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ArribaAbajo Un mundo perdido

Alfred Metraux



La tribu de los Chipayas de Carangas

Consecuencia de una expedición científica a los indios Chipayas, efectuada no ha mucho por el Dr. Alfred Metraux, director del Instituto de Etnografía en la Universidad de Tucumán, es este artículo redactado especialmente para SUR. Encarado con un criterio etnográfico, pero rehuyendo la excesiva especialización, este trabajo documental del Dr. Metraux constituye, sin duda, la exposición más completa y precisa que hasta la fecha haya sido consagrada a la misteriosa región de los Uros desde el tiempo de la conquista. El autor nos ofrece sobre esa región y sus pobladores datos inéditos, presentados con escueta objetividad, quizá severamente... Pero es que «la vida de los Chipayas -escribe justificándose a la Dirección- es monótona, desprovista de todo atractivo y aún de todo lo que pudiera suscitar la simpatía y curiosidad del profano. Son los únicos indios a quienes no he querido».



América del Sur es tierra de contrastes violentos y donde se producen toda clase de sorpresas. Una ciudad moderna puede existir al lado de una cultura de la edad de piedra y un corto viaje en el espacio equivale con frecuencia a una caída a través de siglos y milenios. En el Mamoré, indios que jamás vieron hombres blancos, oyen el silbido de las sirenas de los barcos a vapor; y a cuatro días de Oruro, el gran centro minero de Bolivia, al oeste de los pantanos del Poopó, no lejos de la Cordillera, vive aún una   —99→   pequeña tribu de 240 habitantes, que ha conservado la lengua que ya hablaba mucho antes de que llegasen a esas regiones los conquistadores Aimarás y mucho antes que las tropas de los Incas. Así como los Chipayas han permanecido desesperadamente aferrados a su lengua fósil, han conservado también su arquitectura, sus costumbres y los ritos religiosos y mágicos que poseían ya antes de la Conquista. Diríase que el destino hubiese querido salvar a los Chipayas del cataclismo de la invasión europea, para hacer de ellos un pequeño museo vivo de la América precolombina y presentar ante el hombre del siglo XX una imagen apenas deformada del espectáculo que Almagro y sus compañeros pudieron ver cuando franquearon la alta meseta boliviana en su marcha hacia el Sur.

Los Chipayas son parientes cercanos de esos Uros primitivos y salvajes que los cronistas tratan con tanto menosprecio. No hay la menor duda de que son los últimos representantes de tribus muy antiguas que ocupaban la región andina mucho antes de que se estableciesen en ella los pueblos que más tarde produjeron las civilizaciones que conocemos. Esos remotos antepasados de los Chipayas y de los Uros vivían sin duda de la caza y de la pesca, como lo hacen todavía los treinta últimos Uros que visité recientemente en Ancoaqui, en el Desaguadero. Tampoco es imposible que los Uro-Chipayas se estableciesen en la costa del Pacífico y que los Changos de Chile fuesen sus parientes. Las curiosas poblaciones de pescadores, cuyos vestigios descubrió Uhle en Arica, y que ocupan en los estratos arqueológicos las capas más profundas, pertenecían quizá al mismo grupo étnico. Sin embargo, esta última tesis es inverificable, pues para apuntalarla nos falta conocer la lengua que hablaban esos hombres, cuya existencia   —100→   nos atestiguan meramente sus extrañas momias mutiladas. Sea como fuere, es evidente que los Uro-Chipayas ocuparon antaño vastos territorios en la región andina y que aportaron a esas comarcas los primeros gérmenes de civilización. Después, razas montañesas más enérgicas y batalladoras los subyugaron, mataron y dislocaron. La situación actual de los Uro-Chipayas y la que los documentos antiguos les atribuyen, hablan elocuentemente de esta conquista y de su carácter brutal.

Los Uro-Chipayas no están representados actualmente sino por pequeños grupos diseminados y acantonados en distritos inhospitalarios y pobres. Se encuentra una treintena en Ancoaqui, en el Desaguadero, cerca del Lago Titicaca; algunas familias en la Isla Pansa del Poopó y, como ya dije, alrededor de 240 en medio de los desiertos de la Provincia de Carangas. Estos grupos no tienen la menor idea de la existencia de sus congéneres, y los Uros de Ancoaqui se han sorprendido mucho al saber por mí que individuos de su raza vivían al Sur, en el curso inferior del río. Estos islotes uros eran antaño mucho más numerosos, pero durante los siglos posteriores a la Conquista desaparecieron, absorbidos por la masa aimará o aniquilados por ésta. Los tres últimos restos de esta nación están fuertemente minados por la influencia aimará y su desaparición no es sino cuestión de algunos años.

La lengua que hablan los Uro-Chipayas ofrecía a la etnografía y a la arqueología sudamericanas un problema capital que fue planteado y resuelto provisionalmente por el Dr. Rivet. Fundándose en las analogías existentes entre un número bastante considerable de vocablos uro-chipayas con las palabras correspondientes en un gran número del dialecto arawak de la hoya amazónica,   —101→   el gran sabio francés procuró establecer el origen arawak de los Uro-Chipayas. Semejante aproximación constituye un descubrimiento de alcance incalculable y que arroja viva luz sobre la eclosión misteriosa de las civilizaciones americanas. Los Arawaks han desempeñado en la América del Sur tropical un papel considerable: han sido los agentes de difusión de una cultura que en ciertos lugares, por ejemplo, en los bordes del Amazonas, brilló con cierto esplendor. En otras partes, contribuyeron al enriquecimiento cultural de una multitud de tribus y gran número de industrias; las más importantes de los indios de las vastas selvas brasileñas y guayanesas fueron importadas y propagadas por los Arawaks. Su dispersión en el continente sudamericano es enorme. Los indios que Colón encontró en Cuba y en otras islas de las Antillas eran Arawaks y un islote arawak se hallaba establecido al sur de la Florida. Los conquistadores encontraron poblaciones arawaks en las Guayanas, en el Amazonas, en el Brasil, en los contrafuertes de los Andes y en el Chaco. Los Chanás que hablan hoy el guaraní y viven en el territorio argentino, son igualmente arawaks y es muy posible que en el delta del Paraná existiese antaño una tribu del mismo origen. No tendría, pues, nada de imposible que los Uros fuesen también representantes de una rama de esa raza vagabunda y la teoría emitida por el Dr. Rivet hace unos veinte años sobre la existencia de substratum amazónico en el Perú, se confirmase decisivamente. Para que esas probabilidades se convirtiesen en certidumbre y fuesen conquistas definitivas de la ciencia, era ante todo necesario acopiar una documentación mejor sobre la lengua que hablaban los Uro-Chipayas y procurar vislumbrar a través de sus costumbres y su vida material lo que podría constituir supervivencias de antiguos   —102→   elementos culturales amazónicos. Tal fue el fin que persiguió el Instituto de Etnología de la Universidad de Tucumán cuando organizó su tercera expedición, algunos de cuyos resultados vamos a exponer en las líneas siguientes.


La región desolada

La aldea de Chipaya puede constituir un ejemplo admirable del maravilloso poder de adaptación del hombre. La Provincia de Carangas, en el Departamento de Oruro, donde está situada, tiene fama a justo título de ser una de las regiones más desoladas e ingratas de Bolivia. Desiertos arenosos, salinas, dunas, montañas peladas ocupan casi toda su extensión. Pues precisamente, en el rincón más inhospitalario de esta tierra, fueron arrojados los Chipayas por sus viejos enemigos, los Aimarás. Sólo la fuerza pudo obligar al hombre a establecerse en esta llanura, donde casi no existe vida animal ni vegetal. Los Chipayas, con la paciencia y la tenacidad características de los indios montañeses, supieron sacar partido de todas las posibilidades de existencia, aun siendo muy precarias, que les ofrecía la naturaleza. No lejos de su territorio corre el río Llauca, que desciende del Sajama: los Chipayas le formaron brazos artificiales, desviaron sus aguas en innumerables cursos y transformaron una región arenosa en pastoreos, si puede darse este nombre a terrenos donde brota una hierba a algunos centímetros de altura, hierba que carneros éticos tratan de arrancar, ahuecando el suelo merced a las patas, con movimientos que se han convertido casi en instintivos. En otros puntos de su suelo, lograron, con igual expediente,   —103→   pantanos que ofrecen una magra pitanza a puercos tan velludos y feroces como jabalíes. No se necesitaba más para que el hombre pudiese aferrarse a ese suelo y vivir allí. Pero su nueva residencia modificó por completo el tipo de cultura de los Chipayas. Antaño, como sus parientes del Poopó y del Desaguadero, vivían sin duda de la pesca y de la caza. Hoy son exclusivamente pastores. Se encuentra, no obstante, en su lengua el recuerdo de su estado primitivo. Dan a la carne el nombre de chisch, vocablo con que entre los Uros del Desaguadero se designa una variedad de pez, de que son muy golosos. De sus rebaños extraen los Chipayas su vestido, su comida y, además, lo necesario para satisfacer sus necesidades principales. Hacen con la leche de las ovejas quesitos insípidos que venden a los indios aimarás o a mestizos que, a su vez, los transportan a Chile o a las minas. A cambio de ello, reciben los principales alimentos vegetales que se consume en la altiplanicie: la quinua y el maíz, que constituyen la base de su alimentación, la coca, y el alcohol que les permiten evadirse de la rutina diaria, sin la cual no se concibe la vida humana. Los Chipayas hacen también un comercio reducido con la grasa de cerdo que van a vender a las aldeas contiguas. En Chipaya es donde he tenido la visión más clara de la cohesión económica de la humanidad: la crisis de superproducción que flagela a toda la tierra ha afectado hondamente la vida de estos indios, que viven sin embargo aislados del mundo entero y como perdidos en su desierto. Las bajas cotizaciones del estaño en el Stock Exchange o en la Bolsa de Nueva York han traído por consecuencia el cierre de las minas, la partida de los trabajadores de las «salitreras» y la escasa venta de los quesos. Los aimarás no acudían ya a Chipaya a proveerse de éstos, los cuales se acumulaban en las chozas   —104→   redondas, y el alcohol y la coca empezaban a escasear. También los Chipayas sufren de «sobreproducción» y su inquietud actual es hermana de la que angustia el espíritu del gran propietario de campos de trigo. Como a todos los pueblos pastores, a los Chipayas les repugna comer la carne de sus rebaños. No consienten en este sacrificio sino con ocasión de sus fiestas, en las que pueden consumir la carne de los animales ritualmente sacrificados o cuando ofrecen una víctima al espíritu tutelar de su cabaña. Sólo los ricos pueden consumir de vez en cuando alguna res de su rebaño; pero aun en tal caso, la matanza del carnero o del cerdo lleva aparejada cierto ceremonial religioso: la cabeza de la res sacrificada es puesta sobre una mesa, donde por espacio de varios días se le rinde homenaje. Así he visto en ocasiones cabezas de puercos rodeadas de flores ser objeto de ofrendas de coca y alcohol. Estas precauciones y consideraciones para con el animal sacrificado recuerdan los ritos que los cazadores de ciertas tribus observan a fin de no irritar el espíritu de las bestias que persiguen o para no desencadenar contra ellos el alma de la especie.

A tan flacos recursos los Chipayas agregan los productos de un terreno seco, al que se esfuerzan en hacer producir quinua y cañave. Las cosechas que obtienen apenas alcanzan para alimentarlos durante algunas semanas del año.




El hogar

El arte culinario de los Chipayas es tosco y rudimentario como todo lo referente a su vida material. Caldos de quinua, de cañave o de hojas de estas mismas plantas constituyen su «menú»   —105→   habitual, que sólo altera de cuando en cuando un plato de habas, de maíz o de chuño. A tal cocina corresponden naturalmente pocos utensilios: un mortero de piedra para moler los granos de quinua asados, un cesto para airearlos, un batán para triturarlos, algunos vasos esféricos y hornos de barro; he aquí a lo que se reducen los utensilios de un hogar chipaya. Tampoco los trabajos culinarios absorben la jornada de una chipaya. La única fatiga que se le impone es la de pelar los granos de quinua. Esta operación exige una gimnasia curiosa, único espectáculo un tanto pintoresco entre la monotonía de la vida aldeana de dichos indios. La mujer introduce los pies desnudos en la cubeta de piedra, donde ha amontonado la quinua tostada, y, apoyándose contra una pared, imprime a sus caderas un movimiento de rotación que se comunica a sus pies, los cuales hacen las veces de pilón.

El fuego, a causa de la escasez de combustible, es un elemento costoso que economizan los Chipayas. Lo encienden con ramas de tola, que van a buscar a los confines de su territorio o con los excrementos secos de sus rebaños. Jamás brillan en sus chozas las llamaradas altas y vivas en torno de las cuales los indios de otros parajes gustan de congregarse para hablar de los sucesos cotidianos o para contarse leyendas. Terminada la comida vespertina, los Chipayas apagan las brasas y se enrollan en sus gruesas frazadas para entregarse a un sueño pesado que durará sin interrupción hasta entrada la mañana del día siguiente.

Pocos son los Chipayas que se aventuran a salir de su aldea para ir a efectuar personalmente sus negocios. Prefieren dejarse explotar por los Aimarás y los mestizos antes que afrontar los peligros del ancho mundo. Los que se ausentan de la aldea van con preferencia a Chile, por los caminos de las antiguas migraciones   —106→   andinas. Los Chipayas son los indios más sedentarios que conozco: esta adhesión a su territorio es ciertamente consecuencia de su carácter tímido y del sentimiento de inferioridad y de temor que varios siglos de opresión infundieron a su espíritu...

El problema de la habitación es tan cruel en Chipaya como el del alimento. Su tierra es fría; aún en los meses de verano el termómetro baja a cero y en invierno vientos glaciales azotan la altiplanicie que se alza hasta 3.700 metros. La naturaleza les ha negado todo abrigo natural y cuanto parece indispensable para la construcción de una casa. Ni un árbol, ni el menor cactus-cirio, ni el menor trozo de madera utilizable en carpintería, ni tierra apta para hacer adobes: nada más que arena y una tierra que las raicillas de su hierba tornan compacta. Pero aquí también la ingeniosidad humana supo vencer todos los obstáculos y solucionar todas las dificultades. Así como los esquimales en el invierno ártico cortan en la nieve bloques con los que hacen sus cabañas redondas, los Chipayas labran en la tierra «champas» que, amontonadas unas sobre otras, constituyen cabañas en forma de colmenas, curiosamente parecidas a las «casas de nieve» de las poblaciones árticas. Como estas cabañas, enteramente hechas de «champas» no pueden tener grandes dimensiones, los Chipayas prefieren construir casas cilíndricas, que cubren con un techo de paja. La construcción de estos techos de paja, capaces de resistir las terribles tormentas del altiplano, es una verdadera obra maestra: los arcos que soportan la cúpula son hechos con haces de «tolas» atadas por los extremos y encajadas en huecos abiertos en la parte superior de las paredes. Sobre esta armazón los Chipayas extienden una especie de linóleo hecho de paja y barro, que impermeabiliza el techo. Todo el techado es cubierto con   —107→   paja sólidamente fijada por una red, cosida a la armazón. Estos edificios dan a la aldea de los Chipayas un aspecto africano, que contrasta curiosamente con el medio ambiente.

Estos dos tipos de cabañas están diseminados en un área inmensa, porque los Chipayas, además de sus casas agrupadas en aldea, tienen «casas de agua» desparramadas en toda la extensión de su territorio. En torno de estas últimas casas guardan sus rebaños y allí trabajan en su única industria. Entre esos edificios se elevan centenares de pequeñas porquerizas, construidas según el mismo modelo de sus casas de barro. La propia aldea es un mercado, un lugar de reunión, y residencia constante de las familias que han tenido la suerte de tener hijos para que se encarguen de cuidar sus carneros. Gracias a un espejismo, esas cabañas parecen a menudo agrandadas, multiplicadas y rodeadas por lagos extraños. Entonces este territorio monótono y miserable aparece transfigurado y animado con una vida sobrenatural, por magia de la refracción: algunos pequeños edificios religiosos, pintados con tierra blanca se transforman en mezquitas resplandecientes, surgen ciudades populosas al borde de grandes lagos en los cuales se reflejan montañas de formas raras. En el cielo las nubes dibujan grupos extraños, cobrando relieves no vistos en otras partes. Hay días en que la mitad del horizonte se ilumina de sol, en tanto que la otra está arrasada por tormentas y surcada por relámpagos.




Los magos, las mujeres, los hombres

El hombre que habita en este medio extraño y casi irreal, en el centro de este universo salvaje, magnífico y extravagante, inspira   —108→   más repulsión y antipatía que piedad. Los Chipayas están desprovistos de casi todo lo que confiere cierta dignidad al hombre. Ni por su físico, ni por su carácter se ganan el afecto que el etnógrafo, aunque sólo fuera por hábito profesional, estaría inclinado a ofrecerles. Sus rasgos son toscos y groseros y sólo algunos individuos, producto de la unión con sus vecinos los Aimarás, presentan el hermoso perfil, de nariz repulgada y fina que caracteriza a la raza conquistadora de Bolivia y del Perú. Sus cuerpos, cortos y rechonchos se hacen más pesados aún debido a los gruesos vestidos de lana que los revisten. Sólo sus piernas finas y torneadas son gratas a la vista, cuando vadean un río. El color de su tez no sería tan obscuro si por lo menos se lavasen una vez en su vida. Estoy convencido de que la mugre y los harapos que los cubren, acentúan aún el aspecto penoso y miserable de estas gentes. Intelectualmente, los Chipayas son seres inferiores, tienen mentalidad lenta, estrecha y se muestran rebeldes a todo esfuerzo intelectual. Carentes de fantasía, de imaginación, no tienen por toda literatura sino algunos cuentos insípidos y breves, que, por lo demás, parecen ser todos aprendidos de los Aimarás. Se exceptúan de esta regla una gran parte de las mujeres, algunos jóvenes y los dos magos oficiales de la tribu, dueños de una mentalidad vivaz que la estupidez de sus próximos hace aún más sorprendente.

El Chipaya no abriga ambición y ni el deseo de algún bien terrestre logra arrancarlo a su apatía. Sus gestos son lentos, medidos; su capacidad de inmovilidad no tiene límites y parecen constantemente perseguir un sueño interior, que no se renueva nunca. El hastío y el silencio reinan como amos en la aldea. Los propios niños participan de esa tristeza general: casi no juegan   —109→   y yo no he encontrado ningún juguete en Chipaya. Los hombres siguen con mirada vaga sus rebaños o permanecen agazapados en sus cabañas, mascando coca. Las mujeres, cuando la necesidad las apremia, tejen alguna tela grosera u ocupan sus ocios en despiojarse mutuamente o en hacerse innumerables trenzas con sus cabellos previamente lavados con orines podridos.

Sólo interrumpen la monotonía de la vida en Chipaya las fiestas. Estas se realizan según un ritmo uniforme y previsto; pero son ocasión de grandes libaciones, que despiertan las pasiones, infunden cierto calor en los cuerpos apáticos de sus habitantes y permiten el desenfreno de los viejos instintos adormecidos. La música, que sólo entonces rompe el gran silencio de la puna, consiste en la repetición, llevada hasta la obsesión, de tres o cuatro compases de una tonada tan amorfa y exenta de sentimientos como la propia alma del chipaya.

Sin embargo, esta isla del desierto, con su mugre, su miseria y su monotonía, es digna de figurar entre las comarcas más interesantes de la tierra americana. Este aislamiento material, esta pobreza espiritual, esta falta de espíritu de iniciativa han contribuido a conservar a Chipaya su fisonomía precolombina. Los Aimarás de Carangas tratan a los Chipayas de Chullpas puchu, es decir, de restos de chullpas. Con el nombre de chullpas se designa a los cadáveres momificados y a los esqueletos de los indios prehistóricos que muestran la mueca de su rostro en las innumerables cabañas cuadradas o chullpares que se alzan por centenas en la altiplanicie. Son las moradas de las antiguas poblaciones prehistóricas, en donde hacinaron a sus muertos, que el frío, la sequedad y la superstición han conservado en bastante buen estado hasta nuestros días. Estas casas, hechas de adobes   —110→   y provistas de una puerta angosta orientada hacia el Este, suelen acompañar al viajero por espacio de kilómetros. Ora forman aglomeraciones, ora aparecen aisladas. Cuando se penetra en la cámara estrecha y baja que esconden, se tropieza con un verdadero osario: la mayoría de los muertos que se hacinan espantosamente están aún cubiertos de tejidos y restos de vestidos, conservados como estaban hace siglos. Pues bien: estas piezas de trajes prehistóricos, por su corte, su color, y su carácter son idénticos a los que visten hoy las mujeres y los niños chipayas y en parte los hombres. Las mujeres chipayas, como aquellas cuyos restos he exhumado, muestran aún el cabello dividido en una infinidad de trencitas, adornadas siempre con topos de plata. De sus trenzas penden idolillos de bronce (lauraques) que representan una mujer con las manos cruzadas sobre el pecho y sólo tienen derecho a llevar las casadas. Idolillos absolutamente idénticos se han hallado en las ruinas de Tiahuanaco y es de presumir que provienen del tocado de la mujer de la gran metrópoli americana. Los pequeños lauraques de Tiahuanaco suelen representar también indias peinadas y vestidas como las chipayas actuales.

En torno del busto las mujeres chipayas llevan aún la antigua camiseta cuadrada, el paño grande, abierto por el costado y prendido en los hombros por topos o espinas de cactus, y sujeto en la cintura por una faja, de la cual he descubierto ejemplares análogos en las sepulturas prehistóricas. Sobre los hombros se echan la ancha manta que se ve en los ceramios antropomorfos del Perú y cubren su cabeza, cuando hace sol, con el pequeño tocado napolitano que llevaban en el siglo XVI las princesas cuzqueñas. Este traje, que acabo de describir someramente   —111→   es el de casi todas las tribus andinas antes de la Conquista, y es verosímil que las mujeres calchaquíes se mostrasen en tal aspecto a los conquistadores españoles. Los niños visten la camisita blanca, cuadrada, de lana tosca, la misma que envuelve el cuerpo de los innumerables cadáveres infantiles que se exhuman en los «chullpares» prehistóricos. Los hombres, aquí como en todas partes, son los que muestran más cambios en el traje antiguo. No han abandonado aún el famoso uncu o camiseta, el vestido masculino por excelencia de los indios que habitan la zona andina de la América meridional.

Desgraciadamente, bajo el uncu se ponen pantalones prosaicos de hechura indígena, pero calcados sobre los de los blancos. Su sombrero es el «chullo» clásico de los indios Aymarás. Durante sus festividades, hombres y mujeres cubren sus cabezas con el sombrero de fieltro, a la moda desde hace unos sesenta años entre todos los indios de la región montañesa de Bolivia.

Fuera de los lauraques y de los topos, las mujeres chipayas no llevan adorno alguno, y si en ellas existe el sentimiento de la coquetería, éste no se traduce sino en el cuidado con que se peinan y en el aseo relativo de los trajes que visten en los días de fiesta. No es raro, sin embargo, verlas adornarse con flores que prenden en sus cabellos, sobre las sienes. Esta afición a las flores es rara en un pueblo tan desprovisto del sentido de lo bello y de la gracia, y es tanto más sorprendente cuanto que, a excepción de los Chocos de Panamá, ninguna tribu americana soñó nunca, a diferencia de las polinesias, con hacer de las flores un adorno o un ornamento. Por regla general, los Chipayas no tienen vestidos para cambiarse, y esperan que los que llevan caigan hechos harapos para confeccionarse otros nuevos. Sus tejidos   —112→   son enteramente diferentes de los que usan los Aimarás. Sólo avivan sus mantas, de color negro o castaño, listas blancas o azules. En dos o tres ocasiones he visto a mujeres de esta raza tejer una pieza de tela con motivos geométricos; pero eran siempre imitaciones serviles de un modelo aimará y en ciertos casos el tejido empezado por una india de esta raza era confiado para su terminación a una chipaya. El arte textil de los Chipayas es sin duda el más primitivo y basto que haya visto en el Altiplano, y con esta inhabilidad y falta de imaginación manifiestan claramente los Chipayas que la práctica del tejido les era antes extraña y que no la han adoptado sino bajo el influjo de los pueblos vecinos.




El mito

Los Aimarás no se engañan, pues, cuando consideran a los Chipayas como espectros del pasado. Han inventado, para explicar esta analogía, un mito que los Chipayas han adoptado a su vez, aderezándolo con elementos propios. He aquí esta leyenda, tal como me la contó un anciano chipaya, ciego y paralítico, que era tenido por el hombre más viejo de la tribu. Me dictó este texto en lengua chipaya y lo hice traducir en aimará:

«En los tiempos antiguos, el sol salía por el Oeste. Los hombres dijeron: ‘Pondremos las puertas de las casas hacia el Este’. Entonces salió por el Oriente y las gentes murieron en sus casas.

»El sol mató a los chullpas, pero una pareja sobrevivió; se había sumergido en el agua para escapar así a la destrucción   —113→   total. Bajaron por el curso del río Llauca y llegaron a esta región desnuda y pelada, donde construyeron chozas conforme al modelo antiguo. Cuando el sol apuntaba en el horizonte, se apresuraban a meterse en el agua y no salían de ésta hasta que desaparecía completamente detrás de las montañas. De noche, se entregaban a todos los trabajos que los demás hombres hacen de día.

»Un hombre venido de Huachacalla descubrió este pueblo curioso y comunicó su hallazgo al cura de su aldea. Este vino en seguida y bendijo a los chullpas. Mediante este acto, deshizo el sortilegio y los chullpas pudieron entregarse de nuevo a sus tareas diurnas y se convirtieron en los actuales Chipayas. Antaño, los Chipayas apacentaban los rebaños de las gentes de Huachacalla (Aimarás) y recibían anualmente un carnero en pago. De este modo los Chipayas llegaron a tener poco a poco rebaños propios. Los chullpas, sus antepasados, no los tenían, sino que sembraban quinua y cañave».




Batallas. Tormentas

Aún hoy, las cabañas de los Chipayas están orientadas hacia el Este, exactamente como las antiguas casas de los chullpas. Ese punto cardinal ejerce en su religión y en su vida una verdadera tiranía. Todos los actos, por poco6 solemnes que sean, se realizan siempre frente al sol levante.

Para quien conoce algo de arqueología andina la vida en Chipaya ofrece cada día el descubrimiento de una nueva supervivencia: así es como los telares están aún fijados al cuerpo de la tejedora, tal como se ve en los antiguos ceramios del Perú; varios   —114→   instrumentos de uso común son de piedra y los cántaros tienen aún la forma de los antiguos aríbalos que los Incas difundieron desde Colombia hasta Chile. Las mujeres los llevan sobre la espalda, sujetándolos con una cuerda, exactamente como el indio a quien representan los artistas del Chimu. Durante las fiestas, beben la chicha en cubiletes de madera, cuya forma era ya familiar a los hombres de Tiahuanaco. Las canastas muestran una técnica, sin duda la más antigua que se conoce en América.

En el orden social y religioso este conservatismo es aún más marcado. Así como antaño el Cuzco estaba dividido en Urin-Cuzco y Anan-Cuzco, Chipaya está repartido entre dos clanes principales o fratrias, Tuanta y Texata y un subclán, Warta-ayllu. Estos clanes están orientados respectivamente al Este, al Sur, y al Oeste, y se hallan separados geográficamente por descampados, en medio de los cuales se alza el único edificio común a todos: la pequeña iglesia católica de la aldea. Fuera de las ceremonias, del culto extranjero que une a todos los miembros de los clanes, cada ayllu tiene su vida propia, su territorio, su música, sus divinidades protectoras, sus lugares sagrados y su jefe. Colocados unos frente a otros, los sentimientos de los habitantes de los dos grandes clanes están impregnados de envidia y de una rivalidad sorda. Este antagonismo se manifiesta durante las fiestas comunes y se traduce en batallas frecuentemente sangrientas. A despecho de los matrimonios, que son cada vez más frecuentes, entre los clanes, su independencia es aún ostensible y cada ayllu conserva su fisonomía propia. Huésped del clan de Tuanta, jamás disfruté de simpatías en el de Tajata, ni de las atenciones que me prodigaban los miembros de aquel clan. El antiguo comunismo de las aldeas y de las tribus que compusieron el mosaico del imperio   —115→   incásico no se ha alterado: los pastos pertenecen indistintamente a todos los miembros del clan, y el territorio es asimismo un bien comunal, a excepción de las parcelas de tierra donde cada cual ha construido su casa y su cercado. El terreno que los Chipayas han procurado cultivar está dividido en largas fajas de unos diez metros de ancho, que cada año se vuelven a repartir entre las familias del clan. El jefe de cada gran ayllu lleva el título de alcalde y está encargado de la administración y de la justicia. Desde hace poco, los Chipayas, a ejemplo de los Aimarás, se han dado un Corregidor que vela por los intereses comunes de la tribu y la representa en sus relaciones con el extranjero.

Enero y febrero son en el altiplano los meses de las tormentas y de las lluvias. Los ríos caudalosos se desbordan y el territorio de los Chipayas se torna un vasto pantano. La hierba crece más dura, más verde y los puercos hallan en el agua un alimento más copioso. Estos meses son de abundancia y de ellos depende la prosperidad del año y la existencia misma de la tribu. Ocurre a veces que las lluvias se atrasan o que las tormentas estallan en el horizonte sin descargarse sobre Chipaya y sus cercanías. Para disipar la amenaza de un cielo demasiado tiempo azul los Chipayas imploran el socorro de las antiguas divinidades andinas, siempre jóvenes y poderosas en su corazón, y recurren a los ritos mágicos de sus antepasados. Las divinidades a las cuales imploran constituyen un panteón abigarrado, del cual forman parte diferentes santos: la Pachamama asimilada a la Virgen, las montañas del horizonte, el Sajama en particular, de donde proviene el río Llauca, este mismo río, por último los Mallcus y los Samiris. Estos últimos corresponden hasta cierto punto a los totemos y a los paladiones y afectan entre los Aimarás,   —116→   según las localidades, naturaleza diferente. Entre los Chipayas, los Samiris son piedras calcáreas, chatas, escogidas según parece arbitrariamente. Reposan en una cueva cuadrangular, disimulada bajo una yareta, en pleno desierto, a unos diez kilómetros de la aldea. Los Samiris son, por lo común, escondidos a los extranjeros y tengo la convicción de ser uno de los pocos europeos que han podido ver esos objetos sagrados.

Los Mallcus son conos de tierra que se yerguen solitarios, como menhires, en los confines del territorio chipaya. Cada uno lleva un nombre distintivo y todos son objeto de un culto importante. Los Mallcus gozan, sin embargo, de una vida independiente de sus símbolos: según me dijo un mago, se les puede ver de noche vagando por la puna, bajo el aspecto de fantasmas blanquizcos. Mallcus y Samiris velan por la existencia misma de los Chipayas y tienen por función proveer al crecimiento de la hierba y a la multiplicación de los rebaños.




Ceremonias

Durante los dos meses críticos de enero y febrero, las festividades se suceden a cortos intervalos y cada divinidad es objeto de una ceremonia en el curso de la cual el clan cumple con las obligaciones que contrajo respecto a su protector. Estas fiestas comportan un ritual complicado y largo, pero se repiten siempre con cierta uniformidad. Se celebran en el mismo lugar en donde se hallan los objetos o el monumento sagrado, es decir, siempre a una gran distancia de la aldea. Las gentes del clan se dirigen hacia el referido lugar, ya sea en pequeños grupos o siguiendo las hileras de altares y capillas que parten de cada clan   —117→   como brazos extendidos hacia el desierto. Al describir detalladamente una sola de esas fiestas se puede dar una idea bastante exacta de las manifestaciones exteriores de la religión de los Chipayas y resucitar en la misma ocasión los ritos practicados en otro tiempo por las poblaciones rurales del imperio incásico.

La fiesta es siempre presidida por un indio y su mujer, quienes la costean. Llevan los títulos respectivos de alférez y alfereza, y procuran, en el ejercicio de sus funciones sobrepujar en liberalidad a los alféreces anteriores, con lo cual ganan un prestigio que les procura una situación privilegiada. A modo de insignia, el alférez lleva un estandarte blanco que conserva durante todo el ejercicio de sus funciones y que transmite a su sucesor. Todas las ceremonias encierran a la vez elementos mágicos y religiosos, íntimamente mezclados.

El punto culminante de los ritos religiosos consiste en el sacrificio de una llama, un carnero y un puerco, los tres mamíferos de que viven los Chipayas. Atan a estos animales y los tienden ante la columna del Mallcu o la caverna de los Samiris, mirando al Este. El primer cuidado del mago consiste en hacerlos pasar del estado profano al estado sagrado mediante fumigaciones, ofrendas de coca y libaciones de alcohol. Estos ritos son ejecutados en seguida y sucesivamente por cada uno de los presentes, acompañado por su mujer.

Una vez que las víctimas han sido así «santificadas», el mago les abre la garganta. En el momento en que la sangre brota de las arterias cortadas, el oficiante extrae de dos saquitos diferentes, puñados de harina que espolvorea sobre el chorro. Luego, recogiendo la sangre en una escudilla, da vuelta en torno del animal, salpicando el suelo en dirección de los cuatro puntos cardinales   —118→   e invocando a los espíritus que presiden cada una de esas regiones del mundo. Vierte asimismo cierta cantidad de sangre sobre los conos de tierra que simbolizan a los Mallcus. Se practica igual ceremonia para cada animal. Los cuerpos de las bestias sacrificadas son llevados aparte, en donde inmediatamente se les desuella y prepara.

Poco después, el oficiante, provisto de un punzón, da vuelta en torno del terraplén donde se yergue el Mallcu, preparando los huecos en los que siembra una plantita enclavada en una bolita de grasa, con algunos granos de copal. Durante esta parte de la ceremonia, su ayudante extiende ante el mallcu un mantel sobre el cual alinea 36 vasitos de terracota, llenos de agua. Entonces el mago prepara la libación. Al efecto, depositan sucesivamente, él y su ayudante, en cada uno de los vasitos, los productos siguientes: cristalitos de mica, plumas, incienso, goma copal, láminas de oro y plata, harina de maíz blanco y morado, bombones pelados, polvos minerales de diferentes colores. Frota tres piedras que saca de su bolsa mágica, así como unas cuentas de turquesa que provienen de collares prehistóricos, en cada uno de los vasitos para aumentar sus virtudes místicas. Sobre otro tapiz el ayudante del mago coloca redomas en las que mezcla polvos minerales coloreados, harina y maíz. Una vez dispuestas las libaciones, el oficiante planta frente al Este una cruz con un rosario y, al lado, uno de esos palos sagrados que no faltan en ninguna cabaña chipaya. Se quema un puñado de khoa, sustancia resinosa y aromática, al pie de esos palos y dos fetos de llama, groseramente adornados con mechones de lana roja, espolvoreados con un poco de coca.

El mago se arrodilla ante la cruz y el bastón sagrado, vuelto   —119→   el rostro hacia Oriente. Dice una oración en seguida, recibiendo de manos de su ayudante las piedras en cuestión, y muerde un fragmento que escupe delante de él. En seguida su ayudante le alcanza los vasitos, de dos en dos y al tiempo que ruega a los Mallcus y a los santos que oigan sus preces arroja su contenido ante sí, a su derecha y a su izquierda. Para verter el contenido de los dos últimos, el oficiante se mantiene de pie, extendidos los brazos en un gesto de ofrenda. Antes de esta libación, pronuncia con recogimiento una larga oración. Se dirige luego a sus redomas, cuyo contenido arroja al aire, dando una vuelta en torno de los presentes y pronunciando con voz apresurada nuevas plegarias con que saluda a todas las divinidades protectoras.

Mientras el mago realiza estas ceremonias, el alférez y su mujer forman haces con montones de paja que traen. Atan cada uno de esos haces con hondos ceremoniales y los colocan ante el lugar donde presidirán la ceremonia. Delante de cada gavilla atan un saquito de coca, matas de quina y huevos de gallina o de flamenco, así como guirnaldas de frutas, de quesos y de pan. Los concurrentes se adornan con briznas de paja, que los hombres colocan en su sombrero y las mujeres en el suyo junto con flores. Estos haces de paja encarnan y representan la vegetación, fuente de abundancia, que la ceremonia que se realiza debe hacer prosperar para mayor felicidad de los Chipayas. En virtud de las leyes de la magia simpática todos los individuos se rodean de lo que constituye el objeto de su esperanza y de sus votos. De pronto, hombres y mujeres interrumpirán sus plegarias para imitar el rumor del viento que trae las nubes y el mago arrancará a una trompa un sonido sordo y lejano que también, por obra de las leyes mágicas, debe influir sobre los fenómenos atmosféricos. La mujer   —120→   del alférez hará caer, repetidas veces, sobre la concurrencia, una lluvia de granos de maíz y habas, gritando: «Germinarán bien, suerte, suerte». El menor grano de éstos es cuidadosamente guardado como portador de felicidad.

Todos los miembros de la tribu están pendientes de esa noción de la abundancia y de fertilidad que los haces de paja, las guirnaldas de frutas, de queso y de pan, los granos de maíz y los huevos hacen tangibles. No se contentan con provocar la fecundidad de la naturaleza exhibiendo sus símbolos, sino que la piden sin cesar a los genios y a los dioses protectores. Ni un instante el oficiante o cualquiera otra persona calificada dejan de recitar plegarias rápidas, a las que unen íntimamente los nombres de los santos y de los Mallcus. A unos y otros se pide que hagan brotar los doce vegetales que crecen en Chipaya y multiplicar los rebaños.

De vez en cuando, algunas mujeres con manojos de quinua en la mano, van a arrodillarse, cara al sol levante, y oran con el rostro contra el suelo. Para hacer más eficaces sus plegarias, hacen arder a su lado puñados de khoa, cuya humareda embalsama el aire.

Debajo del Mallcu, hay una caverna en donde el mago entierra bolsitas misteriosas que encierran las sustancias más diversas, ramos de flores, coca y frascos de alcohol. Estos objetos quedan allí sepultados hasta la próxima fiesta en que se les renueva. Son ofrendas permanentes a la divinidad del lugar.

Mientras se efectúan estos ritos mágicos y religiosos según un compás lento, la fiesta propiamente dicha llega a su colmo. Los concurrentes mascan coca y beben, ofreciéndose mutuamente vasitos de alcohol y bolsitas de coca. El alférez está especialmente encargado de atender a los que le rodean; pero parece que es también

  —121→   un deber de toda persona presente el venir de rato en rato a ofrecer a él y a su mujer dos vasitos de alcohol. Hombres y mujeres se saludan arrodillándose, abriendo los brazos con el gesto de un abrazo y quitándose el sombrero. Hacen esta mímica pronunciando con tono gemebundo la palabra «tatai» o «mamai», según el caso. Se les corresponde emitiendo el mismo murmullo plañidero.

Las horas pasan bajo un sol de plomo sin que la concurrencia manifieste cansancio. Todas las miradas se concentran en el alférez y en el mago, cada uno de cuyos gestos es saludado con un grito, siempre el mismo: «Ja-yá yá alférez». Nadie conversa con sus vecinos. Bien pronto se concentra la atención en los preparativos de la comida, la cual se sirve sobre dos manteles en los que se coloca juntamente centeno hervido, papas, carne, habas y maíz. Cada cual llega a servirse a su turno, usando como plato una punta de su poncho o de su manta. Los trozos de carne proveniente de los animales sacrificados se arrojan a los cuatro puntos cardinales para que sirvan de pasto a los espíritus invisibles.

Al atardecer, la animación provocada por el alcohol se traduce en una necesidad de movimiento, que encuentra su expresión en rondas y danzas monótonas al son de flautas encorvadas y de tamboriles cuadrados. Reina, por lo demás, poca animación y aparte del alférez y su mujer, excitados por la enorme cantidad de alcohol que han tenido que ingerir, se entregan al placer de la danza con su indiferencia y apatía habituales.

La concurrencia se dispersa poco a poco, sin que los ritos de separación sean muy precisos. Cada cual, antes de irse se arrodilla, recita una breve plegaria, terminada la cual, besa el suelo. Los   —122→   más entusiastas vuelven a sus casas, desplegando al viento estandartes y bailando por el camino.

Sólo una parte de la carne de los animales sacrificados se consume en el lugar de la fiesta. El resto se sirve en un banquete que el alférez ofrece a los miembros del clan al día siguiente de la fiesta. Todos se reúnen en su cabaña, donde se sirve la comida y las bebidas que aquél reparte magníficamente a sus huéspedes. Preside la ceremonia, sentado detrás de una mesa en la que se colocan las cabezas de los animales sacrificados y los haces de paja consagrados en la ceremonia de la víspera. Libaciones y ofrendas se efectúan en aquel altar improvisado.

Fue en uno de esos banquetes con que terminan las fiestas, donde escuché por vez primera tonadas indígenas en toda su pureza y en todo su extraño salvajismo. La noche había llegado, y en la cabaña algunos indios se pusieron a tocar la guitarra, únicamente para divertir a la concurrencia. En un momento dado, una voz primera muy aguda, plañidera y no modulada, salió del grupo de las mujeres. En seguida otras la acompañaron con las mismas notas. Era un canto sin palabras, lento y melodioso, de numerosas inflexiones; las notas, frecuentemente muy prolongadas, eran seguidas por los acompañantes. En el mismo instante en que parecía extinguirse el canto, renacía, retomado por otras voces. Estas curiosas melopeas tienen, al parecer, un valor mágico, pues cada una de sus variantes recibía el nombre de «tonada de los llamas machos, de los llamas hembras, de los chanchos, etc.». Trátase sin duda de encantamientos destinados a obrar sobre la fecundidad y la prosperidad de los rebaños.



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La cruz teñida de sangre

Las fiestas de la clase que acabo de describir tienen un carácter netamente pagano: todo elemento cristiano está ausente de ellas, a excepción del nombre de los santos, tan frecuentemente invocados como los Mallcus y los Samiris. En otras ceremonias, las formas exteriores de la religión católica son más numerosas y están más estrechamente ligadas a los ritos paganos; pero el fondo de las prácticas deriva siempre de creencias prehistóricas. Los santos y la cruz reciben en las capillas culto regular; pero si la gente se arrodilla ante ellos, se les sacrifica también carneros y se les ofrenda coca y alcohol ni más ni menos que a los dioses Mallcus. En las capillas y hasta en la iglesia el altar está cubierto por una espesa capa de sangre negruzca. Me ha sucedido a menudo ver la cruz que se yergue ante esos edificios goteando sangre fresca. Todo lo que sale de lo habitual es para los Chipayas objeto de culto. La torre de la iglesia es un Mallcu al que se adora muy en especial y al que se dedican plegarias y sacrificios. En días de Carnaval la vi adornada con guirnaldas de flores y de quesos; en las campanas y en su base manchas de sangre atestiguaban que se acababa de degollar una res en su honor. La «Torre Mallcu» que domina todas las cabañas y se alza en el terreno neutral, que separa los clanes, es la única divinidad pagana común a toda la tribu. En las plegarias que se le dirigen se hace resaltar este carácter y se recuerda que ella sola, entre todos los Mallcus, mira a la vez a Taxata y a Tuanta y los protege por igual.

La fiesta del Carnaval es la de la vegetación. Los Chipayas   —124→   se preparan con mucha anticipación a celebrarla, y en las noches que la preceden se ocupan en misteriosas ceremonias en que no participé. Muchachas, de bracete, recorren la aldea a paso de carrera, cantando curiosas melopeas, a las que ya aludí.

Los días de Carnaval los hombres aparecen con plumas de flamenco o con ristras de huevos en el sombrero, adornados con crines y hondos ceremoniales y llevando sobre la espalda un pato u otras aves acuáticas, amarradas con boleadoras de paja. Las mujeres de los alféreces que terminan su cargo llevan sobre los hombros los haces consagrados en las fiestas anteriores. Durante todo el Carnaval, los Chipayas no abandonan esos atributos de la fecundidad de la naturaleza. Viendo ese espectáculo comprendí el significado de ciertas escenas representadas en tejidos de Nazca, en donde se ve también individuos que llevan en la mano plantas diversas: eran también probablemente fiestas de la vegetación, con las cuales el hombre procuró suscitar un contacto místico entre él y la naturaleza, para asegurarse sus productos.

Los ritos y las fiestas de que he procurado dar una idea conciernen a todos los miembros del clan o de la tribu. Hay otros que tienen carácter más íntimo. Cada cabaña, así como el terreno que se extiende delante de ella está custodiado por un espíritu o una divinidad particular. Este genio protector se encarna a veces en un gato-tigre o en un ave de presa, que, disecados, desempeñan el papel de dioses familiares. Estos animales sagrados son adornados con cintas, rodeados de hondos ceremoniales y llevan al cuello un saquito que contiene un frasquito de alcohol, de coca y saquitos mágicos. Fui testigo en una ocasión del culto que se les tributa. Un indio que se había ausentado   —125→   algún tiempo, ofreció a su regreso al Titi-Mallcu (dios gato-tigre) de su cabaña la sangre de un carnero que había degollado, pronunciando la siguiente fórmula: «Mallcu del patio, Titi-Mallcu, recibe esta sangre». Completó este homenaje con libaciones de alcohol y ofrendas de coca. En la misma ocasión salpicó con sangre el techo, la puerta y las paredes de su casa.




La consagración de la casa

Una casa nueva no es habitable sino después de haber sido consagrada mediante una ceremonia religiosa. Una vez terminada, el propietario invita a una comida a sus parientes y a los amigos que le ayudaron a construirla y sacrifica en su presencia un carnero, cuya sangre se esparce a la izquierda de la puerta, en el fondo de la cabaña y en el techo. Todas las casas chipayas muestran en su interior y su exterior grandes manchas rojas, que indican que sus habitantes han apaciguado a los espíritus malignos antes de habitarlas. Los Aimarás, que comparten estas creencias y practican iguales ritos, ponen además en el techo cruces de tela, destinadas a capturar a los demonios que pretendan introducirse en la nueva morada.

En el interior de cada cabaña, frente a la puerta, se ven tres o cuatro palos de madera de palma, traídos de las regiones tropicales. Los Chipayas les rinden culto: los fumigan con incienso, les hacen ofrendas y los llevan a las fiestas, para plantarlos en el suelo ante ellos, mientras oran.

Me ha sorprendido mucho no hallar entre los Chipayas ningún culto de los espíritus de los muertos ni el menor sentimiento de temor respecto a ellos. Sin embargo, han conservado   —126→   la costumbre de destruir los bienes del difunto, los cuales incineran cerca de su tumba, y durante el «velorio» plantan delante del cadáver una barra de hierro, destinada sin duda a proteger a los vivos contra su alma irritada o a evitar la visita de otros espíritus atraídos por la defunción. Según la costumbre aimará, se derrama ante la casa mortuoria un poco de ceniza y se procura al día siguiente adivinar por las huellas impresas en ella quiénes seguirán al muerto a su tumba.




El espíritu

La vida en Chipaya no tiene nada de idílica. Asombra el contraste entre el indio serrano de Bolivia y del Perú y su congénere de las selvas o de los llanos. Creo conocer bastante bien la vida aldeana de los Chiriguanos del Chaco boliviano: es tranquila, impregnada de buen humor y afabilidad, y entre ellos no se producen incidentes violentos, sino con motivo de las grandes borracheras anuales. Entre hombres y mujeres las disputas son excepcionales y los individuos parecen animados todos de sentimientos amistosos mutuos. El respeto por la propiedad alcanza entre los Chiriguanos alto nivel. Nunca oí hablar de robos cometidos en perjuicio de uno de ellos o de un extranjero, y más de una vez he tenido la oportunidad de apreciar su honradez escrupulosa. En sus relaciones con los viajeros se muestran abiertos y francos y saben siempre, sobre todo si se trata de ancianos, mantener una actitud digna. Es también más fácil leer en sus almas: los sentimientos se traducen también entre ellos más libremente, y los enamorados, por ejemplo, no sienten   —127→   la menor vergüenza de darse públicamente muestras de cariño. Todo lo contrario de lo dicho puede aplicarse a los Chipayas. La paz interna les es desconocida. Los clanes recelan uno de otro y se detestan. Las querellas y disputas estallan entre ellos al menor pretexto. Cada ayllu vigila cuidadosamente su frontera y desgraciado el animal que la franquee: los miembros del clan víctima del atropello lo degollarán en seguida y se lo comerán. Este antagonismo político se agrava con las enemistades de las familias entre sí y de los individuos. La envidia prospera en Chipaya como un demonio desencadenado y maligno. Ningún indio se atrevió a venderme en pleno día los objetos que adquirí para mis colecciones: estaban temerosos de los comentarios malévolos de sus vecinos. La envidia, que tortura a esos seres reconcentrados e impasibles, se desata sordamente en venganzas ruines, en denuncias y pleitos interminables. Los alcaldes pueden decirlo y su función no es para ellos una prebenda. Algunos Chipayas parecen darse cuenta de este estado de cosas y dolerse de él. Uno que habla viajado, me hablaba de ello con amargura: «Aquí», me dijo, «todos se odian, todos se envidian, todos se roban y no es bueno vivir aquí».




El amor

La vida conyugal de los Chipaya refleja la brutalidad y la acritud de su carácter. Las disputas entre esposos son frecuentes y se traducen en palizas que el marido propina a su mujer o ésta a su marido. Los parientes políticos participan en estos conflictos domésticos y los agravan. Estas querellas suelen degenerar en dramas terribles7: pocos días después de mi llegada a   —128→   Chipaya, una mujer, en un arranque de cólera histérica contra su marido, se ahorcó con sus manos.

La moral sexual sería, a juzgar por lo que me dijeron los Chipayas, mala, por lo menos desde nuestro punto de vista. Las doncellas gozan de gran libertad antes del matrimonio, y parece no darse la menor importancia a la virginidad. Los hijos ilegítimos que tengan son bien acogidos y no les impiden casarse. Por el contrario, representan un capital aportado y contribuyen al enriquecimiento de la familia, dándole un equipo de pastores. Los padres descargan en ellos el cuidado de los rebaños y disfrutan de mayores ocios y bienestar.

Si la conducta de una muchacha no tiene consecuencias desagradables, las infracciones a la fidelidad conyugal pueden tener repercusiones serias. Algunas mujeres parecen dejarse seducir fácilmente y estos adulterios o tentativas de adulterio provocan a su vez riñas o pendencias terribles. El alcalde o el corregidor reciben las quejas y están obligados a poner remedio a la situación, desempeñándose mal, según he podido apreciar. Por lo común, entre hombre y mujer no existe afecto aparente. Sin embargo, las mujeres ocupan situación privilegiada y gozan de autoridad incontestable. Hablan a sus maridos con tono autoritario y resuelto y éstos no pueden tomar ninguna decisión sin su consentimiento.

A pesar de la mugre en que viven, casi todos los Chipayas gozan de buena salud. Sin embargo, no llegan a edad avanzada. En la aldea, cuando la visité, no vi sino muy pocos ancianos. Los niños no abundan y mueren en su mayoría en sus primeros años. Cuatro o cinco hijos fue la mayor prole que pude ver en una o dos familias.

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Al contrario de los Aimarás, que poseen una farmacopea complicada y extraordinariamente rica, parece que los Chipayas no conocieran sino escasas recetas medicinales. La única curación que presencié tuvo un carácter principalmente mágico. Un indio, famoso por sus inclinaciones agresivas y brutales, se había embriagado y sobreexcitado a tal extremo durante una fiesta que sufrió un ataque del que pensó morir. Consultado sin tardanza un mago, declaró que el ataque fue provocado por dos «topus» de plata, muy antiguos, que el paciente heredó de sus padres. Estos «topus», dijo, estaban impregnados con fuerzas maléficas y habían sido causa de todas las desgracias sobrevenidas a su familia. Se necesitaba, pues, contrarrestar su siniestro poder. Se les sacrificó un carnero, se les consagró ofrendas de diversos productos y se celebró toda una ceremonia para conjurarlas. El enfermo presenciaba todos esos ritos con aspecto contrito y amedrentado, apretando contra su pecho el corazón del carnero degollado que el mago deslizara palpitante bajo su camisa. Terminada la curación, declaró el mago que el paciente se vería en adelante libre de los asaltos de los «topus» y que no sólo disfrutaría de excelente salud en lo futuro, sino que su carácter, bastante malo, mejoraría. Su mujer no tendría que temer ya el garrote de su esposo y la armonía y la paz reinarían en su hogar. Lo cierto es que en los días que siguieron a ese acontecimiento, el indio enfermo, que se me había mostrado especialmente grosero, me demostró modales finos cada vez que me encontró.



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Fábulas

Para ilustrar la psicología chipaya hay que ofrecer una muestra de los cuentos que se narran entre ellos y que constituyen, si puedo decirlo así, su bagaje literario. Los animales son los héroes habituales de esos relatos. He aquí uno: «En otros tiempos, el zorro hizo una apuesta con el cóndor. Este cargó a aquél sobre su espalda y lo depositó sobre la nieve en la cumbre de una montaña. ‘Vamos a ver cómo soportas el frío, zorro, le dijo el cóndor. Al amanecer gritaré: ‘¡Antonio!’. Y tú responderás: ‘¡Cóndor Mallcu!’. Si yo muero de frío, tú me comerás, pero si tú pereces, yo te comeré’. El zorro y el cóndor pasaron la noche sobre el hielo. Al día siguiente, el cóndor gritó: ‘¡Antonio!’. Y el zorro respondió: ‘¡Cóndor Mallcu!’. Cuarenta veces el zorro respondió al grito del cóndor, pero al fin se desmayó y murió. Entonces el cóndor fue a comérselo. Como la familia del zorro preguntase al cóndor qué hizo de su pariente, éste le respondió: ‘Arriba no hay sino gusanos’. ‘Pero si tú te lo llevaste ayer, replicó la familia del zorro’». Estos cuentos insípidos constituyen el alimento intelectual de los Chipayas. Tal carencia de fantasía y de riqueza de inventiva no puede ser sino consecuencia de un estado de embrutecimiento progresivo. Porque los Chipayas, por su religión, y por su estado social no pueden ser considerados sino como primitivos. Participan aún de los elementos culturales propios de las grandes civilizaciones andinas y representan la clase rural del «Antiguo imperio incásico». El aislamiento, la falta de intercambios vivificantes, la opresión, la miseria, provocaron paulatinamente la estagnación   —131→   material y espiritual que les caracteriza. Estos desgraciados indios se hundirán en ella cada vez más, hasta el día cercano en que desaparecerán de la faz de la tierra. Su propia lengua está enferma: cede el paso de día en día al aimará; sus vocablos más usuales caen en desuso y ya hay Chipayas que no los entienden. Su hora última va pronto a sonar para este resto de una gran raza. Al salvar su lengua, al describir tan minuciosamente como me ha sido posible sus restos religiosos y al procurar reunir ejemplares de todas las muestras de su industria, abrigo la esperanza de haber contribuido a conservar la fisonomía de un pueblo agonizante, cuyo conocimiento importa quizá mucho para la solución del enigma americano.

ALFRED METRAUX