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¡Qué hacer cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía lugar el parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron al fin lo mismo que el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué caminos parten de allí. Echo pie a tierra. Vítores.

Hay situaciones en que una indicación, por más política que sea, tiene todo el carácter de una orden militar.

¿Qué había de hacer, cuando con la mayor finura araucana me insinuaron que, a pesar de hallarme ya a tiro de pistola del toldo suspirado, debía detenerme un rato más?

Claro está, conformarme.

Permanecimos a caballo, en el mismo orden de formación que llevábamos.

Aquella parada a última hora inopinada, que no había formado parte del programa imaginario de nadie, tenía en el ceremonial de la corte de Mariano Rosas un gran significado.

En las paradas anteriores, el objeto real había sido, unas veces, ganar tiempo hasta que se tranquilizara la multitud, otras veces, cumplir con los deberes oficiales y sociales de la buena crianza y cortesía.

Esta vez el Cacique mayor, los Caciques secundarios, los capitanejos, los indios de importancia -como se estila en Tierra Adentro- querían verme un rato de cerca, antes de que echara pie a tierra, estudiar mi fisonomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto; asegurarse, por ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que llevaba oculto en los repliegues del corazón.

Y querían hacer esto, no sólo conmigo, sino con todos los que me acompañaban, inclusive los dos reverendos franciscanos, santos varones, incapaces de arrancarle las alas a una mosca.

En medio de su disimulo y malicia genial y estudiada, los salvajes y los pueblos atrasados en civilización tiene siempre algo de candorosos.

Ellos creen cosa muy fácil engañar al extranjero.

El orgullo de la ignorancia se traduce constantemente, empezando por creer que se sabe más que el prójimo.

La ignorancia tomada individual o colectivamente es la misma en sus manifestaciones: falsamente orgullosa y osada.

Mariano Rosas creyó engañarme.

Estábamos al habla, con tal de esforzar un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me destacó un embajador.

Ni una palabra de mi lengua entendía éste.

Era calculado.

Se buscaba que sin apelación me valiera del lenguaraz hasta para contestar sí o no.

Así duraba más tiempo la exposición de mi persona y séquito; se nos examinaba prolijamente.

Y mientras se nos examinaba, las viejas brujas, en virtud de los informes y detalles que recibían, descifraban el horóscopo, leyendo en el porvenir, relataban mis recónditas intenciones y conjuraban el espíritu maligno, el gualicho.

Habló el representante de Mariano Rosas.

Las coplas fueron las consabidas, con el agregado de que se alegraba tanto de verme llegar bueno y sano a su tierra; que estaba para servirme con todos sus caciques, capitanejos e indios, que aquél era un día grande, y que, en prueba de ello, oyese.

Al decir esto, hacían descargas con carabinas y fusiles unos cuantos cristianos andrajosos, entre los que se distinguía un negro, especie de Rigoletto; quemaban cohetes de la India en gran cantidad y prorrupían en alaridos de regocijo.

Yo contestaba con toda la afabilidad de un diplomático, por el órgano de mi lenguaraz, que a su turno se dirigía a un representante que me había designado Caniupán, mi estatua del Comendador, desde el instante en que nos movimos de Calcumuleu.

Multiplicando los dos interlocutores principales, a cual más, sus razones, so pena de desacreditarse ante el concepto de la opinión pública, que estaba allí congregada, no había remedio, los saludos duraban tanto como un rosario.

Después que fui saludado, cumplimentado y felicitado, me pidieron permiso para hacerlo con los franciscanos, que por el hecho de andar a mi lado, de ver mis atenciones con ellos y, sobre todo, porque llevaban corona, eran reputados mis segundos en jerarquía.

Concedí el permiso, y vino un diálogo como los que ya conocemos, con su multiplicación de razones, con sus últimas sílabas prolongadas a más no poder, y en el que resonaron con mucha frecuencia los vocablos: chao, padre; uchaimá, grande; chachao, Dios y cuchauentrú, que también quiere decir Dios, con esta diferencia: chachao responde a la idea de mi padre y cuchauentrú, a la del omnipotente, literalmente traducido significa hombre grande, de cucha y uentrú.

Los franciscanos contestaron evangélicamente, ofreciendo bautizar, casar y salvar todas las almas que quisieran recurrir al auxilio espiritual de su ministerio.

Felizmente los intérpretes no entendieron muy bien sus apostólicas razones, y no pudieron multiplicarlas tanto como la concurrencia lo habría deseado.

En pos de los franciscanos vinieron mis oficiales, para cuyo efecto me pidieron también la venia.

A ese paso, iban a ser interrogados, saludadas y agasajadas hasta las mulas que llevaban las cargas.

Este artículo del ceremonial se hizo hablando uno de mis oficiales por todos, según me lo indicó Mora.

Se redujo todo a lo sabido, razones elevadas a la quinta potencia, en medio de la mímica oratorio más esforzada.

En tanto que estos parlamentos tenían lugar, muchos indios viejos, de extraño aspecto, giraban en torno mío y de los míos, con aire misterioso, callados, cejijunto el rostro y como estudiando a los recién llegados y la situación. Se iban y venían, tornaban a irse y volvían a venir, llevándoles lenguas a las brujas, que hacían el exorcismo, y a las cuales iba el pellejo, o la vida, si por alguna casualidad, incongruencia o nigromancia acontecía una desgracia como enfermarse, morirse un indio o un caballo de estimación.

Las tales adivinas acaban sus días así, sacrificadas, si no tienen bastante talento, previsión o fortuna para acertar.

A cada triquitraque las llaman y consultan.

Para ir a malón, consulta; para saber si lloverá habiendo seca, consulta; para saber de qué está enfermo el que se muere, consulta. Y si los hechos augurados fallan, ¡adiós, pobre bruja! su brujería no la salva de las garras de la sangrienta preocupación: muere.

No obstante, es un artículo abundante entre los indios, prueba evidente de que el charlatanismo tiene su puesto preferente en todas partes: pronosticar el destino de la humanidad y de las naciones, aunque la civilización moderna es más indulgente. Nosotros mandaremos guillotinar a Mazzini, es un gritón menos de la libertad; pero a los que hacen el milagro de la extravasación de la sangre de San Jenaro, no.

Una indiscriptible agitación reinaba en el toldo de Mariano Rosas. Indios y chinas a pie y a caballo, iban y venían en todas direcciones. Algo extraordinario acontecía, que se relacionaba conmigo.

Llamó mi atención.

Pregunté impaciente a Mora qué sería. No pudo satisfacerme. El mismo lo ignoraba. Después supe que las viejas brujas habían andado medio apuradas. Sus pronósticos no fueron buenos al principio. Yo era precursor de grandes e inevitables calamidades: gualicho transfigurado venía conmigo.

Para salvarse había que sacrificarme, o hacer que me volviera a mi tierra con cajas destempladas. Como se ve todas las brujas son iguales: la base de la nigromancia está en la credulidad, en el miedo, en los instintos maravillosos, en las preocupaciones populares.

Pero Mariano Rosas no quería sacrificarme, ni que me volviera como había venido, sin echar pie a tierra en Leubucó,

Los recalcitrantes, los viejos, los que jamás habían vivido entre los cristianos, los que no conocían su lengua, ni sus costumbres, los que eran enemigos de todo hombre extraño, de sangre y color que no fuera india, creían en los vaticinios de las brujas.

Pero ya lo he dicho. Mariano Rosas, que a fuer de cacique principal sabía más que todos, no participaba de sus opiniones.

Se les previno, pues, a las brujas, que estudiasen mejor el curso del Sol, la carrera de las nubes, el color del cielo, el vuelo de las aves, el jugo de las yerbas amargas que masticaban, los sahumerios de bosta que hacían: porque el cacique, que veía otra cosa, quería estrecharme la mano, y abrazarme convencido de que gualicho no andaba conmigo, de que yo era el Coronel Mansilla en cuerpo y alma.

Mariano Rosas estaba formado en ala, frente a mí, como a unos cincuenta pasos. A su izquierda tenía a Epumer, su hermano mayor, su general en campaña. Por un voto solemne, aquél no se mueve jamás de su tierra, no puede invadir, ni salir a tierra de cristianos. Después de Epumer, seguían los capitanejos Relmo27, Cayupán, otros más, y entre éstos Melideo, que quiere decir cuatro ratones, de meli, cuatro, y deo, ratón.

Es costumbre entre los ranqueles ponerse nombre así, y nótese que digo nombres, no apodos ni sobrenombres. El uno se llama como dejo dicho, el otro se llamará «cuatro ojos», éste «cuero de tigre», aquél «cabeza de buey», y así.

Enseguida de los capitanejos, ocupaban sus puestos varios indios de importancia, luego alguna chusma y por fin algunos cristianos de la gente de un titulado Coronel Ayala que fue de Saa, extraviado político, pero que no es mal hombre, que me trató siempre con cariño y consideración.

Estos cristianos estaban armados de fusil y carabina, que no brillaban por cierto de limpios, y eran los que con gran apuro y dificultad hacían las salvas en honor mío. Ayala los dirigía. El padre Burela, que, como se sabe, había llegado de Mendoza dos días antes que yo, con un cargamento de bebidas y otras menudencias para el rescate de cautivos, también andaba por allí, ocupando un puesto preferente. Jorge Macías, condiscípulo mío en la escuela del respetable y querido señor don Juan A. de la Peña, cautivo hacía dos años, andaba el pobre como bola sin manija.

La morada de Mariano Rosas, consistía en unos cuantos toldos diseminados y en unos cuantos ranchos, construidos por la gente de Ayala, en un corral y varios palenques.

Leubucó es una laguna sin interés -quiere decir agua que corre, leubú, corre, y , agua. Queda en un descampado a orilla de una ceja de monte, en una quebrada de médanos bajos. Los alrededores de aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he visto; una soledad ideal.

De Leubucó arrancan caminos, grandes rastrilladas por todas partes. Allí es la estación central. Salen caminos para las tolderías de Ramón que quedan en los montes de Carrilobo; para las tolderías de Baigorrita, situadas a la orilla de los montes de Quenque; para las tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes, para la Cordillera, y para las tribus araucanas.

Yo he recogido, a fuerza de maña y disimulo, muchos datos a este último respecto, que algún día no lejano publicaré, para que el país los utilice. Y digo con maña y disimulo, porque entre los indios, nada hay más inconveniente para un extraño, para un hombre sospechoso, como debía serlo y lo era yo, que preguntar ciertas cosas, manifestar curiosidad de conocer las distancias, la situación de los lugares a donde jamás han llegado los cristianos, todo lo cual se procura mantener rodeado del misterio más completo. Un indio no sabe nunca dónde queda el Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó a Wada. La mayor indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo.

Me acuerdo que en el Río Cuarto, queriendo yo mantener algunos datos sobre la población de los ranqueles, le hice cierto número de preguntas a Linconao, que tanto me quería, delante de Achauentrú. Como aquél contestara bastante satisfactoriamente, éste, con tono airado, le amenazó diciéndole en araucano: que cuando regresase a Tierra Adentro, le diría a Mariano Rosas que era «un traidor que había estado hablando esas cosas conmigo», y dirigiéndose a los demás indios circunstantes, añadió: «Uds. son testigos».

Yo, ¡qué había de entender!, lo supe por mi lenguaraz. Mora me lo dijo en voz baja rogándome que no lo comprometiera y que no continuara el interrogatorio, que suspendí quedando poco más enterado que antes.

Los conjuntos terminaron, el horóscopo astrológico dejó de augurar males, las águilas no miraron ya para el sur, sino para el norte -lo que quería decir que vendría gente de adentro para afuera, no de fuera para adentro, o en otros términos, que no habría malón de cristianos, que nada había que temer.

La hora de recibirme había llegado.

¡Ya era tiempo!

Un enviado salió de las filas de Mariano Rosas y me dijo, siempre por intérprete:

-Manda decir el general que eche pie a tierra con sus jefes y oficiales.

-Está bien -contesté.

Y eché pie a tierra, junto conmigo los cristianos e indios que me seguían. Y a ese tiempo se oyó un hurra atronador y un viva al Coronel Mansilla.

Yo contesté, acompañándome todo el mundo:

-¡Viva Mariano Rosas!

- ¡Viva el presidente de la República!

-¡Vivan los indios argentinos!

Había verdadero júbilo, los tiros de carabina y de fusil no cesaban, ni los cohetes, ni la infernal gritería, golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.

Jorge Macías vino a mí y me abrazó llorando.

Como no me habían hecho ninguna indicación, me quedé junto a mi caballo, después de desmontarme.

Ya estaba aleccionado.

Hubo otro parlamento.

Lo volveré a repetir: no es tan fácil como se cree llegar hasta hacerle un salam-alek a Mariano Rosas.

Gracias a Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De cómo casi hube de reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los bárbaros?

Mucho me había costado llegar a Leubucó y asentar mi planta en los umbrales de la morada de Mariano Rosas.

Pero ya estaba allí, sano y salvo, sin más pérdidas que dos caballos, sin más percances que el susto a inmediaciones de Aillancó, a consecuencia de la extraña y fantástica recepción del cacique Ramón.

Haber pretendido otra cosa habría sido querer cruzar el mar sin vientos ni olas; andar en las calles de Buenos Aires en verano sin polvo, en invierno sin lodo, lavarse la cara sin mojársela; o como dice el refrán, comer huevos sin romper cáscaras.

Me parece que tenía por qué conceptuarme afortunado, o en términos más cristianos, por qué darle gracias al que todo lo puede, como en efecto lo hice, exclamando interiormente: ¡Loado sea Dios!

Con el caballo de la brida, esperaba indicaciones para adelantarme a saludar a Mariano Rosas, pasando en revista los personajes que tenía al frente, aunque afectando una gran indiferencia por cuanto me rodeaba.

Todos los bárbaros son iguales; ni les gusta confesar que no han visto antes ciertas cosas, cuando éstas llaman su atención; ni que los que penetran sus guaridas, hallen raro lo que en ellas ven.

En el Río Cuarto yo me solía divertir mostrándoles a los indios un reloj de sobremesa, que tenía despertador, un barómetro, una aguja de marear óptica, un teodolito y un anteojo.

Miraban y miraban con intensa ojeada los objetos, y como quien dice: eso no llama tanto como Ud. cree mi atención, me decían: «Allá en Tierra Adentro mucho lindo teniendo».

Un indio, que debía ser algo como paje del cacique, habló con Mariano Rosas, y enseguida con Caniupán, mi inseparable compañero.

Este a su turno habló con Mora.

Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me dijo,

-Señor, dice el General Mariano que ya lo va a recibir; que quiere darle la mano y abrazarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y se abrace también con ellos, para que en todo tiempo lo conozcan y lo miren como amigo, al hombre que les hace el favor de visitarlos, poniendo en ellos tanta confianza.

Pasando por los mismos trámites, fue despachado el mensajero con un recadito muy afectuoso y cordial.

Mora volvió a conversar con Caniupán, y me dijo después:

-Señor, dice Caniupán que ya puede adelantarse a darle la mano al General Mariano; que haga con él y con los demás que salude, lo mismo que ellos hagan con usted.

-¿Y qué diablos van a hacer conmigo? -le pregunté.

-Nada, mi Coronel, cosa de los indios, así es en esta tierra -me contestó.

-Supongo que no será alguna barbaridad -agregué.

-No, señor; es que han de querer tratarlo con cariño; porque están muy contentos de verlo y medio achumados -repuso.

-Pero, poco más o menos, ¿qué me van a hacer? -proseguí.

-Es que han de querer abrazarlo y cargarlo -respondió.

-Pues si no es más que eso -murmuré para mis adentros-, no hay que alarmarse, y como cuando grita uno a los que acaudilla en un instante supremo, ¡adelante!, ¡adelante!, ¡Caballeros! -dije, mirando a mis oficiales y a los dos franciscanos, que estaban hechos unas pascuas, sonriéndose con cuantos los miraban-, vamos a saludar a Mariano.

Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de apretón de manos del Cacique y comenzó el saludo.

Mariano Rosas me alargó la mano derecha, se la estreché.

Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.

Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo abracé.

Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.

Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo; lo cargué y suspendí, dando un grito igual.

Los concurrentes, a cada una de estas operaciones, golpeándose la boca abierta con la mano y poniendo a prueba sus pulmones, gritaban: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!!

Después que me saludé con Mariano, un indio, especie de maestro de ceremonias, me presentó a Epumer.

Nos hicimos lo mismo que con su hermano en medio de incesantes y atronadores ¡¡¡aaaaaaaaaa!!!

Luego vino Relmo; igual escena a la anterior: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!

En seguida Cayupán, lo mismo: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!

En pos de éste, Melideo (alias) cuatro ratones, indio sólido como una piedra, de regular estatura; pero panzudo, gordo, pesado, ¿cómo quién?, como mi camarada Peña, el edecán del Presidente.

Aquí fueron los apuros para cargarlo y suspenderlo.

Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo estaba comprometido, no alcanzarlo me parecía hasta desdoroso para los cristianos; redoblé el esfuerzo y mi tentativa fue coronada por el éxito más completo, como lo probaron los ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más ganas y prolongados más que los anteriores.

Aquello fue pasaje de comedia, casi reventé, casi se me salieron los pulmones, porque esto de tener que dar un grito que haga estremecer la tierra al mismo tiempo que el cuerpo se encorva, haciendo un gran esfuerzo para levantar del suelo un peso mayor que el de uno mismo, es asunto serio del punto de vista de la fisiología orgánica, pero que más que a todo se presta a la risa.

Imaginaos a Orión, a este querido amigo, de quien la biografía dirá algún día que tenía la impaciencia del bien, el sentimiento delicado de la amistad, todo el talento chispeante del porteño, y bajo la corteza de escéptico, por cierta inclinación al caricato, un corazón de oro; imaginaos, decía, a este amigo, en un día de público recogijo, el próximo 9 de julio, verbigracia, en la Plaza de la Victoria, muy emperifollado con sus adornos de papel, cartón, lienzo y engrudo, subido sobre un tablado, luchando a brazo partido, en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y levantar a nuestro cofrade Hernández, ex redactor de «El Río de la Plata» cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenazando a remontarse a las regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie, imaginaos eso, vuelvo a decir, y tendréis una idea de lo que me pasó a mí durante mi faena hercúlea con Melideo, cumpliendo con el ceremonial establecido en la tierra donde me hallaba y con las leyes del orgullo de raza y de religión que me prohibían cejar un punto, dar un paso atrás, retroceder, aflojar en lo más mínimo.

¡Ah, si aquello se hubiera concluido con el abrazo de Melideo!

¡Pero qué! Después de Melideo vinieron otros y otros capitanejos; después de éstos varios indios de importancia; por conclusión, la chusma ranquelina y cristiana.

No se oía más que la resonación producida por la repercusión de los continuados gritos ¡¡¡aaaaaaaaaaa!!!

Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba ronca como el eco de un gallo en frígida mañana de julio, mis fuerzas agotadas.

Se me figuraba que la atmósfera tenía mil grados sobre cero, que no era transparente, sino densa, como para cortarla en tajadas, pesaba sobre mí como una plancha de hierro.

No me moría de calor de cansancio, de tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sostiene y nos da energía física y moral cuando habemos menester de ella, ¡tal es de bueno!

Mientras yo pasaba revista de aquellos bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibíades: A donde fueres, haz lo que vieres, y rumiaba: ¡Te había de haber traído a visitar los ranqueles!

Al mejor se la doy, a abrazar cuatro veces, cargar y suspender otras tantas a cualquiera, gritando como un marrano ¡¡¡aaaaaaaaaa!!! no es cosa.

Pero cuando ese cualquiera llega a pesar nueve arrobas, tanto como Melideo; pero cuando hay que repetir la misma operación muscular y pulmonar ochenta o cien veces, el ejercicio es grave, y puede darle a uno títulos suficientes para ocupar algún día en el mausoleo de la posteridad un lugar preferente entre los gladiadores o luchadores del siglo XIX.

Por algo me había de hacer célebre yo, aunque las olas del tiempo se tragan tantas reputaciones.

Espero, sin embargo, que en esta tierra fecunda no faltará un bardo apasionado que cual otro don Alonso de Ercilla, cante: No las damas, no amor, no gentilezas -sino las loncoteadas de un pobre coronel y sus franciscanos.

Asuntos más pobres y menos interesantes he visto cantados en estos últimos tiempos por la lira de trovadores cuyos nombres no pasarán a remotos siglos, pero que son poetas, según el diccionario de la lengua, en una de sus varias acepciones que en este momento se me ocurre: «Cualquier titulado vate, bardo, trovador, sin méritos para ello; cualquiera que versifica siquiera lo haga contra la voluntad de Dios y falseando las leyes del Parnaso».

Los franciscanos no fueron obligados más que a dar, la mano; lo mismo mis oficiales; lo propio mis asistentes.

Muy cerca de una hora tardamos en abrazos, salutaciones y demás actos de cortesanía indiana.

Con el último indio que yo saludé, abracé y cargué gritando lo más fuerte que mis gastados pulmones lo permitieron ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros hurras y vítores de la multitud, que no tardó en desparramarse montando la mayor parte a caballo, entregándose a los regocijos ecuestres de la tierra, como carreras, rayadas, pechadas y piruetas de toda clase, por fin.

Yo estaba orgulloso, contento de mí mismo, como si hubiera puesto una pica en Flandes, no sólo por la energía y fortaleza de que había dado pruebas incontestables y señaladas, sino porque ciertas frases que oía vagar por la atmósfera hacían llegar hasta mi conciencia el convencimiento de que aquellos bárbaros admiraban por primera vez en el hombre culto y civilizado, en el cristiano representado por mí, la potencia física, dote natural que ellos ejercitan tanto y que tanto envidian y respetan. De vez en cuando llegaban a mis oídos estos ecos: «Ese Coronel Mansilla muy toro; ese Coronel Mansilla cargando; ese Coronel Mansilla lindo».

Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos se acercaban a mí, hasta estrecharme y no dejarme mover del sitio. Mirábanme de arriba abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de oro y plata que llevaba en el costal, mostrando su cabo cincelado, las botas granaderas, la cadena del reloj y los perendengues que pendían de ella; todo, todo cuanto llamaba por su hechura o color la atención. Y después de mirarme bien, me decían alargándome, la mano:

-Ese Coronel, dando la mano, amigo. -Y no sólo me daban la mano, sino me abrazaban y me besaban, con sus bocas sucias, babosas, alcohólicas, pintadas.

Idénticas demostraciones hacían con los oficiales, con los asistentes y con los franciscanos.

Varias chinas y mujeres blancas cristianizadas, por no decir, cristianas, se acercaban a éstos, se arrodillaban, y tomándoles los cordones les decían «La bendición, mi Padre». De veras, aquel recogimiento, aquel respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa tan grande es la religión, cómo consuela, conforta y eleva el espíritu!

Los franciscanos dieron algunas bendiciones, y a poca costa hicieron felices a unas cuantas ovejas descarriadas o arrebatadas a la grey.

-El contento era general, ¡qué digo!, ¡universal!

Nadie, y eso que había muchísima gente achumada, nos faltó al respeto en lo más mínimo. Al contrario, caciques y capitanejos, indios de importancia y chusma, cristiano asilados y cautivos, todos, todos nos trataban con la más completa finura araucana.

Francamente, nos indemnizaban con réditos de los malos ratos, hambrunas, detenciones e impertinencias del camino.

¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros, sino lo que hacían?

¿Les hemos enseñado algo nosotros, que revele la disposición generosa, humanitaria, cristiana de los gobiernos que rigen los destinos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos incendian las poblaciones, es cierto. ¿Pero qué han de hacer, si no tienen hábito de trabajo? ¿Los primeros albores de la humanidad presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era Roma un día? Una gavilla de bandoleros rapaces, sanguinarios, crueles; traidores.

Y entonces, ¿qué tiene que decir nuestra decantada civilización?

Quejarnos de que los indios nos asuelen, es lo mismo que quejarnos de que los gauchos sean ignorantes, viciosos, atrasados.

¿A quién la culpa, sino a nosotros mismos?

Pero entremos al toldo de Mariano Rosas quien antes de ofrecérmelo, me pregunté: ¿qué quería hacer con mis caballos, si hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar?, quien28 preguntándome si mi gente había comido, y habiéndole contestado que no, llamó a su hijo Lincoln -por qué se llama así no sé- y le ordenó en castellano que carneara pronto una vaca gorda.

El toldo de Mariano Rosas, como todos los toldos, tiene una enramada; descansemos en ella hasta mañana, a fin de no alterar el método que me he propuesto seguir en el relato.

También conviene hacerlo así para que ni tú, Santiago amigo, ni el lector se hastíen -que lo poco gusta y lo mucho cansa, aunque a este respecto pueden dividirse las opiniones según sea el capítulo de que se trate.

¿Quién se cansa de leer a Byron, a Goethe, a Juvenal, a Tácito?

Nadie.

¿Y a mí?

Cualquiera.

La enramada de Mariano Rosas. Parlamento y comida. Agasajo. Pasión de los indios por la bebida. Qué es un YAPAÍ. Epumer, hermano mayor de Mariano Rosas. El y yo. Me deshago de mi capa colorada. Regalos. Distribución de aguardiente. Una orgía. Miguelito.

De las dos proposiciones de Mariano Rosas sobre las bestias, opté por la primera, teniendo presente que el ojo del amo engorda el caballo.

Llamé a Camilo Arias y le di mis órdenes; Mariano las completó con varias indicaciones relativas al mejor pasto, al agua, a las horas de recoger y encerrar, según lo que se dispusiera. Terminó recomendando el mayor cuidado y vigilancia de día y de noche, por los indios ganchos ladrones, probándome con lo primero que era hombre entendido en asuntos de campo, con lo segundo, que no es mal sastre quien conoce el paño.

Pasamos a la enramada, que quedaba unida al toldo. Este es siempre de cuero, aquélla de paja, generalmente de chala de maíz. Otro día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo está construido y distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, una armazón de madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría sesenta varas cuadradas.

Allí habían preparado asientos. Consistían en cueros de carneros, negros, lanudos, grandes y aseados; dos o tres formaban el lecho, otros tantos arrollados al respaldo. Estaban colocados en dos filas y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila era para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes y visitas. La fila que me designaron a mí miraba al naciente; a la derecha, en la primera hilera, veíase un asiento, que era el mío, más elevado que los demás, con respaldo ancho y alto con dos rollos de ponchos a derecha e izquierda, formando almohadones.

Todo estaba perfectamente bien calculado, como para sentarse con comodidad con las piernas cruzadas a la turca, estiradas, dobladas, acostarse, reclinarse o tomar la postura que se quisiera.

Frente a frente de mí se sentó Mariano Rosas; aunque él habla bien el castellano, lo mismo que cualquiera de nosotros, hizo venir un lenguaraz. Convenía que todos los circunstantes oyesen mis razones para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en favor mío una atmósfera popular.

El parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decían, después de los vivas y mueras de costumbre (¡y qué costumbre tan civilizada y fraternal!), se representará el lindo drama romántico en verso Clotilde, o el crimen por amor, verbigracia, que cuadraba tan bien con el introito del cartel como ponerle a un Santo Cristo un par de pistolas.

Es decir, que en pos de las preguntas y respuestas de ordenanza: ¿Cómo está usted, cómo le ha ido con todos sus jefes y oficiales, no ha perdido algunos caballos?, porque en los campos sólo suceden desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.

Yo hablé de los caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao a las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando a los que así me habían faltado al respeto, pareciéndome que un tono de autoridad llamaba la atención de todos.

Haría cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano sus razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.

Entraron varios cautivos y cautivas -una de éstas había sido sirvienta de Rosas- trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosando de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y, harina de maíz.

Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.

Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo; los cuchillos comunes.

Sirvieron a todos, a los recién llegados y a las visitas que me habían precedido.

A cada cual le tocó un plato como una fuente.

Mientras se comía, se charlaba.

Yo no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en ella, sin tener que dar ejemplo a mis hijos.

Comía como un bárbaro -me acomodaba a mi gusto en el magnífico asiento de cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me venía a la punta de la lengua y hacía reír a los indios ni más ni menos que Allú a la concurrencia.

Al que se me acercaba, algo le hacía -o le daba un tirón de narices, o le aplicaba un coscorrón, o le pegaba una fuerte palmada en las posaderas.

Los más chuscos me devolvían con usura mis bromas,

Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.

licos, lleno de asado de vaca, riquísimo.

Materialmente me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer a manteles que en el suelo y en Leubucó.

Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, a manera de postre: es bueno.

Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos (es un jarrito de aspa).

Y a indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias ves: ¡trapo!, ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente), unos cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos limpiáramos la boca.

Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.

Este capítulo es serio, si es que después de sabias máximas, consejos oportunos y graves reflexiones de Brillat-Savarin, puede haber algo más serio que el comer.

Aquel filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían parafrasearse aquí, diciendo: Dime lo que bebes, te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.

Manuel Gascón ha de pretender a priori y a posteriori, que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas las bebidas la mejor es el agua.

Digo que esto depende de las circunstancias, como que no haya visitas, y prosigo.

Los indios beben, como todo el mundo, por la boca.

Pero ellos no beben comiendo.

Beber es un acto aparte.

Nada hay para ellos más agradable.

Por beber posponen todo.

Y así como el guerrero que se apresta a la batalla prepara sus armas, ellos, cuando se disponen a beber, esconden las suyas.

Mientras tienen qué beber, beben, beben una hora, un día, dos días, dos meses.

Son capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar.

Beber es olvidar, reír, gozar.

No teniendo aguardiente o vino, beben chicha o piquillín.

Esta vez estaban de fiesta con vino.

El acto está sujeto a ciertas reglas, que se observan como todas las reglas humanas, hasta que se puede.

Se inicia con una yapaí, que es lo mismo que si dijéramos: the pleasure of a glass of wine with you?, para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles.

Pero esta invitación se diferencia algo de la nuestra.

Nosotros empezamos por llenar la copa del invitado, luego la propia, bebemos simultáneamente, haciéndonos un saludo mas o menos risueño y cordial, espiándonos por sobre el borde de la copa, a ver quién la apura más; y es de buena educación de estilo clásico, no beberla toda, ni tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por compromiso; como que él significa: -a la salud de usted, cuando no se ha propuesto uno por la patria, por la libertad o por el Presidente de la República.

Los indios empiezan por decir yapaí, llenando bien el tiesto en que beben, que generalmente es un cuernito.

La persona a quien se dirigen, contesta yapaí.

Bebe primero el que invitó, hasta poder hacer lo que los franceses llaman goute en l'ongle, es decir, hasta que no queda una gota, llena después el vaso, copa o jarro o cuernito exactamente, como él lo bebiera, se lo pasa al contrario, y éste se lo echa al coleto diciendo yapaí.

Si el yapaí ha sido de media cuarta, media cuarta hay que beber.

Por supuesto que no conozco nada peor visto que una persona que se excuse de beber, diciendo: -No sé.

En un hombre tal, jamás tendrían confianza los indios.

Así como en toda comida bien dirigida, hay siempre un anfitrión que la preside, que hace los honores, que la anima, así también en todo beberaje de indios hay uno que lleva la palabra: es el que hace el gasto por lo común.

Esta vez, el que hacía el gasto ostensiblemente era Mariano Rosas, en realidad el Estado, que le había dado sus dineros al padre Burela para rescatar cautivos.

Pero aunque Mariano Rosas hacía el gasto y era el dueño de la casa, Epumer, su hermano, era el anfitrión.

Epumer es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo.

Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.

Con este nene tenía que habérmelas yo.

Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornado con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.

Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.

Bebíamos todos.

No se oía otra cosa que ¡yapaí, hermano!, ¡yapaí, hermano!

Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.

Atendía a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos, despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente bien los honores de su casa.

Epumer no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.

Mariano Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.

Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.

A todo lo hallaba taimado y reacio.

Llegó a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.

Y sin embargo, a cada paso me decía:

-Coronel Mansilla, ¡yapaí!

-Epumer, ¡yapaí! -le contestaba yo.

Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.

Mis oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.

Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-, pedían para rematarse, como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otro me amenazaban en su lengua, diciéndome winca engañando.

Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero con bastante calma para decirme:

-Es menester aullar con los lobos para que no me coman.

Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía, comenzaron a captarme simpatías.

Lo conocí y aproveché la coyuntura.

La ocasión la pintan calva.

Llevaba una capa colorada, una linda aunque malhadada capa colorada, que hice venir de Francia, igual a la que usan los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos indígenas.

Yo tengo cierta inclinación a lo pintoresco, y, durante mucho tiempo, no he podido substraerme a la tentación de satisfacerla.

Y tengo la pasión de las capas, que me parece inocente, sea dicho de paso.

En el Paraguay usaba capa blanca siempre.

Hasta dormía con ella.

Mi capa era mi mujer.

Pero ¡qué caro cuestan a veces las pasiones inocentes!

Por usar capa colorada me han negado el voto en los comicios.

Por usar capa colorada me han creído colorado.

Por usar capa colorada me han creído caudillo de malas intenciones. Pero entonces, ¿cómo dicen que el hábito no hace al monje?

Decididamente, Figueroa es quien tiene razón:

«Pues el hábito hace al monje, por más que digan que no».

Me quité la histórica capa, me puse de pie, me acerqué a Epumer, y dirigiéndole palabras amistosas, le dije.

-Tome, hermano, esta prenda, que es una de las que más quiero.

Y diciendo y haciendo, se la coloqué sobre los hombros,

El indio quedó idéntico a mí, y en la cara le conocí que mi acción le había gustado.

-Gracias, hermano -me contestó, dándome un abrazo que casi me reventó.

Vi brillar los ojos de Mariano Rosas, como cuando el relámpago de la envidia hiere el corazón.

Tomé mi lindo puñal, y dándoselo, le dije:

-Tome, hermano; Ud. úselo en mi nombre.

Lo recibió con agrado, me dio la mano y me lo agradeció.

Mandé traer mi lazo, que era una obra maestra y se lo regalé a Relmo.

Ya estaba en vena de dar hasta la camisa.

Mandé traer mis boleadoras, que eran de marfil con abrazaderas de plata, y se las regalé a Melideo.

Mandé traer mis dos revólveres y se los regalé a los hijos de Mariano.

Llevaba tres sombreros de los mejores, llevaba medias, pañuelos, camisas; regalé cuanto tenía.

Y por último mandé traer un barril de aguardiente y se lo regalé a Mariano.

Mariano me dijo:

-Para que vea, hermano, cómo soy yo con los indios, delante de Ud. les voy a repartir a todos. Yo soy así, cuanto tengo es para mis indios, ¡son tan pobres!

Vino el barril y comenzó el reparto por botellas, caldera, vasos, copas y cuernos.

En tanto que Mariano hacía la patriarcal distribución, un hombre de su confianza, un cristiano, se acercó a mí, y a voz baja me dijo:

-Dice el General Mariano que si trae más aguardiente le guarde un poquito para él; que esta noche cuando se quede solo piensa divertirse solo; que ahora no es propio que él lo haga.

¿Qué te parece como se hila entre los indios?

Contesté que tenia otro barril, que repartiese todo el que acababa de recibir.

La orgía siguió; era una bacanal en regla.

Epumer comenzó a ponerse como una ascua, terrible.

Mariano quiso sacarme de allí: me negué; su hermano quería beber conmigo y yo no quería abandonar el campo, exponiéndome a las sospechas de aquellos bárbaros.

Soy fuerte, contaba conmigo.

Si la fortuna no me ayudaba, alguna vez se acaba todo, algún día termina esta batalla de la vida en que todo es orgullo y vanidad.

-Yapaí -me dijo Epumer, ofreciéndome un cuerno lleno de aguardiente.

-Yapaí -contesté horripilado; yo podía beber una botella de vino en una sentada, pero un cuerno, al mejor se lo doy.

En ese instante y mientras Epumer apuraba el cuerno, una voz suave me dijo al oído:

-No tenga cuidado. Aquí estoy yo.

Di vuelta sorprendido, y me hallé con una fisonomía infantil, pero enérgica.

-Y ¿quién eres tú?

-Un cristiano. Miguelito.

Pasión de Miguelito. Los hombres son iguales en todas las circunstancias de la vida. Retrato de Miguelito. Su historia.

Miguelito había concebido por mí una de esas pasiones eléctricas que revelan la espontaneidad del alma; que son un refugio de las grandes tribulaciones, que consuelan y fortalecen; que no retroceden ante ningún sacrificio; que confunden al escéptico y al creyente lo llenan de inefable satisfacción.

Cruzamos el mar tempestuoso de la vida entre la angustia y el dolor, la alegría y el placer, entre la tristeza y el llanto, el contento y la risa; entre el desencanto y la duda, la creencia y la fe. Y cuando más fuertes nos conceptuamos, el desaliento nos domina, y cuando más débiles parecemos, inopinadas energías nos prestan el varonil aliento de los héroes.

Vivimos de sorpresa en sorpresa de revelación en revelación, de victoria en victoria, de derrota en derrota.

Somos algo más que un dualismo; somos algo de complejo, de complicado o indescifrable.

Y sin embargo, es falso que los hombres sean mejores en la mala fortuna que en la buena, caídos que cuando están arriba, pobres que ricos.

El avaro, nadando en la opulencia, no se cree jamás con deberes para el desvalido.

El generoso no calcula si lo superfluo de que hoy día se desprende, será mañana para él una necesidad.

El cobarde es siempre fuerte con los débiles, débil con los fuertes.

El valiente, ni es opresor, ni se deja oprimir; puede doblarse, quebrarse jamás.

El débil busca quien le dé sombra, quien le gobierne y le dirija.

El fuerte, ampara y protege, se basta a sí mismo.

El virtuoso es modesto.

El vicioso es audaz.

Somos como Dios nos ha hecho.

Es por eso que la caridad nos prescribe el amor, la indulgencia, la generosidad.

Es por eso que la grandeza humana consiste en adherirse a lo imperfecto.

Tal hombre que yo amo, no merece mi estimación; tal otro que estimo, no es mi amigo.

La razón es la inflexible lógica.

El corazón, es la inexplicable versatilidad.

Los problemas psicológicos son insolubles.

¿De dónde brota para la planta la virtualidad de emisión?

¿De la hoja, de la celda, de los pétalos, de los estambres, de los ovarios?

Misterio...

Las fuerzas plásticas de la naturaleza son generadoras.

Quien dice biología, dice órganos productores.

Pero ¿cómo se operan los fenómenos de la vida?

Del corazón nacen los grandes afectos y los grandes odios; del corazón nacen los pensamientos sublimes y las sublimes aberraciones; del corazón nace lo que me estremece y me enternece, lo que me consuela y lo que me agita.

¿A impulsos de qué?

Lo que ayer embellecía mi vida, hoy me hastía; lo que ayer me daba la vida, hoy me mata; ayer creía no poder vivir sin lo que hoy me falta, y hoy descubro en mí gérmenes inesperados para resistir y sufrir.

Como la lámpara que se extingue, pero que no muere, así es nuestro corazón.

Nos quejamos de los demás, jamás de nosotros mismos.

¿Es que somos ingratos o severos?

¡No!

Es que no nos entendemos.

Si nos comprendiéramos no seríamos injustos, anhelando como anhelamos el bien.

There is a tide en the affairs of men.

Which, taken at the flood, leads on to fortune.


Que hay una marea en los negocios humanos que, entrando en ella cuando sube, conduce a la fortuna.

Sea de esto lo que fuere, una cosa es innegable: que quien sabe sufrir y esperar, a todo puede atreverse. Y si esto se negase, no me negarán esto otro: que cuando el hombre tiene necesidad de un hombre y lo busca, le halla.

Nuestra desesperación no es frecuentemente más que el efecto de nuestra impaciencia febril.

La solidaridad humana es un hecho tangible, en política, en economía social, en religión, en amistad.

La vida se consume cambiando servicios por servicios. La armonía depende de este convencimiento vulgar, que está en la conciencia de todos: hoy por ti, mañana por mí.

Es por eso que el tipo odioso por excelencia, es el de aquél que, violando la sabia ley de la reciprocidad, se mancha enteramente con el borrón de la ingratitud.

Dante coloca a estos desgraciados en el cuarto recinto del último infierno.

A los que entran allí -Vexilla regis prodeunt inferni-, los estandartes de Satanás salen a recibirlos y la cohorte diabólica empedra con sus cráneos la glacial morada.

¡Cuántas veces sin buscar el hombre que necesitamos, no le hallamos en nuestro camino!

La aparición de Miguelito en el toldo de Mariano Rosas es una prueba de ello.

Yo estaba amenazado de un peligro y no lo sabía.

Miguelito me lo previno y me puse en guardia. Estar prevenido, es la mitad de la batalla ganada.

Miguelito tiene veinticuatro años. Es lampiño, blanco como el marfil, y el sol no ha tostado su tez; tiene ojos negros, vivos, brillantes como dos estrellas, cejas pobladas y arqueadas, largas pestañas, frente despejada, nariz afilada, labios gruesos bien delineados, pómulos salientes, cara redonda, negros y lacios cabellos largos, estatura regular, más bien baja, anchas espaldas y una musculatura vigorosa.

Sus cejas revelan orgullo, sus pómulos valor, su nariz perspicacia, sus labios dulzura, sus ojos impetuosidad, su frente resolución. Vestía bota de potro, calzoncillo cribado con fleco, chiripá de poncho inglés listado, camisa de Crimea mordoré, tirador con botones de plata, sombrero de paja ordinaria, guarnecido de una ancha cinta colorada: al cuello tenía atado un pañuelo de seda amarillo pintado de varios colores; llevaba un facón con un cabo de plata y unas boleadoras ceñidas a la cintura.

Ya he dicho que Miguelito es cristiano, me falta decir que no es cautivo ni refugiado político.

Miguelito está entre los indios huyendo de la justicia.

A los veinticuatro años ha pasado por grandes trabajos; tiene historia, que vale la pena de ser contada, y que contaré -antes de seguir describiendo las escenas báquicas con Epumer-, tal cual él me la contó, noches después de haberle conocido yendo en mi campaña de Leubucó a las tolderías del cacique Baigorrita.

Hablaré como él habló.

-Yo era pobre, señor, y mis padres también.

Mi madre vivía de su conchabo; mi padre era gallero, yo corredor de carreras.

A veces mi padre y yo juntos, otras separadamente, nos conchabábamos de peones carreteros o para acarrear ganados de San Luis a Mendoza.

Los tres éramos nacidos y criados en el Morro, y allí vivíamos. Mi viejo era un gaucho lindo, nadie pialaba como él ni componía gallos mejor; era joven y guapetón. No he visto hombre más alentado.

Sólo tenía el defecto de la chupa. Cuando tomaba le daba por celarla a mi madre, que era muy trabajadora y muy buena, la pobre, que Dios la tenga en gloria.

A más de eso, mi viejo era buen guitarrero, hombre bastante leído y escribido, pues sus primeros patrones, que fueron muy hacendados, lo enseñaron bien.

-¿Y cómo se llamaba su padre?

-Lo mismo que yo, mi Coronel. Miguel Corro. Somos de unos Corro de la Punta de San Luis, que allí fueron gente de posibles en tiempo de Quiroga.

Pero mi madre, mi padre y yo, como le he dicho, hemos nacido en el Morro, cerca del cerro, en un rancho que está en un terrenito que siempre pasó por nuestro, aunque yo no sé de quién será. Si conoce el Morro, mi Coronel, le diré dónde queda, queda hacia el ladito de abajo de la quinta de D. Novillo, a quien cómo no ha de conocer, si es rico como Ud.

La casa estaba casi siempre sola, porque mi madre se iba por la mañana al pueblo y no volvía de su conchabo hasta después de la cena de sus patrones.

Mi padre y yo no parábamos; él por sus gallos, yo por los caballos que tenía en compostura.

Todos los días, tarde y mañana, tenía que caminarlos. Luego, el viejo y yo éramos alegres y no perdíamos bailecito. Me quería mucho y siempre me buscaba para que le acompañara; así es que yo era quien lo disculpaba y lo componía con mi madre lo que se peleaban.

De ese modo lo pasábamos y, aunque éramos pobres, vivíamos contentos, porque jamás nos faltaban buenos reales con qué comprar los vicios y ropa. Caballos, ¡para qué hablar! Siempre teníamos superiores.

En la casa donde mi madre estaba acomodada, había una niña muy donosita, que yo veía siempre que iba por allí de paso, a hablar con la vieja.

Como los dos éramos muchachos, lo que nos veíamos, nos reíamos. Yo al principio creí que era juguete de la niña; pero después vi que me quería y le empecé a hacerle el amor, hasta que mi madre lo supo, y me dijo que no volviera más por allí.

Le obedecí, y me puse a visitar otra muchacha, hija de un paisano amigo de mi familia, que tenía algunos animales y muchas prendas de plata, como que era hombre de unas manos tan baquianas para el naipe, que de cualquiera parte le sacaba a uno la carta que él quería. Era peine como él solo. Nadie le ganaba al monte, ni al truco, ni a la primera.

La hija de la patrona de mi madre se llamaba Dolores; la otra se llamaba Regina. Esta era buena muchacha, ¡pero de ande como aquélla!

No me acuerdo bien cuánto tiempo pasaría: debió pasar así como medio año.

Un día mi madre volvió a descubrir que yo seguía en coloquios con la Dolores, siempre que podía, y se me enojó mucho, y aunque ya era hombrecito me amenazó.

Yo me reí de sus amenazas y seguí cortejando a la Dolores y a la Regina; porque las dos me gustaban y me querían.

Ya Ud. sabe, mi Coronel, lo que es el hombre: cuantas ve, cuantas quiere, ¡y las mujeres necesitan tan poco!

Yo no me acuerdo ni de lo que hice ni de lo que contesté entonces. Pero probablemente aprobé el dicho de Miguelito y suspiré.

Miguelito prosiguió.

Otro día mi padre y mi madre me dijeron que el padre de Regina les había dicho que si ellos querían nos casaríamos; que él me habilitaría. Que qué me parecía.

Les contesté que no tenía ganas de casarme. Mi madre se puso furiosa, y el viejo, que nunca se enojaba conmigo, también. Mi madre me dijo que ella sabía por qué era: que me había de costar caro, por no escuchar sus consejos; que cómo me imaginaba que la Dolores podía ser mi mujer: que al contrario, en cuanto la familia maliciara algo, me echaría de veterano porque: eran ricos y muy amigos del juez y del comandante militar.

Yo no escuchaba consejos ni tenía miedo a nada y seguía mis amores con la Dolores, aunque sin conseguir que me diera el sí.

Mi madre estaba triste, decía que alguna desgracia nos iba a suceder; ya la habían despedido de la casa de la Dolores y de todo me echaba la culpa a mí.

De repente lo pusieron preso a mi padre, y lo largaron después; enseguida me pusieron preso a mí, nada más porque les dio la gana, lo mismo que a mi padre. Ud. ya sabe, mi Coronel, lo que es ser pobre y andar mal con los que gobiernan.

Pero me largaron también; y al largarme me dijo el teniente de la partida, que ya sabía que había andado maleando.

-¿Maleando cómo? -le pregunté,

-En juntas contra el Gobierno -me contestó.

¿Y de ande, mi Coronel?

Todito era purita mentira.

Lo que había era que ya me estaban haciendo la cama.

Ni mi padre ni yo nunca habíamos andado con los colorados, porque no teníamos más opinión que nuestro trabajo y nos gustaba ser libres, y cuando se ofrecía una guardia, por no tomar una carabina, más bien le pagábamos al Comandante, que es como se ve uno libre del servicio; si no, es de balde.

Una tarde, ya anochecía, estábamos en el fogón todos los de casa; sentimos un tropel, ladraron los perros y lueguito se oyó un ruido de sables.

-¿Qué será, qué no será? -decíamos.

Mi madre se echó a llorar diciéndome:

-Tú tienes la culpa de lo que va a suceder.

Ud. sabe, mi Coronel, lo que son las mujeres, y sobre todo las madres, para adivinar una desgracia.

Parece que todo lo viesen antes de suceder, como le pasó a mi vieja aquella noche. Porque al ratito de lo que le iba diciendo, ya llegó la partida y se apeó el que la mandaba, haciendo que mi padre se marchara con él sin darle tiempo ni a que alzara el poncho.

Se lo llevaron en cuerpito.

Pasamos con mi madre una noche triste, muy triste, mirándonos, yo, callado y ella llorando sentada en una sillita al lado de su cama, porque no se acostó.

Al día siguiente, en cuanto medio quiso aclarar, ensillé, monté y me fui derechito al pueblo, a ver qué había.

Lo acusaban a mi padre de un robo.

Y decían que si no ponía personero, lo iban a mandar a la frontera.

¿Y de ande había de sacar plata para pagar personero, ni quién había de querer ir?

Me volví a mi casa bastante afligido con la noticia que le llevaba a mi madre. Pero pensando que si me admitían por mi padre podía librarlo.

Le conté a mi madre lo que sucedía, y le dije lo que quería hacer.

Se quedó callada.

Le pregunté qué le parecía.

Siguió callada.

Se enojó mucho, me echó; me fui, volví tarde; los perros no ladraron, porque me conocieron; llegué sin que me sintieran hasta la puerta del rancho.

La hallé hincada rezando, delante de un nicho que teníamos, que era Nuestra Señora del Rosario.

Rezaba en voz muy baja; yo no podía oír sino el final de los Padres Nuestros y de las Aves Marías.

Contenía el resuello para no interrumpirla, cuando oí que dijo:

«Madre mía y Señora: ruega por él y por mi hijo».

Suspiré fuerte.

Mi madre dio vuelta: yo entré en el rancho y la abracé.

No me dijo nada.

Con mi padre no se podía hablar. Estaba incomunicado.

Yo anduve unos cuantos días dando vueltas a ver si conseguía conversar con él, y al fin lo conseguí.

Me contó lo que había.

No era nada.

Todo era por hacernos mal.

Querían que saliéramos del pago.

Empezaban con él, seguirían conmigo.

A fuerza de plata, vendiendo cuanto teníamos, logramos que lo largaran.

Para esto el juez dio en visitar a mi madre solicitándola, y yo me tuve que casar con Regina, porque su padre fue quien más dinero nos prestó para comprar la libertad del mío.

Desde el día en que mi padre salió de la prisión -esa noche, me casé yo-, ya no hubo paz en mi casa.

El hombre se puso tristón, no lo pasaba sino en riñas con mi madre.

Se le había puesto que la pobre había andado en tratos con el juez, por su libertad; creía que todavía andaba.

¡Y qué había de andar, mi Coronel, si era una mujer tan santa!

Pero ya sabe Ud. lo que es un hombre desconfiado.

Mi padre lo era mucho.

-¿Y a ti cómo te iba con la Regina? -le pregunté al llegar a esta altura del relato.

-Como al diablo -me contestó.

-Pero, antes me has dicho que la querías y que te gustaba -agregué.

-Es verdad, señor, pero es que a la Dolores la quería mucho también, y me gustaba más -repuso.

-¿Y la veías? -proseguí.

-Todas las noches, señor, y de ahí vino mi desgracia y la de toda mi familia -contestó con amargura, envolviéndose en una nube de melancolía.

¡Pobre Miguelito!, exclamé interiormente; admirando aquella ingenuidad infantil en un hombre cuyo brazo había estado resuelto, por simpatía hacia mí, a darle una puñalada al tremendo y temido Epumer.

Teoría sobre el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.

Toda narración sencilla, natural, sin artificios ni afectación, halla eco simpático en el corazón.

El ideal no puede realizarse sino manteniéndonos dentro de los límites de la naturaleza.

¿O no existe, o no es verdad?

¿O no hay belleza plástica: rasgos, líneas, forma humana perfectas?

¿O no hay belleza aérea: accidentes, fenómenos fugitivos, perfección moral?

Miguelito me había cautivado.

Era como una aparición novelesca en el cuadro romántico de mi peregrinación; de la azarosa cruzada que yo había emprendido devorado por una fiebre generosa de acción, con una idea determinada, y digo determinada, porque siendo la capacidad del hombre limitada, para hacer algo útil, grande o bueno, tenemos necesariamente que circunscribir nuestra esfera de acción.

Viendo el tinte de tristeza que vagaba por su simpática fisonomía, lo dejé un rato replegado sobre sí mismo, y cuando la nube sombría de sus recuerdos se disipó, le dije:

-Continúa, hijo, la historia de tu vida; me interesa.

Miguelito continuó.

-Yo no vivía con mis padres; ellos estaban sumamente pobres, y yo había gastado cuanto tenía por la libertad de mi viejo. Tuve que irme a vivir con la familia de Regina.

Los primeros tiempos anduve muy bien con mi mujer.

Mis suegros me querían y me ayudaban a trabajar, prestándome dinero, me cuidaban y me atendían.

Al principio todos los suegros son buenos. ¡Pero después!

Por eso los indios tienen razón en no tratarse con ellos.

-¿Conoce esa costumbre de aquí, mi Coronel?

-No, Miguelito. ¿Qué costumbre es ésa?

-Cuando un indio se casa, y el suegro o la suegra van a vivir con él, no se ven nunca, aunque estén juntos. Dicen que los suegros tienen gualicho.

Fíjese lo que entre en un toldo y verá cómo cuelgan unas mantas para no verse el yerno con la suegra.

-Vaya una costumbre, que no anda tan desencaminada -exclamé para mis adentros, y dirigiéndome a mi interlocutor-: Continúa -le dije.

Miguelito murmuró:

-Son muy diantres estos indios, mi Coronel -y prosiguió así:

-Al poco tiempo no más de estar casado con la Regina, ya comenzó mi familia29 a andar como mi padre y mi madre.

Todos los días nos peleábamos, parecíamos perros y gatos.

Y en todas las riñas que teníamos se metía mi suegro, algunas veces mi suegra, siempre dándole la razón a la hija.

Cuando la sacaba mejor tenía que salirme de la casa, dejando que me gritasen pícaro, calavera, pobretón.

Me daba rabia y no volvía en muchos días: me lo llevaba comadreando por ahí, y era peor.

Así es el mundo.

De yapa, cuando volvía, como la Regina estaba mal acostumbrada, porque los padres la aconsejaban, no quería ser mi mujer.

Me daba rabia y poco a poco le iba perdiendo el cariño.

Es verdad que como la Dolores me recibía siempre de noche, a escondidas de sus padres, que viéndome casado nada sospechaban de nuestros amores, ya no tenía mucha necesidad de ella.

Al hombre nunca le falta mujer, mi Coronel, como usted no ignora.

Ya ve aquí; tiene uno cuantas quiere.

Lo que suele faltar es plata.

En habiendo, compra uno todas las que puede mantener. Mariano Rosas tiene cinco ahora, y antes ha tenido siete. Calfucará tiene veinte. ¡Qué indio bárbaro!

-¿Y tú, cuántas tienes?

-Yo no tengo ninguna, porque no hay necesidad.

-¿Cómo es eso?

-Sí; aquí la mujer soltera hace lo que quiere.

Ya verá lo que dice Mariano de las chinas y cautivas, de sus mismas hijas. ¿Y por qué cree entonces que a los cristianos les gusta tanto esta tierra? Por algo había de ser, pues.

Me quedé pensando en las seducciones de la barbarie; y como había tiempo para enterarme de ellas y quería conocer el fin de la historia empezada, le dije:

-¿Y te arreglaste al fin con tus suegros y con tu mujer propia?

-Me arreglaba y me desarreglaba. Unos tiempos andábamos mesturados; otros, yo por un lado, ellos por otro.

Por último, Regina se había puesto muy celosa; porque, no sé cómo, supo mis cosas con la Dolores.

Hasta me amenazó una vez con que me había de delatar.

Aquello era una madeja que no se podía desenredar y a más habían dado en la tandita de hablar mal de mi madre, de modo que yo los oyera. Decían que ella era mi tapadera y yo la del juez.

Una noche casi me desgracié con mi suegro.

Si no es por Regina, le meto el alfajor hasta el cabo, por mal hablado.

Era una picardía: porque mi madre, mi Coronel, era mujer de ley.

Trabajaba como un macho todo el día, y rezar era su vida.

Como sucede siempre en las familias, nos compusimos. Pero de los labios para afuera. Adentro había otra cosa.

Yo prudenciaba, porque mi madre me decía siempre:

-Tené paciencia, hijo.

-¿Y la Dolores? -le pregunté.

-Siempre la veía, mi Coronel -me contestó.

-¿Y cómo hacías?

-Ahorita le voy a contar, y verá todas las desgracias que me sucedieron.

Yo iba casi todas las noches obscuras a casa de la Dolores.

Saltaba la tapia y me escondía entre los árboles de la huerta, y allí esperaba hasta que ella venía.

Mi caballo lo dejaba maneado del lado de afuera.

Cuando la Dolores venía, porque no siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo rato en amor y compañía, y luego me volvía a mi casa.

Un día mi madre me dijo:

-Hijo, ya no lo puedo sufrir a tu padre; cada vez se pone peor con la chupa; todo el día está dale que dale con el juez. Me ha dicho que si viene esta noche lo ha de matar a él y a mí. Y yo no me atrevo a despedirlo; porque tengo miedo de que a ustedes les venga algún perjuicio. Ya ves lo que sucedió la vez pasada. Y ahora con las bullas que andan, se han de agarrar de cualquier cosa para hacerlos veteranos.

Con esta conversación me fui muy pensativo a ver a la Dolores.

Estuvimos como siempre, desechando penas.

Nos despedimos, salté la tapia, desmanié mi flete, monté, le solté la rienda y tomó el camino de la querencia al trotecito.

Yo iba pensando en mi madre30, diciendo: -Si le habrá sucedido algo; mejor será que vaya para allá -cuando el caballo se paró de golpe.

El animal estaba acostumbrado a que yo me apeara en el camino a prender un cigarrito, en un nicho en donde todas las noches ponían una vela por el alma de un difunto.

Me desmonté.

El nicho tenía una puertita.

Hacía mucho viento.

Fui a abrirla antes de haber armado el cigarro y se me ocurrió que si se apagaba la luz, no lo podría encender.

La dejé cerrada hasta armar bien.

Acabé de hacerlo, abrí la puerta y teniendo el caballo de la rienda con una mano y empinándome porque el nicho estaba en una peña alta encendía el cigarro con la derecha cuando, zas, tras, me pegaron un bofetón.

Solté la rienda, el caballo con el ruido se espantó y disparó; yo creí que era el alma del difunto, que no quería que encendiera el cigarro en su vela; me helé de miedo y eché a correr asustado, sin saber lo que me pasaba, sin ocurrírseme de pronto que no era un bofetón lo que había recibido, sino un portazo dado por el viento.

Corría despavorido y había enderezado mal. En lugar de correr para mi casa, que quedaba en las orillas, corría para el pueblo. La noche estaba como boca de lobo. Se me figuraba que me corrían de atrás y de adelante. De todos lados oía ruido; nunca me he asustado más fiero; mi Coronel.

Al llegar a las calles del pueblo, la sangre se me iba calentando; y veía claro en la obscuridad y oía bien.

Muchas voces gritaban:

-¡Por allí!, ¡por allí!

-¡Cáiganle!, ¡dénle!

Al doblar una cuadra me topé con unos cuantos, que no tuve tiempo de reconocer.

Hice alto.

-¿Quién es usted? -me preguntaron.

-Miguel Corro -contesté.

-¡Maten!, ¡maten! -gritaron.

Hicieron fuego de carabina, me dieron sablazos y caí tendido en un charco de sangre. Por suerte no me pegaron ningún balazo. De no, ahí quedo para toda la siega,

Y esto diciendo, Miguelito cayó en una especie de sopor, del que volvió luego.

-¿Y...? -le dije.

-Al día siguiente -prosiguió- me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No podía ver bien, porque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme y no pude.

Me limpié la cara, poco a poco fui viendo luz. Me habían puesto en el cepo del pescuezo y de los pies. Ya sabe cómo son los de la partida de policía, mi Coronel: los más pícaros de todos los pícaros y los más malos.

Todo ese día no vi a nadie ni oí más que ruido de gente que entraba y salía. Estarían tomando declaraciones.

A la noche entró una partida y me tiró una tumba de carne. No tuve aliento para comerla. Me estaba yendo en sangre.

Como tenía las manos libres, me rompí la camisa, hice unas tiras y medio me até las heridas, que eran en la cabeza y en la caja del cuerpo. Estaba cerca de un rincón y alcancé a sacar unas telas de araña. ¡Quién sabe de no cómo me va!

Pasé una noche malísima; ¡cuándo no me despertaban los dolores, me despertaban los ratones o los murciélagos! ¡Qué haber de bichos, mi Coronel! Los ratones me comían las botas y los murciélagos me chupaban los cuajarones de sangre.

Al otro día, reciencito, me sacaron del cepo, y me llevaron entre dos a donde estaba el juez.

Me preguntaron que cómo me llamaba, que cuántos años tenía y otras cosas más.

Me preguntaron que de dónde venía la noche que me aprendieron, y por no comprometer a la Dolores eché una mentira. Dije que de casa de mi madre. Fue para perjuicio.

Se me olvidaba decírle que el juez no era el que yo conocía, el que visitaba a mi madre, causante de tantos males en mi casa, sino otro sujeto del Morro.

Ese día no me preguntaron más. Al otro me tomaron otras declaraciones, y al otro, otras, y así me tuvieron una porción de tiempo, incomunicado, dándome a mediodía una tumba de carne y un guámparo de agua.

Yo estaba medio loco, nada sabía de mi madre, ni de mi padre, ni de mi mujer, ni de la Dolores. Creía que no se acordaban de mí y me daban ganas de ahorcarme con la faja.

Por fin, una noche escuché una conversación del centinela con no sé quién, y supe que yo había muerto al juez. Así decían. Y decían también que si no me fusilaban, me destinarían. Yo no, entendía nada de aquel barullo.

Un día, el soldado de la partida que me daba de comer y beber, me hizo una seña, como diciéndome: tengo algo que decirle.

Le contesté con la cabeza, como diciendo: ya entiendo.

Más tarde entró y me dijo: -Manda decir la hija de don... que si necesita dinero que le avise.

Temiendo que fuera alguna jugada que me quisieran hacer, contesté: -Dele las gracias, amigo.

Y cuando el policía se iba a ir, le dije: -Me hace un favor, paisano: ¿me dice por qué estoy preso?

-Eso lo sabrá usted mejor que yo.

-¿Sabe Ud. si está en su casa mi padre, Miguel Corro?

-Sí, está.

-¿Y mi madre?

-También.

-¿Y dónde lo han muerto al juez?

-Cerca de la casa de usted, pues. ¿Para qué quiere hacerse el que no sabe? ¡No ve que ya está todo descubierto!

Me quedé confuso, no le pregunté nada más, y el hombre se fue.

A los pocos días me pusieron comunicado.

Mi madre fue la primera persona que vi. ¡No le decía, mi Coronel, que era una santa mujer!

Por ella supe lo que había. Llorando me lo contó todo. ¡Pobrecita! Mi padre había muerto, de celos, al juez. Pero nadie sino ella lo había visto. Y a mí me creían el asesino, porque me habían hallado corriendo a pie, por las calles del pueblo, a deshoras.

Mi vieja estaba muy afligida. Decía que decían, que me iban a fusilar y que eso no podía ser, que yo qué culpa tenía.

Yo le dije:

-Mi madrecita, yo quiero salvar a mi padre.

Ella lloraba...

En ese momento entró uno de la partida y dijo:

-Ya es hora de retirarse. Se va a entrar el sol.

Nos abrazamos, nos besamos, lloramos; mi vieja se fue y yo me quedé triste como un día sin sol.

Me prometió volver al día siguiente, a ver qué se nos ocurría.

Esto dijo Miguelito, y como quien tiene necesidad de respirar con expansión para proseguir, suspiró... lágrimas de ternura arrasaron sus ojos.

Me enterneció.

El gaucho es un producto peculiar de la tierra argentina. Monomanía de la imitación. Continuación da la historia de Miguelito. Cuadro de costumbres. ¿Qué es filosofar?

Cada zona, cada clima, cada tierra, da sus frutos especiales. Ni la ciencia, ni el arte, inteligentemente aplicados por el ingenio humano, alcanzan a producir los efectos quimiconaturales de la generación espontánea.

Las blancas y perfumadas flores del aire de las islas paranaenses; las esbeltas y verdes palmeras de Morería; los encumbrados y robustos cedros del Líbano; los banianes de la India, cuyos gajos cayendo hasta el suelo, toman raíces, formando vastísimas galerías de fresco y tupido follaje, crecen en los invernáculos de los jardines zoológicos de Londres y París. Pero ¿cómo? Mustias y sin olor aquéllas, bajas y amarillentas éstas; enanos, raquíticos los unos; sin su esplendor tropical los otros.

Lo mismo en esa bella planta indígena, que se desarrolla del interior al exterior; que vive de la contemplación y del éxtasis, que canta y que llora, que ama y aborrece, que muere en el presente para poder vivir en la posteridad.

El aire libre, el ejercicio varonil del caballo, los campos abiertos como el mar, las montañas empinadas hasta las nubes, la lucha, el combate diario, la ignorancia, la pobreza, la privación de la dulce libertad, el respeto por la fuerza; la aspiración inconsciente de una suerte mejor -la contemplación del panorama físico y social de esta patria-, produce un tipo generoso, que nuestros políticos han perseguido y estigmatizado, que nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura.

La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición.

Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que avanzamos.

Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización e inspirándonos en las necesidades reales de la tierra?

Más grandes somos por nuestros arranques geniales, que por nuestras combinaciones frías y reflexivas.

¿Adónde vamos por ese camino?

A alguna parte, a no dudarlo.

No podemos quedarnos estacionarios, cuando hay una dinámica social que hace que el mundo marche y que la humanidad progrese.

Pero esas corrientes que nos modelan como blanda cera, dejándonos contrahechos, ¿nos llevan con más seguridad y más rápidamente que nuestros impulsos propios, turbulentos, confusos, a la abundancia, a la riqueza, al respeto, a la libertad en la ley?

Yo no soy más que un simple cronista, ¡felizmente!

Me he apasionado de Miguelito, y su noble figura me arranca, a pesar mío, ciertas reflexiones. Allí donde el suelo produce sin preparación ni ayuda un alma tan noble como la suya, es permitido creer que nuestro barro nacional empapado en sangre de hermanos puede servir para amasar sin liga extraña algo como un pueblo con fisonomía propia, con el santo orgullo de sus antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por siempre en frías e ignoradas sepulturas.

Miguelito siguió hablando.

-Al día siguiente vino mi madre, trayéndome una olla de mazamorra, una caldera, yerba y azúcar; hizo ella misma fuego en el suelo, calentó agua y me cebó mate.

La Dolores le había mandado una platita con la peona, diciéndole que ya sabía que andábamos en apuros; que no tuviese vergüenza, que la ocupara si tenía alguna necesidad.

Mientras tanto, mi mujer propia no parecía. Vea, mi Coronel, lo que es casarse uno de mala gana, por la plata, como lo hacen los ricos.

La peona de la Dolores le contó a mi madre, que la niña estaba enferma, y le dio a entender de qué, y que yo debía ser el malhechor.

Mi vieja me echó un sermón sobre esto. Me recordó los consejos, que yo nunca quise escuchar, porque así son siempre los hijos, y acabó diciendo redondo: «¿Y ahora cómo vas a remedir el mal que has hecho?».

Me dio mucha vergüenza, mi Coronel, lo que mi madre me dijo; porque me lo decía mucho mejor de lo que yo se lo voy contando y con unos ojos que relumbraban como los botones de mi tirador. ¡Pobre mi vieja! Como ella no había hecho nunca mal a nadie, y la había visto criarse a la Dolores, le daba lástima que se hubiese desgraciado.

-¡Siquiera no te hubieras casado! -me decía a cada rato.

Yo suspiraba, nada más se me ocurría. ¡El hombre se pone tan bruto cuando ve que ha hecho mal!

Una caldera llenita me tomé de mate y toda la mazamorra, que estaba muy rica. Mi madre pisaba el maíz como pocas y lo hacía lindo.

Me curó después las heridas con unos remedios que traía: eran yuyos del cerro.

Después, de un atadito sacó una camisa limpia y unos calzoncillos y me mudé.

Me armó cigarros como para toda la noche, nos sentamos enfrente uno de otro, nos quedamos mirándonos un largo rato, y cuando estaba para irse se presentó el que le llevaba la pluma al juez con unos papeles bajo el brazo y dos de la partida.

Le mandaron a mi madre que saliera y tuvo que irse.

El juez me leyó todas mis declaraciones y una porción de otras cosas, que no entendí bien. Por fin me preguntó, que si confesaba que yo era el que había muerto al otro juez31.

Me quedé suspenso; podían descubrir a mi padre y yo quería salvarlo.

-¿Para qué es un hijo, mi Coronel, no le parece?

-Tienes razón -le contesté.

Él prosiguió:

-No se muere más que una vez, y alguna vez ha de suceder eso.

El escribano me volvió a preguntar que qué decía. Le contesté que yo era el que había muerto al otro.

-¿Por qué? -me dijo.

Me volví a quedar sin saber qué contestar.

El escribano me dio tiempo.

Pensando un momento, se me ocurrió decir que porque en unas carreras, siendo él rayero, sentenció en contra mía y me hizo perder la carrera del gateado overo, que era un pingo muy superior que yo tenía. Y era cierto, mi Coronel: fue una trampa muy fiera que me hicieron, y desde ese día ya anduvimos mal mi padre y yo; porque la parada había sido fuerte y perdimos tuitito cuanto teníamos.

Después me preguntó que si alguien me había acompañado a hacer la muerte, y le contesté que no; que yo solo lo había hecho todo, que no tenían que culpar a naides.

Que qué había hecho con la plata que tenía el juez en los bolsillos.

Le dije que yo no le había tocado nada.

Cuando menos los mismos de la partida lo habían saqueado, como lo suelen hacer. Es costumbre vieja en ellos, y después le achacan la cosa al pobre que se ha desgraciado.

No me preguntó nada más, y se fue, y me volvieron a poner incomunicado, y de esa suerte me tuvieron una infinidad de días.

Ni con mi madre me dejaban hablar. Pero ella iba todos los días una porción de veces a ver cuándo se podría y a llevarme qué comer.

Ya me aburría mucho de la prisión y estaba con ganas de que me despacharan pronto, para no penar tanto; porque las heridas se habían empeorado con la humedad del cuarto, y porque las sabandijas no me dejaban dormir ni de día ni de noche.

Aquello no era vida.

Volvió otro día el escribano y me leyó la sentencia.

Me condenaban a muerte; vea lo que es la justicia, mi Coronel. ¡Y dicen que los dotores saben todo! ¿Y si saben todo, cómo no habían descubierto que yo no era el asesino del juez, aunque lo hubiera confesado? ¡Y mucho que después de la partida de Caseros, no hablan sino de la Constitución!.

Será cosa muy buena. Pero los pobres, somos siempre pobres, y el hilo se corta por lo más delgado.

Si el juez me hubiera muerto a mí en de veras, ¿a que no lo habían mandado matar?

He visto más cosas así, mi Coronel, y eso que todavía soy muchacho.

El escribano me dejó solo.

Pasé una noche como nunca.

Yo no soy miedoso; ¡pero se me ponían unas cosas tan tristes!, ¡tan tristes! en la cabeza, que a veces me daba miedo la muerte. Pensaba, pensaba en que si yo no moría moriría mi padre, y eso me daba aliento. ¡El viejo había sido tan bueno y tan cariñoso conmigo! Juntos habíamos andado trabajando, compadreando, comadreando en jugadas y en riñas. ¡Cómo no lo había de querer, hasta perder la vida por él; la vida, que, al fin, cualquier día la rifa uno por una calaverada o en una trifulca, en la que los pobres salen siempre mal!

¡Qué ganas de tener una guitarra tenía, mi Coronel!

En cuanto me volvieron a poner comunicado fue lo primerito que le pedí a mi madre que llevara. Me la llevó, y cantando me lo pasaba.

Los de la partida venían a oírme todos los días, y ya se iban haciendo amigos míos. Si hubiera querido fugarme, me fugo. Pero por no comprometerlos no lo hice. El hombre ha de tener palabra, y ellos me decían siempre:

-No nos vayas a comprometer, amigo.

Siempre que mi vieja iba a visitarme, me lo repetían; y el centinela se retiraba y me dejaba platicar a gusto con ella.

Mi madre no sabía nada todavía de que me hubieran sentenciado, y yo no se lo quería decir, porque la veía muy contenta creyendo que me iban a largar, desde que nada se descubría, y no la quería afligir.

Pero como nunca falta quien dé una mala noticia, al fin lo supo.

Se vino zumbando a preguntármelo.

¡En qué apuros me vi, mi Coronel, con aquella mujer tan buena, que me quería tanto!

Cuando le confié la verdad, lloró como una Magdalena.

Sus ojos parecían un arroyo; estuvimos lagrimeando horitas enteras. De pregunta en pregunta me sacó que yo había confesado ser el asesino del juez, por salvar al viejo.

Y hubiera visto, mi Coronel, a una mujer que no se enojaba nunca, enojarse, no conmigo, porque a cada momento me abrazaba y besaba diciéndome: «Mi hijito», sino con mi padre.

-Él, él no más tiene la culpa de todo -decía-, y yo no he de consentir que te maten por él, todito lo voy a descubrir.

Y de pronto se secó los ojos, dejó de llorar, se levantó y se quiso ir.

-¿Adónde vas, mamita? -le dije.

-A salvar a mi hijo -me contestó.

Iba a salir, la agarré de las polleras, y a la fuerza se quedó.

Le rogué muchísimo que no hiciera nada, que tuviera confianza en la Virgen del Rosario, de la que era tan devota, que todavía podía hacer algo y salvarme.

Usted sabe, mi Coronel, lo que es la suerte de un hombre. Cuando más alegre anda, lo friegan, y cuando más afligido está, Dios lo salva.

Yo he tenido siempre mucha confianza en Dios.

-Y has hecho bien -le dije- Dios no abandona nunca a los que creen en él.

-Así es, mi Coronel; por eso esa vez y después otras, me he salvado.

-¿Y qué hizo tu madre?

-Cedió a mis ruegos y se fue diciendo:

-Esta noche le voy a poner velas a la Virgen y ella nos ha de amparar.

Y como la Virgencita del nicho, de que antes le he hablado, mi Coronel, era muy milagrosa, sucedió lo que mi vieja esperaba: me salvó.

Miguelito hizo una pausa.

Yo me quedé filosofando.

¡Filosofando!

Sí; filosofar es creer en Dios o reconocer que el mayor de los consuelos que tienen los míseros mortales, es confiar su destino a la protección misteriosa, omnipotente, de la religión.

Por eso al grito de los escépticos, yo contesto como Fenelón.

Dilatamini!

Si hay una ananké32 hay también quien mira, quien ve, quien protege, resguarda, ama y salva a sus criaturas, sin interés.

Cuando me arranquéis todo, si no me arrancáis esa convicción suave, dulce, que me consuela y me fortalece, ¿qué me habréis arrancado?

Mi vademécum y sus méritos. En qué se parece Orión a Roqueplán. Dónde se aprende el mundo. Concluye la historia de Miguelito.

Quiero empezar estar carta ostentando un poco mi erudición a la violeta. Yo también tengo mi vademécum de citas; es un tesoro como cualquier otro.

Pero mi tesoro tiene un mérito. No es herencia de nadie. Yo mismo me lo he formado.

En lugar de emplear la mayor parte del tiempo en pasar el tiempo, me he impuesto ciertas labores útiles.

De ese modo, he ido acumulando, sin saberlo, un bonito capital, como para poder exclamar cualquier día: anche io son pittore.

Mi vademécum tiene, a más del mérito apuntado, una ventaja. Es muy manuable y portátil. Lo llevo en el bolsillo.

Cuando lo necesito, lo abro, lo hojeo y lo consulto en un verbo.

No hay cuidado de que me sorprendan con él en la mano, como a esos literatos cuyo bufete es una especie de sanctasantórum,

¡Cuidado con penetrar en el estudio vedado sin anunciaros, cuando están pontificando!

¡Imprudentes!

¡Os impondríais de los misteriosos secretos!

¡Le arrancaríais a la esfinge el tremendo arcano!

¡Perderíais vuestras ilusiones!

Veríais a vuestros sabios en camisa, haciéndose un traje pintado con las plumas de la ave silvana, de negruzcas alas, de rojo pico y pies, de grandes y negras uñas.

Yo no sé más que lo que está apuntado en mi vademécum por índice y orden cronológico.

No es gran cosa. Pero es algo.

Hay en él todo.

Citas ad hoc, en varios idiomas que poseo bien y mal, anécdotas, cuentos, impresiones de viaje, juicios críticos sobre libros, hombres, mujeres, guerras terrestres y marítimas, bocetos, esbozos, perfiles, siluetas. Por fin, mis memorias hasta la fecha del año del Señor que corremos, escritas en diez minutos .

Si yo diera a luz mi vademécum no sería un librito tan útil como el almanaque. Sería, sin embargo, algo entretenido.

Yo no creo que el público se fastidiaría leyendo, por ejemplo:

¿Qué puntos de contacto hay entre Epaminondas, el Municipal de Tebas, como lo llamaba el demagogo Camilo Desmoulins, y don Bartolo?

¿Qué frac llevaba nuestro actual presidente cuanto se recibió del poder; en qué se parece su cráneo insolvente de pelo a la cabeza de Sócrates?

¿En qué se parece Orión a Roqueplán? Este Orión, de quien sacando una frase de mi vademécum -ajena por supuesto-, puede decirse: que es la personalidad porteña más porteña, el hombre y el escritor que tiene a Buenos Aires en la sangre, o mejor dicho, una encarnación andante y pensante de esta antigua y noble ciudad; que en este océano de barro, no hay un solo escollo que él no haya señalado; que en los entretelones ha aprendido la política, que como periodista y hombre a la moda, ha enriquecido la literatura de la tierra, a los sastres y sombrereros; que las cosas suyas, después de olvidadas aquí, van a ser cosas nuevas en provincias; que no habría sido el primer hombre en Roma la brutal, pero que lo habría sido en Atenas la letrada; que conoce a todo el mundo y a quien todo el mundo conoce; que se hace aplaudir en Ginebra, que se hace aplaudir en Córdoba la levítica, hablando con la libertad herética de un francmasón; que se hace aplaudir en el Rosario, la ciudad californiana, a propósito de la fraternidad universal; que se hace aplaudir en Gualeguaychú, disertando, en tiempos de Urquiza, sobre la justicia y los derechos inalienables del ciudadano; que puede ser profeta en todas partes ed altri siti, menos... iba a decir en su tierra; que no ha podido ser municipal en ella; que hoy cumple treinta y ocho años, y a quien yo saludo con el afecto íntimo y sincero del hermano en las aspiraciones y en el dolor, aunque digan que esto es traer las cosas por los cabellos.

Sí. Orión amigo, yo te deseo, y tú me entiendes, Ia fuerza de la serpiente y la prudencia del león», como diría un Bourgeois gentil-homme, cambiando los frenos, al entrar en tu octavo lustro frisando en la vejez, en este período de la vida en que ya no podemos tener juicio porque no es tiempo de ser locos. ¿Me entiendes?

Y con esto, lector, entro en materia.

Lo que sigue es griego, griego helénico, no griego porque no se entienda.

Ek te biblion kubernetes.

Yo también he estudiado griego.

Monsieur Rouzy puede dar fe, y tú, Santiago amigo, fuiste quien me lo metió en la cabeza.

Es una de las cosas menos malas que le debo a tu inspiración mefistofélica.

Tú fuiste quien me apasionó por el hombre del capirotazo.

¿Acaso yo le conocía bien en 1860?

En prueba de que sé griego, como un colegial, ahí va la traducción del dicho anónimo:

«No se aprende el mundo en los libros».

Aquí era donde quería llegar.

Los circunloquios me han demorado en el camino.

Siento tener que desagradar a mi ático amigo Carlos Guido, cuyo buen gusto literario los abomina. Sírvame de excusa el carácter confidencial del relato.

Sí, el mundo no se aprende en los libros, se aprende observando, estudiando los hombres y las costumbres sociales.

Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales.

Oyendo a los paisanos referir sus aventuras, he sabido cómo se administra justicia, cómo se gobierna, qué piensan nuestros criollos de nuestros mandatarios y de nuestras leyes.

Por eso me detengo más de lo necesario quizá en relatar ciertas anécdotas, que parecerán cuentos forjados para alargar estas páginas y entretener al lector.

¡Ojalá fuera cuento la historia de Miguelito!

Desgraciadamente ha pasado cual la narro, y si fija la atención un momento, es porque es verdad. Tiene ésta un gran imperio hasta sobre la imaginación.

Miguelito siguió hablando así.

-Las voces que andaban era que pronto me afusilarían, porque iba a haber revolución y me podía escapar.

¡Figúrese cómo estaría mi madre, mi Coronel! Todo se le iba en velas para la Virgen.

Día a día me visitaba, pidiéndome que no me afligiera, diciéndome que la Virgen no nos había de abandonar en la desgracia, que ella tenía experiencia y que más de una vez había visto milagros.

Yo no estaba afligido sino por ella.

Quería disimular. ¡Pero qué! era muy ducha y me lo conocía.

Usted sabe, mi Coronel, que los hijos por muy ladinos que sean no engañan a los padres, sobre todo a la madre.

Vea si yo pude engañar a mi vieja cuando entré en amores con la Dolores.

¡Qué había de poder!

En cuanto empezó la cosa me lo conoció, y me mandó que me fuera con la música a otra parte.

Bien me arrepiento de no haber seguido su consejo.

La Dolores no hubiera padecido tanto como padeció por mí.

Pero los hijos no seguimos nunca la opinión de nuestros padres.

Siempre creemos que sabemos más que ellos.

Al fin nos arrepentimos.

Pero entonces ya es tarde.

-Nunca es tarde, cuando la dicha es buena -le interrumpí.

Suspiró y me contestó:

-¡Qué!, mi Coronel, hay males que no tienen remedio.

-¿Y has vuelto a saber de la Dolores? -le pregunté.

-Sí, mi Coronel -me contestó-, se lo voy a confesar porque usted es hombre bueno, por lo que he visto y las mentas que les he oído a los muchachos que vienen con usted.

-Puede tener confianza en mí -repuse.

Y él prosiguió.

-Siempre que puedo hacer una escapada, si tengo buenos caballos, me corto solo, tomo el camino de la laguna del Bagual, llego hacia el Cuadril, espero en los montes la noche. Paso el Río Quinto, entro en Villa de Mercedes, donde tengo parientes, me quedo allí por unos días, me voy después en dos galopes al Morro, me escondo en el Cerro, en lo de un amigo, y de noche visito a mi vieja y veo a la Dolores que viene a casa con la chiquita.

-¿Entonces tuvo una hija? -le dije.

-Sí, mi Coronel -me contestó-. ¿No le conté antes que nos habíamos desgraciado?

-¿Y a tu mujer no la sueles ver?

-¡Mi mujer! -exclamó- lo que hizo fue enredarse con un estanciero.

Y dice la muy perra que está esperando la noticia de mi muerte para casarse. ¡Y que se casaban con ella! ¡Como si fuera tan linda!

-¿Y otros paisanos de los que están aquí, salen como tú y van a sus casas?

-El que quiere lo hace; usted sabe, mi Coronel, que los campos no tienen puertas; las descubiertas de los fortines, ya sabe uno a qué hora hacen el servicio, y luego, al frente casi nunca salen.

Es lo más fácil cruzar el Río Quinto y la línea, y en estando a retaguardia ya está uno seguro, porque ¿a quién le faltan amigos?

-Entonces, constantemente estarán yendo y viniendo de aquí para allá.

-Por supuesto. Si aquí se sabe todo.

Los Videla, que son parientes de don Juan Saa, cuando les da la gana, toman una tropilla; llegan a la Jarilla, la dejan en el monte, y con caballo de tiro se van al Morro, compran allí lo que quieren, ellos mismos a veces, en las tiendas de los amigos y después se vuelven con cartas para todos.

Algunas veces suelen llegar a Renca, que ya se ve dónde queda, mi Coronel.

A medida que Miguelito hablaba, yo reflexionaba sobre lo que es nuestro país; veía la complicidad de los moradores fronterizos en las depredaciones de los indígenas y el problema de nuestros odios, de nuestras guerras civiles y de nuestras persecuciones, complicado con el problema de la seguridad de las fronteras.

Le escuchaba con sumo interés y curiosidad.

Miguelito prosiguió:

-El otro día, cuando usted llegó, mi Coronel, los Videla habían andado por San Luis; vinieron con la voz de que usted y el General Arredondo estaban en la Villa de Mercedes, y diciendo que por allí se decía que ahora sí que las paces se harían.

Deseando conocer el desenlace de la historia de los amores de Miguelito, le dije:

-¿Y la Dolores vive con sus padres?

-Sí, mi Coronel -me contestó-, son gente buena y rica, y cuando han visto a su hija en desgracia no la han abandonado; la quieren mucho a mi hijita. Si algún día me puedo casar, ellos no se han de oponer, así me lo ha dicho Dolores.

¡Pero cuándo se muere la otra! Luego yo no puedo salir de aquí porque la justicia me agarraría y mucho más del modo como me escapé.

-¿Y cómo te escapaste?

-Seguía preso. Mi madre vino un día y me dijo:

-Dice tu padre que estés alerta, que él no tiene opinión, que lo han convidado para una jornada, que se anda haciendo rogar a ver si son espías; que en cuanto esté seguro que juegan limpio se va a meter en la cosa con la condición de que lo primero que han de hacer es asaltar la guardia y salvarte; que de no, no se mete.

En eso anda. No hay nada concluido todavía. Esta noche han quedado de ir los hombres y mañana te diré lo que convengan.

Yo lo animo a tu padre, haciéndole ver que es el único remedio que nos queda, y le pongo velas a la Virgen para que nos ayude. Todas las noches sueño contigo y te veo libre, y no hay duda que es un aviso de la Virgen.

-Al día siguiente volvió mi madre. Todo estaba listo. Lo que faltaba era quien diera el grito. Decían que don Felipe Saa debía llegar de oculto a las dos noches, y que él lo daría; que si no venía, como había un día fijo, la daría el que fuese más capaz de gobernar la gente que estaba apalabrada. Don Juan Saa debía venir de Chile al mismo tiempo.

Bueno, mi Coronel, sucedió como lo habían arreglado.

Una noche al toque de retreta, unos cuantos que estaban esperando en la orilla del pueblo, atropellaron la casa del juez, otros la Comandancia, y mi padre con algunos amigos cargó la Policía.

Para esto, un rato antes ya los habían emborrachado bien a los de la partida. Algunos quisieron hacer la pata ancha. ¡Pero qué!, los de afuera eran más. Entraron, rompieron la puerta del cuarto en que yo estaba y me sacaron.

Cuando estuve libre, mi padre me dijo: «Dame un abrazo, hijo, yo no te he querido ver, porque me daba vergüenza verte preso por mi mala cabeza, y porque no fueran a sospechar alguna cosa».

Casi me hizo llorar de gusto el viejo; le habían salido pelos blancos, y no era hombre grande, todavía era joven.

Esa noche el Morro fue un barullo, no se oyeron más que tiros, gritos y repiques de campanas.

Murieron algunos.

Yo lo anduve acompañando a mi padre y, evité algunas desgracias porque no soy matador. Querían saquear la casa de la Dolores, con achaque de que era salvaje; yo no lo permití; primero me hago matar.

Por la mañana vino una gente del Gobierno y tuvimos que hacernos humo. Uno tomaron para la Sierra de San Luis, otros para la de Córdoba. Mi padre, como había sido tropero, enderezó para el Rosario. Yo, por tomar un camino tomé otro -galopé todo el santo día- y cuando acordé me encontré con una partida. Disparé, me corrieron, yo llevaba un pingo como una luz, ¡qué me habían de alcanzar¡ Fui a sujetar cerca del Río Quinto, por esos lados de Santo Tomé. Entonces no había puesto usted fuerzas allí, mi Coronel; me topé con unos indios, me junté con ellos, me vine para acá, y acá me he quedado, hasta que Dios, o usted, me saquen de aquí, mi Coronel.

-¿Y tu padre, qué suerte ha tenido, lo sabes? -le pregunté.

-Murió del cólera -me contestó con amargura, exclamando-: ¡pobre viejo!, ¡era tan chupador!

Y con esto termina la historia real de Miguelito, que mutatis mutandis, es la de muchos cristianos que han ido a buscar un asilo entre los indios.

Ese es nuestro país.

Como todo pueblo que se organiza, él presenta cuadros los más opuestos.

Grandes y populosas ciudades como Buenos Aires, con todos los placeres y halagos de la civilización, teatros, jardines, paseos, palacios, templos, escuelas, museos, vías férreas, una agitación vertiginosa -en medio de unas calles estrechas, fangosas, sucias, fétidas, que no permiten ver el horizonte, ni el cielo limpio y puro, sembrado de estrellas relucientes, en las que yo me ahogo, echando de menos mi caballo.

Fuera de aquí, campos desiertos, grandes heredades, donde vegeta el proletario en la ignorancia y en la estupidez.

La iglesia, la escuela, ¿dónde están?

Aquí, el ruido del tráfago y la opulencia que aturde.

Allá, el silencio de la pobreza y la barbarie que estremece.

Aquí, todo aglomerado como un grupo de moluscos, asqueroso, por el egoísmo.

Allí, todo disperso, sin cohesión, como los peregrinos de la tierra de promisión, por el egoísmo también.

Tesis y antítesis de la vida de una república.

Eso dicen que es gobernar y administrar.

¡Y para lucirse mejor, todos los días clamando por gente, pidiendo inmigración!

Me hace el efecto de esos matrimonios imprevisores, sin recursos, miserables, cuyo único consuelo es el de la palabra del Verbo: creced y multiplicaos.

Ojeada retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los perros. Cuento al caso. Qué es LONCOTEAR. Sigue la orgía. Epumer se cree insultado por mí. Una serenata.

Estábamos en el toldo de Mariano Rosas cuando conocí por primera vez a Miguelito.

La orgía había comenzado:

Este chilla, algunos lloran,

Y otros a beber empiezan,

De la chusma toda al cabo

La embriaguez se enseñorea.


Los franciscanos, comprendiendo que aquello no rezaba con ellos, se pusieron en retirada, refugiándose en el rancho de Ayala; los oficiales se habían colocado a distancia de poder acudir en auxilio mío si era necesario; los asistentes rondaban la enramada con disimulo; Camilo Arias, con su aire taciturno, se me aparecía de vez en cuando como una sombra, diciéndome de lejos con su mirada ardiente, expresiva, penetrante: por aquí ando yo.

Por bien templado que tengamos el corazón, es indudable que el silencio, la soledad, el aislamiento y el abandono hacen crecer el peligro en la medrosa imaginación.

Es por eso que el valor a medianoche es el valor por excelencia.

Las tinieblas tienen un no sé qué de solemne, que suele helar la sangre en las venas hasta congelarla.

Yo no creo que exista en el mundo un solo hombre que no haya tenido miedo alguna vez de noche.

De día, en medio del bullicio, ante testigos, sobre todo ante mujeres, todo el mundo es valiente, o se domina lo bastante para ocultar su miedo.

Yo he dicho por eso alguna vez: el valor es cuestión de público.

El hombre que en presencia de una dama hace acto de irresolución puede sacar patente de cobarde.

Yo tengo un miedo cerval a los perros, son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros, un perro, yo no paso por el oro del mundo, si voy solo, no lo puedo remediar, es un heroísmo superior a mí mismo.

En Rojas, cuando era capitán, tenía la costumbre de cazar.

De tarde tornaba mi escopeta y me iba por los alrededores del pueblito.

En dirección del bañado, donde los patos abundan más, había un rancho.

Inevitablemente debía pasar por allí, si quería ahorrarme un rodeo por lo menos de tres cuartos de legua.

Pues bien. Venirme la idea de salir y asaltarme el recuerdo de un mastín que habitaba el susodicho rancho, era todo uno.

Desde ese instante formaba la resolución valiente de medírmelas con él.

Salía de mi casa y llegaba al sitio crítico, haciendo cálculos estratégicos, meditando la maniobra más conveniente, la actitud más imponente, exactamente como si se tratara de una batalla en la que debiera batirme cuerpo a cuerpo.

En cuanto el can diabólico me divisaba, me conocía: estiraba la cola, se apoyaba en las cuatro patas dobladas, quedando en posición de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos filas de blancos y agudos dientes.

Eso sólo bastaba para que yo embolsase mi violín. Avergonzado de mí mismo, diciéndome interiormente: «El miedo es natural en el prudente» cambiaba de rumbo, rehuyendo el peligro.

Un día me amonesté antes de salir, me proclamé, me palpé a ver si temblaba.

Estaba entero, me sentí hombre de empresa, y me dije. pasaré.

Salgo, marcho, avanzo y llego al Rubicón.

¡Miserable!, temblé, vacilé, luché, quise hacer de tripas corazón; pero fue en vano.

Yo no era hombre, ni soy ahora, capaz de batirme con perros.

Juro que los detesto, si no son mansos, inofensivos como ovejas, aunque sean falderos, cuzcos o pelados.

Mi adversario, no sólo me reconoció, sino que en la cara me conoció que tenía miedo de él.

Maquinalmente bajé la escopeta que llevaba al hombro.

Sea la sospecha de un tiro, sea lo que fuese, el perro hizo una evolución, tomó distancia y se plantó como diciendo: descarga tu arma y después veremos.

¿Habría hecho el perro lo mismo con cualquier otro caminante?

Probablemente no.

Era manso, yo lo averigüé después.

Pero es que yo no le había caído en gracia, y que conociendo mi debilidad, se divertía conmigo, como yo podía haberlo hecho con un muchacho.

No hay que asombrarse de esto. La memoria en los animales, a falta de otras facultades, está sumamente desarrollada.

Cualquier caballo, mula, jumento o perro, nos aventaja en conocer el intrincado camino por donde tenemos costumbre de andar.

Los pájaros se trasladan todos los años de un país a otro, emigrando a más o menos distancias, según sus necesidades fisiológicas.

Ahí están las golondrinas que, después de larga ausencia, vuelven a la guarida de la misma torre, del mismo techo, del mismo tejado, que habitaron el año anterior.

Queda de consiguiente fuera de duda que lo que el perro hacía conmigo, lo hacía a sabiendas. ¡Pícaro perro!

Hubo un momento en que casi lo dominé. ¡Ilusión de un alma pusilánime!

Al primer amago de carga eché a correr con escopeta y todo; los ladridos no se hicieron esperar, esto aumentó el pánico, de tal modo, que el animal ya no pensaba en mí y yo seguía desolado por esos campos de Dios.

Y sin embargo, si yo hubiera ido en compañía de alguna dama, el muy astuto no me corre.

Y ella habría huido.

Las mujeres tienen el don especial de hacernos hacer todo género de disparates, inclusive el de hacernos matar.

Yo me bato con cualquier perro, aunque sea de presa, por una mujer, aunque sea vieja y fea, si soy su cabaleiro servente.

Otro se suicida por una mujer, con pistola, navaja de barba, veneno o arrojándose de una torre. No hay que discutirlo.

Hay héroes porque hay mujeres.

Y es mejor no pensarlo: ¿qué sería el hermoso planeta que habitamos, sin ellas?

La presencia e inmediación de los míos, el orgullo de no dejarme avasallar ni sobrepujar por aquellos bárbaros en nada y por nada, me hacían insistir, contra las reiteradas instancias de Mariano Rosas, en no retirarme.

Mi principal temor era embriagarme demasiado. A una loncoteada no le temía tanto.

Loncotear, llaman los indios a un juego de manos, bestial.

Es un pugilato que consiste en agarrarse dos de los cabellos y en hacer fuerza para atrás, a ver cuál resiste más a los tirones.

Desde chiquitos se ejercitan en él.

Cuando a un indiecito le quieren hacer un cariño varonil, le tiran de las mechas, y si no le saltan las lágrimas le hacen este elogio: ese toro.

El toro es para los indios el prototipo de la fuerza y del valor. El que es toro, entre ellos, es un nene de cuenta.

¡Los «yapaí, hermano» no cesaban!

Epumer la había emprendido conmigo, y un indiecito Caiomuta, que jamás quiso darme la mano, so pretexto de que yo iba de mala fe: ¡Winca engañando!, salía constantemente de sus labios.

El vino y el aguardiente corrían como agua, derramados por la trémula mano de los beodos, que ya rugían como fieras, ya lloraban, ya cantaban, ya caían como piedras, roncando al punto o trasbocando, como atacados de cólera.

Aquello daba más asco que miedo.

Todos me trataban con respeto, menos Epumer y Caiomuta.

Tambaleaban de embriaguez.

Epumer llevaba de vez en cuando la mano derecha al cabo de su refulgente facón, y me miraba con torvo ceño.

Miguelito me decía:

-No se descuide por delante, mi Coronel, aquí estoy yo por detrás.

Cuando rehusaba un yapaí, gruñían como perros, la cólera se pintaba en sus caras vinosas y murmuraban iracundas palabras que yo no podía entender.

Miguelito me decía:

-Se enojan porque usted no bebe, mi Coronel; dicen que no lo hace por no descubrir sus secretos con la chupa.

Yo entonces me dirigía a algunos de los presentes y lo invitaba, diciéndole:

-Yapaí, hermano -y apuraba el cuerno o el vaso.

Una algazara estrepitosa, producida por medio de golpes dados en la boca abierta, con la palma de la mamo, estallaba incontinenti.

¡¡Babababababababababababababababababa!!

Resonaba, ahogándose los últimos ecos en la garganta de aquellos sapos, gritones.

Mientras el licor no se acabara, la saturnal duraría.

La tarde venía.

Yo no quería que me sorprendiera la noche entre aquella chusma hedionda, cuyo cuerpo contaminado por el uso de la carne de yegua, exhalaba nauseabundos efluvios; regoldaba a todo trapo, cada eructo parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas.

En donde hay indios, hay olor a azafétida.

Intenté levantarme del suelo para retirarme a la sordina, viendo que la mayoría de los concurrentes estaba ya achumada.

Epumer me lo impidió.

¡Yapaí! ¡Yapaí!, me dijo.

¡Yapai! ¡Yapai!, contesté.

Y uno después de otro cumplimos con el deber de la etiqueta.

El cuerno que se bebió él tenía la capacidad de una cuarta.

Una dosis semejante de aguardiente era como para voltear a un elefante, si estos cuadrúpedos fuesen aficionados al trago.

Medio perdió la cabeza.

Al llevar yo el mío a los labios me santigüé con la imaginación como diciendo: Dios me ampare.

Jamás probé brebaje igual. Vi estrellas, sombras de todos colores, un mosaico de tintes tornasolados, como cuando por efecto de un dolor agudo apretamos los párpados y cerrando herméticamente los ojos la retina ve visiones informes.

Al33 enderezarse Epumer, yo no sé qué chuscada le dije.

El indio se puso furioso; quiso venírseme a las manos.

Mariano Rosas y otros le sujetaron; me pidieron encarecidamente que me retirara.

Me negué; insistieron, me negué, me negué tenazmente.

Me hicieron presente que cuando se caldeaba, se ponía fuera de sí, que era mal intencionado.

-No hay cuidado -fue toda mi contestación.

El indio pugnaba por desasirse de los que le tenían; quería abalanzarse sobre mí, su mano estaba pegada al facón.

Pataleaba, rugía, apoyaba los talones en el suelo, endurecía el cuerpo y se enderezaba como galvanizado.

Sus ojos me seguían, los míos no le dejaban.

En uno de los esfuerzos que hizo sacó el facón.

Era una daga acerada de dos filos, con cruz y cabo de plata; y en un vaivén llegó a ponerse casi sobre mí.

-Cuidado, mi Coronel -me dijo Miguelito interponiéndose, y hablándole al salvaje en su lengua con acento dulcísimo.

-¡Cuidado! -gritaron varios.

-Yo, afectando una tranquilidad que dejase bien puesto el honor de mi sangre y de mi raza:

-No hay cuidado -contesté.

El esfuerzo convulsivo supremo, hecho por el indio, agotó el resto de sus fuerzas hercúleas enervadas por los humos alcohólicos.

Los que le sujetaban, sintiéndole desfallecer, abandonaron el cuerpo a su propia gravedad; cumplíase la inmutable ley:

E caddi, come corpo morto cade!

Cesó la agitación.

Queriendo saber qué causa, qué motivo, qué palabras mías pusieran fuera de sí a mi contendor, pregunté:

-¿Por qué se ha enojado?

-Porque usted le ha llamado perro -dijo uno.

-Es falso -dijo Miguelito en araucano-, el Coronel habló de perros; pero no dijo que Epumer fuera perro.

Nadie respondió.

Efectivamente, en la broma que intenté hacerle a Epumer, por ver si lo arrancaba a sus malos pensamientos, no sé cómo interpolé el vocablo perro.

Para los indios, como para los árabes, no había habido insulto mayor que llamarles perro.

Epumer me entendió mal y se creyó ofendido.

De ahí su rapto de furia.

La noche batía sus pardas alas; los indios ebrios roncaban, vomitaban, se revolvían por el suelo, hechos un montón, apoyando éste sus sucios pies en la boca de aquél; el uno su panza sobre la cara del otro.

Varias chinas y cautivas trajeron cueros de carnero y les hicieron cabeceras, poniéndolos en posturas cómodas.

Otros se quedaron murmurando con indescriptible e inefable fruición báquica.

Mariano Rosas me hizo decir con su hombre de confianza, que si quería darle el resto de aguardiente que le había reservado.

-De mil amores -contesté; y aprovechando la coyuntura que se me presentaba de abandonar el campo de mis proezas, salí de la enramada y me dirigí al ranchito en que se habían alojado mis oficiales.

Entregué el aguardiente.

Me tendí cansado, como si hubiera subido con un quintal en las espaldas a la cumbre del Vesubio.

¿En qué me tendí?

Sobre un cuero de potro; era el colchón de una mala cama improvisada con palos desiguales y nudosos.

El sueño no tardó en llevarme al mundo de la tranquilidad pasajera.

Gozaba, cuando una serenata me despertó.

Era un negro, tocador de acordeón, una especie de Orfeo de la pampa

Tuve que resignarme a mi estrella, que levantarme y escuchar un cielito cantado en honor mío.

¡Qué mal rato me dio el tal negro después!

- XXXII -

El negro del acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico. Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda el sueño fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un huésped a quien no le es permitido dormir.

El negro no tardó en irse con la música a otra parte. Bendije al cielo. Como poeta festivo, como payador, no podía rivalizar con Aniceto el Gallo ni con Anastasio el Pollo.

Ni siquiera era un artista en acordeón.

Yo tengo, por otra parte, poco desarrollado el órgano frenológico de los tonos, pudiendo decir, como Voltaire: La musique c'est de tous les tapages le plus supportable.

Es una fatalidad como cualquier otra, que me priva de un placer inocente más en la vida.

Te contaría a este respecto algo muy curioso, un triunfo de la frenología, o en otros términos, la historia de mis padecimientos infantiles por la guitarra34. Y te la contaría a pesar del natural temor de que me creyesen más malo de lo que soy; porque tengo la desgracia de ser insensible a la armonía.

Tú sabes, que según las reglas del criterio vulgar, no puede ser bueno quien no ama la música, las flores, aunque ame muchas otras cosas que embriagan y deleitan más que ellas.

Hay gentes que de buena fe creen que el sentimiento estético o del arte es inseparable de los hombres de corazón.

Tal persona que ama con locura la música, es, sin embargo, incapaz de un acto de generosidad.

Tal otra que gastaría cien mil pesos en un auténtico Rubens, no haría un sacrificio por el amigo más querido.

Esas gentes viven acariciando dulces errores, lo mismo que los que subordinan la moral al sentimiento, y hay que dejar a cada loco con su tema.

Pero semejante página sería demasiado íntima para agregarla aquí.

Me resigno, pues, a suprimirla, sustrayéndome a la tentación de una confidencia personal ajena al asunto jefe.

Apenas me vi libre de quien inhumanamente me había arrancado de los brazos de Morfeo, volví a tenderme en mi duro y sinuoso lecho.

Poco tardé en dormirme profundamente.

Saboreaba el suave beleño; soñaba que yo era el conquistador del desierto; que los aguerridos ranqueles, magnetizados por los ecos de la civilización, habían depuesto sus armas; que se habían reconcentrado formando aldeas; que la iglesia y la escuela habían arraigado sus cimientos en aquellas comarcas desheredadas; que la voz del Evangelio ahogaba las preocupaciones de la idolatría; que el arado, arrancándole sus frutos óptimos a la tierra, regada con fecundo sudor, producía abundantes cosechas; que el estrépito de los malones invasores había cesado, pensando sólo, aquellos bárbaros infelices, en multiplicarse y crecer, en aprovechar las estaciones propicias, en acumular y guardar, para tener una vejez tranquila y legarles a sus hijos un patrimonio pingüe; que yo era el patriarca respetado y venerado, el benefactor de todos, y que el espíritu maligno, viéndome contento de mi obra útil y buena, humanitaria y cristiana, me concitaba a una mala acción, a dar mi golpe de Estado.

¡Mortal!, me decía, aprovecha los días fugaces.

¡No seas necio, piensa en ti, no en la Patria!

La gloria del bien es efímera, humo, puro humo. Ella pasa y nada queda. ¿No tienes mujer e hijos? Pues bien. ¿No te obedecen y te siguen, no te quieren y respetan estos rebaños humanos?

Pues bien.

¿No tienes poder, no eres de carne y hueso, no amas el placer?

Pues bien.

Apártate de ese camino, ¡insensato!, ¡imprevisor, loco! ¡Escucha la palabra de la experiencia, hazte proclamar y coronar emperador! Imita a Aurelio. Tienes un nombre romano. Lucius Victorius Imperator sonará bien al oído de la multitud.

Yo escuchaba con cierto placer mezclado de desconfianza las amonestaciones tentadoras; ideaba ya si el trono en que me había de sentar, la diadema que había de ceñir y el cetro que había de empuñar, cuando subiera al capitolio, serían de oro macizo o de cuero de potro y madera de caldén, cuando una voz que reconocí entre sueños llamó a mi puerta diciendo:

-¡Coronel Mansilla!

No contesté de pronto. Reconocí la voz, la había oído hacía poco; pero no estaba del todo despierto.

-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.

Reinaba una profunda obscuridad en el desmantelado rancho donde me había hospedado; mis oficiales roncaban, como hombres sin penas; un ruido tumultuoso, sordo, llegaba confusamente hasta la nocturna morada. Me senté en la cama y paré la oreja, a ver si volvían a llamar, fijando la vista en un resquicio de la puerta, que era un cuero de vaca colgado.

-¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.

Al fulgor de la luz estelar, columbré una cabeza negra, motosa, y entre dos fajas rojas, resaltando como lustrosas cuentas negras sobre el turgente seno de una hermosa, dos filas de ebúrneos dientes.

Era el negro del acordeón.

Para serenatas estaba yo.

Me hizo el efecto de Mefistófoles.

Vade retro, Satanás! -le grité.

No entendió. Ya lo creo. ¡Latín puro a esas horas y al lado del toldo de Mariano Rosas!

-Mi Coronel Mansilla -fue su contestación.

-Vete al diablo -repliqué.

-Me manda el General Mariano.

-¿Y qué quiere?

-Manda decir, que ¿cómo le ha ido a su merced (textual), de viaje; que si no ha perdido algunos caballos; que cómo ha pasado la noche; que si ha dormido bien?

Me pareció una burla.

Me quedé perplejo un instante, y luego contesté.

-Dile que de viaje me ha ido bien; que a caballos, Wenchenao me ha robado dos, que es un pícaro: que para saber cómo he pasado la noche y cómo he dormido, -es menester que me dejen descansar y que amanezca.

Y esto diciendo, me coloqué horizontalmente haciendo una línea mixta con el cuerpo de manera que el hueso del cuadril y los hombros coincidieran con los hoyos de mi escabroso lecho.

La cara desapareció.

Hacía frío, helaba en los primeros días de abril, tenía pocas cobijas, no era fácil conciliar el sueño bajo tales auspicios; tanteando en las tinieblas cogí la punta de algo que debía ser jerga o poncho, tiré y como quien pesca un cetáceo de arrobas, que se agarra en el fondo fangoso, despojé a un prójimo de una de sus pilchas.

Me la eché encima, me envolví, me acurruqué bien, me tapé hasta las narices y comencé a resollar fuerte, haciendo de mis labios una especie de válvula para que saliera el aliento condensado y crecieran los grados de la temperatura que circundaba mi transida humanidad.

Me estaba por dormir. Hay ideas que parecen una cristalización. Así no más no se evaporan. Veía como envuelta en una bruma rojiza la visión de la gloria.

El espíritu maligno se cernía sobre ella.

Yo era emperador de los ranqueles.

Hacía mi entrada triunfal en Salinas Grandes.

Las tribus de Calfucurá me aclamaban. Mi nombre llenaba el desierto preconizado por las cien leguas de la fama. Me habían erigido un gran arco triunfal.

Representaba un coloso como el de Rodas. Tenía un pie en la soberbia cordillera de los Andes, otro en las márgenes del Plata. Con una mano empuñada una pluma deforme de ganso, cuyas aristas brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punta letras de fuego, que era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar a descifrar que decían: mené, thekel, phare. Con la otra blandía una espada de inconmensurable largor, cuya hoja de bruñido acero resplandecía como meteoro, centelleando en ella diamantinas letras que era menester leer con la rapidez del pensamiento para adivinar que decían: In hoc signo vinces. Por debajo de aquel monumento de egipcia estructura y proporciones, capaz de provocar la envidia sangrienta, la venganza corsa y el odio eterno de un Faraón, desfilaba como el rayo, tirada por veinte yuntas de yeguas chúcaras, una carreta tucumana, cubierta de penachos, de crines caballares de varios colores y en cuyo lecho se alza un dosel de pieles de carnero.

En él iba sentado un mancebo de rostro pintado con carmín. ¡Era yo! Manejaba la ecuestre recua con un látigo de cháguara que no tenía fin, al grito infernal de: ¡pape satán! ¡pape satán alepe! Mi traje consistía en un cuero de jaguar; los brazos del animal formaban las mangas, las piernas, los calzones, lo demás cubría el cuerpo, y, por fin, la cabeza con sus colmillos agudos adornaba y cubría mi frente a manera de antiguo capacete.

La cola no sé qué se había hecho. Un ser extraño, invisible para todos, menos para mí, quería ponerme una paja. Yo le miraba como diciéndole: basta de atavíos, y él vacilaba y me seguía sin saber qué hacer.

Una escolta formada en zigzags, me precedía, cubriéndome la retaguardia. Indígenas de todas las castas australes se veían allí: ranqueles, puelches, pehuenches, piscunches, patagones y araucanos. Los unos iban en potros bravos, los otros en mansos caballos, éstos en guanacos, aquéllos en avestruces, muchos a pie, varios montados en cañas, infinitos en alados cóndores.

Sus armas eran lanzas y bolas; sus trajes mixtos, a lo gaucho, a la francesa, a la inglesa, a lo Adán los más. Cantaban un himno marcial al son de unas flautas de cañuto de grueso carrizo, y las palabras Lucius Victorius Imperator, resonaban con fragor en medio de repetidas ¡¡¡ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba!!!

Nuevo Baltasar, yo marchaba a la conquista de una ciudad poderosa, contra el dictamen de mis consejeros, que me decían: Allí no penetrarás victorioso jamás; porque sus calles están empedradas con enormes monolitos y cubiertas de pantanos, por donde es imposible que pase tu carreta.

Tenaz, como soy en sueños, no quería escuchar la voz autorizada de mis expertos monitores. Me había hecho aclamar y coronar por aquellas gentes sencillas, había superado ya algunos obstáculos de mi vida; ¿por qué no había de tentar la empresa de luchar y vencer una civilización decrépita?

Por otra parte, yo había nacido en esa egregia ciudad y ella iba a enorgullecerse de verme llegar a sus puertas, no como Aníbal a las de Roma, sino cual otro valiente Camilo.

Por aquí iba, medio despierto, medio dormido, cuando volvieron a hacerme sentar en la cama, llamando a mi puerta.

-¡Coronel Mansilla!

-¿Qué hay? -pregunté.

El malhadado negro contestó:

-Dice el General que ¿cómo ha pasado la noche?

-Hombre, dile que mañana le contestaré.

El mensajero contestó no pude percibir qué.

Una barahúnda repentina ahogó su voz.

Volví yo a estudiar qué postura se adaptaría más a la cama que me habían deparado las circunstancias y esperaba no ser interrumpido otra vez. ¡Quimera!

Mi verdadera bestia negra había ido y vuelto.

-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel -Mansilla! -me gritó.

-¿Qué quieres? -le contesté con mal humor, sin moverme.

-Aquí está el hijo del General.

Esto era ya más serio.

Me incorporé.

-¿Qué se ofrece, hermano? -pregunté.

-Dice mi padre que vaya -me contestó.

-¿Qué vaya, ahora?

-Sí.

Llamé a Carmen, mi fiel ministril; le pedí agua para lavarme, luz, peine, un cepillo de dientes, todo cuanto podía ser un pretexto para demorarme y ganar tiempo, a ver si venía el día.

Oía el ruido de la orgía nocturna, y no me hacía buen estómago la idea de tomar parte en ella a obscuras.

Según mi costumbre en campaña, dormía vestido, desnudándome de día por la higiene y otras yerbas.

De un salto estuve en pie.

-Carmen trajo luz, un candil de grasa de potro, agua, peine, cuanto le pedí, haciendo un viaje para cada cosa, como que tenía que revolver las alforjas para hallarlas.

Hice mi estudiosa toilette, lo más despacio que pude.

Mientras tanto, varios curiosos, ebrios a cual más, llegaron a mi puerta y estuvieron observando.

Como tardase en salir del rancho, presentose una nueva diputación. La componían dos hijos de Mariano. Tomó la palabra el mayor de ellos y me dijo:

-Dice mi padre, ¡qué cómo está, que cómo le va, que cómo ha pasado la noche, que cuándo va, que está medio caldeado y tiene ganas de rematarse con vd.!

Contesté con la mayor política, agradeciendo tantas atenciones, y asegurando que no tardaría en presentármele al General.

Tardé más en limpiarme los dientes, que en lustrar un par de botas granaderas.

El negro espiaba como perito aquella operación.

El muy pillo había sido esclavo de no recuerdo qué estanciero del sur de Buenos Aires, soldado del General Rivas, desertor, y conocía bien los usos y costumbres de los cristianos civilizados.

Decía que eso que yo hacía era para que nunca se me cayeran los dientes.

Los apostrofaba a los indios de ¡Uds. son muy bárbaros!, tocaba su infernal acordeón, cantaba, bailaba al compás de él y me apuraba diciéndome de cuando en cuando: ¡Vamos, vamos mi amo!

Al fin tuve que obedecer, y digo obedecer, porque lo que hice no fue otra cosa.

Tenía tanta gana de tomar aguardiente como de hacerme cortar una oreja.

Salí del rancho, dejando a mis compañeros dormidos como piedras. El padre Moisés roncaba más fuerte que todos. El padre Marcos se había alojado en el rancho de Ayala.

La noche estaba fría, el día lejano aún. Las estrellas brillaban con esa luz diáfana del invierno. El campo, cubierto por la helada, parecía salpicado de piedras finas. Un gran fogón moribundo ardía en la enramada del Cacique. Apiñados unos sobre otros, lo rodeaban varios montones de indios achumados. Muchos caballos ensillados estaban con la rienda caída, inmóviles, donde los habían dejado el día antes. Mariano Rosas, con una limeta en una mano y un cuerno en la otra se tambaleaba junto con otros entre los mansos animales.

Armaban una algarabía, y entre yapaí y yapaí, resonaba frecuentemente el nombre del Coronel Mansilla.

Escoltado por el negro, por los hijos de Mariano y los curiosos, llegué a donde ellos estaban.

Al verme, hicieron lo que todos los borrachos que no han perdido completamente la cabeza: pretendieron disimular su estado.

Mariano Rosas me echó un discurso en su lengua, que no entendí, y fue muy aplaudido. Comprendí, sin embargo, que había hablado de mí en términos los más cariñosos, porque mientras peroraba, varias voces dijeron: ¡Ese cristiano bueno, ese cristiano toro!

Terminó haciéndome un yapaí.

Bebió él primero, según se estila.

Apuraba el cuerno, cuando una voz muy simpática para mí, me dijo al oído.

-Aquí estoy yo, mi Coronel, no tenga cuidado; y su comadre Carmen está allí en la enramada haciendo que duerme, para escuchar todo.

Era Miguelito.

Le estreché la mano, y tomé el cuerno lleno de licor que me pasaba Mariano.