Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo III


ArribaAbajoCuadro I

 

Una sala de escritorio confortable. Algunos libros, juego de living, el mismo espejo del acto I en una pared.

 
 

Los personajes siguen el diálogo en curso, y también dicen sus pensamientos en voz alta.

 

JUANA.-   (Entrando.)  Señor, desea verle el doctor Franco.

ALEN.-  Hacelo pasar, Juana.  (Sale JUANA y entra FRANCO, muy afable.) 

FRANCO.-  Buenos días, Su Señoría, ¿cómo está?

ALEN.-    (Expresa con el ademán y el gesto gran cortesía.)  Este tipo es un gelatina; vaya uno a imaginar qué cosas se trae entre manos.

FRANCO.-    (Agradece con el ademán la silla.)  Progresaste, sinvergüencita, ¿eh? Se te ve la vitamina en el colorcito de la cara, y en el nuevo mobiliario. No vengas a decirme que esto es el fruto de la dieta y las privaciones.

ALEN.-    (Como si empezase la conversación.)  Largá el rollo, ave negra. Vamos a examinar tu mercancía, porque lo que es a vos, de la justicia sólo te interesa la venda que le ponen en los ojos.

FRANCO.-  Ayer estuve en su magnífica conferencia, doctor. ¡Qué cantidad de lugares comunes te largaste, pedantón! Sobre el esqueleto de la enciclopedia te mandaste una olla podrida de latinazos y frasesotas que vienen repitiendo las ratas de los tribunales desde que descubrieron la forma de hacer un cucharón con el papel sellado.

ALEN.-  ¡Mirá por dónde empieza! Me quiere agarrar por la parte imbécil. ¡Vamos!, como dijo Zenón, a otro con ese melón.

FRANCO.-  La verdad es que esa cantidad de opiniones son tu artillería de pirata; cuando te conviene la descargás por babor, y cuando te conviene por estribor. Esta clase de Señoría, es una buena porquería.

ALEN.-  Bueno, ¿y después? No me vengas a decir que venís sólo para deslumbrarme con tus alabanzas; aliviate, largá el rollo, ya tengo la cadena en la mano.

FRANCO.-  Me atrevo a molestarlo, Señoría, para encarecerle despacho en esa causa. Pronto contra Speratti; y si me das una manito, te paso lleno el baldecito.

ALEN.-  ¿Sí?, ya la tengo apartada, no se preocupe, doctor, voy a resolverla cuanto antes. ¿Y para decirme eso te venís hasta mi casa? Por lo visto no te animás. ¡Yo te creía más avivado! Bueno, embromate; si no encontrás el caminito, te pasarás la noche a la intemperie, con los mosquitos y las ranas.

FRANCO.-  Señoría, sabe, un cliente acaba de regalarme dos cajas de whiskies de los caros. ¿Me permitiría compartir el placer de libar con Su Señoría esa alegría embotellada?

ALEN.-   ¡Ah, pero cuánta amabilidad, doctor! Viniendo de sus manos, llenas de suciedad, ¡lo acepto encantado! ¿Y vos creés que con eso ya me tenés arreglado? Estás loco, cuervo, si me querés embaucar con alpistes de jilguero. Pero hay que abrir la puerta... Cuando quiera, lo invito a venir a brindar conmigo con su delicado obsequio.

FRANCO.-  Gracias. «¿No tenés quien me ayude a bajar la caja, infame? ¿Todavía tengo que hacer de peón para satisfacer tus crapulosos vicios?»

ALEN.-  ¡Juana!, ayudale aquí al doctor. Ya enseguida, distinguido jurisconsulto. Muchas gracias; con éste es el cuarto cajón que ya entró en el bolsón. Si la cosa sigue, abro el renglón del contrabando.

FRANCO.-   Hasta otro momento, Señoría. He tenido un gran placer...  (Se dan la mano y después los dos se la limpian en el fondillo del pantalón.) 

ALEN.-    (Al ir saliendo FRANCO.)  Su inesperada visita me ha llenado de licor, leguleyo. Y con esto no hacemos sino abrir la canillita para pasar a más amplias suciedades.

SARA.-    (Entra.)  Te veo muy sonriente. ¿Buenas noticias?

ALEN.-   Sólo un principio. Allí están entrando las primicias, pero será mucho mejor la cosecha. Ya verás, ¡je, je!

SARA.-  ¿Te propuso algún negocio?

ALEN.-   Sólo una exploración táctica, pero ya se largará con tanques, flota y fuerza aérea.

SARA.-   No vendrá a pedir sólo favores, ¿verdad?

ALEN.-   ¡No, mi vida! A la única que hago favores es a mi madrecita que está en su tumba, bajo tierra, si es que me hace llegar su pedido por escrito.

SARA.-  Es que sos un tonto; cualquiera de éstos que te cuentan algo conmovedor, te impresiona.

ALEN.-   Eso era en la época romántica de mi adolescencia, en la admiración. Hoy ya estoy en el áureo nivel de los expertos. Atrás quedaron las angustias, ya he llegado a la dulce playa exclusiva de la corrupción. Ya conozco sus fugaces guiños de complicidad, sus sonrisas sensuales, sus caricias sabiamente prohibidas a la inocencia y a la ignorancia, como todo lo que hay que hurtar del árbol del Paraíso.

SARA.-  Sí, pero te vienen con la ley, y qué sé yo, mientras ellos muy bien que se guardan la plata.

ALEN.-  ¡Otros tiempos!... ahora los buenos funcionarios tienen estancias, ganaderías, y lo que hay que tener.

SARA.-  ¿Ah, sí?, ¿y dónde está la tuya? Tenés para disparates, pero no sé siquiera cómo vamos a pagar la cuota de mi auto y la del terreno de la quinta que vence este mes. ¿Lo sabés vos?

ALEN.-   Ya lo arreglaremos; hay varios entripados jurídicos que se están friendo. Tengo unas cuantas buenas barajas en la mano, otras en la manga, y medio mazo debajo de la mesa.

SARA.-  Ya me dijiste eso varias veces, pero nunca podemos salir verdaderamente adelante.

ALEN.-  Pero mujer, no te quejes. Hemos estado dando saltos. No te olvides de que tenemos que cambiar la antigua imagen. Lo que me arruina hasta ahora es la fama. ¡La cantidad de tonterías que solía decir! ¡Horrores!... Intimidar a los mejores abogados, a esos que con sus buenas relaciones se reparten con delectación los restos de los muertos que quedan a los vivos. En realidad, soy un magistrado con menor desarrollo relativo.

SARA.-  ¿Pero no habías acudido a tu viejo amigo Moreno para que te buscara esas buenas relaciones?

ALEN.-  Sí, pero no es fácil. Es gente desconfiada; sólo quieren pagar contra entrega, toma-daca, taca-taca, y como no se pueden firmar contratos... hay que operar de buena fe, confiar en la palabra, trato de caballeros. Tengo que hacerme nombrar otro periodo. En realidad, el bienestar no se puede consolidar en los cinco cortos años que fija la constitución. Se necesitan diez, o más.

SARA.-   ¿Creés que te confirmarán?

ALEN.-   ¡Estoy haciendo mi campaña! Como te dije, estoy reparando disparates anteriores. Finjo, palmoteo, prometo, alabo, sonrío, descubro parentescos todos cercanos, invento ahijadazgos, total, ¡de dónde esos viejos carcamales del partido se van a acordar de todos los ahijados que tienen!... bombeo a la oposición; que se queje de mí, eso es lo que busco, ¡esos bandidos!

SARA.-    (Con suspiro.)  ¡Que Dios nos ayude! Mirá, yo no sé qué hacer con todas esas invitaciones. Estoy entrando en el alto círculo de las canasteras, allí donde concurren únicamente las señoras que no tienen absolutamente nada que hacer. ¡La vida social me tiene tan ocupada!

ALEN.-   Bueno, con que la esquives un poco...

SARA.-   Es por Marta, lo sabés muy bien; si queremos que la chica encuentre un buen candidato, hay que vincularse. La vida social es una ocupación que requiere dedicación.

ALEN.-   ¿Creés que nos conviene?

SARA.-  Claro, para ayudarte.

ALEN.-  No te quejes, entonces. Si queremos ascender en la escala social, hay que trepar, halagar, cepillar, arrastrarse para succionar las debidas calcetas.

SARA.-  No me quejo, sólo te lo cuento, para que no digas nada por lo que tengo que gastar en ropas, peluquería, masajes, uñas, baños, depilaciones, zapatos, regalos, telegramas, flores, trapos y tantas otras cosas que son un presupuesto.

ALEN.-  Ahora lo podemos pagar, ¿no es así, socia?

JUANA.-    (Entra con una tarjeta de visita que pasa a ALEN.)  Señor, viene un señor Guerrero que quiere hablar con usted.

ALEN.-  ¿Guerrero? ¡Ah... Napoleón Guerrero!... Es el secretario privado de más alto nivel político, el hombre de confianza del Ministerio. ¡Sara!, andá a traerme rápido la máquina de escribir y algunos expedientes.

SARA.-   ¿Qué expedientes?

ALEN.-  ¡Cualquiera!, para dar la impresión de que estaba trabajando. Juana, sacudime esa silla, tirá los puchos, que nadie me moleste, preparame café, traéme mi saco.

JUANA.-   ¿Qué cosa primero?

ALEN.-   ¡Cualquiera!... ¡el saco, el sacooo!, traélo volando y hacelo pasar.

SARA.-    (Entra con una máquina y expedientes que pone sobre la mesa.)  Aquí están.

ALEN.-  ¡Un expediente gordo!, ¿por qué me traés los chinchulines?

SARA.-   ¡Jesús, qué apuro!, ¿te preparo alguna bebida?

ALEN.-   Todas las bebidas alcohólicas importadas. ¡El saco!  (Entra JUANA con el saco que ALEN se pone de prisa.)  Hacelo pasar... ¡Sara, ligero, el gordo!  (Salen JUANA y SARA. ALEN pone un papel en la máquina, y con estudiada preocupación lee el mayor expediente.) 

GUERRERO.-    (Entrando.)  ¿Cómo te va doctorcito?, te encuentro trabajando, como siempre, en tus cositas sucias. ¿Creés acaso que me vas a engañar, cerdito cebado?

ALEN.-  Es un gran honor tenerlo en casa, don Napoleón. Ojalá pueda impresionarte bien; vos sos el que selecciona los chismes para Su Excelencia, ¡alcahuete, manya orejas! ¿Qué querés? Decime que te obedezco; soy todo buena voluntad, papito del corazón.

GUERRERO.-  ¡Cómo ha cambiado este zoquete!... ¿Te acordás, cerdo, la porquería que me hiciste cuando te negaste a nombrarme tutor de la menor aquella para viajar a Buenos Aires? ¡Desgraciado!, me hiciste perder un programa, no de la Metro, sino de la Kilómetro Goldwin Mayer.

ALEN.-  ¿Le puedo ofrecer una bebida, estimado doctor?... Lo que quiera... un traguito para alegrar el espíritu y predisponer a la confraternización... pero no te quedés serio, Napoleoncito, que me hacés sudar.

GUERRERO.-  Le voy a aceptar un refresco, doctor... Nada de confianza; te voy a mantener lejos, para hacerte trotar; nada de revolcarme contigo, ni che rato, ni promiscuidades en guaraní.

ALEN.-   Le hago hacer una naranjada enseguida. ¿No quiere que le agregue unos traguitos de vodka? Tengo un vodka ruso auténtico que es magnífico.

GUERRERO.-   ¿Ruso auténtico? ¿De dónde lo sacó? A ver si te agarro también por el lado de las vinculaciones prohibidas.

ALEN.-  ¡No, no, no piense mal! ¡Ay, miserable, voy a meter la lengua en el molinillo de picar carne, infeliz! ¡Ahora le dirá al Ministro que tengo vinculaciones con Fidel Castro, con Polonia y con Moscú, porque me alcé con unas inocentes botellitas de vodka!... ¡Doctor... doctor! Le dije vodka ruso para darme un poco de corte, en realidad es vodka fabricado por un ruso que vive aquí cerca desde la guerra del Chaco. ¿No quiere que le muestre la botella?

GUERRERO.-  Menos mal, porque usted sabe que el gobierno no se traga nada que sea comunista, aunque venga purificado por el contrabando.

ALEN.-  Claro, don Napoleón, ¡faltaría más!, porque la jurisprudencia ha distinguido el contrabando político del contrabando simplemente lucrativo, y en una botella de vodka quien sabe lo que podría venir, así como en un par de huevos de caviar, con la técnica moderna se podría introducir un fajo de panfletos subversivos microcopiados, o una máquina infernal... Pido para usted la naranjada, distinguido doctor...  (Sale y desde la puerta grita.)  Una rica naranjada tri-súper especial para el doctor Napoleón Guerrero, rápido.  (Vuelve.) 

GUERRERO.-   El motivo de mi visita, doctor, es el interés que tiene el señor Ministro en el caso Batracios and Company, contra Lembú Limited, que se encuentra en su despacho.

ALEN.-  Así es, doctor, ¿y qué dispone Su Excelencia? Lo que quiera, lo que quiera. Estamos para servirle.

GUERRERO.-  El caso es, señor Juez, que el Ministro está interesado -por ahora- en que no se resuelva el asunto, en ningún sentido; quiere que Su Señoría lo guarde y lo retenga, hasta que él le avise.

ALEN.-   ¿Eso nomás? Dígale a Su Excelencia que mañana mismo lo traeré aquí a mi casa como para estudiarlo y le haré dormir el sueño de los justos. ¡Qué maniobra estarán haciendo estos culebras! ¡Les estarán chupando el jugo a sus parientes los sapos, o a los cornudos coleópteros! Menos mal que lo que piden coincide con el alma de la magistratura: no hacer nada. Bueno, si se trata de eso sólo, nos sacrificaremos alegremente.

GUERRERO.-    (Se sirve la naranjada que le ha traído JUANA.)  Muchas gracias, señor Juez. Informaré a Su Excelencia que está Su Señoría muy dispuesto a servirle para que lo tenga presente. Pero tenemos que hacerte rendir aún más, garrapata; se ve que te gusta estar prendido.

ALEN.-   A sus completas órdenes, doctor Napoleón Guerrero; exprese a Su Excelencia mis respetuosos, incondicionales y admirativos saludos. ¡Ah, qué gran hombre es Su Excelencia!

Un verdadero prócer de la Patria y del Partido. ¡Flor de bandolero! A sus gratísimas órdenes, ¡mi apreciado doctor!

 

(GUERRERO se va. ALEN se sienta en una silla leyendo divertido un expediente.)

 

JUANA.-   (Entrando.)  Señor, ha parado un auto oficial, negro, de diez metros, frente a la puerta, y un señor que dice llamarse don Leónidas Valiente, pregunta por usted.

ALEN.-   ¿Valiente, Valiente?, ¿quién será? Dijiste que vino en un auto con chapa de bronce, amarillo, o comunacho nomás.

JUANA.-   Un auto enorme y lujoso.

ALEN.-  ¡Hacelo pasar, hacelo pasar! ¿Quién será? Valiente, Valiente... no me acuerdo de ninguno importante.  (Mientras sale JUANA, se corre a un lado y llama.)  ¡Sara!... tenemos más visitas de primera; teneme listo algo para beber.  (Se sienta apresuradamente, abre varios libros y escoge el mayor expediente a mano.) 

JUANA.-   Pase, señor.

VALIENTE.-  Buenos días, doctor.

ALEN.-  ¡Ah!, pase usted, doctor Valiente; encantado de tenerlo en casa. ¡Madona! Qué apuro debe tener Su Excelencia para enviar uno detrás de otro a dos emisarios. Nunca me hubiera imaginado que era éste. El pariente preferido, el consanguíneo preferencial; ¡hay que ver cómo entra y sale del despacho!

VALIENTE.-  Ya decía yo que no hay mejor presentación que venirse con el coche del primito. Es una formidable tarjeta de visita para estos pelagatos. ¡Se pegan un julepe! Cuando me vaya de aquí, este tipo se va corriendo al retrete... Mire, doctor, me manda usted ya sabe quien porque él no quiso hacerlo llamar para que no se le vea haciendo antesala en su despacho, comprometiendo la independencia del Poder Judicial.

ALEN.-  Agradezco mucho la consideración de Su Excelencia, pero yo tengo un gran placer en cumplir sus mínimos deseos. Si me quiere llamar, que lo haga, soy su servidor más dispuesto y leal. ¡Sobre todo ahora que van a discutir la confirmación! Hay que aguzar el ingenio para demostrarle afecto, lealtad, incondicionalidad, inconstitucionalidad... ¡El perfume de tu media me deleita! Aun en mi intimidad festejo todos tus cumpleaños.

VALIENTE.-   Días pasados oí hablar a Su Excelencia de usted en términos muy elogiosos... Ni se acuerda de esta clase de pirañita, pero como político, debo hacerle cosquillita. ¡Miralo, se le hinchan las agallas, ya se le eriza el mongongo!

ALEN.-   ¡Muchas gracias! Dígale usted a mi venerado jefe que sus recuerdos me honran y me llenan de fervor y estímulo. ¿Qué querrá esta víbora para venirse con esos recursos de cacique analfabeto? ¿Acaso cree que creo que porque está más cerca de la olla es mejor que yo? ¿Me querés poner nervioso, hermana parásito, hermano anquilostoma? ¿Acaso no sé que vos vivís de la misma vitamina?

VALIENTE.-  Estimado señor Juez, he venido aquí enviado por nuestro jefe común, por el gran interés que tiene en el juicio Batracios and Company contra Lembú Limited, que está en su juzgado. Se te abren los ojos, ¿eh? Ya sabés ahora de qué se trata y que allí no podés meter la cuchara. Ese asunto no está en tus manos, chupa expedientes, vampiro de la jurisprudencia, garrapata del papel sellado.

ALEN.-  ¿Sí?, estoy a sus completas órdenes. ¡Cuidado, Su Señoría, cuidado, no abrir la boca! ¿Sabrá éste que ya vino el otro? ¡Clausura de pico, emergencia, estado de sitio!

VALIENTE.-  Mire, doctor, Su Excelencia me ha pedido que lo visite personalmente y de su parte, para decirle que quiere que este juicio se resuelva antes de fin de mes, y favorablemente a Batracios. Nada de negocios privados. Tendrás que esperar un hueso más chico si lo querés para vos, referí de picapleitos.

ALEN.-   ¿No me podría dar un poco más de tiempo Su Excelencia? Apenas tenemos unos veinte días, y es un expediente complicado, de varios tomos... Sobre todo que tengo que averiguar aquí, quién está diciendo la verdad. Uno me pide en nombre de Su Excelencia que no resuelva, mientras hace su arreglo, y el otro que ya quiere la sentencia porque ya concretó la tragada. ¿Y yo, y yo? Entre la espada y la cochina vía.

VALIENTE.-   Mire, Su Excelencia manifestó la máxima urgencia, y así se lo vengo a decir yo. ¡Qué te pasa, cerdo viejo, a quién le vas a venir con el cuento del estudio! Eso era antes, cuando no tenías cochazo, ni vida social; cuando te levantabas y te acostabas raquítico con la justicia y la dignidad. Pero ahora que hasta tenés amiguitas bronceadas con Pepsi y refrescadas con jabón de rosas y jazmín, ya no tenés nada que estudiar.

ALEN.-   Es por la solidez del fallo; no olvide que arriba están otros jueces; es conveniente llegar con buenos argumentos. Tendré que apurarme para desenredar este chinchulín trenzado. Plazo, tiempo; la justicia moderna no está para obrar a ciegas, debe saber quiénes son los interesados. Iré a ver a Su Excelencia personalmente.

VALIENTE.-  ¿Le digo a Su Excelencia que usted encuentra dificultades?

ALEN.-   ¡No, no, don Leónidas, no le diga eso! Pero ¡qué esperanza! ¡Dificultades yo a un Superior! ¿Dónde se ha visto que un correligionario probado y reprobado ponga dificultades? Yo doy mi opinión como buen colaborador y leal servidor. Pero si los intereses del Superior Eminentísimo, por razones que no está a mi alcance considerar, dicen otra cosa... me hago una milanesa del polvoriento código y me lo como con sus polillas y cucarachas; y me depongo una sentencia brillante, lavada, lustrada y lubrificada. ¿Está claro?

VALIENTE.-  Así se habla, señor Juez; ojalá hubiese unos cuantos como usted.

ALEN.-  Los hay, los hay en cantidad, ¡carajo!, eso es lo que nos revienta a todos. ¡Existe una despiadada competencia por el menú de medias, camisetas y calzoncillos! Estoy a sus completas órdenes, apreciado don Leónidas. Le cepillo desde el altivo cogote hasta el ruin zapato.

VALIENTE.-   Muy bien, doctor, así se lo diré a Su Excelencia.

ALEN.-   Dígame, doctor Valiente, por si tengo alguna duda, ¿podré ver al señor Ministro?... Tendré que verlo para saber quién de estos dos traidores me quiere llevar al matadero.

VALIENTE.-   ¡Pero qué inconveniente va a haber, doctor! Llámeme usted por teléfono y yo le consigo la audiencia en dos minutos, siempre que no haya, naturalmente, algún compromiso anterior.

ALEN.-  Muchas gracias, don Leónidas; le ruego que exprese a Su Excelencia mis más leales, respetuosos e incondicionales saludos. Estos cornudos ni siquiera dejan que el saludo o la hipócrita sonrisa sea neutral ahora; hay que saludar tirándose para abajo pantalones y taparrabos.

VALIENTE.-   Tenga la seguridad de que así se hará. Hasta otro momento, doctor, y ya sabe usted, personalmente a sus órdenes, y listo para ayudarle en firme cuando se pase a estudiar la confirmación.

ALEN.-   Gracias, gracias, don Leónidas. Usted sabe también que puede contar conmigo incondicionalmente, con las posaderas en tierra o en paisaje. Lo acompaño hasta la puerta. ¡Faltaría más! Me olvidé de ofrecerle alguna cosa, distinguido correligionario. ¡Judas, asesino, mal ladrón; qué desatención la mía!

 

(Salen.)

 
 

(SARA entra para llevarse los ceniceros, etcétera.)

 

ALEN.-   (Volviéndose a gritos.)  ¡Sara, Sara!

SARA.-   Por Dios, aquí estoy.

ALEN.-  Perdón, no te había visto. ¡Sara, estamos en un apuro!

SARA.-  No me asustes, ¿qué pasa?

ALEN.-   ¿Viste el delincuente que acaba de salir?

SARA.-  No, pero me dijo Juana que vino en auto de diez metros y que entró en la calle de contramano.

ALEN.-   ¡En el auto del propio Ministro!

SARA.-  ¿Y qué?

ALEN.-  Pues ese sujeto que vino en el auto del Ministro y que es uno de los individuos más allegados al propio Ministro, vino a pedirme en nombre del mismo Ministro una cosa totalmente opuesta a la que me pidió Napoleón Guerrero, que estuvo poco antes, en nombre del mismo Ministro, también.

SARA.-  ¡Dios mío! ¿Y no se puede complacer a los dos?

ALEN.-  ¡Cómo!, si lo que piden es completamente opuesto.

SARA.-  ¿Lo uno o lo otro?

ALEN.-  Lo uno o lo otro, ceca o meca.

SARA.-  ¿Quién de los dos tiene más influencia?

ALEN.-  Los dos tienen poder; los dos me pueden fundir, tirar y hacer correr con el agua.

SARA.-  Pero podrías averiguar quién de los dos puede más; quién está más cerca del poder, quién tiene más porvenir político. Si tenés que elegir a todo trance, tendrás que inclinarte del lado más fuerte.

ALEN.-  Claro que puedo averiguar todo eso, pero qué me importa a mí si resulta vencedor Leónidas o Napoleón, si yo quedo en el campo de batalla despanzurrado y muerto, hecho abono. ¿Qué tengo que ver yo con las disputas de las grandes potencias para que me aprieten y me hagan chillar, sin que lo coma ni beba? ¡Sara, estamos al borde del abismo!

SARA.-   ¡Por Dios, no me aterrorices!

ALEN.-   ¡Pero si yo lo estoy! Tengo un miedo pánico. Estoy en la garra de una trampa mortal. Si obedezco a uno, me echo encima al otro, y cualquiera de ellos me puede aplastar como una cucaracha.

SARA.-  ¿Por qué no vas a hablar con el Ministro?

ALEN.-  Bueno, ¿y qué? ¿Qué le voy a decir?... Excelencia, sabe que don Napoleón Guerrero, su hombre de confianza, que conoce todos sus chanchullos, vino a pedirme una cosa en su nombre; y don Leónidas Valiente, su pariente más querido y testaferro, que recibe en nombre de Su Excelencia sus comisiones y tragadas, también vino a pedirme en su nombre lo contrario.

SARA.-  Bueno, y él como dirigente escrupuloso va a saber que están abusando de su nombre.

ALEN.-   ¿Y vos creés que él no sabe que esos tipos usan de su nombre y de su influencia? ¿Vos creés que eso no forma parte del salario del poder? Cualquiera de éstos conoce todas las trampas del otro, pero se callan y toleran porque ése es el juego. ¿Creés que ellos disputarían en serio por nosotros, o por Batracios o por Lembú? ¡Pero qué esperanza! Ellos se arreglan, ellos transan, y tienen montones de cosas para transar.

SARA.-   Pero no puedo creer que a Su Excelencia no le interese saber quién de éstos abusa de su nombre.

ALEN.-  Puede que le interese, pero no en el sentido que te imaginás. Hasta puede que los dos hayan sido enviados por el propio Ministro. Puede que él mismo esté jugando a dos cartas por medio de dos líneas separadas de influencia. Y aun puede que a tres...

SARA.-   ¡Qué horror! No lo puedo entender...

ALEN.-  Puede que la tercera carta seamos nosotros. Puede querer una razón para liquidarme, o aún existe la posibilidad de que existan otras cartas a favor o en contra, o a favor y también en contra de otros. Ésa es la ventaja del que está en el medio de la tela de araña; maneja los hilos sentado, desde el centro, sin preocuparse por la suerte de un modesto ciudadano de tercera en ascenso, como yo.

SARA.-   ¡Me dejás temblando! Adiós auto nuevo, vida social, canastas, el futuro de Marta. Y ese Rafa, Dios mío, mi dolor; ¿sabés que de nuevo anoche no vino a dormir?

ALEN.-  ¿Tampoco vino anoche? Y siempre en compañía de esos vagos, pandilleros. Le he hablado en todos los tonos, como amigo, como padre, le he suplicado... pero dejemos esa llaga ahora. Se trata de salvarnos todos, o ir todos juntos al agro, a plantar mandioca.

SARA.-  ¿Qué pensás hacer?

ALEN.-   No sé, no se me ocurre nada, y apenas tenemos veinte días para encontrar la salida a este feroz embrollo.

SARA.-  ¿No podrías consultar con alguien?

ALEN.-  Estoy pensando en eso; tendré que hacerlo, pero cómo confiar a nadie estas situaciones tan comprometidas, en que cualquier indiscreción puede resultarnos fatal. Estos son los tragos que no se pueden compartir.

SARA.-   Ya sé con quién.

ALEN.-  ¿Con quién?

SARA.-  Con un adivino.

ALEN.-    (Perplejo.)  ¿Por qué no? Tal vez pueda darme un buen consejo. Por algo será que andan muy de moda. Sara, estoy aterrado: ¡vamos a ver a ese adivino!; pero esperá, primero voy al baño, me he descompuesto con tantas emociones.

SARA.-    (Queda sola en escena.)  Dios mío, ayúdanos. Virgencita de Caacupé, Cruz milagrosa, por favor, no nos abandones. Ahora que empezábamos humildemente a vivir bien, que estábamos comprando por cuotas un status en la sociedad. Virgencita, vos que conocés las dificultades de la canasta familiar, el precio de la rabadilla y el lomito, comprenderás nuestra angustia. Vos que desde el cielo has de ver mejor que nadie las facturas recargadas de la luz, las de Corposana, las licitaciones y cloacas; las maderas para encofrados para financiar los regalitos y mordidas. Virgencita, amparame de los piratas solapados, los aparatosos fariseos, de los hipócritas sin vergüenza, y haceme ver el modo de pasarme a sus filas sin mucha agachada, con algún disimulo, para gozar de las bienaventuranzas del arribismo, para poder vivir a costa del ignorante y del tonto que ni siquiera se dan cuenta de lo que se les hace y tienen la suerte de ser felices sin camisa.

 

(Suena el teléfono; atiende SARA con un suspiro.)

 

SARA.-  Hola, ¿quien?... Un momento, ¿quien dijo?... Su Excelencia... Sí, Su Excelencia, ya lo llamo.  (Gritando.)  ¡Alen, Alen! Llama Su Excelencia personalmente, ¡vení enseguida, apurate!

 

(ALEN entra corriendo, atajándose los pantalones, pues se supone que estaba en el baño.)

 

ALEN.-   ¿Su Excelencia dijiste?

SARA.-  Su Excelencia, dicen.

ALEN.-    (Al teléfono.)  ¡Hola!... Sí, Su Excelencia...  (Largo discurso del otro lado, mientras ALEN empieza a sentir urgencias del vientre.)  Sí, Su Excelencia...  (Sigue el discurso; ALEN siente cada vez más apremios.)  Sí, Su Excelencia...  (Empieza a retorcerse; sus urgencias son insoportables.)  Sí, Su Excelencia...  (Demuestra estados de angustia, suda, se dobla y suspira profundamente.)  Sí, Su Excelencia...  (Hay enloquecida mímica.)  Como usted ordene, Su Excelencia...  (Sara sale corriendo al comprender la situación, y vuelve con un bacín.)  Sí, Su Excelencia...  (ALEN indica que lo ponga allí cerca y hace como si fuera a bajarse el pantalón.)  Sí, Su Excelencia...  (Hay una angustia mortal en ambos personajes; SARA lo sopla con un expediente y un diario; lo ataja ante un aparente desmayo.)  Sí, Su Excelencia...  (ALEN cuelga cuidadosamente el tubo, y sale corriendo hacia el baño tirando a su paso sillas y otros objetos.) 


 
 
TELÓN
 
 


ArribaCuadro II

 

Mismo decorado

 

MARTA.-  Papá, ¿conocés a una familia Gallardo?

ALEN.-  ¿Gallardo?... no me suena, hijita. ¿Por qué?

MARTA.-   Me hicieron llegar una invitación muy amable para asistir a una fiesta de cumpleaños... y yo no los conozco.

ALEN.-  ¿Gallardo?, a ver, dejame pensar. Sí, creo que tengo un juicio contra un Gallardo. Esa familia debe ser. Querrán relacionarse contigo para venir a pedirme algo.

MARTA.-  ¿No querés que vaya?

ALEN.-  ¡Pero qué esperanza! Andá hijita, divertite, mientras alcance la cuerda, porque apenas tenemos tal vez para unos días.

MARTA.-  ¿No pudiste aclarar esa cuestión del Ministerio?

ALEN.-   No me hables de eso, hijita; hace como quince días que no puedo dormir.

MARTA.-  Ya verás que todo va a salir bien; yo le mandé una promesa a la Virgen de Caacupé; voy a ir a pie desde Ypacaraí, si todo sale bien.

ALEN.-  ¡Ay, mi hijita! Ya mandé yo la misma promesa, pero a medida que se aproximaba el plazo me parecía insuficiente el sacrificio para inclinar a la Virgen a nuestro favor. Entonces, le ofrecí ir a pie al Santuario desde Asunción, y hace dos o tres días le dije que vendría caminando desde Formosa, 250 kilómetros.

MARTA.-   ¡Jesús!, ¿y lo harás?

ALEN.-   Si esta angustia se prolonga un poco más, ya veo que será de Resistencia, 400 kilómetros, o acaso Buenos Aires, 1500.

MARTA.-  No te preocupes tanto, papito, total, pase lo que pase tenés la conciencia tranquila.

ALEN.-   Gracias, Martita. Te agradezco tanto que digas eso. Hemos llegado a la edad en que los hijos nos juzgan. Pero mirá, mi hijita, no creas que soy mejor ni peor que esta sociedad en que vivimos. Si uno es peor, y lo descubren lo meten en la cárcel; si uno es mejor, y no se calla, lo crucifican como a Cristo. Los hombres no quieren seres diferentes, sean negros, judíos, indios o hasta inocentes animales. No admiten un juez ideal importado del mundo de los libros. Enseguida buscan la forma de corromperlo.

MARTA.-   Pero vos has luchado siempre contra todo eso.

ALEN.-  Sí, luché, hasta que vi mis armas inútiles. Y entonces me dije también: ¡para qué luchar tanto, para qué tanto quijotismo si yo no voy a arreglar el mundo!; ni Stalin, Churchill y Roosvelt, los tres juntos, después de ganar la guerra, pudieron hacer nada, ¿y yo sólo voy a reformarlo?... ¡qué tontería!

MARTA.-   Nunca te había oído decir esas cosas, papá.

ALEN.-  Es que estoy deprimido. No sé cómo saldré de ésta; me han puesto en un rincón en el cual yo no puedo elegir. Por eso estoy tan afectado, porque sólo puedo obrar a ciegas, y esperar. Pero no te aflijas, Martita; andá a tu fiesta. Mirá, tanto cuesta ser pesimista como ser optimista, sobre todo en este caso. Y a lo mejor acierta la pruebera, y la fortuna cambia para bien.

MARTA.-   ¿La pruebera? ¿También fuiste a ver a una pruebera?

ALEN.-  Te confieso, sí.

MARTA.-  ¿Pero a cuántos adivinos y adivinas consultaste?

ALEN.-    (No responde de palabra, pero levanta siete dedos.)  Y además a dos espiritistas. Hablé con varios muertos.

MARTA.-   ¿Con muertos?

ALEN.-   Con cuatro.

MARTA.-   ¿Cómo?

ALEN.-  Llamé a cuatro.

MARTA.-   ¡Jesús!, ¿qué te dijeron?

ALEN.-  ¡De todo!, que juegue a la lotería, que iba a heredar una estancia, que iba a viajar, y lo de siempre, que una rubia, que una morena, y contradicciones; que me cuide de un morocho, un trigueño, pero aquí los de esos pelos son al barrer... que uno alto, otro bajo; anduve por la calle tirando y encogiendo el cuello para interpretar la regla... pero ni los adivinos ni los muertos entienden de derecho, nadie pudo decirme quién mentía: si Napoleón o Leónidas, ya que ni los podía identificar con claridad para que no les fueran con el cuento. Estos adivinos y muertos están vinculados con los que mandan, ¿sabés?... Pero dejemos eso, que ya no está en nuestras manos. ¿Qué sabés de Rafa?

MARTA.-   Lo de siempre; que no estudia, que sale con muchachos de plata buscando farras y líos. ¿Sabés que estuvo preso?

ALEN.-  Sí, ya supe.

MARTA.-  ¿Y que lo soltaron porque los compañeros eran todos hijos de papá?

ALEN.-  También lo supe. Pero qué le habrá pasado a este muchacho. Un buen día salió de sus carriles, cuando era toda una esperanza, cuando era mi orgullo. ¿Te acordás?

MARTA.-  Mamá dice que es la edad.

ALEN.-  ¿La edad? ¡Ojalá lo fuera! Dios quiera que no sea un desengaño.

MARTA.-   ¿Desengaño amoroso?

ALEN.-  Mi querida Martita, dichosa vos que sólo pensás en desengaños de amor.

MARTA.-  ¿Pudo tener otros?

ALEN.-  Podría, tal vez... Pero andá a tu fiesta a divertirte. De paso la llamás a tu mamá.

MARTA.-   Adiós, papá, ya verás que todo saldrá bien, y si hay que venir caminando desde Buenos Aires, yo vendré contigo.

ALEN.-   Gracias, mi hijita, vendremos juntos; yo con tus zapatos de plataforma.  (La besa y MARTA sale.)  ...Si Napoleón Guerrero sabe que dicté sentencia, en cualquier momento me llama para mandarme al infierno: pero no creo que esté tan atento. Como le prometí no hacer nada, y ésa es la promesa que mejor se cumple, puede que esté dormido. ¡Debe haber una tragada en éste!... Y yo a patadas, de aquí para allá, jugando el partido, de pelota.

SARA.-    (Entrando.)  ¿Todavía no sabés nada?

ALEN.-  A ciegas: jugué a la taba, vamos a ver si cayó la cara que sonríe o la otra fruncida.

SARA.-   Hasta ahora no puedo comprender que no hayas podido hablar con el Ministro.

ALEN.-  A mí me fue imposible, ¡no me mortifiques más! Primero porque se fue al exterior, después porque se fue de gira al interior, o porque recibía únicamente a militares, únicamente a curas, únicamente a los citados, a los funcionarios, ¡qué sé yo!... A mí me fue imposible; si soy un inútil, un imbécil, decilo, sacate el gusto, divorciate, abandoname, ¡¡pero no me mor-ti-fi-ques más!!

SARA.-   Pero un intermediario...

ALEN.-   ¿Buscar otro traidor que se organice su negocio propio a favor de Lembú Limited, contra los gallos de Leónidas Valiente para despedazarme aún más a mí? ¡Por Dios!... Pero a pesar de todo, también estuve tentando ese terreno, sin éxito, en todos estos mortales días.

SARA.-  Yo le hubiera dicho a Leónidas Valiente, lo que vino a exigir Napoleón.

ALEN.-  Eso quise hacer la otra vez, cuando pude hablar unas palabras a solas con él, pero descartó ásperamente lo que le decía como si fuera una excusa. Y me intimidó, ¡me intimidó, mujer! Quedé casi tartamudo. Tuve que taparme la boca con el pañuelo para disimular mi lividez y el castañeteo de los dientes. Me dio un miedo aterrador, pánico, irracional.

SARA.-  ¿Ya conocerán la sentencia?

ALEN.-   Ya la di a conocer. Alguien de Secretaría debe haber ido a decirle.

SARA.-  ¿Como te la pidió Valiente?

ALEN.-   ¡Claro, claro!; he trabajado como un enano para tratar de darle forma; me he violentado, me he violado, me he llamado cobarde, miserable, pero he seguido escribiendo, como una fatalidad. Tengo miedo, Sara, tengo miedo de perder todo lo que hemos conseguido con tanto sacrificio... ¡Y justo ahora que hasta las cátedras había dejado!

SARA.-  ¡Eso sería terrible, y quién te lo reconocería! Nadie, jamás.

 

(Golpean a la puerta.)

 

SARA.-   Si preguntan por vos, ¿digo que estás?

ALEN.-   No estoy para nadie.

 

(SARA sale.)

 

ALEN.-  No todos podemos ser héroes, ¡y todavía, serlo cada día! Hay algunos, lo reconozco... también están esos malabaristas, magos que saben transar con los tiempos y los hombres, y logran taparse la vergüenza no sólo con hojas de parra, sino hasta con minúsculas estampillas.

SARA.-   (Que vuelve.)  Mi amor, perdoname, pero es el secretario Ayala; dice que es importante.

ALEN.-  Ah, ¿es Ayala? Decile que pase.

 

(SARA sale.)

 

ALEN.-  Donde el dinero es todo, cada día vale menos la moral. Durante el día y la noche te están diciendo: compre esto compre aquello, haga feliz a su familia, asegure su provenir. Si usted no compra es un miserable, un pobre infeliz, responsable de la desgracia de los suyos. Así uno se mete en cincuenta compromisos que lo llevan, si no al infarto, a la triste y resignada impotencia sexual de un buey.

SARA.-    (Entra seguida por AYALA.)  Pase, Ayala, aquí está.

AYALA.-  Permiso, señor Juez.

ALEN.-   Adelante, Ayala, tome asiento.

AYALA.-  Gracias, señor Juez. Quería avisarle que estuvo en Secretaría a ver el expediente Batracios el enviado del doctor Valiente y también el doctor Napoleón Guerrero.

ALEN.-   ¿El mismo Napoleón?

AYALA.-   Personalmente, acompañado de un ayudante.

ALEN.-   ¡Madona!, qué pronto se enteraron.

AYALA.-   Por lo visto.

ALEN.-   ¿Y qué dijo?

AYALA.-   Dijo una cantidad de cosas de Su Señoría.

ALEN.-  ¿Pero qué cosas?

AYALA.-   Dijo que Su Señoría era un miserable, un hijo de puta y de muchos padres; Su Señoría se imagina. No lo repito todo porque está aquí la señora... que se había vendido, que era seguro que por plata lo traicionó.

ALEN.-   ¿Eso dijo? Mirá, Sara, cree que me vendí; ¡pero qué desgracia! Me estrujan, me descuartizan como a un mártir, y ni siquiera me reconocen la santidad. ¡Pero qué sarcasmo! ¡Qué grosera infamia, Ayala! Usted todavía va a creer también que me llené de oro, y que ni me acuerdo de usted; pero ¡nada, nada!, le juro por los huesos de mis padres muertos, ni un níquel. Le pongo por testigo a Sara.

AYALA.-  ¿Y por qué entonces tanto apuro?

ALEN.-  Porque Leónidas Valiente, con el peso que tiene, me volvió loco, me apretó, me quitó el aliento, y me hizo pasar por el agujero a rugidos y espantazos. Pero no largó un centavo, ese cornudo, invertido, hijo de whisquería; cuando preñaron a su madre, no había un espermatozoide legal a una legua a la redonda. ¡Miserable! ¡Pero veo que ni usted me cree! ¡Qué injusticia!

AYALA.-  Yo quiero que se acuerde con algo nomás de mí.

ALEN.-   Pero aquí no hubo un peso, ni un hediondo guaraní, ¿entiende?

AYALA.-   Entonces, ¿por la cortesía nomás?

ALEN.-  Por los garrotazos que me estaban dando, le juro, Ayala.

SARA.-   Cierto; yo no le voy a mentir.

AYALA.-  Bueno, dígale eso a don Napoleón, que dijo que iba a venir personalmente a cantarle las cuarenta.

ALEN.-  ¿Dijo eso, ese bandido?

AYALA.-   Dijo; y discúlpeme, yo me tengo que ir.

ALEN.-   ¿No dijo cuándo iba a venir?

AYALA.-   Dijo que enseguida, por eso vine a avisarle... yo me voy, Su Señoría; me está esperando mi señora en la tienda de la esquina.

ALEN.-  ¡Pero no me deje solo, Ayala! Si se me viene encima ese gorila, que por lo menos haya un testigo. Es capaz de matarme.

SARA.-  Por Dios, vamos a llamar a la policía.

AYALA.-   ¿La policía? Si ése viene con la policía.

SARA.-   ¡Mi Dios!, ¿y qué hacemos?

AYALA.-   Yo me voy.  (Va saliendo.) 

ALEN.-   ¿Entonces me deja usted en las malas?

AYALA.-  ¿Y cómo le voy a ayudar? ¿Recibiendo la mitad de los palos y patadas que a Su Señoría le esperan?... No se olvide que esta carrera usted se la corrió solo; yo no voy ni medio.

ALEN.-   ¿Todavía cree que me comí solo?

AYALA.-   Por algo salió la sentencia, plata o no plata; pero si no estoy en lo bueno, ¿por qué voy a estar en los palos?

SARA.-   Socorro, Dios mío, voy a llamar a los vecinos.

ALEN.-   ¡No!, callate; ¿para que esto se comente mañana por todas partes y todavía la gente se ría de mí?...  (Casi llorando.)  No te olvides de mi dignidad de magistrado.

AYALA.-  Me voy, Señoría. Buena suerte... por las dudas, voy a tener una ambulancia a mano... Hasta luego.  (Sale.) 

ALEN.-   Adiós, desagradecido, mal compañero, roedor de comisiones.

SARA.-  Ayala, le voy a hacer pagar cuando pase esto.

ALEN.-   Cerrá y trancá la puerta. ¿Dónde está mi revólver? Siquiera en mi casa no me atropellarán.  (Con voz aflautada.)  El derecho me protege.

SARA.-  Por Dios, mi amor, mirá lo que vas a hacer.

ALEN.-  Tengo que defenderme. No es que quiera, pero mi casa es mi último refugio. Dame el revólver, debe estar en el ropero o en la cómoda.

SARA.-   ¿No está siempre en la mesita de noche?

ALEN.-   Sí, por allí ha de estar.

 

(SARA sale. En ese momento, se oyen unos golpes formidables en la puerta de calle.)

 

ALEN.-  ¡Sara!, llegó Napoleón... Ese revólver, ¡por favor!

SARA.-    (Entra con el revólver.)  Aquí está, Dios mío, escondelo por ahora.

ALEN.-   (Atolondrado, lo sopla, trata de desatascarlo apresuradamente, vacila donde ponerlo, hasta que se decide por meterlo en el bolsillo.)  Preguntá quién es... ¿es Napoleón?

SARA.-    (Sale, y desde afuera.)  ¿Quién es?

VOZ.-    (A gritos, terrible.)  Yo, Napoleón Guerrero.

SARA.-    (A gritos.)  ¿Qué quiere?... mi marido no está.

VOZ.-  Eso lo vamos a ver enseguida.

SARA.-  No entre... no entre; ya le dije que no está.

ALEN.-   Dejalo entrar, Sara... el distinguido funcionario no querrá hacer un escándalo...  (Va como para llamar por teléfono, disca y pregunta.)  ¿Doctor Leónidas Valiente?... ¿Podría hablar con el doctor Leónidas?... ¡Leónidas, Leónidas!

 

(Pasos atronadores se acercan. ALEN deja caer el tubo.)

 

GUERRERO.-    (Aparece en el vano.)  ¡Ja, ja!, con que no estabas, ¿eh?

ALEN.-   Pase, eminente correligionario, prócer de la nación, ejemplo de educación, comportamiento y discreción, ¿no quiere tomar asiento?

GUERRERO.-   ¿Asiento? Sobre tu pescuezo, cerdo miserable.

ALEN.-  Pero doctor, un universitario, un hombre eminente como usted, no debe perder la calma, déjeme explicarle...

GUERRERO.-   Qué explicación, si acabo de leer la sentencia. Qué me importa lo que digas, si la porquería, puerco, ya está hecha. Pero quería verte la cara, traidor, para dejarte mi huella.

ALEN.-  Pero doctor, yo sólo hice lo que me ordenó nuestro luminoso guía común, Su Excelencia, el señor Ministro.

GUERRERO.-  ¿El Ministro? ¡No invoques a Su Excelencia en estos momentos, cucaracha! Cuando le diga unas cosas de vos, mandará hacer chatasca de tu repulsiva cara.

ALEN.-   Pero si el correligionario Leónidas Valiente vino a decirme que Su Excelencia...

GUERRERO.-  ¡Callate, te dije, cerdo!  (Le coge del cuello y de un empujón lo arroja a un sillón.)  No me vengas con más cuentos o te deshago y te pulverizo.

SARA.-  Por favor, doctor, déjele que le explique. Si hablando se entiende la gente.

ALEN.-  Señor Napoleón, déjeme hablar...

GUERRERO.-    (Se le acerca, lo abofetea y zarandea.)  Me da asco Su Señoría.

ALEN.-  Conténgase, ilustre Napoleón, no me maltrate más... que estoy en mi casa y puedo defenderme  (Saca el revólver y apunta tembloroso.)  La ley me protege.

GUERRERO.-  Defendete, pues, entonces.

ALEN.-   No... no se me acerque; usted será responsable de lo que pase...  (Retrocede.)  cuidado, que voy a disparar... que le disparo... ¡cuidado!  (NAPOLEÓN sigue adelante y ALEN tiembla visiblemente, trata en vano de apretar el gatillo, pero no puede.) 

GUERRERO.-   (Suelta una sarcástica carcajada.)  Imbécil, no te saldrán los tiros, porque yo soy inmortal para tipejos como vos.  (Le arrebata el arma.)  A mí no podrás herirme con un arma cargada con pusilanimidad y cobardía. Con esa carga se matan pelagatos. Si querés dispararme a mí tendrás que conseguirte una espoleta que no tenés: ¡valor, valor! ¡Oíste, gusano, aborto de laucha, bosta de pulga!

ALEN.-  ¡Sara, Sara!, ¡llamá a los vecinos! ¡Socorro!  (SARA sale apresuradamente.) 

GUERRERO.-    (Coge a ALEN por el cuello y lo aporrea. ALEN cae.)  Tomá, tomá, te doy tu canallicida...  (Mira a todas partes.)  ¿Dónde estará la tranca de la puerta?...  (La encuentra, la levanta, pero ALEN está completamente inerte.) 

SARA.-   (Ha vuelto con una cacerola en la mano.)  ¿Qué hizo? ¡Socorro!, ¡lo mató!  (Aplica a NAPOLEÓN varios cacerolazos en la cabeza y en el cuerpo.)  ¡Lo mató!  (NAPOLEÓN examina rápidamente al caído, y al ver que no reacciona, se atemoriza y sale rápidamente.)  ¡Asesino!  (Va como para socorrer a ALEN, quien al advertir la ida de NAPOLEÓN, se incorpora de su fingido desmayo.) 

ALEN.-  ¿Se fue?

SARA.-   ¿Qué te hizo, mi amor!..., voy a llamar a la policía.

ALEN.-   No... dejá.

SARA.-  Llamo a un médico.

ALEN.-   (Examinándose.)  No... esperate un poco, dejame respirar... Me ha molido, me ha faltado a mis fueros sobándome, atropellando mi casa... No llames a nadie; que nadie sepa esto, se van a reír de mí; lo único que me queda todavía es un resto de vergüenza... esperá... esperá, voy a llamar al doctor Leónidas Valiente, para que vea el esfuerzo titánico que me ha costado servirle... ¿Cómo tengo el ojo, Sarita? ¿Cómo tengo la cara? Abusar así de un inferior sólo porque tiene un puesto más alto, más influencia... Pero me consuela pensar que le fundí la tragada. A él le duele eso.

SARA.-   ¿No te perjudicará para la confirmación?

ALEN.-  ¿Cómo puedo saberlo? Si él es quien hace el guiso, y puede más que Leónidas, me liquida. Con la rabia que lleva... Pero llamalo a Leónidas... le voy a contar el peligro terrible que pasé por serle fiel. Estuve a punto de ser asesinado. Ojalá lo pueda valorar y agradecerme.

SARA.-    (Al teléfono.)  ¿Está el doctor Leónidas Valiente?... Dígale que el Juez Alen tiene urgente necesidad de hablar con él... ¿Doctor Valiente?... por favor, doctor, mi marido quiere hablar con urgencia con usted.  (Le pasa el tubo.) 

ALEN.-  ¿Doctor Valiente?, ¿ya se enteró de la sentencia?... Hice todo lo que me pidió para servirle a usted y a Su Excelencia... Me puse a su completa disposición... Sí, doctor... pero servirle me ha costado caro... Le voy a explicar, hace un minuto estuvo aquí en casa Napoleón Guerrero, hecho una bestia... Me dijo de todo, doctor, no le puedo repetir porque me repugna y me avergüenza que un eminente correligionario, un conductor nacional como Napoleón diga eso... y también me agredió de hecho, estoy todo molido, estoy lesionado de gravedad... No, no, no le estoy contando un cuento... ¿por qué se ríe, doctor?... ¿Por qué se ríe?... ¿Porque se jodió Napoleón?... ¿No ve usted que yo también estoy bien jodido?... Pero, escuche doctor... usted no entiende, su risa me afecta...

SARA.-  ¡No, no, no!, ¡no le digas eso!, seguile la corriente...

ALEN.-    (Tapando el tubo.)  Se ríe porque no le dieron a él...

SARA.-  No te enojes con él. Que te quede por lo menos un amigo. Seguile la corriente. ¡Reíte, reíte!

ALEN.-  Ah, sí, claro... al fin resulta gracioso, ¡ji, ji, ji!, porque Napoleón no se salió con la suya. ¡Sí, sí!  (Sigue con la risa.)  ¡Pero qué divertido! ¡ji, ji, ji!, verdaderamente ha quedado en ridículo.... ¿Una noticia para mi consuelo?... ¿que he sido confirmado?... ¿que he sido confirmado?... ¿completamente seguro?... Desde ayer está todo firmado, se publica mañana, pero mire usted, ¡qué felicidad!, ¡ji, ji, ji!... Estupendo, yo confirmado, y Napoleón burlado. ¡Ja, ja, ja!... Gracias, gracias doctor, hasta pronto.

SARA.-  ¡Bueno, mi amor!, olvidate de ese prepotente Napoleón, miserable... ¡Felicidades!... Tenemos otros cinco años de vida tranquila y seguridad.

ALEN.-  Sí, pero con esta falta de garantías, qué tranquilidad va a haber... Andá a traerme un bife de carne cruda para ponerme sobre este ojo antes de que termine de hincharse. ¡Todos se darán cuenta!

SARA.-   Traeré también unas curitas... Pero al fin ganamos nosotros, mi amor.  (Sale.) 

ALEN.-  El uno me aporrea y el otro se ríe a carcajadas. Y lo peor es que los dos me corrieron con la vaina, porque desde anteayer ya estaba confirmado, ¡dos días antes de que firmara la maldita sentencia! Por eso se apuraba Leónidas, ese canalla. Esto es una cloaca, no se ve ni se entiende nada, sino que la porquería arrastra... Y todavía tengo que reírme. ¡Ji, ji, ji!... para que no se enoje el último padrino que me queda, ¡ja, ja, ja!... Pero, digo, ¿qué hubiera hecho él en mi lugar? ¿Qué hubieran hecho estos tipos que se ríen? ¡Qué hubiera hecho usted!... ¿qué hubiera hecho usted! ¿Optar por el sufrimiento y la miseria?

SARA.-    (Vuelve con la carne cruda.)  Tomá, ponétela sobre el ojo que se te empieza a hinchar... Te voy a poner también unas curitas...

ALEN.-    (Se mira al espejo, poniéndose la carne sobre el ojo.)  No estoy para nadie; ¡que nadie me vea! Esto es la derrota.  (Al espejo.)  No tengo ni por qué indignarme; quiero llorar, pero no tengo ni por qué llorar... No pude disparar mi arma. Estoy vacío... Me veo desnudo, nada digno me cubre, nada me absuelve. ¿No es verdad?  (Gritando.)  ¿no es verdad?...  (De pronto arranca el espejo y lo arroja al suelo.)  Todavía tengo vergüenza... me tengo lástima. Perdón, Rafa, no me juzgues, Rafa, ¡perdoname!  (Solloza, ocultándose la cara.) 

SARA.-   Pero mi amor, no te pongas así; ya ha pasado todo.  

(Le pone el brazo sobre los hombros y lo palmotea cariñosamente.)

  Pobre, te han tratado mal... sos el débil.  (Con ternura.)  Pero ya te irás acostumbrando... No todos son valientes; no todos pueden seguir una bandera. Están los que tienen miedo. Pero ya te irás acostumbrando... ya te irás acostumbrando.


 
 
TELÓN