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Una luz muy lejana [Fragmento]

Daniel Moyano






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Desde los bordes, adonde le gustaba ir y sentarse durante horas para mirar, la ciudad parecía distinta. El humo y los vapores y los gases formaban una especie de niebla que mezclaba las cosas: el río con las calles, los vehículos con las personas, los edificios con el cielo. Las iglesias, generalmente altas, parecían otras tantas fábricas despidiendo humo por sus chimeneas. La ciudad, además, tenía una aureola, como si fuese la cabeza de un gran santo. Era un humo más sutil que el de las chimeneas, como una luz gastada. Él mismo estaba ahora dentro de esa aureola, que comenzaba justamente en los bordes donde terminaba la ciudad y se extendía, debilitándose, hacia el desierto inmediato. La ciudad parecía, así, una especie de disco radiante en medio del páramo.

Iba a menudo allí. Para tal fin bastaba meterse en cualquier ómnibus y seguir en él hasta que éste acabase su recorrido. Desde cualquier punto de los bordes podía mirar todo aquello, hacia abajo, de modo que las cúpulas, e incluso las puntas de los rascacielos, quedaban como a la altura de su cabeza. Desde el extremo sur el río era más visible, con sus curvas que en cierto modo imitaban la gigantesca curva de la ciudad. El río hubiera parecido una cosa natural, pero, lo sabía, como no era navegable y su utilidad era más bien ornamental, su curso, pacientemente elaborado por la naturaleza durante milenios, había sido desviado varias veces por el hombre para encauzarlo según las necesidades edilicias. Miles de años antes había sido un río caudaloso a cuya vera las aldeas indígenas habrían proliferado. O quizás fue solamente un gran río silencioso, sin gente, en medio del silencio total del universo. Ahora era un curso esquelético, encajonado en un lecho de cemento, cada vez más débil, como una arteria que envejece. Desde el extremo norte, en cambio, casi no se veía, pero podían divisarse los puentes, envejecidos también.

Desde cualquier punto, sobre la periferia, podía ver los monumentos de los héroes, cuyas formas, esfumadas por la distancia, parecían imágenes grotescas. Un caballo como volando a veinte metros de altura, con un hombre encima que señalaba, extendiendo un brazo, algún punto lejano pero previsible en algún lugar de la confusa historia de los hechos allí ocurridos a través del tiempo; un gran hombre de proporciones desmesuradas, sobre un pedestal, envuelto en una capa, en medio de una plaza redonda, leyendo un grueso código, del cual era autor, donde se analizaban con paciencia todas las debilidades humanas y se preveían otras más lejanas que quizás todavía no existiesen; a pocos metros de éste, un indio semidesnudo abría los brazos como agradeciéndole la sabiduría del código o, según decían algunos en son de burla, pidiéndole la capa porque tenía frío.

Le gustaba ver la ciudad desde lugares extremos porque así la había visto por primera vez, cuando llegó. El ómnibus no se detuvo, Pero durante un breve instante le permitió verlo todo hacia abajo. Ese instante había sido como nacer. Después el vehículo se introdujo poco a poco en el laberinto de calles, donde regían leyes sobre tránsito y estacionamiento, sobre velocidad y tantas cosas más.

Ahora miraba hacia algunas calles determinadas, y pensaba en aquellos puntos adonde él había establecido un contacto. Por allí andaría Marta, de piernas elefantinas; Teodoro, comprando sus innumerables libros; Endrizi, emborrachándose; Reartes, vendiendo helados; la Flaca, buscando quién le prestase un piano para recuperar con él algún perdido territorio; Teresa, vendiendo su cuerpo en las esquinas; Mensaque, con su aburrimiento; y andaría él mismo, la memoria de él en las calles fatigadas. Desde aquí todas esas cosas parecían recuerdos insomnes que poco a poco se habían introducido en su memoria integrando de algún modo su existencia. Y pensaba que sólo conocía una mínima parte de la ciudad, ocho o diez personas del medio millón que pululaba por las calles. Pensaba, sobre todo, cómo hubiera sido si hubiese conocido a veinte o treinta, a cincuenta mil, a todas, cuando sólo Marta o Endrizi hubieran bastado para llenar su existencia.

Cada vez que iba tenía sensaciones y pareceres distintos, pero había un sentimiento común que siempre se repetía: la idea de que él había llegado tarde, de que había nacido a destiempo; porque cuando pudo ver y oír y oler, y percibir en fin, la ciudad había envejecido hacía mucho tiempo, los héroes habían completado su historia y envejecido no sólo en sus vidas sino en sus solitarios monumentos. Y nada de lo que él pudiera hacer allí modificaría las cosas, que seguían una costumbre iniciada en la eternidad.

Pero, en el momento en que él llegó y percibió todo, había algunas personas, entre tantos miles de ellas, que se apoderaron de él, condicionaron sus días y sus noches, destruyeron su pasado (si es que lo había tenido) y le crearon un futuro donde no tenían cabida sus presentimientos. De esta manera surgieron algunas posibilidades, pero se perdieron otras que hubiera podido tener en la medida de sus anhelos. Porque habría bastado no trabajar en el bar donde conoció a Eusebio para que todo hubiese variado.

Todo esto, como otras veces, lo sintió aquel día como una carga cotidiana. Pero después se distrajo imaginándole otros cursos al río, ubicaciones distintas a las estatuas y a los edificios, estatuas también, más vivientes y obcecadas. En el pedestal donde meditaba el autor del código estaba Marta con sus piernas inmensas, igual que una madre de todas las cosas creadas. Del lecho del río surgía un rascacielos, habitado por todos sus amigos. En el último la Flaca tenía un piano de cola y cantaba y tocaba durante todo el tiempo, mientras sus dos hijos comían helados preparados por su amigo Reartes, al amanecer, en tachos de plata.

Y de pronto una nube simuló ser un gigantesco perro que abarcaba con sus cuatro patas no sólo esa ciudad sino, hacia los horizontes, otras ciudades lejanas. El perro ladraba en los cielos y sus gritos llenaban el día y la noche distante.





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