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ArribaAbajo De un epistolario

Ricardo Güiraldes



Carta a Valery Larbaud

Julio de 1926.

Mi queridísimo Valerio:

Junto con ésta recibirá usted un ejemplar de Don Segundo Sombra; otro de lujo irá luego. ¡Cómo voy a estirar los brazos, en un formidable desperezo, cuando concluya de despachar mi libro!

Tengo, sin embargo, que pasar antes un mal rato: el mal rato que da verse manoseado en público por la crítica. Espero que mis enemigos, que lo son sin motivo, me gratifiquen con sus habituales rebuznos de hostilidad. Por de pronto, dada la forma en que está escrito Don Segundo, cuento que se sirvan de él para comentarme protectoramente, señalando una deserción de mi estilo habitual y tal vez felicitándome por una entrada en razón. Allá ellos con su mala voluntad.

Entre nosotros, la terminación de mi libro me ha   —182→   costado disgustos. Encerrado en un personaje que no me permitía volcarme en él sino con mucha prudencia, me he visto refrenado en mis deseos de perfeccionar la expresión y he tenido que dejar muchas cosas como estaban, indigestándome con todas las posibilidades de reforma que se me quedaban dentro. Hubiera rehecho cada capítulo, pero he querido conservarles el tono del personaje que escribe. Usted dirá si hice bien.

Usted verá que el primer gaucho que ayuda al pequeño Cáceres en la vida, que de instinto presiente suya, es un tocayo de usted. No sin intención sucede esto, como tampoco es mera coincidencia que el apellido Lares lleve la inicial de Larbaud. Con gran cariño lo he hecho y con igual egoísmo se lo hago notar.

Don Segundo, entre otras intenciones, tiene la de reclamar para mí el título de discípulo literario del gaucho. Sé que influencias he sufrido de parte de escritores que quiero, y no las niego, pero deseaba hacer esta pequeña justicia. En mí han podido más, por ser primeros y cercanos, los relatos y diálogos que he oído de chico y con imborrable emoción, que las amplificaciones intelectuales y sobre todo de expresión que estas emociones han sufrido con mi cultura. No me explico bien. Hay una semilla   —183→   primera y, si en su desarrollo intervienen fuerzas exteriores, el principio vital del arbolito es el mismo de la semilla.

Del hablar de don Segundo, no de sus relatos que aceptan una forma convencional, surgen ciertas características en que basar todo un programa literario. Don Segundo es parco en palabras; las deja caer en el tono más opuesto a la declamación que sea posible; le gusta y emplea la metáfora con precisión como todo gaucho; la broma es uno de sus modos más habituales. ¿Seguiré enumerando? No es necesario.

En Cuentos de Muerte y de Sangre traté de plegar mi estilo a las virtudes del hablar gaucho que me parecían esenciales. Así traté de forzar la síntesis, hasta conseguir violencia. De haberme puesto entonces el título de un ismo me hubiese llamado esencialista. Siéndome habitual fijar en tarjetas mis propósitos, como para que no se me escaparan, apunté: «Quisiera que mi prosa fuera extractada, brava, fuerte; lo que más me gusta de la mano es su capacidad de convertirse en puño».

Mi último libro no ha querido ser así. Me basta, al final, señalar las virtudes literarias que el pequeño Cáceres halla en la palabra de don Segundo. En el texto,   —184→   he dejado que el tono sea el de un simple relato sin propósito de especialización. De ahí mis últimos sinsabores.

¿Para qué hablar más?

Le mando el libro con todo cariño, pues es usted una de las personas para quien escribo. Esto no quiere decir que deba encontrarlo bueno. En sus manos adquirirá el valor de libro leído y dejo lo demás en poder del destino como tan tranquilamente lo hace don Segundo.

Pronto le escribiré, ya libre de esta obsesión.

Va un grande abrazo, un abrazo pampeano, de su amigo

Ricardo.




Carta a Valery Larbaud

Enero 13 de 1927.

Caro Valerio:

Llueve y estoy solo. Estar solo es estar con usted y conversar. A veces no escribo: mera haraganería. ¡Qué distinto ha sido todo a lo que imaginaba yo en mi última   —185→   carta! Ya está. No sé cómo puede llamarse esto, pues nunca le puse nombre por lo inesperado. Me palmean todos los días. No veo sino sonrisas que están tan conmigo que son casi yo mismo. Don Segundo lo hemos escrito todos. Estaba en nosotros y nos alegramos que exista en letra impresa. No hay más que congratulaciones por este estado de cosas, y estoy, ¿cómo he de estar?, contento y un poco como dormido en esta simpatía ambiente tres veces rara en la breve historia de mis libros. De los palos esperados, ninguno ha caído. ¿Qué es todo esto? Cualquier cosa hubiera esperado yo de la vida, menos un asentimiento general por una obra mía.

¿Sabe que una vez por todas me voy hacia ustedes? Me embarco en el Massilia el 15 de marzo. Casita armónica de la librería de Adrienne y su grande amistad, querido gran hombre, y las calles de nuestra capital... me conmueve pensarlo. Llegaré siempre como mi viejo Archibaldo, con nuevos lirismos y nuevas esperanzas y todo un campo de posibilidades indefinidas ante el alma... esta alma que va ocupando cada vez más lugar..., y pienso en las rutas de la dulce Francia y en los pequeños restaurantes y la forma especial de las veredas de París y en el olor de tal barrio y en esa inteligencia que parece   —186→   estar en todas las cosas de la ciudad, millones de veces pensada por los que pasaron antes de nosotros. Me voy a perder allí entre todos, yo que viví estos años tan a lo perro de France, creyéndome centro de lo que sucede. ¡Qué bien!

Pensamos centrarnos en las afueras de París, en un sitio de baratura y holgura, donde pueda escribir mis nuevas palabras e hilvanar mi vida interior, un poco sorprendida de haberse ido hacia otro.

He estado lejos de ustedes. La obra obliga a cierto egoísmo y nos empequeñece en cuanto a la relación con las cosas del mundo.

Le escribo como una parturienta recién aliviada, ¿verdad? Es que en el momento de haberme decidido a partir estoy más con mi mano en la de ustedes. ¿Han crecido desde que no los veo?, preguntaría a lo Laforgue. Y todos los rostros de ustedes están aquí, al lado mío.

Cuando no llueva y esté menos dormido por este estado de ausencia que provoca mi idea de partida, le escribiré más razonablemente.

Lo abraza muy abrazadamente,

Ricardo.



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A Jules Supervielle

Buenos Aires, enero 15 de 1927.

Querido amigo:

Su carta es para mí causa de placer y remordimiento. Nada le he escrito sobre su extraordinario libro de versos, y usted demasiado bueno me habla ya de don Segundo. Alguna mala sugestión de pereza debe ser la que a uno le tira de la mano, cada vez que ésta se decide a escribir lo pensado, lo sentido.

He marcado muchos versos, muchas metáforas, con intención de hablarle largo, no sólo de la impresión total que recibo al leer sus cosas, sino las que experimento por partes, a lo largo del camino lírico, cuando mi sentir se detiene como los ojos, ante un detalle del paisaje que el tren nos va quitando. Hélas! ¡No lo he hecho esperando desembarullar un poco mi vida interior!

Digo su extraordinario libro, porque a la verdad me siento fuera de normalidades en el mundo de sus sugestiones. Me costará expresarme. Una calidad de acuario (pienso en el fantástico acuario de Laforgue) me hace vivir de un modo turbio lleno de cosas primarias e intensas,   —188→   cuando entro en su interior. Es algo como si el transparente párpado de los batracios cayera sobre mis pupilas y entrara a ver singularmente abultados, diluidos, los objetos antes demasiado nítidos y desprovistos de significación. ¿Me permite usted decirle que floto en un ambiente astral entendiendo esta palabra al modo científico y teosófico a la vez? El fresco que siento en los ojos se me adentra en el alma y voy a la deriva de un gran movimiento-órbita, perdido, por falta de un sol central, maravillosamente dislocado en un ensueño. Pienso continuamente en este movimiento vasto, imprimido tal vez por una mano de idealismo y de dolor, pero desprendido de ella en misteriosa autonomía. Poesía de extrañas relaciones en la metáfora y el hilamiento de las ideas y los hechos, la suya tiene la grandeza inexplicada pero intuida de las leyes cósmicas. Las ideas pasan casi perceptibles, pero tiradas au large por un ademán de corriente submarina o de viento en alturas perdidas. No diré que no se sufra de migrar así, siempre con tal ímpetu de continua partida, pero ¡qué maravilloso país! Una inquietud de elemento juega con nosotros, en esa desesperante busca de algo que parecería no querer definirse y, como ante el ritmo rico, sonoro, profundo del mar, permanecemos con nuestra comprensión en silencio,   —189→   ineptos para desenmadejar pensamientos captados más bien por el deseo de una incomprensión llena de intenciones sin desear más que quedarse ahí.

Esta sensación opresora al tiempo que vasta, me viene tal vez de que en su poesía, como en ninguna otra, me siento en presencia de una inteligencia humana maravillosamente desnudada de preceptos limitadores. Usted no está por encima sino por debajo de sus propias sugestiones, de modo que sentimos que toda irrupción en la belleza está en actitud de rezo. Y rezamos con usted.

Su esfuerzo es una mano tendida hacia la perfección de la poesía total y consigue todo lo que podemos conseguir desde nuestra limitación: acariciar con una enorme tensión de nuestros nervios pequeños algo que nos eleva y nos hace pensar que aquello está allí muy cerca de la intención del gesto.

Yo entiendo cada vez más la poesía así. Su perfección nos sorbe como una lámpara de estancia a los pequeños cascarudos apenas provistos de alas, y, o damos vueltas sobre el mantel en un vértigo de vida como usted lo hace, o tocamos lo intocable, y cosa lógica, nos anulamos en muerte por habernos sobrado a nosotros mismos.

Aunque admiro mucho a Paul Valery, no acepto su   —190→   pretensión de captar lo perfecto. ¿Qué sería si por un imposible lográramos nuestro intento? Habríamos reducido lo más grande al poder de nuestras manos, y dueñas del secreto, lloraríamos sobre su pequeñez humana. Pero esto de Valery sería muy largo. No puedo vivir en lo seco y rectilíneo. Necesito la vaguedad de lo curvo y un poco indeciso que rige todo cuanto estamos acostumbrados a ver del mundo.

Se me antoja un planeta perdido en línea recta por el espacio. ¿Adónde iría? A ninguna parte. Para estar en alguna parte, hay que amar algo y el amor no está en la total posesión del objeto (sobrevendría asimilación del objeto o desaparición en el objeto), sino en la conservación de una distancia que nos haga el objeto siempre necesario (pasionalmente) y nunca poseído.

Si la poesía fuera simplemente un invento humano, nos convendría empujarlo siempre a lo que entendemos por más arriba nuestro para intentar alcanzarlo. Si es percepción de lo superior considerado como perfecto, lo que equivale a decir real por excelencia, no digo ni necesito decir nada.

Tengo un sentido religioso, metafísico de la poesía. La considero nuestro camino y como tal no miro para el lado   —191→   de mis talones. Por algo ha puesto Dios mis pies en el sentido de mi mirada. ¿No soy pampa?

Y esta pequeña digresión, sólo para decirle cuánto me capta, me extravía y me eleva su poesía en que el paisaje mental está siempre más allá de la palabra que leemos con tanto beneficio.

Querido amigo: me voy si Dios quiere a París el 15 de marzo. ¡Qué cerca estamos ya!

Con mis mejores saludos a Madame Supervielle, lo abraza su viejo

Ricardo Güiraldes.