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ArribaAbajo14. Gobierno unitario

No se sabe bien por qué es que quiere gobernar. Una sola cosa ha podido averiguarse, y es que está poseído de una furia que lo atormenta: ¡quiere gobernar! Es un oso que ha roto las rejas de su jaula, y desde que tenga en sus manos su gobierno pondrá en fuga a todo el mundo. ¡Ay de aquel que caiga en sus manos! No lo largará hasta que expire bajo su gobierno. Es una sanguijuela, que no se desprende hasta que está repleta de sangre.


LAMARTINE.                


He dicho en la introducción de estos ligeros apuntes que, para mi entender, Facundo Quiroga es el núcleo de la guerra civil de la República Argentina y la expresión más franca y candorosa de una de las fuerzas que han luchado con diversos nombres durante treinta años. La muerte de Quiroga no es un hecho aislado ni sin consecuencias; antecedentes sociales que he desenvuelto antes la hacían casi inevitable: era un desenlace político, como el que podría haber dado una guerra.

El Gobierno de Córdoba, que se encargó de consumar el atentado, era demasiado subalterno entre los que se habían establecido para que osase acometer la empresa con tanto descaro, si no se hubiese creído apoyado de los que iban a cosechar los resultados. El asesinato de Quiroga es, pues, un acto oficial, largamente discutido entre varios gobiernos, preparado con anticipación y llevado a cabo con tenacidad, como una medida de Estado. Por lo que con su muerte no queda terminada una serie de hechos que me he propuesto coordinar, y para no dejarla trunca e incompleta, necesito continuar un poco más adelante, en el camino que llevo, para examinar los resultados que produce en la política interior de la República, hasta que el número de cadáveres que cubren el sendero sea ya tan grande que me sea forzoso detenerme, hasta esperar que el tiempo y la intemperie los destruyan, para que desembaracen la marcha. Por la puerta que deja abierta al asesinato de Barranco-Yaco entrará el lector, conmigo, en un teatro donde todavía no se ha terminado el drama sangriento.

Facundo muere asesinado el 18 de febrero; la noticia de su muerte llega a Buenos Aires el 24, y a principios de marzo ya estaban arregladas todas las bases del Gobierno necesario e inevitable del Comandante General de Campaña, que desde 1833 ha tenido en tortura a la ciudad, fatigándola, angustiándola, desesperándola, hasta que la ha arrancado, al fin, entre sollozos y gemidos, la Suma del Poder público; porque Rosas no se ha contentado, esta vez, con exigir la dictadura, las facultades extraordinarias, etc. No; lo que pide es lo que la frase expresa: tradiciones, costumbres, formas, garantías, leyes, culto, ideas, conciencia, vidas, haciendas, preocupaciones; sumad todo lo que tiene poder sobre la sociedad y lo que resulte será la suma del Poder público pedida. El 5 de abril, la Junta de Representantes, en cumplimiento de lo estipulado, elige gobernador de Buenos Aires, por cinco años, al general don Juan Manuel Rosas, Héroe del Desierto, Ilustre Restaurador de las Leyes, depositario de la Suma del Poder público.

Pero no le satisface la elección hecha por la Junta de Representantes; lo que medita es tan grande, tan nuevo, tan nunca visto, que es preciso tomarse antes todas las seguridades imaginables; no sea que más tarde se diga que el pueblo de Buenos Aires no le ha delegado la Suma del Poder público. Rosas, gobernador, propone a las Mesas electorales esta cuestión: ¿Convienen en que don J. M. Rosas sea gobernador por cinco años, con la suma del Poder público? Y debo decirlo en obsequio de la verdad histórica: nunca hubo Gobierno más popular, más deseado ni más bien sostenido por la opinión. Los unitarios, que en nada habían tomado parte, lo recibían, al menos, con indiferencia; los federales, lomos negros, con desdén, pero sin oposición; los ciudadanos pacíficos lo esperaban como una bendición y un término a las crueles oscilaciones de dos largos años; la campaña, en fin, como el símbolo de su poder y la humillación de los cajetillas de la ciudad. Bajo tan felices disposiciones, principiáronse las elecciones o ratificaciones en todas las parroquias, y la votación fue unánime, excepto tres votos que se opusieron a la delegación de la Suma del Poder público. ¿Concíbese cómo ha podido suceder, que en una provincia de cuatrocientos mil habitantes, según lo asegura la Gaceta, sólo hubiese tres votos contrarios al Gobierno? ¿Sería acaso que los disidentes no votaron? ¡Nada de eso! No se tiene aún noticia de ciudadano alguno que no fuese a votar; los enfermos se levantaron de la cama a ir a dar su asentimiento, temerosos de que sus nombres fuesen inscritos en algún negro registro, porque así se había insinuado.

El terror estaba ya en la atmósfera, y aunque el trueno no había estallado aún, todos veían la nube negra y torva que venía cubriendo el cielo dos años hacía. La votación aquélla es única en los anales de los pueblos civilizados, y los nombres de los tres locos, más bien que animosos opositores, se han conservado en la tradición del pueblo de Buenos Aires.

Hay un momento fatal en la historia de todos los pueblos, y es aquél en que, cansados los partidos de luchar, piden antes de todo el reposo de que por largos años han carecido, aun a expensas de la libertad o de los fines que ambicionaban; éste es el momento en que se alzan los tiranos que fundan dinastías e imperios. Roma, cansada de las luchas de Mario y de Sila, de patricios y plebeyos, se entregó con delicia a la dulce tiranía de Augusto, el primero que encabeza la lista execrable de los emperadores romanos. La Francia, después del Terror, después de la impotencia y desmoralización del Directorio, se entregó a Napoleón, que, por un camino sembrado de laureles, la devolvió a los aliados que la devolvieron a los Borbones. Rosas tuvo la habilidad de acelerar aquel cansancio, de crearlo a fuerza de hacer imposible el reposo. Dueño una vez del poder absoluto, ¿quién se lo pedirá más tarde?, ¿quién se atreverá a disputarle sus títulos a la dominación? Los romanos daban la dictadura en casos raros y por término corto y fijo; y aun así, el uso de la dictadura temporal autorizó la perpetua, que destruyó la República y trajo todo el desenfreno del Imperio. Cuando el término del gobierno de Rosas expira, anuncia su determinación decidida de retirarse a la vida privada; la muerte de su cara esposa, la de su padre, han ulcerado su corazón; necesita ir lejos del tumulto de los negocios públicos, a llorar a sus anchas pérdidas tan amargas. El lector debe recordar, al oír este lenguaje en la boca de Rosas, que no veía a su padre desde su juventud, y a cuya esposa había dado días tan amargos, algo parecido a las hipócritas protestas de Tiberio ante el Senado romano. La Sala de Buenos Aires le ruega, le suplica que continúe haciendo sacrificios por la patria; Rosas se deja persuadir, continúa tan sólo por seis meses más; pasan los seis meses y se abandona la farsa de la elección. Y, en efecto, ¿qué necesidad tiene de ser electo un jefe que ha arraigado el poder en su persona? ¿Quién le pide cuenta, temblando del terror que les ha inspirado a todos?

Cuando la aristocracia veneciana hubo sofocado la conspiración de Tiépolo, en 1300, nombró en su seno diez individuos que, investidos de facultades discrecionales, debían perseguir y castigar a los conjurados, pero limitando la duración de su autoridad a sólo diez días. Oigamos al conde de Daru, en su célebre Historia de Venecia, referir el suceso:

«Tan inminente se creyó el peligro, dice, que se creó una autoridad dictatorial después de la victoria. Un Consejo de diez miembros fue nombrado para velar por la conservación del Estado. Se le armó de todos los medios; librósele de todas las formas, de todas las responsabilidades; quedáronle sometidas todas las cabezas.

»Verdad es que su duración no debía pasar de diez días; fue necesario, sin embargo, prorrogarla por diez más, después por veinte, en seguida por dos meses; pero, al fin, fue prolongada seis veces seguidas por este último término. A la vuelta de un año de existencia se hizo continuar por cinco. Entonces se encontró demasiado fuerte para prorrogarse a sí mismo durante diez años más, hasta que fue aquel terrible Tribunal declarado perpetuo.

»Lo que había hecho por prolongar su duración, lo hizo por extender sus atribuciones. Instituido solamente para conocer en los crímenes de Estado, este tribunal se había apoderado de la Administración. So pretexto de velar por la seguridad de la República, se entrometió en la paz y en la guerra dispuso de las rentas y concluyó por otorgarse el Poder soberano»15.

En la República Argentina no es un Consejo el que se ha apoderado así de la autoridad suprema: es un hombre, y un hombre bien indigno. Encargado, temporalmente, de las Relaciones Exteriores, depone, fusila, asesina a los gobernadores de las provincias que le hicieron el encargo. Revestido de la Suma del Poder público en 1835, por sólo cinco años, en 1845 está revestido aún de aquel poder. Y nadie sería hoy tan candoroso para esperar que lo deje, ni que el pueblo se atreva a pedírselo. Su gobierno es de por vida, y si la Providencia hubiese de consentir que muriese pacíficamente, como el doctor Francia, largos años de dolores y miserias aguardan a aquellos desgraciados pueblos, víctimas hoy del cansancio de un momento.

El 13 de abril de 1835 se recibió Rosas del gobierno, y su talante desembarazado y su aplomo en la ceremonia no dejó de sorprender a los ilusos que habían creído tener un rato de diversión, al ver el desmayo y gaucherie del gaucho. Presentóse de casaca de general, desabotonada, que dejaba ver un chaleco amarillo de cotonía. Perdónenme los que no comprendan el espíritu de esta singular toilette el que recuerde aquella circunstancia.

En fin, ya tiene el gobierno en sus manos. Facundo ha muerto un mes antes; la ciudad se ha entregado a su discreción; el pueblo ha confirmado del modo más auténtico esta entrega de toda garantía y de toda institución. Es el Estado una tabla rasa en que él va a escribir una cosa nueva, original; él es un poeta, un Platón que va a realizar su república ideal, según él ha concebido; es éste un trabajo que ha meditado veinte años, y que al fin puede dar a luz sin que vengan a estorbar su realización tradiciones envejecidas, preocupaciones de la época, plagios hechos a la Europa, garantías individuales, instituciones vigentes. Es un genio, en fin, que ha estado lamentando los errores de su siglo y preparándose para destruirlos de un golpe. Todo va a ser nuevo, obra de su ingenio: vamos a ver este portento.

De la Sala de Representantes, a donde ha ido a recibir el bastón, se retira en un coche colorado, mandado pintar ex profeso para el acto, al que están atados cordones de seda colorados y a los que se uncen aquellos hombres que, desde 1833, han tenido la ciudad en continua alarma por sus atentados y su impunidad; llámanle la Sociedad Popular, y llevan el puñal a la cintura, chaleco colorado y una cinta colorada en la que se lee: «Mueran los unitarios.» En la puerta de su casa le hacen guardia de honor estos mismos hombres; después acuden los ciudadanos, después los generales, porque es necesario hacer aquella manifestación de adhesión sin límites a la persona del Restaurador.

Al día siguiente aparece una proclama y una lista de proscripción en la que entra uno de sus concuñados, el doctor Alsina. La proclama aquélla, que es uno de los pocos escritos de Rosas, es un documento precioso que siento no tener a mano. Era un programa de su gobierno sin disfraz, sin rodeos:

EL QUE NO ESTÁ CONMIGO ES MI ENEMIGO

Tal era el axioma de política consagrado en ella. Se anuncia que va a correr sangre, y tan sólo promete no atentar contra las propiedades. ¡Ay de los que provoquen su cólera!

Cuatro días después, la parroquia de San Francisco anuncia su intención de celebrar una misa y Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso, etc., invitando al vecindario a solemnizar, con su presencia, el acto. Las calles circunvecinas están empavesadas, alfombradas, tapizadas, decoradas. Es aquello un bazar oriental en que ostentan tejidos de damasco, púrpura, oro y pedrerías, en decoraciones caprichosas. El pueblo llena las calles, los jóvenes acuden a la novedad, las señoras hacen de la parroquia su paseo de la tarde. El Te Deum se posterga de un día a otro, y la agitación de la ciudad, el ir y venir, la excitación, la interrupción de todo trabajo dura cuatro, cinco días consecutivos. La Gaceta repite los más mínimos detalles de la espléndida función. Ocho días después, otra parroquia anuncia su Te Deum: los vecinos se proponen rivalizar en entusiasmo y oscurecer la pasada fiesta. ¡Qué lujo de decoraciones, qué ostentación de riquezas y adornos! El retrato del Restaurador está en la calle, en un dosel, en que los terciopelos colorados se mezclan con los galones y las cordonaduras de oro. Igual movimiento por más días aún; se vive en la calle, en la parroquia privilegiada. Pocos días después, otra parroquia, otra fiesta en otro barrio. Pero ¿hasta cuándo fiestas? ¿Qué, no se cansa este pueblo de espectáculos? ¿Qué entusiasmo es aquél que no se resfría en un mes? ¿Por qué no hacen todas las parroquias su función a un tiempo? No: es el entusiasmo sistemático, ordenado, administrado poco a poco. Un año después, todavía no han concluido las parroquias de dar su fiesta; el vértigo oficial pasa de la ciudad a la campaña, y es cosa de nunca acabar. La Gaceta de la época está ahí, ocupada, año y medio, en describir fiestas federales. El Retrato se mezcla en todas ellas, tirado en un carro hecho para él, por los generales, las señoras, los federales netos. «Et le peuple, enchanté d'un tel spectacle, enthousiasmé du Te Deum, chanté moult bien a Nôtre-Dame, le peuple oublia qu'il payait fort cher tout, et se retirait fort joyeux.»16

De las fiestas sale, al fin de año y medio, el color colorado, como insignia de adhesión a la causa; el retrato de Rosas, colocado en los altares primero, pasa después a ser parte del equipo de cada hombre, que debe llevarlo en el pecho, en señal de amor intenso a la persona del Restaurador. Por último, de entre estas fiestas se desprende, al fin, la terrible Mazorca, cuerpo de policía entusiasta, federal, que tiene por encargo y oficio echar lavativas de ají y aguarrás a los descontentos, primero, y después, no bastando este tratamiento flogístico, degollar a aquellos que se les indique.

La América entera se ha burlado de aquellas famosas fiestas de Buenos Aires y mirádolas como el colmo de la degradación de un pueblo; pero yo no veo en ellas sino un designio político, el más fecundo en resultados. ¿Cómo encarnar en una República que no conoció reyes jamás la idea de la personalidad de gobierno? La cinta colorada es una materialización del terror que os acompaña a todas partes, en la calle, en el seno de la familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al desnudarse, y las ideas se nos graban siempre por asociación. La vista de un árbol en el campo nos recuerda lo que íbamos conversando diez años antes, al pasar por cerca de él; figuraos las ideas que trae consigo asociadas la cinta colorada, y las impresiones indelebles que ha debido dejar unidas a la imagen de Rosas. Así en una comunicación de un alto funcionario de Rosas, he leído en estos días «que es un signo que su Gobierno ha mandado llevar a sus empleados en señal de conciliación y de paz». Las palabras Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios son, por cierto, muy conciliadoras; tanto, que sólo en el destierro o en el sepulcro habrá quienes se atrevan a negar su eficacia. La mazorca ha sido un instrumento poderoso de conciliación y de paz; y si no, id a ver los resultados y buscad en la tierra ciudad más conciliada y pacífica que la de Buenos Aires. A la muerte de su esposa, que una chanza brutal de su parte ha precipitado, manda que se le tributen honores de Capitán General, y ordena un luto de dos años a la ciudad y campaña de la provincia, que consiste en un ancho crespón atado al sombrero con una cinta colorada. ¡Imaginaos una ciudad culta, hombres y niños vestidos a la europea, uniformados dos años enteros con un ribete colorado en el sombrero! ¿Os parece ridículo? ¡No!, nada hay ridículo cuando todos, sin excepción, participan de la extravagancia, y sobre todo cuando el azote o las lavativas de ají están ahí, para poneros serios como estatuas, si os viene la tentación de reíros. Los serenos cantan a cada cuarto de hora: «¡Viva el ilustre Restaurador! ¡Viva doña Encarnación Ezcurra! ¡Mueran los impíos unitarios!» El sargento primero, al pasar lista a su compañía, repite las mismas palabras; el niño, al levantarse de la cama, saluda al día con la frase sacramental. No hace un mes que una madre argentina, alojada en una fonda de Chile, decía a uno de sus hijos, que despertaba repitiendo en voz alta: «¡Vivan los federales! ¡Mueran los salvajes, asquerosos unitarios!»: «Cállate, hijo, no digas eso aquí, que no se usa; ya no digas más, ¡no sea que te oigan!» Su temor era fundado, ¡le oyeron! ¿Qué político ha producido la Europa que haya tenido el alcance para comprender el medio de crear la idea de la personalidad del jefe del Gobierno, ni la tenacidad prolija de incubarla quince años, ni que haya tocado medios más variados ni más conducentes al objeto? Podemos en esto, sin embargo, consolarnos de que la Europa haya suministrado un modelo al genio americano. La Mazorca, con los mismos caracteres, compuesta de los mismos hombres, ha existido en la Edad Media en Francia, en tiempo de la guerra entre los partidos de los Armagnac y del duque de Borgoña. En la Historia de París, escrita por G. Fouchare La Fosse, encuentro estos singulares detalles: «Estos instigadores del asesinato, a fin de reconocer por todas partes a los borgoñeses, habían ya ordenado que llevasen en el vestido la cruz de San Andrés, principal atributo del escudo de Borgoña, y para estrechar más los brazos del partido, imaginaron en seguida formar una Hermandad bajo la invocación del mismo San Andrés. Cada cofrade debía llevar por signo distintivo, a más de la cruz, una corona de rosas... ¡Horrible confusión! ¡El símbolo de inocencia y de ternura sobre la cabeza de los degolladores!... ¡Rosas y sangre!... La sociedad odiosa de los Cabochiens, es decir, la horda de carniceros y desolladores fue soltada por la ciudad, como una tropa de tigres hambrientos, y estos verdugos sin número se bañaron en sangre humana».

Poned, en lugar de la cruz de San Andrés, la cinta colorada; en lugar de las rosas coloradas, el chaleco colorado; en lugar de cabochiens, mazorqueros; en lugar de 1418, fecha de aquella Sociedad, 1835, fecha de esta otra; en lugar de París, Buenos Aires; en lugar del duque de Borgoña, Rosas, y tendréis el plagio hecho en nuestros días. La Mazorca, como los Cabochiens, se compuso en su origen de los carniceros y desolladores de Buenos Aires. ¡Qué instructiva es la Historia! ¡Cómo se repite a cada rato!...

Otra creación de aquella época fue el censo de las opiniones. Ésta es una institución verdaderamente original. Rosas mandó levantar en la ciudad y la campaña, por medio de los jueces de paz, un registro, en el que se anotó el nombre de cada vecino, clasificándolo de unitario, indiferente, federal o federal neto. En los colegios, se encargó a los rectores, y en todas partes se hizo con la más severa escrupulosidad, comprobándolo después y admitiendo los reclamos que la inexactitud podía originar. Estos registros, reunidos, después, en la oficina de gobierno, han servido para suministrar gargantas a la cuchilla infatigable de la Mazorca durante siete años.

Sin duda que pasma la osadía del pensamiento de formar la estadística de las opiniones de un pueblo entero, caracterizarlas según su importancia, y con el registro a la vista, seguir durante diez años la tarea de desembarazarse de todas las cifras adversas, destruyendo en la persona el germen de la hostilidad. Nada igual me presenta la Historia, sino las clasificaciones de la Inquisición, que distinguía las opiniones heréticas en malsonantes, ofensivas de oídos piadosos, casi herejía, herejía, herejía perniciosa, etc. Pero al fin la Inquisición no hizo el catastro de la España para exterminarla en las generaciones, en el individuo, antes de ser denunciado al Santo Tribunal.

Como mi ánimo es sólo mostrar el nuevo orden de instituciones que suplantan a las que estamos copiando de la Europa, necesito acumular las principales, sin atender a las fechas. La ejecución que llamamos fusilar queda desde luego sustituida por la de degollar. Verdad es que se fusila una mañana cuarenta y cuatro indios, en una plaza de la ciudad, para dejar yertos a todos con estas matanzas, que aunque de salvajes, eran al fin hombres; pero, poco a poco, se abandona, y el cuchillo se hace el instrumento de la justicia.

¿De dónde ha tomado tan peregrinas ideas de gobierno este hombre horriblemente extravagante? Yo voy a consignar algunos datos. Rosas desciende de una familia perseguida por goda durante la revolución de la Independencia. Su educación doméstica se resiente de la dureza y terquedad de las antiguas costumbres señoriales. Ya he dicho que su madre, de un carácter duro, tétrico, se ha hecho servir de rodillas hasta estos últimos años; el silencio lo ha rodeado durante su infancia, y el espectáculo de la autoridad y de la servidumbre han debido dejarle impresiones duraderas. Algo de extravagante ha habido en el carácter de la madre, y esto se ha reproducido en don Juan Manuel y dos de sus hermanas. Apenas llegado a la pubertad, se hace insoportable a su familia, y su padre lo destierra a una estancia. Rosas, con cortos intervalos, ha residido en la campaña de Buenos Aires cerca de treinta años; y ya el año 24 era una autoridad que las Sociedades industriales ganaderas consultaban en materia de arreglos de estancias. Es el primer jinete de la República Argentina, y cuando digo de la República Argentina, sospecho que de toda la tierra; porque ni un equitador ni un árabe tiene que habérselas con el potro salvaje de la Pampa.

Es un prodigio de actividad; sufre accesos nerviosos en que la vida predomina tanto, que necesita saltar sobre un caballo, echarse a correr por la pampa, lanzar gritos descompasados, rodar hasta que, al fin, extenuado el caballo, sudando a mares, vuelve él a las habitaciones, fresco ya y dispuesto para el trabajo. Napoleón y Lord Byron padecían de estos arrebatos, de estos furores causados por el exceso de la vida.

Rosas se distingue, desde temprano, en la campaña por las vastas empresas de leguas de siembras de trigo que acomete y lleva a cabo, con suceso, y sobre todo, por la administración severa, por la disciplina de hierro que introduce en sus estancias. Esta es su obra maestra, su tipo de gobierno, que ensayará más tarde para la ciudad misma. Es preciso conocer al gaucho argentino y sus propensiones innatas, sus hábitos inveterados. Si andando en la pampa le vais proponiendo darle una estancia con ganados que lo hagan rico propietario; si corre en busca de la médica de los alrededores para que salve a su madre, a su esposa querida que deja agonizando, y se atraviesa un avestruz por su paso, echará a correr detrás de él, olvidando la fortuna que le ofrecéis, la esposa o la madre moribunda; y no es él sólo que está dominado de este instinto: el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el freno de impaciencia por volar detrás del avestruz. Si a distancia de diez leguas de su habitación el gaucho echa de menos su cuchillo, se vuelve a tomarlo, aunque esté a una cuadra del lugar a donde iba; porque el cuchillo es para él lo que la respiración, la vida misma. Pues bien, Rosas ha conseguido que en sus estancias, que se unen con diversos nombres desde los Cerrillos hasta el arroyo Cachagualefú, anduviesen las avestruces en rebaños, y dejasen, al fin, de huir a la aproximación del gaucho: tan seguros y tranquilos pacen en las posesiones de Rosas; y esto, mientras que han sido ya extinguidos en todas las adyacentes campañas. En cuanto al cuchillo, ninguno de sus peones lo cargó jamás, no obstante que la mayor parte de ellos eran asesinos perseguidos por la justicia. Una vez él, por olvido, se ha puesto el puñal a la cintura y el mayordomo se lo hace notar; Rosas se baja los calzones y manda que se le den los doscientos azotes, que es la pena impuesta en su estancia, al que lleva cuchillo. Habrá gentes que duden de este hecho, confesado y publicado por él mismo; pero es auténtico, como lo son las extravagancias y rarezas sangrientas que el mundo civilizado se ha negado obstinadamente a creer durante diez años. La autoridad ante todo: el respeto a lo mandado, aunque sea ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y en toda la República haciendo azotar y degollar, hasta que la cinta colorada sea una parte de la existencia del individuo, como el corazón mismo. Repetirá en presencia del mundo entero, sin contemporizar jamás, en cada comunicación oficial: «¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos unitarios!», hasta que el mundo entero se eduque y se habitúe a oír este grito sanguinario sin escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un magistrado de Chile tributar su homenaje y aquiescencia a este hecho que, al fin, a nadie interesa.

¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de la tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la Estancia de ganados en que ha pasado toda su vida, y en la Inquisición, en cuya tradición ha sido educado. Las fiestas de las parroquias son una imitación de la hierra del ganado, a que acuden todos los vecinos; la cinta colorada que clava a cada hombre, mujer o niño, es la marca con que el propietario reconoce su ganado; el degüello, a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la costumbre de degollar las reses que tiene todo hombre en la campaña; la prisión sucesiva de centenares de ciudadanos, sin motivo conocido y por años enteros, es el rodeo con que se dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la Mazorca, las matanzas ordenadas son otros tantos medios de domar a la ciudad, dejarla al fin, como el ganado más manso y ordenado que se conoce.

Esta prolijidad y arreglo ha distinguido en su vida privada a don Juan Manuel de Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la disciplina de los peones y la mansedumbre del ganado. Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme la razón por que coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia, sus prácticas y administración, con el gobierno, prácticas y administración de Rosas; hasta su respeto de entonces por la propiedad es efecto de que ¡el gaucho gobernador es propietario! Facundo respetaba más la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los ladrones de ganado con igual obstinación que a los unitarios. Implacable se ha mostrado su Gobierno contra los cuereadores de la campaña, y centenares han sido degollados. Esto es laudable, sin duda; yo sólo explico el origen de la antipatía.

Pero hay otra parte de la sociedad que es preciso moralizar y enseñar a obedecer, a entusiasmarse cuando deba entusiasmarse, a aplaudir cuando deba aplaudir, a callar cuando deba callar. Con la posesión de la Suma del Poder público, la Sala de Representantes queda inútil, puesto que la ley emana directamente de la persona del jefe de la República. Sin embargo, conserva la forma, y durante quince años son reelectos unos treinta individuos que están al corriente de los negocios. Pero la tradición tiene asignado otro papel a la Sala; allí Alcorta, Guido y otros han hecho oír, en tiempo de Balcarce y Viamont, acentos de libertad y reproches al instigador de los desórdenes; necesita, pues, quebrantar esta tradición y dar una lección severa para el porvenir. El doctor don Vicente Maza, presidente de la Sala y de la Cámara de Justicia, consejero de Rosas, y el qué más ha contribuido a elevarlo, ve un día que su retrato ha sido quitado de la sala del Tribunal por un destacamento de la Mazorca; en la noche, rompen los vidrios de las ventanas de su casa, donde ha ido a asilarse; al día siguiente escribe a Rosas, en otro tiempo su protegido, su ahijado político, mostrándole la extrañeza de aquellos procedimientos y su inocencia de todo crimen. A la noche del tercer día se dirige a la Sala, y estaba dictando al escribiente su renuncia, cuando el cuchillo que corta su garganta interrumpe el dictado. Los representantes empiezan a llegar, la alfombra está cubierta de sangre, el cadáver del presidente yace tendido aún. El señor Irigoyen propone que al día siguiente se reúna el mayor número posible de rodados para acompañar, debidamente, al cementerio a la ilustre víctima. Don Baldomero García dice: «Me parece bien; pero... no muchos coches...; ¿para qué?» Entra el general Guido y le comunica la idea, a que contesta, clavándoles unos ojos tamaños y mirándolos de hito en hito: «¿Coches? ¿Acompañamiento? Que traigan el carro de la Policía y se lo lleven ahora mismo.» «Eso decía yo -continúa García-. ¿Para qué coches?» La Gaceta del día siguiente anunció que los impíos unitarios habían asesinado a Maza. Un gobernador del interior decía, aterrado, al saber esta catástrofe: «¡Es imposible que sea Rosas el que lo ha hecho matar!» A lo que su secretario añadió: «Y si él lo ha hecho, razón ha de haber tenido»; en lo que convinieron todos los circunstantes.

Efectivamente, razón tenía. Su hijo el coronel Maza tenía tramada una conspiración en que entraba todo el ejército, y después, Rosas decía que había muerto al anciano padre por no darle el pesar de ver morir a su querido hijo.

Pero aún me falta entrar en el vasto campo de la política general de Rosas con respecto a la República entera. Tiene ya su gobierno; Facundo ha muerto dejando ocho provincias huérfanas, unitarizadas bajo su influencia. La República marcha visiblemente a la unidad de Gobierno, a que su superficie llana, su puerto único, la condena. Se ha dicho que es federal, llámasele Confederación Argentina, pero todo va encaminándose a la unidad más absoluta; desde 1831 viene fundiéndose, desde el interior, en formas, prácticas e influencias. No bien se recibe Rosas del Gobierno en 1835, cuando declara, por una proclamación, que los impíos unitarios han asesinado alevosamente al ilustre general Quiroga, y que él se propone castigar atentado tan espantoso, que ha privado a la Federación de su columna más poderosa. «¡Qué! -decían abriendo un palmo de boca los pobres unitarios al leer la proclama-. ¡Qué!... ¿Los Reinafé son unitarios? ¿No son hechura de López, no entraron en Córdoba, persiguiendo el ejército de Paz, no están en activa y amigable correspondencia con Rosas? ¿No salió de Buenos Aires Quiroga por solicitud de Rosas? ¿No iba un chasque delante de él, que anunciaba a los Reinafé su próxima llegada? ¿No tenían los Reinafé preparada de antemano la partida que debía asesinarlo?...» Nada; los impíos unitarios han sido los asesinos, ¡y desgraciado el que dude de ello!... Rosas manda a Córdoba a pedir los preciosos restos de Quiroga, la galera en que fue muerto, y se le hacen en Buenos Aires las exequias más suntuosas que hasta entonces se han visto; se manda cargar luto a la ciudad entera. Al mismo tiempo, dirige una circular a todos los Gobiernos, en la que les pide que lo nombren a él juez árbitro para seguir la causa y juzgar a los impíos unitarios que han asesinado a Quiroga; les indica la forma en que han de autorizarlo, y por cartas particulares les encarece la importancia de la medida; los halaga, seduce y ruega. La autorización es unánime, y los Reinafé son depuestos, y presos todos los que han tenido parte, noticia o atingencia con el crimen, y conducidos a Buenos Aires; un Reinafé se escapa y es alcanzado en el territorio de Bolivia; otro pasa el Paraná y más tarde cae en manos de Rosas, después de haber escapado en Montevideo, de ser robado por un capitán de buque. Rosas y el doctor Maza siguen la causa de noche, a puertas cerradas. El doctor Gamboa, que se toma alguna libertad en la defensa de un reo subalterno, es declarado impío unitario por un decreto de Rosas. En fin, son ajusticiados todos los criminales que se han aprehendido, y un voluminoso extracto de la causa ve la luz pública. Dos años después había muerto López en Santa Fe, de enfermedad natural, si bien el médico mandado por Rosas a asistirlo recibió más tarde una casa de la Municipalidad, por recompensa de sus servicios al Gobierno. Cullen, el secretario de López en la época de la muerte de Quiroga, y que a la de López, queda de gobernador de Santa Fe, por disposición testamentaria del finado, es despuesto por Rosas y sacado, al fin, de Santiago del Estero, donde se ha asilado, y a cuyo gobernador manda Rosas una talega de onzas o la declaración de guerra, si el amigo no entrega a su amigo. El gobernador prefiere las onzas; Cullen es entregado a Rosas, y al pisar la frontera de Buenos Aires encuentra una partida y un oficial que le hace desmontarse del caballo y lo fusila. La Gaceta de Buenos Aires publicaba después una carta de Cullen a Rosas en que había indicios claros de la complicación del Gobierno de Santa Fe en el asesinato de Quiroga, y como el finado López, decía la Gaceta, tenía plena confianza en su secretario, ignoraba el atroz crimen que éste estaba preparando. Nadie podía replicar entonces que si López lo ignoraba, Rosas no, porque a él era dirigida la carta. Últimamente, el doctor don Vicente Maza, el secretario de Rosas y procesador de los reos, murió, también degollado, en la sala de sesiones; de manera que Quiroga, sus asesinos, los jueces de los asesinos y los instigadores del crimen, todos tuvieron en dos años la mordaza que la tumba pone a las revelaciones indiscretas. Id ahora a preguntar quién mandó matar a Quiroga. ¿López? No se sabe. Un mayor, Muslera, de auxiliares, decía una vez en presencia de muchas personas, en Montevideo: «Hasta ahora he podido descubrir por qué me ha tenido preso e incomunicado el general Rosas durante dos años y cinco meses. La noche anterior a mi prisión estuve en su casa. Su hermana y yo estábamos en un sofá, mientras que él se paseaba a lo largo de la sala, con muestras visibles de descontento. -¿A que no adivina -me dijo la señora- por qué está así Juan Manuel? Es porque me está viendo este ramito verde que tengo en las manos. Ahora verá -añadió tirándolo al suelo. Efectivamente, don Juan Manuel se detuvo a poco andar, se acercó a nosotros y me dijo en tono familiar: -¿Y qué se dice en San Luis de la muerte de Quiroga? -Dicen, señor, que S. E. es quien lo ha hecho matar. -¿Sí? Así se corre... Continuó paseándose, me despedí después, y al día siguiente fui preso, y he permanecido hasta el día que llegó la noticia de la victoria de Yungay, en que, con doscientos más, fui puesto en libertad.» El mayor Muslera murió, también, combatiendo contra Rosas, lo que no ha estorbado que se continúe hasta el día de hoy diciendo lo mismo que había oído aquél.

Pero el vulgo no ha visto en la muerte de Quiroga y el enjuiciamiento de sus asesinos más que un crimen horrible; la Historia verá otra cosa: en lo primero, la fusión de la República en una unidad compacta, y en el enjuiciamiento de los Reinafé, gobernadores de una provincia, el hecho que constituye a Rosas jefe del Gobierno unitario absoluto, que desde aquel día y por aquel acto se constituye en la República Argentina. Rosas, investido del poder de juzgar a otro gobernador, establece en las conciencias de los demás la idea de la autoridad suprema de que está investido.

Juzga a los Reinafé por un crimen averiguado; pero en seguida manda fusilar sin juicio previo a Rodríguez, gobernador de Córdoba, que sucedió a los Reinafé, por no haber obedecido a todas sus instrucciones; fusila en seguida a Cullen, gobernador de Santa Fe, por razones que él solo conoce, y últimamente expide un decreto por el cual declara que ningún Gobierno de las demás provincias será reconocido válido mientras no obtenga su exequatur. Si aún se duda que ha asumido el mando supremo, y que los demás gobernadores son simples bajaes, a quienes puede mandar el cordón morado cada vez que no cumplan con sus órdenes, expedirá otro, en el que deroga todas las leyes existentes de la República desde el año 1810 en adelante, aunque hayan sido dictadas por los Congresos generales o cualquiera otra autoridad competente, declarando además, írrito y de ningún valor, todo lo que, a consecuencia y en cumplimiento de esas leyes, se hubiese obrado hasta entonces. Yo pregunto: ¿qué legislador, qué Moisés o Licurgo llevó más adelante el intento de refundir una sociedad bajo un plan nuevo? La revolución de 1810 queda, por este decreto, derogada: ley ni arreglo ninguno queda vigente; el campo para las innovaciones, limpio como la palma de la mano, y la República entera sometida, sin dar una batalla siquiera y sin consultar a los caudillos. La Suma del Poder público de que se había investido para Buenos Aires sólo la extiende a toda la República, porque no sólo no se dice que es el sistema unitario el que se ha establecido, del que la persona de Rosas es el centro, sino que, con mayor tesón que nunca, se grita: ¡Viva la federación; mueran los unitarios! El epíteto unitario deja de ser el distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado: los asesinos de Quiroga son unitarios; Rodríguez es unitario; Cullen, unitario; Santa Cruz, que trata de establecer la Confederación peruanoboliviana, unitario. Es admirable la paciencia que ha mostrado Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas. En diez años se habrá visto escrito en la República Argentina treinta millones de veces: ¡Viva la Confederación! ¡Viva el ilustre Restaurador! ¡Mueran los salvajes unitarios!, y nunca el cristianismo ni el mahometismo multiplicaron tanto sus símbolos respectivos, la cruz y el creciente, para estereotipar la creencia moral en exterioridades materiales y tangibles. Todavía era preciso afinar aquel dicterio de unitario; fue primero lisa y llanamente unitarios; más tarde, los impíos unitarios, favoreciendo con eso las preocupaciones del partido ultracatólico que secundó su elevación. Cuando se emancipó de ese pobre partido, y el cuchillo alcanzó también a la garganta de curas y canónigos, fue preciso abandonar la denominación de impíos: la casualidad suministró una coyuntura. Los diarios de Montevideo empezaron a llamar salvaje a Rosas; un día, la Gaceta de Buenos Aires apareció con esta agregación al tema ordinario: mueran los salvajes unitarios; repitiólo la Mazorca, repitiéronlo todas las comunicaciones oficiales, repitiéronlo los gobernadores del interior, y quedó consumada la adopción. «Repita usted la palabra salvaje -escribía Rosas a López- hasta la saciedad, hasta aburrir, hasta cansar. Yo sé lo que le digo, amigo.» Más tarde se le agregó inmundos; más tarde, asquerosos; más tarde, en fin, don Baldomero García decía en una comunicación al Gobierno de Chile, que sirvió de cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel letrero una señal de conciliación y de paz, porque todo el sistema se reduce a burlarse del sentido común. La unidad de la República se realiza a fuerza de negarla; y desde que todos dicen federación, claro está que hay unidad. Rosas se llama encargado de las Relaciones Exteriores de la República, y sólo cuando la fusión está consumada y ha pasado a tradición, a los diez años después, don Baldomero García, en Chile, cambia aquel título por el de Director Supremo de los asuntos de la República.

He aquí, pues, la República unitarizada, sometida toda ella al arbitrio de Rosas; la antigua cuestión de los partidos de ciudad, desnaturalizada; cambiado el sentido de las palabras, e introducido el régimen de la estancia de ganados, en la administración de la República más guerrera, más entusiasta por la libertad y que más sacrificios hizo para conseguirla. La muerte de López le entregaba a Santa Fe; la de los Reinafé, a Córdoba; la de Facundo, las ocho provincias de la falda de los Andes. Para tomar posesión de todas ellas, bastáronle algunos obsequios personales, algunas cartas amistosas y algunas erogaciones del erario. Los Auxiliares acantonados en San Luis recibieron un magnífico vestuario, y sus sueldos empezaron a pagarse de las cajas de Buenos Aires. El padre Aldao, a más de una suma de dinero, empezó a recibir su sueldo de general de manos de Rosas, y el general Heredia, de Tucumán, que, con motivo de la muerte de Quiroga, escribía a un amigo suyo: «¡Ay, amigo! ¡No sabe lo que ha perdido la República con la muerte de Quiroga! ¡Qué porvenir, qué pensamiento tan grande de hombre! ¡Quería constituir la República y llamar a todos los emigrados para que contribuyesen con sus luces y saber a esta grande obra!», el general Heredia recibió un armamento y dinero para preparar la guerra contra el impío unitario Santa Cruz, y se olvidó bien pronto del cuadro grandioso que Facundo había desenvuelto a su vista, en las conferencias que con él tuvo antes de su muerte.

Una medida administrativa que influía sobre toda la nación vino a servir de ensayo y manifestación de esta fusión unitaria y dependencia absoluta de Rosas. Rivadavia había establecido correos que, de ocho en ocho días, llevaban y traían la correspondencia de las provincias a Buenos Aires, y uno, mensual, a Chile y Bolivia, que daban el nombre a las dos líneas generales de comunicación establecidas en la República. Los gobiernos civilizados del mundo ponen, hoy, toda solicitud en aumentar, a costa de gastos inmensos, los correos no sólo de ciudad a ciudad, día por día y hora por hora, sino en el seno mismo de las grandes ciudades, estableciendo estafetas de barrio, y entre todos los puntos de la tierra, por medio de las líneas de vapores que atraviesan el Atlántico o costean el Mediterráneo, porque la riqueza de los pueblos, la seguridad de las especulaciones de comercio, todo depende de la facilidad de adquirir noticias. En Chile, vemos todos los días, o los reclamos de los pueblos para que se aumenten los correos, o bien la solicitud del Gobierno, para multiplicarlos por mar o por tierra. En medio de este movimiento general del mundo, para acelerar las comunicaciones de los pueblos, don Juan Manuel Rosas, para mejor gobernar sus provincias, suprime los correos, que no existen en toda la República hace catorce años. En su lugar establece chasques de gobierno, que despacha él cuando hay una orden o una noticia que comunicar a sus subalternos. Esta medida horrible y ruinosa ha producido, sin embargo, para su sistema, las consecuencias más útiles. La expectación, la duda, la incertidumbre se mantienen en el interior; los gobernadores mismos se pasan tres y cuatro meses sin recibir un despacho, sin saber sino de oídas lo que en Buenos Aires ocurre. Cuando un conflicto ha pasado, cuando una ventaja se ha obtenido, entonces parten los chasques al interior, conduciendo cargas de Gacetas, partes y boletines, con una carta al amigo, al compañero y gobernador, anunciándole que los salvajes unitarios han sido derrotados, que la Divina Providencia vela por la conservación de la República.

Ha sucedido en 1843, que en Buenos Aires las harinas tenían un precio exorbitante y las provincias del interior lo ignoraban; algunos que tuvieron noticias privadas de sus corresponsales, mandaron cargamentos que les dejaron pingües utilidades. Entonces las provincias de San Juan y Mendoza, en masa, se movieron a especular sobre las harinas. Millares de cargas atraviesan la pampa, llegan a Buenos Aires, y encuentran... que hacía dos meses que habían bajado de precio, hasta no costear ni los fletes. Más tarde se corre en San Juan que las harinas han tomado valor en Buenos Aires; los cosecheros suben el precio; suben las propuestas; se compra el trigo por cantidades exorbitantes; se acumula en varias manos, hasta que al fin una árrea que llega descubre que no ha habido alteración ninguna en la plaza, que ella deja su carga de harina porque no hay ni compradores. ¡Imaginaos, si podéis, pueblos colocados a inmensas distancias ser gobernados de este modo!

Todavía, en estos últimos años, las consecuencias de sus tropelías le han servido para consumar su obra unitaria. El Gobierno de Chile, despreciado en sus reclamaciones sobre males inferidos a sus súbditos, creyó oportuno cortar las relaciones comerciales con las provincias de Cuyo. Rosas aplaudió la medida y se calló la boca. Chile le proporcionaba lo que él no se había atrevido a intentar, que era cerrar todas las vías de comercio que no dependiesen de Buenos Aires. Mendoza y San Juan, La Rioja y Tucumán, que proveían de ganados, harina, jabón y otros ramos valiosos a las provincias del norte de Chile, han abandonado este tráfico. Un enviado ha venido a Chile, que esperó seis meses en Mendoza, hasta que se cerrase la cordillera, y que hasta aquí, hace tres que no ha hablado una palabra, hasta ahora, de abrir el comercio.

Organizada la República bajo un plan de combinaciones tan fecundas en resultados, contrájose Rosas a la organización de su poder en Buenos Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había empujado sobre la ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte, necesitando moralizar esa misma campaña, como propietario y borrar el camino por donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que debía servir a contener la República en la obediencia y a llevar el estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos.

No era sólo el ejército la fuerza que había sustituido a la adhesión de la campaña, y a la opinión pública de la ciudad. Dos pueblos distintos, de razas diversas, vinieron en su apoyo. Existe en Buenos Aires una multitud de negros, de los millares quitados por los corsarios durante la guerra del Brasil. Forman asociaciones según los pueblos africanos a que pertenecen, tienen reuniones públicas, caja municipal y un fuerte espíritu de cuerpo que los sostiene en medio de los blancos.

Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o al que los ocupa. Los europeos que penetran en el interior del África toman negros a su servicio, que los defienden de los otros negros, y se exponen por ellos a los mayores peligros.

Rosas se formó una opinión pública, un pueblo adicto en la población negra de Buenos Aires, y confió a su hija doña Manuelita esta parte de su gobierno. La influencia de las negras para con ella, su favor para con el Gobierno, han sido siempre sin límites. Un joven sanjuanino estaba en Buenos Aires cuando Lavalle se acercaba en 1840; había pena de la vida para el que saliese del recinto de la ciudad. Una negra vieja que en otro tiempo había pertenecido a su familia y había sido vendida en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está detenido: «Amito -le dice-, ¿cómo no me había avisado? En el momento voy a conseguirle pasaporte.» «¿Tú?» «Yo, amito; la señorita Manuelita no me lo negará.» Un cuarto de hora después la negra volvía con el pasaporte firmado por Rosas, con orden a las partidas de dejarlo salir libremente.

Los negros, ganados así para el Gobierno, ponían en manos de Rosas un celoso espionaje en el seno de cada familia, por los sirvientes y esclavos, proporcionándole, además, excelentes e incorruptibles soldados de otro idioma y de una raza salvaje. Cuando Lavalle se acercó a Buenos Aires, el Fuerte y Santos Lugares estaban llenos, a falta de soldados, de negras entusiastas vestidas de hombres para engrosar las fuerzas. La adhesión de los negros dio al poder de Rosas una base indestructible. Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina de esta población, que encontraba su patria y su manera de gobernar en el amo a quien servía. Para intimidar la campaña atrajo, a los fuertes del sur, algunas tribus salvajes, cuyos caciques estaban a sus órdenes.

Asegurados estos puntos principales, el tiempo irá consolidando la obra de organización unitaria que el crimen había iniciado, y sostenían la decepción y la astucia. La República así reconstruida, sofocado el federalismo de las provincias, y por persuasión, conveniencia, o temor, obedeciendo todos sus gobiernos a la impulsión que se les da desde Buenos Aires, Rosas necesita salir de los límites de su Estado para ostentar afuera, para exhibir a la luz pública la obra de su ingenio. ¿De qué le había servido absorberse las provincias, si al fin había de permanecer, como el doctor Francia, sin brillo en el exterior, sin contacto ni influencia sobre los pueblos vecinos? La fuerte unidad dada a la República sólo es la base firme que necesita para lanzarse y producirse en un teatro más elevado, porque Rosas tiene conciencia de su valer y espera una nombradía imperecedera.

Invitado por el Gobierno de Chile, toma parte en la guerra que este Estado hace a Santa Cruz. ¿Qué motivos le hacen abrazar con tanto ardor una guerra lejana y sin antecedente para él? Una idea fija que lo domina desde mucho antes de ejercer el Gobierno Supremo de la República, a saber: la reconstrucción del antiguo virreinato de Buenos Aires. No es que por entonces conciba apoderarse de Bolivia, sino que, habiendo cuestiones pendientes sobre límites, reclama la provincia de Tarija: lo demás, lo darán el tiempo y las circunstancias. A la otra orilla del Plata también hay una desmembración del virreinato: la República Oriental. Allí Rosas halla medios de establecer su influencia con el gobierno de Oribe, y si no obtiene que no lo ataque la prensa, consigue al menos que el pacífico Rivadavia, los Agüero, Varela y otros unitarios de nota sean expulsados del territorio Oriental. Desde entonces, la influencia de Rosas se encarna más y más en aquella República, hasta que al fin el ex presidente Oribe se constituye en general de Rosas, y los emigrados argentinos se confunden con los nacionales, en la resistencia que oponen a esta conquista disfrazada con nombres especiosos. Más tarde, y cuando el doctor Francia muere, Rosas se niega a reconocer la independencia del Paraguay, siempre preocupado de su idea favorita: la reconstrucción del antiguo virreinato.

Pero todas estas manifestaciones de la Confederación Argentina no bastan a mostrarlo en toda su luz; necesítase un campo más vasto, antagonistas más poderosos, cuestiones de más brillo, una potencia europea, en fin, con quien habérselas y mostrarle lo que es un Gobierno americano original, y la fortuna no se esquiva, esta vez, para ofrecérsela.

La Francia mantenía en Buenos Aires, en calidad de agente consular, un joven de corazón y capaz de simpatías ardientes por la civilización y la libertad. M. Roger está relacionado con la juventud literata de Buenos Aires, y mira, con la indignación de un corazón joven y francés, los actos de inmoralidad, la subversión de todo principio de justicia y la esclavitud de un pueblo que estima altamente. Yo no quiero entrar en la apreciación de los motivos ostensibles que motivaron el bloqueo de Francia sino en las causas que venían preparando una coalición entre Rosas y los agentes de los Poderes europeos. Los franceses, sobre todo, se habían distinguido ya, desde 1828, por su decisión entusiasta por la causa que sostenían los antiguos unitarios. M. Guizot ha dicho en pleno Parlamento que sus conciudadanos son muy entrometidos: yo no pondré en duda autoridad tan competente; lo único que aseguraré es que, entre nosotros, los franceses residentes se mostraron siempre franceses, europeos y hombres de corazón; si después en Montevideo se han mostrado lo que en 1828, eso probará que, en todos tiempos, son entrometidos, o bien que hay algo en las cuestiones políticas del Plata que les toca muy de cerca. Sin embargo, yo no comprendo cómo concibe M. Guizot que en un país cristiano, en que los franceses residentes tienen sus hijos y su fortuna, y esperan hacer de él su patria definitiva, han de mirar con indiferencia el que se levante y afiance un sistema de gobierno que destruye todas las garantías de las sociedades civilizadas, y abjura todas las tradiciones, doctrinas y principios que ligan aquel país a la gran familia europea. Si la escena fuese en Turquía o en Persia, comprendo muy bien que serían entrometidos por demás los extranjeros que se mezclasen en las querellas de los habitantes; entre nosotros, y cuando las cuestiones son de la clase de las que allí se ventilan, hallo muy difícil creer que el mismo M. Guizot conservase cachaza suficiente para no desear, siquiera, el triunfo de aquella causa que más de acuerdo está con su educación, hábitos e ideas europeas. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los europeos, de cualquier nación que sean, han abrazado con calor un partido, y para que esto suceda, causas sociales muy profundas deben militar para vencer el egoísmo natural al hombre extranjero; más indiferentes se han mostrado siempre los americanos mismos.

La Gaceta de Rosas se queja, hasta hoy, de la hostilidad puramente personal de Purvis y otros agentes europeos que favorecen a los enemigos de Rosas, aun contra las órdenes expresas de sus gobiernos. Estas antipatías personales de europeos civilizados, más que la muerte de Bacle, prepararon el bloqueo. El joven Roger quiso poner el peso de la Francia en la balanza en que no alcanzaba a pesar bastante, el partido europeo civilizado que destruía Rosas, y M. Martigny, tan apasionado como él, lo secundó en aquella obra más digna de esa Francia ideal que nos ha hecho amar la literatura francesa que de la verdadera Francia, que anda arrastrándose hoy día tras de todas las cuestiones de hechos mezquinos y sin elevación de ideas.

Una desaveniencia con la Francia era para Rosas el bello ideal de su Gobierno, y no sería dado saber quién agriaba más la discusión, si M. Roger con sus reclamos y su deseo de hacer caer aquel tirano bárbaro, o Rosas, animado de su ojeriza contra los extranjeros y sus instituciones, trajes, costumbres e ideas de gobierno. «Este bloqueo -decía Rosas frotándose las manos de contento y entusiasmo- va a llevar mi nombre por todo el mundo, y la América me mirará como el Defensor de su Independencia.» Sus anticipaciones han ido más allá de lo que él podía prometerse, y sin duda que Mehemet-Alí ni Abdel-Kader gozan hoy en la tierra de una nombradía más sonada que la suya. En cuanto a Defensor de la Independencia Americana, título que él se ha arrogado, los hombres ilustrados de América empiezan hoy a disputárselo, y acaso los hechos vengan tristemente a mostrar que sólo Rosas podía echar a la Europa sobre la América y forzarla a intervenir en las cuestiones que de este lado del Atlántico se agitan. La triple intervención que se anuncia es la primera que ha tenido lugar en los nuevos estados americanos.

El bloqueo francés fue la vía pública por la cual llegó a manifestarse sin embozo el sentimiento llamado propiamente americanismo. Todo lo que de bárbaros tenemos; todo lo que nos separa de la Europa culta, se mostró desde entonces, en la República Argentina, organizado en sistema y dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos de procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las instituciones que nos esforzamos por todas partes en copiar a la Europa iba la persecución al fraque, a la moda, a las patillas, a los peales del calzón, a la forma del cuello del chaleco y al peinado que traía el figurín; y a estas exterioridades europeas se sustituía el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos, y este mismo don Baldomero García que hoy nos trae a Chile el «Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios», como «signo de conciliación y de paz», fue botado, a empujones, del Fuerte un día en que, como magistrado, acudía a un besamanos, por tener el salvajismo asqueroso e inmundo de presentarse con frac.

Desde entonces, la Gaceta cultiva, ensancha, agita y desenvuelve en el ánimo de sus lectores el odio a los europeos, el desprecio de los cuerpos que quieren conquistarnos. A los franceses los llama titiriteros, tiñosos; a Luis Felipe, guarda chanchos, unitario, y a la política europea, bárbara, asquerosa, brutal, sanguinaria, cruel, inhumana. El bloqueo principia y Rosas escoge medios de resistirlo dignos de una guerra entre él y Francia. Quita a los catedráticos de la Universidad sus rentas, a las escuelas primarias de hombres y de mujeres, las dotaciones cuantiosas que Rivadavia les había asignado; cierra todos los establecimientos filantrópicos; los locos son arrojados a las calles, y los vecinos se encargan de encerrar en sus casas a aquellos peligrosos desgraciados. ¿No hay una exquisita penetración en estas medidas? ¿No se hace la verdadera guerra a la Francia, que en luces está a la cabeza de la Europa, atacándola en la educación pública? El Mensaje de Rosas anuncia todos los años que el celo de los ciudadanos mantiene los establecimientos públicos. ¡Bárbaro! ¡Es la ciudad, que trata de salvarse de no ser convertida en pampa, si abandona la educación que la liga al mundo civilizado! Efectivamente, el doctor Alcorta y otros jóvenes dan lecciones gratis en la Universidad, durante muchos años, a fin de que no se cierren los cursos; los maestros de escuela continúan enseñando y piden, a los padres de familia, una limosna para vivir, porque quieren continuar dando lecciones. La Sociedad de Beneficencia recorre, secretamente, las casas, en busca de suscripciones; improvisa recursos para mantener a las heroicas maestras, que, con tal que no se mueran de hambre, han jurado no cerrar sus escuelas, y el 25 de mayo presentan sus millares de alumnas todos los años, vestidas de blanco, a mostrar su aprovechamiento en los exámenes públicos... ¡Ah, corazones de piedra! ¡Nos preguntaréis todavía por qué combatimos!

Diera con lo que precede por terminada la vida de Facundo Quiroga y las consecuencias que de ella se han derivado, en los hechos históricos y en la política de la República Argentina, si, por conclusión de estos apuntes, aún no me quedara por apreciar las consecuencias morales que ha traído la lucha de las campañas pastoras con las ciudades, y los resultados, ya favorables, ya adversos, que ha dado para el porvenir de la República.




Arriba15. Presente y porvenir

Après avoir été conquérant, après s'être déployé tout entier, il s'épuise, il a fait son temps, il est conquis lui-même; ce jour-là il quitte la scène du monde, parce qu'alors il est devenu inutile à l'humanité.


COUSIN.                


El bloqueo de la Francia duraba dos años había, y el Gobierno americano animado del espíritu americano, hacía frente a la Francia, al principio europeo, a las pretensiones europeas. El bloqueo francés, empero, había sido fecundo en resultados sociales para la República Argentina, y servía a manifestar en toda su desnudez la situación de los espíritus y los nuevos elementos de lucha que debían encender la guerra encarnizada, que sólo puede terminar con la caída de aquel Gobierno monstruoso. El Gobierno personal de Rosas continuaba sus estragos en Buenos Aires, su fusión unitaria en el interior, al paso que en el exterior se presentaba haciendo frente gloriosamente a las pretensiones de una potencia europea y reivindicando el poder americano contra toda tentativa de invasión. Rosas ha probado -se decía por toda la América, y aún se dice hoy- que la Europa es demasiado débil para conquistar un Estado americano que quiere sostener sus derechos.

Sin negar esta verdad incuestionable, yo creo que lo que Rosas puso de manifiesto es la supina ignorancia en que viven en Europa, sobre los intereses europeos en América, los verdaderos medios de hacerlos prosperar, sin menoscabo de la independencia americana. A Rosas, además, debe la República Argentina, en estos últimos años, haber llenado de su nombre, de sus luchas y de la discusión de sus intereses, el mundo civilizado y puéstola en contacto más inmediato con la Europa, forzando a sus sabios y a sus políticos contraerse a estudiar este mundo trasatlántico, que tan importante papel está llamado a figurar en el mundo futuro. Yo no digo que hoy estén mucho más avanzados en conocimientos, sino que ya están en vías de experimento, y que al fin la verdad ha de ser conocida. Mirado el bloqueo francés bajo su aspecto material, es un hecho oscuro que a ningún resultado histórico conduce; Rosas cede de sus pretensiones, la Francia deja pudrirse sus buques en las aguas del Plata, he aquí toda la historia del bloqueo.

La aplicación del nuevo sistema de Rosas había traído un resultado singular, a saber: que la población de Buenos Aires se había fugado y reunídose en Montevideo. Quedaban, es verdad, en la orilla izquierda del Plata las mujeres, los hombres materiales, aquellos que pacen su pan bajo la férula de cualquier tirano; los hombres, en fin, para quienes el interés de la libertad, la civilización y la dignidad de la patria es posterior al de comer y dormir; pero toda aquella escasa porción de nuestras sociedades y de todas las sociedades humanas, para la cual entra por algo, en los negocios de la vida, el vivir bajo un gobierno racional y preparar sus destinos futuros, se hallaba reunida en Montevideo, adonde, por otra parte, con el bloqueo y la falta de seguridad individual, se había trasladado el comercio de Buenos Aires y las principales casas extranjeras.

Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios, con todo el personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, dieciocho generales de la República, sus escritores, los ex congresales, etc.; estaban ahí, además, los federales de la ciudad, emigrados de 1833 adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitución de 1826, expulsados por Rosas, con el apodo de lomos negros. Venían después los fautores de Rosas, que no habían podido ver sin horror la obra de sus manos, o que, sintiendo aproximarse a ellos el cuchillo exterminador, habían, como Talien y los termidorianos, intentado salvar sus vidas y la patria, destruyendo lo mismo que ellos habían creado.

Últimamente había llegado a reunirse en Montevideo un cuarto elemento que no era ni unitario, ni federal, ni ex rosista, y que ninguna afinidad tenía con aquéllos, compuesto de la nueva generación que había llegado a la virilidad, en medio de la destrucción del orden antiguo y la planteación del nuevo. Como Rosas ha tenido buen cuidado y tanto tesón de hacer creer al mundo que sus enemigos son, hoy, los unitarios del año 26, creo oportuno entrar en algunos detalles sobre esta última faz de las ideas que han agitado la República.

La numerosa juventud que el Colegio de Ciencias Morales, fundado por Rivadavia, había reunido de todas las provincias, la que la Universidad, el Seminario y los muchos establecimientos de educación que pululaban en aquella ciudad, que tuvo un día el candor de llamarse la Atenas americana, habían preparado para la vida pública, se encontraba sin foro, sin prensa, sin tribuna, sin esa vida pública, sin teatro, en fin, en que ensayar las fuerzas de una inteligencia juvenil y llena de actividad. Por otra parte, el contacto inmediato que, con la Europa, habían establecido la revolución de la Independencia, el comercio y la administración de Rivadavia, tan eminentemente europea, había echado a la juventud argentina, en el estudio del movimiento político y literario de la Europa y de la Francia sobre todo. El romanticismo, el eclecticismo, el socialismo, todos aquellos diversos sistemas de ideas tenían acalorados adeptos, y el estudio de las teorías sociales se hacía a la sombra del despotismo más hostil a todo desenvolvimiento de ideas. El doctor Alsina, dando lección en la Universidad sobre legislación, después de explicar lo que era el despotismo, añadía esta frase final: «En suma, señores: ¿quieren ustedes tener una idea cabal de lo que es el despotismo? Ahí tienen ustedes el Gobierno de don Juan Manuel Rosas con facultades extraordinarias.» Una lluvia de aplausos, siniestros y amenazadores, ahogaba la voz del osado catedrático.

Al fin, esa juventud que se esconde con sus libros europeos a estudiar en secreto, con su Sismondi, su Lerminier, su Tocqueville, sus revistas Británica, de Ambos Mundos, Enciclopédica, su Jouffroy, su Cousin, su Guizot, etc., etc., se interroga, se agita, se comunica y al fin se asocia, indeliberadamente, sin saber fijamente para qué, llevada de una impulsión que cree puramente literaria, como si las letras corrieran peligro de perderse en aquel mundo bárbaro, o como si la buena doctrina perseguida en la superficie necesitase ir a esconderse en el asilo subterráneo de las Catacumbas, para salir de allí, compacta y robustecida, a luchar con el poder.

El Salón Literario de Buenos Aires fue la primera manifestación de este espíritu nuevo. Algunas publicaciones periódicas, algunos opúsculos en que las doctrinas europeas aparecían mal digeridas aún, fueron sus primeros ensayos. Hasta entonces, nada de política, nada de partidos; aún había muchos jóvenes que, preocupados con las doctrinas históricas francesas, creyeron que Rosas, su Gobierno, su sistema original, su reacción contra la Europa, eran una manifestación nacional americana, una civilización, en fin, con sus caracteres y formas peculiares. No entraré a apreciar ni la importancia real de estos estudios ni las fases incompletas, presuntuosas y aun ridículas que presentaba aquel movimiento literario: eran ensayos de fuerzas inexpertas y juveniles que no merecerían recuerdo si no fuesen precursores de un movimiento más fecundo en resultados. Del seno del Salón Literario se desprendió un grupo de cabezas inteligentes, que, asociándose secretamente, proponíase formar un carbonarismo que debía echar en toda la República las bases de una reacción civilizada contra el Gobierno bárbaro que había triunfado.

Tengo, por fortuna, el acta original de esta asociación a la vista, y puedo, con satisfacción, contar los nombres que la suscribieron. Los que los llevan están hoy diseminados por Europa y América, excepto algunos que han pagado a la patria su tributo, con una muerte gloriosa en los campos de batalla. Casi todos los que sobreviven son, hoy, literatos distinguidos, y si un día los poderes intelectuales han de tener parte en la dirección de los negocios de la República Argentina, muchos y muy completos instrumentos hallarán en esta acogida pléyade, largamente preparada por el talento, el estudio, los viajes, la desgracia y el espectáculo de los errores y desaciertos que han presenciado o cometido ellos mismos.

«En nombre de Dios -dice el acta-, de la Patria, de los Héroes y Mártires de la Independencia Americana; en nombre de la sangre y de las lágrimas inútilmente derramadas en nuestra guerra civil, todos y cada uno de los miembros de la asociación de la joven generación argentina:

CREYENDO

«Que todos los hombres son iguales»;

«Que todos son libres, que todos son hermanos, iguales en derechos y deberes»;

«Libres en el ejercicio de sus facultades para el bien de todos»;

«Hermanos para marchar a la conquista de aquel bien y al lleno de los destinos humanos»;

CREYENDO

«En el progreso de la humanidad; teniendo fe en el porvenir»;

«Convencidos de que la unión constituye la fuerza»;

«Que no puede existir fraternidad ni unión sin el vínculo de los principios»;

«Y deseando consagrar sus esfuerzos a la libertad y felicidad de su patria y a la regeneración completa de la sociedad argentina»,

JURAN

«1.º Concurrir con su inteligenda, sus bienes y sus brazos a la realización de los principios formulados en las palabras simbólicas que forman las bases del pacto de alianza»;

«2.º Juran no desistir de la empresa, sean cuales fueren los peligros que amaguen a cada uno de los miembros sociales»;

«3.º Juran sostenerlos a todo trance y usar de todos los medios que tengan en sus manos, para difundirlos y propagarlos»;

«4.º Juran fraternidad recíproca, unión estrecha y perpetuo silencio sobre lo que pueda comprometer la existencia de la Asociación.»

Las palabras simbólicas, no obstante la oscuridad emblemática del título, eran sólo el credo político que reconoce y confiesa el mundo cristiano, con la sola agregación de la prescindencia de los asociados de las ideas e intereses que antes habían dividido a unitarios y federales, con quienes podían ahora armonizar, puesto que la común desgracia los había unido en el destierro.

Mientras estos nuevos apóstoles de la República y de la civilización europea se preparaban a poner a prueba sus juramentos, la persecución de Rosas llegaba ya hasta ellos, jóvenes sin antecedentes políticos, después de haber pasado por sus partidarios mismos, por los federales lomos negros y por los antiguos unitarios. Fueles preciso, pues, salvar, con sus vidas, las doctrinas que tan sensatamente habían formulado, y Montevideo vio venir, unos en pos de otros, centenares de jóvenes que abandonaban su familia, sus estudios y sus negocios, para ir a buscar a la ribera oriental del Plata un punto de apoyo para desplomar, si podían, aquel poder sombrío que se hacía un parapeto de cadáveres y tenía de avanzada una borda de asesinos legalmente constituida.

He necesitado entrar en estos pormenores para caracterizar un gran movimiento que se operaba, por entonces, en Montevideo y que ha escandalizado a la América, dando a Rosas una poderosa arma moral para robustecer su Gobierno y su principio americano. Hablo de la alianza de los enemigos de Rosas con los franceses que bloqueaban a Buenos Aires, que Rosas ha echado en cara eternamente como un baldón a los unitarios. Pero en honor de la verdad histórica y de la justicia, debo declarar, ya que la ocasión se presenta, que los verdaderos unitarios, los hombres que figuraron hasta 1829, no son responsables de aquella alianza; los que cometieron aquel delito de leso americanismo; los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata, fueron los jóvenes; en una palabra: ¡fuimos nosotros! Sé muy bien que en los Estados americanos halla eco Rosas, aun entre hombres liberales y eminentemente civilizados, sobre este delicado punto, y que para muchos es todavía un error afrentoso el haberse asociado los argentinos a los extranjeros para derrocar a un tirano. Pero cada uno debe reposar en sus convicciones, y no descender a justificarse de lo que cree firmemente y sostiene de palabra y de obra. Así, pues, diré en despecho de quienquiera que sea, que la gloria de haber comprendido que había alianza íntima entre los enemigos de Rosas y los poderes civilizados de Europa nos perteneció toda entera a nosotros. Los unitarios más eminentes, como los americanos, como Rosas y sus satélites, estaban demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad, que es patrimonio del hombre desde la tribu salvaje y que le hace mirar, con horror, al extranjero. En los pueblos castellanos este sentimiento ha ido hasta convertirse en una pasión brutal, capaz de los mayores y más culpables excesos, capaz del suicidio. La juventud de Buenos Aires llevaba consigo esta idea fecunda de la fraternidad de intereses con la Francia y la Inglaterra; llevaba el amor a los pueblos europeos, asociado al amor a la civilización, a las institudones y a las letras que la Europa nos había legado, y que Rosas destruía en nombre de la América, sustituyendo otro vestido al vestido europeo, otras leyes, a las leyes europeas, otro gobierno, al gobierno europeo. Esta juventud, impregnada de las ideas civilizadoras de la literatura europea, iba a buscar, en los europeos enemigos de Rosas, sus antecesores, sus padres, sus modelos; apoyo contra la América, tal como la presentaba Rosas: bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria como la Turquía, persiguiendo y despreciando la inteligencia como el mahometismo. Si los resultados no han correspondido a sus expectaciones, suya no fue la culpa; ni los que les afean aquella alianza pueden, tampoco, vanagloriarse de haber acertado mejor; pues si los franceses pactaron, al fin, con el tirano, no por eso intentaron nada contra la Independencia argentina y si por un momento ocuparon la isla de Martín García, llamaron luego un jefe argentino que se hiciese cargo de ella. Los argentinos, antes de asociarse a los franceses, habían exigido declaraciones públicas de parte de los bloqueadores de respetar el territorio argentino, y las habían obtenido, solemnes.

En tanto, la idea que tanto combatieron los unitarios al principio, y que llamaban una traición a la Patria, se generalizó y los dominó y sometió a ellos mismos, y cunde hoy, por toda la América y se arraiga en los ánimos.

En Montevideo, pues, se asociaron la Francia y la República Argentina europea para derrocar el monstruo del americanismo hijo de la pampa; desgraciadamente, dos años se perdieron en debates y cuando la alianza se firmó, la cuestión de Oriente requirió las fuerzas navales de Francia, y los aliados argentinos quedaron solos en la brecha. Por otra parte, las preocupaciones unitarias estorbaron que se adoptasen los verdaderos medios militares y revolucionarios para obrar contra el tirano, yendo a estrellarse, los esfuerzos intentados, contra elementos que se habían dejado ser más poderosos. M. Martigny, uno de los pocos franceses que, habiendo vivido largo tiempo entre los americanos, sabía comprender sus intereses y los de Francia en América, francés de corazón, que deploraba todos los días los extravíos, preocupaciones y errores de esos mismos argentinos a quienes quería salvar, decía de los antiguos unitarios: «Son los emigrados franceses de 1789: no han olvidado nada, ni aprendido nada.» Y efectivamente: vencidos en 1829 por la montonera, creían que todavía la montonera era un elemento de guerra, y no querían formar ejército de línea; dominados, entonces, por las campañas pastoras, creían, ahora, inútil apoderarse de Buenos Aires; con preocupaciones invencibles contra los gauchos, los miraban aún como sus enemigos natos, parodiando, sin embargo, su táctica guerrera, sus hordas de caballería y hasta su traje en los ejércitos.

Una revolución radical, empero, se había estado operando en la República, y el haberla comprendido a tiempo habría bastado para salvarla. Rosas, elevado por la campaña y apenas asegurado del Gobierno, se había consagrado a quitarle todo su poder. Por el veneno, por la traición, por el cuchillo, había dado muerte a todos los comandantes de campaña que habían ayudado a su elevación, y sustituido, en su lugar, hombres sin capacidad, sin reputación, armados, sin embargo, del poder de matar sin responsabilidad. Las atrocidades de que era teatro sangriento Buenos Aires habían, por otra parte, hecho huir a la campaña a una inmensa multitud de ciudadanos que, mezclándose con los gauchos, iban obrando, lentamente, una fusión radical entre los hombres del campo y los de la ciudad; la común desgracia los reunía; unos y otros execraban aquel monstruo sediento de sangre y de crímenes, ligándolos, para siempre, en un voto común. La campaña, pues, había dejado de pertenecer a Rosas, y su poder, faltándole aquella base y la de la opinión pública, había ido a apoyarse en una horda de asesinos disciplinados y en un ejército de línea. Rosas, más perspicaz que los unitarios, se había apoderado del arma que ellos, gratuitamente, abandonaban: la infantería y el cañón. Desde 1835 disciplinaba rigurosamente sus soldados, y cada día se desmontaba un escuadrón para engrosar los batallones.

No por eso Rosas contaba con el espíritu de sus tropas, como no contaba con la campaña ni los ciudadanos. Las conspiraciones cruzaban, diariamente, sus hilos que venían de diversos focos, y la unanimidad del designio hacía, por la exuberancia misma de los medios, casi imposible llevar nada a cabo. Últimamente, la mayor parte de sus jefes y todos los cuerpos de línea estaban implicados en una conjuración, que encabezaba el joven coronel Maza, quien, teniendo en sus manos la suerte de Rosas durante cuatro meses, perdía un tiempo precioso en comunicarse con Montevideo y revelar sus planes. Al fin sucedió lo que había de suceder: la conspiración fue descubierta, y Maza murió, llevándose consigo el secreto de la complicidad de la mayor parte de los jefes que continúan, hoy, al servicio de Rosas. Más tarde, no obstante este contraste, estalló la sublevación en masa de la campaña, encabezada por el coronel Cramer, Castelli y centenares de hacendados pacíficos. Pero aun esta revolución tuvo mal éxito, y setecientos gauchos pasaron por la angustia de abandonar su pampa y su parejero y embarcarse para ir a continuar, en otra parte, la guerra. Todos estos inmensos elementos estaban en poder de los unitarios; pero sus preocupaciones no les dejaban aprovecharlos; pedían, ante todo, que aquellas fuerzas nuevas, actuales, se subordinasen a nombres antiguos y pasados. No concebían la revolución sino bajo las órdenes de Soler, Alvear, Lavalle u otro de reputación, de gloria clásica; y mientras tanto sucedía en Buenos Aires lo que en Francia había sucedido en 1830, a saber: que todos los generales querían la revolución, pero les faltaba corazón y entrañas; estaban gastados, como esos centenares de generales franceses que, en los días de julio, cosecharon los resultados del valor del pueblo, a quien no quisieron prestar su espada para triunfar. Faltáronnos los jóvenes de la Escuela Politécnica, para que encabezasen a una ciudad que sólo pedía una voz de mando para salir a las calles y desbaratar la Mazorca y desalojar el caníbal. La Mazorca, malogradas esas tentativas, se encargó de la fácil tarea de inundar las calles de sangre y de helar el ánimo de los que sobrevivían a fuerza de crímenes.

El Gobierno francés, al fin, mandó a M. Mackau a terminar a todo trance el bloqueo, y con los conocimientos de M. Mackau sobre las cuestiones americanas, se firmó un tratado que dejaba a merced de Rosas el ejército de Lavalle, que Regaba, en aquellos momentos mismos, a las goteras de Buenos Aires y malograba para la Francia las simpatías profundas de los argentinos por ella y de los franceses por los argentinos; porque la fraternidad galoargentina estaba cimentada en una afección profunda de pueblo a pueblo, y en tal comunidad de intereses e ideas que aún hoy, después de los desbarros de la política francesa, no ha podido, en tres años, despegar de las murallas de Montevideo a los heroicos extranjeros que se han aferrado a ellas, como al último atrincheramiento que a la civilización europea queda en las márgenes del Plata. Quizá esta ceguedad del ministerio francés ha sido útil a la República Argentina: era preciso que desencantamiento semejante nos hubiese hecho conocer la Francia poder, la Francia gobierno, muy distinta de esa Francia ideal y bella, generosa y cosmopolita, que tanta sangre ha derramado por la libertad, y que sus libros, sus filósofos, sus revistas nos hacían amar desde 1810. La política que al Gobierno francés trazan todos sus publicistas, Considerant, Damiron y otros, simpática por el progreso, la libertad y la civilización, podría haberse puesto en ejercicio en el Río de la Plata sin que por eso bambolease el trono de Luis Felipe, que han creído acuñar con la esclavitud de la Italia, de la Polonia y de la Bélgica; y la Francia habría cosechado, en influendas y simpatías, lo que no le dio su pobre tratado Mackau, que afianzaba un poder hostil, por naturaleza, a los intereses europeos, que no pueden medrar en América sino bajo la sombra de instituciones civilizadoras y libres. Digo lo mismo con respecto a la Inglaterra, cuya política en el Río de la Plata haría sospechar que tiene el secreto designio de dejar debilitarse, bajo el despotismo de Rosas, aquel espíritu que la rechazó en 1806 para volver a probar fortuna cuando una guerra europea u otro gran movimiento deje la tierra abandonada al pillaje, y añadir esta posesión a las concesiones necesarias para firmar un tratado, como el definitivo de Viena, en que se hizo conceder Malta, El Cabo y otros territorios adquiridos por un golpe de mano. Porque, ¿cómo sería posible concebir de otro modo, si la ignorancia en que viven en Europa de la situación de América no lo disculpase?, ¿cómo sería posible concebir, digo, que la Inglaterra, tan solícita en formarse mercados para sus manufacturas, haya estado durante veinte años viendo, tranquilamente, si no coadyuvando en secreto, a la aniquilación de todo principio civilizador en las orillas del Plata, y dando la mano para que se levante, cada vez que le ha visto bambolearse al tiranuelo ignorante que ha puesto una barra al río para que la Europa no pueda penetrar hasta el corazón de la América a sacar las riquezas que encierra y que nuestra inhabilidad desperdicia? ¿Cómo tolerar al enemigo implacable de los extranjeros que, con su inmigración a la sombra de un Gobierno simpático a los europeos y protector de la seguridad individual habrían poblado, en estos últimos veinte años, las costas de nuestros inmensos ríos y realizado los mismos prodigios que, en menos tiempo, se han consumado en las riberas del Mississipí? ¿Quiere la Inglaterra consumidores, cualquiera que el Gobierno de un país sea? Pero ¿qué han de consumir seiscientos mil gauchos, pobres, sin industria, como sin necesidades, bajo un Gobierno que, extinguiendo las costumbres y gustos europeos, disminuye, necesariamente, el consumo de productos europeos? ¿Habremos de creer que la Inglaterra desconoce, hasta este punto, sus intereses en América? ¿Ha querido poner su mano poderosa para que no se levante en el sur de la América un Estado como el que ella engendró en el norte? ¡Qué ilusión! Ese Estado se levantará, en despecho suyo, aunque sieguen sus retoños cada año, porque la grandeza del Estado está en la pampa pastosa, en las producciones tropicales del norte y en el gran sistema de ríos navegables cuya aorta es el Plata. Por otra parte, los españoles no somos ni navegantes ni industriosos, y la Europa nos proveerá, por largos siglos, de sus artefactos, en cambio de nuestras materias primeras; y ella y nosotros ganaremos en el cambio: la Europa nos pondrá el remo en la mano y nos remolcará río arriba, hasta que hayamos adquirido el gusto de la navegación.

Se ha repetido, de orden de Rosas, en todas las prensas europeas, que él es el único capaz de gobernar en los pueblos semibárbaros de la América. No es tanto de la América tan ultrajada que me lastimo, sino de las pobres manos que se han dejado guiar para estampar esas palabras. Es muy curioso que sólo sea capaz de gobernar aquél que no ha podido obtener un día de reposo, y que después de haber destrozado, envilecido y ensangrentado su patria se encuentra que, cuando creía cosechar el triunfo de tantos crímenes, está enredado con tres Estados americanos: con el Uruguay, el Paraguay y el Brasil, y que aún le quedan a su retaguardia Chile y Bolivia, con quienes tiene todas las exterioridades del Estado de guerra; porque, por más precauciones que el Gobierno de Chile tome para no malquistarse con el monstruo, la malquerencia está en el modo de ser íntimo de ambos pueblos, en las instituciones que los rigen, las tendencias diversas de su política. Para saber lo que Rosas pretenderá de Chile, basta tomar la Constitución del Estado; pues bien: ahí está la guerra; entregadle la Constitución, ya sea directa o indirectamente, y la paz vendrá en pos, esto es, estaréis conquistados para el Gobierno americano.

La Europa, que ha estado diez años alejándose del contacto con la República Argentina, se ve llamada, hoy, por el Brasil, para que lo proteja contra el malestar que le hace sufrir la proximidad de Rosas. ¿No acudirá a este llamado? Acudirá más tarde, no haya miedo; acudirá cuando la República misma salga del aturdimiento en que la han dejado los millares de asesinatos con que la han amedrentado, porque los asesinatos no constituyen un Estado; acudirá cuando el Uruguay y Paraguay pidan que se haga respetar el tratado hecho entre el león y el cordero; acudirá cuando la mitad de la América del Sur se halle trastornada por el desquiciamiento que trae la subversión de todo principio de moral y de justicia. La República Argentina está organizada, hoy, en una máquina de guerra que no puede dejar de obrar sin anular el poder que ha absorbido todos los intereses sociales. Concluida en el interior la guerra, ha salido, ya, al exterior; el Uruguay no sospechaba, ahora diez años, que él tuviese que habérselas con Rosas; el Paraguay no se lo imaginaba, ahora cinco; el Brasil no lo temía, ahora dos; Chile no lo sospecha todavía; Bolivia lo miraría como ridículo; pero ello vendrá por la naturaleza de las cosas, porque esto no depende de la voluntad de los pueblos ni de los gobiernos, sino de las condiciones inherentes a toda faz social. Los que esperan que el mismo hombre ha de ser primero, el azote de su pueblo, y el reparador de sus males, después; el destructor de las instituciones que traen la sanción de la humanidad civilizada y el organizador de la sociedad, conocen muy poco la Historia. Dios no procede así: un hombre, una época para cada faz, para cada revolución, para cada progreso.

No es mi ánimo trazar la historia de este reinado del terror, que dura desde 1832 hasta 1845, circunstancia que lo hace único en la historia del mundo. El detalle de todos sus espantosos excesos no entra en el plan de mi trabajo. La historia de las desgracias humanas y de los extravíos a que puede entregarse un hombre, cuando goza del poder sin freno, se engrosará en Buenos Aires de horribles y raros datos. Sólo he querido pintar el origen de este Gobierno y ligarlo a los antecedentes, caracteres, hábitos y accidentes nacionales que, ya desde 1810, venían pugnando por abrirse paso y apoderarse de la sociedad. He querido, además, mostrar los resultados que ha traído y las consecuencias de aquella espantosa subversión de todos los principios en que reposan las sociedades humanas. Hay un vacío en el gobierno de Rosas que por ahora no me es dado sondar, pero que el vértigo que ha enloquecido a la sociedad ha ocultado hasta aquí. Rosas no administra; no gobierna, en el sentido oficial de la palabra. Encerrado meses en su casa, sin dejarse ver de nadie, él solo dirige la guerra, las intrigas, el espionaje, la mazorca, todos los diversos resortes de su tenebrosa política; todo lo que no es útil para la guerra, todo lo que no perjudica a sus enemigos, no forma parte del Gobierno, no entra en la administración.

Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la República que despedaza, no; es un grande y poderoso instrumento de la Providencia que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa. Ved cómo. Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos; él lo extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy, todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo y no respiran sin su consentimiento. La idea de los unitarios está realizada; sólo está de más el tirano; el día que un buen Gobierno se establezca, hallará las resistencias locales vencidas y todo dispuesto para la unión.

La guerra civil ha llevado a los porteños al interior, y a los provincianos, de unas provincias a otras. Los pueblos se han conocido, se han estudiado y se han acercado más de lo que el tirano quería; de ahí viene su cuidado de quitarles los correos, de violar las correspondencia y vigilarlos a todos. La unión es íntima.

Existían, antes, dos sociedades diversas: las ciudades y las campañas; echándose las campañas sobre las ciudades se han hecho ciudadanos los gauchos y simpatizado con la causa de las ciudades. La montonera ha desaparecido con la despoblación de La Rioja, San Luis, Santa Fe y Entre Ríos, sus focos antiguos, y hoy los gauchos de las tres primeras corretean los llanos y la pampa, en sostén de los enemigos de Rosas. ¿Aborrece Rosas a los extranjeros? Los extranjeros toman parte en favor de la civilización americana, y durante tres años burlan, en Montevideo, su poder y muestran a toda la República que no es invencible Rosas, y que aún puede lucharse contra él. Corrientes vuelve a armarse, y bajo las órdenes del más hábil y más europeo general que la República tiene, se está preparando, ahora, a principiar la lucha en forma, porque todos los errores pasados son otras tantas lecciones para lo venidero. Lo que ha hecho Corrientes lo han de hacer, más hoy, más mañana, todas las provincias, porque les va en ello la vida y el porvenir.

¿Ha privado a sus conciudadanos de todos los derechos y desnudádolos de toda garantía? Pues bien: no pudiendo hacer lo mismo con los extranjeros, éstos son los únicos que se pasean con seguridad en Buenos Aires. Cada contrato que un hijo del país necesita celebrar, lo hace bajo la firma de un extranjero, y no hay Sociedad, no hay negocio en que los extranjeros no tengan parte. De manera que el derecho y las garantías existen en Buenos Aires bajo el despotismo más horrible. «¡Qué buen sirviente parece este irlandés!», decía a su patrón un transeúnte en Buenos Aires. «Sí -contestaba aquél-; lo he tomado por eso: porque estoy seguro de no ser espiado por mis criados y porque me presta su firma para todos mis contratos. Aquí, sólo estos sirvientes tienen segura su vida y sus propiedades.»

¿Los gauchos, la plebe y los compadritos lo elevaron? Pues él los extinguirá: sus ejércitos los devorarán. Hoy no hay lechero, sirviente, panadero, peón, gañán ni cuidador de ganado que no sea alemán, inglés, vasco, italiano, español, porque es tal el consumo de hombres que ha hecho en diez años, tanta carne humana necesita el americanismo, que al cabo la población americana se agota y va toda a enregimentarse en los cuadros que la metralla ralea desde que el sol sale hasta que anochece. Cuerpo hay, al frente de Montevideo, que no conserva, hoy, un soldado, y sólo dos oficiales, de los que lo compusieron al principio. La población argentina desaparece, y la extranjera ocupa su lugar, en medio de los gritos de la Mazorca y de la Gaceta: ¡Mueran los extranjeros! Como la unidad se realiza gritando: ¡Mueran los Unitarios! Como la federación ha muerto gritando: ¡Viva la federación!

¿No quiere Rosas que se naveguen los ríos? Pues bien: el Paraguay toma las armas para que se le permita navegarlos libremente; se asocia a los enemigos de Rosas, al Uruguay, a la Inglaterra y a la Francia, que todos desean que se deje el tránsito libre para que se exploten las inmensas riquezas del corazón de la América. Bolivia se asociará, quiera que no, a este movimiento, y Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Corrientes, Jujuy, Salta y Tucumán lo secundarán desde que comprendan que todo su interés, todo su engrandecimiento futuro depende de que esos ríos, a cuyas riberas duermen hoy en lugar de vivir, lleven y traigan las riquezas del comercio, que, hoy, sólo explota Rosas con el puerto, cuya posesión le da millones para empobrecer a las provincias. La cuestión de la libre navegación de los ríos que desembocan en el Plata es hoy una cuestión europea, americana y argentina a la vez, y Rosas tiene en ella guerra interior y exterior, hasta que caiga y los ríos sean navegados libremente. Así, lo que no se consiguió por la importancia que los unitarios daban a la navegación de los ríos, se consigue hoy por la torpeza del gaucho de la pampa.

¿Ha perseguido Rosas la educación pública y hostilizado y cerrado los colegios, la Universidad y expulsado a los jesuitas?

No importa: centenares de alumnos argentinos cuentan en su seno, los colegios de Francia, Chile, Brasil, Norteamérica, Inglaterra y aun España. Ellos volverán luego a realizar en su patria las instituciones que ven brillar en todos esos Estados libres, y pondrán su hombro para derrocar al tirano semibárbaro. ¿Tiene una antipatía mortal a los Poderes europeos? Pues bien, los Poderes europeos necesitan estar bien armados, bien fuertes en el Río de la Plata, y mientras Chile y los demás Estados libres de América no tienen sino un cónsul y un buque de guerra extranjero en sus costas, Buenos Aires tiene que hospedar enviados de segundo orden, y escuadras extranjeras, que están a la mira de sus intereses y para contener las demasías del potro indómito y sin freno que está a la cabeza del Estado.

¿Degüella, castra, descuartiza a sus enemigos para acabar de un solo golpe y con una batalla la guerra? Pues bien: ha dado ya veinte batallas, ha muerto veinte mil hombres, ha cubierto de sangre y de crímenes espantosos toda la República; ha despoblado la campaña y la ciudad para engrosar sus sicarios, y al fin de diez años de triunfo su posición precaria es la misma. Si sus ejércitos no toman a Montevideo, sucumbe; si la toman, quédale el general Paz con ejércitos frescos; quédale el Paraguay, virgen; quédale el Imperio del Brasil; quédanle Chile y Bolivia, que han de estallar al fin; quédale Europa, que lo ha de enfrenar; quédanle, por último, diez años de guerra, de despoblación y pobreza para la República, o sucumbir: no hay remedio. ¿Triunfará? Pero todos sus adictos habrán perecido, y otra población y otros hombres reemplazarán el vacío que ellos dejen. Volverán los emigrados a cosechar los frutos de su triunfo.

¿Ha encadenado la Prensa y puesto una mordaza al pensamiento para que no discuta los intereses de la patria, para que no se ilustre e instruya, para que no revele los crímenes horrendos que ha cometido, y que nadie quiere creer, a fuerza de ser espantosos e inauditos? ¡Insensato! ¿Qué es lo que has hecho? Los gritos que quieres ahogar cortando la garganta, para que por la herida se escape la voz y no lleguen a los labios, resuenan, hoy, por toda la redondez de la tierra. Las prensas de Europa y América te llaman a porfía el execrable Nerón, el tirano brutal. Todos tus crímenes han sido contados; tus víctimas hallan partidarios y simpatías por todas partes, y gritos vengadores llegan hasta tus oídos. Toda la prensa europea discute, hoy, los intereses argentinos como si fueran los suyos propios, y el nombre argentino anda, en tu deshonra, en boca de todos los pueblos civilizados. La discusión de la prensa está, hoy, en todas partes, y para oponer la verdad a tu infame Gaceta están cien diarios que desde París y Londres, desde el Brasil y Chile, desde Montevideo y Bolivia, te combaten y publican tus maldades. Has logrado la fama a que aspirabas, sin duda; pero en las miserias del destierro, en la oscuridad de la vida privada, no cambiarán tus proscriptos, una sola hora de sus ocios, por las que te da tu celebridad espantosa; por las punzadas que de todas partes recibes; por los reproches que te haces a ti mismo, de haber hecho tanto mal inútilmente. El americano, el enemigo de los europeos condenado a gritar en francés, en inglés y en castellano: ¡Mueran los extranjeros! ¡Mueran los unitarios! ¡Eh! ¿Eres tú, miserable, el que te sientes morir, y maldices en los idiomas de esos extranjeros, y por la prensa, que es el arma de esos unitarios? ¡Qué Estado americano se ha visto condenado, como Rosas, a redactar, en tres idiomas, sus disculpas oficiales para responder a la prensa de todas las naciones, americanas y europeas, a un tiempo! Pero ¿adónde llegarán tus diatribas infames, que el execrable lema:

¡Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios!

no esté revelando la mano sangrienta e inmortal que las escribe?

De manera que lo que habría sido una discusión oscura y sólo interesante para la República Argentina lo es, ahora, para la América entera y la Europa. Es una cuestión del mundo cristiano.

¿Ha perseguido Rosas a los políticos, a los escritores y a los literatos? Pues ved lo que ha sucedido. Las doctrinas políticas de que los unitarios se habían alimentado, hasta 1829, eran incompletas e insuficientes para establecer el Gobierno y la libertad; bastó que agitase la pampa para echar por tierra su edificio, basado sobre arena. Esta inexperiencia y esta falta de ideas prácticas remediólas Rosas en todos los espíritus, con las lecciones crueles e instructivas que les daba su despotismo espantoso: nuevas generaciones se han levantado, educadas en aquella escuela práctica, que sabrían tapar las avenidas por donde un día amenazaría desbordarse de nuevo el desenfreno de los genios como el de Rosas; las palabras tiranía, despotismo, tan desacreditadas en la prensa por el abuso que de ellas se hace, tienen en la República Argentina un sentido preciso, despiertan en el ánimo un recuerdo doloroso; harían sangrar, cuando llegasen a pronunciarse, todas las heridas que han hecho en quince años de espantosa recordación. Día vendrá que el nombre de Rosas sea un medio de hacer callar al niño que llora, de hacer temblar al viajero en la oscuridad de la noche. Su cinta colorada, con la que hoy ha llevado el terror y la idea de las matanzas hasta el corazón de sus vasallos, servirá, más tarde, de curiosidad nacional, que enseñaremos a los que de países remotos visiten nuestras playas.

Los jóvenes estudiosos que Rosas ha perseguido se han desparramado por toda la América, examinando las diversas costumbres, penetrado en la vida íntima de los pueblos, estudiado sus gobiernos y visto los resortes que en unas partes mantienen el orden, sin detrimento de la libertad y del progreso, notado, en otras, los obstáculos que se oponen a una buena organización. Los unos han viajado por Europa, estudiando el derecho y el gobierno; los otros han residido en el Brasil; cuales en Bolivia, cuales en Chile, y cuales otros, en fin, han recorrido la mitad de la Europa y la mitad de la América, y traen un tesoro inmenso de conocimientos prácticos, de experiencia y datos preciosos que pondrán, un día, al servicio de la patria, que reúna en su seno esos millares de proscriptos que andan hoy diseminados por el mundo esperando que suene la hora de la caída del Gobierno absurdo e insostenible, que aún no cede al empuje de tantas fuerzas como las que han de traer necesariamente su destrucción.

Que en cuanto a literatura, la República Argentina es hoy mil veces más rica que lo fue jamás en escritores capaces de ilustrar a un Estado americano. Si quedara duda, con todo lo que he expuesto, de que la lucha actual de la República Argentina lo es sólo de civilización y barbarie, bastaría a probarlo el no hallarse del lado de Rosas un solo escritor, un solo poeta de los muchos que posee aquella joven nación. Montevideo ha presenciado, durante tres años consecutivos, las justas literarias del 25 de mayo, día en que veintenas de poetas, inspirados por la pasión de la patria, se han disputado un laurel. ¿Por qué la poesía ha abandonado a Rosas? ¿Por qué ni rapsodias produce hoy el suelo de Buenos Aires, en otro tiempo tan fecundo en cantares y rimas? Cuatro o cinco asociaciones existen, en el extranjero, de escritores que han emprendido compilar datos para escribir la historia de la República, tan llena de acontecimientos, y es verdaderamente asombroso el cúmulo de materiales que han reunido de todos los puntos de América: manuscritos, impresos, documentos, crónicas antiguas, diarios, viajes, etcétera. La Europa se asombrará un día, cuando tan ricos materiales vean la luz pública y vayan a engrosar la voluminosa colección de que Angelis no ha publicado sino una pequeña parte.

¡Cuántos resultados no van, pues, a cosechar esos pueblos argentinos desde el día, no remoto ya, en que la sangre derramada ahogue al tirano! ¡Cuántas lecciones! ¡Cuánta experiencia adquirida! ¡Nuestra educación política está consumada! Todas las cuestiones sociales, ventiladas: Federación, Unidad, libertad de cultos, inmigración, navegación de los ríos, Poderes políticos, libertad, tiranía: todo se ha dicho entre nosotros, todo nos ha costado torrentes de sangre. El sentimiento de la autoridad está en todos los corazones, al mismo tiempo que la necesidad de contener la arbitrariedad de los poderes la ha inculcado hondamente Rosas con sus atrocidades. Ahora no nos queda que hacer sino lo que él no ha hecho, y reparar lo que él ha destruido.

Porque él, durante quince años, no ha tomado una medida administrativa para favorecer el comercio interior y la industria naciente de nuestras provincias; los pueblos se entregarán con ahínco a desenvolver sus medios de riqueza, sus vías de comunicación, y el Nuevo Gobierno se consagrará a restablecer los correos y asegurar los caminos que la Naturaleza tiene abiertos para toda la extensión de la República.

Porque en quince años no ha querido asegurar las fronteras del sur y del norte por medio de una línea de fuertes, porque este trabajo y este bien hecho a la República no le daba ventaja alguna contra sus enemigos, el Nuevo Gobierno situará al ejército permanente al sur y asegurará territorios para establecer colonias militares que, en cincuenta años, serán ciudades y provincias florecientes.

Porque él ha perseguido el nombre europeo, y hostilizado la inmigración de extranjeros, el Nuevo Gobierno establecerá grandes asociaciones para introducir población y distribuirla en territorios feraces a orillas de los inmensos ríos, y en veinte años sucederá lo que en Norteamérica ha sucedido en igual tiempo: que se han levantado, como por encanto, ciudades, provincias y Estados en los desiertos, en que poco antes pacían manadas de bisontes salvajes; porque la República Argentina se halla, hoy, en la situación del Senado romano, que, por un decreto, mandaba levantar de una vez quinientas ciudades, y las ciudades se levantaban a su voz.

Porque él ha puesto a nuestros ríos interiores una barrera insuperable, para que sean libremente navegados, el Nuevo Gobierno fomentará, de preferencia, la navegación fluvial; millares de naves remontarán los ríos e irán a extraer las riquezas que hoy no tienen salida ni valor hasta Bolivia y el Paraguay, enriqueciendo en su tránsito a Jujuy, Tucumán y Salta, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, que se tornarán en ricas y hermosas ciudades, como Montevideo, como Buenos Aires. Porque él ha malbaratado las rentas pingües del puerto de Buenos Aires y gastado en quince años cuarenta millones de pesos fuertes que ha producido en llevar adelante sus locuras, sus crímenes y sus venganzas horribles, el puerto será declarado el bien en toda la República, que tiene derecho a ese puerto, de que es tributaria.

Porque él ha destruido los colegios y quitado las rentas a las escuelas, el Nuevo Gobierno organizará la educación pública en toda la República, con rentas adecuadas y con Ministerio especial, como en Europa, como en Chile, Bolivia y todos los países civilizados; porque el saber es riqueza, y un pueblo que vegeta en la ignorancia es pobre y bárbaro, como lo son los de la costa de África, o los salvajes de nuestras pampas.

Porque él ha encadenado la prensa, no permitiendo que haya otros diarios que los que tiene destinados para vomitar sangre, amenazas y mueras, el Nuevo Gobierno extenderá por toda la República el beneficio de la prensa, y veremos pulular libros de instrucción y publicaciones que se consagren a la Industria, a la Literatura, a las Artes y a todos los trabajos de la inteligencia.

Porque él ha perseguido de muerte a todos los hombres ilustrados, no admitiendo para gobernar sino su capricho, su locura y su sed de sangre, el Nuevo Gobierno se rodeará de todos los grandes hombres que posee la República, y que hoy andan desparramados por toda la tierra, y con el concurso de todas las luces de todos hará el bien de todos en general. La inteligencia, el talento y el saber serán llamados, de nuevo, a dirigir los destinos públicos, como en todos los países civilizados.

Porque él ha destruido las garantías que en los pueblos cristianos aseguran la vida y la propiedad de los ciudadanos, el Nuevo Gobierno restablecerá las formas representativas y asegurará, para siempre los derechos que todo hombre tiene de no ser perturbado en el libre ejercicio de sus facultades intelectuales y de su actividad.

Porque él ha hecho del crimen, del asesinato, de la castración y del degüello un sistema de gobierno; porque él ha desenvuelto todos los malos instintos de la naturaleza humana para crearse cómplices y partidarios, el Nuevo Gobierno hará de la Justicia, de las formas recibidas en los pueblos civilizados, el medio de corregir los delitos públicos, y trabajará por estimular las pasiones nobles y virtuosas que ha puesto Dios en el corazón del hombre, para su dicha en la tierra, haciendo de ellas el escalón para elevarse e influir en los negocios públicos.

Porque él ha profanado los altares, poniendo en ellos su infame retrato; porque él ha degollado sacerdotes, vejádolos o hécholes abandonar su patria, el Nuevo Gobierno dará, al culto, la dignidad que le corresponde, y elevará la Religión y sus ministros a la altura que se necesita para que moralice a los pueblos.

Porque él ha gritado durante quince años «Mueran los salvajes unitarios», haciendo creer que un Gobierno tiene derecho de matar a los que no piensen como él, marcando a toda una nación con un letrero y una cinta, para que se crea que el que lleva la marca piensa, como le mandan, a azotes, pensar, el Nuevo Gobierno respetará las opiniones diversas, porque las opiniones no son hechos ni delitos, y porque Dios nos ha dado una razón que nos distingue de las bestias, libre para juzgar a nuestro libre arbitrio.

Porque él ha estado continuamente suscitando querellas a los Gobiernos vecinos y a los europeos; porque él nos ha privado del comercio con Chile, ha ensangrentado al Uruguay, malquistándose con el Brasil, atraídose un bloqueo de la Francia, los vejámenes de la marina norteamericana, las hostilidades de la inglesa, y metídose en un laberinto de guerras interminables y de reclamaciones, que no acabarán sino con la despoblación de la República y la muerte de todos sus partidarios, el Nuevo Gobierno, amigo de los poderes europeos, simpático para todos los pueblos americanos, desatará, de un golpe, ese enredo de las relaciones extranjeras y establecerá la tranquilidad en el exterior y en el interior, dando a cada uno su derecho y marchando por las mismas vías de conciliación y orden en que marchan todos los pueblos cultos.

Tal es la obra que nos queda por realizar en la República Argentina. Puede ser que tantos bienes no se obtengan de pronto, y que después de una subversión tan radical como la que ha obrado Rosas cueste, todavía, un año o más de oscilaciones, el hacer entrar la sociedad en sus verdaderos quicios. Pero, con la caída de ese monstruo, entraremos, por lo menos, en el camino que conduce a porvenir tan bello, en lugar de que bajo su funesta impulsión nos alejamos, más y más cada día, y vamos a pasos agigantados retrocediendo a la barbarie, a la desmoralización y a la pobreza. El Perú padece, sin duda, de los efectos de sus convulsiones intestinas; pero, al fin, sus hijos no han salido a millares, y por decenas de años, a vagar por los países vecinos; no se ha levantado un monstruo que se rodee de cadáveres, sofoque toda espontaneidad y todo sentimiento de virtud. Lo que la República Argentina necesita antes de todo; lo que Rosas no le dará jamás, porque ya no le es dado darle, es que la vida, la propiedad de los hombres, no esté pendiente de una palabra indiscretamente pronunciada, de un capricho del que manda; dadas estas dos bases, seguridad de la vida y de la propiedad, la forma de gobierno, la organización política del Estado, la dará el tiempo, los acontecimientos, las circunstancias. Apenas hay un pueblo en América que tenga menos fe que el argentino en un pacto escrito, en una Constitución. Las ilusiones han pasado ya; la Constitución de la República se hará sin sentir, de sí misma, sin que nadie se lo haya propuesto. Unitaria, federal, mixta, ella ha de salir de los hechos consumados.

Ni creo imposible que a la caída de Rosas se suceda inmediatamente el orden. Por más que a la distancia parezca, no es tan grande la desmoralización que Rosas ha engendrado: los crímenes de que la República ha sido testigo han sido oficiales, mandados por el Gobierno; a nadie se ha castrado, degollado ni perseguido sin la orden expresa de hacerlo. Por otra parte, los pueblos obran siempre por reacciones; al estado de inquietud y de alarma en que Rosas los ha tenido durante quince años, ha de sucederse la calma necesariamente; por lo mismo que tantos y tan horribles crímenes se han cometido, el pueblo y el Gobierno huirán de cometer uno solo, a fin de que las ominosas palabras ¡Mazorca!, ¡Rosas!, no vengan a zumbar en sus oídos, como otras tantas furias vengadoras; por lo mismo que las pretensiones exageradas de libertad que abrigaban los unitarios han traído resultados tan calamitosos, los políticos serán, en adelante, prudentes en sus propósitos, los partidos, medidos en sus exigencias. Por otra parte, es desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven criminales, y que los hombres extraviados que asesinan cuando hay un tirano que los impulse a ello son, en el fondo, malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy se ceba en sangre, por fanatismo, era ayer un devoto inocente, y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen. Cuando la nación francesa cayó, en 1793, en manos de aquellos implacables terroristas, más de millón y medio de franceses se habían hartado de sangre y de delitos, y después de la caída de Robespierre y del Terror, apenas sesenta insignes malvados fue necesario sacrificar con él, para volver la Francia a sus hábitos de mansedumbre y moral; y esos mismos hombres que tantos horrores habían perpetuado, fueron, después, ciudadanos útiles y morales. No digo en los partidarios de Rosas, en los mazorqueros mismos hay, bajo las exterioridades del crimen, virtudes que un día deberían premiarse. Millares de vidas han sido salvadas por los avisos que los mazorqueros daban, secretamente, a las víctimas que la orden recibida les mandaba inmolar.

Independiente de estos motivos generales de moralidad que pertenecen a la especie humana, en todos los tiempos, y en todos los países, la República Argentina tiene elementos de orden de que carecen muchos países en el mundo. Uno de los inconvenientes que estorba aquietar los ánimos, en los países convulsionados, es la dificultad de llamar la atención pública a objetos nuevos que la saquen del círculo vicioso de ideas en que vive. La República Argentina tiene, por fortuna, tanta riqueza que explotar, tanta novedad con que atraer los espíritus después de un Gobierno como el de Rosas, que sería imposible turbar la tranquilidad necesaria para ir a los nuevos fines. Cuando haya un gobierno culto y ocupado de los intereses de la nación, ¡qué de empresas, qué de movimiento industrial! Los pueblos pastores, ocupados de propagar los merinos que producen millones y entretienen a toda hora del día a millares de hombres; las provincias de San Juan y Mendoza, consagradas a la cría del gusano de seda, que con apoyo y protección del Gobierno carecerían de brazos en cuatro años, para los trabajos agrícolas e industriales que requiere; las provincias del Norte, entregadas al cultivo de la caña de azúcar, del añil que se produce espontáneamente; las litorales de los ríos, con la navegación libre, que daría movimiento y vida a la industria del interior. En medio de este movimiento, ¿quién hace la guerra? ¿Para conseguir qué? A no ser que haya un Gobierno tan estúpido como el presente, que huelle todos estos intereses, y en lugar de dar trabajo a los hombres, los lleve a los ejércitos a hacer la guerra al Uruguay, al Paraguay, al Brasil, a todas partes, en fin.

Pero el elemento principal de orden y moralización que la República Argentina cuenta hoy es la inmigración europea, que de suyo, y en despecho de la falta de seguridad que le ofrece, se agolpa, de día en día, en el Plata, y si hubiera un Gobierno capaz de dirigir su movimiento, bastaría, por sí sola, a sanar en diez años, no más, todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han dominado. Voy a demostrarlo. De Europa emigran, anualmente, medio millón de hombres al año, por lo menos, que, poseyendo una industria o un oficio, salen a buscar fortuna, y se fijan donde hallan tierra para poseer. Hasta el año 1840, esta inmigración se dirigía, principalmente, a Norteamérica, que se ha cubierto de ciudades magníficas y llenado de una inmensa población a merced de la inmigración. Tal ha sido, a veces, la manía de emigrar, que poblaciones enteras de Alemania se han transportado a Norteamérica, con sus alcaldes, curas, maestros de escuela, etc. Pero al fin ha sucedido que en las ciudades de las costas el aumento de población ha hecho la vida tan difícil como en Europa, y los emigrados han encontrado allí el malestar y la miseria de que venían huyendo. Desde 1840 se leen avisos en los diarios norteamericanos previniendo los inconvenientes que encuentran los emigrados, y los cónsules de América hacen publicar en los diarios de Alemania, Suiza e Italia avisos iguales para que no emigren más. En 1843, dos buques cargados de hombres tuvieron que regresar a Europa con su carga, y en 1844, el gobierno francés mandó a Argel veintiún mil suizos que iban, inútilmente, a Norteamérica.

Aquella corriente de emigrados que ya no encuentran ventaja en el Norte han empezado a costear la América. Algunos se dirigen a Tejas; otros, a México, cuyas costas malsanas los rechazan; el inmenso litoral del Brasil no les ofrece grandes ventajas, a causa del trabajo de los negros esclavos, que quita el valor a la producción. Tienen, pues, que recalar al Río de la Plata, cuyo clima suave, fertilidad de la tierra y abundancia de medios de subsistir los atrae y fija. Desde 1836 empezaron a llegar a Montevideo millares de emigrados, y mientras Rosas dispersaba la población natural de la República con sus atrocidades, Montevideo se agrandaba en un año, hasta hacerse una ciudad floreciente y rica, más bella que Buenos Aires y más llena de movimiento y comercio. Ahora que Rosas ha llevado la destrucción a Montevideo, porque este genio maldito no nació sino para destruir, los emigrados se agolpan a Buenos Aires y ocupan el lugar de la población que el monstruo hace matar, diariamente, en los ejércitos, y ya en el presente año, propuso a la Sala enganchar vascos para reponer sus diezmados cuadros.

El día, pues, que un gobierno nuevo dirija a objetos de utilidad nacional los millones que hoy se gastan en hacer guerras desastrosas e inútiles y en pagar criminales; el día que por toda Europa se sepa que el horrible monstruo que hoy desola la República y está gritando, diariamente, «muerte a los extranjeros» ha desaparecido, ese día la inmigración industriosa de la Europa se dirigirá en masa al Río de la Plata; el Nuevo Gobierno se encargará de distribuirla por las provincias: los ingenieros de la República irán a trazar, en todos los puntos convenientes, los planos de las ciudades y villas que deberán construir para su residencia, y terrenos feraces les serán adjudicados, y en diez años quedarán todas las márgenes de los ríos cubiertas de ciudades, y la República doblará su población con vecinos activos, morales e industriosos. Estas no son quimeras, pues basta quererlo y que haya un gobierno menos brutal que el presente para conseguirlo.

El año 1835 emigraron a Norteamérica quinientas mil seiscientas cincuenta almas; ¿por qué no emigrarían a la República Argentina cien mil por año, si la horrible fama de Rosas no los amedrentase? Pues bien: cien mil por año harían en diez años un millón de europeos industriosos diseminados por toda la República, enseñándonos a trabajar, explotando nuevas riquezas y enriqueciendo al país con sus propiedades; y con un millón de hombres civilizados, la guerra civil es imposible, porque serían menos los que se hallarían en estado de desearla. La colonia escocesa que Rivadavia fundó al sur de Buenos Aires lo prueba hasta la evidencia: ha sufrido de la guerra, pero ella jamás ha tomado parte, y ningún gaucho alemán ha abandonado su trabajo, su lechería o su fábrica de quesos para ir a corretear por la pampa.

Creo haber demostrado que la revolución de la República Argentina está ya terminada y que sólo la existencia del execrable tirano que ella engendró estorba que, hoy mismo, entre en una carrera no interrumpida de progresos que pudieran envidiarle, bien pronto, algunos pueblos americanos. La lucha de las campañas con las ciudades se ha acabado; el odio a Rosas ha reunido a estos dos elementos; los antiguos federales y los viejos unitarios, como la nueva generación, han sido perseguidos por él y se han unido. Últimamente, sus mismas brutalidades y su desenfreno lo han llevado a comprometer la República en una guerra exterior en que el Paraguay, el Uruguay y el Brasil lo harían sucumbir necesariamente, si la Europa misma no se viese forzada a venir a desmoronar ese andamio de cadáveres y de sangre que lo sostiene. Los que aún abrigan preocupaciones contra los extranjeros pueden responder a esta pregunta: ¿Cuando un forajido, un furioso, o un loco frenético llegase a apoderarse del gobierno de un pueblo, deben todos los demás gobiernos tolerarlo y dejarlo que destruya a su salvo, que asesine sin piedad y que traiga alborotadas diez años a todas las naciones vecinas?

Pero el remedio no nos vendrá sólo del exterior. La Providencia ha querido que, al desenlazarse el drama sangriento de nuestra revolución, el partido tantas veces vencido, y un pueblo tan pisoteado, se hallen con las armas en la mano y en aptitud de hacer oír las quejas de las víctimas. La heroica provincia de Corrientes tiene, hoy, seis mil veteranos que a esta hora habrán entrado en campaña bajo las órdenes del vencedor de la Tablada, Oncativo y Caaguazú, el boleado, el manco Paz, como le llama Rosas. ¡Cuántas veces este furibundo, que tantos millares de víctimas ha sacrificado inútilmente, se habrá mordido y ensangrentado los labios de cólera al recordar que lo ha tenido preso diez años y no lo ha muerto, a ese mismo manco boleado que hoy se prepara a castigar sus crímenes! La Providencia habrá querido darle este suplicio de condenado, haciéndolo carcelero y guardián del que estaba destinado desde lo Alto, a vengar la República, la Humanidad y la Justicia.

¡Proteja Dios tus armas, honrado general Paz! ¡Si salvas la República, nunca hubo gloria como la tuya! ¡Si sucumbes, ninguna maldición te seguirá a la tumba! ¡Los pueblos se asociarán a tu causa o deplorarán, más tarde, su ceguedad o su envilecimiento!