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Piferrer

Si como poeta y según el dictamen del padre Blanco García, don Pablo Piferrer401 compuso versos de «estructura originalísima, pero áspera y desagradable al oído castellano», como crítico conquistó prontamente no disputada nombradía. Su prematura muerte ocurrida a los treinta años de venir a este mundo, fue sentida y llorada por todos los amantes de las letras. ¿No cabía colegir de los ya maduros frutos de su ingenio nuevas y brillantes aportaciones a la literatura en los géneros que cultivó? No es, pues, de extrañar que coetáneos suyos, ya de la región en que vio la luz por primera vez, ya del resto de España, pusieran crespones a las letras en aquellos días y lamentaran de todo corazón la pérdida del esclarecido crítico.

Tenemos delante de los ojos su retrato. Una frente ancha, tras la que cabe imaginar mentalidad vigorosa y pujante. Honda e inquisitiva la mirada. Redondo el rostro, y la cabeza cubierta de tupido y algo encrespado cabello. La nariz ni larga ni breve. Una barba, como incipiente, rodea la ancha faz y un dilatado cuello blanco, contrasta con el color de aquélla. Pocas veces se aunaron de modo tan perfecto en una misma persona el sentimiento de la belleza, el entusiasmo poético y los recursos propios con que exteriorizarle. Piferrer advino al mundo del arte, no sólo con aquella preparación intelectual que requiere el ministerio de la crítica y que es cosa valiosísima, pero adquirida y postiza, sino con claridad de juicio y lo que pudiéramos llamar ardimiento lírico, que son prendas nativas y consustanciales. No acudió a la mesa de disección, escalpelo en mano e imperturbable de serenidad y dominio de sí mismo, como quien va a analizarlo todo tras de descomponerlo primeramente. Su actitud era mucho más simpática e incluso entrañable. Venía a fundirse en la propia obra de arte, a abismarse en ella, hasta sentirse como una parte más integrante suya. Que no es lo mismo contemplar las cosas desde el miradero en que nos sitúa nuestra inclinación de juzgarlas, que quemarse en la llama del arte y cantarlas más que definirlas.

Piferrer fue un peregrino de la belleza. De la belleza ideal, por cuanto su espíritu buscaba ávido en las regiones supraterrenas el satisfacerse y aquietarse. De la belleza material, en cualquiera de sus variados modos, por cuanto se extasiaba con una obra sinfónica o ante un monumento artístico. El paisaje402, que es la manifestación más cumplida del arte en la naturaleza, también encontró en Piferrer intérprete y cantor entusiasta.

En la época de nuestro autor, la arquitectura y la música, como objeto de la crítica, estaban aún por explorar. Coetáneamente o algo después, José María Quadrado, Pedro de Madrazo, Pi y Margall, han estudiado el arte español en sus manifestaciones concretas. Pero ninguno de ellos, a nuestro juicio, ha superado a Piferrer en la férvida y entusiasta interpretación de la belleza. Cabrá imputarle, como autor de los volúmenes dedicados a Cataluña y Mallorca en Recuerdos y Bellezas de España, lagunas, omisiones, excesiva ligereza y vaguedad en la reconstrucción histórica de estas comarcas; mas ¿quién403 le sobrepasó en el sentido de la naturaleza y del arte, cuando se enfrentó con la costa de Dea, y los riscos de Valldemora y Bañalbufar, y la Dragonera, y la campiña que rodea el castillo de Bellver, y el espectáculo «risueño y grandioso» que ofrece Raxa a los ojos del viajero, y en el orden arquitectónico, con la puerta principal de la Catedral de Barcelona y las ruinas del monasterio de Ripoll, y el interior de la catedral de Palma y la Lonja de esta misma ciudad? ¿No son talmente cuadros pictóricos, animados, llenos de vida y movimiento sus descripciones del Palacio Real de Palma, donde moró el infortunado príncipe de Viana? ¿No inquieta y estremece, incluso al lector menos sensible a esta expresión pavorosa del arte, la pintura que nos hace del sepulcro de Raimundo Lulio en el convento de San Francisco?

El sentimiento idolátrico de la naturaleza había hallado sus principales intérpretes y voceros en Rousseau, Chateaubriand, Lamartine, Senancour, Saint-Pierre. Este antecedente literario gravitaba sobre el espíritu de Piferrer y tomaba nueva forma sensible a través de su pluma. Claro que la idolatría de la naturaleza, merced a las hondas convicciones religiosas del autor de Canción de la primavera y El ermitaño de Monserrat, se transformaba en él en espiritual pasarela hacia Dios, es decir, que no estaba teñida de filosofía, ni panteísmo alguno.

En la interpretación literaria de la arquitectura fuera de modestas tentativas de Jovellanos, y del encanto poemático que transpiran las páginas que Víctor Hugo dedicó a Nôtre Dame, pocos antecedentes cabría aportar como fuente de inspiración o modelo al que acudir. De aquí, precisamente, que la ardua y nada frecuente tarea emprendida por Piferrer, con la colaboración artística de Parcerisa, sea de valor inestimable.

Si el plan de ejecución del primer tomo de Cataluña y del único de Mallorca, quedó muy aventajado después en el segundo relativo a la región primeramente citada, y en la segunda edición del volumen dedicado a las Islas Baleares, atribúyase principalmente a que reinaban mejores circunstancias para realizar esta clase de empresas, pues el primer tomo de Cataluña, por ejemplo, fue escrito entre las dificultades y restricciones de la guerra civil404.

Al hermoseamiento de esta literatura arqueológica, contribuye, sin duda alguna, la elegancia, sonoridad y galanura de gran parte de su vocabulario científico: frontis, ábsides, doseletas, arquivolto, ánditos, dobelas, alfarjería, intradós, plafondos, boceles, tímpano, arbotantes, etc. ¿No es la dicción poética si no el todo de la poesía una parte muy importante de ella? Pues en las descripciones de los templos, de sus grandiosas naves, de sus columnas, ojivas, artesonados, cruceros, cúpulas, cresterías, estas voces, dulces y breves unas, enérgicas otras, armoniosas y expresivas casi todas, esparcidas en la oración, la acicalan y embellecen, coadyuvando así a una mayor plenitud del sentimiento estético del lector405. La inspiración del crítico aportará imágenes brillantes, estimuladoras también de nuestra sensibilidad, comparaciones felices y apropiadas, que despertarán en cada uno la emoción del arte.

Las catedrales de Barcelona y Tarragona; los monasterios de Poblet y Santa Creus; el claustro de San Benet de Baiges, las ruinas de la iglesia de San Pedro de Roda y la capilla Real y trasaltar antiguo de la catedral de Palma, por no citar sino las descripciones que rastro más indeleble dejaron en nuestra atención, irán desfilando ante el lector, con toda su riqueza arquitectónica, o su melancolía, o su resonancia histórica.

Y cuando nos asomemos, cogidos de la mano de Piferrer, a las escarpadas, angosturas del Puente del Diablo, entre Ocaña y la Seo de Urgel, o al sombrío paraje de El Gorch negre, o nos detengamos a la plácida orilla del Vilasar, junto al castillo de igual nombre, o bajemos a las profundidades dantescas de la cueva de Artá, en Mallorca, sentiremos derramarse en nuestra alma esa dulzura o intimación voluptuosa, según el espectáculo406 que se nos presente, que provocan la belleza apacible o lo sublime.

¿Cómo ve el arte Piferrer? ¿Cuál es «su manera» en el examen e interpretación de toda obra artística? Antes que la ejecución, buscará la poesía y la filosofía. Consultará las épocas y la historia y nada considerará insignificante, aunque lo sea según los cánones, si presenta algún rasgo característico respecto del arte mismo o puede servir para el estudio de la indumentaria o de determinadas407 particularidades. Admirará la belleza de las formas y sólo con ciertos géneros modernos se mostrará exclusivista. A través de su rudeza ama el bizantino, procurando encontrar su elegancia «en sus triples arcos cilíndricos, anchos dinteles, gruesos pilares o cuadrados machones y capiteles caprichosos». El gótico constituirá su arte predilecto, por estimarlo «el más espiritual, profundo, filosófico, bello y sobre todo el más cristiano». Y no negará respeto y atención ni al plateresco «delicado y menudo», ni al noble greco-romano, aunque éste carezca de significación aplicado a los usos religiosos408. A través de su aportación a la magna empresa de Recuerdos y bellezas de España, no será difícil encontrar dilatadas consideraciones respecto al valor artístico y a la alta significación filosófica del gótico. El numen de Piferrer, su inspiración y entusiasmo, cobran toda su fuerza íntima y expresiva, tantas veces se erigen en intérpretes y cantores de esta modalidad arquitectónica409, aún cuando la reflexión domine por último tal ardimiento lírico, y señale en la línea horizontal de las misteriosas fábricas romano-bizantinas, la limitación terminante a toda «actividad vaga y sin freno» del espíritu, de suyo inventivo y desasosegado, y el degusto, en cambio, dentro de la verdadera esfera en que debemos movernos, del sentimiento religioso.

En 1846 y bajo el título de Clásicos españoles, Piferrer, que era profesor sustituto de Elementos de Retórica y Poética, dio a la estampa una colección de trozos de nuestros autores antiguos y modernos. Su objeto fue que se sirvieran de la susodicha antología, como muestras para la lectura y el análisis, los jóvenes estudiantes de Retórica410. Precede a la obra una nota preliminar con la razón y objeto de ella y noticia de todas las épocas de nuestra prosa. No es trabajo de grandes pretensiones, pero satisface cumplidamente el fin a que se destinaba.

La dispersa labor literaria de Piferrer en la prensa periódica y dentro de la esfera de la crítica dramática y de la musical, fue recogida en un volumen que con la denominación, de Estudios de crítica, publicose en Barcelona en 1859411.

Entresacamos ahora de los trabajos de Piferrer que quedan enumerados algunas de sus ideas estéticas para completar de este modo el examen del malogrado crítico levantino.

Mientras la ciencia aplica el análisis a los hechos primitivos que le suministra el orden físico y el moral, y desentraña «la verdad pura y abstracta de toda forma», el arte no se dirige a comprender sino a crear. «No abstrae la verdad pura y libre de toda forma, sino que por medio de formas habla al alma; no analiza los hechos primitivos, de ellos se origina y por ellos existe; el análisis que descompone e investiga los elementos de aquellos hechos, descompone y destruye también las concepciones artísticas; y si bien éstas revelan la esencia de las cosas, adivínanla por una intuición y la representan por medio y debajo de formas sensibles». El objeto del arte es acercarse a la Belleza absoluta, al tipo ideal que nos forjamos de ella, y que nuestro espíritu barrunta como parte la más exquisita de su naturaleza inmortal. Despertar en cada uno de nosotros el sentimiento de esa Belleza invisible e inmutable, dándole expresión sensible, y por virtud de este sentimiento que nuestra alma se levante a las ideas y afectos que integran su bondad y excelencia materiales en este mundo, es el destino del arte y el testimonio de su naturaleza divina. La Estética o ciencia que infiere la esencia de lo bello ¿origina, como elemento fecundante, las concepciones artísticas? Piferrer no titubea al responder negativamente. Pero puesto que el artista «ha de alimentar una fe segura en el Arte», conveniente será que no se encamine «desatentado», en pos de cualquier resplandor que una torpe y nociva educación del espíritu y aún de los sentidos puede presentarle como fiel y seguro guía. «La Estética en manos del filósofo quedaría punto menos que estéril; por esto no la reputamos fructuosa, sino aplicada inmediatamente por el artista»412.

Y a seguido de toda esto, una profesión de fe romántica,413 que le empareja con otros críticos de la misma familia literaria. «La crítica tiene también sus inspiraciones, y al crítico entusiasta le es revelado en un instante por un acto espontáneo lo que apenas puede después establecer el filósofo a fuerza de raciocinio». Un ejemplo práctico del creador de lo bello desentraña con más rapidez y agudeza los más hondos misterios de la concepción que todo un largo proceso de reflexiones abstractas. «Queremos sí que el artista embeba su espíritu en una idea clara y sólida de la esencia del Arte. Si leyes o reglas prestablecidas han de regir en toda operación valorativa del arte, establézcase ante todo la existencia de lo bello absoluto elevándonos a su conocimiento a través de la belleza real. Pues sólo en el Ser Supremo existe eternamente la armonía inalterable de todos los principios «¿por qué no hemos de creer que la Belleza, al igual de la Verdad y de la Bondad, es otra manifestación suya en la tierra?»414.

A la misma conclusión filosófica y por el mismo camino discursivo, llegará también, en trance idéntico de definir lo bello otro creyente a macha martillo como Piferrer, Gabino Tejado. Ya tendremos ocasión de verlo cuando nos toque examinar y comentar las producciones literarias415 del ilustre pacense.

La finalidad del arte, afirmará más arriba, es expresar, por medio de las formas materiales, la Belleza invisible. «[...] una simpatía deliciosa, un toque interior que estremece agradablemente todo nuestro ser, un amor exento de toda mira y de todo interés nos avisa de la presencia de esta Belleza, nos hace afirmar de súbito que hay en aquellas formas conveniencia con el tipo ideal que llevamos estampado en el fondo del alma, y nos impele a gozar las obras en que brilla simbolizado por la materia lo que constituye la esencia, la perfección de nuestra naturaleza» 416. Y al proclamar que no cabe señalar destino u objeto más alto y glorioso que éste de suscitar en los demás el sentimiento de lo bello, exclamará resueltamente, con un sentido puro, clásico, del arte: «Este sentimiento se basta a sí propio, no tiene otro objeto que su misma existencia; así también el arte no reconoce ni otro fin que a sí mismo ni otra ley que la que de su esencia emane».

Su identificación con la escuela idealista es rotunda y categórica. El arte se ejerce en la expresión del ideal. Ni copia, ni imita de un modo servil o mejor exclusivo las formas materiales. Pero desde el momento que no nos es dado manifestarnos sino por medio de la realidad sensible, estamos abocados al error si en la elección de elementos materiales con que realizar la belleza no poseemos un sentido estético muy depurado y enérgico, alimentado con el disfrute y examen de los modelos más perfectos del ingenio, y probado y aleccionado con las propias obras. «Si es fuerza, pues, adoptar una denominación para fijar en este punto nuestros principios, nos confesamos idealistas, ya que el Arte es ideal ante todas las cosas y por ser ideal domina en región superior e independiente sobre las artes liberales y mecánicas»417.

Piferrer estimaba en todo su valor el conocimiento científico de las cosas. No menospreciaba, como los románticos furibundos, la contribución de la ciencia al arte. ¡Enhorabuena, exclamaba, el estudio de la lógica beneficie a nuestras facultades intelectuales, puesto que contribuye a su desarrollo y robustece nuestro juicio! Pero no se conceda a la dialéctica la importancia y trascendencia que en los ramos del saber se le atribuye. «El análisis y la reflexión sobre sí mismo, cuando un raciocinio exclusivo los hacen degenerar en hábito, paralizan en cierto modo las fuerzas de la inteligencia más activa, y entorpecen la viveza del ingenio y esterilizan su fecundidad»418.

¡Qué equidistante está Piferrer de aquel desprecio que Espronceda sentía respecto del saber y de aquella severidad crítica de Hermosilla sobre las reglas y modos a que, según él y sus antecesores los preceptistas neoclásicos, había que sujetarse en la elaboración de las obras literarias!

Ni lo uno, ni lo otro. Ni la ciencia, el conocimiento exacto de las cosas debe ahogar la inspiración del artista; ni el excesivo desenfado creador, arrollar aquellos principios de cuya observancia depende el equilibrio y ponderación de la obra artística, la mutua correspondencia de sus partes, la coordinación de todos sus elementos. «Seamos lógicos en todo, pero sin arte; raciocinemos en todo, pero al mismo tiempo creamos, sintamos y observemos».

En la esfera del arte, Piferrer, coloca la Música sobre todas las demás obras del espíritu. La hace centellear con «blanquísimo fulgor» en el centro de esa corona espiritual que forman las divinas modalidades del genio. Todas las bellas artes nos elevan, mejoran y subliman. Tienden a poner bien de manifiesto lo que las hace inmortales y les da un rango divino: el sentimiento; pero la Música, entre todas, es la que más cumplidamente realiza este fin y la que por virtud de su más alta prosapia espiritual, ocupa en la escala del arte el primer peldaño.

«La Música para nosotros, afirmará más adelante, es el complemento de toda poesía: donde el lenguaje de imitación de ésta acaba, el de expresión de aquélla empieza»419. Deliciosamente halagada el alma con la audición del Stabat, de Rossini, exclamará Piferrer un poco hiperbólicamente: «[...] con ella -el aria coreada del primer soprano, que comienza: Flammis ne urar [...]- el gran maestro ha dado otra prueba de que su genio le hace digno cantor de las imágenes de la Biblia, émulo y heredero del genio de Miguel Ángel»420.

Aunque el espectáculo de la ópera, tan brillante y atractivo, merced a la variedad de los elementos que lo integran, se enseñoreaba a la sazón de la atención del público, no deja de advertir por eso la superioridad que representa, en el más puro y alquitarado goce del espíritu, la música instrumental. «Como nada distrae nuestra atención -argüirá-, la fijamos toda y profunda en lo que oímos; el interés no está repartido entre varios accidentes de un sujeto mismo, cómo son el canto, el gesto, los ademanes, etc.»421.

Quien de este modo sabía precisar en aquellos días la trascendental diferencia que existe entre el arte simple y puro, cabría decir, de un concierto instrumental, dirigido al alma, casi por completo con la sola mediación del oído, y el espectacular y deslumbrante de la ópera, múltiple en sus componentes, que lo mismo afectan al oído que a la vista, acreditábase de agudo y perspicaz. En aquel tiempo se iba al teatro lírico a ver, quizá más que a oír. Y en el mejor de los casos, a las dos cosas. El brillante espectáculo de la ópera convidaba al lujo y la ostentación. Parecía como si las damas y los caballeros que asistían a la representación, con sus mejores galas y atavíos las primeras y de impecable etiqueta ellos, quisieran rivalizar, salvadas modalidades y pormenores impuestos por el tiempo, con el esplendor y hermosura de la escena. No había en este aspecto de la música ese íntimo recogimiento religioso con que concurrimos a una audición orquestal, en que diríamos que todos los sentidos se transforman en uno solo: el del oído. Ni trajes radiantes, ni decoraciones que contribuyan a halagar a los ojos, ni masas coreográficas encadenando la atención con sus graciosas y aéreas evoluciones, ni voces primorosas, ni actitudes, gestos y ademanes. El sonido tan sólo convenientemente combinado y dispuesto en el tiempo, absorbiendo por entero nuestra honda y espiritual curiosidad. Mayor simplicidad, mayor pureza, una más perfecta decantación de los medios para herir la sensibilidad estética. Todo esto lo discernió Piferrer, con su depurado gusto artístico y su concepción más filosófica y trascendental de los elementos filarmónicos.

Mas es raro que quien procedía con tal tino en materia musical y presentía el valor que la guitarra, tañida por manos diestras y conspicuas, esto es, bien orientadas en la elección de piezas a ejecutar, habría de tener con el tiempo, se mostrase tan desamorado del baile pantomímico -el ballet de nuestros días- hasta el punto de ejercitar su dicacidad y zumba con el comentario jocoso de esta clase de espectáculo422.

En el orden de la crítica dramática o literaria, también probó su idoneidad y buen gusto. Combatió a Ventura de la Vega, cuando pane lucrando, traducía de lengua forastera, lo que nunca debió pasar el Pirineo. Aplaudió y regañó a Zorrilla tantas veces fue menester. Y al enfrentarse con los clásicos, con motivo de la memoria que se le exigiera al concurrir a la oposición para obtener la cátedra de Retórica y Poética de la Universidad literaria de Barcelona, ensalzó sus méritos y señaló sus imperfecciones. Del autor de Guía de pecadores, la tendencia a embarazar con exposiciones y textos, sus tratados; la «amplificación rebuscada» la falta de ideas y de sentimiento, circunstancia que «le indujo bastante a menudo a redondear nuevas declamaciones retóricas». El «dulce Sión» se apasionó tanto de la elegancia y sonoridad del lenguaje, «que muchas veces cayó en la simetría y afectación: la plenitud de sus cláusulas raya en prolijidad; y el aliento más robusto no es bastante a dar cabo a la lectura de aquel ligamento de miembros que destruye la unidad y la proporción con un excesivo artificio». De Saavedra y Quevedo observó, que si éste sabía alternar el tono dogmático con una manera más amplia de decir, las Empresas del primero, sobre todo la trigésima, cabe citarlas como «triste prueba de que el mismo talento no servía sino de regularizar más y más su error». Este estilo dogmático, sentencioso, ocasionó dos nuevos males. Dar torcedor a la imaginación para, debajo de cierto trascendentalismo, cubrir todo pensamiento e incurrir en «las flores estrambóticas, los ornatos de relumbrón, los símbolos más enigmáticos, las metáforas más disparatadas, los símiles, las antítesis: como si ningún vestido postizo pudiere dar forma a lo que carecía de cuerpo»423.

A través de las obras de Piferrer se advierte la honda raigambre de sus convicciones religiosas. En filosofía se mostró independiente, ajeno a todo sistema, porque según sus propias palabras, ninguno contenía por sí sólo la verdad absoluta; ninguno existe que no sea incompleto o exagerado.

El estilo de este malogrado escritor levantino, es vigoroso y brillante. Aliñado sin afectación, elocuente y lleno de substancia, pero sin dar en lo declamatorio, ni en el retoricismo de regla y compás. Su lenguaje tropológico afluye con espontaneidad y frescura, esto es, sin ese artificio y convencionalismo literario que condenó en algunos clásicos nuestros. Poeta en forma rítmica y en prosa, de cálida inspiración y subordinado, sin excesivo servilismo, a las normas severas del raciocinio.

Ferrer del Río

La crítica literaria y la historia fueron las dos disciplinas en que desembocó la juiciosa actividad de don Antonio Ferrer del Río424. Si examinamos la lista de sus obras y las fechas en que aparecieron no nos será difícil colegir cuáles han sido en definitiva sus preferencias. A la juventud, principalmente, corresponden sus trabajos literarios, si bien no renunció nunca del todo a ellos, como lo demuestran a lo largo de su diligente labor valiosas interpolaciones críticas, ensayos poéticos y sus dos dramas La senda de espinas y Francisco Pizarro. De la madurez son sus trabajos históricos, ocupación preferida y en la que, si hemos de ser justos apreciadores de ella, ganó merecido renombre, bajo la autoridad de Lista, maestro suyo cual de tantos otros poetas en aquel tiempo, y en la regalada compañía de Quintana, de quien era fraterno amigo, compuso sus versos, que carecen de originalidad y brío, pues ni el arrebato lírico del segundo, ni la académica exquisitez del primero, se le pegaron ciertamente.

No proviene la inspiración, en verdad, ni del roce con los buenos modelos, ni de magisterio alguno, por alto y discretísimo que sea, sino que es candela interior que se alimenta de su propio combustible. Tampoco pasaron de ser tentativas dramáticas, pese a la una de cal y otra de arena, de la noticia crítica de Valera sobre el Francisco Pizarro425, esta obra y La senda de espinas antes citada. De su laboriosidad son excelentes testimonios, no sólo sus colaboraciones en El Laberinto, la Revista Española de Ambos Mundos y la memorable Revista de España, que fundara y dirigiera el prenombrado crítico, sino los treinta y ocho volúmenes que tradujo de Cantú, la Historia del reinado de Carlos III y sus discursos académicos y ensayos de crítica histórica.

Ferrer del Río abordó en su Galería de la literatura española426 un género, la semblanza literaria, que ya habían ensayado Chateaubriand y Lamartine, y coetáneamente respecto de él, Macaulay y Sainte-Beuve, y que años más tarde encontraría otro excelente cultivador en el malogrado don Manuel de la Revilla. Estos retratos literarios, cuando se refieren a celebridades contemporáneas con las que se convive a todas horas, suelen adolecer de falta de sinceridad, ya que el juzgador, colocado tan cerca de la persona enjuiciada o no ve sus méritos y defectos por carencia de perspectiva histórica o calla unos u otros, a sabiendas y deliberadamente, movido de la pasión favorable o adversa. Pero de momento y en tanto la posteridad o el examen analítico reposado ponen las cosas en su sitio correspondiente, estas aportaciones biográfico-críticas tienen un valor inestimable. Dibujan ante los ojos curiosos y expectantes del público, la figura moral y física de autores investidos de notoriedad y suministran entre los comentarios laudatorios o censorinos, pormenores y antecedentes de la vida y milagros de cada personaje, que son saboreados con avidez.

La Galería de Ferrer del Río, no es exclusivista, como pudiera suponerse, bien si nos atenemos a la educación literaria que el autor recibió del director del Colegio de San Mateo, de Madrid, o a la época de apogeo romántico de nuestras letras. El autor del Examen histórico-crítico del reinado de Don Pedro de Castilla forma su Galería con poetas tan recalcitrantemente clasicistas, como Quintana, Lista y Gallego; con autores dramáticos precursores del movimiento romántico o contemporizadores de ambos ideales427, como don Javier de Burgos -recordemos su comedia denominada Los tres iguales- Martínez de la Rosa y Larra, y con desaforados partidarios de la nueva escuela y corifeos suyos, cuales Espronceda, Zorrilla y García Gutiérrez. Considera «sazonada enseñanza» la ejercida por Luzán y «estimable su Poética428, de la que transcribe un largo párrafo, con motivo de la Introducción a la Araucana429 y reconoce los extravíos del romanticismo. Pero aún no se había secado en su pluma la tinta con que escribiera otros conceptos del todo propugnadores de la libertad del arte, tildando de «excesiva rigidez» y «académico capricho elevado a una exageración insoportable», las normas adoptadas por el neoclasicismo. Infiérese de aquí fácilmente, que Ferrer del Río, no se dejó encantusar por la sirena del romanticismo anárquico y demoledor, ni tampoco de la severa dogmática de los pseudoclásicos franceses, e imitadores de aquende el Pirineo.

A fuer de historiador españolista, poco dado a las sensiblerías de los que habían condenado con dureza nuestra obra colonizadora de América, defiende a nuestra nación, de tales torvas inculpaciones. Y es Quintana, precisamente, su amigo íntimo, quien con ocasión de su estudio sobre fray Bartolomé de las Casas, en Vidas de españoles célebres, promueve el réspice a que nos referimos.

Sus semblanzas de Lista y Martínez de la Rosa, dentro de la presura con que, como él mismo declara noblemente, fueron compuestos estos estudios biográfico-críticos, son de los mejores de cuantos contiene la Galería. El segundo de los susodichos retratos, por la valentía con que el juicio está expuesto y en términos generales, pues acaso se detenga demasiado en la censura del célebre escritor430 granadino, por la certera interpretación que nos da de esta figura, tanto en su aspecto político como en el literario. A Lista le concede, sin regateos ni restricciones, el título de poeta que otros le escatiman. No hay imposibilidad ninguna en otorgar, observa juiciosamente Ferrer del Río, dos aptitudes a un mismo talento. Se puede ser, por tanto, buen poeta y excelente crítico, sin que la posesión de estas cualidades distintas despierte en el público cierta perplejidad respecto de la elección de una u otra. La muerte de Jesús, «durará como las generaciones hasta el último límite de los siglos». «Sólo un poeta de primer orden, -añade, refiriéndose al Himno del desgraciado- puede glosar con tanta variedad una idea tan sencilla como la de pedir el auxilio del sueño para apaciguar los males de la vida, esparciendo profusamente galas de melancólico encanto y de arrobadora tristura»431.

Frente a la melindrosa depuración que del lenguaje poético hiciera dos décadas antes Hermosilla, proclama su teoría opuesta. «Toda la dificultad estriba en la manera de colocar las voces, y satisfecha esta condición casi no hay frase humilde que no pueda ennoblecer la poesía»432. Tampoco estuvo conforme con la manifiesta inclinación de los autores dramáticos de su tiempo a buscar afinidades de orden político entre sucesos coetáneos y otros pretéritos, como en La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa, en la que está visiblemente aplicado el alzamiento de los comuneros de Castilla a la situación política de 1812. Observación muy pertinente dado que la escena española se había convertido en una cátedra de derecho político y constitucional, sin que el arte, que es la realización de la belleza y no la consecución de un determinado fin ideológico, obtuviese por este medio beneficio alguno. Los Lanuzas, Hechizados, Padillas, y Aben-Humeyas invadieron el recinto de nuestra literatura dramática por suponerse sin duda que esta amalgama del arte con la política, sería la panacea de nuestros males, al servir bajo el ropaje escénico y arrimando cada cual el ascua a su sardina, la solución más viable y ventajosa.

El aguijoncillo de la chanza o de la ironía asoma de vez en cuando a través de las presentes páginas de Ferrer del Río, como al sospechar respecto de Martínez de la Rosa si Mr. Thiers, el historiador de la Revolución francesa, fue el Espíritu Santo del Espíritu del siglo, y al aconsejar al precitado escritor de Granada, que encuadernase en «viejo pergamino» su Bosquejo de la vida de Hernán Pérez del Pulgar. Pero no sólo renunció deliberadamente en estos trabajos, a la sátira mordaz que tan de moda había puesto el autor de De la sátira y de los satíricos y que andaba más o menos flageladora en manos de Mesonero Romanos, El Estudiante, Fray Gerundio, Martínez Villergas y Antonio Flores, sino que abominó públicamente de ella al expresarse así:433 «En nuestro sentir la sátira es un pecado que en sí mismo lleva la penitencia: si no cura las heridas que hace, como la lanza de Aquiles, daña al ofensor y al agraviado como una espada de dos filos»434.

Se ha dicho por el padre Blanco García, en lo tocante a la Galería de la literatura española, que el estilo de Ferrer del Río es más tautológico que brillante, y que mentado autor abusa del pormenor biográfico y de la anécdota, con mengua del espacio que en cada estudio debe ocupar la crítica verdadera. No hemos de formular nosotros este último cargo contra Ferrer del Río, pues la semblanza literaria es un entretejido de observaciones analíticas y de circunstancias de la vida e incluso rasgos físicos del escritor retratado, y no están de más, pues, las particularidades biográficas, ni las anécdotas, que no sólo dan aliciente y variedad al relato, sino que denotan si la elección del sucedido es certera, con tanta fuerza casi como el más concienzudo estudio, el carácter o idiosincrasia del biografiado y por ende el impulso causal de tales o cuales singularidades de su obra. Abusa, eso sí, el señor del Río del lenguaje parabólico y figurado, y resulta por demás frondosa y recargada su prosa. Vicio frecuente -traigamos a nuestra memoria, como un testimonio más de esta adiposidad y redundancia del estilo aquellas abrumadoras primeras páginas de Italia, de Pastor Díaz, con sus «allís» y sus «mientras», y sus «porqués», y sus «comos», y sus «creéis» en nuestra palabrera e hidrópica literatura de aquellos días. Los años restañaron en parte tan poderoso fluir, y ya la Introducción a la Araucana aparece casi exenta de este defecto. La primera parte de dicho estudio, dedicada a narrar la vida de Ercilla, está escrita con sobriedad y casticismo. Y con buen sentido crítico, la destinada a juzgar al poema épico del cantor de Campolican, Galbarino y Andrea: «libro histórico de buena poesía, donde el arte de contar está llevado a la perfección maravillosa, no alcanzada ni de lejos por ningún otro poeta ni prosista de entonces, y cuya dicción es tan pura que rara frase o voz se encontrará allí usadas en distinto sentido que ahora»435. Esto tras de proclamar que incurrieron en grave error cuantos llamaron a Ercilla, Homero o Virgilio español.

El autor de las Odas al general Castaños436 y a la muerte de don Alberto Lista, escribió también otros trabajos sobre don Fernando de Castro, el favorito de don Pedro I de Castilla, Goya y el actor Julián Romea, de cuya doble personalidad escénica y literaria ya tienen noticias nuestros lectores. No fue Ferrer del Río, como su maestro Lista, por ejemplo, uno de esos críticos que inquieren la razón trascendental de los fenómenos literarios. «El pintor representa unos ojos, pero no explica las funciones ópticas del aparato visual», ha observado un grande escritor portugués: Castello Branco. Lo mismo cabría decir de nuestro crítico. Ha pintado en sus semblanzas literarias a los poetas y prosistas de su tiempo; pero no se ha detenido a explicarnos la causa de cada modalidad creadora, ni a establecer afinidades o repugnancias de orden psicológico y estético entre las dos correlativas generaciones de escritores del siglo XIX, en su primera mitad. La crítica de Ferrer del Río adolece, pues, como ya se ha notado por precedentes comentadores, de cierta superficialidad, bien por falta de madurez de juicio en quien, a menos de mucho camino de la vida afrontaba tal análisis o lo que es más probable, en razón a la premura de tiempo con que hubo que cumplir tarea que exigía menos precipitación y más hondo estudio437.

Séptimo ensayo

La novela

Capítulo primero

El elemento romántico en nuestras letras. La levadura. Frente a la formación filosófica y humanística de fuera, la improvisación. Anacronismo moral. Nuestro despego respecto de la verdad histórica. Cómo nos beneficiamos de la Edad Media. El «Juicio de Dios»

Hemos dicho ya en otra parte de esta obra, que el romanticismo, como elemento del arte, bien en forma simple, bien en relación con otros metales preciosos de la literatura, ha sido siempre consubstancial a nuestro genio creador. Ciegos han de estar los que no vean la ancha veta romántica que hay en el Quijote y en las obras de Lope o en las de Calderón, por no citar sino a lo más representativo de las letras españolas. Pero si teníamos bien metido el romanticismo en nuestra sangre y nuestros huesos, la levadura que en el siglo XIX había de hacer fermentar la masa, nos vino de fuera. ¿Quiénes nos proporcionaron esta levadura? En la poesía lírica lord Byron. En el teatro, Víctor Hugo; y en la novela, Walter Scott.

No cabe duda que reducir a estos autores el número de los que aportaron dicho elemento fermentativo, sería poco juicioso. Advino éste de una forma vaga y difusa en la primera fase; pero la influencia ya característica y modal dentro de cada género, procedió principalmente de cada uno de los autores mentados.

Aun cuando el arsenal de nuestros noveladores del romanticismo fue en gran parte la Edad Media, no se les ocurrió volver los ojos a nuestra literatura medieval, sino que se guiaron de los modelos extranjeros, tan copiosos y variados, como veremos después. El ir a buscar motivos de inspiración, estimulantes para la inventiva o, más concretamente, asuntos en las letras españolas del medioevo o en la literatura post-renacentista que sirvió de espejo a dicho período histórico, hubiera sido una acción erudita, que revelaba afición al estudio. Y ya se sabe que nuestros románticos, salvo contadas excepciones, habían huido deliberadamente de todo cuanto representase un esfuerzo ordenado y metódico. El talento literario se había hecho comodón e indolente. Se tiraba siempre por el camino más fácil: el de la improvisación. Raro fenómeno, si se tiene en cuenta que todos o casi todos los modelos elegidos por nuestros escritores, en las diversas actividades de creación literaria, eran cultos, fundamentalmente instruidos y disciplinados.

Quitad del romanticismo de allende la frontera a Víctor Hugo, de menos preparación intelectual, echado en brazos de su numen y de su genio, sin el duro ronzal del saber, que tanto frena al corcel de la fantasía, y todos los demás -Goethe, Byron, Schiller, Fóscolo, Vigny-, son escritores de honda y extensa formación filosófica y humanística. Ya hemos notado también en otro lugar de esta obra, que casi toda nuestra literatura romántica adolece de la falta de plan, de normas preconcebidas.

Es posible que hubiera algo de ficción, de posse, absurda si se quiere, en todo esto, pero ¿quién se atreverá a negar que, tanto en la poesía narrativa como en la novela, no hay más que improvisación, espontaneidad, sin que aparezca por ningún lado aquel plan o pauta de los grandes vates y novelistas alemanes, que componían sus obras con arreglo a normas predeterminadas? ¿Cabe concebir a Espronceda, ni a Enrique Gil, ni al mismo Larra, más estudioso y mejor enterado de todo cuanto se podía saber en una época más sentimental que reflexiva y culta, en un archivo oscuro, polvoriento y húmedo, acodado sobre mesa de roble y derramada la atención en varios mamotretos trasolvidados y descoloridos? De aquí que tanto el Doncel, de Larra, como Sancho Saldaña, de Espronceda y El señor de Bembibre de Gil y Carrasco, como veremos a su debido tiempo, carezcan casi por completo de colorido arqueológico de ambiente local y temporal. Que la precipitación con que se hilvanaban estas novelas, la falta de orden y medida -el inspirado autor del Canto a Teresa se burló, en donosos y satíricos versos, de estas cosas- malograse el noble deseo de emulación de nuestros novelistas respecto del concienzudo y prolijo Walter Scott.

La historia o la tradición caballeresca sirvió alguna que otra vez de disfraz de propias y desdichadas cuitas de amor, aunque resulte muy aventurado y hasta anacrónico encerrar el alma compleja, escéptica y sombría del hombre del siglo XIX438 devorado, como es sabido, por todas las inquietudes y recelos imaginables, en un sencillo, aunque atormentado, galán y trovador del siglo XV. Porque Macías, a nuestro entender, es la envoltura de Fígaro.

Bien patente está, según se ve, el desenfado con que obraban nuestros novelistas del período romántico, no ya solamente al olvidar el marco real de la acción y tener en tan poca estima la verdad histórica, sino al desdeñar lo típico del personaje, su ser auténtico, pues no es menos falso, artificioso y convencional, por ejemplo, el Villena de Larra, tan distinto de como nos lo pintan las crónicas.

¿Debe, pues, sorprendernos -perdónesenos la digresión-, que nuestros novelistas románticos allegasen algunos materiales de la Edad Media, no mediante un contacto directo y espontáneo con ella, sino merced a una estimulación de los escritores extranjeros, que, utilizando dichos elementos artísticos, nos indicaron el camino que había que seguir para obtenerlos? De esta manera nos pusimos en relación con los próceres y los trovadores. De la literatura andante tomamos el sentimiento caballeresco. La historia y la leyenda, que es historia no comprobada, pues la poesía, la fábula, por imaginativas que sean, siempre buscan un punto de apoyo en la realidad, nos proporcionaron a manos llenas sus héroes, con sus hazañas y sus vicisitudes. Se desempolvó el laúd. La mano nervuda del hombre blandió de nuevo las armas que el tiempo había arrumbado entre el polvo y las telarañas de los desvanes o en el fondo misterioso de las arcas. Armaduras de bruñido acero, que malamente aguantarían hoy nuestros atletas, volvieron a proteger el ancho tórax de los paladines. Y los fosos de aguas quietas y verdosas se encendieron con el fulgor de los cascos y de las lanzas. Un mundo que apenas si palpitaba ya en las tragedias frías y desmañadas del siglo XVII, roído por el gusano de la erudición y del análisis, se puso en marcha otra vez, con nuevos arrestos y fervores. La literatura se llenó de viejas imágenes. Castillos de elegante silueta, dorados por la luz de un sol poniente o sumidos en las negras tinieblas de la noche. Con sus saetías, y sus barbacanas, y su poterna, y su torre del homenaje, esbelta y señoril. Alfombras traídas del Oriente, reposteros, cofres, alcándaras con azores y neblíes, que, cuando miran parece que tienen en los ojos la luz de las alturas y el misterio de los abismos; atriles de rica madera de ébano, con sus códices miniados ya dispuestos para la lectura. Engualdrapados corceles, de ligeros remos, piafantes, tembloroso el belfo y manchado de espuma, que relinchan como clarines, que hacen corcovetas y se ponen de manos tan pronto sienten la espuela o el freno. Finos lebreles, de cuerpo estilizado, quebradizo, con la lengua colgando de la quijada y los ojos húmedos y brillantes. En los bosques, un poco apagado por la sordina de la espesura, volverá a oírse el grato son de los cuernos de caza, y el jadear de la res herida, y los ladridos de las jaurías, libres éstas ya de la traílla de los monteros. La guerra y la caza son las dos ocupaciones favoritas de este mundo exhumado de los romances, de los libros de caballerías y de las novelas erótico-sentimentales. Junto a esas dos aficiones con las que, como en los torneos y las justas, los hombres prueban su arrojo y bizarría, la trova galante, las maquinaciones odiosas de la política, bastante incivil y rudimentaria439 y como dos cúpulas coronando esta peregrina fábrica, la Fe y el Amor. Pero si hemos de ser veraces cronistas de esta sociedad tan lejana hoy y olvidada, ninguna de las dos devociones predichas, no obstante el rango de la una en lo divino y de la otra en lo humano, estaban libres de mácula. El sentimiento religioso era de esos que admiten el encenderle una vela a Dios y otra al diablo. Y el amor ya se espiritualizaba y sublimaba hasta hacerse digno de la lira petrarquesca, ya caía en lo grosero y sensual al estilo de las narraciones eróticas y picantes de Boccaccio.

Otro cuadro histórico muy traído a los romances y las novelas es el combate llamado «juicio de Dios». Institución monstruosa y descomunal, pero que tuvo general arraigo en el pasado. Difícil será hallar un pueblo que no practique esta ordalía. Pretendíase con ella dirimir cuestiones de honor; reivindicar una fama; decidir sobre la legitimidad de una grave sanción o castigo: el de la muerte. Rito bárbaro e incivil, si bien paliado por la creencia que era Dios, al hacer440 invulnerable a uno de los contendientes, quien resolvía la cuestión debatida por medio de las armas. Es decir, que no obedecía la victoria a la mayor bravura propia, pericia e intrepidez de los combatientes, sino al divino fallo, al supremo decreto de Dios que se hacía patente mediante una previa provisión de fuerza, de valor y de destreza a uno de los campeones. El triunfo, pues, suponía estar en posesión de la verdad, de la causa justa, del derecho.

Un combate así, revestido de tal autoridad decisoria, originado siempre por grave cuestión atinente a la honra de las personas, a su inocencia o culpabilidad, tenía que constituir un poderoso y brillantísimo recurso estético. Por eso lo encontraremos en los anchos dominios del arte: primeramente con toda la bárbara majestad de una institución jurídica y más tarde, sirviendo de ocasión a la burla y a la sátira, como en las páginas de nuestra inmortal novela441.

Recurso de tan indiscutible valor estético no había de ser privativo de una determinada época literaria, ni de tal o cual nación. De aquí que lo veamos empleado en la poesía,442 en el teatro y los libros novelescos de todos los países y con relación a aquellos tiempos en que existía esta práctica jurídico-caballeresca. Pero si a causa de los desvaríos y extravagancias del romanticismo no fue en estos días cuando ofreció toda su majestad y empaque simbólicos, mostrose en cambio como frecuentísimo elemento decorativo, espectacular, si se nos permite la palabra, de dramas y novelas conformados a los cánones de aquel movimiento literario. Walter Scott, Wagner, Espronceda, Zorrilla, Larra, etc., se han servido del juicio de Dios en los momentos más interesantes y decisivos de sus obras.

Veamos con toda la concisión que nos sea posible, en qué consistían tan singularísimos duelos, cómo se desarrollaban ante la vista de los emocionados espectadores.

Ya hemos observado que la finalidad que se perseguía con ellos era la siguiente: decidir sobre la inocencia o la culpa de una persona, reivindicándola o confirmando, mediante la derrota del campeón defensor y dé un modo inapelable la procedencia y legitimidad del castigo. Lohengrin, cuyo combate merced a la universalidad conseguida por la ópera de Wagner de este mismo título, es de los más conocidos, contiende por la inocencia de Elsa; en Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, cuatro caballeros cristianos defienden a la reina Sultana; don Luis Guzmán, el joven y esforzado caballero que sustituye a Macías, pelea por la inocente Elvira

El palenque puede medir ochenta pasos de ancho y cuarenta de largo. Alrededor de éste, a modo de rectángulo más o menos perfecto, se colocan carros y carretas en los que se encarama la gente. Allí están representados todos los oficios, todas las actividades. Perailes, perchadores, tundidores, cardadores, herreros, correcheros, boteros, chicarreros, orives, forjadores, talabarteros, tablajeros, abaceros, vinateros, botilleros, mozos de cocina, despenseros, reposteros, veedores... Se va a celebrar un gran espectáculo y no pueden perdérselo. Y junto a ellos están sus madres, sus mujeres, sus hijas, sus hermanas. Hay gritos, apóstrofes, cuchufletas. Pero tan pronto empiece el combate, enmudecerán todos, si bien subrayarán con exclamaciones y murmullos las incidencias de la lucha.

En una de las extremidades del campo, se alza un cadalso, cubierto de tapices y paños negros. Se ha levantado tan siniestro artefacto por si al no presentarse campeón alguno respecto del condenado o condenada o de ser a éstos desfavorable el resultado de la contienda, ha de ser indispensable su servicio. En medio de uno de los lados del rectángulo hay un pequeño balcón de madera,443 entapizado con un paño granate y bordado de oro. Es el sitio que se destina al rey y a su comitiva.

Dos trompeteros entran en el palenque y anuncian con sus sonoros instrumentos que va a comenzar la ceremonia del duelo. Detrás de ellos viene un rey de armas y dos farautes, seguidos de varios ministriles tañedores, ministros del justicia mayor, jueces de campo y notarios. Un buen número de hombres de armas: escuderos, ballesteros y piqueros, cuidan de que nadie penetre en el lugar de la liza.

En un altar levantado al efecto y cuyos ornamentos y reliquias refulgen al ser heridos por el sol, verifícase el santo sacrificio de la misa.

Los jubones de raso, negros, verdes, azules, carmesíes; las calzas, guarnecidas del mismo color; los cintos y limosneras de finos adornos áureos; los zapatos acuchillados, contribuyen a dar mayor realce a la ceremonia; no digamos los ricos collares y las cruces de cegadora pedrería que lucen sobre el pecho algunos egregios señores. Preceden a éstos, farautes, escuderos, gentileshomes, donceles y pajes cuyos vestidos, arreos y armas corresponden al gran boato que allí reina.

Tras el cadalso, frontero a la tribuna que ocupa el rey, está el verdugo o ejecutor de la justicia. Suele ser un hombre robusto; de impasible y severa faz. Aparece sentado en un banco próximo al palenque. Viste un capotón de seda encarnado y toca su cabeza con una gorra también de seda y de igual color. Junto a él hay un tajo y una terrible cuchilla, en la que la luz, ajena a cuanto significa, travesea sin el menor recelo.

En los carros y carretas que circundan el campo, la concurrencia apretujada se impacienta. Miran a todas partes esperando ver aparecer de pronto en el palenque a los caballeros rivales.

Por uno de los extremos del campo penetra un caballero sobre brioso tordillo ricamente encubertado. Trae alzada la visera y viste calzas y caperuza de grana; peto verde brocado con uza azul. Las espuelas de rodete y arneses de piernas y brazales. Su varonil continente, la nerviosidad del soberbio bruto que monta, su vistoso atuendo, en el que fulge empenachado almete, producen la más grata impresión en la concurrencia. Cruza hasta tres veces la palestra, luego de saludar con gentil desenfado, no exento de cierta altivez, al rey. En pos del jinete, dos pajes de librea. El uno porta la lanza y el otro lleva de la brida un caballo de respeto.

Los farautes, ante la presencia de este campeón, que ha asumido la defensa del acusado, requieren por tres veces y mediante pregón, al caballero representante del acusador. Y cumplido este trámite, que despierta viva emoción en la abigarrada asamblea, dase principio a la misma.

No ha hecho más que concluir ésta, cuando el alboroto del público, sus murmullos y exclamaciones, denotan la arribada a la liza del adversario. Monta un magnífico alazán con paramentos negros, ordados de gruesos rollos de argentería. Un penacho como el ébano ondea sobre el almete. El caballero lleva echada la visera, y los ojos, profundamente negros también, fulguran como dos ascuas. No centellean menos las armas que porta. Viste jubón, coselete y celada borgoñona.

Provéense ambos rivales de refornidas lanzas, y tras un nervioso caracolear de sus caballos, que tascan el freno y tienen el belfo lleno de espuma, colócanse en los extremos fronteros del palenque. El rey de armas, seguido de dos farautes, mide el campo y divide el sol. Los antagonistas juran, puesta la mano derecha sobre el crucifijo, que la causa que les enfrenta es justa y buena. Después, los jueces del campo ordenan al rey de armas y al faraute lancen los pregones de rigor. Los ministriles hacen sonar sus instrumentos músicos. El duelo va a empezar, tan pronto sean reconocidas las armas de los combatientes. Cumplido este menester, los farautes sueltan la brida de ambos nobles brutos y los jinetes rivales se lanzan uno sobre otro con sañuda acometividad. Una nube de polvo les envuelve; rómpense las lanzas; toman otras nuevas y tornan a chocar con terrible estrépito; el concurso sigue ávidamente todas las incidencias del combate. Quebradas las lanzas, desnúdanse las espadas, con las que los caballeros tratan de herirse. La habilidad o la fuerza pueden decidir en un segundo la pelea. También cabe que la espada se rompa sobre el almete. Entonces echarase mano del hacha, que fulgurará herida por el sol y parecerá un ascua lanzada sobre el contrario. Tan terrible golpe pone fin al combate, pues el campeón que ha recibido aquél, vacila sobre el bridón, libra a éste de la presión de las piernas, suelta la brida y cae moribundo al suelo.

Comprenderéis que un espectáculo como el que acabamos de describir, y cuyos detalles más importantes nos los ha proporcionado el autor de El Doncel, había de despertar la máxima emoción, y lógico es que se haya tenido por recurso literario de subidos quilates.

Capítulo segundo

Influencia extranjera. El ámbito novelesco. Abuso de los tonos sombríos y de las situaciones desesperadas. Los folletines truculentos. La filosofía racionalista. Tristeza y pesimismo. Cómo llegó esta literatura a España. Nuestro genio literario. Inferioridad. Dictadura de Walter Scott y Goethe

Es un hecho innegable, confirmado por infinidad de testimonios, el ascendiente ejercido por los románticos franceses e ingleses, principalmente, sobre nuestros poetas de 1830. Fenómeno muy explicable a mi ver, ya que los pueblos como las personas, pues al fin y al cabo no son otra cosa que su expresión colectiva, influyen unos en otros, según la potencia y bríos de su genio literario, El Gil Blas de Santillana, es la traducción casi literal de todo un género español: la novela picaresca. Y bien notoria es también la huella que nuestros grandes poetas dramáticos del Siglo de Oro dejaron en sus congéneres de allende la frontera. Los países más fuertes imponen siempre a los demás su pensamiento y su arte. En el siglo XIX, debido sin duda a que nuestro espíritu creador había dado de sí todo cuanto le era posible, volvimos los ojos a aquellos países más poderosos, adelantados y prósperos que teníamos cerca, y tomamos de cada uno lo que nos vino en gana, quedando así zanjada la deuda que habían contraído con nosotros, en la época de nuestros triunfos y esplendores.

De nada tenemos que avergonzarnos, porque afortunadamente la imitación no fue prosaica y servil, sino que imprimimos en cada obra el sello característico e inconfundible de nuestra propia personalidad. Es decir, que nos nutrimos del pensamiento y del arte exóticos, pero fundiendo en el crisol de nuestro espíritu cuantos elementos tomamos de fuera y dándoles después forma genuina y típica.

A través de nuestros poemas más celebrados descubriremos en el fondo la idea capital de otro de Goethe, de Byron o de Víctor Hugo, los cuales y merced a su fama y nombradía, eran dictadores, inconscientes si se quiere, pero dictadores al fin, de sus pensamientos y de sus fórmulas estéticas. Pero aparte de que esta imitación era la que tantas veces había aconsejado el descontentadizo Boileau, había en nuestras poesías la originalidad del propio ser, ya que cuando existe éste, ha de manifestarse forzosamente en la elaboración de la obra artística.

En cuanto se refiere a la poesía, la influencia de los románticos de universal renombre, se reducirá a tal o cual pensamiento filosófico, a este o aquel simbolismo o alegoría, a la tendencia humorística y disgresiva de algunos poemas, sin que estas circunstancias resten valor a nuestros poetas, ni desluzcan y apaguen los resplandores de su genio.

Conviene insistir sobre este punto cuantas veces se nos brinde la ocasión de hacerlo. Debido a la censurable manía de rebajar los quilates de oro de ley de nuestras obras literarias, y a la ignorancia de una gran parte de nuestros escritores de hoy, en lugar de enfrascarnos en la lectura golosa y apetecible de los clásicos españoles, le bebemos el aliento a cualquier zarramplín de allende el Pirineo, despreciando todo lo castizo y nacional por caduco y miserable.

No había de faltar en época como ésta -la romántica-, de tanto brío y acometividad, el género novelesco, cuyos amplios dominios poco explotados aún, constituían una verdadera tentación. Lo descomunal de este ámbito del arte, la posibilidad de encerrar en él la vida entera con sus conflictos, discordias, pasiones, sacrificios, triunfos, desengaños, esto es, con todo el bagaje moral y psicológico que lleva sobre sí el humano linaje, atrajo vigorosamente a cuantos comulgaban en el mismo ideal. La literatura universal se llenó de obras de imaginación, en prosa. Ni un solo país de los incorporados a la revolución literaria del romanticismo444, dejó de hacer sus aportaciones en este orden. Como lo dilatado del marco y la multitud de problemas planteados por la sociedad de cada nación, permitía el tocar todos los temas imaginables, se escribieron novelas de costumbres y de farragosa y plúmbea intención moralizante, como las de Rousseau y Marmontel; históricas, muy hermosas y documentadas, debido a lo que se ha llamado segunda vista, como las de Walter Scott y Manzoni; de tendencia socializante y demagógica, como las de Sue, y verdaderos poemas sin las trabas del verso, como las de Víctor Hugo, Goethe, Lamartine, Chateaubriand y Hugo Fóscolo.

Dada la fiebre creadora imperante, la diversidad de estilo y asuntos, la propensión a moralizar y propagar por medio de la novela doctrinas políticas y filosóficas, hubo grandes aciertos y verdaderas aberraciones. Los que apartados en absoluto de la fórmula del arte por el arte hicieron del libro de imaginación tribuna y cátedra, se hundieron en el olvido, pues ¿quién que tenga sano el juicio y exquisito y depurado gusto, leerá hoy los novelones, lacrimosos y moralizadores de Richardson, ni los engendros socializantes de Sue, ni la pedagogía novelada de Rousseau? Quedó de toda aquella fecundidad literaria lo que había sido escrito con miras artísticas, con honesto sentido de la belleza: las novelas arqueológicas de Walter Scott, y las poemáticas de Víctor Hugo, Goethe, Lamartine y Chateaubriand, llenas de interés445 y de emoción, y en las cuales, amores contrariados o imposibles, juntamente con un sentimiento enfermizo de la vida y un desprecio completo de ella, apoderábanse de nuestra atención y se convertían en preciado regalo del espíritu, en sus momentos de holganza o tedio.

Aunque estemos muy distantes de aquellos tiempos y sean otras las peculiaridades de nuestra psicología, siempre leeremos con placer y profunda emoción el Adolfo, de Benjamín Constant, y Nuestra Señora de París y Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo, y René, Werther, Graciela, El Capitán Fracasa, Pablo y Virginia...

Pero esta literatura poemática, con sus héroes infortunados que amaban el imposible y que, reconocida su impotencia para lograrlo, preferían morir, porque la vida nada representaba ya para ellos, se convirtió, por natural degeneración de sus progenitores, en un arte decadente y mercenario. Verdadera bazofia literaria, cúmulo desatinado de truculencias e inverosimilitudes, que servían de pasto al estragado gusto del vulgo. La ternura se volvió sensiblería enfermiza. Los sentimientos esforzados y generosos, sentimentalismo ridículo e inaguantable. Las levantadas pasiones de los héroes en el amor y el odio, afectados impulsos de una naturaleza convencional. El arte se prostituyó por lo tentador del género novelesco y sus dificultades insuperables. Crear un personaje, dotarle de vida propia, encerrar en su alma las pasiones más fuertes e ingobernables, que lo mismo pueden empujarnos al ápice de lo sublime que a la abyección y el pecado, no es cosa fácil. De aquí que, siendo muchos los cultivadores de esta modalidad literaria, fueran muy contados los verdaderos novelistas.

Se abusó, además de los tonos sombríos y de las situaciones patéticas y desesperadas, principalmente de los amores de difícil logro o imposibles del todo, ya porque la dama de nuestros pensamientos era una mujer casada y fiel a su marido, ya por la diferencia de clases. Parecía como si del mundo hubiesen huido para siempre el bienestar y la felicidad, y que desajustadas las piezas de la gran máquina del universo faltase el ritmo de la vida, el orden y equilibrio de las cosas, las cuales en vez de conspirar al bien tuvieron el insano prurito de trastornar y desquiciar a la sociedad, complicando sus operaciones y actividades, y haciendo tabla rasa de la armonía y coordinación de todos sus elementos.

La inspiración y el arte de los novelistas de verdad salvaban este escollo, adonde por el contrario fueron a estrellarse la generalidad de los literatos que, ayunos de aquellas condiciones o poseyéndolas en muy escasa medida, estaban más cerca del ridículo que de lo sublime. Los infortunios de los héroes, sus tremendas dificultades para conseguir el objeto de su pasión amorosa, sus estupendas peripecias y vicisitudes, promovían a la risa, en lugar de impresionarnos y conmovernos.

Los folletones truculentos, cuyos autores porfiaban en ganarse la palma de lo inverosímil y disparatado, enriquecieron cuantitativamente el acervo, ya muy nutrido, de las obras de imaginación. La novela histórica de Walter Scott y Manzoni se envileció en manos de asalariados novelistas que escribían a destajo, sin otro fin que halagar las pasiones y gustos del público indocto. La novela psicológica de Stendhal y Goethe, tuvo infortunadísimos imitadores, incapaces de penetrar en el profundo misterio de las almas, en sus reconditeces e intimidades.

¿De dónde provenía el tono triste, congojoso, de irremediable melancolía de esta literatura? A juzgar por ella creeríamos que el sol ya no alcanzaba la plenitud luminosa del cenit. Que la luna andaba siempre entre celajes que ensombrecían su tenue y delicada claridad. Que el optimismo cósmico que respiran todas las cosas, si se las ve a través de un espíritu sano, fuerte y jocundo, era ahora pura hipocondría.

No es cosa fácil descubrir la razón de ser de hechos tan complejos como éstos, sobre todo porque son muchos los factores que intervienen en la formación de tales estados psicológicos. Las doctrinas anarquizantes y demoledoras de los filósofos anteriores a la Revolución francesa y de un modo más o menos directo causantes de ella, habían arrancado de cuajo del espíritu de una gran parte de la sociedad, su esperanza respecto de una vida ulterior, ya que la presente es pasajera y de tránsito. Por otro lado, las guerras y las revoluciones entenebrecieron el horizonte446 del mundo, derrumbando a la vez en nuestra mente toda idea risueña y optimista. Estos males colectivos e inevitables, además de enrarecer y envenenar incluso la atmósfera moral que nos envuelve y de donde nuestras almas toman su alimento, empobrecieron a las naciones afectadas, complicando terriblemente la vida y arrancando de ella lo que tiene de atractiva y grata. La filosofía racionalista había materializado hasta tal punto el concepto de la existencia humana, que nada hallaríamos más allá de nosotros, siendo la vida término seguro del hombre y no tránsito, cancelación de todos sus actos, ya que después de la muerte estaba el vacío pavoroso, y la inmortalidad del alma era vana ilusión de la filosofía espiritualista.

Todos estos factores, diversos en su naturaleza, mas coincidentes en sus resultados, contribuyeron poderosamente a que el disgusto y el malestar se apoderasen de la sociedad, cuyo destino, por descontado, fatal e irremediable, la predisponía a ver tan sólo en derredor suyo tinieblas y negruras, sin que se entreverase la alegría, ni el optimismo bienhechor y fecundo, en el tejer y destejer de sus actividades. El mal echó raíces profundas y dilatadas. La literatura, que es donde van a reflejarse, particularizados, estos estados de conciencia colectiva, se llenó de pesar y melancolía.

Durante algún tiempo la vida tuvo este semblante sombrío, torvo, ceñudo. Como si no hubiera luz en nuestros ojos, tanto las almas como el paisaje se cubrieron de sombras. Veíamos todas las cosas a través de esta penumbra temerosa del espíritu. Tomábamos de la naturaleza lo que más convenía a nuestro modo de ser. El risueño espectáculo de la campiña envuelta en la luz cenital, de la serenidad imperturbable de los cielos en las noches de estío, del mar espejante y rizado bajo el conjuro del sol y a impulsos del aire salobre, nada representaba para un romántico, más inclinado al crepúsculo que al orto, a la claridad difusa de la luna entre cirros y cendales de nubes, que al vivo resplandor del sol en la plenitud del día. Se buscaba en el paisaje su lado melancólico y decepcionante, porque era lo que mejor rimaba con el estado hipocondriaco de los escritores. Para subrayar vigorosamente el descontento y malestar generales, se abusaba de los colores sombríos, de la hurañía de las cosas, de los elementos de la naturaleza más congraciables con la tristeza y el pesimismo que se habían adueñado de nosotros. El crepúsculo, los paseos alfombrados de hojas amarillas, los árboles esqueléticos, desposeídos por el otoño de su rica y frondosa vestidura, las fuentes plañideras, los cipreses nimbados de luna, constituyeron la parte ornamental de esta literatura lamentosa y doliente.

No es de creer que esta manía, rayana en lo patológico, tuviese el mismo origen en cada escritor. Los había que pensaban Y sentían así, como si el soplo helado de la muerte les moviese a obrar de esta manera. Otros lo hacían por ir a la moda, denotando la violenta imposición del espíritu, pues había que contravenir naturales inclinaciones suyas, muy distantes, por cierto, de esta tétrica concepción de la vida. Lo que en unos era espontaneidad y sentimiento innato, en otros trascendía a cosa estudiada y convencional. Pero el público, demasiado ingenuo, no entraba a discernir lo que había de verdad o de mentira en todo esto, y con ávida curiosidad devoraba cuantos novelones caían en sus manos.

¿Cómo llegó esta literatura a España? ¿Qué hizo para vencer la natural resistencia de nuestro espíritu, más realista que soñador, pese a ese fondo romántico que hemos atribuido a nuestras primeras figuras literarias? La vaguedad idealista, la ensoñación y regusto de lo extrahumano es más propio de las almas extáticas, que de las andariegas y errantes. España había sido siempre, ya se mire a la génesis de su nacionalidad, formada en virtud de cruentas luchas intestinas, ya a su sino batallador y dinámico, un pueblo aventurero, inquieto, emprendedor, azaroso, lleno de febril actividad y de impulso polémico, que no tenía tiempo para soñar y que si alguna vez lo hizo fue para darle al sueño, por vago y etéreo que fuese, forma sensible. Nuestro arte clásico se alimentaba de la realidad, sin acordarse para nada del ideal soñador y visionario de las literaturas del Norte. Cuantos personajes concibió el fecundo y vigoroso ingenio de nuestros escritores, con Cervantes a la cabeza, como padre indiscutible de la novela moderna, procedían del mundo real, ya se quedasen en él, renunciando a toda incursión en el de la fantasía, como hicieron la Celestina y Don Juan, ya tendieran, como Don Quijote, a lo quimérico e inaccesible, si bien con el duro castigo de la realidad, como contraste aleccionador y despiadado correctivo.

En España el sentimiento de lo real ha sobrepujado al de otros países. Francia, por ejemplo, no ha sabido nunca desentenderse de cierto amaneramiento de la realidad, que unido a la tendencia doctrinal y didáctica de sus literatos más famosos, ha dado pretexto a la crítica clásica447 para afilar las uñas. Los alemanes y escandinavos han envuelto la verdad entre brumas de idealismo. Su arte es soñador y romántico. De aquí que personas y cosas aparezcan algo confusas y desdibujadas, como el paisaje nórdico448 matizado de niebla. Pero entre nosotros, el arte realista echó siempre raíces hondas y extensas, sobreponiéndose a cualquiera otra propensión: la romántica, por ejemplo. A granel podrían citarse los escritores enrolados en sus filas. Desde Juan Ruiz, socarrón y satírico, rara es la época que no ofrece algún paradigma ejemplar de literatura realista. El otro arcipreste, el de Talavera, también pintó con singular maestría las costumbres de su tiempo. La novela picaresca contó la vida desgarrada y heroica de briboncillos, descuideros, haraganes y bergantes. La misma Santa Teresa, tan sutil e introspectiva, se recreó en historiarnos los episodios más divertidos de su vivir azaroso, y Cervantes tuvo buen cuidado de poner cabe Don Quijote, quimérico e idealista, al gatallón de Sancho.

Las traducciones fueron el elemento portador del germen novelesco-romántico que invadió la atmósfera, preparando el gusto del público y contrayendo la inspiración de nuestros escritores a los mismos o parecidos temas449.

No faltaba pasto literario a la voracidad trimalcionesca de los lectores. El vulgo, que entiende poco de arte y necesita emociones fuertes que hieran su embotada sensibilidad, prefería, respecto de nuestra novela clásica, este género romántico, sensiblero y lúgubre que conmovía hasta el tuétano. Testimonios irrecusables de la afición del público a esta literatura son las colecciones y bibliotecas que aparecieron en el primer tercio del siglo XIX, con el solo objeto de satisfacer el gusto de los lectores. Se leía, pues, ávidamente este linaje de libros, sin entrar a discriminar lo bueno de lo mediano, ni de lo malo siquiera. Cuanta más cargazón de melancolía, de misterio y de inverosimilitud, mayor interés en la lectura. ¿Qué tiene de extraño que inficionado el público de esta novelería morbosa y deprimente, sin un solo relámpago de alegría, malquista con la mesura y la salud del espíritu, divorciada de la moral, anárquica a ratos y lamentosa y llorona siempre, tratase cada uno de poner en práctica la ficción novelesca, de imitar al héroe, matando en la conciencia todo brote de optimismo y dando pábulo a la incredulidad y al tedio imperantes, enemigos terribles del alma?

Los grandes novelistas extranjeros de fines del siglo XVIII y principios de la centuria siguiente, contribuyeron a formar nuestras modalidades en el género novelesco. Sobre todo a encaminarnos por los mismos derroteros de lobreguez y melancolía que ellos frecuentaban, y a herir las fibras del corazón, tocando idénticos resortes y empleando recursos parecidos. Es innegable el ascendiente ejercido en nuestra novela romántica por los literatos ingleses y franceses, maestros en este linaje de creaciones; pero ninguno influyó de modo tan directo y notorio como el glorioso autor de Ivanhoe. De aquí que nos haya parecido bien dedicarle un breve estudio más adelante. Larra, Espronceda, Enrique Gil, Martínez de la Rosa, Escosura, Navarro Villoslada, Fernández y González y algún otro más de menos nombradía, adoptaron como ejemplar modelo las obras del famoso novelista escocés, quedando a gran distancia suya, no sólo debido a la diferencia de inspiración y de brío para ejecutar en bronce literario las concepciones de la mente, sino a la escasísima preparación histórica de buena parte de nuestros novelistas. Defecto que se echa de ver a la primera ojeada, pues ni el ambiente, ni el indumento, ni los caracteres fundamentales del héroe, están precisados con la exactitud debida.

Empeño era éste, superior a las fuerzas y elementos de que disponían nuestros noveladores. Mientras las novelas de Walter Scott seguirán leyéndose toda la vida, aunque la prolijidad de la reconstrucción histórica fatigue más de una vez al lector, las de nuestros románticos raro será que estén de nuevo en manos del público. Como no sea en las de algún estudioso investigador o crítico que, por pura necesidad y no por placer ni distracción, tenga que acudir a lectura tan a trasmano, endeble y tediosa.

¿Debemos exceptuar de este severo juicio el Doncel, de Larra y El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco450, e incluso Amaya o los Vascos en el siglo VIII, de Navarro Villoslada, si bien esta última fue dada a la estampa con grande retraso respecto del movimiento literario cuyas características más notables venimos examinando?

Está fuera de toda duda la superioridad de las tres citadas novelas sobre Sancho Saldaña, Doña Isabel de Solís -muy documentada, pero de escaso interés y trascendencia artística- El Pastelero de Madrigal y otras del mismo género. La novela de Larra, como veremos a su debido tiempo, tiene escenas verdaderamente conmovedoras, puestas en buena prosa, sino excelente y ejemplar. La delicada ternura que destilaba el corazón sencillo y el sentir de poeta de Enrique Gil, inolvidable autor de La Violeta, da soberano realce a su obra. Sin embargo, no aguantarían la comparación con las que tuvieron por modelo, quedando muy rezagadas en inspiración, interés dramático, dinamismo y colorido de la época en que la acción histórico-novelesca se desenvuelve.

Si fracasamos en este linaje de obras de imaginación, no fuimos, por desgracia, más afortunados en las psicológicas e introspectivas, pues debemos reconocer paladinamente que nuestro arte literario fue siempre por otro camino. Nos enamoramos más del exterior y envoltura de las cosas, que de su sustancia íntima y profunda. De aquí que la literatura española sea más realista, más inclinada al pormenor prolijo y minucioso que a la etopeya. En las letras clásicas nuestra psicología del amor, puesta en prosa novelada, se reduce a los balbuceos o ensayos de Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, y a algún librito más, parecido, sin que la penetración del análisis nos deslumbre y seduzca. La agudeza psicológica es más propia de las edades reflexivas y sabias, en que nos sentimos estimulados, por mil razones diversas, a buscar el porqué de las cosas y a descifrar los arcanos de nuestra vida interior. No faltarán rasgos y pinceladas de fina espiritualidad en Quevedo, Gracián, Villalón y Vélez de Guevara. Llegado el siglo XIX, tan metido en estas experiencias analíticas y sentimentales, el exquisito arte de Valera nos proporcionará un precioso ejemplo de esta clase de novelas en Pepita Jiménez y Doña Luz, principalmente. Pero justo será reconocer, aun cuando sufra nuestro orgullo literario, que lo que aquí se daba con cuentagotas, en otros países era moneda corriente y floración espléndida. Tanto del valor intrínseco de estas obras como de su relativa profusión y generalidad procedió el que nuestros novelistas de la época romántica se dieran a cavilar sobre la vida íntima y recóndita de nuestras almas, procurando traer a la superficie el secreto y exquisitez de cada una, como quien busca perlas en el mar de Ceilán y diamantes en Golconda.

Si no se frustraron del todo nuestros propósitos, derivados de la imitación más bien que de una imperiosa necesidad espiritual, habrá que considerar como tentativas cuantos libros de este género salieron de las prensas. Walter Scott había ejercido una especie de tiranía o dictadura respecto de nuestros novelistas. No fue menor la poderosa ascendencia del Werther, cuyo sentimental y quintaesenciado erotismo, juntamente con la dificultad de llevarlo a feliz término y con el triste desenlace del héroe, arrastró a algunos literatos españoles a la emulación. Mas no fueron a este respecto muy afortunados, ya que De Villahermosa a la China, del excelente poeta don Nicomedes Pastor Díaz, y el drama Alfredo, de Pacheco, son remedos muy inferiores al original, de la novela de Goethe y del Adolfo, de Constant.

Nuestra literatura se distingue en sus épocas más lucidas y brillantes, por lo original, variada, pintoresca e imaginativa, sin que calemos muy hondo en el alma de nuestros personajes. La profundidad y filo del análisis no se avienen con nuestro ser impetuoso y exaltado. Nos cautiva la realidad, el paisaje, las costumbres, el vestido, la naturaleza externa de las cosas. Cuando nos sentimos atraídos irresistiblemente por los abismos de la conciencia, no nos contentamos con descubrir nuestro yo y darle, dentro del arte, forma sensible e imperecedera, sino que buscamos a Dios, que está como una centellica en el fondo de nuestra alma o como candela en el corazón. De aquí los místicos del Siglo de Oro y los novelistas del último tercio del XIX, cuyas narraciones subyugan por la pintura veraz y fidelísima del marco de la acción, y por la firmeza de los caracteres, pero sin que escudriñemos los entresijos de la conciencia, sino dándola más bien a la luz por los acontecimientos o discursos de la vida activa.

Una vez que estudiemos más adelante estas modalidades de nuestra novela romántica poco nos quedará por decir. Hundidas en el olvido, y muy justamente por cierto, están las de la Avellaneda, Tárrago, Carolina Coronado, Kostka y Vayo, Ayguals451 de Izco, Pascual Pérez, Ochoa, Cortada y otros. El tema histórico, moral, socializante, sentimental o político, ya se tomara por modelo a Walter Scott, Sue, madame Staël, Jorge Sand o Goethe, degeneró a ojos vista en manos de esta legión de noveladores que, sin alientos para seguir a los maestros del género, quedaron a considerable distancia suya, sin sus virtudes y multiplicados, en cambio, todos sus defectos garrafales. Nada hay original y estimable en esta novelística truculenta, inverosímil, soporífera, sin estilo literario, halagadora, en su mayoría, de los instintos y gustos groseros de la plebe, y estimulada, con rarísimas excepciones, por el sentido utilitario y desaprensivo de algunos editores que, con tal de enriquecerse o mejorar, al menos, de fortuna, patrocinaban esta clase de literatura despreciable, si se la mira desde la cima del arte verdadero.

Malos vientos corrían para la novela. En su tierra nativa, en la patria del Quijote, de las Guerras civiles de Granada, de El Lazarillo, del Buscón, de Guzmán de Alfarache, de las divertidas y picantes narraciones de Barbadillo, Solórzano y doña María de Zayas, nuestra novela se nutría de la francesa, inglesa, o alemana. Ni un solo rasgo original, profundo, genuino, en sus páginas. Vida prestada, lánguida y tediosa la suya, aunque abocada, por suerte, a su rehabilitación, al pasar a manos de ingenios más inspirados y vigorosos.

Capítulo tercero

Las traducciones. Los editores y libreros. No beneficiamos nuestros propios filones, sino los de fuera

Una enumeración como la que vamos a hacer ahora, ha de resultar muy fatigosa para el lector. Sin embargo, condenar al segundo término de unas notas estos antecedentes, sería restarles visibilidad, cuando lo que más conviene es fijarlos con toda precisión y evidencia en la atención de los lectores. Perdónesenos; pues, esta enfadosa letanía de nombres, títulos y fechas en obsequio de la finalidad que perseguimos.

Según ha descubierto el ilustre biógrafo de Zorrilla don Narciso Alonso Cortés, don José Alonso Ortiz fue en 1788 el que primero puso en lengua española al falso Ossián452. Del poeta inglés Young se hicieron ediciones españolas en 1879, 1802, 1819, 1822, 1828, 1832, 1833 y 1834. En 1794 Diario de Barcelona publicó Noche española, de Florián. Tres años después don José Mor de Fuentes, traductor de Horacio y de Gibbon, vertió a nuestra lengua el Werther, de Goethe, que con el título de Las cuitas de Werter, el editor Bergnes sacó de las prensas barcelonesas en 1835.

Al finalizar el siglo XVIII, don Juan Francisco Pastor adaptó a la escena, con la pretensión de verla representar en el teatro del Príncipe, teatro donde habían de darse las primeras batallas de la dramaturgia romántica- Pablo y Virginia, de Saint-Pierre.

De la Atala de Chateaubriand se hizo una impresión en París, en 1801, corriendo la versión a cargo de S. Robinson. Las prensas de Valencia la volvieron a dar a la luz en 1803 y 1813; repitiéndose estas ediciones más tarde, en la citada ciudad del Turia, Madrid, Barcelona y París.

En 1814 el padre Montengón, de la Compañía de Jesús, traductor de varías tragedias de Sófocles, y el abate Marchena que ya en 1818 había vertido al español las Cartas persas, de Montesquieu y traductor al propio tiempo de Molière y Voltaire, pusieron en castellano a Macpherson. El Fingal, del jesuita, está basado en la versión del abate Cesarotti.

Las Veladas de la Quinta, de madame Genlis, fue traducida a nuestra lengua en los comienzos del siglo XIX, haciéndose después varias reimpresiones. Al año 1813 corresponde una edición de Julia o los subterráneos del castillo de Mazzini, de Mistress de Radcliffe.

Pablo y Virginia, de la que hay una excelente traducción de don José Miguel de Alea, fue impresa en Valencia en 1815 y 1816, volviendo a imprimirse en Madrid, Barcelona y Palma de Mallorca, en 1827, y la Corina, de madame de Staël vio la luz en Madrid en 1816, reimprimiéndose en 1819.

Del Belisario, de Marmontel, aparecido en lengua española varias veces en el siglo XVIII, se hizo una edición en Burdeos en 1820. Matilde o Memorias sacadas de las Historias de las Cruzadas -¿Quién no ha visto, como observa la condesa de Pardo Bazán453, en su propia casa o en los ventorros de los pueblecillos más apartados unas litografías que representan «a un árabe guapo, caballero en fogoso corcel, y llevando al arzón a una mujer desfallecida y lánguida, envuelta en flotantes cendales blancos»? -de madame Cottin, vertida al castellano por D. M. B. García Suelto, salió de molde en Madrid en 1821. Más tarde se multiplicaron las ediciones: una de ellas de París, de 1836.

Traducida por don Juan López Peñalver, andaba en manos de la gente aficionada a esta clase de narraciones, en la tercera década del XIX, la obra del caballero Florián, Gonzalo de Córdoba o la conquista de Granada. En 1829 se imprimió en Madrid Clara Marlowe, de Richardson y en Valencia en 1832 Alfonso o el hijo natural, de Mad. Genlis.

Don Mariano José Sicilia hizo, una refundición de Los Natchez, de Chateaubriand, en 1830. Dos años después de esta edición de París, apareció en Barcelona René, novela americana -que en Burdeos y Blois había visto y a la luz en 1819 y 1820, respectivamente, con Atala y Celuta, novela americana sacada de Los Natchez.

De 1831 a 1832 el editor don Tomás Jordán enriqueció la ya bien nutrida lista de obras románticas, con las siguientes de Walter Scott: Wodstook o el Caballero, El Pirata, Las cárceles de Edimburgo, Ivanhoe y El Anticuario. Publicáronse con otras narraciones, bajo el título general de Nueva colección de novelas de diversos autores, traducidas al castellano por una Sociedad de literatos, habiéndose cambiado este título, a partir del tomo quinto de la colección, por el de Nueva colección de novelas de Sir Walter Scott.

En el mismo año de 1832 se tradujeron a nuestra lengua varias obras del Scott americano, Fenimore Cooper, autor de las famosas novelas Last of the Mohicans, The Prairie y The Red Rover. Un año después imprimiose en Valencia Malvina, de madame Cottin y en El Artista apareció un fragmento de El sitio de Corinto, de lord Byron, siendo la versión de don Telesforo de Trueba y Cossío, obra que, ya entera, volvió a ver la luz en Barcelona, en 1838.

Al 1835 corresponden las traducciones de La Princesa de Clermont, de Mad. Genlis y de Amalia Mansfield, de Mad. Cottin, salidas de las prensas de Barcelona y Valencia, respectivamente.

El editor M. Sauri toma a su cargo en Barcelona y en el año siguiente de 1836, la impresión de las Cartas de Abelardo a Eloísa, de Pope.

El Sitio de la Rochela de la prolífica madame de Genlis, editose en Barcelona en 1838. Dos años después y en París, el marqués de Casa Jara vertió al castellano varias composiciones de Lamartine, que volvieron a imprimirse en Molins de Rey, en 1841.

Añádanse a cuantas versiones van enumeradas las de Julia o la nueva Heloísa, de Juan Jacobo Rousseau, a cargo del abate Marchena y de don José Mor de Fuentes; Los Novios, de Manzoni, por Enciso y Castrillón, don Gabino Tejado, muy notable ésta, y don Juan Nicasio Gallego; Los últimos días de Pompeya y Rienzi o el último tribuno, de Bullwer, traducidas por Núñez Arenas y don Antonio Ferrer del Río, respectivamente; El castillo de Nebelstein, El confesionario de los penitentes negros y Las visiones del Castillo de los Pirineos, de Ana Radcliffe, y las novelas de Grossi, marqués D'Azeglio454 y Cantú, y tendremos una abundante información bibliográfica de cómo fueron llegando a España las principales manifestaciones del romanticismo forastero, en relación sobre todo con el género novelesco455.

¿Quién se atrevería a negar tras estos antecedentes que acabamos de someter a la consideración del lector, que cuantos entre nosotros cultivaron el género histórico escribieron al dictado de la moda extranjera? Antes de salir a la luz las novelas de López Soler, Escosura, Larra y Martínez de la Rosa, sobre España y en aluvión habían caído ya las producciones novelescas más famosas de otros países. No procede, pues, nuestra novela histórica, como hemos observado a su debido tiempo, de un espontáneo retorno del ingenio español a la Edad Media o al pasado, mejor dicho, ya que no fue el medioevo el único ámbito temporal en que se movieron nuestros novelistas. El que nos atrajeran los temas históricos y viéramos en tales Asuntos un rico filón por explotar casi, debiose a la moda exótica que, con Walter Scott a la cabeza, nos mostró el camino a seguir. ¿Carecía nuestro acervo literario de ejemplos del género histórico? No por cierto. El Marco Aurelio de Guevara, las historias del Abencerraje y la hermosa Jarija, de Ozmín y Daraja, en el Guzmán de Alfarache y del Cautivo en el Quijote y las Guerras civiles de Granada, de Pérez de Hita, son testimonios irrecusables de cuanto decimos. Pero esta literatura no gravitó lo más mínimo sobre la conciencia estética de nuestros noveladores. Ni el autor anónimo del Abencerraje, ni Ginés Pérez de Hita, conocieron el fantasma del pesimismo. El candor narrativo del primero y la sana y briosa pintura del segundo, estuvieron libres de los caracteres escépticos y sombríos que emponzoñaron el siglo XIX. De aquí que nuestros novelistas optaran por los modelos de su tiempo, que, inficionados más o menos por el mal del siglo, se conciliaban mejor con el yo de cada uno, de idénticas o parecidas singularidades y de aquí también el anacronismo garrafal de meter en la conciencia de unos seres más rudos y sencillos que delicados y complejos, la laberíntica maquinaria de nuestros días. Algunas de las frases que dicen los personajes del Doncel, de Larra, huelen a 1830. Pero este defecto no es privativo de nuestros románticos. Corneille y Voltaire, como hemos notado ya en otra parte de esta obra, ponían en labios de sus héroes el mismo lenguaje de los cortesanos y gentileshombres de su época.