de una almena para espantajo.

-Señor -replicó el paje-, cuando salí de aquí a obedeceros pensé justamente en lo que acabáis de decir ahora mismo, y no di las órdenes con tanta premura que corra esa mujer todavía ningún riesgo, habiéndose contenido esta reflexión, y persuadido de que no os faltarían medios mejores de libraros de ella para siempre sin peligro de vuestra conciencia, porque al fin claro está que es forzoso que no la volváis a ver.

-Eso sí -respondió Saldaña-, y para eso el mejor medio es que se vaya de aquí o echarla por fuerza si no quiere irse.

-De ningún modo, señor -repuso el paje-; en primer lugar, porque su tenacidad es tal y son tan maravillosas sus artes que, aunque se la llevasen al fin del mundo volvería, y si la encerrasen, hallaría medio de salir, aunque fuese de las entrañas de la tierra, porque, o mucho me equivoco, o en su desesperación ha hecho pacto con los demonios; cuanto más que, dado caso que no volviera, iría publicando por todas partes, con gran descrédito vuestro, lo que no es capaz de imaginarse el diablo, y quizá perderíais vuestra fama.

-Tienes razón, Jimeno -respondió Saldaña-, y no hay remedio. Es lo que ella me ha dicho; es el demonio de mi persecución.

-No hay duda -repuso el paje-, y lo que acabo de averiguar lo confirma.

-¡Maldición! -exclamó Saldaña-. ¿Qué ha hecho esa condenada mujer?

-Señor -respondió Jimeno-, ha ideado un plan diabólico, y que siento tener que decíroslo, porque os va quizá a irritar demasiado, y lo primero es cuidar de vuestra salud.

-¡Maldito! Pues si lo has apuntado ya, ¿quieres dejarme así en la incertidumbre para que padezca lo mismo sin satisfacer mi curiosidad?

-He hecho de modo, poniéndome en su confianza, que no tendrá efecto, a pesar de sus arterías -replicó el paje-. ¡Pero es horrible! ¡Es un plan!...

-¡Demonio! O calla o habla del todo, o por Santiago, te estrello contra la pared -gritó Saldaña, enderezándose en la cama lleno de cólera.

-Quería evitaros un disgusto -respondió Jimeno, que se deleitaba en enfurecerlo-; pero ya que lo tomáis por empeño os lo diré; sosegaos.

-Pues dilo y sé breve, que, ya que he de vivir atormentado, más vale que sea por hechos que no por imaginaciones -repuso Saldaña, dejándose caer en la cama.

-El caso es, señor, que cuando salí de aquí, dudoso si obedecería vuestras órdenes o las miraría como un acto de acaloramiento de que pudierais arrepentiros después, oí gritos hacia la habitación de Zoraida. Curioso de ver qué era, me encaminé hacia allí, aunque las voces me parecieron tan espantosas y lúgubres que necesité de todo mi ánimo para no volver el pie atrás. Llegué por fin a la puerta, y hallándola cerrada, me puse a escuchar, asombrado de lo que oía. Era ella que evocaba a los demonios con los conjuros más terribles que ha usado en su vida la bruja más detestable y con las más sacrílegas maldiciones que pienso oír jamás. Con todo, como hablaba en lengua extraña, sólo pude entender muy poco; pero juraría que oí vuestro nombre y el de Leonor.

-¿Mi nombre y el de Leonor? -exclamó Saldaña, estremeciéndose involuntariamente-. Sigue, Jimeno, sigue.

-Sí, señor -continuó el paje-, oí vuestro nombre y el de Leonor. Poco después bajó la voz, y me pareció que estaba hablando sola; pero bien pronto sentí otra voz que le respondía, y que yo creo que era el demonio, que había acudido a sus gritos y estaba hablando con ella.

-¡Jimeno! -gritó Saldaña, afectando serenidad, aunque en su rostro estaba pintado el terror-. Sería una ilusión tuya; es imposible, deliras.

-No, señor, nada de eso -prosiguió el paje-; yo mismo lo pensé así en un principio, pero... ¿Os ponéis pálido? ¿Qué tenéis? Callaré.

-No, no es nada; sigue, nada tiene de extraño que esté algo pálido.

-Después me convencí -continuó Jimeno- de que era verdad. Oí, pues, como iba diciendo, que la hablaban, y entonces algún ángel me hizo adivinar lo que maquinaba esa mujer infernal, y entendí que trataba nada menos que de envenenar a Leonor.

-Por todo el infierno -exclamó Saldaña lleno de ira- que es la bruja más horrible que nunca he oído. Sal y haz que la quemen viva y que echen sus cenizas al viento.

-Pensad, señor -repuso el paje-, en lo que vos mismo dijisteis antes, y que si la hacéis matar de orden vuestra...

-Tienes razón; no hay remedio -interrumpió Saldaña-. Será menester que yo huya, que sea yo el que me vaya o me mate. ¡Maldita, maldita sea! ¡Envenenar a Leonor! ¿No te estremeces tú, alma de Caín? -añadió, mirando a Jimeno-. ¿No te asombra de que haya quien sea capaz de envenenar a una mujer tan hermosa y tan inocente?

-En verdad -repuso el paje- que no estoy menos horrorizado que vos, pero ya no hay que tener cuidado; soy yo el que ha de hacerlo, y ya os podéis imaginar que me he valido de este ardid para evitar que lo hiciera otro.

-Tú eres malo, Jimeno; eres, sin duda, mucho más malo y más perverso que yo -dijo Saldaña, mirándole de hito en hito, y el paje, a pesar de la seriedad que exigía el asunto, no pudo menos de agradecerle el cumplimiento haciéndole una cortesía. Pero Saldaña, sin notarlo, continuó-: Yo, si hubiese oído lo que tú me cuentas, entro y le clavo el puñal mil veces hasta la guarnición. Es menester ser verdaderamente malo para disimular y mentir hasta ese punto.

No cambió de color por eso Jimeno, ni en ningún movimiento suyo hubiera podido conocer el observador más escrupuloso que estaba mintiendo en aquel momento; antes por el contrario, y sin aparentar la turbación más ligera, respondió a Saldaña con su acostumbrada desfachatez:

-Vos me llamáis malo únicamente porque, en vez de cometer un crimen para impedir otro, me he valido de la astucia y hecho caer en el lazo a nuestra enemiga. He pensado así inutilizar sus encantos, y aunque no se me oculta que por sus malas artes vendrá a descubrir mi enredo, tenemos tiempo entre tanto de delatarla por bruja al tribunal eclesiástico y poner fin de esa manera a sus tramas.

-¿Pero tú crees de veras -preguntó Saldaña- que esa mujer haya hecho pacto con el demonio?

-¿Y vos lo dudáis? -replicó el paje-. Estoy tan seguro de lo que digo como que no hay médico en el mundo que pueda averiguar de qué están compuestos los brebajes que ha preparado, y yo mismo la he oído hablar con el diablo y ella misma me lo ha confesado.

-¿Y estás tú pronto a sostener de todos modos la acusación? -replicó el conde.

-A prueba de hierro y de agua, y a pie y a caballo si tiene algún campeón -contestó el paje, aludiendo a las diferentes pruebas que en aquel tiempo se hacían en las causas de magia.

-Pero si ese pacto es verdad, como dices -insistió Saldaña-, ¿cómo has podido tú engañar a una mujer que protege el diablo?

-Señor -replicó Jimeno-, Dios pone a veces una venda en los ojos del más perspicaz y le hace que caiga en el hoyo que evitaría un ciego.

-Así será -respondió el de Cuéllar-, o tal vez que tú eres más diablo que el diablo mismo. De todos modos, quisiera saber de qué artería te has valido.

-Del amor.

-¿Del amor? -preguntó el conde con extrañeza-. ¿Y ella te ama a ti?

-No, señor -repuso el paje-, pero yo he fingido que la amaba; ella me ha creído necesario para poner en ejecución su designio y lo ha fingido también.

-Pardiez que es la primera vez que me río hace seis años -exclamó Saldaña con una sonrisa diabólica-. Algo ratera me parece tu superchería; pero, en fin, yo me lavo las manos; es cosa tuya, y a ti te tocará responder por tu alma, que no a mí. Yo te agradezco tus servicios, Jimeno, y te los agradeceré mucho más cuando me vea libre de su persecución.

-Pues para ello -respondió Jimeno- es menester denunciarla al tribunal cuanto antes. Además de que estoy seguro de que es bruja y de mi serenidad al acusarla, su opinión no es la mejor en todos estos contornos, y habrá miles que atestigüen en contra de ella. No tiene aquí a nadie, es una extranjera de la maldita religión de Mahoma, y a poco que se extienda y publique lo que ella es, se verá odiada de todos y se aprobará su sentencia de muerte como justa y bien dada por el tribunal. Ninguno saldrá en su defensa, sufrirá la pruebas de las barras, y si por algún artificio pasase por ellas sin quemarse, reiteraré la acusación y la sostendré a todo trance.

-El plan es como tuyo -dijo entonces Saldaña-, pero, en fin, yo no tengo nada que ver contigo, líbrame de ella y haz lo que quieras.

-Podéis contar con que mañana en todo el día quedará el castillo desocupado de esa mala hembra -contestó Jimeno.

Quedó Saldaña sumido en uno de aquellos letargos mentales en que caía siempre después de cualquier conversación en que su ánimo tomaba algún interés, como si revolviese en su imaginación todo lo que se había dicho. Calló el paje, y hubo un largo rato en que reinó el más profundo silencio en la habitación.

La luz amortiguada del crepúsculo, pronto ya a oscurecerse, penetraba apenas por las altas ventanas de la estancia entre los vidrios de colores, y casi no se distinguían los adornos del cuarto, confuso todo con las sombras de la noche, que se acercaba.

-Esta es la hora más terrible para mí -dijo el supersticioso Saldaña-; en cada sombra veo un fantasma. Si yo pudiese rezar... ¿Oyes? Tocan a la oración; recemos, Jimeno.

La campana de alguna iglesia del pueblo marcaba entonces efectivamente la hora de esta devoción cotidiana, y sus lúgubres y prolongados sonidos, sucediéndose lentamente, llegaron a sus oídos en aquel punto. Muchas veces, tanto Saldaña como su paje, los habían oído sin sentir el temor secreto que en aquel momento turbó de repente su corazón, y ambos a dos murmuraron un Avemaría con mucho recogimiento. Entraron poco después dos criados y colocaron dos lámparas de plata encendidas sobre una mesa de tres pies con remates de bronce, y, saliendo en seguida, la luz cambió los pensamientos de los dos malvados, haciéndoles volver a tomar el camino de que se habían separado por un instante.

-Voy, señor -dijo Jimeno-, con vuestro permiso, a dar orden que de ningún modo se ejecute la sentencia que fulminasteis contra Zoraida. Nuestras gentes son de suyo ejecutivas cuando se trata de cumplir mandatos de este jaez, y no sería extraño que adelantasen la hora.

-Sí, ve al momento -respondió Saldaña-; sería la mayor desgracia que podía sucederme el que esa mujer muriese por orden mía. Como tú has propuesto, ya es otra cosa; yo nada tengo que ver, y así no podrá venir después a echármelo en cara y a maldecirme.

-¿Queréis que llame a García o a Duarte que os acompañen? -preguntó el paje.

-No, de ningún modo -respondió Saldaña-; que estén ahí cerca por si se me ocurre algo. Quiero estar solo.

Hízole Jimeno una cortesía respetuosa al retirarse, y saliendo de la habitación se dirigió en seguida al sitio donde Usdróbal debía aguardarle; pero no había andado muchos pasos cuando, dándose una palmada en la frente, como si se hubiese acordado de pronto de alguna cosa, volvió atrás muy de prisa, torció varios corredores a derecha y a izquierda, bajó algunas escaleras, y llegando, por último, a las salas bajas que habitaban los hombres de armas, entró en una de ellas y llegó al cuarto o pabellón del jefe de los aventureros.

-¿Qué hace tu capitán? -preguntó el paje a uno de los soldados que estaban allí a la puerta.

-Ahí dentro está -repuso éste- refrescando el paladar con unos cuantos amigos.

-¡Martín Gutiérrez! -gritó el paje, llamándole.

-Adelante el que sea -respondió una voz ronca desde adentro con arrogancia. Oyéronse en seguida dos o tres juramentos y dos o tres puñetazos, al parecer dados sobre una mesa por alguno que quería, sin duda, tener razón y echaba mano de las ya dichas para probarlo.

-Ahí está la gente que busco -se dijo el paje a sí mismo, entrando sin más cumplimientos, y bien seguro de que no por eso aquellas buenas gentes se enojarían.

Pensando así llegó adonde estaba el capitán y otros dos o tres subalternos suyos jugando en un tablero a un juego llamado Alquerque, y que era muy parecido al que hoy se llama de tres en raya, con un pellejo de vino al lado, que no era mucho menor la bota de que se servían. El adorno del cuarto consistía en una mala mesa de pino, en que ardía un candil, dos o tres escaños o bancos cojos y varias piezas de armaduras, como escudos, yelmos y espadas colgadas por las paredes. Gozaba el paje de mucha consideración en el castillo merced al favor de Saldaña; así que en cuanto entró todos se pusieron en pie, menos el capitán, que le miró de arriba abajo, con aquella manera de perdonavidas que le era natural, al tiempo de saludarle.

-Hola, señores -dijo el paje-, parece que se pasa el tiempo alegremente.

-A estilo de gente de guerra -repuso el capitán-; vos no querréis catar de esto -continuó, alargándole la bota-, porque eso no es sino para la gente cruda.

-Os equivocáis, capitán -replicó el paje, aceptando el convite y sin hacer ningún melindre, a pesar de su aparente delicadeza-. Donde vos ponéis la boca, no debe tener escrúpulo de ponerla el mismo rey en persona.

Y venciendo su repugnancia a beber por donde tantos habían bebido, empinó la bota con la misma soltura que pudiera hacerlo el bebedor más acreditado. Tomóla en seguida el que estaba al lado, que se la presentó al capitán, quien, no habiéndola recibido por cortesía, le hizo señas que bebiese y corriese la rueda, lo que se obedeció puntualmente.

-¿Y qué os trae por acá, señor Jimeno? -preguntó el veterano saboreándose.

-Una orden secreta que hay que comunicaros -replicó el paje.

-¿Hay que hacer alguna correría?

-No hay necesidad siquiera de salir del castillo para cumplirla.

-Lo siento -respondió el veterano-; atiza esa torcida -continuó, volviéndose a uno de sus amigos-, que nos vamos a quedar a oscuras.

-No es cosa mayor -dijo el paje-, pero es importante que suceda, y, además, pide mucho sigilo, por lo cual será bueno que os hable a solas.

-¡Ea, muchachos! Fuera de aquí hasta luego, que voy a recibir órdenes -gritó Martín Gutiérrez a sus amigos.

Salieron todos obedeciéndole, y habiendo quedado solos el capitán y el paje, dio éste dos o tres vueltas por el cuarto, como receloso de que alguno oyera, cerró la puerta con mucho cuidado y se acercó al capitán, que le miraba con desprecio, como si le parecieran todas aquellas precauciones ridículas o cobardes.

-Gran novedad debe haber, señor Jimeno -le dijo-, que no parece sino que se trata de ponernos en emboscada.

-Pues de eso se trata, señor Gutiérrez. El señor de Cuéllar me manda que os diga pongáis esta noche en uno de los nichos de la escalerilla del norte que va a la estacada dos o tres hombres de aquellos que merezcan más vuestra confianza. La cosa no es nada, no se trata más que de echar un hombre al otro mundo antes que le llegue la hora.

-¿Y para eso dos o tres hombres? -replicó el veterano, sonriéndose con aire matón-. Por el alma de mi padre que se han vuelto gallinas los hombres de este siglo.

-No es eso, señor capitán, no es eso -respondió el paje-, sino que no se quiere meter ruido sin necesidad.

-A mí poco me importa -repuso el capitán-; pero pensé que era asunto de más empeño. Con todo, estoy convenido con el señor de Cuéllar en servirle por dos años más y obedeceré.

-¿Y qué hombres me dais? -preguntó el paje.

-Os llevaréis ahí dos muchachos de pelo en pecho y el chico nuevo que llaman Usdróbal, que con eso se estrenará.

-No, ese muchacho de ningún modo -repuso el paje-; tiene muchos humos de caballero y quizá lo echaría a perder.

-Para eso, como queréis, cualquiera es bueno.

-Sí, pero sobre todo a ese muchacho -insistió el paje- no hay que decirle ni una palabra.

-¿Y a qué hora? -preguntó el capitán.

-A eso de media noche.

-Está bien; es una pequeña algara, dos o tres jinetes que salen a correr la tierra, una sorpresa de poca importancia.

-Cuento con ellos -repuso Jimeno.

-A no dudarlo -repuso el capitán.

-En dando yo dos palmadas, ¡firme! en el que vaya a la izquierda bajando la escalerilla, y ahora, adiós.

En diciendo esto, el paje se despidió precipitadamente como el que había fallado en más de un cuarto de hora a la cita y temía llegar tarde. Entre tanto, Usdróbal hacía ya mucho tiempo que le aguardaba impaciente y desesperado con su tardanza, ya temiendo si se habría arrepentido de sus ofertas, ya buscando razones con que excusar su retardo. La noche había cerrado ya enteramente, tan oscura, que apenas se divisaba una estrella en el firmamento.

El lector que por curiosidad haya visitado alguno de los castillos antiguos que han luchado hasta hoy con el transcurso de los siglos y el furor de los hombres, y que todavía elevan sus almenadas torres y sus murallas ya casi destruidas como un monte de piedra, llenando de lúgubre majestad sus contornos, puede formarse fácilmente una idea exacta del edificio en que pasaban los sucesos que acabamos de referir2.

Todo allí era sombrío como el dueño de la fortaleza; la noche parecía más oscura en aquellos corredores, por cuyas altas claraboyas apenas penetra la luz del día; el eco de los pasos resuena a lo largo con temeroso ruido y la palabra se repite, por bajo que se hable, sordamente en todos los ángulos del muro, como si mil seres invisibles habitasen por todas partes y respondiesen con tristes gemidos a la voz humana. No era Usdróbal supersticioso, pero la oscuridad que le rodeaba, la soledad, el ruido pausado del eco, que resonaba sus pasos, y, sobre todo, la hora, podían haber cubierto de melancolía el corazón más alegre por naturaleza. No era él ya tampoco aquel joven de buen humor que por nada tomaba pena, que a todo se acomodaba y que con tanta indiferencia vivía en la cueva de los ladrones como en el más suntuoso palacio. Nunca había deseado hasta entonces saber de quién era hijo, y ahora hubiera dado con gusto la mitad de su vida por conocer al padre que le engendró y saber si era de nacimiento ilustre y podía pretender con razón los altos destinos a que se sentía inclinada su alma, y que halagaban tanto su fantasía. Veíase entonces mezclado con la escoria más vil de la sociedad, sin nombre, sin hechos de armas gloriosos, y este pensamiento y el recuerdo de Leonor humedeció sus ojos con una lágrima de amargura. Quizá ella le miraría como un bandido y le despreciaría, creyendo que sólo el vil interés y las demás pasiones bajas podían tener cabida en su alma. Su última conversación con ella harto se lo había probado, y demasiado había visto en sus ojos que le miraba con indiferencia y como a un hombre de inferior jerarquía, y cuyo deber era sacrificarse por ella. Deseaba volver a hablarle, antes de poner en ejecución el plan que tenía de salvarla aquella noche, y este deseo, que se aumentaba en cada instante y a cada idea que se le ocurría, poniéndole tan impaciente como si le pinchasen mil alfileres, le hacía que esperase a Jimeno con más ansia, falto ya casi de sufrimiento. Llegó, por fin, el suspirado momento, y Usdróbal sintió pasos de alguno que se acercaba.

-¿Quién eres? -le dijo-. ¿Eres tú, Jimeno?

-El mismo -repuso el paje, que, sacando una linterna sorda de metal de que venía provisto, deslumbró de repente al aventurero e iluminó parte del corredor.

-Ya era hora de que vinieras, que me has hecho esperar aquí un siglo.

-Más esperan -replicó el paje- los que están aguardando al Mesías y aún les queda más que esperar.

-Vamos, ¿y traes buenas noticias? ¿Has preparado ya todo?

-Todo está ya dispuesto, y es bien seguro que no le prepararon mejor su fuga al rey don Alonso cuando volvió disfrazado de Alemania; bien me puedes agradecer la noche que vas a pasar con tu dama en cuanto salgas de aquí.

-Jimeno -respondió Usdróbal, en un tono de voz que manifestaba su enojo-, guárdate de gastar malicias a costa de esa dama, porque rompemos aquí mismo las amistades.

-Te creía más prudente -repuso el paje con calma-, y no creí que era ésta ocasión de que te incomodaras conmigo. Pero, en fin, tengamos paz, que los buenos amigos se sirven unos a otros y luego se baten.

-Así es -respondió Usdróbal-, y ya que te has empeñado en servirme, sírveme por completo y haz de modo que yo le hable un momento.

-¿A quién? -preguntó el paje.

Usdróbal apenas se atrevía a nombrarla, pero el paje le quitó ese trabajo.

-¡Ah! -continuó diciendo-. Sí, a Leonor. Ya veo que estáis muy enamorados los dos.

Si el rayo de luz de la linterna hubiera reflejado en el rostro de Usdróbal en aquel momento, tal vez los colores que se asomaron en él habrían confirmado al paje, que, por lo menos, no había mentido en la mitad de lo que había dicho.

-Tu malicia te engaña -repuso Usdróbal con seriedad-. Has de saber que Leonor de Iscar ni me ama ni me puede amar, que ella es como el sol y yo como el más miserable gusano que vivifican sus rayos. En fin, ¿puedes hacer que la vea? -continuó, después de una pausa, tomada sin duda para suspirar.

-Veré - respondió Jimeno-. Sígueme.

Echó a andar el paje alumbrado delante de su linterna, que iba disipando poco a poco las sombras según pasaban, y Usdróbal a corta distancia le seguía melancólico y pensativo.

Cuando hubieron llegado cerca de la habitación de Leonor, el paje se acercó muy quedito a Usdróbal, y le dijo al oído que le aguardara allí mientras iba a disponer que él entrase.

-Jimeno -le respondió Usdróbal-, yo te creo mi mejor amigo si me proporcionas esta entrevista; te confesaré que no soy digno siquiera de servirte de escudero y que todos los días de mi vida te obedeceré y te seguiré a todas partes donde quieras llevarme.

-No es cosa para tanto -repuso el paje con frialdad-, y te aseguro que no tienes nada que agradecerme. -Y dejándole solo continuó entre sí-: Si tú supieras que estás como el que van a ahorcar, que le dan cuanto pide, qué poco le gustaría esta entrevista. Yo te juro que será la última que tengas en adelante. No volverás otra vez a estorbarme.

Entró hablando así en la habitación de las prisioneras, y cerrando tras de él la puerta desapareció.

Media hora haría que le esperaba Usdróbal cuando sintió la voz de Jimeno, y oyó poco después que siseaban llamándole. Acercóse con tímidos pasos y embargado el aliento, no por miedo que tuviera, sino porque iba a hablar a la mujer que amaba, y no es de aquellas empresas, aunque a la primera vista parezca lo contrario, que necesitan menos determinación, y mucho más en la situación de nuestro aventurero. Llegó por fin a la puerta sin atreverse a entrar, indeciso, como si el natural arrojo del desembarazado mozo hubiera cedido a la timidez del amante.

-Entra -le dijo el paje-, que parece que estás entumido, y no metas bulla.

Usdróbal no contestó una palabra, pero obedeció su mandato entre dudoso y resuelto, lleno de placer y al mismo tiempo con un peso sobre el corazón.

La estación, como se ha dicho, era de verano, y el calor solía refrescar algún tanto por la tarde. Las nubes que habían cubierto el cielo al entrar la noche se habían disipado a la salida de la luna y aparecía la bóveda azul a intervalos sembrada por una parte de nubecillas blancas, entre las cuales, como bajo un velo finísimo de encaje, giraba la luna derramando su amortiguada luz, y sólo a un extremo del horizonte se descubrían aún algunos celajes negros.

Varias puertas de la habitación daban, como se ha dicho, a un suntuoso jardín. En una de ellas, sentada Leonor, tomaba a aquella hora el fresco, más cuidadosa por su hermano y distraída por su situación, que ocupada en admirar el hermoso espectáculo que desenvolvía la noche a sus ojos. El paje había tenido cuidado de hacer retirar a todos los que la servían, y Usdróbal pudo entrar hasta allí sin que le sintiese ella misma. Estaba sentada en una de las gradas de piedra que conducían al jardín, vuelta de espaldas a la puerta por donde Usdróbal entró, y éste no pudo menos de suspenderse y pararse al verla y al oírla cantar con aquella voz argentina que tanto le llegaba al alma el siguiente romance, que era entonces muy conocido:



    ¿Hay pena más cruda,
hay mayor pesar,
que del que se odia
verse requebrar?

    Diránle en las armas
bizarro y audaz,
será con los damas
donoso y galán.
¿Qué importa? -En el mundo
no hay mayor pesar
que del que se odia
verse requebrar.

    Dirán que en su escudo
grabados están
más timbres que lleva
arenas el mar;
que pecho le pagan
cien pueblos y más;
que puede mil lanzas
al rey presentar;
y que en sus castillos
su bandera ondea
que allá en la pelea
tembló el musulmán.

    ¿Qué importa? -En el mundo
no hay mayor pesar
que del que se odia
verse requebrar.

Había escuchado Usdróbal su canto mirándola sin pestañear, estático y sin movimiento, parado a corta distancia de ella, como si fuera una estatua de hierro. Veíase en sus ojos la ternura y la melancolía, y hubiera dado cuanto hay de bueno en el mundo porque aquel momento feliz de ilusiones hubiese sido el último de su vida.

El que ama interpreta todo cuanto ve y escucha, y Usdróbal, en la canción que acababa de oír, creyó leer el corazón de Leonor y se confirmó en la idea de que, ya que no fuese amado, no tenía al menos rival. Distraído con esto, apenas se acordaba ya del objeto de su venida (si otro tenía que el de verla) y hasta que Leonor se levantó de su asiento no recobró su memoria.

-Señora... -le dijo con voz balbuciente.

-¡Oh!, mi buen amigo Usdróbal -le respondió Leonor con suavidad-, mucho me alegro de veros antes de que llegue la hora de salir de aquí, porque, a decir la verdad, tiemblo que os suceda alguna desgracia.

La frente de Usdróbal pareció iluminarse de alegría, siendo el cuidado que Leonor mostraba por él, más de lo que se atrevía a esperar.

-Mi intención al venir aquí -repuso Usdróbal bajando los ojos- ha sido únicamente tranquilizaros y disipar cualquier temor que pudieseis tener de que saliera mal nuestra empresa.

-Os habéis portado conmigo mejor de lo que podía esperar -replicó Leonor-, y mucho más no teniendo, como no tenéis, motivo para favorecerme.

-Señora -repuso Usdróbal-, era mi deber volveros la libertad que yo mismo ayudé a quitaros tan infamemente. Y aunque es verdad que a vuestros ojos debe parecer extraño que un miserable bandido, un villano de nacimiento y cuyos criminales hechos vos misma presenciasteis, trate de hacer una obra buena en su vida; no obstante, mi corazón no es malo, y yo...

La voz le faltó al llegar aquí, y sus ojos caídos y el color encendido de su rostro mostraban bien a las claras los afectos de su alma. Leonor los interpretó de otro modo, y no vio en todo esto sino la vergüenza que el recuerdo de su mala acción le causaba.

-Yo he olvidado ya todo en cuanto a vos toca -respondió Leonor con dulzura-, y sería muy injusta si os aborreciese.

-¡Oh!, no, no me aborrezcáis nunca -gritó Usdróbal, arrojándose a sus pies de pronto-. Yo soy feliz con sólo eso, con sólo que me perdonéis, con sólo que os dignéis mirarme como al perro a quien echáis el pan debajo de la mesa, sin odio y con lástima.

-¿Qué hacéis, Usdróbal? -repuso la dama con altivez, habiendo descubierto en sus desconcertadas acciones la causa de tantos servicios-. Levantaos.

Usdróbal se puso en pie y se retiró atrás dos o tres pasos con respetuoso ademán y sin alzar los ojos, como si temiese empañar el brillo de aquel sol con sus miradas atrevidas.

-Perdonad -le dijo- si os he enojado con lo que he hecho; puedo jurar que no ha sido mi intención ofenderos.

-Tal creo -replicó Leonor-: pero desde aquí en adelante, cuando hayáis cumplido vuestro ofrecimiento de sacarme de aquí, ya que tan gran servicio queréis hacerme, yo os haré pagar al precio que queráis, y no volveremos a vernos más.

-¡Pagar! ¿Con dinero? -murmuró Usdróbal, y una lágrima de fuego quemó al mismo tiempo sus párpados y se secó en sus encendidas mejillas.

Miróle Leonor y no pudo menos de conmoverse y extrañarse de la delicadeza de aquel villano.

-¿Y a qué hora -le preguntó- vendréis esta noche?

-Entre doce y una -respondió Usdróbal con acento melancólico-. La seña serán tres golpes en esta pared que se abre -continuó, señalando a un ángulo del cuarto-; vos responderéis con otros tres, abriré yo entonces y me seguiréis.

-¿Y no corréis ningún riesgo? -preguntó Leonor.

-Creo que no -replicó Usdróbal-, y aunque así sea, ¿qué vale la vida cuando se ha de pasar sin brillo y en el olvido, cuando se ha nacido para arrastrarse eternamente como la culebra, que ni aun puede mirar al águila que se remonta?

En diciendo así quedó un momento pensativo, alzó después los ojos y los fijó en Leonor con una expresión tal de ternura y pena que habría conmovido un mármol. Leonor no le miraba. Saludó en seguida y se retiró, dejándola llena de esperanza y de temor hasta que sonase la hora. No bien hubo salido cuando halló al paje en la antesala, que le aguardaba.

-¿Qué tal? ¿Está todo ya concertado? -le preguntó éste con su maliciosa sonrisa.

-Todo -respondió Usdróbal con sequedad.

-Pues ahora a descansar hasta luego.

-¿Falta mucho tiempo? -preguntó Usdróbal con impaciencia.

-Tres horas lo menos -repuso el paje-. Parece que no sales muy satisfecho.

-¿Qué te importa? -replicó Usdróbal bruscamente; pero reconociendo la falta que cometía hablando así a quien tanto le favorecía, añadió-: No, descontento no; pero siento tener que aguardar tanto tiempo.

-Pues no hay más remedio que tener paciencia -contestó Jimeno.

-Si tu sangre te escaldara como a mí el corazón, no me darías esa respuesta. ¿Vendrás a buscarme?

-Sí. ¿Adónde?

-Ni yo lo sé -respondió Usdróbal-. En cualquier parte. Estaré paseando en la explanada del castillo.

-Pues hasta luego.

-Adiós.




ArribaAbajoCapítulo XVIII



   Salen con tanto silencio
que ni las nocturnas aves
sienten sus secretos pasos,
ni los veladores canes.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . .

    Sacan los alfanjes fieros,
derriban los capellares,
y tíranse fuertes golpes
con pensamientos mortales.
Crece la rabia y desdén,
la fuerza, rabia y coraje,
y saltan vivas centellas
de los duros pedernales.


Romancero                


La campana de la iglesia principal tocaba a maitines cuando Usdróbal, que en vano había tratado de descansar, salió a la explanada del castillo con la misma impaciencia que si mil chispas hubieran caído sobre él y le abrasaran en todas partes a un tiempo. El camino del desierto no se le hace más lejos al caminante fatigado y sediento, el día de fiesta no le parece más tardo en llegar al jornalero holgazán ni camina tan lenta la eternidad para el condenado como le habían parecido perezosas las horas al impaciente Usdróbal. No así al paje. Su alma de hielo y estragada por un amor propio insufrible y su mal corazón estaban muy acostumbrados a ver sufrir y a sentir una complacencia secreta en los padecimientos ajenos.

Criado desde niño al lado de Saldaña y educado en el crimen, ambicioso por naturaleza y astuto, traidor y maligno por instinto, sabía tomar cuantas formas exteriores le acomodaban y encubría bajo la lindeza de su rostro y la flexibilidad de sus facciones la más refinada perversidad. Sin duda nació ya inclinado al mal, y su educación acabó de completar su carácter; su amor propio le hacía querer dominar dondequiera, y sobre todo a las mujeres, a quienes, aunque parecía mirar con desprecio, trataba siempre de rendir, siendo éste el triunfo que más lisonjeaba su vanidad. Su amor propio producía en él los mismos efectos que la pasión más desenfrenada, no perdonando medio alguno para lograr su intento y satisfacer su orgullo o su venganza. Su ambición lo hacía mirar con odio a cuantos eran más que él, y él sólo era paje de lanza; en fin, sus dotes eran dignas de cualquier proteo político de nuestros días.

Llegaba ya el término de su venganza y habían pasado las tres horas que tan pesadas habían parecido a Usdróbal gozándose en sus planes futuros y embriagado en los sueños de oro con que halagan la malicia y la perversidad, igualmente que la virtud y la inocencia. Dormía Saldaña; su hermana, llena de cuidado, había venido a asistirle, y salió a buscar a Usdróbal.

Todo estaba callado en el castillo, y sólo tal vez se oía el ladrido lejano de algún perro o el canto sordo y monótono del centinela, que entretenía el tiempo cantando o paseando. La luna se había ocultado ya, y los celajes negros con que había entrado la noche habían vuelto a velar con su fúnebre manto el horizonte. Todo era oscuridad y silencio y sólo tal cual amortiguada luz se veía ondular a lo lejos, tal cual estrella, casi oscurecida, vibraba de cuando en cuando sus trémulos destellos sobre la tierra. Usdróbal se paseaba lentamente cuando oyó junto a sí pasos y una voz de allí a poco que le nombraba.

-¡Usdróbal, Usdróbal! ¿Estás ahí?

-¿Eres tú, Jimeno?

-Silencio -respondió éste, cuya era efectivamente la voz-. Sígueme.

-Déjame me coja a ti para atravesar esas galerías, que debes tú conocer mejor que yo.

-Aquí está mi brazo. ¡Silencio!

Diciendo así le presentó el brazo derecho, de que asió Usdróbal el izquierdo, y echaron a andar.

Al entrar en la galería sacó el paje su linterna sorda, y enviando la luz contra la pared, dijo:

-Aquí es: entremos.

Y llegándose a ella luchó un momento con un resorte que muy disimulado estaba, y al punto se abrió la puerta.

-Este es el camino, entremos; ya podemos aquí usar sin peligro de mi linterna.

Era un callejón oscuro y estrecho que se formaba en el centro de la pared, y que volvía a un lado y a otro, según torcía el corredor o la sala a que sus paredes servían de muro.

-Pues si habíamos de venir por aquí -preguntó Usdróbal-, ¿qué más daba que esto se hubiese hecho dos horas hace?

-Habla bajo -repuso el paje después de haber vuelto a correr la puerta, que sonó como si fuera de hierro-. Importaba separar un centinela que debía estar en cierta parte por donde tenemos que pasar por fuerza, y no se podía hacer antes.

No preguntó más Usdróbal, ni el paje habló más palabra; sólo sus pasos resonaban en aquella estrecha bóveda, y cualquiera, al sentirlos transitar a aquella hora sin verlos desde cualquiera de las habitaciones contiguas, habría creído que hacía aquel rumor sordo alguna alma en pena. No dejó tal vez de pensarlo alguno y de santiguarse.

-Da ahí tres golpes -le dijo el paje a Usdróbal cuando llegaron, después de muchas vueltas y revueltas, a un ángulo saliente que formaba el extremo de alguna sala.

Usdróbal respondió:

-Si esto es piedra, mal podrán oírme.

-Dalos sin miedo, que aunque parezca piedra no es sino hierro.

Diólos, pues, con mucha pausa, y al punto resonaron otros tres en respuesta.

-Es ella -se dijo a sí mismo, y se estremeció involuntariamente.

-Déjame abrir -le dijo el paje, y habiéndose hecho atrás para darle paso, Jimeno se adelantó, procuró hallar el resorte, y luego que lo hubo encontrado se abrió allí otra puerta semejante a la primera por donde ellos habían entrado.

-Usdróbal -dijo una voz suavísima que vibró en el corazón del aventurero, y Leonor entró en el corredor toda trémula y asustada.

Marcharon los tres en silencio aún algún tiempo, y Usdróbal tomó el lado de Leonor, más cuidadoso de ella que una madre puede estarlo del hijo de sus entrañas. Abrió el paje otra puerta y salieron a una escalerilla de caracol que Usdróbal reconoció por una de las muchas que salían de las torres de la fortaleza. A lo lejos la vista descubría en montón y confusamente el campo, las empalizadas y las demás obras del castillo; de cerca no se veían los dedos de la mano. Al llegar allí paróse el paje, y echó una mirada maligna a Usdróbal, bañándole en luz el rostro.

-Puesto que vienes armado, toma la izquierda de la escalerilla, y ve con cuidado. No os asustéis, señora, no es nada, pura precaución.

-Colocaos así detrás de mí -dijo el aventurero a Leonor-, que si alguno sube tendrá que pasar por mi cuerpo para llegar hasta vos.

-Y yo le deslumbraré con mi linterna; pero no hay miedo.

-Con la espada en la mano no lo tengo yo a nadie -repuso Usdróbal desenvainándola.

Usdróbal iba delante, seguíale Leonor sin respirar apenas, y el paje bajaba detrás alumbrando con su linterna. De repente la luz falta, suenan dos palmadas, y dos o tres espadas caen sobre Usdróbal, cuyos golpes se repiten sobre su armadura cada vez con más furia.

-¡Traidores! -gritó el aventurero, y mil golpes resonaron de nuevo, y volaron mil chispas a un tiempo por todas partes.

-¡Dios mío! -gritó Leonor-, nos han vendido.

Y cayó desmayada, al mismo tiempo que se sintió asir con fuerza y arrebatar por el aire.

El combate seguía, todo estaba a oscuras, y no se oía una voz ni un quejido. El martilleteo de las armas continuaba cada vez con más furia. No sabía Usdróbal cuántos le acometían; pero sus enemigos a su parecer se multiplicaban. La escalerilla era muy estrecha, y nadie podía subir mientras él defendiera el paso, y a pesar de esto siempre hallaba enemigos detrás y delante de él. Crujía el hierro, retumbaban los golpes, y sólo se oía alguna vez el bramido sordo de los combatientes. De pronto se oye un golpe en el suelo, como el que pudiera hacer un hombre armado al caer, y un ¡ay! en seguida. Después retumbó con estrépito rodando las escaleras, sonó otro quejido en el mismo instante, y otro golpe, y la pelea pareció como suspendida.

-Por vida del Cid -dijo uno-, gracias a Dios que ese demonio ha muerto.

-No he visto gato con más vidas -añadió otro a tiempo que por sus pasos se conocía que se retiraban-, era un alano de buena presa.

-Quizá no esté todavía bien muerto.

-No hay hueso en su cuerpo que no esté hecho polvo. ¿No has sentido cómo rodó por la escalera?

Siguieron hablando, sin duda, pero su voz fue poco a poco perdiéndose en la distancia, hasta que otra vez todo volvió a quedar en silencio.

Aquella misma noche, poco después, dos hombres atravesaron la explanada del castillo.

-¿Es éste -preguntó el del farol alargando la cabeza a mirar abajo, y sirviéndose de su linterna, que iluminó la superficie del foso-, es este el sitio más hondo?

-¡Por Santiago!, ¿tienes miedo todavía que se escape? -repuso el otro, que habiendo echado al suelo la carga dejó ver un cadáver horriblemente descoyuntado y quebrantados todos sus huesos, cubierto en parte de una armadura no menos magullada y hecha pedazos.

Cogióle por los pies uno de aquellos hombres, mientras el otro le suspendía por los brazos, y habiendo tomado vuelo le lanzaron al foso, que estaba lleno de agua, cuyo pacífico curso alborotó su caída.



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