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ArribaAbajoHonra y provecho de la agricultura


§ I

Si los hombres se conviniesen en hacer el aprecio justo de los oficios o ministerios humanos, apenas habría lugar a distinguir en ellos, como atributos separables, la honra y el provecho. Miradas las cosas a la luz de la razón, lo más útil al público es lo más honorable, y tanto más honorable cuanto más útil. Tanto en los oficios como en los sujetos, el aprecio o desprecio debe reglarse por su conducencia o inconducencia, para el servicio de Dios en primer lugar, y, en segundo, de la república. En mi dictamen, el animal más contentible del mundo es un hombre; que de nada sirve en el mundo que sea rico, que sea pobre, que alto, que humilde, que noble, que plebeyo. ¿Qué caso puedo yo hacer de unos nobles fantasmones, que nada hacen toda la vida sino pasear calles, abultar corrillos y comer la hacienda que les dejaron sus mayores? Conformáreme, a la verdad, con los demás en tributarles este culto externo, que ha canonizado el consentimiento de las gentes, mas no en lo intrínseco y esencial del culto. Yo imagino a los nobles, que lo son por nacimiento, como unos simulacros que representan a aquellos ascendientes suyos que con su virtud y acciones gloriosas adquirieron la nobleza para sí y para su posteridad, y debajo de esta consideración los venero; esto es, puramente como imágenes, que me traen a la memoria la virtud de sus mayores; de este modo mi respeto todo se va en derechura a aquellos originales, sin que a los simulacros por sí mismos les toque parte alguna del culto. El venerarlos por lo que son, y no por lo que representan, como comúnmente se hace, me parece cierta especie de idolatría política, como es idolatría teológica adorar la imagen de la deidad, parando en la imagen la adoración, o adorarla por lo que es en sí misma y no por lo que se figura en ella.

Al contrario, venero por sí mismo, o por su propio mérito, a aquel que sirve útilmente a la república, sea ilustre o humilde su nacimiento; y asimismo venero aquella ocupación con que la sirve, graduando el aprecio por su mayor o menor utilidad, sin atender a si los hombres la tienen por alta o baja, brillante u obscura.

Siendo éste el concepto justo que inspira la naturaleza de las cosas, se sigue de él que apenas hay arte u ocupación alguna digna de más honra que la agricultura. Mas como el común de los hombres deduce de otros principios esta cualidad que llamamos honra, es conveniente y aun preciso para persuadirlos acomodarnos a sus ideas, probando la estimabilidad de la agricultura por los mismos principios.




§ II

A todo aquello que es capaz de honra, aumenta la honra o da nuevo lustre la antigüedad. Los reinos, las ciudades, las familias, hasta los institutos religiosos, hacen, si no vanidad, aprecio de esta prerrogativa. Aun muchas de aquellas cosas que el tiempo deteriora y minora la utilidad, se hacen más estimables cuanto más antiguas; a manera de los hombres, a quienes la ancianidad estraga, pero autoriza. Así, una medalla consular de cobre (dase esta denominación a las medallas o monedas romanas del tiempo en que Roma era gobernada por cónsules) es hoy mucho más estimada que otra moneda de oro moderna de mayor peso.

¿Qué arte puede competir en antigüedad con la agricultura? Ninguna sin duda, pues es ésta tan antigua como el hombre. Luego que Dios crió a Adán, le colocó en el paraíso para que le cultivase y guardase: Ut operaretur et custodiret illum. Cultivar la tierra fue la primera ocupación y el primer oficio del hombre.

A esta incontestable antigüedad añaden un grande lustre dos gloriosas circunstancias. La primera, que la agricultura fue la única entre las artes que tuvo su origen en el estado de la inocencia; todas las demás nacieron estando ya la tierra envilecida con la culpa. La segunda, que de todas las demás artes fueron autores los hombres; de la agricultura lo fue Dios. Consta del sagrado texto, pues Adán no por designio propio se dedicó a cultivar la tierra, sino por destino y orden del Altísimo: Tulit ergo Dominus Deus hominem, et posuit eum in Paradiso voluptatis, ut operaretur et custodiret illum.




§ III

El segundo capítulo de nobleza de la agricultura viene de los grandes hombres que la han ejercido. Si nos metemos en la más remota antigüedad hallaremos que todos los hombres más ilustres de los primeros siglos fueron labradores. Es advertencia del padre Cornelio a Lapide: Adam (dice) a quo omnis nobilitas descendit, Abel, Seth, Noe, Abraham, Isaac, Jacob, omnesque viri prisci celeberrimi fuerunt agricolae. (In cap. 2. Genes.)

Bajando de aquellos antiquísimos tiempos a otros no tan remotos, la historia romana nos ofrece insignes ejemplos al propósito. Camilo, el gran Camilo, cinco veces dictador (que era la suprema magistratura de Roma, y que sólo se confería en los grandes riesgos de la república), seis veces tribuno de la plebe, vencedor de los antiates, de los faliscos, de los veyos, de los galos, de los volscos, de los toscanos, de los ecuos; llamado segundo Rómulo por haber recobrado a su patria, estando en el punto de su total ruina a causa de la invasión de los galos, y a quien ella, agradecida, levantó una estatua ecuestre, honor que hasta entonces no había concedido a nadie; este insigne varón, digo, fue labrador, no sólo por diversión, sino por oficio; y aquella victoriosa diestra, que tantas veces destrozó a los enemigos de la república, sirvió también a romper la tierra con el arado, por lo que, hablando de ella, cantó Lucano, lib. I:


... Et quondam duro sulcata Camilli
Vomere.



La misma profesión tuvo Marco Curio Dentato, tres veces cónsul, vencedor de los samnites, de los sabinos, de los lucanos, y lo que es más que todo, del terror de los romanos, el magnánimo Pirro. La misma, Marco Attilio Régulo, dos veces cónsul y muchas vencedor de los cartagineses. La misma, Catón el mayor, cuyo nombre, sólo proferido, hace mayor elogio suyo que una amplísima relación de sus victorias y triunfos. Este héroe (dice Plutarco) trabajaba la tierra con el mismo afán y fatiga que los más viles esclavos en compañía de los suyos, cubierto, como ellos, de una rústica vestidura apropiada para las labores del campo en el invierno, y desnudo, como ellos, en el estío.

Aléganse estos ejemplares por ser de especialísima nota, no como únicos, pues antes bien en Roma era cosa ordinaria dar algún tiempo al cultivo de la tierra de los mayores hombres que gobernaban aquella república, de que tenemos por testigo a Cicerón: Apud majores nostros (dice en la oración Pro Rosc. Amerin.) summi viri, clarissimique homines, qui omni tempore ad gubernacula reipublicae sedere debebant, in agris quoque colendis aliquantum operae, temporisque consumpserunt. Plinio lo confirma y aun lo amplifica, diciendo: Ipsorum tunc manibus Imperatorum colebantur agri (Lib. 18, cap. 3). Y Ovidio dice (I Fast.), como cosa común, que solían pasar los hombres grandes del manejo del arado al ejercicio de la dignidad pretoria:


Jura dabat populis, posito modo Proetor aratro.



El caso de Attilio Régulo es dignísimo de especialísima memoria al intento. Una de las veces que le hicieron cónsul, los comisarios que envió la república a darle la noticia y llamarle le hallaron sembrando la tierra en seguimiento del arado. Cicerón es también quien lo dice: Profecto illum Attilium, quem sua manu spargentem semen, qui missi erant convenerunt, etc. (ubi supra). En la misma ocupación, dice Plinio (lib. 18, cap. 3), halló a Serrano el diputado que fue a anunciarle los honores que le había decretado la república: Serentem invenerunt dati honores Serranum.




§ IV

Entre los mismos romanos hallamos otro insigne capítulo de honor de la agricultura; esto es, la denominación de varias familias ilustres tomada de los frutos del campo, que son el objeto de este arte, o de cosas relativas a ellos. Los Fabios tomaron su denominación de las habas; los Léntulos, de las lentejas; los Cicerones, de los garbanzos. Estas denominaciones eran relativas (dice Plinio) a este o aquel ascendiente, que había perfeccionado la agricultura en orden a tal o tal fruto. Del mismo modo los Pisones se denominaron del verbo piso, que significa limpiar el grano de la corteza, y los Pilumnos de la invención del pilum, que era un instrumento destinado a moler trigo.




§ V

El cuarto capítulo de nobleza de la agricultura se puede tomar de los hombres insignes, que no tuvieron por indigno de su grandeza escribir tratados de este arte. Entendemos aquí por hombres insignes, no los que lo fueron en sabiduría (bien que muchos de éstos de intento escribieron de agricultura o mezclaron instrucciones pertenecientes a ella entre sus obras), sino los que fueron grandes por su carácter, estado y honores. Plinio señala cuatro reyes que escribieron de la agricultura. En verdad, que no sé que haya alguna ciencia o arte cuyos profesores puedan gloriarse de otro tanto. El primero fue Hieron, rey de Sicilia. Hubo dos de este nombre. Aunque Plinio no los distingue, sábese por otros escritores que fue el segundo príncipe sabio, prudente y valeroso. El segundo fue Attalo, rey de Pérgamo. El tercero, Filometor, también rey de Pérgamo. Donde advierto que aunque monsieur Rollin, en el tomo X de su Historia antigua, libro XXII, capítulo I, confunde a estos dos en uno, con el motivo, sin duda, de que uno de los Attalos, reyes de Pérgamo, tuvo por renombre o segundo nombre el de Filometor, señalando Plinio como dos reyes y escritores distintos a Attalo y a Filometor, debemos creer que el que llama Attalo es uno de los otros dos reyes de Pérgamo que tuvieron este nombre, distintos del que se llamó Filometor. El cuarto fue Arquelao, rey de Capadocia.

El mismo autor nombra, después de los cuatro reyes, dos generales de armadas que también fueron escritores de agricultura. El uno, el famoso Jenofonte, insigne en armas, letras y elocuencia; el segundo, Magón, caudillo de los cartagineses, cuyos escritos lograron los romanos en la toma de Cartago, y hizo tanto aprecio de ellos el Senado, que cuando estaba dando bibliotecas enteras a los reyezuelos de África retuvo para sí veintiocho volúmenes escritos por Magón, y destinó para traducirlos al idioma latino algunos romanos peritos en la lengua púnica.

La honra de haber sido estudio de reyes la agricultura es especialísima, y mucho más digna de atención respecto de nuestra España que en orden a otras naciones. Un rey español, llamado Habides, si creemos a Trogo Pompeyo, o a su abreviador Justino, fue, por lo menos, respecto de nuestra península, el primer autor de la agricultura: Boves primus (dice Justino), aratro domari, frumentaque sulco serere docuit, et ex agresti cibo, meliora vesci. El padre Luis de la Cerda, teniendo presente este pasaje de Justino, en la exposición del libro I de las Geórgicas, después de decir que a los españoles nos enseñó este utilísimo arte, no algún griego, no la fabulosa deidad Ceres (que algunos juzgan fue en realidad una antiquísima reina de Sicilia), sino nuestro rey Habides, añade, como intimando a toda la nación la especial obligación que por este respeto tiene a estimar y promover la agricultura, que es gloria nuestra no deber a ningún forastero tan gran beneficio, sino a un príncipe de la propia nación: Itaque proprio invento gloriamur, non aliunde emendicato.




§ VI

El quinto título de nobleza de la agricultura se funda en la estimación que logró antiguamente, y aun logra hoy, en algunos reinos de los más florecientes del mundo. De los romanos ya se ha dicho en esta materia lo bastante. No fueron en ésta inferiores a los romanos los asirios y los persas. Los griegos erigieron deidad a Ceres porque enseñó la agricultura. A todos excedieron los egipcios, pues adoraron como deidad al Nilo, por deberle la fertilidad de sus campos. Plutarco, Heliodoro y otros muchos dicen que el dios egipciaco Osiris no es otro que el Nilo. El mismo Heliodoro testifica que no sólo veneraban los egipcios como deidad al Nilo, mas como la suprema de las deidades. Y en Ateneo, Parmenion Bizantino da al Nilo el nombre de Júpiter Egipciaco. Tanto honor daban a aquel río por ser su riego quien hacía en sus campos feliz la agricultura.

En caso que Osiris, siguiendo la opinión común, fuese un rey antiquísimo de Egipto, a quien deificó aquella nación supersticiosa, esto mismo testifica más claramente la alta veneración que los egipcios tributaban a la agricultura, pues la adoración de aquel rey provino de que fue el primero que les enseñó este arte. Así cantó Tibulo, Lib. I, Eleg. 8:


Primus aratra manu solerti fecit Osiris,
    Et teneram ferro solicitavit humum,
Primus inexpertae commisit semina terrae,
    Pomaque non notis legit ab arboribus.



Coincide a lo mismo la adoración que daban los egipcios al buey como símbolo de Apis o Serapis (deidad indistinta del mismo Osiris), por ser el buey instrumento principalísimo de la agricultura.

Hoy dan igual honor (aunque desnudo del vicio de la superstición) a la agricultura algunos de los más florecientes reinos del mundo. Monsieur Salmón, en el tomo III del Estado presente del mundo, hablando de Sián dice que el monarca de aquel imperio, una vez en el año, echa mano al arado para dar ejemplo a sus vasallos.

La estimación que los turcos hacen de la agricultura se colige de una noticia que leímos en la continuación de la Gaceta de Holanda de 3 de agosto de 1736. Allí se refiere el modo con que en Constantinopla se declaró la guerra contra la Rusia, el día 2 de junio de aquel año. Todos los gremios, en número de sesenta y tres, se juntaron en la gran plaza de Meidán, y de allí fueron en procesión al serrallo para que los viese el Sultán. Lo que hace a nuestro propósito es que en aquella ceremonia se dio, entre todos los gremios, el primer lugar a la agricultura, la cual marchaba delante de todos los demás, representada en un hombre que conducía un arado tirado de dos bueyes, y al mismo tiempo esparciendo el grano en la tierra. Los turcos, aunque bárbaros en la religión, son sumamente hábiles en la política, como advertimos en otra parte, y la preferencia que dan a la agricultura sobre todos los demás oficios es muy importante para confirmar este concepto.

En el grande imperio de la China, donde reinan en supremo grado la providencia económica y la justa estimación del mérito en orden al bien público, no podía faltar un alto aprecio de la agricultura. Es así que lo hay. Es rito constante de aquella nación, continuado hasta hoy, que todos los años al empezar la primavera se destina un día en el cual el emperador, acompañado de doce personas, las más ilustres de la corte, va a trabajar al campo, toma el arado en la mano y, rigiéndole, siembra cinco especies de granos, las más útiles o necesarias; conviene a saber: trigo, arroz, habas, mijo común y otra especie de mijo que llaman cao leang. Los doce personajes que acompañan al emperador trabajan con él, y en todos los gobiernos del imperio, los mandarines hacen lo mismo. El emperador que hoy reina, luego que subió al trono, ejecutó esta ceremonia con gran solemnidad, acompañado de tres príncipes de la sangre real y de nueve presidentes de los supremos tribunales.

Esta estimación de la agricultura viene en parte del mismo principio que tenemos los españoles para venerarla; esto es, que un antiguo emperador suyo, llamado Chin Nong, fue su primer maestro en este arte. Propagóla y la aumentó el haberse visto en aquel imperio, sucediéndose inmediatamente uno a otro, dos monarcas extraídos del arado para el cetro. El caso del primero es muy notable para ser omitido, porque en su elección resplandecieron en grado eminente el celo del emperador que le eligió por el bien público, el desinterés y moderación de un valido, la virtud y capacidad de un rústico. Aun cuando quiera mirarse la relación de este suceso como digresión, estoy cierto de que la leerán con gusto los lectores bien intencionados, por edificante. Digan lo que quisieren los censores rígidos, que no por eso perderé ocasión alguna de promover la virtud en mis escritos con la noticia de los buenos ejemplos. Dichoso yo si los aprobasen los virtuosos, aunque los reprobasen los críticos. Advierto que lo que en la relación señalo con comas a la margen, se halla notado del mismo modo en la Historia de la China del padre Duhalde, tomo II, página 68, de donde parece que aquella parte es copiada a la letra de los libros chinos.

Yao, emperador famosísimo entre los chinos, mucho menos por la larga duración de su imperio que por su sabiduría, prudencia y celo, y por haber establecido los varios tribunales de magistratura, que aun hoy subsisten, queriendo, después de reinar mucho tiempo, descargar sobre otros hombros el peso del gobierno, confirió con sus principales ministros sobre la elección de sucesor. Ellos le propusieron, como el más conveniente, a su hijo primogénito. Mas el emperador, que no tenía satisfacción de su genio e inclinaciones, resuelto a colocar en el trono el sujeto más oportuno para el gobierno, sin respeto alguno a la carne y sangre, disolvió, sin decidir cosa alguna, la asamblea; y después de meditar algún tiempo sobre negocio tan grave, puso los ojos en uno de sus más fieles ministros, y llamándole a solas, le dijo:

Vos tenéis discreción, bondad y experiencia. Así, creo que llenaréis bien el puesto que yo ocupo, y os destino para él. -Gran emperador, respondió el ministro, yo me conozco enteramente indigno de tanto honor, y no tengo las cualidades necesarias a un empleo tan alto y tan difícil de cumplir bien con él; mas ya que buscáis alguna que merezca ser sucesor vuestro y que pueda conservar la paz, la justicia y el buen orden que habéis introducido en vuestros estados, os diré sinceramente que yo no conozco entre vuestros vasallos otro más capaz que cierto labrador mozo, que aún no está casado. Él es no menos el amor que la admiración de todos los que le conocen, por su virtud, por su prudencia y por la igualdad de ánimo en una fortuna tan baja y en medio de una familia donde le dan infinito que sufrir el mal humor de un padre sumamente desabrido y los furores de una madre inconsiderada; tiene unos hermanos feroces, violentos y pendencieros, con quienes nadie se ha acomodado a vivir hasta ahora. Él sólo ha sabido hallar paz, o por mejor decir, él sólo ha sabido ponerla en una casa compuesta de genios tan intratables. Juzgo, señor, que un hombre que en una fortuna privada se conduce con tanta prudencia, y que junta a la dulzura de su genio una grande destreza y una aplicación infatigable, es el más capaz de gobernar vuestro imperio y de mantener en él las sabias leyes que habéis establecido.



Yao, dulcemente penetrado de la modestia del ministro que rehusaba el trono, y de la relación que le había hecho del rústico joven, le dio orden de hacerle venir a la corte y obligarle a mantenerse en ella. Diole varios empleos, y observó su modo de proceder por mucho tiempo. En fin, hallándose ya oprimido de los años, llamándole, le dijo:

Chum (éste era su nombre), yo tengo probada vuestra fidelidad para asegurarme de que no frustraréis mi esperanza y que gobernaréis mis pueblos con prudencia. Así, desde hoy os entrego toda mi autoridad; usad de ella más como padre que como dueño, y tened siempre en la memoria el que os hago emperador no para serviros de vuestros vasallos, sino para protegerlos, para amarlos y para socorrerlos en sus necesidades. Reinad con equidad y obrad con la justicia, que esperan de vos.



¡Qué lección tan bella para todos los soberanos!

El emperador Yu, que sucedió a Chum, arribó al trono saliendo del mismo término y siguiendo el mismo camino. Hallábanse en aquel tiempo muchos territorios bajos inundados de agua, por lo que aquella región perdía mucho terreno. Yu halló el secreto de abrir diversos canales para derivar aquellas aguas al mar, y después para fertilizar con ellas otras tierras. Sobre esto escribió varios libros de instrucciones útiles de agricultura. Estos méritos, juntos a otras buenas partidas, movieron a Chum para elegirle por sucesor. Basta ya de honra de la agricultura; vamos al provecho.




§ VII

Mas ¿qué necesidad hay de ponderar la utilidad de la agricultura? ¿Quién hay que no la conozca? Según el descuido que en esta materia se padece, se puede decir que casi todos lo ignoran. El descuido de España lloro, porque el descuido de España me duele. Aquel métrico gemido con que Lucano se quejó de estar incultos los campos de la Hesperia que habitaba, esto es Italia, literalísimamente se puede aplicar hoy a la Hesperia, donde Lucano había nacido; quiero decir a España:


Horrida quod dumis, multosque inarata per annos
Hesperia est, desuntque manus poscentibus arvis.



Y bien pudiéramos juntar al lamento de este poeta el de otro, cuyo émulo fue Lucano:


...Non ullus aratro
Dignus honos, squalent abductis arva colonis
Et curvae rigidum falces conflantur in ensem.



Este último verso de Virgilio me excita en la idea una ajustadísima contraposición armónica entre lo que dice este profeta profano y lo que el Espíritu Santo dictó por la pluma del profeta Micheas. Virgilio ponderó como infelicidad grande de aquellos tiempos el que los instrumentos de la agricultura se convertían en instrumentos de guerra, esto es, las hoces para segar las mieses, en espadas: Et curvae rigidum falces conflantur in ensem. Micheas celebra como felicidad insigne de los pueblos, en el dominio pacífico de la ley de gracia, el que los instrumentos de la guerra se conviertan en instrumentos de agricultura; esto es, las espadas en rejas de arado, y las astas de lanzas en azadones: Et concident gladios suos in vomeres, et hastas suas in ligones.

En realidad ello es así. La guerra más feliz es una gran desdicha de los reinos. Mucho más importan a la república las campañas pobladas de mieses que coronadas de trofeos. La sangre enemiga que las riega, las esteriliza, cuanto más la propia. Marte y Ceres son dos deidades mal avenidas. La oliva, símbolo de la paz, es árbol fructífero, y el laurel, corona de militares triunfos, planta infecunda. Los azadones transformados en espadas son ruina de las provincias; las espadas convertidas en azadones hacen la abundancia y riqueza de los pueblos. Esta transformación recíproca de los instrumentos de las dos artes es una especie de figura retórica, cuyo significado propio es la permuta de ministerios en los operarios de una y otra. ¡Ay de la tierra donde los labradores se extraen de los campos para las campañas! ¡Feliz el reino donde los soldados dejan las espadas por los azadones! Pero ¿qué?, ¿no ha de haber guerras? No digo eso. Muchas veces son inevitables. Mas bien puede haberlas sin menoscabar, o menoscabando poco el cultivo de las tierras. El arbitrio para esto se propondrá en el siguiente discurso. Ahora prosigamos ponderando la utilidad de la agricultura.

Noto que los reinos que hubo en la antigüedad más ricos fueron aquellos donde más floreció la aplicación al cultivo de las tierras. Ya arriba advertimos la grande estimación que tuvo la agricultura entre los egipcios. Y ¿de dónde sino de este principio, provinieron los inmensos tesoros de sus reyes, el prodigioso número de gente y formidable poder de aquella nación? Lo que las historias refieren de la opulencia de muchas ciudades de Sicilia, especialmente de las riquezas de Siracusa, de la magnificencia de sus edificios y de la grandeza de sus flotas, de la magnitud de sus ejércitos, fuera increíble si no se hallase atestiguado por tantos antiguos escritores. ¿Qué fondos tenía la Sicilia para tanto, sino los copiosos frutos que le producía la agricultura? En efecto, la aplicación de aquellos isleños a este arte se colige que era grande, cuando, como ya advertimos arriba, uno de sus famosos reyes tuvo por digna ocupación suya escribir un libro de reglas y preceptos para el mejor cultivo de las tierras.

El mismo origen tuvo la grandeza de Roma. Numa Pompilio, su segundo rey, hombre de gran cabeza y político profundo, después de dividir en diferentes términos el territorio de Roma, dispuso que se le diese cuenta exacta de lo bien o mal cultivados que estaban. Hacía venir a su presencia a los labradores y los elogiaba y corregía, según el cuidado u omisión que tenían. La especialísima atención de este príncipe a la agricultura se infiere de haber inventado una deidad, el dios Término, para que presidiese a la división de las posesiones. Su culto era correspondiente a su empleo, porque sólo se le sacrificaban los frutos de la tierra. Reíase Numa a sus solas de una deidad que era fábrica de su fantasía. Pero esto mismo muestra la importancia grande que consideraba en la agricultura, pues para adelantar con ella las conveniencias de la república les proponía a los súbditos el cuidado de los campos, como interés de la religión. Anco Marcio, cuarto rey de Roma y nieto de Numa, hombre grande en la guerra y en la paz, y que parece se propuso por modelo en el arte de reinar a su famoso abuelo, después del cuidado de la religión, nada promovía con tanto celo como la aplicación a la agricultura. Ya vimos arriba el especialísimo aprecio que ésta tuvo entre los romanos después de introducido el gobierno consular. Fue creciendo Roma hasta hacerse señora del mundo mientras perseveró en ella esta importantísima atención; como desde que faltó, y toda la solicitud se dio a la ambición y a las armas, empezó su decadencia.

Otro ejemplo, muy notable al propósito, nos da el pueblo israelítico. Era una estrecha porción de tierra todo lo que habitaban las doce tribus, pero el número de gente copiosísimo, su poder militar muy grande, como se vio en tantas expediciones gloriosas contra dilatadas, y belicosas naciones, pues aunque la mano poderosa del Altísimo los asistió con extraordinario favor en varios lances, no en todos sus triunfos hicieron la costa los milagros. De la Historia Sagrada consta que no florecía entre los hebreos el comercio, con que sus ventajas enteramente se deben atribuir al esmero en la agricultura. Uno de los principales cuidados de su legislador, Moisés (dice nuestro Calmet), había sido que en aquel pueblo fuesen todas las condiciones iguales. Así, todos, exceptuando los del orden levítico, cultivaban las tierras; con que, beneficiadas éstas por tantas manos, no podían menos de rendir copiosos frutos.

Siendo griegos y romanos las naciones que con preferencia a todas las demás comprendieron las máximas oportunas para engrandecer un estado, el juicio común de dichas dos naciones es digno de mucho aprecio en la presente materia. Es advertencia de Jano Cornaro, en el prólogo a los veinte libros de los Geopónicos, que Varrón y Columela numeran cerca de cuarenta autores que escribieron tratados de agricultura, los más, con grande exceso, griegos y romanos. Esta multitud de escritores sobre una materia misma demuestra claramente que entre una y otra gente se estimaba ser de suprema utilidad la materia.

Pero hoy en Roma, en Grecia y en toda la Europa, son las ideas, al parecer, muy diferentes. Hoy salen más libros a luz en Europa en un año que en otros tiempos en un siglo. De todo se escribe mucho; sólo de la agricultura poquísimo. Conozco que muchos de aquéllos están muy bien escritos y son muy útiles. Sólo me lamento de que entre tantos escritores ninguno se acuerde de la agricultura, siendo el asunto tan importante. Aquí viene la queja de Columela. Admírase este grave escritor de que para todas las artes y ciencias hay maestros y escuelas, y sólo falten para la agricultura: Sola res rustica, quae sine dubitatione, proxima et consanguinea sapientiae est, tam discentibus eget, quam magistris. Y poco después: Agricolationis neque doctores, qui se profiterentur nec discipulos cognovi.




§ VIII

Opondráseme, lo primero, que los libros de esta facultad serían inútiles porque los que la practican no se dedican a la lectura de los libros, ni aun por la mayor parte saben leer. Respondo que basta que otros los lean para que sean útiles, porque éstos podrán dar varias instrucciones a los labradores, de que éstos se aprovecharán.

Opondráseme, lo segundo, que la agricultura se aprende con la experiencia e inspección ocular de sus ejercicios, mediante la cual, de padres a hijos se van derivando sucesivamente sus preceptos. Respondo que también se van derivando sucesivamente de padres a hijos los errores. Es así que no hay otra enseñanza de la agricultura que la que señala el argumento; pero eso mismo es lo que yo acuso. Es esa una enseñanza defectuosísima. Los labradores no son gente de reflexión ni observación; de sus mayores van tomando lo malo como lo bueno, y en ello insisten si de afuera no les viene alguna luz. Véese esto en varias máximas que obstinadamente retienen; sin embargo, de que a poquísima reflexión que hiciesen, la experiencia les daría con la falsedad de ellas en los ojos. Tal es la persuasión de que en las témporas se determina el viento que ha de reinar hasta otras. Tal la observación de crecientes y menguantes de la luna, de cuya vanidad ya hemos hablado en otra parte.

Opondráseme, lo tercero, que para instruir en los preceptos de la agricultura no son menester muchos libros: uno bien escrito basta, como de éste haya bastantes ejemplares, y en España tenemos por lo menos dos, el de Alonso de Herrera y el del prior del Temple. Respondo que no bastan esos libros, lo primero porque hay infinito más que saber que lo que enseñan sus autores, como conocerá claramente cualquiera, que habiendo visto con alguna reflexión parte de las innumerables atenciones de un labrador cuidadoso, las coteje con la generalidad de aquellos preceptos. Lo segundo, porque gran parte de los documentos de los dos autores propuestos no son adaptables a todas las tierras. No sólo cada provincia pide particulares instrucciones, mas en una misma provincia es menester variarlas según la diferencia de la calidad, positura del terreno y otras circunstancias. Conocí un sujeto que se empeñó en manejar una bellísima huerta ajustándose enteramente a las reglas del prior del Temple, y perdió cuanto sembró en ella aquel año. Antes había dado, y después dio, mucha y buena hortaliza contra esas reglas.

La razón, evidentemente, dicta que la aplicación a la enseñanza de las artes se debe medir por su necesidad; esto es, cuanto más necesaria fuere el arte, tanto más se debe cuidar que haya muchos maestros de ella, y buenos maestros. Supuesto lo cual, ¿no es cosa digna de risa, o mejor diré de llanto, que haya tantos maestros de danzar, tañer, cantar, y ninguno de cultivar con la mayor utilidad posible la tierra? No sólo sin esas artes, que sirven meramente a la diversión, dice Columela en el lugar citado arriba, mas aun sin las causídicas; esto es, sin aquel metódico estudio con que se habilitan los hombres para jueces, abogados, procuradores, notarios, fueron un tiempo felices los pueblos, y siempre pueden serlo; mas sin la agricultura, no sólo no pueden ser felices los hombres, mas ni aun subsistir o vivir: Namque sine ludicris artibus, atque etiam sine causidicis olim satis felices fuere, futuraeque sunt urbes; at sine agricultoribus nec consistere, mortales, nec ali pose manifestum est.

Muy poco ha experimentó España en parte la verdad de esta sentencia, y estuvo muy cerca de experimentarla en todo; quiero decir que, por el poco cuidado que se pone en la agricultura, estuvo próxima a su última ruina. Muy poco ha se vio la nación española en aquel mísero estado de la judaica, que costó tantas lágrimas a Jeremías: Omnis populus ejus gemens, et quaerens panem. Y si el cielo tardase un año más en ablandarse a nuestros ruegos, ¿qué se seguiría sino una total despoblación? Pues de sus moradores, la mitad se enterrarían muertos de hambre, y la otra mitad se desterrarían por no morir. Pero misericordiae Domini, quia non sumus consumpti.




§ IX

Aquí eminentísimo Mecenas mío, por si acaso el tropel de tantos cuidados permitiere a vuestra eminencia algún ocio breve para pasar los ojos por estos renglones, impelido de la amenaza de tanto infortunio, me atrevo a representar a vuestra eminencia que entre tantos gravísimos cuidados, como fió a vuestra eminencia nuestro monarca, que Dios guarde, bien puede ocupar uno de los primeros lugares la agricultura; ni yo hallo otros que deban preferírsele, sino el de la religión y la justicia. Estos dos afianzan los favores del cielo; aquél, los bienes de la tierra. No puedo representar mejor a vuestra eminencia la importancia de la aplicación a la agricultura que aprovechándome de una hermosa y bien circunstanciada alusión del famoso inglés Juan Sarisberiense.

Compara este sabio prelado el cuerpo de la república al del hombre, designando sus partes de este modo. La religión, dice, es el alma; el príncipe, la cabeza; el consejo, el corazón; los virreyes, los ojos; los militares, los brazos; los administradores, el estómago e intestinos, y los labradores, los pies; añadiendo luego que la cabeza debe, con especialísima vigilancia, atender a los últimos, ya porque incurren en muchos tropiezos, que los lastiman, ya porque sustentan y dan movimiento a todo el cuerpo: Pedibus vero solo inhaerentibus agricolae coaptantur, quibus capitis providentia tanto magis necessaria est, quo plura inveniunt offendicula; dum in obsequio corporis in terra gradiuntur, eisque justius tegumentorum debetur suffragium, qui totius corporis erigunt, sustinent, et promovent molem. (Lib. V Policratici, capítulo II.) Y en el libro VI, capítulo XX, repite lo mismo, respondiendo a la pregunta Qui sunt pedes reipublicae, et de cura eis impendenda, con las palabras siguientes: In his quidem agricolarum ratio vertitur, qui terrae semper inhaerent sive in sationalibus, sive in consitivis sive in pascuis, sive in floreis agitentur. La sentencia que poco después añade es graciosamente oportuna. Cuando los labradores se hallan afligidos con su miseria y desnudez, se puede decir que el príncipe o la república padecen mal de gota, que es la enfermedad propia de los pies: Afflictus namque populus, quasi principis podragram arguit, et convincit.

Eminentísimo señor, gotosa está España. Los pobres pies de este reino padecen grandes dolores, y de míseros, debilitados y afligidos, ni pueden sustentarse a sí mismos ni sustentar el cuerpo. Yo no sé si este mal viene de una causa que más arriba deja apuntada el mismo autor, el cual dice que cuando el estómago e intestinos de este cuerpo político (los administradores) tragan o engullen mucho se siguen incurables e innumerables enfermedades, que ponen en riesgo de su última ruina todo el cuerpo: Innumerabiles, incurabilesque generant morbos, ut, vitio eorum, totius corporis ruina immineat. Los médicos dicen comúnmente que la gota procede de las malas cocciones del estómago. Si éste engulle demasiado, es claro que no puede cocerlo bien. La lástima es que los malos humores que resultan de las cocciones viciosas cargan sobre los pobres pies, que pagan la pena sin tener la culpa. Mas, finalmente, el mal de los pies viene a ser mal de todo el cuerpo, pues dolientes y lánguidos aquéllos, éste no puede menos de estar postrado, sin movimiento y fuerzas, y a la postre se introduce el mal en las mismas entrañas, sin perdonar las partes que llaman príncipes, a que se sigue la ruina del todo: Ut, vitio eorum, totius corporis ruina immineat.




§ X

¡Oh, cuán diferente es este siglo de los pasados! Si no es que digamos que es muy diferente España de los demás reinos respecto de la agricultura. Veo que Virgilio proclamó por gente feliz a los labradores, libro II, Georg.:


O fortunatos nimium, sua si bona norint,
Agricolas!



Lo mismo Horacio, Epod., oda II:


Beatus ille qui procul negotiis,
Ut prisca gens mortalium
Paterna rura bobus exercet suis.



Pero ¿hay hoy gente más infeliz que los pobres labradores? ¿Qué especie de calamidad hay que aquéllos no padezcan? De las inclemencias del cielo sólo toca a los demás hombres una pequeña parte, pues exceptuando los labradores, todos, por míseros que sean, se defienden de ellas con algún humilde techo, o si algunos las sufren a cielo descubierto no es por mucho tiempo. Mas los labradores todo el año y toda la vida están al ímpetu de los vientos, al golpe de las aguas, a la molestia de los calores, al rigor de los hielos. Ya veo que este trabajo es inseparable del oficio; tolerable, empero, cuando la fatiga del cultivo les rinde frutos con que alimentarse, vestido con que cubrirse, habitación donde se abriguen, lecho en que descansen. Yo, a la verdad, sólo puedo hablar con perfecto conocimiento de lo que pasa en Galicia, Asturias y montañas de León. En estas tierras no hay gente más hambrienta ni más desabrigada que los labradores. Cuatro trapos cubren sus carnes; o mejor, diré que por las muchas roturas que tienen las descubren. La habitación está igualmente rota que el vestido, de modo que el viento y la lluvia se entran por ella como por su casa. Su alimento es un poco de pan negro, acompañado o de algún lacticinio o alguna legumbre vil, pero todo en tan escasa cantidad que hay quienes apenas una vez en la vida se levantan saciados de la mesa. Agregado a estas miserias un continuo rudísimo trabajo corporal, desde que raya el alba hasta que viene la noche, contemple cualquiera si no es vida más penosa la de los míseros labradores que la de los delincuentes, que la justicia pone en las galeras. Lamentaba el gran poeta la infausta suerte de los bueyes, que rompen la tierra con el arado sólo para beneficio ajeno:


Sic vos non vobis fertis aratra boves.



Con igual propiedad podemos hoy lamentar la suerte de los hombres que para romper la tierra usan de los bueyes, pues apenas gozan más que ellos de los frutos de la tierra que cultivan. Ellos siembran, ellos aran, ellos siegan, ellos trillan, y después de hechas todas las labores les viene otra fatiga nueva, y la más sensible de todas, que es conducir los frutos, o el valor de ellos, a las casas de los poderosos, dejando en las propias la consorte y los hijos llenos de tristeza y bañados de lágrimas, a facie tempestatum famis.

Pero yo me lamento de los pobres que trabajan y hambrean, debiendo con más razón lamentarme de los ricos que comen y engullen lo que aquéllos trabajan. ¿Qué nos dice el Salvador, en la pluma de San Lucas? Bienaventurados los pobres: Beati pauperes. Bienaventurados los hambrientos: Beati qui nunc esuritis. Bienaventurados los que lloran: Beati qui nunc fletis. ¿Y qué queda para los poderosos, que abundan de los bienes del mundo? Nada, sino lamentos: ¡Ay de vosotros los ricos! Vae vobis divitibus! ¡Ay de vosotros los que estáis hartos! Vae vobis qui saturati estis! ¡Ay de vosotros los que estáis risueños y festivos! Vae vobis qui ridetis nunc! ¿Por qué aquéllos bienaventurados, y éstos infelices? Porque aquéllos, al paso que pobres y míseros en la tierra, reinarán prósperos y abundantes de todo en el cielo: Beati pauperes, quia vestrum est regnum Dei; beati qui nunc esurietis; quia saturabimini. Y éstos, al paso que felices en esta vida mortal, serán desdichados en la eternidad: Vae vobis dibitibus, quia habetis consolationem vestram. Vae vobis qui saturati estis, quia esurietis. ¡Terrible sentencia! ¿Cómo no tiemblan al oírla todos los poderosos del mundo? ¿Así en general son lamentados los ricos? ¿Así en general se les decreta la eterna infelicidad? La letra del Evangelio que citamos no suena otra cosa.

Mas ya, señores, mirando hada otra parte, veo venir un rayo de luz benigna para consuelo de los poderosos. El evangelista San Mateo nos representa a Cristo, Señor nuestro, predicando en otra ocasión sobre el mismo asunto; esto es, declarando quiénes serán bienaventurados en la otra vida, y entre ellos incluye a los misericordiosos: Beati misericordes. Buen ánimo, ricos; que esto con los ricos habla. Los pobres no pueden ser misericordiosos sino en el afecto; ejercitar la virtud de la misericordia sólo pueden los ricos. Buen ánimo, pues, vuelvo a decir; que esta sentencia a los ricos se dirige; pero nadie se engañe: sólo a los ricos que son misericordiosos con los pobres. Todos los demás quedan excluidos del reino de los cielos. Regálense ahora; gocen de los bienes de la tierra; triunfen, manden, abunden en delicias. Mas ¡ay! Que eso mismo los hará eternamente desdichados: Vae vobis divitibus, quia habetis consolationem vestram. Aquel Padre de misericordia y Dios de toda consolación para todos tiene consuelo. A los ricos se les da en esta vida: Habetis consolationem vestram. A los pobres, en la venidera: Beati pauperes, quia vestrum est regnum Dei.

A este interés supremo, que mueve en general al socorro de los pobres, se añade otro especial, respectivo a los pobres que cultivan las tierras. La misericordia practicada con cualesquiera pobres promete la eterna bienaventuranza a los ricos. La que se ejercita con los pobres labradores asegura de más a más la felicidad temporal de los reinos. Considérese que un labrador, que no saca de su tarea lo preciso para un sustento y abrigo razonables, no trabaja ni aun la mitad que otro bien sustentado y cubierto. Esto por muchas razones. La primera, porque no tiene iguales, sino muy inferiores fuerzas. La segunda, porque lo poco útil que le rinde su fatiga le hace trabajar con tibieza y desaliento. La tercera, porque el desabrigo de la habitación, de la cama y el vestido le acarrea varias indisposiciones corporales que le quitan muchos días de trabajo: estamos hartos de ver y palpar esto en estos países. Comúnmente se dice que viven más sanos los labradores que los que gozan vida más descansada. Mas esto sólo se verifica en los labradores bastantemente acomodados; los labradores míseros es gente más enfermiza que la ociosa, como estoy viendo cada día. La cuarta, porque su pobreza les prohíbe tener instrumentos oportunos para la labranza; porque en esta clase, como en todas las demás, lo mejor y más útil es más costoso.




§ XI

Es, pues, importantísimo, y aun absolutamente necesario, mirar con especial atención por esta buena gente, tomando los medios más oportunos para promover sus conveniencias y minorar sus gravámenes. Mas, ¿qué medios serán éstos? Nadie debe esperar de mí la especificación de ellos, como ni la larga enumeración de innumerables máximas conducentes a adelantar en España la utilidad de la agricultura. Ni yo tengo la instrucción necesaria para asunto de tanta extensión, ni cuando la tuviera pudiera detenerme a participarla, pues es materia que para tratarse dignamente pide muchos volúmenes. La única providencia que parece se puede entablar para este efecto es formar un consejo en la corte, compuesto de algunos labradores acomodados e inteligentes extraídos de todas las provincias de España, dos o tres de cada una, según su mayor o menor extensión, los cuales tengan sus conferencias regladas para determinar lo que hallen más conveniente, así en lo que mira a providencias generales como en lo respectivo a cada provincia, a cada territorio, a cada fruto, a cada particular acaecimiento de escasez, de abundancia, etc.

No pretendo que estos consejeros sean árbitros para disponer. Su ministerio se ha de reducir a conferenciar sobre los puntos que juzguen importantes; y en estando de acuerdo sobre alguno, hacer su representación al real Consejo o algún determinado ministro, a quien el rey quiera dar jurisdicción para hacer ejecutar lo que en la junta se hubiere juzgado conveniente; y en caso que sea un ministro solo el que entienda en la ejecución, ése mismo podrá ser presidente de la junta, lo que absolutamente parece importantísimo, pues de ese modo, enterado mejor de las razones de la consulta, procederá con más conocimiento y eficacia a la ejecución; fuera de que, con la asistencia a las asambleas, se irá habilitando para formar dictamen y fundarle en los puntos que ocurrieren.

No ignoro la gran distancia que hay de la propuesta de esta idea a la ejecución. Es natural que algunos la tengan por quimérica, otros por inútil y aun uno u otro por nociva. Acaso tendrán razón los primeros, acaso los segundos, acaso los terceros; pero acaso también ni éstos, ni aquéllos, ni los otros. Yo quisiera que este escrito diese motivo para que la materia se tratase, aunque no fuese más que por modo de diversión, en varias conversaciones de personas hábiles y celosas, en las cuales se fuesen tratando las conveniencias o inconvenientes de la idea y los modos más oportunos de practicarla. Si en este primer confuso y tumultuario examen tuviere los más o mejores votos a su favor, puedo esperar que, por medio de ellos, vaya ascendiendo a algunos ministros de alto empleo, los cuales, hallándola útil, la propongan al monarca como tal.

Paréceme que, aun en la incertidumbre de ser útil o inútil, debiera tentarse la ejecución. La razón es porque el coste de la formación del Consejo es cortísimo, y en caso de que la experiencia muestre su inutilidad, más fácilmente se deshará que se hizo. Pero si se hallare ser útil, las ventajas que de él se pueden esperar son grandísimas; siendo así que su manutención, siendo de un cortísimo importe, es nada gravosa, ni al rey ni al reino.

Para dar una idea algo más clara de la importancia de la junta que solicito, propondré aquí algunos puntos de los muchos que se pueden examinar y resolver en ella; en cuya vista será fácil comprehender cuán necesario es un consejo compuesto de personas inteligentes, donde se decidan y arreglen así los que propongo como otros varios que ocurrirán.




§ XII

Es constante que de algún tiempo a esta parte se ha aumentado considerablemente en España la cosecha de vino y minorado la de pan. En tierras donde se cogía mucho pan y poco o ningún vino, hay mucho vino y poco o ningún pan. Pero también es constante que el público es notablemente perjudicado en esto. La carestía de vino, poco o ningún daño hace a un reino; la de pan puede destruirle, puede despoblarle. Llegue el caso de que la cosecha de vino sea escasísima en toda España, porque en unas partes se apedrearon las viñas, en otras las quemó la helada, y sólo quedó indemne tal cual pequeño territorio. ¿Qué resultará de aquí? Que siendo el vino muy costoso, los pobres no le beberán; los de una hacienda mediana beberán menos; ninguno morirá por eso como, por otra parte, se alimente bien; y aunque no es imposible el caso de que alguno o algunos enfermen y mueran por faltarles el vino, no tiene duda que son muchísimos y más los casos de enfermar y morir por beberle con algún exceso. Con que, por la parte de la salud corporal, ciertamente vamos a ganar en la falta de vino. Pues, ¿qué, si se atiende a la salud espiritual? ¿Cuántas borracheras, cuántos desórdenes de gula y de lujuria, cuántas pendencias, cuántos homicidios ocasiona la abundancia de vino, que evitaría su escasez?

Pero faltando el pan, ¡ay, Dios!, ¡qué triste, qué funesto, qué horrible teatro es todo un reino! Todo es lamentos, todo es ayes, todo gemidos. Despuéblanse los lugares pequeños y se pueblan de esqueletos los mayores. A la hambre se siguen las enfermedades; a las enfermedades, las muertes, ¿y cuántas muertes?


Plurima perque vias sternuntur inertia passim
Corpora, perque domos, et religiosa deorum
Limina.



Es literal el pasaje del poeta a lo que vi pasar en esta ciudad de Oviedo con el motivo del hambre que padeció este principado el año de diez. Por los caminos, por las calles, en los umbrales de las casas, en los de los templos, caían exánimes enjambres de pobres; de modo que no cabiendo los cadáveres en las sepulturas de las iglesias, fue preciso tomar la providencia de dársela a muchos en los campos.

¿Quién, contemplando lo dicho, no se convencerá de que conviene quitar mucha tierra a las cepas para darla a las espigas? Mas para hacerlo son esencialmente necesarias dos cosas: mucha inteligencia para reglar el modo, y la autoridad del príncipe para la ejecución. Para la inteligencia es menester concurran muchos, pues ninguno en particular puede tener la que basta. Es preciso tener noticia de la calidad de todas las tierras donde hay viñas para elegir las porciones de terreno que se han de dar a pan. En general, se puede determinar que las tierras que producen poco vino o de baja calidad se destinen o a pan de esta o aquella especie o a otro fruto comestible. Propongo la traslación con esta diferencia, porque acaso algunas de esas tierras no serán aptas para trigo; pero tengo por imposible que no lo sean para algún otro fruto de alguna equivalencia; v. gr.: maíz, centeno, cebada, arroz, garbanzos, habas, lentejas, etc.




§ XIII

Destinar cada terreno a aquel fruto para que es más proporcionado será una providencia preciosísima. Así importa infinito este examen, como cantó oportunamente Maron (Lib. I Geórgicas):


Ventos, et varium coeli praediscere morem
Cura sit, ac patrios cultusque, habitusque locorum,
Et quid quaeque ferat regio, et quid quaeque recuset
Hic segetes, illic veniunt felicius uvae:
Arborei foetus alibi, atque injussa virescunt
Gramina, etc.



Habría sin duda mucha mayor cantidad de frutos en España; y serían de mejor calidad, si examinada la índole y positura de las tierras a cada una se diese o la semilla o el plantío que le es más propio; así como sería mucho más bien servida en todos los ministerios cualquiera república donde cada hombre se destinase a aquel oficio que es más conforme a su genio. Mas, por lo común, así en el destino de las tierras como en el de los hombres, se procede con poca o ninguna elección. ¿Quién no ve que en orden a las tierras es materia dignísima de mirarse con la mayor atención? ¿Y quién no ve que este examen no puede fiarse a un hombre solo, por grandes que sean su experiencia y su comprehensión? Así, es indubitable que esto no puede determinarse sino en el consejo o junta que hemos propuesto.




§ XIV

Acaso no hay reino de alguna economía en el mundo que se aproveche menos del beneficio del agua de los ríos que España. Por lo común la disposición del terreno gobierna su curso sin que nadie les vaya a la mano, cuando se podría lograr inmensa utilidad desangrándolos en sitios oportunos. El reino de Egipto, fecundísimo de granos, no produciría una arista si no derivase por muchos canales a sus tierras las aguas del Nilo. Estas sangrías de los ríos no sólo traerían la conveniencia de fertilizar los campos, mas también otra de bastante consideración, que es la de evitar algunas inundaciones. Daña en unas partes la copia; en otras, la falta; y a uno y otro daño se puede ocurrir en algunos ríos con una misma providencia.

Es verdad que esta providencia es operosísima y costosísima. Pide, por la mayor parte, inteligencia muy superior a la que tienen los labradores, y caudal mucho más grueso que el de los particulares. Los labradores sólo pueden informar de los sitios que necesitan el beneficio del riego y de los ríos vecinos. El uso posible del agua de éstos toca a los peritos en geometría e hidrostática. Y, en fin, el coste o le ha de hacer el príncipe o el público, respectivamente, al territorio que ha de recibir el beneficio. Todo lo pueden vencer la aplicación y el celo del bien común.




§ XV

Paréceme que la transmigración de los labradores de unas provincias a otras para el cultivo de los campos y cosecha de los frutos es cosa que necesita de reforma. Salen muchos millares de gallegos a cavar las viñas y segar las mieses a varias provincias de España. Es justo que cada uno trabaje en su patria hasta donde lleguen sus fuerzas. O los gallegos que se esparcen por las Castillas, Navarra y Andalucía tienen que trabajar en su tierra, o no. Si lo primero, trabájenla y no malbaraten el tiempo que consumen en vaguear de una parte a otra. Si lo segundo, hágase una extracción reglada de la gente pobre de Galicia que sobra para el cultivo de sus campos y fórmense de ella algunas colonias en varias partes de España, donde hay grandes pedazos de tierra inculta por falta de labradores. Esto traería juntamente la conveniencia de impedir en muchos montes y páramos la infestación de los ladrones. Buen ejemplo de una y otra utilidad tenemos a la vista en el lugar de la Mudarra, sito entre Rioseco y Valladolid, que no sé por qué accidente se formó a la entrada del monte de Torozos de un puño de gallegos.

Opondráseme, lo primero, que en algunos países no hay bastantes colonos para cultivar la tierra que poseen, y esto hace preciso traer jornaleros de afuera. Lo segundo, que aunque en otros hay jornaleros naturales de la provincia, éstos son más costosos que los gallegos, y cada particular tiene derecho para servirse del que lleve menos estipendio.

A lo primero respondo que el príncipe, usando del dominio alto que tiene, y que justamente ejerce cuando lo pide el bien público, puede ocurrir al inconveniente estrechando las posesiones de tierra, de modo que nadie goce más que la que por sí mismo o por sus colonos pueda trabajar, y para el resto de cada territorio se traigan colonos pobres que no tengan que trabajar en su patria. Esta disgregación de posesiones se puede hacer con tal equidad que siempre queden mejorados los naturales. Como aun dentro de un partido no todas las porciones de terreno son igualmente feraces, pueden escoger para sí los naturales las más fructíferas, dejando las otras a los advenedizos; de modo que aquéllos, sin mayor trabajo, logren mejor y más copioso fruto. Esta no es una mera idea platónica, pues vemos que los romanos, prudentísimos en todas las partes de su gobierno, tenían el cuidado de estrechar las posesiones de los particulares por obviar el daño de quedar incultas las tierras. Así dice Columela que era delito en un senador poseer más de cincuenta medidas de tierra, correspondiente cada una a lo que un par de bueyes puede labrar cada día: Criminosum tamem senatori fuit supra quinquaginta jugera possedisse (lib. I, cap. III). Es verdad que esta disciplina, ya en tiempo del autor, estaba relajada; porque en otra parte se lamenta de lo mismo de que hoy podemos lamentarnos en España; esto es, de que había quienes gozaban tan amplias posesiones que no podían girarlas a caballo, y así quedaba gran parte a ser pisada de fieras: Praepotentium qui possident fines gentium, quos nec circumire equis quidem valent, sed proculcandos pecudibus, et vastandos, ac populandos feris dereliquunt. Plinio dice que las anchurosas posesiones arruinaron a Italia: Verumque confitentibus, latifundia perdidere Italiam. Con más razón podemos asegurar lo mismo de España.

A lo segundo digo que es fácil el remedio. La justicia puede en cada partido reglar el jornal y obligar a los paisanos al trabajo. Puede resultar de aquí que trabajen menos de lo que alcanza sus fuerzas. Mas tampoco hallo difícil velar sobre los holgazanes y castigarlos, ya con la sustracción de parte del salario, ya con otra pena.




§ XVI

Puede ocasionar alguna admiración el que Sidonio Apolinar, enumerando prolijamente en el Panegírico a Mayoriano, los géneros en que con especialidad abundaba cada una nación, y con que servía al emperador, que era objeto del panegírico, de España dice que le surtía de naves:


Sardinia argentum, naves Hispania defert.



Siendo así, es consiguiente que produjese entonces nuestra península gran copia de madera para la construcción de las naves. Hoy padece falta de ella. Se infiere claramente que no es la culpa del suelo, pues éste es el mismo que entonces, sino de los naturales, cuya aplicación al plantío era muy otra entonces que ahora.

Mas no basta la aplicación de los naturales si el ministerio no dirige la aplicación; y para que el ministerio la dirija es menester que se establezcan reglas y leyes, fundadas en el maduro examen y deliberaciones de la junta. Por cuenta de ella ha de correr un exacto informe, no sólo de los terrenos oportunos para la producción de tal o tal especie de árboles, mas también de su situación proporcionada para conducirse las maderas adonde se haya de usar de ellas. Porque, ¿qué importará que haya buenas maderas para bajeles en un monte muy distante del mar, y que no está vecino a algún río, por donde puedan conducirse?

Averiguado esto, sobre el informe de los más inteligentes se formarán las instrucciones y reglas correspondientes a esta parte de la agricultura, las cuales se repartirán impresas a todos los parajes donde deban practicarse; esto es, se advertirán todas las circunstancias conducentes para asegurar la producción de las plantas, para su mayor y más pronto incremento, para su resguardo de los temporales adversos, para que las maderas salgan de buena calidad, etc. Finalmente, se establecerá la obligación de los vecinos al plantío con ordenanzas dictadas por la prudencia y equidad, de modo que el gravamen que padecieren en este trabajo se les compense bastantemente en el alivio o exención de otros.




§ XVII

Creo que hay muchas prácticas erradas en la agricultura, unas en unos países, otras en otros, que convendría enmendar. De una no puedo dejar de hacer mención, por estar en España muy extendida y ser perniciosísima. Esta es la de arar con mulas. Alonso de Herrera tocó este punto en el tratado que intituló Despertador, diálogo II, donde prueba con evidencia que el uso de estas bestias en la agricultura se debe condenar por tres razones. La primera es ser incomparablemente más costoso que el de bueyes. La segunda, que con el uso de mulas no se labra tan bien la tierra, ni rinde tanto fruto, como con el de bueyes. La tercera, que este género de ganado carece de muchas utilidades que nos reditúa el vacuno.

En cuanto a la primera razón, está sobradísimamente demostrada su verdad en el individual y prolijo cálculo que el citado Herrera hace del coste de uno y otro ganado, así en la compra como en el sustento. El exceso en el coste del sustento de las mulas es enormísimo, y aun más entrando en cuenta el gasto de herraduras; a que se añade que un buey, después de haber servido mucho en el carro y el arado, con la venta de su carne y cuero da casi el precio para comprar otro, cuando la mula, en llegando a faltarle las fuerzas, sólo sirve para alimento de cuervos y buitres. Añádase también que la mula es animal mucho más enfermizo que el buey, lo que aumenta el gasto y disminuye el servicio.

La segunda razón estriba en una filosofía clara, sólida y experimental. Las mulas, por ser de muy inferior fuerza a la de los bueyes, no pueden llevar la reja del arado tan profunda como ellos. De modo que un par de bueyes arrastrará el arado aunque la reja se profunde media vara; un par de mulas no lo hará ni aun profundándose una tercia solamente. De lo primero resultan tres utilidades notabilísimas. La primera y principal es que como se remueve y esponja mucha cantidad de tierra, toda ésta es penetrada del agua cuando se logra alguna abundante lluvia. De este modo queda con bastante humedad para mucho tiempo; de suerte que aunque suceda una larga sequía, la resisten las plantas socorridas del jugo depositado en los senos de la tierra. La segunda, que como las plantas chupan la substancia de mayor porción de tierra, se logra mayor cantidad de fruto, y éste más macizo. Dice Herrera que se ha experimentado que una fanega de trigo producida en tierra arada con bueyes pesa diez libras más que otra fanega de trigo producida en tierra arada con mulas. La tercera utilidad consiste en que como el grano, al sembrarse queda más profundo y cubierto de mucha tierra, no pueden arrebatarle las aves, las cuales no dejan de hacer en él sus robos cuando queda en la superficie de la tierra o cerca de ella.

La tercera razón se toma del mucho alimento que con la leche da a los labradores el ganado vacuno, y de lo que fecunda a las tierras con su excremento; de modo que se puede hacer la cuenta de que, aunque este ganado no sirviese a la agricultura, ni tirando el carro, ni el arado, siempre importaría mucho más lo que reditúa que lo que gasta. Al propósito me acuerdo de que en la Historia de la Academia Real de las Ciencias del año 26, hablando monsieur de Fontenelle de dos máquinas para arar las tierras, sin ser movidas de otro impulso que el del viento, inventada la una por monsieur du Guet y la otra por el señor Lassise, reprueba en general el uso de semejantes máquinas por el motivo de que nunca conviene excusar a los labradores de criar y sustentar el ganado que pueden; lo cual, siendo así, aquellas máquinas no les producen algún ahorro. Esta reflexión del sabio Fontenelle supone, necesariamente, que la cría y sustento del ganado vacuno es más útil que costoso, aun sin aplicarle al carro ni al arado. Todo lo contrario sucede en las mulas, las cuales no rinden otra utilidad que el servicio del arado y del carro; y esa utilidad, por lo mucho que gastan, sale costosísima.

Bien considerada la fuerza de estas razones, no se reputará por extravagante aquel fallo de Alonso de Herrera en el lugar citado: «Digo, pues, que la causa de la total perdición de España ha sido y es dejar de arar, sembrar, carretear y trillar con bueyes en lo más y mejor de ella y haberse introducido e inventado las mulas en su lugar, cuyos gastos son excesivos, y su labor mala, pestilencial, inútil, muy perniciosa; la de los bueyes, buena, útil y maravillosa», etc.

Confírmase la fuerza de las razones alegadas con la autoridad de todos los antiguos. Es cierto que fue incógnito a toda la antigüedad el arar con mulas. No se halla memoria de esto ni en las historias sagradas ni en las profanas. No hay motivo para pensar que todos los antiguos lo erraron mayormente cuando la práctica de todas o casi todas las demás naciones califica la de los antiguos.

Opondráseme lo primero a favor de las mulas que éstas, en igual espacio de tiempo, aran mucho mayor espacio de terreno que los bueyes, por la mucha mayor velocidad con que caminan. Respondo, lo primero, que aunque aran más tierra, no la aran tan bien. Así no da tanto fruto ni tan bueno la tierra arada con mulas como con bueyes. Añádese que con éstos la cosecha es más segura, por estar más defendidas las mieses con la mucha agua que embebe la tierra arada profundamente contra el rigor de una prolija sequía. Respondo, lo segundo, que en lo que adelantan las mulas de trabajo nada se interesa sino la ociosidad de los labradores holgazanes, que quieren arar un día lo que para hacerse debidamente pedía dos o tres, para holgar lo demás. ¿No hay tiempo bastante para arar con bueyes toda la tierra que se debe sembrar? Pues, ¿por qué ha de perder el público el aumento de fruto que conocidamente logra de ese modo? El que tiene mucha tierra que labrar, meta más bueyes y más jornaleros en el trabajo, y saldrá al cabo del año mejorado en tercio y quinto.

Opondráseme, lo segundo, que no en todas partes se puede sustentar ganado vacuno, porque no en todas partes hay pastos. Respondo que, aunque hoy no los haya, puede haberlos. Antiguamente, en toda España se araba con bueyes; luego en todas partes había pasto para ellos. ¿Por qué no podrá haberlo hoy? Harta tierra inculta sobra en las dos Castillas que se podrá aprovechar en eso. Y se debe tener presente que el buey de todo come: paja, hojas de árboles, tojos, etc. ¿No crían y sustentan las dos Castillas muchas y numerosas vacadas? Díganlo Benavente, Salamanca, Ávila, Talavera, Toledo, Plasencia, Jarama, etc. ¿No fuera mejor que las criasen y sustentasen para labrar la tierra que para hacer de ellas carnicería en las plazas públicas, tal vez con muertes de hombres y de caballos?

Advierto que Alonso de Herrera hace también su cuenta, y bien ajustada, de que aun para conducciones y transportes de géneros es mucho más barato y útil usar de bueyes (se entiende uncidos al carro) que de machos. Más barato, porque así la bestia, como su sustento, cuestan mucho menos. Más útil, porque el público se interesa mucho en la copia del ganado vacuno, el cual sirve vivo y muerto.




§ XVIII

Finalmente, notaré aquí otro error harto común, perteneciente al uso de los bueyes, así en el carro como en el arado, que es el uncirlos por la frente. También es advertencia de Herrera. Es constante que uncidos por el pescuezo, como se hace en algunas partes de Galicia, tienen más fuerza y se fatigan menos, a que también es consiguiente tener más servicio y vivir más.




§ XIX

A este modo se podrán proponer en la junta otras máximas convenientes a la agricultura, o reformas de abusos introducidos en ella. Creo que entre las propuestas que acabo de hacer apenas hay alguna cuya utilidad, aun separada del concurso de las demás, no supere mucho el coste que pueden tener la formación y manutención de la junta o consejo ideado. Ni aun en caso que yo haya errado algo o mucho en ellas dejará de ser importantísima dicha junta, pues ella podrá corregir mis errores y arbitrar otros muchos medios para promover la agricultura. Lo que nadie puede negar es que el destino de este consejo, en caso de formarse, es comprensivo de mucho mayores utilidades que el de la Mesta.




§ XX

Teniendo concluido este discurso me vino aviso de Madrid de estarse trabajando con calor, por orden de su majestad (Dios le guarde), en una acequia, que desangrará el río Jarama para el riego de once leguas de país, lo que hará mucho más copiosas en todo aquel distrito las cosechas de trigo y cebada. Déjame esta noticia sumamente complacido de que el celo del monarca y de los ministros que han tenido parte, o en la idea o en la ejecución de obra tan importante, se haya anticipado a la publicación del aviso que sobre esta materia doy en el párrafo XIV del presente discurso. Quiera el cielo que a tan bellos principios correspondan felices progresos en todo lo que pueda mejorar la agricultura. Más envidiable es la dicha que granjean con esta aplicación el príncipe y el ministerio que la que procuran a la nación; porque, desvelándose los que gobiernan en asegurar a los súbditos los bienes temporales, adquieren para sí los eternos.






ArribaBalanza de Astrea o recta administración de justicia

En carta de un togado anciano a un hijo suyo recién elevado a la toga


No sé, hijo mío, si celebre o llore la noticia que me das de haberte honrado su Majestad con esa toga. Contémplote en una esclavitud honrosa; mas al fin esclavitud. Ya no eres mío, ni tuyo, sino todo del público. Las obligaciones de este cargo no sólo te emancipan de tu padre; también deben desprenderte de ti mismo. Ya se acabó el mirar por tu comodidad, por tu salud, por tu reposo, para mirar por tu conciencia. Tu bien propio le has de considerar como ajeno, y sólo el público como propio. Ya no hay para ti paisanos, amigos ni parientes. Ya no has de tener Patria, ni carne, ni sangre. ¿Quiero decir que no has de ser hombre? No por cierto, sino que la razón de hombre ha de vivir tan separada de la razón de juez que no tengan el más leve comercio las acciones de la judicatura con los efectos de la humanidad.

Vuelvo a decir que no sé si llore o celebre la noticia. Veo puesta tu alma en un continuado riesgo de perderse. Esto por arrojarme a decirte que el oficio de juez es una ocasión próxima de pecar, que dura de por vida. Dura sería la proposición, yo lo confieso. Pero, ¿qué otra consecuencia sale de aquella terrible sentencia de San Juan Crisóstomo: Imposible me parece que ninguno de los que gobiernan se salve? ¿Qué otra cosa significaba el santo pontífice Pío V cuando decía que siendo religioso particular tenía grandes esperanzas de salvarse; cuando le hicieron cardenal empezó a temer, y hecho Papa casi vivía desesperado de la salvación? Si esto no es una virtual aseveración de que la ocupación del gobierno es una continua ocasión próxima, yo no lo entiendo. Bien es verdad que aunque lo sea carecerá de culpa, porque la necesidad de la república la hace inevitable. Pero carecerá de culpa sólo en aquellos sujetos que sienten en sí mismos las disposiciones oportunas para ejercer el oficio con rectitud. A los demás no los absolveré de ella. No entiendo como consejo, sino como precepto, aquel del eclesiástico: No solicites que te hagan juez si no te hallas con la virtud y fortaleza que es menester para exterminar la maldad.

El que duda si tiene la ciencia suficiente o la salud necesaria para cargar con tan grave peso, el que no siente en sí un corazón robusto, invencible a las promesas o amenazas de los poderosos, el que se ve muy enamorado de la hermosura del oro, el que se conoce muy sensible a los ruegos de domésticos, amigos o parientes, no puede, en mi sentir, entrar con buena conciencia en la magistratura. No comprendo aquí la virtud de la prudencia, aunque indispensablemente necesaria, porque todos juzgan que la tienen y este error en todos los que carecen de ella juzgo que es invencible.

Por todas partes debe tener bien fortalecida el alma el que se viste la toga, porque en distintas ocurrencias no hay pasión que no sea enemiga de la justicia y los pretendientes examinan solícitos por dónde flaquea la muralla. Aun los afectos lícitos la hacen guerra muchas veces. ¿Qué cosa más justa que la ternura con la propia esposa? Pero, ¡cuántas veces la inclinación a la esposa hizo inclinar la rectitud de la vara!

No quiero decir que el juez sea feroz, despiadado y duro, sino constante, animoso, íntegro. Difícil es, pero no imposible, tener alma de cera para la vida privada y espíritu de bronce para la administración pública. Si padeciere el corazón sus blanduras, esté inaccesible a ellas el sagrado alcázar de la justicia. Dícese que las amistades pueden llegar hasta las aras. Pero en el templo de Astrea deben quedar fuera de las puertas.

Contémplote, hijo mío, con algunas ventajosas disposiciones para el ministerio; y nada sosiega mis temores. Eres desinteresado. Gran partida para ministro. Mas, ¿qué sé yo lo que será en adelante? El desinterés es, como la hermosura, prenda de la juventud; y rara vez acompaña la vida hasta la última edad. No he leído sino de dos mujeres que conservasen la hermosura hasta los setenta años: Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, en tiempo de Henrico II de Francia, y en la antigüedad Aspasia de Mileto, concubina de Ciro, rey de Persia. No sé si se contarán muchos más hombres que, dejados al preciso beneficio del temperamento, conservasen hasta los sesenta el desprecio del oro. La alma se marchita con el cuerpo, y son arrugas del alma los encogimientos de la codicia.

En los ministros es mayor el riesgo de caer en este vicio, porque es más frecuente la tentación. Isabela de Inglaterra decía de los suyos que se parecían a los vestidos, que al principio son estrechos y con el tiempo se van ensanchando. Lo mismo pudiera decir de los de todos los demás reinos. ¿Cuántos que al principio escrupulizan en admitir una manzana, pasados algunos años quisieran tragar todo el jardín de las Hespérides? Ya sabes que eran de oro las manzanas de aquel huerto. Así les sucede lo que a las fuentes, que muy rara llega a morir en el mar con aquel corto caudal que tenía en los primeros pasos de su curso.

Ninguna cautela, hijo mío, te parezca demasiada contra las alevosas acometidas de la codicia. De un cabello se engendra esta sierpe, que después crece sin límite. Quiero decir que suele empezar por unos presentes de valor tan menudo, que el no admitirlos se culpa en el mundo como afectado melindre. Pero, ¿qué sucede? Que éstos, entrando por la puerta de la voluntad, con la fuerza que hacen, la van ensanchando poco a poco, de modo que cada día recibe más y más. Dios nos libre de que un magistrado empiece a enriquecerse, porque pasa en él lo mismo que en el elemento del agua, que a proporción del caudal que tiene, son los tributos que goza: mientras es arroyo sólo recibe fuentes; pasando a ser río recibe arroyos, y llegando a ser mar recibe ríos.

Ni basta tener puras tus manos. Es menester examinar también las de tus domésticos. La integridad del magistrado ha de hacer lo que la matrona activa y vigilante, que no sólo cuida de la limpieza de su persona, mas también de la de su casa. Esto no sólo es debido a tu conciencia; también importa a tu fama, porque se cree que la porción inferior de la familia es conducto subterráneo por donde va el manantial a la mano del dueño. A la verdad, suele suceder al regalo lo que a la fuente Aretusa, que aunque la recibe una caverna de la Grecia, quien goza el beneficio de su riego es el terreno de Sicilia. En Daniel leemos que los ministros del templo comían los manjares que se presentaban al ídolo. En la casa del magistrado tal vez se come el ídolo lo que se presenta a los ministros.

El miedo que tengo de que algún día caigas en esta corrupción me mueve a darte ahora un excelente preservativo contra las tentaciones de las dádivas; y es que consideres que cualquiera que intenta regalarte, te ofende gravemente en el honor. Es claro, pues con su misma acción da a entender que en tus manos es la justicia venal. Dos géneros de personas padecen en el mundo el grave error de estimar como obsequios los agravios: las mujeres que se dejan regalar de galanes y los ministros que se dejan regalar de pretendientes. En la intención de éstos toda dádiva es soborno. Porque no explican su liberalidad con otros que aquellos de quienes dependen, sino porque se da el obsequio a interés, y lo que suena dádiva, en el fondo es compra. El que hace presentes a la dama y al ministro, con la acción va a corromperlos, con el concepto ya los supone corrompidos. Debes, pues, hijo mío, mirar a cualquiera que por este camino pretenda ganar tu afecto, como un enemigo de tu conciencia e injurioso a tu honor. Por consiguiente, le has de considerar antes acreedor a tus desvíos que a tus favores.

He dado a esta reflexión el nombre de preservativo, porque sólo sirve para precaver la enfermedad estando en sana salud, mas no para curar la dolencia después de introducida. El que ya se engolosinó en los presentes, pasa por encima de la nota de tener puestos en venta sus despachos.

Yo creo que España está más libre de esta peste que otros reinos. Por lo menos en los ministros de tu clase muy rara vez se nota esta torpeza. Y aun se observa que cuanto asciende a más alto grado la toga, tanto se aleja más de la bajeza de la codicia. O sea, que las vecindades del solio tienen este noble influjo o que en aquella eminencia no pudiera ocultarse al príncipe el defecto, es dicha de nuestra Monarquía que en la jerarquía de sus ministros suceda lo que en la atmósfera, que cuanto más arriba, se respira aire más puro.

Ojalá nuestros tribunales estuvieran tan sordos a las recomendaciones como inviolables a los sobornos. Por esta parte está muy defectuoso su crédito en la voz popular. Apenas se profiere alguna sentencia civil en materia controvertible, que la malicia de los quejosos, y aun de los neutrales, no señale el porqué de la sentencia en alguna recomendación poderosa. Tanto se ha apoderado de los ánimos la presunción de la fuerza de los valedores hacia los jueces que son muchos los que habiendo padecido algún injusto despojo, y estando satisfechos de la justicia de su causa, no reclaman, si saben que la parte contraria tiene algunas altas inclusiones.

No es dudable que en esta materia está muy engañado el mundo. Los ministros, en cuanto pueden (y pueden por lo común) cumplen con los empeños sólo con palabras áulicas, y aunque haya positivas promesas, llegando al fallo se tienen presentes los libros de jurisprudencia y no las cartas de favor a que ayuda mucho el que la multitud de los sufragios oculta cómo ha votado cada particular. Dios nos defienda, no obstante, del grave aprieto en que el protector de la parte tenga influjo o pueda tenerle en los ascensos del ministro. Entonces se recela que salga al semblante el voto (siendo el mismo miedo de que se sepa tortura que le exprime) o que las conjeturas le rastreen o que las negociaciones le averigüen. Nada deja quieto el ánimo, sino la ejecución real de lo prometido. Este es el caso en que, después de muchos años de estudio se suelen entender las leyes como nunca se entendieron hasta entonces; en un momento crece y mengua la estimación de estos y aquellos autores, y el aire del favor impele hacia la parte que tiene menos peso aquella balanza donde se pesan las probabilidades. Acuérdome que aquel gran jurisconsulto, Alejandro ab Alejandro, en los Días Geniales dice de sí que abandonó el ejercicio de la abogacía despechado por las experiencias que tenía de que ni la sabiduría del abogado ni la bondad de la causa del alumno aprovechaban en los tribunales cuando las partes contrarias eran poderosas.

Prescindiendo de esta urgencia, la cual hace mucha fuerza a los que quieren más subir a la Cámara que al cielo, los demás favores son harto inútiles en los tribunales; pero nosotros mismos, si se ha de confesar la verdad, damos motivo para que se juzguen útiles. Si damos buenas esperanzas cuando intercede alguna persona de autoridad, si esforzamos entonces nuestras respuestas a que parezcan más que palabras áulicas, si lograda la sentencia favorable para el ahijado nos lisonjeamos de que el padrino atribuya nuestro sufragio a su influjo para tenerle agradecido, nosotros somos autores de este error del mundo y del perjuicio que en él padece nuestro crédito.

Este concepto de la utilidad de las recomendaciones aún es más nocivo a nuestro ministerio que a nuestra fama, pues de él se ocasiona que en recibir visitas y responder a cartas de intercesores gastamos mucha parte del tiempo que debiéramos emplear en el estudio. Si supieran que de nada servían estas diligencias, no nos embarazarían y robarían el tiempo con ellas.

Pues, ¿qué se ha de hacer? Fácil es la resolución. Hablar claro y desengañar a todos. Poner en su conocimiento que la sentencia depende de las leyes y no de súplicas ni amistades particulares; que no podemos servir a alguno con dispendio de la justicia y de la conciencia; que eso que llaman aplicar la gracia (pretexto con que se cubren estas peticiones) examinadas las cosas en la práctica es una quimera, pues nunca el juez puede hacer gracia o es metafísico el caso en que puede. Aun para los casos dudosos, para los oscuros, para cuando hay igualdad de probabilidades, dan reglas de equidad las leyes y estamos rigurosamente obligados a seguirlas. ¡Oh, que algunas cosas se dejan a la prudencia del juez! Es verdad; mas por eso mismo no se dejan a su voluntad. El dictamen prudencial señala a su modo el camino que se ha de seguir, y no es lícito tomar otro rumbo por complacer al poderoso o al amigo. Cuando se dice que esto o aquello está a arbitrio del juez, la voz arbitrio es equívoca y no significa disposición pendiente del afecto, sino pautada por la razón y el juicio. Esta significación es conforme a su origen, pues el verbo latino arbitror, de donde se deriva esta voz, significa acto de entendimiento y no de voluntad.

Bien sé los inconvenientes que puede tener este desengaño. El primero es que nos tengan por desabridos y groseros; pero sobre ser injusta la nota, se debe considerar que no durará sino hasta tanto que sea común entre nosotros este modo de obrar. Mientras no hay más que uno u otro ministro desengañado, pasa su entereza entre los ignorantes por grosería; cuando todos o los más lo fueren, aun los ignorantes conocerán que lo que llamaban grosería es entereza, y verán también que les hacen un gran beneficio en excusarles muchos pasos, muchas molestias y aun muchos gastos en buscar valedores inútiles.

El segundo inconveniente es que perderán los ministros la mayor porción de los cultos que ahora gozan, siendo cierto que son muchos menos los que nacen de la reverencia debida a su carácter, que los que produce la imaginada dependencia de su afecto. Consta de buenos autores que Epicuro no negó, como vulgarmente se piensa, a los dioses la existencia, sí sólo el influjo para hacernos bien o mal. Pero esto basta para ser tenido por ateísta práctico, porque quien niega a los dioses el poder, les niega la adoración. Los hombres no siembran obsequios sino donde esperan cosecha de favores. La dependencia es el único móvil de sus cultos, y así, si llegan a considerar el tribunal como mero órgano de la ley, donde todo depende de la intención del legislador y nada de la inclinación del ministro, muy escasos y muy superficiales acatamientos harán al ministerio.

Este inconveniente será de gran peso para aquellos ministros que quieren ser atendidos en grado de deidades. Pero tú, hijo mío, contempla que te pusieron en la silla, no en las aras; que no eres ídolo destinado a recibir cultos y ofrendas, sino oráculo formado para articular verdades. Así desengaña a todos. Asegura a los poderosos de tu respeto y a los amigos de tu cariño; pero intimando a unos y otros que ni el cariño ni el respeto tienen entrada en el gabinete de la justicia, porque el temor de Dios, que es el portero de la conciencia, les obliga a quedarse en la antesala.

Mas acaso les queda aún a los jueces arbitrio para ser dispensadores de alguna gracia, ya que no en la sustancia, en el modo de administrar justicia; quiero decir, ya que no en la calidad de la sentencia, en la brevedad del despacho. Este error he notado yo en algunos de nuestros togados; y le llamo error, porque para mí no tiene duda que lo es. Nosotros estamos obligados a dar el más breve expediente que podemos a las causas. A quien despachamos con toda la prontitud posible, no hacemos gracia; a quien no, le hacemos injusticia. La acepción de personas en la antelación del despacho es inicua y el ministro que es autor de ella es deudor a la restitución de los daños que a la parte que debiera entrar primero en turno se le ocasionan con la demora. En esta materia se debe atender a la naturaleza de la causa, a la mayor o menor antigüedad en ser traída a juicio y al mayor o menor perjuicio que ocasiona la tardanza de resolución.

En consideración de esta última circunstancia, cuando no lo prohíben otras, deben ser despachados primero los pobres que los ricos; los forasteros que los vecinos. San Jerónimo, sobre un pasaje de los Proverbios, dice que antiguamente se colocaban los tribunales de justicia a las puertas de las ciudades; en que se atendía, según advertencia del mismo santo, a que el bullido de la ciudad y tanta multitud de objetos extraños no confundiese a los forasteros, especialmente rústicos, que venían a exponer sus pretensiones. De aquí se infiere que el despacho era muy pronto, pues no se les daba lugar a constituir en la ciudad alojamiento. Hoy andan muy de otro modo las cosas. Tanto se detienen en la prosecución de sus causas los forasteros, que llegan a hacerse vecinos. Nada les confunde, sino las portentosas dilaciones de los jueces. Como antes se veían los tribunales a las puertas de las poblaciones, hoy se ven poblaciones enteras a las puertas de los tribunales, porque las perezas del despacho amontonan las causas en el oficio y los litigantes en el zaguán.

Con horror contemplo los daños que causan estas dilaciones, de las cuales, por los gastos que ocasionan, suele seguirse el quedar ambos colitigantes arruinados, el vencido, vencido, y el vencedor, perdido. Pleito hay que dura tanto como el de los cuatro elementos en el hombre, quiero decir toda una vida; y la resulta es la misma: la ruina del todo. ¡Oh, términos del Derecho! Parecéis a veces los del mundo en la sentencia de Descartes, esto es, indefinitos.

Aun cuando no hay término que esperar, se deja descansar el pleito meses enteros en manos del relator, y después de hecha la relación y los alegatos, ¡cuántas veces se suspende la decisión todo el tiempo que es menester para que los jueces se olviden del hecho y de lo alegado! Hijo mío, no ignoras aquella regla legal de Sexto Pomponio: En todas las obligaciones en que no se señala día debemos el día presente. Todas las resoluciones de los tribunales son comprendidas debajo de esta regla. En teniendo la instrucción necesaria para proferirlas, ni un día podemos en conciencia detenerlas; y la instrucción misma se debe acelerar con la mayor brevedad posible.

De lo dicho se infiere que el juez nunca puede recibir cosa alguna del litigante bien despachado, por vía de gratificación; porque como no es capaz de hacerle alguna gracia, tampoco es acreedor a alguna recompensa. Deben ser los ministros como los astros, que nada reciben de la tierra aunque la benefician mucho, porque ese mismo beneficio es deuda. Su subsistencia corre por cuenta del soberano que los colocó en aquel puesto. Ellos deben la asistencia de la luz y el influjo al mundo inferior; el mundo inferior nada les debe a ellos.

Aun aquella visita de acción de gracias que el litigante después de la victoria hace a los jueces es por demás. ¿De qué les da gracias? ¿De que le dieron lo que era suyo? Por esto no merecen agradecimiento. Y si le dieron lo que era ajeno merecen castigo.

Lo que se ha dicho de la brevedad del despacho corre tanto en las causas criminales como en las civiles. El reo, o tratado como tal, es acreedor a la absolución si está inocente; y la república al castigo si es culpado. Alguno de estos dos acreedores está instando por el expediente. Ya se ve que se debe proceder con mucho tiento en las causas criminales por no incidir en el inconveniente gravísimo de que sean castigados como reos los inocentes. Pero no es proceder con tiento estarse sin hacer nada y tener tan olvidados a los que están en el calabozo, como si estuviesen en el sepulcro.

Además de la razón común a unas y otras causas, para que se abrevie con ellas hay una especial y de gravísimo peso, que insta más por las criminales y es que la dilación es ocasionada a que se queden sin castigo los malhechores. Esto sucede por dos causas: la primera, porque cuanto más se detiene el proceso, tanto más tiempo se les da para romper la cárcel y escapar de la prisión. Nada sobra tanto como ejemplares de esto, de lo cual algunos están harto recientes. Las consecuencias que de aquí se siguen son muchas y perniciosísimas. Salen de la prisión aquellas fieras desatadas, con el ímpetu de recobrar en pocos días todo el tiempo que vacaron de las insolencias. Imagínense acreedores a vengarse con nuevos insultos de lo que padecieron en las cadenas. Apenas hay inocente a quien no miren como enemigo, y sólo los que los imitan en las costumbres son excepción de sus iras.

Tan común como todo esto es su saña; pero por lo que tiene de particular, es aún más perjudicial a la república. A quienes amenaza en especial aquel nublado de enojo son aquellos que tuvieron alguna parte en la prisión y proceso antecedente: el delator, el ministro que echó mano al delincuente, el que depuso como testigo en la información. Todos estos temen con razón entonces. Y lo peor es, que como el caso de rompimiento de cárcel sucede muchas veces, este temor preocupa los ánimos anticipadamente, de modo que apenas hay quien se atreva a deponer como testigo contra malhechores industriosos y osados aun cuando están sepultados en un calabozo de miedo que, escapándose algún día, se venguen de la deposición.

La segunda causa, porque la dilación de las causas criminales da motivo a la indemnidad de los delincuentes, no es tan palpable ni observada como la primera; pero más general y que más veces logra su efecto. Voy a exponerla. Recién cometido un delito, todos los ánimos están exacerbados con el horror del insulto. Aun los más indulgentes claman por la pena. La parte ofendida grita a la tierra y al cielo. El fiscal centellea los celosos ardores de su oficio. Los jueces no respiran sino severidad. Toda esta fogosidad se va mitigando con el tiempo poco a poco. Así como se va alejando de la vista el delito y quedándose más atrás en la serie del tiempo, así va haciendo menos impresión en el ánimo; ya se hallan disculpas al hecho más atroz; ya se mezclan apotegmas de piedad con los teoremas de la justicia. Cuanto más se va deteniendo la causa, tanto más se va evaporando el celo. Hácese tránsito del calor a la tibieza y de la tibieza a la frialdad. La demora de medio año basta para que los ardores de julio se conmuten en las escarchas de enero. Ya no suena sino piedad. Ya todo está a favor del reo, sino su delito. Si la parte agraviada es pobre, poco basta para acallarla. Las súplicas son muchas, unas por compasión, otras por interés. Y estando en esta disposición los ánimos, es fácil que salga de la cárcel poco menos que con palma el que antes por voto universal era digno de la horca.

Siempre he admirado la benignidad con que a veces se tratan las causas criminales, donde no hay parte que pida. La cesión de la parte comúnmente se valora en más de la mitad de la absolución del reo. En que no se advierte que siempre hay parte que pide; y lo que es más, siempre hay parte que manda. Dios manda; la república pide. Esta es acreedora a que se castiguen los delitos, porque la impunidad de las maldades multiplica los malhechores. Por un delincuente merecedor de muerte a quien se deja con la vida, pierden después la vida muchos inocentes. ¡Oh, piedad mal entendida la de algunos jueces! ¡Oh piedad impía! ¡Oh piedad tirana! ¡Oh piedad cruel!

No niego que tal vez no se perdone; pero ha de ser sólo en aquellos casos en que la república se interesa tanto o más en la absolución del reo que en su castigo. La utilidad pública es el norte adonde debe dirigirse siempre la vara de la justicia. Los servicios que el reo hizo a la república o los que se espera que haga por los especiales talentos que tienen para ello son de especialísima consideración en esta materia. Las leyes dan preceptos a este fin en términos formales. Por esto no fue, según reglas de equidad, la muerte que dio Manlio Torcuato a su valeroso hijo cuando volvía victorioso, habiendo batallado sin orden. ¿Qué más se haría con quien volviese vencido y no tuviese mérito alguno antecedente para ser perdonado?

Los príncipes tienen más arbitrio en esto que sus ministros no porque puedan perdonar por su antojo, pues también son deudores a Dios y a la república, sino porque los intereses comunes son más propios de su consideración que de la de los jueces particulares. Respecto del soberano, tienen cabimiento para conciliar el perdón o minorar la pena no sólo los servicios personales del reo, mas también los de sus más íntimos allegados: los padres, la esposa, los hermanos, los hijos. Así lo han practicado siempre los príncipes más ilustres. Y es una gran política avisar con estos ejemplos a los ánimos generosos, que no sólo pueden merecer para sí, mas también para los suyos. Es mucho el emolumento que saca la república de este incentivo. Otros muchos motivos de utilidad pública pueden ocurrir a los príncipes para perdonar a los delincuentes, que no es fácil enumerar.

En los delitos cometidos por inatención o por flaqueza ya se sabe que tiene mucha entrada la piedad. Las leyes les señalan menor pena, y el príncipe podrá condonarlos del todo en tal cual caso. Pondré un ejemplo: Sabiendo Pirro, rey de los epirotas, que unos mancebos que estaban bebiendo vino habían murmurado de él, los hizo traer a su presencia y les preguntó si era verdad que de él habían dicho tales y tales cosas. Estaba entre ellos uno de genio sincero y animoso, el cual respondió: Sí, señor. Es verdad que todo eso dijimos después de haber bebido largamente, y más hubiéramos dicho si más hubiéramos bebido. Perdonólos Pirro, y me parece que hizo muy bien. El delito se minoraba mucho por haber sido cometido en una media perversión del juicio, y el ser la ofensa contra la misma persona del rey, daba cierto aire de generosidad al perdón, capaz de aumentarle el amor y respeto de sus vasallos, cosa importantísima en todos los reinos. Por ese camino recobró con exceso el público, lo que perdió en la impunidad de aquel delito.

Aun prescindiendo de la particular circunstancia que minoraba la culpa de aquellos jóvenes, se puede decir generalmente que asienta bien a todos los príncipes y superiores ser indulgentes con los que murmuran de sus personas. Esto acredita su clemencia y desacredita la misma murmuración. No puede quitarles tanta porción de respeto la maledicencia de algunos vasallos cuanto la opinión de clementes y magnánimos les granjea con todos. El mismo que ha delinquido se avergüenza del perdón, porque si lo tiene por piedad, conoce que no tuvo razón para murmurar; si por desprecio, ya le basta para castigo. Esta es la pena propia para los insultos de la lengua. Aplicar otra cualquiera es dar a los murmuradores la vanidad de que son temidos. Así se enciende más su odio y se esfuerza más su atrevimiento. Lo que se ha notado en los príncipes que anduvieron muy solícitos en pesquisar y castigar murmuraciones de corrillos es que las aumentaron en su tiempo y las eternizaron para la posteridad. Esta es una hidra, cuyas cabezas multiplica el cuchillo de la venganza y ahoga el humo del desprecio.

Nuestro piadoso y magnánimo rey Felipe V (que Dios guarde) puede servir de norma en esta mezcla de severidad y clemencia que pide en los príncipes la virtud de la justicia. Inexorable a los delitos graves cometidos en perjuicio de algún tercero, mostró una generosa indulgencia respecto de los que miraban a su persona. En la guerra civil de los años pasados, en aquella furiosa tempestad en que fue tal la agitación de los vientos, que bambanearon aun los escollos, donde flaqueó la constancia de muchos por hallar colores de lealtad en la misma deserción, disimuló muchas ofensas de obra y perdonó todas las de palabra, que no eran respectivas a la obra. Esto aumentó el amor en los corazones fieles y, en fin, hizo fieles a todos los corazones.

Pero volviendo a la severidad en castigar los delitos pertenecientes al magistrado, digo que ésta no sólo conviene a la república; también conviene, y aun mucho más, a los mismos delincuentes. Comúnmente se dice que rarísimo se condena de los que mueren en manos de la justicia. Todas las apariencias lo persuaden; y hay no sé qué revelación escrita que lo confirma. ¿Qué beneficio, pues, se hace en perdonar al malhechor, el cual muriendo en la horca de allí tomaría el camino para el Purgatorio, para pasar después al Cielo, y muriendo en alguno de los encuentros a que es arriesgada su profesión, mucho más probablemente perdería para siempre el alma con la vida? ¡Oh cuántos millares de éstos habrá en el infierno, que estarán sin cesar fulminando horribles maldiciones contra los jueces, que con una injusta clemencia ocasionaron su eterna perdición! ¿Cuántos con desesperación y rabia llorarán ahora el que les haya valido no digo yo los dolosos asilos de las que llaman Iglesias frías, pero aún las más justas inmunidades?

Hacia cierto género de delitos, en cuyo castigo quisiera ver a los jueces muy solícitos, los he experimentado muy indulgentes. Hablo de las faltas de legalidad que respectivamente a su ministerio cometen todos aquellos que intervienen como instrumentos en el conocimiento y prosecución de las causas, el abogado, el relator, el procurador, el receptor, el escribano, el alguacil, el testigo, etc. Es el tribunal un todo de tan delicada contextura, que no hay en él parte integrante alguna que no sea esencial. Es una máquina, en que si falta o falsea o afloja el más menudo muelle, todos los movimientos serán desordenados. ¿Qué importa que sean los jueces rectos si los procesos o los informes llegan adulterados a sus manos y oídos? Cuanto más rectos, tanto más cierto que entonces saldrá una sentencia injusta, porque se arreglará a las viciadas noticias en que se fundan. Entre los japoneses se castiga con severísimas penas cualquier mentira que se diga a los jueces tocante a la causa que se examina, aun cuando la profiere la misma parte interesada. Paréceme excelente política. El modo de dar paso seguro a la justicia es desembarazar el camino a la verdad, y para esto no hay otro arbitrio que el castigar con gran severidad la mentira.

Si se me opone que esto parece demasiado rigor, porque excede la pena la gravedad de la culpa, respondo que los juristas deben pesar los delitos de otro modo que los teólogos. El teólogo examina la malicia intrínseca del acto; el jurista considera las consecuencias que tiene para el público, y pueden ser éstas graves, aunque la culpa, según la primera inspección sea leve. Es verdad que también el teólogo considera las consecuencias cuando las prevé el delincuente, lo que a proporción agrava aun en el fuero interno su culpa. El jurista no puede, ni le toca, examinar si las previó, sino aplicar el remedio que prescribe la ley, para evitar el daño; y así en el fuero externo es castigado el reo, como si previese ese daño.

Considérese ahora que las falsedades y dolos que circundan los tribunales dificultan tanto el examen de la verdad que en unas causas se logra tarde y en otras nunca. Este es un gravísimo perjuicio para el público, porque la dificultad de la averiguación da aliento a los mal intencionados para todo género de maldad. ¿Qué remedio para esto, sino el de castigar con rigor todo engaño judicial? La mayor perdición de una república no consiste en que haya en ella muchos que no temen a Dios, sino en que esos que no temen a Dios tampoco teman al magistrado.

Yo no extraño que haya muchos testigos falsos, viendo la benignidad que se practica con ellos. Entre los indios orientales, según Estrabón, se les cortaban pies y manos. Entre los licios, dice Heráclides, que les confiscaban todos los bienes y los vendían para esclavos. Los pisidas, cuenta Alejandro ab Alejandro, que los despeñaban de una alta ro ca. En la Historia Helvética se lee que el magistrado de Berna hizo morir hervidos en aceite dos testigos que falsamente depusieron deberle una cantidad grande de dinero un ciudadano a otro.

Ninguna de estas penas me horroriza, por contemplar cuán necesario es en esta materia el rigor. Pero la más justa y razonable al fin como dictada por boca divina, fue la del talión, que Dios estableció en el pueblo de Israel. Esta misma recomiendan varios textos del Derecho civil. En España tuvo su uso por las leyes de Toro. Mas últimamente, por no ser adaptable a todos los casos, el señor Felipe II, dejándola en su vigor para las causas de sentencia capital, en que el testigo debe siempre ser castigado con la misma pena correspondiente al delito que falsamente asevera, constituyó para todos los demás casos la pena de vergüenza pública y galeras perpetuas. Justísimo castigo. Pero, ¿cuándo se ejecuta? No sé si en la prolija carrera de mi edad le he visto aplicar alguna vez. Lo que comúnmente sucede es que al tiempo de votar entra intempestivamente la piedad en la sala y a contemplación de esta serenísima señora, en vez de vergüenza pública y galeras perpetuas se decreta una multa pecuniaria.

Notables palabras las de Dios a Moisés al capítulo nono del Deuteronomio, hablando del testigo falso: Non misereberis ejus, le dice. No, Moisés. No te apiades, no te compadezcas, no tengas misericordia con él. Rígido parece el decreto. Rígido, sí, pero preciso. Con el testigo falso todo ha de ser rigor; nada de clemencia: Non misereberis ejus. Así conviene; porque si no, ¿quién tendrá segura la hacienda? ¿Quién la honra? ¿Quién la vida? Así que esto verdaderamente no es abandonar la piedad, sino fijarla en el objeto que se debe; es retirar los ojos compasivos de un individuo culpado, por dirigirlos a la multitud inocente.

Lo mismo que del testigo falso digo a proporción de todos los demás que engañan o procuran engañar a los jueces en el conocimiento de las causas. Es menester, aunque sea a hierro y fuego, allanar el camino por donde debe venir al tribunal la verdad, para que pueda salir de él la justicia. Cuanto se expendiere de rigor por esta parte se ahorrará con ventaja por otras. Cuanto más se facilitare la averiguación de los delitos, tanto será menor el número de ellos, tanto menos padecerán los inocentes y tanto menos se repetirá al pueblo el triste espectáculo de los suplicios. A cuyas utilidades se añade la suma importancia del breve y feliz despacho en las causas civiles.

Por tanto, mi sentir es que no haya indulgencia o remisión alguna ni con el abogado, que supone citas o doctrinas falsas (dejando a la prudencia los casos en que esto se puede atribuir a equivocación o falta de memoria) ni con el escribano o receptor que dolosamente colorea los dichos de los testigos, ni con el relator que suprime cláusulas. Semejantes atentados, si se examina su contrariedad a la virtud de la Justicia, tanta malicia tienen como una deposición falsa.

Ni se deben dejar sin castigo severo (juzgo sería el más proporcionado la privación o suspensión larga de ejercicio) el abogado que patrocina causas evidentemente injustas y el procurador que con el fin de dilatar introduce artículos impertinentes. Mas ya éstas y otras graves faltas de legalidad y buena fe (¡oh, benignidad perjudicialísima!) se juzgan bastantemente castigadas con una reprensión verbal; corto freno para detener los impulsos de la codicia, de la ambición, del miedo, del amor, del odio; cinco enemigos de la justicia, que alternativamente según la calidad o influjo de las partes, incitan a los oficiales a violar la integridad de sus ministerios.

En todas partes se oyen clamores contra el proceder de los alguaciles y escribanos. Creo que si se castigasen dignamente todos los delincuentes que hay en estas dos clases, infinitas plumas y varas, que hay en España, se convertirían en remos. Los alguaciles están reputados por gente que hace pública profesión de la estafa. Si es verdad todo lo que se dice de ellos, parece que el demonio, como siempre procura contrahacer o remedar a su modo las obras de Dios, al ver que en la Iglesia se fundaban algunas religiones mendicantes para bien de las almas, quiso fundar en los alguaciles una irreligión mendicante para perdición de ellas. Su destino es coger los reos; su aplicación, coger algo de los reos, y apenas hay delincuente que no se suelte, como suelte algo el delincuente. Los escribanos tienen mil modos de dañar. Raro hay tan lerdo que dé lugar a que le cojan en falsedad notoria. Pero lo que se ve es que todo el mundo está persuadido a que en cualquier causa, que civil, que criminal, es de suma importancia tener al escribano de su parte. El modo de preguntar ladino hace decir al que depone más o menos de lo que sabe. La introducción de una voz que parece inútil o de pura formalidad, al formar el proceso, hace después gran eco en la sala; la sustitución de otra, que parece equivalente a la que dijo el testigo, altera tal vez todo el fondo del hecho. Todos los ojos de Argos colocados en cada togado son pocos para observar las innumerables falacias de un notario infiel. Pero a proporción de la dificultad del conocimiento se debe aumentar el rigor. De mil infieles sólo será descubierto uno y es menester proceder con tanta severidad con este uno que en él escarmiente todo el resto de los mil. Hágase temer el castigo por grande, ya que no puede por frecuente.

Habiendo arriba tocado algo de las multas pecuniarias, no te ocultaré aquí una reflexión que muchos años ha tengo hecha sobre este género de pena y que me la hace mirar con poco agrado. He reparado, digo, que el gravamen de la multa no sólo carga sobre el reo, mas también igualmente y aun con exceso sobre algunos inocentes. Peca un padre de familia de cortos medios y se le impone una multa de cien ducados. La extracción de esta cantidad no sólo la padece el que cometió el delito, mas también su mujer e hijos; y éstos suelen padecerla más, por que como cada uno se ama más a sí mismo que a sus más íntimas adherencias, y el delincuente, como dueño de la casa, dispone a su arbitrio de los bienes de ella, suele no cercenarse a sí mismo de las conveniencias que antes gozaba en comida, vestido y diversiones; y carga el cercén que corresponde al dinero extraído, sobre sus domésticos. Su gasto es el mismo; por cuenta de la mujer y de los hijos solamente queda el ahorro o por lo menos queda la mayor parte. No extrañes que no mire con buenos ojos una especie de castigo en que por lo común más padece el inocente que el culpado. No niego que muchas veces es preciso. Las penas de Cámara, establecidas por ley a determinados delitos, son inevitables. Fuera de éstas, es forzoso recurrir a las multas para gastos de justicia. ¿Qué podremos, pues, arbitrar? Que sean las menos que puedan ser.

Esto importa también al honor de los jueces; porque los vulgares, cuando ven cargar mucho la mano en las multas, y no ven su aplicación al beneficio público en construcción de puentes, reparos de caminos, conducción de aguas, socorro de hospitales pobres, etc., fácilmente se persuaden a que los mismos jueces se interesan en la imposición de aquellas penas. Y aunque el juicio sea indiscreto o temerario, es justo redimirnos de esta nota cuando cómodamente se puede.

Cuando los delincuentes, por carecer de familia, sólo disfrutan sus bienes en sus propias personas, ninguna pena me parece más racional que la de multa pecuniaria, en caso que no la pida más acerba la gravedad de la culpa. Lo primero, porque como castigo incruento, es más tolerable a la compasión, así de los que la decretan como de los que la miran. Lo segundo, porque es quitarle armas al vicio, despojar de sus dineros a un hombre mal inclinado. Lo tercero, porque si se expenden a favor del público, logra el pueblo dos utilidades, consiguiendo en el castigo, sobre la recta administración de justicia, algo de temporal conveniencia.

Propuesto te he, hijo mío, mi dictamen en orden a todo aquello que me ha parecido más esencial en el ministerio de la judicatura. Si acaso te pareciere, viéndome tan escrupulosamente puesto de parte de la justicia, que quiero borrar del catálogo de las virtudes la clemencia estás engañado. Conozco la excelencia de esta virtud, y aun por eso me duele que en nuestro ministerio no haya materia a su ejercicio. Venero esta prenda divina; y aun por ser tan divina la contemplo sobre la esfera de nuestra jurisdicción. Llamóla divina, por cuanto la actividad de absolver de las penas que decretan las leyes, casi es privativamente propia de Dios. Éste, como supremo dueño, puede perdonar todos los delitos; los reyes, como inmediatos en la soberanía, pueden perdonar algunos; los ministros inferiores, para todos tenemos atadas las manos; porque el que está sujeto a las leyes carece de arbitrio para las piedades.

Es verdad que podemos interpretar la ley oscura, inclinándola a la parte más benigna, mas esto debe ser según la exigencia del bien público y según el dictamen de la natural equidad; y obrando de este modo, ya no es clemencia, sino justicia. Podemos también, por la virtud que llaman epikeya, minorar y aun omitir en varios casos las penas que decretan las leyes. Tampoco esto es benignidad, sino justicia, porque estamos obligados a seguir la mente del legislador antes que la letra de la ley. Por eso Aristóteles, que entendió muy bien la naturaleza de las cosas que pertenecen a la ética, señaló la epikeya por parte de la justicia. Estos casos en los delitos menores son muy frecuentes, porque examinada la positura de las cosas, ocurre muchas veces a la prudencia que se han de seguir mayores inconvenientes del castigo que de la tolerancia. Seguir siempre la letra de la ley penal, sin exceptuar los casos en que el legislador no pudo o la prudencia juzga que no quiso obligar es lo que se llama sumo derecho, summum jus, y que con razón está capitulado por suma injusticia. Luego obrar de contrario modo es justicia y no clemencia. De donde se infiere que la piedad que tanto se implora en los jueces subalternos, impropiamente se llama así porque si es conforme a la ley racionalmente entendida, es justicia; si contra ella, es injusticia. En los casos omisos y cuando la ley está oscura, hay reglas generales para interpretarla o suplirla, las cuales tienen fuerza de ley. Por tanto, en el juez subalterno no hay medio entre justicia e injusticia, porque no hay medio entre obrar conforme a la ley y obrar contra la ley. Dios te guarde, etc.