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ArribaVeinte días en Génova

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- I -

Plan de esta publicación. -Algunas impresiones del Atlántico y de las costas de Europa. -Trafalgar. -Gibraltar. -Tolón. -Los Apeninos. -Primeras impresiones de la vista de Italia.


En las impresiones de viaje en Italia, que sucesivamente daré a luz, por el Folletín de El Mercurio, se notará que sobresale como asunto dominante, la jurisprudencia. Tal ha sido, en efecto, el asunto que con especialidad me propuse examinar al visitar aquel país. Sin embargo, se concibe fácilmente que me ha debido ser imposible llenar este objeto, sin tropezar con multitud de otros, extraños a la materia de mi estudio, cuya novedad no podía menos de impresionar vivamente mi espíritu. De ahí es que, a mis impresiones forenses, si así puedo denominarlas, se juntan otras de distinto género, que, al paso que de ordinario interrumpen el curso de mi estudio favorito, esparcen en él cierta amenidad, que hace más accesible el estudio de un asunto, de suyo no poco árido.

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Un camino semejante será, pues, el que siga en la redacción de mis impresiones, a fin de que el lector le encuentre tan fácil y agradable, como lo ha sido para mí.

De la jurisprudencia, esta materia que, al paso hace caer de sueño los párpados del estudiante de derecho, arrastra la afluencia de la multitud, y aún del bello sexo, a la barra de los tribunales, no será ciertamente, los contratos y las hipotecas la parte que nos ocupe. El folletín de un papel mercantil, no puede hacer las veces de la cátedra universitaria, ni de un tratado de derecho. Para estudiar los contratos y las obligaciones, no habría tenido necesidad de navegar dos mil leguas; pues el código sardo y las ediciones completas de Pothier, atraviesan el Atlántico a razón de seis y de cien francos el ejemplar.

La jurisprudencia, como la moral y el arte, considerada en su mecanismo y organización material, tiene un aspecto bajo el cual puede ser historiada y descripta por el pincel, direlo así; tal es la parte que comprende los usos y costumbres del foro, el movimiento y fisonomía de la audiencia en los distintos países, las formas externas del debate, la manera de interrogar y deponer, la disposición del tribunal y su local mismo; la policía y disciplina del juicio, los usos de los abogados, el aspecto de la barra, etc. Esta parte descriptiva, que los establecimientos judiciarios de los diferentes países del mundo, ofrecen con una fisonomía   —61→   suya y peculiar, y de que los libros no son apropiados para dar una cabal idea, es lo que yo me propuse conocer, visitando los tribunales de algunas naciones de Europa, y con especialidad de Italia, por razones que expondré oportunamente.

Tal será el lado por donde considere la jurisprudencia, en la serie de artículos que me propongo escribir en el Folletín de El Mercurio. A este trabajo de descripción, acompañaré una reseña de la administración y gobierno de los Estados sardos; una noticia histórica de su actual legislación civil, del estado de sus trabajos de codificación general, y muchas otras consideraciones, que sin tocar a la parte externa y mecánica del derecho, estarán desnudas de la aridez por lo común inherente a estas materias.

Con la intención que he mencionado arriba, dije mis adioses al Río de la Plata, por el mes de Marzo de 1843; adioses, sea dicho de paso, por los que no pido ni merezco compasión; pues mi correría atlántica debía tener lugar al través de los pintados mares de la zona tórrida, cuyo tránsito, más que un viaje, se asemeja a un prolongado paseo por los Campos Elíseos.

Era una mañana del mes de Mayo, mes de primavera, en el otro hemisferio, cuando descubrimos las colinas de Andalucía, dulces al ojo, como las modulaciones de la Cachucha, y más dulces para los ingleses, pues a sus plantas corren las aguas del Trafalgar, ingratas aguas, que vieron subir las   —62→   llamas en que ardió el estandarte dorado, que Albión no pudo envolver al cuerno de su orgulloso caballo.

El viento salía con vehemencia del Mediterráneo: pero nuestra embarcación no se arredró por eso. Esta feliz contrariedad nos procuró más bien el gusto de acercarnos y saludar, en una mañana, cuatro veces al África y cuatro a la Europa.

A las 12 del día estábamos a un cuarto de milla de Gibraltar. La bandera de Albión, no diré flameaba, pues había sobrevenido calma, sino dormía, al pie de la roca de Calpe, anunciando modestamente el derecho británico, fundado en trescientas piezas de artillería. Enfrente, la linda Algeciras, parecía mirarse coquetamente en las cristalinas aguas del Mediterráneo y al Mediodía, la memorable Ceuta, este pedazo de España-Africana, parecía jurar venganza al pedazo de Britania-Española.

Dos días después de perder de vista la tierra de mis antecesores, divisé a pocas millas de distancia las montañas de Tolón; yo no puedo negar un saludo respetuoso a esta especie de Parnaso guerrero que dio inspiraciones, en su juventud, a dos hombres que más tarde influyeron en la suerte de ambos mundos. Napoleón y San Martín, como se sabe, ensayaron sus talentos militares en presencia de Tolón.

En la mañana siguiente, preguntando al capitán, qué montañas eran las que teníamos a la vista:   —63→   -Los Apeninos, me contestó. Hoy deberemos desembarcar en Italia.

Voy a copiar literalmente las expresiones que escribía en presencia de los objetos mismos.

Esta prueba no es poco atrevida de mi parte; pero es el único, o a lo menos el más perfecto medio de que el viajero americano pueda valerse para darse cuenta exacta de sus primeras sensaciones de Europa.

«Las siete y media de la tarde. El sol acaba de ponerse detrás de las montañas de Génova. Dentro de una hora estará fondeado el Edén. Desde las cuatro de la tarde recorro la parte de Oriente de la ribera de Génova; y la capital ostenta ya sus torres. Yo he soñado locuras doradas, pero nunca una cosa semejante a lo que veo. Todas las pendientes de las montañas están sembradas de brillantes edificios; templos y palacios en lo alto de elevadísimas rocas, parecen edificados en el aire. No es instante de describir; las impresiones son demasiado vivas. Doy por bien empleado cuanto he padecido en la navegación. Voy a tomar el último mate en el mar.

[...]

«A las oraciones, esto es, a las 8 y media de la tarde, estaba fondeado el Edén.

»A una persona venida de una capital europea, mis impresiones darían risa quizás; a un americano del sud, muy lejos de eso.

»Mi entusiasmo es el de un hombre de 20 años; me considero renacido. ¡Cuánto me sonríe lo   —64→   que me rodea en un instante tan nuevo para mí!

»A doscientas varas del punto en que estoy, a la luz de una mitad de la hermosa luna de Italia, distingo el palacio del príncipe Doria, donde Napoleón durmió muchas noches.

»Ahora poco, el aire resonaba con el estruendo de quinientas campanas.

»El bullicio de la capital es asombroso.

»La bahía es un cerco, un anfiteatro dentro del cual están las embarcaciones apiñadas como en un artillero.

»En presencia de las montañas, cuyas pendientes enseñan muchas calles iluminadas de Génova, todos los objetos aparecen microscópicos. Los palacios aparecen, como casas comunes de las nuestras; y los edificios de siete y ocho pisos, como esos juguetitos de madera, que nos llevan los pacotilleros franceses para los niños.

»Distingo los faroles de los coches, que corren por lugares al parecer inaccesibles. Una ciudad en la pendiente de un cerro; ¡qué maravilloso espectáculo!

»Donde quiera que los ojos caen, tropiezan con soberbios edificios, blanqueados por la luz de la luna.

»¡Qué nuevo es para un americano del Sud, el espectáculo de una capital europea! Pero qué viejo, el repetir esta frase que nada dice al que no contempla los objetos. ¿No sería útil y agradable, para el lector americano, el encontrar un libro que   —65→   contuviese la expresión ingenua y candorosa de las impresiones que experimenta el que por primera vez visita uno de estos pueblos? Yo creo que sí; y algo de esto me atrevo a ensayar, aunque la tentativa me cueste un poco de mi crédito de hombre frío, ante los ojos de las gentes de juicio y de mundo. Considero que un americano probaría más sensatez revelando, a expensas de su amor propio, la verdad de sus emociones, que no ostentando una indiferencia mentida unas veces, y otras, exhalándose en vagas generalidades, que nada dicen al que las escucha a tres mil leguas de la situación de los objetos.

»Bajo cubierta, en la cámara, soy capaz de coordinar mis ideas; me creo en alta mar, olvido los objetos nuevos. Pero cuando subo, y me encaro con el cielo de la Italia, la hermosa luna, los millares de luces artificiales, los edificios y monumentos que resplandecen en mi alrededor, creo que veo alzado el telón de un palco escénico en vez de una ciudad existente, y sucumbo a las emociones del teatro fantástico.

»¡Oh! Esta noche, es nueva y solemne; yo debo abundar en su descripción.

»Pero no, yo debo ver, voy a ver, a sentir; no deseo escribir. Subo a cubierta.»

Al día siguiente, después que había dado algunas vueltas por las calles de la ciudad de mármol, escribía mis notas:

«¡Cómo describir a Génova! Esta ciudad-parque; esta capital-jardín!

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[...]

»Oh, Italia, en tus ciudades está tu poesía, no en tus poetas, tú no escribes; haces la poesía. -Tú misma eres un poema arquitectónico, si así puedo expresarme. Sólo el daguerreotipo, puede decir con fidelidad cómo es tu belleza muerta. En cuanto a tu hermosura viva, sólo los ojos».

¿Qué razón he tenido, se me preguntará, quizás, para visitar los Estados sardos, con preferencia a la deliciosa Nápoles, la poética Toscana, la sublime y desmantelada Roma, y la misteriosa Venecia? Poco me costará dar satisfacción a esta curiosidad natural. Si yo hubiera ido a Italia en busca de placeres, me habría dirigido indudablemente a Nápoles o Venecia. La admiración por el pasado esplendor de Roma, y sus soberbias actuales ruinas, me habría encaminado a la capital de los Estados Papales. Pero yo era atraído en este viaje, por la curiosidad de conocer la Italia que más roce y comercio tiene con América Meridional; y el estado actual de la jurisprudencia, en el país nativo, por decirlo así, del derecho civil por excelencia. Tampoco era el lado científico y dogmático del derecho, el que excitaban mi curiosidad, pues en este caso me habría dirigido a Florencia y Pisa, sino el derecho en acción, puesto en juego y constituido en código. Bajo este aspecto, a nadie se oculta que los Estados sardos llevan una desmedida ventaja a los otros Estados de la Italia moderna y contemporánea.



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- II -

Cristóbal Colón: particularidades sobre su origen. -Descripción de sus autógrafos. -Su ortografía y caligrafía.- Anécdota sucedida a Washington Irving. -Iglesia de San Esteban, en que se presume fue bautizado Colón. -Cuadro de Rafael y Romani. -Anécdota picante.


Se unía a estos incentivos, racionales para mí, el no menos natural, para un hijo de América, de conocer el país que dio nacimiento a Cristóbal Colón. Fue tal vez, una de mis primeras diligencias la de investigar y conocer todos los objetos que recuerdan la memoria y las primeras circunstancias de la vida del gran hombre. ¿Habría lector americano que considerase inoportuno este ni cualquier otro lugar, para exponer lo que a este respecto obtuve por fruto de mis pesquisas?

Copio lo que sigue de mis apuntes de viaje:

«Esta mañana a eso de las 11 del día entré al Palacio Ducal, donde existe la oficina del Consejo municipal o decurional, que es depositaria de unos manuscritos autógrafos de Cristóbal Colón.   —68→   Mi simple declaración, hecha en el idioma adoptivo de Colón, de que era americano y deseaba conocer los autógrafos del Descubridor, bastó para que el Sr. Stefano Bacigalupo, primer secretario del Consejo de la Ciudad, excelente conocedor de la lengua castellana, me diese cariñosa acogida y pusiese a mi vista todo lo que allí se encontraba relativo al gran viajero. La llave de la caja que contenía el depósito de los manuscritos, se hallaba en poder de una persona, ausente accidentalmente en aquel instante; y que no debía venir hasta la una del día. Intenté retirarme para regresar a la hora expresada, pero el Sr. Bacigalupo, me detuvo con una benevolencia que no puedo recordar sin placer, proporcionándome para ocupar el tiempo necesario el Código-Diplomático-Columbo-Americano, como se tira la colección de documentos y cartas autógrafas, referentes a Colón y su descubrimiento, remitidos, por este viajero, en un manuscrito en pergamino, en calidad de presente hecho al país de su nacimiento.

Eran las once de la mañana, yo me entretenía en recorrer el grueso infolio, sin pensar en el tiempo que faltaba para la una del día. A esa hora se mudaban las guardias; y una banda militar, instalada en el patio del Palacio Ducal, ejecutaba algunos fragmentos de Bellini de alta y deliciosa melancolía. Coincidían en mi corazón, con las impresiones de esta sublime música, las que experimentaba al recorrer la memorable carta misiva de   —69→   Colón datada en su prisión, en el año de 1500. Carta en la que, con un estilo tan grande como su empresa, se queja de la ingratitud del mundo; protesta su inocencia; se jacta de su mérito sin igual; se resigna y descansa en la justicia del tiempo y de Dios. ¡Qué estilo, Dios mío! ¡Qué melancolía! ¡Qué grandeza de alma! ¡Qué elevación de espíritu! ¡Qué poesía de sentimientos, de dolor, de fe, la que este hombre sublime derrama en las palabras de su inmortal epístola! Las desgracias de Dante, Tasso, Petrarca y Galileo, son tan pequeñas al lado de la suya, como lo es el valor de las obras de éstos comparado con el del hallazgo de un nuevo mundo.

Vino por fin a la una, la suspirada llave. Introducido en el salón del Consejo decurional, noté desde luego, a una extremidad de él, una columna de mármol blanco, orlada de dos grandes ramos figurados por bajos relieves, en el centro de los cuales se lee la siguiente inscripción en caracteres de oro:

Quae. Heic. Sunt. Membranas
Epístolas. Q. Expendito.
His. Patriam. Ipse. Nempe. Suam.
Columbus. Aperit.
En. Quid. Mihi. Creditum. Thesauri. Siet.



Esta columna sostiene un busto de Colón, hecho por el escultor Peschiera, muerto ya, conforme a la descripción que de la fisonomía del gran hombre,   —70→   hace su hijo natural y biógrafo, D. Fernando, nacido de doña María Munis de Balestredo, de quien provienen los actuales duques de Veraguas. ¡Qué majestad la de esta fisonomía! Hay algo de Homero, en Colón; y a fe que no sé si haya más poesía en la Iliada, que en la empresa que concluyen en las Lucuyas.

Más abajo del busto, y en lo alto de la columna, está la caja depositaria de los gloriosos manuscritos. Una puertecita metálica, cubierta de un baño de oro, ornada de un bajo relieve alegórico, que representa a la Liguria, derrocando las columnas de Hércules, con espanto de Neptuno, para dar la mano a la América, figurada por una india, guarda sacramentalmente los preciosos documentos. Abriose esta pieza en obsequio de mi nacionalidad americana. Salieron dos cajas de latón: la primera, conteniendo una cartera o bolsa de cordobán, floreada que fue usada por el mismo Colón, y encerraba la colección denominada el Código. Toqué este mueble, y le examiné de mil y mil modos, sin poder definir el placer que sentía al ver en mis manos un objeto que se había envejecido entre las del marino inmortal. Nada iguala a la elegancia, frescura, y primor con que se conservan las tintas y pergaminos, en que están escritos los documentos colombianos. Dos cartas autógrafas cierran la colección, y forman sin duda su parte más interesante. Al contemplar los caracteres trazados por la mano que gobernó el timón, que condujo al descubrimiento   —71→   de un mundo nuevo, mis dedos se helaban de religioso entusiasmo. Tengo n mi memoria aquellos caracteres semigóticos, con no se qué de elegante, de artístico, de grande.

Hay en la ortografía del grande hombre, algo que, sin poderse llamar incorrección, da a su escritura un carácter especial. Los signos de puntuación de que se sirve, consisten en pequeñas barritas verticales, usadas parcial o duplicadamente, según la mayor o menor dependencia de las frases. El papel, en que las cartas están escritas es el llamado de medio florete genovés. El cierro o doblés de una de ellas, es de forma cuadrada; el de la otra cuadrilongo. Una oblea grande, cuadrada, de color bermejo, ha servido para sellar una y otra.

Acompaña a estos papeles, no sé por qué razón, una carta autógrafa de Felipe II, que en nada hace relación al Código colombiano, pero que sin embargo examiné también con no poca admiración.

La segunda caja contenía un expedientillo relativo a la consignación solemne hecha de otro autógrafo de Colón, consistente en otra carta de su puño.

El señor Esteban Bacigalupo, me refirió que haría cosa de cuatro años se presentó allí de la misma manera que yo, un extranjero que deseaba ver los documentos colombianos. Luego que los hubo recorrido, preguntó si en Italia era conocida la obra de Washington Irving. Le fue contestado que un trabajo de tanto mérito, no podía estar ignorado   —72→   en el país del hombre cuyos actos se historiaban en él. Entonces observó el extranjero, que si el autor hubiese conocido aquellos documentos antes de publicar su obra, mucho de curioso habría tenido que agregar a lo publicado. Tiene tiempo siempre de aprovecharlos en una nueva edición, le contestó el Sr. Bacigalupo. Luego que se hubo despedido el extranjero, el señor Esteban preguntó al ciceroni que le había introducido, si sabia quién era aquel modesto sujeto, que ni el país de su origen había querido indicar, y el piloto respondió alzándose de hombros. -«¡Quién diablos sabe! Si mal no recuerdo creo haberle oído llamar Was... Washington Irvi... o Irving». Era efectivamente el famoso autor de la Historia del descubrimiento de América.

El origen de estos documentos, en Génova, es el que se deduce de una de las cartas autógrafas del mismo Colón. Declara éste, en dos cartas, escritas desde Sevilla, con fecha 211 de Marzo de 1502 y 27 de Diciembre de 1504, a Messer Nicoló Oderigo, Embajador de Génova en aquella época, cerca de la corte de España, que por conducto de un Francisco Ribarol, le había remitido un libro de las copias de sus privilegios y otro de sus cartas, en una barjata de cordobán colorado con cerradura de plata; y dos cartas para el oficio de San Jorge, al que adjudicaba el diezmo de su renta. El libro fue recibido; y en cumplimiento de la voluntad de Colón, depositado y guardado como está,   —73→   de un modo digno de él. De las dos cartas dirigidas al oficio de San Jorge, se conserva una, y es la que forma el expedientillo de consignación, que figura en el depósito de documentos. Colón, no recibió la respuesta, que le fue dirigida, y se quejaba ignorando esta circunstancia.

Génova, Savona, Cogoleto y Quinto, se disputan hoy la cuna de Colón. Es un hecho, fuera de duda, que la madre era nativa de Quinto. Por lo que hace a Cogoleto, está averiguado que es otra familia de Colones la que allí reside, y se pretende originaria del gran hombre. La opinión sabia entre los genoveses está uniformada en favor de la creencia que establece la cuna del descubridor en la ciudad de Génova.

Aún se pretende que él fue bautizado en la iglesia de San Esteban, por la circunstancia probada hoy de que su padre vivió, cuando el nacimiento de Cristóbal, en la parroquia perteneciente a aquella iglesia. Muy justo era, pues, que yo hiciese una visita especial a la iglesia parroquial de San Esteban.

He aquí la narración, de esta visita que verifiqué en uno de los días de Junio, a eso de las dos de la tarde, hora en que la soledad de la iglesia daba más libertades a mi examen.

Saliendo de la Plaza de San Antonio, llamada hoy de Carlo Felice, por la calle Julia, hacia el Puente del Arco, se encuentra inmediato a este punto, una iglesia antigua, pequeña, situada en   —74→   una elevación del terreno, sobre la mano izquierda. Su frontispicio está hecho de piedras amarillas y negras, colocadas alternativamente formando anchas fajas o listones horizontales. El estilo de su arquitectura es gótico, pues su construcción data del undécimo siglo. Ésta es la iglesia de San Esteban.

La encontré cerrada en la hora de mi visita; llamé desde luego donde me pareció ser puerta del claustro; y apareció un joven, a quien manifesté mis deseos de visitar el templo. -Ya, ya, me contestó, pidiéndome la gracia de esperarle en tanto que iba por el guardián de las llaves. Habiéndole preguntado antes si era aquella la iglesia en que la tradición hace suceder el bautismo de Colón, me contestó encogiéndose de hombros: -¿«Quién es ese señor Colón de que Vd. me habla?». Le supliqué entonces llamase al guardián o depositario de las llaves. Era este un joven eclesiástico que me condujo políticamente a lo interior de la iglesia, por una puerta excusada. Habiéndole hecho la misma pregunta que al anterior, me contestó, sonriendo, que así era presumible en efecto; pero que allí, en la parroquia, nada se conservaba que pudiese autorizar esta creencia. El privilegio de un americano es mucho en Italia. Así fue que para mí se descorrió la cortina roja, que durante todo el año, menos ciertos días, cubre un gran cuadro situado en el fondo del altar mayor. Este cuadro es una de las preciosidades de arte pictórico, que posee la Italia.   —75→   León X le regaló a la antigua república de Génova. Fue llevado a París, y figuró allí por algún tiempo en el Museo. Girodet retocó algo en la parte inferior. En 1815 fue restituido a la iglesia a que pertenece, como los otros objetos de arte que Napoleón había llevado de Italia. La parte inferior del cuadro, es obra de Julio Romani, y se reputa como el primero de sus trabajos al óleo. La parte superior es de Rafael. Representa el martirio de San Esteban. El primer movimiento que experimenta el espectador, cuando la cortina que le cubre se descorre, es el dar un grito o extender su brazo, para detener los de aquellos bandidos, levantados para descargar enormes piedras en la cabeza del noble mártir. ¡Cuánta animación; cuánto movimiento en esta escena! A pesar de mis simpatías por el estilo y género de Rafael, yo prefiero, en esta obra, el trabajo de Romani.

Fuera de este cuadro y otros de alto mérito, y la circunstancia de ser esta la iglesia parroquial en que se supone fue bautizado el hombre que llevó el Evangelio al nuevo mundo, nada otra cosa recomienda su arquitectura pobre y desnuda de artificio. Las señales de su larga edad se dejan ver en su muros que parecen verter agua; y, surcados de grietas y hendiduras, están como amenazando ruina. Situada al sudoeste de Génova y próxima a Carignano, da lugar a creer que fue uno de los más primitivos edificios de la ciudad de Jano.

Después de la visita que acabo de describir, creía   —76→   ya no haber dejado nada por ver, de las curiosidades colombianas que contiene la iglesia de San Esteban. Sin embargo, una importantísima había dejado escapar: la pila bautismal. Determiné hacer una segunda visita con el solo objeto de conocer esta pieza; y le verifiqué, no sin incidentes picantes, el 25 de Junio. He aquí la importante historia de mi segunda visita, con su correspondiente preámbulo o exordio, división, etc.



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- III -

La pila bautismal de San Esteban. -Anécdota curiosa. -El teatro de Carlo Felice; la ópera, el baile. -Emociones febriles experimentadas a su primer aspecto.


Parece estar decretado que todo lo que se refiere a los principios y orígenes del hombre de genio, haya de vivir cercado de impenetrable misterio. Deseoso de conocer la pila bautismal, en que debió ser cristianado Colón, a ser cierto que lo fue en la iglesia de San Esteban, me dirigí allí esta mañana. Atravesé la mayor de las dos naves de que se comporte, recorriendo los hermosos cuadros que ornan los altares del costado derecho, mientras en la pequeña nave de la izquierda se decía misa. Entré a la sacristía, donde un clérigo que me pareció ser párroco o su segundo, por el tono que gastaba viéndome como perdido por allí, me preguntó por un amable gesto de cabeza, qué era lo que deseaba. Me aproximé a él, y le dije en voz baja: -Señor, deseo conocer la pila del bautisterio de San Esteban. -Ya, ya, -me dijo, y me pidió   —78→   por un signo de mano, que le siguiese. -Vaya, dije para mí, alguna vez había de dar con un hombre que me comprenda a la primera expresión. Llegué a figurarme desde luego, que este eclesiástico, instruido en el conocimiento de la lengua española, había descubierto en la expresión de mi cara, mi origen americano; y esto le bastaba para atinar con el deseo que por allí me llevaba. Le seguí lleno de gusto, con mi precioso hallazgo; me introdujo en una pequeña celda; me suplicó tomase asiento; se sentó él también en su poltrona; y sobre su mesa abrió un grueso libro, diciéndome: -«He aquí los registros en que se llevan los actos de nacimiento, por disposición reciente del Gobierno». La noticia que yo tenía ya de que, para los actos o instrumentos del estado civil de las personas, no había más registro, relativamente a los de nacimiento, que los libros de los párrocos, sobre lo que se hablaba de una próxima reforma, junto con lo flamante de su impresión, no podía permitirme creer que en aquel libro existiese dato alguno capaz de acreditar el nacimiento de Colón. Sin embargo, no dejé de pensar que esto podía conducir para formar alguna comparación o inducción picante, sobre el punto de mi averiguación. Cuando tomando la pluma mi venerable párroco, me dirigió la siguiente pregunta: -¿En qué día nació el niño que desea Vd. bautizar? -No pude menos de soltar la risa, y rectificar del modo que me fue posible, la equivocación en que, el   —79→   impaciente deseo de propagar el santo óleo, había inducido al señor cura. Este prelado, que no halló menos chistosa que yo la tan disparatada inteligencia, me recomendó inmediatamente a un portero para que me condujese, como lo hizo muy comedidamente, hasta ponerme delante de la pila bautismal. Se halla situada ésta sobre el lado izquierdo de la iglesia, casi detrás de una de las puertas de la entrada principal. Compónese de una espaciosa fuente de mármol blanco, apoyada en un pie de la misma materia; y la cerca una balaustrada semicircular también de mármol blanco. Una especie de caja o nicho, de la figura de un embudo, invertido hacia abajo, con una puertecita lateral, es depositaria de todas las piezas materiales concernientes a la ceremonia del bautismo. Cuando esta puertecita se abrió y el comedido cicerone pronunció con voz grave el proverbial ecco!, lo confieso, sentí erizarse mis cabellos, al pensar que estaba delante de la pila, en que había caído el agua santa que bañó el cráneo destinado a concebir un día el pensamiento de un mundo nuevo. Pero desgraciadamente mis ojos, que subían y bajaban en el examen de la memorable pieza, tropezaron con esta cifra, cincelada en el borde de la pila, 1676; y mi ilusión cayó muerta a manos de estos asesinos números, que no me dejaron ser feliz un minuto. Ni mi cicerone, ni nadie, supo decirme si al menos la balaustrada era de data anterior a 1676, para conocer siquiera el lugar en que se pararon los   —80→   padrinos de Colón. La arqueología y los conocimientos filológicos de los párrocos de Génova, suben rara vez más allá de la época en que tomaron posesión de la parroquia. Pobre del extranjero que, sin otra guía, se fíe en sus relaciones. En un abrir y cerrar de ojos, le harán digerir un cuento árabe por la crónica de un pasaje histórico de la edad media. Pero ciertamente que no entra en este numero mi párroco de San Esteban. Y la prueba es que cuando le pregunté si en las oscuras inscripciones grabadas en las piedras del frontispicio, había alguna relativa a la tradición del bautismo de Colón, me contestó: -¡Quién sabe!... ahí están todas ellas... están en latín gótico.

Antes de dejar la iglesia me propuse registrar, y lo hice en efecto, una por una, todas las pilas de San Esteban por si entre ellas se encontraba la que yo buscaba, a fin de poder decir cuando el caso llegare: «He visto, sin saber, la pila en que se cristianó a Colón

Lo que acaba de verse muestra que no fue los tribunales, lo primero que atrajo mi curiosidad, luego que me vi en Génova, como era de esperarse, según mi plan de viaje. Y lo que va a leerse a continuación hará ver que tampoco fue una sola la distracción que padecí antes de subir las escaleras de la izquierda, en el Palacio Ducal.

En efecto, cualquiera que sea la profesión a que pertenezca el viajero que llega a un país desconocido, su primer diligencia es la de entregar las cartas   —81→   de introducción, de que regularmente es portador; y su primer deber, el de aceptar la comida de trámite, que las más veces viene acompañada con un boleto para el teatro. He aquí, pues, la razón por la que antes de asistir a las sesiones del Senado, tuve que concurrir a las funciones de la ópera italiana. El lector, que viaja por el territorio de este Folletín, con el mismo itinerario que yo, tendrá igualmente que concurrir al teatro, antes que a la barra de los tribunales. Quizás no encuentre muy incómodo este orden, porque la función a que es invitado, es justamente La Beatrice, de Bellini; y el teatro de Carlo Felice, en Génova, rival de los teatros de la Scala, en Milán, y de San Carlos, en Nápoles.

No es nada lo que el lector ha visto en la prensa de Santiago, con ocasión de la compañía de cantores que en este instante embelesa a la capital de Chile, si compara su exaltación con la que encierran las notas que voy a transcribir, en su rústica candidez. Ellas son escritas bajo la fascinación de los sonidos; y tal vez no me equivoco, si digo que son ecos o estruendos de la orquesta. Al tiempo de escribirlas he tenido presente los teatros y lectores del Río de la Plata, pues no he tenido la fortuna hasta hoy de asistir a ningún teatro de Chile.

«Lector de mi país... Delante de un italiano, sírvete no decir que conoces el teatro, esta portentosa creación de la industria humana; ni nombres siquiera esta palabra, porque le darás lástima, si él   —82→   sabe que la aplicas a esas furiosas farsas, que en nuestros países decoramos con este vocablo delicado.

[...]

»Dos francos pagué por levantar la pesada cortina que me reveló cuanto podrá inferirse por la historia tumultuosa de mis sensaciones.

»Entré cuando terminaba el primer acto.

»El Olimpo mitológico, con sus dioses, héroes y esplendores, me pareció que se abría delante de mis ojos. Era tan luego el momento más espléndido del acto, el trozo final, en que entraban coros y los accidentes todos que contribuyen a la majestad y esplendor de un trozo de terminación. Esta primera emoción fue confusa, de mágico aturdimiento: puedo decir que los sonidos obraban más que en mis oídos, en mi cuerpo helado de entusiasmo. Figuras brillantes, de una majestad desconocida para mí; ecos de una música gigantesca; las proporciones álpicas del edificio; raudales de vivísima luz; más que todo, la impasibilidad del público, que me parecía compuesto de cadáveres sembrados por los estragos de la belleza... es lo que me ofreció el teatro, en el primer instante.

»El telón no tardó en descender: bajó con majestad, y no dejé de extrañar esto, acostumbrado, como estaba, a ver esos telones que caen con la rapidez de la mano que acude a tapar una mancha desagradable.

»¡Ah! Lector amigo... no te rías de este pobre   —83→   genovés, que ves llegar a nuestras playas, con aire humilde y suplicante en busca de los bienes que la fortuna ciega ha prodigado a ciegos como ella. Ese hombre pertenece a un país digno del respeto del extranjero... tribútale cariño y hospedaje; es hijo de una familia cuyos antecedentes conoce el universo, y cuyo presente, bajo mil aspectos, no interesa menos que su porvenir [...]

»Venía un acto de baile. Subió el telón a una señal apenas perceptible.

»El baile mímico o pantomímico, que constituye la parte más importante de la ópera, es cosa de que no tenemos la menor idea en la América del Sud. Y es justamente el arte de las artes. La poesía habla al ojo impalpable de la inteligencia; sus ecos, sus claridades suenan en la memoria del oído, brillan en la memoria de la retina; pero el recuerdo, es apenas sombra de la vida. La música habla al oído, como a ciego que no puede gozar de la vista de este ángel de seducción. La pintura habla a los ojos, pero falta a sus creaciones el movimiento, es decir, la vida, lo que distingue al hombre de la estatua. Pero el baile, ¡oh! El baile habla a los ojos, estas puertas abiertas del alma, en el idioma de una poesía incalificable; de una poesía que absorbe y representa a todas las demás, de la poesía de la vida misma; pues si las otras artes son medios de interpretación, para ella, el baile es ella misma, en cuerpo y alma.

  —84→  

»Centenares de actores de ambos sexos, desempeñan este drama de embelesadores gestos. Los movimientos del relámpago son menos simultáneos que la fugaz unidad con que cambian de actitud esas columnas de bailarines: es cincuenta un solo individuo que se refleja en cincuenta espejos.

»¿Pero tienen algo de común sus movimientos con los de aquellas figuras grotescas que en los bailes de espectáculo acostumbramos ver en nuestros países? ¡Ah! ¡Nada, por Dios! Nada exagerado, nada violento, nada que pese en esta epopeya de actitudes. Los más difíciles efectos de arte, son producidos con la naturalidad con que cambia de posición el brazo de una persona que duerme. Esas caras, cuya risa despide claridad como la antorcha...

»¿Cuál es el género de poesía a que el baile no se preste? Cuando es la poesía clásica y estatuaria de los antiguos; ¡qué actitudes, qué majestad de movimientos! No hay una cabeza, un brazo, un pie, que no esté colocado con el buen gusto con que Canova o Miguel Ángel, colocan los brazos y cabezas de sus Dioses.

»¿Se trata de la poesía romántica? -Españoles, apartaos lejos; cuando no sois caballeros, no sabrías imitarlos. Cuando queráis ver evocados a vuestros antiguos héroes, venid a las representaciones de la ópera, en Italia. Los italianos son los belgas, si así puedo expresarme, de los tipos formados por la naturaleza: no hay una obra suya, de que no hayan la contrafacción con admirable facilidad.

  —85→  

»En medio de todo esto, ves tú, lector, un público impasible, que no se digna regalar un gesto de aprobación siquiera a tan prodigiosos actores. ¿Creerás, pues, que es imbécil, ciego a la belleza, o ingrato? Nada de eso: es que en presencia de tantas maravillas, existe una que no deslumbra desde luego, pero que no es menos sorprendente que las otras: esta notabilidad es el oído del público italiano: juez adiestrado y recto, en la balanza del cual pesan hasta los más vaporosos defectos.

»Ya le tienes despierto de su letargo; ha levantado su cabeza, han brillado sus ojos, y sus manos han resonado en honor, ¿de quién?... De una nueva y portentosa aparición: es la actriz de genio, la Sílfida, la Diosa del espectáculo. El verdadero dilettante, el conocedor acostumbrado, el público de la ópera, en una palabra (que en ninguna parte es plebe), no se inmuta sino por actores de esta clase. Los otros, los que antes llamé maravillosos, no son ahora sino instrumentos grotescos, de que el talento-rey se vale para construir el trono de su dictadura.

»¡No imaginéis que la fuerza de este privilegiado ser consiste en girar diez veces, en un segundo, sobre la extremidad de su pie! Vulgaridad que ordinariamente se considera como un rasgo de fuerza: no, la artista superior no hace esto; ella mueve su pie, da dos pasos, y el público la victorea. Coloca su mano cerca del rostro, con un artificio de que sólo ella posee el secreto; y el público la arroja coronas.   —86→   ¿Se propone deslumbrar por la audacia y la brillantez de los movimientos? Es capaz de hacer dar sombras al gas. ¿Ha apurado el resorte de la agilidad? Se sirve entonces de lo opuesto, la inmovilidad total; se para, y parada arranca aplausos. ¿Cotejaré su figura en esta nueva actitud a la del lirio, que sube del musgo? Sería injusto: el tallo del litio es tieso y desgraciado; y su corola, no tiene seducción. Yo diría al contrario, para ensalzar la gracia de esta flor, que ella descansa en su tallo, como la Cerrito por ejemplo, cuando queda inmóvil.

»Toma el anteojo, si quieres arrancarla algún defecto, ella ganará con esta prueba; verás que sus ojos brotan rayos de amor; que de sus labios destila una sonrisa, dulce como la miel de sus movimientos. Y no es otro que éste el secreto de la superioridad del artista: es que ella goza mejor que los espectadores del encanto de su propia ejecución; bailaría con el mismo amor aunque se viese sin testigos».



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- IV -

Continuación de las primeras impresiones de la Ópera. -Impresiones de la segunda representación; la crítica sucede al entusiasmo. -El público genovés en el teatro. -El hijo de Paganini y un sobrino de Napoleón.


«Cuando se ve aplaudida, ¡oh! ¡Qué gracioso modo de tributar su reconocimiento! Aquí sus movimientos son una cosa intermediaria entre el baile propiamente dicho y las actitudes prosaicas u ordinarias. Se diría que, asustada su modestia del estrépito de su victoria, huye a pasos tímidos, a refugiarse a la sombra de sus laureles. Las inclinaciones de su cabeza van extinguiéndose gradualmente, como las oscilaciones de la rosa, que ha mecido el viento, a medida que desfallece el calor de los aplausos.

»Preguntarás, lector, de dónde es que sacan las italianas el secreto de tanta gracia y artificio como ponen en la ejecución de estas cosas. Es muy sencillo su origen. Las nodrizas se lo suministran con el alimento de la primera lactación; o por mejor   —88→   decir, la gracia no es un secreto en Italia. Sus habitantes aprenden a conocerla de corazón en esas estatuas maravillosas de que están sembradas sus calles públicas e innumerables palacios; en las divinas y celestes actitudes, en la imponderable majestad y gracia de esas figuras, con que el pincel y el mármol han poblado las espléndidas iglesias de Génova. Desde los siete años, en que la chicuela, hincada delante de los altares, se distrae en contemplar esas cabezas divinas, cuya actitud repite luego simpáticamente, empieza, se puede decir, su educación artística. En que la especie de comunidad o familiaridad en que viven con las santas imágenes, toman su aire y maneras, por decirlo así, como el acento de sus ayas. Y no de otro modo es que las obras maestras del arte contribuyen a la educación y cultura de los sentimientos y modales en la sociedad.

»Viene ahora el canto. Una actriz veneciana, la señorita Lowe, que ha cantado en Nápoles y Milán, París y Londres, mujer de unos 20 años, al parecer de figura esbelta; espiritual hasta en la forma de los dedos; lánguido el color de su frente como los pétalos de la rosa de Calcuta, es la destinada a darme a conocer por la primera vez de mi vida lo que es este arte que tanto he amado, sin conocerle de otro modo que de uno bien indigno de él. Pobres T... y P... artistas italianas renombradas y conocidas en el Plata, que habían sido mis tipos de comparación! ¡Qué humildes me   —89→   parecieron cuando las puse al lado de la linda hija del Adriático! Llegué a creer que el aire de la Italia era elemental para la producción de la armonía, como ciertos climas para la belleza de algunas flores.

»Guardo para mí mismo el análisis de las sensaciones que la música, en manos de esta organización privilegiada, hizo experimentar a mi corazón.

»Lo que al espectador americano, capaz de un cierto examen, llama la atención con preferencia quizás a otras cosas de mayor interés, es el arte que en estas exhibiciones se emplea en cosas que entre nosotros pasan inapercibidas, tanto de los espectadores, como de los autores mismos. Hablo otra vez del acto de tributar gracias a los aplausos populares. Nuestra veneciana tenía también su secreto especial a este respecto. Se diría que se oculta en la nube de su pudor como las emanaciones fragantes del jazmín se extinguen en el aire. Cuánta poesía en sus manos de porcelana, cuando se cruzan dulcemente por delante del rostro, como para atajar los rayos de su gloria que encienden sus mejillas en llamas de rubor!»

El lector conoce ahora el lamentable estado en que habían puesto nuestros nervios, las primeras impresiones de la ópera, en Italia. Afortunada o desdichadamente, esta crisis no fue duradera; pues el ángel o demonio del sentimiento crítico, no tardó en presentarse, con su gesto desabrido, sus ojos   —90→   sin amor, encogiéndose de hombros en vez de decir palabras. ¿No es una desgracia que estemos formados de un modo tan inconsistente, que ni el aturdimiento ha de poder ser duradero en nosotros? Para que el lector se asombre del vuelco que mis juicios sobre el teatro experimentaron en el espacio de poquísimos días, voy a transcribir lo que escribía al salir de la segunda representación en el teatro de Carlo Felice.

«En cuanto a la pompa y magnificencia del edificio, la misma impresión que la primera vez: no así en lo tocante a los actores y a la representación, que esta vez me han asombrado menos. Seré sincero cuando manifiesto mi insensibilidad, como lo he sido confesando mi admiración. Yo mismo no sé en cuál de las dos ocasiones habré estado acertado. El baile, que fue el mismo que en la función anterior, se habría podido suprimir esta vez sin que me costase pesar. Mucho me temo que según mi costumbre de pasarme del asombro pueril al desprecio del filósofo, los portentos de la primera noche, lleguen a parecerme cosas muy ordinarias. Era la Norma la ópera que en esta función tenía lugar. A pesar de que la ejecución superior y los efectos de los coros y orquesta me hacían considerar como nunca oída esta bellísima música, no podía dejar de encontrar algo de usado o desvirtuado en el fondo de ella. Provenía esto, sin duda, de que en América ha llegado a hacerse trivialísimo lo mejor de los temas de Bellini, por medio de esos   —91→   acomodos para piano, con que la tipografía musical sacrifica los encantos del arte a las exigencias de su cálculo mercantil. El hecho es que para mí no había en esta música, con la que yo me disponía a impresionarme fuertemente, aquella virginidad, aquel prestigio de novedad de las particiones que por primera vez se oyen. Esto me hace pensar en lo que a Lord Byron sucedía con la poesía de Horacio; los recuerdos de las tediosas lecturas, que había hecho de este poeta, en la edad en que hacía sus estudios de latinidad, llegaron a incapacitarlo completamente, cuando fue hombre, para gozar de las bellezas del famoso clásico. Sin embargo, en esta representación, en que he podido conversar sin esfuerzo, durante muchas escenas, he oído cosas que hubiera deseado sacar grabadas en mi oído para siempre. Es cosa que no concibo cómo este público italiano pueda gustar quince y veinte veces de una ópera, después de haberla oído por quince veces. El prestigio de esta partición de Bellini, es inmenso todavía en Europa; y yo no sé qué producción pueda pretenderse capaz de rivalizar con ella, ante el favor de los aficionados. Los genoveses, más dados a las ocupaciones del comercio que a los placeres del arte, asisten con poca frecuencia al teatro; lo que hace que de ordinario una tercera parte del espléndido salón se encuentre desierta. Sin embargo todos los días de la semana, menos el viernes, hay ópera. La concurrencia nunca hace falta; no tanto por la razón de que Génova   —92→   es una ciudad populosa, cuanto porque sus gentes no acostumbran a recorrer las brillantes calles en noche, ni hacer visitas a esta hora. Esta nobleza no abre sus salones a las concurrencias nocturnas, como en otros países de Europa; y los comerciantes acomodados prefieren este barato e independiente género de pasatiempo, al de los círculos o sociedades privadas.

»El público de Génova ha sustituido al silbido pifión, abandonado como inurbano y falto de generosidad, otro signo de reprobación, que consiste en un scht... prolongado y apenas perceptible, el cual puede interpretarse ambiguamente, o como hecho para reclamar el silencio a los que le interrumpen o como dirigido para imponerlo a los actores que despedazan el trozo en escena. El hecho es que cuando esta incómoda demostración se hace oír suele verse a las infelices coristas que empiezan a desfilar una tras otra.

»He conocido esta noche en el teatro, a dos parientes de dos grandes hombres: un sobrino de Napoleón y un hijo de Paganini. En ambas fisonomías he tenido el gusto de ver rasgos animados pertenecientes a los tipos o moldes de que proceden. La tradición, sin embargo, nada dice de analogías internas. Dentro de pocos días, una linda niña de Génova, debe hacerse partícipe por medio del matrimonio, de los dos millones de francos que heredó el hijo del gran violinista. Su padre los había amontonado con el arco de su violín. En este   —93→   pie de fortuna se halla el hijo, mientras que el alma del finado padre, sabe sólo Dios donde se encuentre. Dícese, pues, que cuando en la hora de su última agonía, fue preguntado por el sacerdote si creía en Dios, contestó el desgraciado: -No conozco más Dios que mi violín y sólo en él creo. En efecto, es por causa de esta circunstancia que sus restos mortales se hallan sepultados fuera del campo santo. Paganini era nativo de Génova. De Génova es también el famoso Sivori, que hoy llena el lugar del primero en el mundo violinista. Y genovés es igualmente un portentoso niño, que he conocido en el valle de la Polcevera, a quien los naturales del distrito, jurado temible, proclaman ya por futuro rival de los dos grandes artistas... Yo daré más adelante una noticia de esta celebridad en programa».

Por ahora, es tiempo de dar punto a diversiones prolongadas ya más de lo que convenía a los graves intereses del lector; y ocuparse de pasear una mirada seria por la administración y el gobierno de los Estados sardos. Para entregarnos con tranquilidad al estudio de los rasgos distintivos del país, sepamos primero qué clase de gobierno es el que nos hospeda y posee. ¡Cómo conocer la administración de un país en que sólo debe permanecerse por algunos días? Es la pregunta que naturalmente se nos hará.



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- V -

Cómo pueden ser aprovechados los viajes rápidos. -Cuadro general del gobierno y administración de los Estados sardos.


Existe la preocupación de que no se puede tomar conocimiento de las instituciones de un país, sino por medio de una larga residencia hecha en él. Verdaderamente, no todo es preocupación en esta manera de ver las cosas; pues es bien obvio que las observaciones multiplicadas y reiteradas, sobre un objeto, dan por resultado nociones más completas. Pero es incuestionable que cuando se posee un buen conductor y la intención seria de conocer, se avanza más en quince días en el conocimiento de un país, que en años enteros gastados en placeres y entretenimientos estériles. No es difícil llegar a formarse una idea general de las instituciones sardas, por manuales y libros ligeros que el extranjero encuentra a la mano, luego que arriba a aquel país. Yo hubiera podido seguir este camino, y le habría seguido indudablemente, si no hubiese tenido la fortuna de oír de viva voz, y obtener preciosas   —95→   notas de personas a quienes han hecho espectables en aquel país, publicaciones dignas del respeto de que gozan. Me hago un deber agradable en mencionar con especialidad, a tres mil leguas de Génova, el nombre respetable del señor abogado Luis Vigna, sujeto en quien su juventud hace más sobresaliente el honor de poseer una clientela numerosa, y el de ver rodeados del respeto general sus numerosos trabajos de ciencia administrativa. Debo a sus frecuentes y sabias conversaciones, la mayor parte del material de que me he servido para formar el croquis que daré a continuación del sistema administrativo de los Estado del rey de Cerdeña.

Gobierno. -Los Estados sardos forman una monarquía absoluta, gobernada por la casa de Saboya. La corona es hereditaria, y pasa de primogénito a primogénito, con excepción de las mujeres, según lo dispuesto por la ley sálica allí vigente.

Composición de las leyes. -Sólo incumbe al rey la facultad de hacer las leyes; los otros poderes, administrativo y judiciario, no tienen más que voz consultiva. Las leyes son propuestas por el rey a los ministros; y tratándose de un negocio de mucha importancia, el soberano ordena que se le dé cuenta de él en el consejo de conferencia.

Consejo de conferencia. -Tiene esta denominación el consejo de ministros, presidido por el rey. En sus sesiones los asuntos se deciden o bien   —96→   por el rey, o bien a pluralidad de votos, si el soberano lo consiente.

Consejo de Estado. -Luego que está decidido el que una ley deba tener efecto, se comunica el proyecto al Consejo de Estado, el cual lo examina y extiende en seguida su dictamen con las observaciones que cree oportuno hacer. En el caso en que el Consejo de Estado se oponga a la ley, o bien proponga modificaciones, el rey delibera sobre el partido que debe abrazar, o por si solo o con ayuda del Consejo de conferencia.

Inscripción o protocolización de las leyes. -Luego que la ley haya llegado a ser decretada, y antes de verificarse su promulgación, se la comunica a los magistrados supremos del reino, a fin de que se inserte o inscriba en su registro.

Los magistrados supremos están obligados a practicar un atento examen de la ley; y en caso de hallar en ella algo que se oponga al interés público, deben hacer una representación al rey, a fin de que la ley, según las circunstancias del caso, sea revocada, suprimida o modificada. En casos como éste, el poder judiciario está autorizado para insistir en su representación.

Pero cuando el soberano quiere que la ley se publique sin miramiento a sus observaciones, da orden a sus magistrados para que se registre pura y sencillamente.

Forma de las leyes. -Las leyes se publican por medio de regios edictos, o bien por medio de reales cartas   —97→   patentes. Sin embargo, en aquellos negocios en que, siendo de menor importancia, es necesaria la autoridad soberana, aparecen en forma de regios-brevetes, regios-billetes, determinaciones soberanas, o bien de decisiones del Consejo de Conferencia.

Por lo demás, es digno de notarse que la plenitud y fuerza de la ley, tomada en su verdadero significado, no reside sino en los reales edictos y reales cartas patentes.

Administración del Estado. - El Estado es administrado por cuatro ministerios diferentes, a saber:

1º Ministerio de los Negocios Extranjeros.

2º Ministerio de Negocios del Interior y Finanzas.

3º Ministerio de Negocios Eclesiásticos y de Gracia y Justicia.

4º Ministerio de Negocios de Guerra, Marina y Policía.

Por lo que hace al primero, el Ministro de Negocios Extranjeros preside a las relaciones del Estado con las potencias extranjeras y a todo género de negociaciones políticas con los poderes de afuera.

Diplomacia. -Los agentes diplomáticos que la corte envía cerca de las naciones extranjeras, se refieren en el sistema administrativo del reino al predicho ministerio, del cual reciben las oportunas instrucciones para la conducta que deben observar. Estas instrucciones son dadas por el rey al   —98→   ministro, o bien son discutidas en el Consejo de Conferencia.

Agentes consulares. -Cuanto queda dicho de los agentes diplomáticos, se aplica también a los agentes consulares, que residen en el exterior para protección de los nacionales y su comercio.

Convenciones políticas. -Las convenciones políticas son estipuladas, en nombre del rey, por el Ministro de Negocios Extranjeros; cuando estas convenciones son aprobadas por la voluntad del soberano, se hace su publicación por medio de un manifiesto del Real Senado.

Confines o limites. -La conservación de los confines o límites del Estado, está encomendada a los Ministros del Interior y Exterior; y la superintendencia de este ramo es ejercida por un comisario especial, que depende de los dos ministros.

Pasaportes, servicio de la real posta. -Pertenece finalmente al Ministerio del Exterior la porción administrativa, que mira al servicio de la real posta, y la expedición de pasaportes para todos los que quieran viajar fuera del Estado.

Hacienda o administración general del exterior. -El Ministerio de los Asuntos Extranjeros tiene la parte directiva, direlo así, en el desempeño de los asuntos de su cargo; pero la parte ejecutiva, como, por ejemplo, el manejo de todos los fondos necesarios para hacer frente a las urgencias ocurrentes, está encomendada a una administración   —99→   general, conocida bajo el nombre de hacienda o administración del exterior.

Administración del interior y de las finanzas. -Departamento del Interior. -Las aguas, puertos y rutas, forman un objeto importantísimo de las cosas encomendadas a este ministerio. La legislación hidráulica o concerniente al sistema de las aguas, en Piamonte, es considerada como la más completa que existe en Europa.

Dependen de este ministerio los trabajos públicos, la construcción y mantenimiento de los monumentos, las expropiaciones por causa de utilidad pública, la conservación de los bosques, la administración de las minas, el cuidado de las obras pías, hospitales de mendicidad, asilos de infancia, casas de expósitos, las cajas de ahorros, las sociedades de recreo, la Academia literaria, científica y estadística, y las cárceles penitenciarias.

Pertenece también a este ministerio todo lo que mira a la subsistencia pública, la tasa de los alimentos de primera necesidad, el consumo, la industria, la agricultura, las ciencias, las letras y las artes. Finalmente, este ministerio tiene la suprema administración de las provincias y municipalidades.

Hacienda económica del interior. -La parte ejecutiva de lo que forma el objeto de la administración del interior, corresponde a la hacienda económica del interior, la cual tiene bajo su inspección la dirección del genio civil para los trabajos   —100→   públicos, el cuerpo de ingenieros, los empleados del exterior y los intendentes de provincia.

Departamento de finanzas. - El departamento de las regias finanzas administra los bienes y los derechos dominales o señoriales; los derechos provenientes de las insinuaciones (transcripción en registro público del acto o contrato que se hace por público instrumento), de las protestas, del papel sellado, y de la venta de naipes.

Hacienda de las finanzas. -La hacienda de las finanzas atiende al cumplimiento de las disposiciones que miran a los objetos ya indicados.

Hacienda de la gabela. -La renta proveniente de la aduana, la impuesta sobre la venta del tabaco y la sal, de la pólvora ardiente, de la munición; la contribución sobre la venta del vino, de los licores, del cuero o piel, depende también de las finanzas; y forman el objeto de la administración de la regia gabela.

Finalmente, como subdivisiones y dependencias del ramo financiero, se comprenden los siguientes oficios:

1º La administración de la deuda pública.

2º El regio erario, que preside a la recaudación del dinero público.

3º La regia zeca o casa de moneda.

4º La administración del marchamo, que tiene por objeto poner un sello a los trabajos de oro o plata que se venden al público por los fabricantes.

Se conoce también otras administraciones, que   —101→   no dependen de los sobre indicados ministerios, y son:

El archivo de corte, donde se comprenden los documentos de mayor interés.

La hacienda de la real casa, que administra los fondos asignados al mantenimiento de la casa del rey y a la conservación del real palacio.

El contralor general, que tiene por objeto registrar todos los proveídos del soberano, de expresar su parecer sobre las leyes y rever o refrendar todas las operaciones de las finanzas.

El magistrado de la reforma, que preside a la instrucción pública.

El protomedicato, que inspecciona a las profesiones que tienen relación con la salud pública.

El magistrado de sanidad, que provee a las conveniencias de pública salubridad.

Ministerio de Negocios Eclesiásticos y de Gracia y Justicia. -Las atribuciones de este ministerio abrazan los negocios eclesiásticos, es decir, el nombramiento de los obispos y abates; el de los negocios que respectan a la Iglesia, y muy especialmente la administración del albaceazgo apostólico, que administra los bienes de los beneficios vacantes.

Corresponde así mismo al dicho ministerio todo lo que mira a las gracias concedidas por el rey, en asuntos civiles y criminales, y lo concerniente al notariado y a los magistrados.

Ministerio de la Guerra y Marina. -Marina. -La administración de la marina comprende el   —102→   comercio marítimo, la marina militar y la marina mercantil. El Ministerio procede a la dicha administración por conducto de la hacienda de la marina.

Guerra. -Este ministerio está encargado de todo lo que mira e interesa a la guerra, y la parte ejecutiva se halla asignada a la hacienda de guerra. Depende también de esta autoridad el proveer a las fortalezas, a la fabricación de armas y municiones, y este ramo abraza la inspección de la artillería, fortificaciones y fabricaciones militares.

Policía. -La policía de Estado es una atribución del Ministerio de la Guerra, y bajo su dependencia reside en cada cabeza o capital de departamento militar un gobernador; y en todas las provincias y ciudades un comandante militar, con un suficiente número de comisarios de policía.

Del orden judiciario. -El Estado está dividido en 417 mandamenti, o distritos judiciarios, en cada uno de los cuales hay un juez llamado giudice di mandamento. Estos jueces deciden de las causas personales, cuyo importe no excede de 300 liras o francos, sin apelación. Deciden también de las causas de posesión anual, y pueden conocer de las causas criminales, cuya multa o pena pecuniaria no excede de diez liras, y de un día de arresto. Son ajenas de su conocimiento y jurisdicción, las acciones reales aunque representasen un valor inferior al indicado.

Los giudice di mandamento, dependen de los respectivos   —103→   tribunales de prefectura, compuestos de un prefecto y asesores: todos estos tribunales desempeñan sus funciones sin intervención de un abogado fiscal. Estos tribunales deciden, sin apelación, de las causas de cualquier género cuyo valor asciende hasta la cantidad de 1200 liras; y de las causas criminales, cuyo valor penal no excede de un mes de cárcel, destierro comparativo, o una multa de 300 liras. En todas las causas, antes de llamarse a sentencia, se hace preceder las pretensiones del ministerio fiscal, llamadas, como en Francia, conclusiones del abogado fiscal.

Senado. - Los tribunales de prefectura, dependen de los respectivos senados de Piamonte, Saboya, Génova, y Niza. Estos soberanos magistrados juzgan, sin apelación, de todas las causas civiles y criminales que son de su resorte; desempeñándose en sus funciones, con el concurso de los siguientes empleados.

1º El abogado general, que hace las conclusiones en las causas civiles.

2º El abogado fiscal general, que concluye en las causas criminales.

3º El abogado de pobres, que defiende gratuitamente la causa de menesterosos.

Real cámara de cuentas. -La regia cámara de cuentas, juzga inapelablemente de todas las causas en que se halla interesado el Estado, tanto civiles como criminales. Las causas feudales, por ejemplo, las promovidas contra la regia hacienda, los delitos   —104→   del peculado, de concusión, moneda falsa, etc.

Este magisterio posee también algunas atribuciones económicas, como por ejemplo, el examen y aprobación de las cuentas de las tesorerías y la publicación de las leyes relativas a la aduana y a la gabela o impuesto sobre licores. Ejercita sus funciones, cerca de la cámara, el Procurador General del rey, que concluye o peticiona, en las causas civiles y criminales.

La jurisdicción comercial se halla encomendad a los tribunales de comercio, de cuyas sentencias se apela para ante el Senado.

Cuando una sentencia resulta falsa por intervención de un error de hecho, se recurre a la Comisión de revisión, que confiere un segundo juicio irrevocable.



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- VI -

Prosperidad material de los Estados sardos. -Ilusiones y engaño de los proscriptos. -Mazzini, sus amigos; estado de los ánimos en punto a la revolución política. -Anarquía y división de los espíritus, sentimientos y costumbres en Italia. -Mejoras y trabajos materiales. -Código civil. -Cuestiones a él referentes. -Movimiento general de la Europa hacia la codificación. -Alusiones personales a los señores Badariotti y Mossoti.


He presentado los grandes rasgos o lineamentos que constituyen la fisonomía administrativa del reino de Cerdeña. Si en el cuadro que acabo de trazar resaltan los caracteres de un sistema regular de administración y gobierno, yo puedo asegurar, que en la realidad de los hechos lo he visto manifestarse con colores todavía más halagüeños y animados. Yo no he conocido país donde el orden público y los beneficios de un sistema estable y permanente de cosas se ofrezcan con colores más brillantes. Evidentemente allí no existe la libertad política, pero si algo hay en la tierra que sea capaz de consolar   —106→   de la ausencia de este inestimable beneficio, yo creo que los Estados de Cerdeña lo poseen en el más alto grado. Sé ciertamente que no soy la persona más apropiada para pronunciar un fallo de esta naturaleza. Bastaría quizás para desnudarme de la competencia que quisiera atribuirme, el recordar que pertenezco a países donde la libertad y el orden apenas comienzan a ensayar sus instituciones. Pero he visto otras pertenecientes a lo más adelantado de la Europa, y creo poder ensalzar los establecimientos sardos, sin que mis opiniones parezcan parto de un espíritu mal preparado.

Tal vez no ha contribuido poco a que yo fuese impresionado de una manera tan agradable por las instituciones de Génova y Piamonte, la idea lúgubre que sobre el estado de estos países había recibido de las apasionadas pinturas, que los proscriptos italianos han hecho en los últimos tiempos. He visto, pues, que mis pobres amigos, los republicanos, estaban engañados. ¡Ay! ¡Y cuándo no está engañado el proscripto! Los que rodamos fuera de la patria caemos a menudo en el presuntuoso error de creer que el país nos llora ausentes, como nosotros vivimos suspirando por sus perdidos goces; sin reflexionar que a él, ingrato, nunca le falta un hombre para reemplazar a otro, en tanto que no hay sino una patria para el desterrado; y es la que marcha hacia delante, rejuvenecida, curada de sus dolores y hasta de sus desdichadas simpatías por los hijos que no recuerda ya.

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Yo he encontrado a los amigos políticos de Mazzini, en Génova, curados completamente de su fiebre revolucionaria y absorbidos por ocupaciones materiales de interés privado. La memoria de Mazzini es cara a todos sus paisanos, pero no hay uno que fuese capaz de sacrificar una hora de reposo al logro de las miras del brillante demagogo. Sus ideas son estimadas como perteneciendo al dominio de la poesía política; se estudian por vía de pasatiempo o entretenimiento intelectual. A pesar de los rigores de la censura, los escritos de Mazzini circulan y se leen en Génova. Yo me hallaba en Italia, cuando su padre, respetable médico de Génova, fue noticiado de la quiebra de una casa de comercio, en que tenía colocado a interés el valor de 50 mil francos, destinados a la subsistencia de su ilustre y desgraciado hijo. Este tribuno, tan popular entre los genoveses, es apenas conocido de los más liberales jóvenes de Piamonte. Tal es la distancia moral que separa unas de otras estas poblaciones que no obstante forman un solo reino. Si la Italia es un país incoherente y mutilado, el reino de Cerdeña, en sí mismo, no lo es menos. En vano el Congreso de Viena se propuso hacer, con un decreto de cuatro pueblos, un pueblo único: Niza, Génova, Piamonte y Saboya, son como fueron y serán eternamente, cuatro familias distintas y antipáticas. He aquí un hecho muy significativo para demostrar el estado de desmembración que domina a los pueblos de la   —108→   Península; si a un hombre del pueblo preguntáis, ¿dónde es Italia? -es más allá, aquí no es, os contestará inmediatamente. Los genoveses y piamonteses, en efecto, no se creen italianos; dicen que Italia es la Toscana; así, se les oye decir, cuando van a este país, que van a Italia.

Por lo demás, es menester viajar con los ojos cerrados para no conocer que en Italia se opera un movimiento de transformación y engrandecimiento material, que más o menos tarde deberá necesariamente acabar por otro en las ideas políticas y sociales. Al presente, no hay una sola de sus ciudades que no muestre al lado de la vieja edificación otra flamante y más numerosa que se acrecienta rápidamente. Un camino de fierro debe estar acabado a la fecha, destinado a poner en contacto a Trieste con Milán, partiendo desde Venecia. Este trabajo ha excitado la emulación del comercio de Génova, que emprendía a su vez otro entre esta ciudad y Milán. Hoy, como en la época en que M. Chateaubriand hacía su viaje a Oriente por Italia, sus caminos ordinarios superan en limpieza y consistencia a los de Francia. Dependiente su destino político, más que de sus privados esfuerzos, de la suerte general de la Europa, se puede decir que camina a la par con ella; y su aptitud no hará faltar ciertamente el día, un poco distante es verdad, en que haya sido dada la señal de la general emancipación.

Entre los trabajos que recomiendan al actual   —109→   soberano y contribuyen al engrandecimiento de la monarquía sarda, se debe contar indudablemente el de su codificación civil, criminal y mercantil. Carlo Alberto posee ya la gloria de haber escrito su nombre al frente de un código civil sardo. Napoleón aprendió del emperadorJustiniano el secreto de inmortalizar un nombre sin el auxilio del bronce ni del mármol; y ciertamente que la soberbia fundición de la Plaza de Vendôme y el arco que se alza a una extremidad de los Campos Elíseos, no irán más lejos en la posteridad, que el monumento de sus cinco códigos, más firme que los monolitos egipcios. Esta verdad parece haber llegado a ser trivial entre los actuales monarcas de Europa, pues se ha visto que se daban códigos civiles los distintos Estados de Italia, la Austria, la Prusia, la Bélgica, los cantones de la liga Helvética.

Es verdad que no siempre se halla dispuesto un pueblo para emprender trabajos de esta naturaleza. Con ocasión de la codificación civil de los pueblos germánicos, se agitó esta cuestión, a principios de este siglo, entre los jurisconsultos más notables del Rhin, y el famoso Savigny hizo ver los peligros que había en acometer el trabajo de legislar civilmente a un país, en que la ciencia extensamente cultivada, no había generalizado vastamente sus verdades y hecho populares sus teoremas. Se citó el ejemplo de la Francia, habituada a las fuertes discusiones, por el movimiento intelectual ocurrido en dicha nación durante los tres últimos   —110→   siglos; poseyendo la capacidad de redactar sus textos, con la preciosa claridad y concisión, que exige el estilo de la ley, a favor de una literatura nacional altamente cultivada; y teniendo los libros de un Cujacio, un Domant, un Pothier, sobre todo, para colocar en la mesa de los miembros del Consejo de estado del emperador. Todos estos motivos han sido, sin embargo, impotentes para contener la propensión generalizada entre los estados europeos a darse códigos. Hay, pues, algo de inevitable y fatal en esta marcha de la legislación civil, que quizás se explica por lo que sucede de análogo en la materia constitucional y política. Los pueblos, en efecto, que se han visto impelidos a tomar parte en el régimen moderno de organización política, no han esperado a tener siglos de cultura mental para escribir sus constituciones. En apoyo de este instinto de los nuevos Estados, pudiera citarse el ejemplo de la España misma, que se dio el código de las partidas, cuando todavía ni había acabado de formar su lengua.

Para salir del conflicto, los Estados que han querido darse códigos, han tomado por norma el que se presentaba como más completo, -el Código Civil francés. Bien o mal elegido el modelo, parece que no han podido menos que hacerlo así; y que así tendrán que proceder cuantos Estados aspiren a dar a su legislación civil una forma homogénea, clara y económica. La Italia, esta patria del derecho civil, ha sido la primera a entrar   —111→   por esta senda, ¿qué otra cosa podrán hacer los países gobernados por copias del derecho civil romano? La Italia, pues, recibiendo de manos de la Francia el mismo derecho civil que esta Francia debe a la Italia, no ha cambiado el fondo de su antigua legislación; sino que consiente y se somete a un cambio de forma, que es una necesidad de la presente civilización, de la sociedad y de la justicia misma. Otro tanto, pues, habrá de sucedernos a nosotros el día que queramos entrar en el camino, por donde ha marchado la moderna codificación europea.

Sin embargo, como en él se encuentran pasos acertados que merecen el honor de la imitación, y escollos que se deben evitar, yo he creído que no perdía el tiempo que consagraba al examen de la situación y marcha que en los Estados de Cerdeña, ha seguido y tiene la cuestión de su codificación interior. He aquí, pues, el producto de mis pesquisas, según informes inmediatos con que he sido favorecido por abogados del más alto mérito, al frente de los cuales me haré un honor en mencionar al Sr. Badariotti, sujeto respetable en Turín, como jurisconsulto y como abogado. La acogida que me dispensó fue demasiado generosa, para que yo rehúse este homenaje de gratitud a su memoria, a pesar de la enorme distancia que nos separa. El Sr. Badariotti es autor de muchos artículos insertos en la Revista de Jurisprudencia de Turín; está al cabo del progreso de la ciencia en   —112→   Francia y Alemania, donde se cita su nombre con respeto en una Revista de derecho publicada en Heidelberg. Es modesto como todos los italianos que he tratado, habla de las faltas de la legislación de su país con un desprendimiento que obliga al extranjero a respetarla por lo mismo. Reunía además para mí la preciosa circunstancia de ser íntimo amigo del señor Mossoti, mi maestro de física experimental en Buenos Aires, y hoy profesor de matemáticas sublimes en la Universidad de Pisa. En sus manos tuve el placer de ver cartas recientes de este sabio, que acaba de ilustrar su nombre por la invención de una fórmula algebraica, que le pone a la par de los más eminentes matemáticos de Europa. He visto respetuosas referencias a su nombre, en las actas de la Academia de las Ciencias París. Un cierto sentimiento de gratitud me hace entrar en estos detalles, que por otro lado serían agradables si llegasen a leerse por los jóvenes del Río de la Plata.