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ArribaAbajo Cartas sin permiso. Un desliz de Croce

Alfonso Reyes


Mal consejero el malhumor. El claro varón Benedetto Croce, que a veces se pone muy amargo, dice en sus Apostillas (La Crítica, 20 de mayo de 1918) que la poesía religiosa de Claudel más bien le parece una verdadera parodia volteriana. ¡Esos Reyes Magos convertidos en reyezuelos coloniales! Y en cuanto al teatro de Claudel, está, según Croce, lleno del olor de la bestia. Aquel estremecimiento espasmódico que para Barrés se llama nacionalismo, para Claudel se llama religión. «Y no quiero de esto mejor prueba -añade- que las propias palabras del poeta cuando describe así su placer de haber entrado en el catolicismo: "Assouvissement comme de la nourriture; satisfaction comme de la jonction de l'homme avec la femme"».

«Cuando se está, por desgracia, en las condiciones psíquicas de un Claudel -continúa- no se debe recurrir a la literatura, sino más bien (¿qué aconsejar?) a los viajes, para mortificar y corregir la mezquina y ridícula tragedia de los sentidos con el espectáculo de la actividad, la agitación, la tragedia del vasto mundo; o tal vez a los trabajos manuales, al trato de obreros, cuya frecuentación restablecerá las proporciones de la vida, el sentido de la vida que es el trabajo».

Lo menos que se puede contestar a Croce es que en el remedio se   —197→   ha equivocado. Croce -hombre de vida sedentaria, bibliotecario y archivólogo- aconseja aquí los viajes y el espectáculo de la actividad humana a quien, como Claudel, ha viajado sin cesar, ha andado hasta por el lejano Oriente, ha sido cónsul y diplomático toda su vida, y se ha visto muchas veces entre esas labores que tanto tienen de manuales: ya, en China, contando barricas sobre el puente de un barco, o ya, en el Brasil, comprando tocino para el ejército francés, porque, como él mismo dice, «aceptó siempre sin miedo y sin rubor las tareas a que lo llamaba la Providencia». Croce aconseja el contacto con las humildes realidades concretas a quien, como Claudel, mientras escribe los poemas que el mundo admira, es capaz de redactar memorias sobre el comercio de los países que visita, memorias que luego causan el asombro de los financieros y estadistas llamados a consultarlas. Dejémosle al poeta el tufo animal, resultado de la misma plétora sanguínea: su poema adelanta siempre como toro de hinchadas venas, como toro que embiste. Y admiremos más bien en él esa justificación pragmática de la poesía: hermosa fábula filosófica, su ejemplo demuestra que el que sabe hacer los mejores versos sabe hacer las mejores cuentas. Al fin todo ello se llama número, y se confunde en el seno de Pitágoras.


Las categorías de la lectura

El goce de la lectura se define, como todos, por el recuerdo. Hay, entre aficionados y profesionales, diversas categorías de lectores. Para el profesional, la lectura puede llegar a ser un enojoso deber, como el teatro para el inspector de espectáculos o como para la cortesana las caricias. Erudito hay que ya se dispensa de leer y se recorre todo un libro buscando sólo las mayúsculas y, dentro de éstas, la letra A: es que se trata de «despojar» las citas sobre Ausonio. ¡Habladle a él de la amenidad de la lectura! Aquí, como en todo, el pleno goce se queda para el aficionado -este «nuevo rico» del espíritu-, para el   —198→   amateur, que en portugués se llama, con una palabra fragante, el «amador». Verdad paradójica pero cierta: el goce de leer disminuye, a veces, a medida que se asciende en categoría de cultura. Veamos:

1.º Abajo está el sencillo pueblo. En horas robadas, el hombre humilde lee con fruición, y se queda con la sustancia, con el asunto, nada más. Puesto a la prueba del recuerdo, sólo ha conservado lo mejor. Él no sabe el nombre del libro ni el nombre del autor. «¿Has leído -dice el hombre humilde- la historia de un caballero a quien se le moría el caballo todos los martes?». Y de propósito pongo el ejemplo de un caballero, para evocar así la época en que la gente era de veras aficionada a leer. O a que le leyeran -lo cual tiene todavía más sabor- porque no conocía las letras. Entonces el libro entraba en la vida. Cuando el señor vuelve a casa, encuentra gimiendo a su mujer y a su servidumbre, junto al libro abierto. ¿Qué acontece? Nada: «Hase muerto Amadís». Hoy por hoy, el mejor templo de lectura está en esos talleres, esas fábricas de tabaco donde un hombre lee para cuarenta mientras los cuarenta trabajan.

2.º Aquí aparece el lector de medio pelo, creación de la enseñanza primaria obligatoria. Ése ya recuerda los títulos de los libros, y aquí comienza a enturbiarse el gusto. A esta clase pertenecen los que andan por los museos viendo, no los cuadros, sino los letreros de los cuadros. A este lector se le han olvidado las peripecias, conserva sólo el título. Sustituye la posesión por el símbolo. Ha leído algo que se llama Las dos ciudades, y junto al título, ha marcado una crucecita así en la memoria: X, para saber que le gustó, o una ruedecita así: O, para saber que no le gustó.

3.º Ahora, el semiculto, el pedante con lecturas, el anfibio, el del complejo de inferioridad, el más atroz enemigo del prójimo, el que «pudo ser y no llegó a ser». Ése se acuerda de autores, no de libros. Él ha leído «un Ferrero» muy interesante, y «un Croce» que no lo era tanto. Y que no le hablen a él de Valéry donde está Henri Béraud, de Juan Ramón donde está Villaespesa. A veces, el cronista profesional de libros se recluta entre esta clase, mediante un leve proceso de especialización. Veinte repúblicas hermanas descargan todos los días sobre   —199→   la playa del cuitado sus mareas de tinta fresca. Las torres de libros por reseñar llegan ya hasta el techo. De repente, entra el «amador», radiantes los ojos, con un librito que lo ha deleitado y que, en su candor, se empeña en prestar a su amigo el cronista para que éste también pase un buen rato. Y el cronista lo mira con un rabioso disimulo de eunuco, condenado a vivir entre hembras que no disfruta.

4.º Y al último viene el bibliófilo, flor de las culturas. El que sólo busca ya en los libros el nombre de editor, la fecha de la impresión, la justificación, el colofón, los datos de la tirada, el formato, la clase del papel, los puntizones y corondeles, los puntos, los cíceros y los cuadratines. O acaso, acaso sabe el muy pícaro que la edición fue detenida a los tantos ejemplares para corregir una errata de bulto; y entonces hay que desvivirse por encontrar un ejemplar con la errata, que vale muchísimo más. Y, por cierto, anda por ahí una célebre Biblia que luce, en una mayúscula opulenta, la imagen de una Leda palpitando entre las alas del cisne. Como esta Biblia fue quemada en su casi totalidad, hay que dar con un fugitivo que se haya salvado de la quema. ¿Qué decía la Biblia en aquel pasaje? Eso nunca lo hemos sabido: lo que nos importa es la mayúscula. Al menos, esta última clase se salva por su cariño para la materia del libro: sin el amor de los objetos, se cae prontamente en la barbarie.




Los verdes

No soy yo el único que colecciona sus mitos. Eran una vez dos mujeres geniales: una tenía la cabeza poética, otra tenía la cabeza científica. Aquélla era grande y vasta como diosa antigua. Ésta, pequeñita y justa como la humanidad de mañana. Aquélla avanzaba como un río; ésta, sacudía como un toque eléctrico.

Hispanoamericanas medio desterradas en Francia, anidaban en Fontainebleau, en un hotelito frío con vistas al verde mojado y al gris de lluvia. Dios llovía y ellas estaban solas. De su matrimonio espiritual   —200→   nació una cría de fantasmas. Como eran mujeres, fueron madres. Pronto se acompañaron, por compensación subconsciente, de unos niños extraños: eran dos hombrecitos y dos mujercitas.

Estos niños se llamaron los Verdes, porque ellas los imaginaban siempre vestidos de verde. Los varones eran Pepito y Enriquito. Las niñas, Trinita y Suzana. Tenían un ayo y preceptor, lo bastante candoroso, honesto y hasta inteligente para poder educarlos, instruirlos y divertirlos. Ya se entiende, pues, que el ayo era un norteamericano de raza alemana. Se llamaba mister Hartmann.

Los Verdes van y vienen en el reino de la fantasía, en el claustro místico de sus madres, y se han hecho allí palacios invisibles. Se quedan en Fontainebleau una temporada, y luego viajan por toda Europa. Sus madres hablan entre sí de las travesuras de los Verdes, se cuentan sus dichos y hechos con una perfecta seriedad. Se sonrojan si se las sorprende en este devaneo delicado.

Como los verdes no saben escribir, pintan cartas. Así, cuando andan en la Côte d'Azur, pintan un sol y unos barcos elementales, y esto quiere decir buen tiempo y paseos de playa. Aún no se ha podido descifrar una carta de Enriquito que parece representar unas tenacillas de azúcar y una mano abierta con una M en las palmas.

Lo más curioso es que estos niñas no crecen nunca. No tienen edad: son. Ellos representan los ojos. Ellas: Trinita, la boca; Suzana, la frente. Esto da lugar a toda una psicología en desarrollo. El ojo izquierdo no ve las cosas como el derecho, pero se completan los dos. Entre la frente y la boca hay siempre como un mal entendido. El constante esfuerzo para enseñar a la boca a escoger entre lo que ven los ojos, el candor de la frente, la acometividad de la boca. Y por aquí todo un sistema: una creación entera, una malla que las madres bordan y tejen en su olvido de Fontainebleau -graves Penélopes sin Odiseo que les siembre el hijo corporal.



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Peligros del arte nacional

Eugenio D'Ors tiene un gran don para desconcertar a los «primarios». Les cuenta una fábula, que ellos generalmente no entienden; los desmonta y los deja a pie. Yo lo oí una vez conversar así. Aquello no parecía nada, y estaba desbaratando a su interlocutor:

-Oiga usted la historia de la porcelana de Delft. La porcelana de Delft, cuyo apogeo anda entre el XVI y el XVII, se revestía entonces con los motivos ornamentales del Oriente: ese Oriente holandés que han amado tanto los holandeses, como el que busca en un día frío un rinconcito de sol. Los dragones descogían su larga cola de escamas, y exhalan fuego por las fauces. Pero la porcelana de Delft cayó en decadencia. Y se trató entonces de su renacimiento. Puesto que era de Delft, arte nacional de Delft, había que adoptar motivos de la región: figuras holandesas con pantalón bombacho, zuecos y sombreros con cuernos o gorros felpudos, molinos, barcas y lo demás. Sólo que, cuando hubieron cambiado la ornamentación exótica por la nativa, los artistas de Delft se dieron cuenta con asombro de que en el puerto franco de Hamburgo se producía una porcelana idéntica, mejor lograda y más barata. Ésta es la historia de la porcelana de Delft.

-¿Y por qué me cuenta usted a mí eso? ¿Se figura usted que soy uno de tantos candorosos que...?

-Oiga usted todavía: una vez empezaron a aparecer en Barcelona ciertas camas, ciertas consolas de un carácter especial. Sin duda aquello existía de todo tiempo y había pasado inadvertido por la incuria de nuestros mayores. Y los entusiastas declararon que aquello era ¡al fin! el mueble catalán, el estilo nacional catalán. Hubo al instante imitaciones que procuraban exagerar el carácter so pretexto de renacimiento. Cuando, poco después, aparecieron en Menorca muebles semejantes, la teoría nacionalista quedó, por lo pronto, confirmada. Pero he aquí que, de repente, aparecen en Cádiz muebles de igual estilo. ¿En Cádiz? Bueno: hay alguna relación de comunidad, hay el Mediterráneo a dos pasos. Como quiera, ya no nos sentimos a gusto.   —202→   ¿Y qué decir cuando el famoso estilo catalán apareció en unos muebles del Ferrol? Pues lo único que faltaba decir: que eran muebles ingleses, estilo Reina Ana, y que, procedentes de las Islas Británicas, llegaban a España, claro está, por los distintos puertos: El Ferrol, Cádiz, Mahón, Barcelona.

-Pero, vamos a ver, ¿por qué me cuenta usted eso a mí?

-Yo, por nada -suspiró Ors.

Riojaneiro, 1932.