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Arriba Street scene

J. L. B.


Los rusos descubrieron que la fotografía oblicua (y por consiguiente deforme) de un botellón, de una cerviz de toro o de una columna, era de un valor plástico superior a la de mil y un extras de Hollywood, rápidamente disfrazados de asirios y luego barajados hasta la total vaguedad por Cecil B. de Mille. También descubrieron que las convenciones del Middle West -méritos de la denuncia y del espionaje, felicidad final y matrimonial, intacta integridad de las prostitutas, concluyente upper cut administrado por un joven abstemio-   —199→   podían ser canjeadas por otras no menos admirables. (Así, en uno de los más altos films del Soviet, un acorazado bombardea a quemarropa al abarrotado puerto de Odesa, sin otra mortandad que la de unos leones de mármol. Esa puntería inocua se debe a que es un virtuoso acorazado maximalista). Tales descubrimientos fueron propuestos a un mundo saturado hasta el fastidio por las emisiones de Hollywood. El mundo los honró, y estiró su agradecimiento hasta pretender que la cinematografía soviética había obliterado para siempre a la americana. (Eran los años en que Alejandro Block anunciaba, con el acento peculiar de Walt Whitman, que los rusos eran escitas). Se olvidó, o se quiso olvidar, que la mayor virtud del film ruso era su interrupción de un régimen californiano continuo. Se olvidó que era imposible contraponer algunas buenas o excelentes violencias (Iván el Terrible, El acorazado Potemkin, tal vez Octubre) a una vasta y compleja literatura, ejercitada con desempeño feliz en todos los géneros, desde la incomparable comicidad (Chaplin, Buster Keaton y Langdon) hasta las puras invenciones fantásticas: mitología del Krazy Kat y de Bimbo. Cundió la alarma rusa; Hollywood reformó o enriqueció alguno de sus hábitos fotográficos y no se preocupó mayormente.

King Vidor, sí. Me refiero al desigual director de obras tan memorables como Aleluya y tan innecesarias y triviales como Billy the Kid: púdica historiación de las veinte muertes (sin contar mejicanos) del más mentado peleador de Arizona, hecha sin otro mérito que el acopio de tomas panorámicas y la metódica prescindencia de close-ups, para significar el desierto. Su obra más reciente, Street Scene, adaptada de la comedia del mismo nombre del ex expresionista Elmer Rice, está inspirada por el mero afán negativo de no parecer «standard». Hay un insatisfactorio mínimum de argumento. Hay un héroe virtuoso, pero manoseado por un compadrón. Hay una pareja romántica, pero toda unión legal o sacramental les está prohibida. Hay un glorioso y excesivo italiano, larger than life, que tiene a su evidente cargo toda la comicidad de la obra, y cuya vasta irrealidad cae también sobre sus normales colegas. Hay personajes que parecen de veras y hay   —200→   otros disfrazados. No es, sustancialmente, una obra realista; es la frustración o la represión de una obra romántica.

Dos grandes escenas la exaltan: la del amanecer, donde el rico proceso de la noche está compendiado por una música; la del asesinato, que nos es presentado indirectamente, en el tumulto y en la tempestad de los rostros.

Actores y fotografía, excelentes.