Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo XXIV

MARÍA EN LA PASIÓN DE SU HIJO. -EN EL PRETORIO, LOS AZOTES AL ECCE-HOMO. -EN LA CALLE DE AMARGURA. -EN EL CALVARIO.



     Ya lo hemos dicho, María conocía la traición de Judas, y Casabó expresa del siguiente modo esta lucha: �Durante todo el día hizo la Virgen esfuerzos extraordinarios para trocar el corazón de Judas, cuya traición conocía, y seguía paso a paso. Mientras tanto Judas había cerrado ya su trato inicuo con los enemigos de Jesús, y con fingimiento y disimulaciones, pretendía paliar su alevosía hipócritamente. Preguntaba e inquiría el pérfido discípulo para disponer mejor la entrega de su Maestro, que tenía ya contratada con los príncipes de los fariseos. A tanto se atrevió que no titubeó en preguntar a la misma Virgen a dónde determinaba ir su Hijo santísimo para la Pascua. Ella, con increíble mansedumbre y celestial sabiduría, diole esta sublime respuesta que, en su obcecación, no supo comprender Judas: ��Quién podrá entender los juicios y secretos del Altísimo?� Desde entonces dejóle de amonestar y exhortar para que se retractase de su pecado, aunque siempre lo sufrieron y toleraron Jesús y María, hasta que él mismo desesperó del remedio y salud eterna�.

     Lafuente indica también que �San Juan sabía ya de antemano la traición y el nombre del traidor�.

     Jesús a las preguntas del Cenáculo indica quién es el traidor que le ha de entregar, y cúmplese lo dispuesto por el Altísimo. Jesús es entregado en la obscuridad de la noche, menos lóbrega y obscura que el corazón de Judas, y el acto de cobardía es cometido en la obscuridad, pues nunca la traición y el crimen apetecieron la luz, si el imperio de Satán, las tinieblas, la obscuridad de su reino, la negrura de sus alas, las tinieblas de su alma.

     Juan, después de presenciar el hecho de encerrar en inmunda cárcel a su Divino Maestro, regresa al Cenáculo, apenado y dolorido su hermosísimo corazón, y solo y triste llega a comunicar a María, a su madre, a sus parientas y demás piadosas mujeres, la noticia de que Jesús está preso y condenado a muerte, no por el conquistador romano, señor de la Judea, sino por los sacerdotes y sus mismos paisanos.

     �Horribles momentos de angustia por los que pasaría el corazón de María con la infausta nueva comunicada por el discípulo predilecto de Jesús! Qué hacer; María levanta los ojos al cielo, a ese cielo al que miramos y contemplamos, al que levantamos nuestras miradas en los momentos de dicha, de alegría, de tristeza y de dolor, a ese cielo al que elevamos nuestros ojos siempre con lágrimas de alegría o de dolor, como inconsciente movimiento de nuestra alma que tiende a mirar, a agradecer y a sentir hacia él, como fuente de dicha, como consuelo de aflicción, en el que está escrito el nombre de Dios con letras de astros, líneas de constelaciones y palabras de consuelo y de esperanza.

     María sale de su casa, traspasada de dolor lánzase a la calle acompañada de Juan y de las piadosas mujeres que no la abandonan, su dolor tan inmenso no puede encerrarse entre las paredes; es un dolor tan inmenso, que son pequeños los límites del espacio, si los tuviera, para encerrar su pena, su congoja, la amargura de su pecho abierto en terrible prueba. Lánzase a la calle, la luz del alba temblorosa parece no atreverse a caer sobre la ciudad criminal espantada de tanto crimen, parece no querer, ni aun la luz, autorizar ni presenciar el delito horrendo que se prepara, resístese penosamente al cumplimiento de su regular marcha; el rocío, llanto de la noche que ha tenido que autorizar entre sus sombras el hecho inaudito de la prisión y de la traición, baña con sus lágrimas las piedras, las losas de las calles, y lloran los tallos de las plantas, las hojas y las flores, la infausta suerte de bañar la tierra en el día del sacrificio del Creador; sólo el hombre permanece insensible, grita y atruena las calles persiguiendo y ultrajando a su Dios, a su Creador, llevado y traído como un feroz criminal, contra quien la sociedad tiene que defenderse de su crueldad y ferocidad.

     María recorre en compañía de Juan las calles, cruzándose con atropelladas multitudes que vociferan: -Por ahí va, por ahí llevan preso al embaucador Jesús; ha venido a parar en lo que se merecía por sus doctrinas. -Ahora lo llevan a casa del Pretor.

     �Pobre María, Madre nuestra! qué dolor, qué cuchillo no atravesaría tu pecho al tener que escuchar aquellas voces, oír tales insultos, atender a tales blasfemias de aquellos seres a quienes venía a salvar y libertar el que calificaban de embaucador. Cómo llegarían a su hermoso corazón aquellas voces que la herirían en su amor de Madre, en el dolor que experimentaría su Hijo, maltratado por las feroces turbas que le perseguían, insultaban y golpeaban.

     Allá a lo lejos, bañadas por los primeros rayos del sol, brillan energuidas las torres del templo y a su vista tiene baja la hermosa cabeza la Madre del Redentor. No necesitaba ver aquella inmensa construcción, aquel templo bastardeado, para recordar las fatídicas palabras de Simeón; el cuchillo que el anciano clavó en el pecho de María, tiene que penetrar más hondo, �ah! tiene que desgarrar más y más el corazón magnánimo de aquella Madre dolorida.

     Jesús, en tanto, de casa de Herodes vuelve al Pretorio vestido con la blanca túnica de los locos, con el traje que se acostumbraba a vestir a la locura, �y de loco han vestido al que es la Sabiduría, la Inteligencia suprema!

     La noche autorizó la iniquidad, cubriéndose con la máscara de la justicia, la luz del día iluminando el escarnio con apariencias de discreción, y el sol del medio día llenando con su luz la ferocidad, aparentando el respeto. �Horrendo espectáculo, cruel escarnio de la justicia y de la consideración humana!

     Y María, en tanto, divagando por las calles, siguiendo la turba que atosiga a su Hijo, recibiendo escarnios de los verdugos. Llega al Pretorio, y... la pluma y el corazón se resisten a escribir tan dolorosas y crueles escenas, y María... �ah! la pobre Madre, �presencia los azotes de su Hijo! La tradición y los escritores católicos así lo estiman y creen y suponen. �María, María, la Madre presenciando el tormento de su Hijo! Horrendo espectáculo que eriza los pelos de nuestra carne al consignarlo, como dijo Job. Pero... �qué era este tormento con lo que aún le restaba presenciar a María? �Qué era este cuchillo comparado con los que aún se habían de clavar en su corazón? �De dónde sacaría fuerzas aquella dolorida Madre para resistir pruebas tan duras y crueles? Ah, no lo preguntéis, no, no preguntéis a una madre de dónde saca fuerzas para resistir los dolores de una conformidad y de la muerte de un hijo entre nosotros. El corazón de una madre no tiene resistencias para el cariño, pero es el de un leona en cuanto ve atacar o herir a sus hijos, es de acero para resistir las penas, cuando por lo débil de su naturaleza parece deba rendirse primero al sufrimiento, y no es así, lo mismo que es grande para el cariño es resistente para el dolor el corazón de la mujer.

      Los azotes descargados sobre las puras e inocentes espaldas de Jesús, �cómo caerían sobre el corazón de su Madre amantísima! �Horror da pensar cómo resonarían aquellos golpes en el pecho de María! �Cómo se gozaría el infierno con su dolor, cómo se complacería en ver sufrir con aquel martirio a la que había hundido su poder, quebrantando su cabeza y que vencido por su Hijo en la tentación, le había arrojado más y más en lo profundo, triturando su cetro y desbaratando su imperio de maldad y de perfidia. En su desesperación azuza todas las últimas fuerzas de que puede disponer, desencadena las furias infernales, y contra la inocente víctima acumula toda la furia de la desesperación. Sopla en los fementidos corazones de aristocracia y del pueblo, de los fanáticos y de los hipócritas, de los malos y prostituidos sacerdotes, de los sabios infatuados con su sofisma y ciencia errónea, todo su veneno, toda su asquerosa baba del pecado contra Jesús y su Madre, el poder todo del infierno en masa lo concita contra ellos para que griten, maldigan y vociferen: �Crucifícale, crucifícale y caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos!

     Y sobre ellos y sus hijos cayó con risa sarcástica del infierno, que se gozó en su miseria, esclavitud, desesperación y muerte, cuando los muros de la ciudad y la ciudad entera quedó sin piedra sobre piedra, y la sangre de los reptiles vino a unirse en sus venas como castigo de Dios a un pueblo deicida que pidió a gritos la maldición del cielo; y cumplióse la predicción de Jesús a las mujeres compasivas, �llorad por vosotras y vuestros hijos, entregados por la voluntad de los padres al señorío del infierno!, porque os van a venir tiempos en que se diga: �Dichosas las estériles y dichosos los vientres que no engendraron y los pechos que no dieron de mamar! Entonces sí que empezarán a decir a los montes: �caed encima de nosotros! y gritarán a los collados para que los cubran. Porque si esto se hace con el leño verde, �qué será con el seco? (San Juan, cap. XXIII, v. 27.)

     �Cuál sería el dolor de María al ver a su Hijo enseñado al pueblo desde la galería del Pretorio, hecho rey de burlas, escarnecido y apedreado! Un viejo harapo de púrpura cubre sus hombros y se pega a sus ensangrentadas espaldas: una corona de espinas cubre su cabeza taladrándola y cayendo gotas de su sangre sobre aquel sudoroso y angustiado rostro: sus manos amarradas con fuertes cordeles, amoratadas, hinchadas, sostienen una rota caña en vez de cetro y áspera soga rodea su garganta en vez de cadena de oro. �Irrisión espantosa, y el pueblo recibe con aullidos de alegría, de feroz entusiasmo a aquel hombre, cuya sola vista inspira compasión, lástima y conmiseración por el estado de tormento y humillación en que se le ha puesto, y no obstante, aquellos corazones no sienten a su vista más que odio, encono, rabia y furor ante aquella inocente víctima. �Pobre María! Y aquel ser desfigurado, herido, lleno de polvo y sangre, aquella hermosa faz descompuesta por el dolor, aquellas manos ferozmente atadas, aquella hermosa cabeza destilando sangre por su hermosa cabellera, es su Hijo, es su Jesús, aquel hermoso hombre que sentado al pie del sicomoro predicaba paz y amor a sus semejantes. �Aquel que pedía pureza para castigar a la adúltera en el templo, el que resucitaba a Lázaro y la hija de Jairo, el que multiplicaba los panes y los peces y proclamaba la fraternidad de los hombres como hijos de Dios, aquel bienhechor de los pobres, aquel Hijo de María, era él víctima desfigurado por el dolor y los sufrimientos, maltratado y considerado peor que el bandido Barrabás, que libre salía por aclamación del pueblo, por otro lado del Pretorio, entre entusiastas gritos y muestras de afecto del pueblo? �Ah! El dolor que María debió experimentar ante aquel espectáculo, no es para descrito, ni hay pincel, colores ni palabras, inteligencia ni sentimiento, para poder pintar ni describir aquellas terribles angustias por las que debió pasar el corazón de María en semejantes crueles momentos. �Qué espectáculo para una madre!

     Momentos de angustia, de cruel ansiedad; a Jesús le han vuelto a entrar en el Pretorio; �qué nuevo tormento estarán dando al hijo de sus entrañas! Y salen del palacio de Pilatos dos bandidos llevando sobre sus hombros el palo en que han de ser ajusticiados, y tras ellos Jesús, lívido, desencajado, su hermoso rostro lleno de sangre y lodo que le arroja el populacho ebrio de sangre, bramando de ferocidad, instigado en su bárbaro salvajismo por los fariseos y los hipócritas, cargado con la cruz en que ha de morir, desfalleciendo y cayendo abrumado por el peso del leño sobre sus azotadas y llagadas espaldas.

     María le ve, comprende que ha sido condenado a muerte y lanza un gemido de cruel angustia, cayendo desmayada entre sus primas y mujeres que la acompañan; repónese, y lanzando doloridos gemidos, acompañada del llanto de las mujeres y piadosas doncellas de Jerusalem, cuyo corazón encierra aún sensibilidad ante aquel dolor, ven marchar la fúnebre comitiva, llegando hasta ellas los alaridos de rabia feroz de las fieras humanadas que le acompañan en su camino del patíbulo.

     Aléjanse de aquel triste sitio y caminan en busca de Jesús, del inocente Cordero que marcha al sacrificio, salen al encuentro de la turba infame y en la vía dolorosa señálase el sitio en que María se encontró de nuevo con su Hijo; verle, clavar en aquel desfigurado rostro una intensa mirada de dolor que se cruza con la dolorida y resignada de la víctima, es un momento cruel, espantoso para ambos, �es posible comprender lo que pasaría en aquel momento por el corazón de María? No, únicamente la que es madre podrá apreciar la intensidad, la crueldad de ese encuentro, la fuerza y dolor de aquella mirada, el cuchillo que nuevamente se clavaría en aquel instante en el pecho de María, �en el pecho de una madre, de una santa, pero que no por serlo dejaba de ser madre! madre que es la palabra que encierra la expresión de amor y de dolor juntamente con la idea de sacrificio.

     No podemos prescindir de copiar íntegra la hermosísima descripción de este pasaje que hace del doloroso encuentro nuestro incomparable maestro Fray Luis de Granada:

     �Camina pues la Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de verle, fuerzas que el dolor le quitaba. Oye desde lejos el ruido de las armas y el tropel de la gente, y el clamor de las pregones con que le iban pregonando. Ve luego el resplandecer de los hierros de las lanzas y alabardas que asoman por lo alto: halla en el camino las gotas y el rastro de la sangre, que bastaban para mostrarle los pasos del Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su amado Hijo y tiende sus ojos obscurecidos por el dolor, para ver si pudiese ver al que amaba su ánima. �Oh amor y temor del corazón de María! Por una parte deseaba verle, por otra rehusaba ver tan lastimosa figura. Finalmente, llegada ya donde pudiese ver, uniéronse aquellas dos lumbreras del cielo una a otra, y atraviésanse los corazones con los ojos, y hieren con la vista sus ánimas lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas para hablar, mas al corazón de la Virgen hablaba el afecto natural del Hijo dulcísimo, y le decía: -�Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y Madre mía? Tu dolor acrecienta el mío y tus tormentos atormentan a mí. Vuélvete, Madre mía, vuélvete a tu posada, que no pertenece a tu pureza virginal, compañía de homicidas y ladrones. Si lo quisieres así hacer templarse ha el dolor de ambos, y quedaré yo para ser sacrificado por el mundo; pues a ti no pertenece este oficio, y tu inocencia no merece este tormento. Vuélvete pues, oh paloma mía, al Arca, hasta que cesen las aguas del diluvio, pues aquí no hallarás donde descansen tus pies. Allí vacarás a la oración y contemplación acostumbrada, y allí levantada sobre ti misma pasarás como pudieres ese dolor.

     �Pues al corazón del Hijo respondería el de la Santa Madre y le diría: -�Por qué me mandas eso, Hijo mío? �Por qué me mandas alejar de este lugar? Tú sabes, Señor mío, y Dios mío, que en presencia tuya todo me es lícito, y no hay otro oratorio sino donde quiera que tú estés. �Cómo puedo yo partirme de ti sin partirme de mí. De tal manera tiene ocupado mi corazón este dolor, que fuera de él ninguna cosa puedo pensar; a ninguna parte puedo ir sin ti, y de ninguna pido ni puedo recibir consolación. En ti está todo mi corazón y dentro del tuyo tengo hecha mi morada, y mi vida toda pende de ti. Y pues tú por espacio de nueve meses tuvistes mis entrañas por morada �por qué no tendré yo estos tres días por morada las tuyas?...

     �Tales palabras en su corazón iría diciendo la Virgen, y de esta manera se andaba aquel trabajoso camino hasta llegar al lugar del sacrificio�.

     María sigue fatigosamente, temblando de espanto y de dolor, a la fúnebre comitiva. No le precede, sigue las huellas y los pasos de su Hijo y quisiera ayudarle a llevar la Cruz, aquel leño que pesaba sobre su corazón tanto como sobre las doloridas y llagadas espaldas de su Hijo. Quiere acercarse a enjugar aquel empañado rostro, pero los soldados con sus lanzas la rechazan; �aliviar a aquel delincuente, si fuera para lanzarle algún puñetazo, algún palo o escupirle, pase; pero llevarle consuelo... atrás, atrás, mujer!

     -Es la madre del condenado, gritan algunas de aquellas fieras que rodean a Jesús.

     -Fuera, matarla, apedrearla, aúllan otras. �Ah! El odio criminal a la víctima refluye en la madre del que va a ser víctima de la justicia humana.

     �Horrible blasfemia llamar así al asesinato, justicia! Pero... el infierno prosigue su obra, llena el pecho de aquellas fieras y éstas cumplen los propósitos del mal que anida en sus corazones, desahogan su odio y venganza sobre Aquél que con ojos bañados en el llanto del amor, del cariño, los mira y compadece, y en su alma, en su interior, pide perdón para aquellos desgraciados instrumentos de la desesperación del infierno.

     Y María, desfallecida, atravesado su corazón con un nuevo cuchillo, sostenida por las piadosas mujeres y consolada por Juan, que no la abandona un momento, sigue la vía dolorosa, sigue aquel tormento de su Hijo arrastrado por las turbas sedientas de su sangre, el camino del Calvario, en donde ha de terminar aquel espantoso cuadro de sufrimientos. María siguió a lo lejos a la turba, al pueblo encanallado que gritaba en torno de la víctima y se complacía con aquel espectáculo, llegando al Calvario con Juan, María, la rica del castillo de Magdalo, de corazón ferviente y entusiasta por Jesús, de María Cleofás y María Salomé, la madre de Juan, la antes tan orgullosa y hoy tan humilde y amante de Jesús. Las piadosas mujeres de Nazareth y de Jerusalem no la dejaban y se colocaban delante de la dolorida Madre para que viese menos, óyese menos los insultos y voces del populacho, para evitar de esta suerte mayores sufrimientos a la pobre María, a la dolorida Madre de Aquél que iba a ser levantado sobre la Cruz.

     María no vio, pues la caridad de estas mujeres se lo impidió, extender a Jesús sobre la Cruz, sujetar sus manos con los clavos, pues aquéllas y Juan la tenían algo apartada del lugar de la ejecución según San Mateo en el cap. XXVII, ver. 55. Pero este alejamiento del lugar del sacrificio parece que pugnaría con la relación de San que las pone al pie de la Cruz, y no hay tal contradicción, como quisieran hallar algunos y quieren manifestar, sino que en el acto del Calvario hay que distinguir dos tiempos, dos períodos en el terrible sacrificio: durante el primero estuvieron alejadas del lugar en donde se martirizaba al Hijo de Dios y del cual, para evitar un atropello de las turbas feroces, entonces, tanto lo mismo que hoy, que acuden a las ejecuciones con el mismo entusiasmo por matar a un hombre que a los toros, con tal de gozar con la muerte del hombre o del animal, con tal de ver correr sangre que embriague la brutalidad de sus instintos de fiera, y el segundo cuando habiéndose marchado ya gran número del populacho para circular por Jerusalem la nueva y detalles de la ejecución, cuando aterrados muchos por el aspecto del cielo huyen dejando casi solo el Calvario, entonces es cuando María, acompaña de los citados, se acercó a la Cruz, recibiendo las palabras de despedida y mandato a Juan y a su Madre.

     Entonces es cuando al pie de la Cruz, María levantó sus arrasados ojos en lágrimas, clavándolos llenos de aflicción en su desfigurado y desangrado Hijo. Entonces es cuando Jesús dice aquellas palabras que son como el complemento de las que pronunció en Caná de:

     -Mujer, �que nos va a ti y a mí? no ha llegado aún mi hora,-y transcurridos los años, Jesús, desde el santo instrumento de su martirio, concluye aquella profunda frase: -�Mujer, ve ahí tu hijo; y a Juan, -he ahí tu Madre!

     �Y estaban cerca de la cruz de Jesús su Madre y la hermana (prima) de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Y habiendo visto Jesús a su Madre y al discípulo a quien bien amaba que estaba también allí, dijo a su Madre: -Mujer, ve ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: -Ve ahí a tu Madre. Y desde aquella hora la recibió el discípulo por suya�. De este modo refiere Juan esta tristísima escena, triste, lúgubre y tierno pasaje, que pone de manifiesto la grandeza del Mártir del Calvario cuando como Hijo de Dios se manifiesta en el cumplimiento de los mandatos de su Padre Soberano, despojado del carácter de Hijo, pronuncia las palabras de:

     -Mujer, ve ahí a tu hijo.

     Plumas elocuentísimas han pintado y querido representar el dolor de María, de la angustiada Madre, pero... �dónde hay plumas ni frases en el lenguaje para expresar aquel sufrimiento, aquel intenso, profundo y desgarrador sentimiento doloroso y amargo para el corazón de María? En vano sería querer expresarle, vacías de sentido, huecas y frías son las frases para expresar el sentimiento de la aflicción de una madre ante el lecho de muerte en que yace un hijo, por la voluntad divina presa de mortal enfermedad; no, es imposible, y sin embargo, aquella madre es cristiana, es católica, reconoce, acata y respeta la voluntad de Dios que nos da los hijos y nos los quita según su sabia voluntad, y no obstante, aquella madre que en Dios cree, en Dios comulga, en Dios espera, se retuerce presa de dolor, presa del cariño hacia aquel pedazo de su ser que la abandona, y no halla consuelo a su pena, cuando aquel mal, aquella muerte es por disposición superior de Dios infinito y misericordioso, y sólo las lágrimas y elevar la mirada al cielo, de donde nos viene todo consuelo, mitiga su pena. �Qué dolor, pues, no destrozaría el corazón de la Santa Virgen viendo morir a su Hijo por la crueldad de los hombres, por su ferocidad y venganza contra un inocente, contra su Hijo que predicaba paz y amor, y por este delito era escarnecido, azotado, atormentado y crucificado entre las maldiciones y escarnio, pedradas y golpes de un pueblo feroz, al que había querido salvar de su ruina?

     �Ah, comprenda el corazón humano, si le es posible, el dolor que aquella Madre experimentaría ante tan horrendo espectáculo, ante aquella muestra de la ferocidad humana que asistía y aplaudía el tormento y el escarnio de un ser inocente! �De dónde sacó fuerzas María para soportar y resistir tan horrible martirio? �Ah! es que no comprendemos la fuerza, la resistencia para el dolor en el corazón una madre: no, no puede comprenderse sino viéndolas días y noches consecutivas, sin descanso, al lado de la cama del hijo enfermo, valerosas acudir sin rendirse a esa batalla del dolor que el hombre apenas puede resistir, y entonces, viendo a esas madres, víctimas de su amor, luchar a brazo partido con la muerte que quiere arrebatarla aquel pedazo de su corazón, afrontar el peligro y resistir con heroico valor la contienda. Viendo esa pena, comprendiendo esa resistencia vigorosa contra el sufrimiento y el cansancio, es como podremos comprender en parte el dolor intenso, el mortal sufrimiento de María ante aquella prueba del martirio de su amado Hijo. Sólo así, sólo comparando el dolor de una madre, podremos formar parte del concepto que el sufrimiento y la pena desharía el corazón de María. Ver a su Hijo clavado en una infamante cruz, coronado de espinas, ensangrentado, preso de la angustiosa sed de la fiebre producida por tantas y tantas heridas, enardecida la boca, seca y abrasada, pidiendo agua que mitigara aquella sed, apagara aquel fuego que devoraba su pecho anhelante en las agonías de una muerte horrible, pendiente su cuerpo de la destrozadas manos que con el peso se iban rasgando lentamente; ver aquellos ojos clavados en el espacio como buscando a su Eterno Padre, oyendo a sus pies la gritería del infame populacho, que aún ruge ante la angustia de su víctima y como deseando prolongar su martirio, insultándole con soeces carcajadas e invitándole a que baje de la cruz, no respetando ni el dolor de la pobre Madre que separa algún tanto del instrumento del martirio, no se atreve a llegar a él, para que su presencia no determine algún nuevo insulto o un nuevo tormento para el Hijo amado...; es un cuadro de sufrimiento que debía abrir nuestros ojos y considerar el dolor inmenso de la Madre y el martirio del Hijo por redimirnos del pecado, librarnos de la esclavitud del demonio apoderado de la humanidad desde la expulsión del paraíso, de una libertad del hombre rebelde que necesita la sangre de un Dios para lavar su culpa y expiar un inocente el delito de la humanidad rebelada. Delito que necesitó el sufrimiento de la más pura de las mujeres, de María, de una Madre tierna, y como Madre, amante y enamorada de su Hijo; delito deicidio y martirio de una Virgen que la humanidad entera con su sangre no podía lavar si la hubiera lavado la misericordia de un Dios amante de los pecadores y atraído con su amor, bondad y doctrina.

     Pero las horas pasan, la tarde ha comenzado, estamos en la hora sexta, el cielo ha empezado a entristecerse, el sol viene apagando su luz, ennegrécese el cielo sin causa ostensible, calma de muerte reina, calma semejante a la que precede a la tormenta, el populacho gira la vista como aterrado, �qué va a suceder? Una voz interna les grita: �Deicidas, pueblo infame en quien deposité mi ley, teme, que mi castigo será inmenso como mi poder! �Qué habéis hecho de mi Hijo? Míranse algunos como asustados, el temor les hace enmudecer, ya no aúllan cobardemente para insultar a la víctima de su furia sanguinaria y rabiosa, callan, y algunos, contemplando aquel sol que no calienta, aquella luz amarillenta, aquella luna enrojecida que aparece por el otro lado del horizonte, aquel cielo negro, sin nubes, pero que parece querer desplomarse sobre la tierra para anonadarla, les hace crujir con frío de espanto sus dientes, temen, temen y cobardes huyen, abandonan el monte y bajan a la ciudad temerosos y mirando con recelo a la cumbre sobre la que se levanta sobre el fondo negro del cielo, la blanca figura del cuerpo de Jesús.

     Huyen cobardes de su víctima, como huye el cobarde que hiere a traición, huyen a esconder su vergonzosa cobardía aquellos que cuando el sol abrasaba las calles y secaba la sangre mezclada con el sudor y la angustia en la frente de Jesús, se mostraban valientes dándole patadas y tirando de las cuerdas para martirizar a la inocente víctima. Pero en este momento el cielo obscurecido les infunde terror, y huyen a esconder su cobardía en los obscuros antros de la ciudad, abandonando a la víctima inocente de su ferocidad y odio.

     Jesús en las angustias de la muerte quedó solo, y entonces aproxímanse al pie de la cruz María, Juan y la piadosa doncella de Magdalo; entonces no hay temor de la turba inicua, y María puede llegar para recibir las últimas palabras de su Hijo, contemplarle de cerca, desgarrar por más espantosa realidad su pobre corazón atravesado de tantas espinas y crueles cuchillos. Jesús, entre las ansias de la emisión de su espíritu, entre las angustias de su tormento, en medio de la obscuridad que les rodea a las tres de la tarde, ve a su Madre, y con voz clara, pero ahogada por el dolor, exclama:

     -Mujer, he ahí tu Hijo; dice, y clavando sus ojos en el rostro hermoso y atribulado de Juan: -He ahí tu Madre.

     Eleva sus ojos al cielo y exclama: Padre, �por qué me has abandonado? �Perdónalos, Señor, que no saben lo que se hacen! Lanza hondo suspiro, llevan a sus labios la esponja con hiel y vinagre, y lanzando una gran voz, superior al estado de agonía, voz poderosa de Dios que escucha la humanidad aterrada:

     -�Todo está consumado!

     Dóblase su cabeza sobre el pecho, y su espíritu sale de aquel dolorido cuerpo en medio del más espantoso de los cataclismos lógicos. Ocúltase la luz del sol como aterrada ante aquel espantoso crimen, suena el rumor del trueno, el rayo cae buscando a los criminales deicidas, rásgase el cielo en encendida ira, y las espadas flamígeras del Ángel exterminador se blanden y refulgen sobre la ciudad deicida. La tierra tiembla, rájanse las peñas de inconcebible manera, chocan entre sí las piedras, ábrense los sepulcros, aparecen espantadas figuras de los que dormían el sueño de la muerte, y horrorizadas caen sobre los mismos sepulcros. La naturaleza entera se ha conmovido, y a su manera, expresa su dolor y el espanto de la muerte del Hijo de Dios, espanto que se ha perpetuado hasta hoy como muestra patente y clara para la ciencia, de que aquel espanto no fue un fenómeno geológico ordinario, sino un hecho extraordinario que en diez y nueve siglos no se ha repetido, a pesar de innumerables y tremendas convulsiones de esta pobre tierra, que en aquella muerte fue más sensible la roca que el corazón de los judíos.

     Pero si aquella convulsión aterró a los cobardes, a los asesinos, haciéndoles abandonar presa de terror el monte, teatro de su feroz cobarde hazaña, de su crimen, que no habían de tardar en expiar de una manera terrible, en cambio los corazones santos, justos y buenos, no huyen, no temen castigo, pues sus corazones están puros y tienen el amparo de la víctima que les cubre con sus extendidos brazos. María recibe con el último suspiro de su Hijo el más tremendo de los golpes, no hay duda, ya no hay esperanza. Jesús ha muerto, Jesús ha dejado la tierra, y en ella a su Madre, confiada al cuidado de Juan, del discípulo amado. Ya nada le resta a María mas que llanto, si queda en sus ojos para derramarlo, como su Hijo sobre los verdugos del inocente Cordero. Pero no: aún le resta un último golpe duro y cruel para una Madre, aún le resta ver al Centurión llegar, y con su lanza atravesar el pecho del cuerpo muerto, que se bamboleó en la cruz con aquel espantoso lanzazo que debió atravesar el pecho de María. �Bárbaros; ni aun el cuerpo difunto merecía respeto, era necesaria aquella última profanación, aquel postrimer insulto!

     Gemido de dolor, de espanto y de terror, llenaría el corazón de la Señora, que sostenida por María Cleofás y Juan, derribada en el suelo contemplaba el cuerpo de aquel su hermoso Hijo, y recordaría a Belén, con la adoración, a Egipto y Nazareth, con aquellos días en que el Niño alegre jugueteaba entre flores y pájaros lleno de alegría, y aquel su amado Hijo, era aquel que pendiente y desplomado cuerpo contemplaba en aquella cruz, sola, abandonada del mundo, sin más compañía que su amado Juan y las tres débiles mujeres, pues los hombres todos, todos, hasta sus discípulos, le habían abandonado. �Pobre y dolorida María! si la humanidad recapacitara sobre tus sufrimientos, tus dolores, tus penas y tus angustias, �cómo no debiera amarte, bendecirte y ensalzarte como amorosa Madre, que tanto sufriste por tus ingratos hijos? �Cómo la humanidad podrá pagarte, si no es con un amor inmenso, tus sufrimientos por nosotros, por lavar con tu dolor nuestras culpas?

     Considere nuestro corazón a María al pie de la cruz contemplando el cadáver de su Hijo, abandonada de todos, menos de aquellos tres amantes de Jesús y de su Madre. Solos, allá en lo alto del monte, sumidos en la obscuridad que envuelve la tierra, entre el fragor de la convulsión de la naturaleza aterrada ante la muerte de su Creador, abrazados al santo leño, contrarrestando la furia del huracán que parece querer arrancar de su asiento a la ciudad criminal, y humanamente pongamos en el lugar de María, de Juan y de las pobres mujeres en medio de tan terrible cataclismo, y si nuestra alma no es presa del terror, del sublime terror que domina el alma en medio de esa grandeza de lucha de los elementos que proclaman tan alto el poder de Dios creador; entonces confesemos que nuestro corazón está seco, muerto a la grandeza y majestad de las impresiones que tan alto hablan del poder de Dios...

     Cálmanse aquellas convulsiones, acláranselas nubes y el sol poniente ilumina al reaparecer con cárdena luz el terrible cuadro: más espantoso en su sublime grandeza que en medio de la obscuridad que le envolvía, y entonces vemos subir, seguido de amigos y de criados, a un noble caballero que, conseguido el permiso del Pretor, va a recoger el cadáver de Jesús, para darle sepultura en un sepulcro de su propiedad. Va a llevar consuelo y tristeza de la separación por un lado, va a llevar consuelo a María demostrando que aún quedan corazones que se acuerdan del inocente Ajusticiado y cumplen con un deber sagrado de la ley de Dios, la caridad, hija del amor y de la grandeza del alma. Y María, �con qué agradecimiento debió ver llegar a aquel varón justo que tanto amó a Jesús y que ahora venía a descolgarle del afrentoso patíbulo!

     Quedábale el dolor a María de recibir en sus brazos aquel torturado cuerpo, el cuerpo de su amado Hijo, �de aquel Hijo tan hermoso y tan desfigurado ahora por las manos de los hombres!

     Veamos ahora cómo se expresa San Basilio: �La Virgen María excedió en sufrimiento a todos los mártires, cuanto excede el sol a los demás astros�. San Anselmo añade: �Todas las crueldades que se hicieron con los cuerpos de los mártires, son cosa liviana, y casi nada en comparación de lo que pasasteis Vos en la pasión de Jesús, �oh Virgen María!� Y añade a esto Lafuente: �Y la razón es obvia: en proporción, que una persona es inocente, pura y discreta, sus sentimientos son también más finos, a la manera que el cuchillo agudo penetra más que el embotado. Los sentimientos y aficiones carnales y mundanas embotan el espíritu; la pureza, la discreción y la inocencia los afinan. �Cuáles debían ser, por tanto, los de aquella Virgen Purísima y sin mancilla, ni venial ni original, inocente hasta ser impecable, discreta y sabia sobre todos los doctores? Y perdía un Hijo que era Dios a la vez, y moría asesinado jurídicamente, blasfemado, escarnecido y el martirio de Él era el de la Madre, y al gritar el moribundo con voz vibrante �Se acabó! (Consumatum est), pudo también decir Ella con lánguido suspiro: -�Sí, ya se acabó! �También para mí se acabó la dicha!

     �Faltaba a María otro dolor, de esos dolores que llevan consigo algún consuelo, pero en los cuales se duda si mitigan el dolor o lo exacerban. La madre que ve morir a su hijo querido de una de esas enfermedades en que falta la respiración, oprimida la garganta, como si la mano de la muerte inexorable fuera agarrotando lentamente al niño que se ahoga, que se agita y lanza apenas un silbido angustioso de agonía, llega a desear la muerte de su hijo una vez perdida la esperanza. María había podido abrigar alguna de que su Hijo no muriese. Los de Nazareth habían querido asesinarle, y le habían llevado a la cúspide del monte, pero Él había pasado por medio de ellos, y el asesinato no se consumó. Otra vez en Jerusalem quisieron apedrearle por blasfemo. Quizá fuese ahora lo mismo, y aunque preso, azotado y escarnecido, pudiera ser que no estuviese decretado que llegase a sufrir la última ignominia humana, la muerte, y la muerte en afrentoso patíbulo. Mas esa esperanza se había desvanecido, y al ver los horribles sufrimientos de que era víctima, si no llegó a desear la muerte de su Hijo, porque no podía desearla, por lo menos padeció menos al ver que había espirado. Ya Jesús no sufría; Ella sufriría por los dos. �Triste consuelo!�



ArribaAbajo

ArribaAbajo

Capítulo XXV

MARÍA AL PIE DE LA CRUZ. DOLOR DE MARÍA. -EL DESCENDIMIENTO DEL CUERPO DE JESÚS. -SU ENTIERRO.



     Sola, acompañada tan sólo de Juan, el discípulo amado, convertido en hijo de María por las palabras del Maestro a su Madre y al discípulo, de Magdalena y María, quedaron al pie de la cruz en medio del abandono de todos, de los verdugos, que despavoridos huyeron en el momento de la convulsión de la materia, aterrada ante la muerte de su Creador, temblor, espanto y convulsión que hizo cambiarla de aspecto en lejanas regiones; a tal punto llegó el pasmo de la naturaleza, aun más apartada del lugar del espantoso crimen.

     María quedó al pie de la cruz siendo modelo del amor entrañable a su Hijo, que señaló con su valor maravilloso, como sostenido por la fe y la voluntad de Dios que allí la puso como modelo del afecto, del sufrimiento y de resignación en el cumplimiento de la voluntad de quien la hizo Madre de tan inestimable tesoro.

     �La presencia de María al pie de la cruz, dice Augusto Nicolás, brilla especialmente en fidelidad y heroísmo, considerándola en oposición con su ausencia en todas las escenas de gloria y de amor en que su divino Hijo se había revelado y dado a sus discípulos. Estos habían adquirido en ellas un entusiasmo de adhesión que se desvaneció muy pronto ante el peligro y la desgracia�.

     �El Evangelio nos dice que estaban con Ella su hermana María de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que sólo estaban allí como el séquito de María que las sostenía con su propia firmeza. Y aún puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe; como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la cruz y la hacen aparecer única�.

     El ilustre autor de Athalia nos pinta este hecho con una hermosa descripción: �La Santísima Virgen estaba en pie, y no desmayada como la pintan los pintores. Acordábase de las palabras del Ángel y sabía la divinidad de su Hijo. Y ni en el capitulo siguiente, ni en ningún Evangelista, se la nombra entre las santas mujeres que fueron al sepulcro; porque tenía seguridad de que no estaba allí Jesucristo�.

     En verdad en verdad que en la resignación y el dolor tranquilo de María sin demostraciones vanas de dolor, de angustia, ni sentimiento, se ven claramente patentizadas en aquella triste conformidad con la voluntad de Dios, voluntad que al cumplirse acata María, pero dejando arrancar silenciosa y dolorosamente las fibras de la sensibilidad maternal de su tierno y amante corazón.

     Nicole, en sus Ensayos de Moral, dice: �El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen, Los judíos y los paganos sólo vieron allí un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban, clavado en la cruz; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí un Dios padeciendo por los hombres�.

     �Ah! María sola al pie de la cruz, sin más testigos de aquel inmenso dolor que aquellos seres bien amados de Jesús, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad. Así el profeta, después de buscar en toda la naturaleza algo grande, inmenso, con que comparar el dolor, la pena, el sufrimiento de María, no encuentra más que el mar, grande, inmenso, cuya extensión y amargura es el único término de comparación que se asemeja a la extensión del dolor del corazón de María en estos duros y crueles trances.

     Y este término no es porque el mar pueda servir de medida, sino que como dice Hugo de San Víctor, �porque así como la mar excede incomparablemente a las demás aguas en profundidad y extensión, así los dolores de María sobrepujan a todos los dolores�. Así lo publica Ella misma al pie de la cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras que el mismo profeta pone en sus labios: �Oh todos vosotros los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante al mío!, y así lo ha ratificado la humanidad entera llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Madre de la Piedad, Consuelo de los Afligidos y yendo a llevar al pie de los altares para sobrellevarlos y templarlos con su ejemplo, los dolores más agudos del pobre corazón humano, que sin Ella no tendrían modelo los que sufrimos en los seres más queridos de nuestra alma, los dolores del luto, de la simpatía y de la compasión.

     María era Madre, y es tal la fuerza de este sentimiento, que las lleva al mayor de los sacrificios. �Era Madre! pero �qué Madre y qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, más fiel, tierna y cariñosa, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo. �Quién puede comprender la riqueza de tal corazón en el que se multiplican las cosas más contrarias para formar el supremo amor?

     Era Madre del Redentor, de la Victoria, de nuestra salvación, y por tanto, Madre corredentora y compasiva, en vista del sacrificio de su Hijo. No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud la tomó en María, y de María: de María, a la que pudo decir como a su Padre, Corpus aptasti mihi. Pero María, también predestinada para este divino ministerio de la misericordia, había recibido previamente de Él, como Dios, esta naturaleza compasiva que debía Él sacar después de sus entrañas como hombre; de tal suerte, que bajo este respecto, existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del corazón las entrañas y la carne de María; de María, predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio, la que la hizo Madre de Dios, la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria y de grandeza con relación a Jesús solo, se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz, como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

     María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar entre los más crueles dolores e ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado. Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, por la razón de que no hay ningún amor que pueda compararse con el de aquella angustiada Madre.

     Pero además de los dolores de la naturaleza, María experimentó dolores aún más profundos, los dolores de la gracia; con los cuales, elevando y enriqueciendo su pura naturaleza, le da más delicadeza y energía para el sufrimiento. Este es el dolor del corazón cristiano.

     Bossuet lo dice elocuentemente:

     �Acontece con este Hijo y esta Madre como con dos espejos opuestos, que enviándose mutuamente por una especie de emulación todo cuanto reciben, multiplican los objetos hasta lo infinito. Así se acrecienta sin medida su dolor, mientras que las olas que levanta se sobreponen unas a otras por una especie de flujo y reflujo�.

     Pero, no obstante, en lo más terrible de esta tempestad, en la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias e imprecaciones de los verdugos, los insultos del populacho, la pavura de los discípulos, las quejas y lamentos de las sensibles mujeres, las últimas palabras y la gran voz de la víctima, la conmoción y espanto de la naturaleza aterrada, María, superior a su sexo, superior al hombre superior a la humanidad entera, sola con la Divinidad, inmóvil permanece en pie: Stabat. �No representéis a María desmayada, dice San Ambrosio, ni aun sollozando; yo leo en el Evangelio que estaba en pie, no leo que llorase. Esta Madre afligida miraba con compasión las llagas de este Hijo que sabía que debía ser la Redención del mundo. Permanecía en pie, con un valor que no degeneraba del que tenía a la vista, sin temor de perder la vida�. Tal era el dolor, el peso de aquel inmenso sufrimiento, que puede decirse con San Bernardino de Sena, que si hubiera estado repartido entre todas las criaturas, no hubiera habido ninguna que no hubiese sucumbido a él, siendo un dolor divino e infinito, el dolor mismo del Hijo de Dios. Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que había hecho a María Madre de Dios, le daba fuerzas para soportarlo. Esta divina Maternidad, fuente de dolor, era al mismo tiempo de su valor.

     Por eso el dolor de la mujer tiene su representación más alta más noble y espiritual en María, en la Virgen al pie de la Cruz, en la Virgen sosteniendo entre sus brazos a su Hijo adorado, el cuerpo de la víctima sagrada de la redención del hombre y a la que llamamos e invocamos con los nombres de María de la Soledad, la Madre de los Dolores. Por Ella y con Ella sienten todas las madres horror a la para ellas más terrible de las desgracias, la muerte de sus hijos. No hay familia católica que no encierre en el santuario del hogar, en el templo de su familia, la Imagen de María en alguna de aquellas invocaciones, presidiendo y amparando a aquellos seres, que se ponen bajo su protección en los dolores y trances de la vida. El ardiente en caridad y amor, el corazón de María, atravesado de las siete litúrgicas y simbólicas espadas, presenta a los corazones sensibles un simbolismo de los crueles dolores de la Madre de Jesús.

     Y ese corazón de María le hemos visto reproducido desde el mármol al lienzo, de éste al papel y a la tela, desde el más rico estofado de preciosas telas al humilde azulejo que enclavado en poste de ladrillos, se presenta en medio de la soledad de los caminos al viajante, a quien sorprende en la revuelta de la senda al atravesar el umbroso bosque y cobijada bajo el espeso ramaje de la encina o la desmayada cabellera del fúnebre sauce, para recordarle una oración a la que fue Madre de los Dolores por nuestra salvación. �Y cuál impresiona en medio de la soledad del campo, del rumor del bosque aquel dolorido rostro trazado por inexperta mano, y aquel pecho atravesado por las agudas espadas que le destrozan! �Ah! la pasión de Cristo, en medio de su grandeza, en medio de lo sublime de su tortura, se agranda y se hace incomensurable en sí por el océano de lágrimas y de dolor que vertió María en semejantes momentos. No, no podemos apartar de nuestra mente la pasión y el martirio del Hijo, sin caer en el insondable y amargo mar del sufrimiento de la Madre.

     Por eso, por esa causa el dolor de María pesa tanto en nuestro corazón, que no nos podemos apartar de él, no podemos separarlo de nuestro corazón y sobre él le llevamos como recuerdo material, bordado o estampado en el escapulario que desde niños nos pusieron nuestras madres como broquel de fuerza inrompible contra las tentaciones del demonio, como egida impenetrable a los dardos de la indiferencia, como ardiente hornillo que encendiera en nuestro pecho el fuego del amor a María, del amor a sus dolores, que habían de ser nuestro amparo en los que la humanidad nos tenía reservados en el camino espinoso y duro de la existencia.

     Dolores acerbos para María, dolores que en las desgracias son bálsamo para los nuestros, y doloroso poema que el arte católico ha querido reproducir en multitud de hermosos lienzos, pues no encontraréis escuela inspirada en la fe católica que no haya reproducido aquel poema de tristura, de llanto y penas de la Madre del Salvador. La dolorosa Virgen vive y ha vivido siempre unida al nombre de la pasión de su Hijo, y su imagen reproducida y pintada, sentida y trasmitida por los artistas, nace en las Catacumbas y llega a nuestros días, imperando y reinando con amor y afecto desde el solitario cipo de los caminos a las espléndidas catedrales. Pero para pintar a María en su amargo dolor, necesítase una inspiración sentidamente católica, necesítase la espiritualización del dolor, y esto sólo ha sido dable a genios como Murillo, que es sólo quien ha traducido en la verdad e idealismo de sus colores la triste y dolorosa realidad del hecho, Tiziano con la mágica de sus colores y dibujo, ni la escuela véneta, ni la alemana con Rembrant han sabido dar la verdad de aquel inmenso y divino dolor, no, unas y otras escuelas han pintado más a la mujer dolorida, que a María, la Madre Inmaculada; en unas y otras hase visto más el dolor humano, pero no aquel dolor más inmenso y amargo que el mar, únicamente Murillo es quien ha acertado a traducir por la magia del pincel y del color el ambiente y tristeza de María en el acto de su soledad y de su pena. Solamente Murillo y Fra-Angélico, han sido quienes se han aproximado a la representación del dolor de María, los dos en quienes la inspiración artística ha sonado al unísono del concepto, del sentimiento cristiano, sin los resabios ni influencias del Renacimiento, traduciendo el hecho por la inspiración clásica. Para el sentimiento artístico católico, se necesita una inspiración verdaderamente religiosa del acto traducible, y de aquí que ni en la pintura de la Mater Dolorosa, ni en la apoteosis sangrienta del Calvario, hayan marchado al unísono, como decimos, el sentimiento, con la inspiración, y que la ejecución primorosa haya querido borrar en muchas ocasiones la falta de aquéllas por la magia del color o lo dramático del cuadro, por sus importantes detalles de majestad y de tener como elementos integrantes del concepto del sublime.

     Y dejando estos juicios del carácter e inspiración pictórica, vengamos a encontrar a María, a quien dejamos al pie de la Cruz cuando muerto su Hijo, los elementos calman su furor, mejor dicho, su espanto, y caen en ese dolor, en ese terror mudo, silencioso, más temible aún que el choque tremendo de aquéllos en titánica lucha.

     Sola al pie de la Cruz y acompañada tan únicamente de Juan y las mujeres queda María. Del Calvario han huido los verdugos asustados de su obra, y en la obscuridad y silencio que los rodea, ven ascender a la meseta a unos caballeros acompañados de esclavos, cargados con frascos y pebeteros y blancos lienzos. �Quiénes son aquellos que acuden cuando todos han huido?

     Son Nicodemus, caballero, discípulo de Jesús, y José de Arimatea, que conseguido permiso de Pilatos para descolgar el cuerpo de Jesús v darle sepultura, subían al Calvario llevando aromas y sudario con que ungirle y dar sepultura.

     Triste acto, en el que los golpes del martillo quitando el remache de los clavos, resonarían en el pecho de María con dolorosos sonidos; golpes que caerían sobre su corazón dolorido en medio del silencio que rodeaba el Calvario, en medio de la soledad que circuía a aquellos piadosos varones y santas mujeres.

     Descolgado el cuerpo de Jesús, María recibió en sus brazos aquel llagado y herido cuerpo de su amado y adorado Hijo.

     �Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, �qué lengua podrá explicar lo que sintió? �Oh ángeles de paz! llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente contra su pecho, mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tiñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. �Oh dulce Madre! �Es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? �Es ese el que concebisteis con tanta gloria y paristeis con tanta alegría? �Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados?

     �Hijo, antes de ahora descanso mío y ahora cuchillo de mi dolor, �qué hicistes para que los judíos te crucificaran? �Qué causa hubo para darte muerte? �Estas son las gracias de tus buenas obras? �Es este el premio que se da a la virtud? �Esta es la paga de tanta doctrina?

     �Oh dulcísimo Hijo, �qué haré sin Ti?

     ��Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía! María quedó como huérfana sin Padre, viuda sin Esposo, y sola sin tal Maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas cansado de los discursos y predicaciones del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asoleado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a esa y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia.

     �Fenecida es ya mi gloria, mas se acaba mi alegría y comienza mi soledad�.

     Así expresa con sentido tan hermoso la soledad y tristeza de María en el doloroso trance, el clásico de nuestros clásicos, el elocuente Fray Luis de Granada, en el libro de la oración y meditación en el capítulo para el sábado por la mañana. De esta tierna manera, de este sentido concepto del dolor de María, expresado con tal belleza, encanto y pureza del estilo, descríbese el inmenso dolor de aquella pobre Madre dolorida, al recibir el ultrajado cuerpo de su Hijo tan amado, de aquel Jesús padre del amor, padre de la caridad y bondadoso para el que en fe ardía su corazón, tanto como justiciero con los hipócritas y fariseos.

     María recibe en sus brazos el desfigurado cuerpo de quien la belleza humana, de Aquel llagado, herido y destrozado por la perfidia de los hombres imbuídos y cegados por Satán en su inconcebible furia y encono contra Jesús, al que no había podido vencer a pesar de sus armas, ni con la maldad de los hombres, sus instrumentos.

     Véase cómo relata el triste hecho del descenso de la Cruz la venerable escritora a quien tantas veces hemos citado, Sor María de Ágreda.

     �Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve, y la Madre no tenía aún certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran ambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo, y le reconocían por Maestro...

     �Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la Cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo, se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio de tiempo estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la Cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron los mantos o capas que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Cruz y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndola...

     �Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especias y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro (La venerable Ágreda da como existente entre los hebreos la costumbre de ataúd o féretro) para llevarle al sepulcro. Levantaron el Cuerpo Sagrado, San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte. Seguían la Madre acompañada de Magdalena, de las Marías y otras piadosas mujeres... Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado�.

     Solitario quedó el Calvario: solo la Cruz de Jesucristo erguida y como abrazando a la tierra, quedó alumbrada por las últimas luces de un triste y melancólico crepúsculo. En occidente, luchaban los últimos rayos del sol hundido tras los montes, y luz amarillenta, pálida envolvía a las amoratadas nubes que empañaban el cielo. La Cruz destacándose clara sobre el anaranjado del horizonte, semejaba flotar en un nimbo de apagado fuego, y negra, centelleante, parecía una amenazadora y ardiente espada que amenazaba a la Jerusalem deicida, a la ciudad, sumida en un aterrador silencio, como atemorizada del acto que en su seno y a su vista se había realizado, parecía temerosa del castigo que la esperaba, y que aquella profecía de la víctima de su furor fuese ya a realizarse, como si viera ya sobre sí la espada de fuego que había de aniquilarla, y el incendio estallando en las ricas maderas del Templo, abrasara ya a sus homicidas habitantes.

     �Ah Jerusalem! No, no temas aún, tus horas están contadas; no ha llegado todavía el momento en que tus hijos, seres malditos, huyan despavoridos por la tierra, sin lograr reunirse, formar nacionalidad, ni abrigarse en su pecho una acción noble, ni un pensamiento, una idea de regeneración. No temas todavía, aún han de pasar algunos años para que los hijos paguen las culpas de los padres y se cumpla lo que en el paroxismo de odio y de furor contra Jesús, pedisteis en aquella mañana, la sangre y la condenación caerá sobre vosotros y vuestros hijos y vuestro deseo será cumplido, seréis seres malditos perseguidos por la tierra, en la que viviréis errantes, sin hogar propio, sin sol ni sombra que sea vuestra, sin patria, sin hogar, sin bandera ni porvenir. Viviréis perseguidos como alimañas feroces, las naciones os perseguirán y expulsarán de sus tierras, el pueblo os asesinará y escupirá como raza vil y maldita, no podréis ni os permitirán ejercer ningún oficio noble, honrado, ni aun el de verdugos, y no tendréis más ocupación que la que os proporcionará el monarca de las tinieblas, Satanás; sólo podréis manejar el instrumento de la perdición de los seres humanos, el dinero, y así sólo podréis vivir menos preciados, siendo usureros prestamistas, siendo judíos, como el lenguaje universal se ha hecho sinónimas las palabras de prestamista y usurero, con las de judío. Ese es el porvenir que espera, Jerusalem, a tus hijos, fruto recogido por tu maldad, por tu perfidia, y como última afrenta, como último escarnio al nombre del pueblo deicida, vendréis a sufrir la esclavitud bárbara del mahometano que te despreciará como todos los pueblos y todas las razas, sirviéndole humillado y siervo del imperio de la media luna que te escupirá también y temerá tu contacto, haciéndote huir y encerrar en tus míseras covachas con tus dineros, para que no manches sus fiestas con tu presencia.

     Sí; aquella Cruz solitaria envuelta en la dudosa luz del crepúsculo ha de ser tu condenación, y su sombra inmensa cayendo sobre la ciudad maldita, hará que venga a imperar en ella el paganismo que tanto te horrorizaba y del que serás esclavo mañana, como lo serás más tarde de pueblos civilizados. El cielo ni aun te reservará el consuelo de ser esclavo de pueblos ilustrados, dignos y cultos; ante la enormidad del crimen, corresponde la magnitud de la pena, el castigo a la ingratitud.

     Enterrado Jesús, volvió al Calvario la fúnebre comitiva, y María, sola, sola en el mundo, sin más compañía que su hijo Juan, así designado por Jesús, besaron y recogieron los improperios de la pasión, y en medio de la obscuridad de la noche regresaron al seno de la ciudad deicida, a la casa del Cenáculo, aquella casa convertida en el más grande de los templos, pues que en ella se verificó la institución de la Eucaristía, y allí albergados con las santas mujeres, que no la abandonaban, pasó en medio de la mayor tristeza la primera noche de la soledad de la Madre de Dios, de la tierna invocación que tanto ha llenado de niños nuestra alma de sentida compasión, y de hombres de pena y aflicción nuestro pecho, cuando como padres hemos sufrido pérdidas como la de arrancarse de la vida pedazos de nuestra alma, hijos a quienes amábamos y eran nuestra esperanza en el amor y la de nuestras aspiraciones.

     �Retirada ya la Virgen, dice Casabó, en el aposento donde se celebraron las dos cenas, acompañada de San Juan, de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, háblales a todos, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta entonces la habían acompañado en la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y así mismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Reconocieron este gran favor y le besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla descansase un poco, y recibiese alguna corporal refacción, a lo que respondió:

     �-Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotros, carísimos, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo.

     �En quedando a solas en su retiro, se entregó a sus afectos dolorosos, y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando todas las especies de todos los misterios y afrentosa muerte de su Hijo, en cuya ponderación pasó toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios�.

     Miles de páginas podrían llenarse tan sólo copiando las inspiradas palabras de los escritores católicos al considerar y estudiar la hermosa figura de María en tan doloroso como sublime acto de su penosa soledad, de sus sufrimientos y lágrimas en tan crueles horas, como las sufridas por la Reina y Señora en la terrible pasión de su Hijo, pero aun cuando todas ellas inspiradas en el más grande y santo amor a María, en la contemplación de su dolor ante los misterios de su Hijo, la pluma y el sentimiento humano son impotentes para pintarlos y describirlos: sólo allá en el fondo de nuestro pecho, cuando las desgracias y el dolor nos rodean, entonces es cuando el alma, el corazón, el pensamiento pueden comprender algo de aquel dolor divino, inmenso, que atenaceó el tierno corazón de la más pura, inocente y amante de las mujeres. Sólo así, sólo en estos momentos es cuando podremos comprender el dolor y el sufrir de María en los momentos de la pasión y muerte de su Hijo Jesús, nuestro Salvador y Redentor con su sangre y misterio de nuestra esclavitud del pecado, dolor que es imposible sentirlo en la pequeñez de nuestro corazón, creyendo en lo humano no haberlo semejante al que en momentos de pena y aflicción hieren dolorosamente las fibras del sentimiento, y dolor que siempre, aun en las almas más justas, lleva en sí el carácter de expiación. Pero el dolor de María llenando un alma y corazón tan puro, tiene en sí la grandiosidad de lo inmenso, de lo grande, como obra de Dios.

     Si la expresión sensible de este dolor, de esta pena y sufrimiento, de cuantos escritores la han pretendido expresar y traducir en hermosos conceptos, fuera dable reunirlas, vacías de expresión quedarían, frías y sin vida aquellas manifestaciones, ante la magnitud inmensa del dolor de María en aquellos terribles momentos.



ArribaAbajo

Capítulo XXVI

Soledad de María

LA NOCHE DEL PARASCEVE EN JERUSALEM.



     Ya cerrada la noche, la fúnebre y silenciosa comitiva que bajaba del Calvario entra silenciosa, sola, por la puerta judiciaria. Las calles están desiertas y triste y misteriosa la vía dolorosa, por la que horas antes ha atravesado Jesús con la pesada carga de la que ha de ser el instrumento de su martirio y patíbulo de su muerte. Sola y sin que grupo alguno de curiosos y desocupados ocupe aquella, ya sagrada vía, María y Juan con las piadosas mujeres, Nicodemus y José se dirigen como hemos dicho a la casa del Cenáculo.

     �Qué sombrío aspecto presenta la ciudad! Quién dijera que se hallaba en la fiesta de la Pascua, del Parasceve: no se oyen cánticos, no se escuchan los ecos de las arpas, ni se percibe ese ambiente fresco y grato que envuelve la atmósfera haciendo respirar fiesta, alegría, dicha y bienestar. Nada, nada de eso, silencio, silencio de muerte reina en las calles y en el interior de las casas. Parece que al paroxismo de furor, de odio, de venganza, a los alaridos de rabia, de ira, a aquel estridente rechinar del odio concentrado al calor del improperio, a la sed de sangre, a la furia de la matanza ha sucedido la calma del terror, del susto, del miedo; el horror al espantoso cataclismo de la muerte de aquel Jesús perseguido, de aquel embaucador, cuya muerte ha conmovido la tierra y los astros, los tiene llenos de miedo, de pavor, de espanto, y no se atreven a salir a la calle temiendo encontrarse con los muertos que han salido de los sepulcros y han venido a Jerusalem.

     El temor, el horror supersticioso que llena su alma, que reconocen criminal, les tiene escondidos en las casas, sin atreverse ni aun a hablar por temor de dar a conocer su interno terror. �El velo de Templo se ha rasgado! Por sí, sin que agente alguno extraño le haya tocado, el velo se ha rajado de arriba abajo. Los sacerdotes, llenos de pavor, como sucede siempre al criminal, han huido a esconderse de la vista del Tabernáculo; temen, y temen con razón, ellos han sido los inspiradores del populacho, quienes han encendido la hoguera y atizado el fuego del odio contra Jesús, y por tanto, temen. La muerte de aquel embaucador, como ellos le llamaban, les ha llenado de miedo: no sin motivo se conmueven las esferas por la muerte de un hombre, y no obstante el sol, la luna y los astros se han obscurecido de una manera nueva, inusitada; aquel fenómeno no era regular ni previsto por la ciencia. El calvario ha temblado y las rocas se han abierto contra toda ley de física: los sepulcros se han abierto y los muertos salido y hablado con algunos de Jerusalem: una noche insólita ha reinado al espirar el que hacía salir a Lázaro del sepulcro y levantar con vida a la hija de Jairo... �Quién es ese embaucador que así conmueve al mundo y con su muerte, el velo del Templo se parte por sí con estridente ruido?

     El temor es grande entre los Escribas y los Sacerdotes: �qué hacer, cómo devolver la alegría de la Pascua al pueblo, asustado, temeroso y presa del remordimiento? �Triste es aquella Pascua! �La venganza engendra el recelo, y la alegría de la satisfacción de aquélla no aparece! Ni cómo; nunca la venganza engendra nada noble, y la alegría es la manifestación de un corazón tranquilo, de una conciencia satisfecha; así es que metidos en sus casas, escondidos en el rincón del hogar, temen ver aparecer al Ángel exterminador que concluya con los asesinos del Hombre justo sacrificado en aras del odio y de la venganza criminal de los expulsos del Templo.

     Retirados, temen, no se hablan y la Pascua se convierte en noche de terror, y se recuerdan aquellas palabras del Mártir de su ira a las piadosas mujeres: �llorad por vosotras y por vuestros hijos! �Qué va a suceder? El terror embarga los ánimos y quedan desiertas, solitarias, abandonadas las calles de la ciudad, y María, Juan y sus piadosos compañeros recorren solos, sin testigos, la vía de Amargura, renovándose el intenso dolor en el pecho de María y sus acompañantes.

     La Madre recorre sola y llorosa, la senda, el camino de dolor que ha recorrido su Hijo, y aquella visión material de suelo, casas y accidentes, le hablan del dolor y sufrimiento de su querido Hijo que descansa entre las piedras del Calvario, que le acogen y guardan más cariñosas que el corazón del hombre que no tuvo una palabra de compasión para aquel Jesús que caía y se arrastraba entre las piedras desfallecido y desangrado. El Pretorio, silencioso, y Pilatos encerrado en él, temeroso y cobarde más que en la mañana, cuando por debilidad accedió a las exigencias del pueblo amotinado, consideraría su infame conducta, su cobardía ante el aviso de su esposa, y allá, allá en lo profundo de su conciencia le roería el silencioso y perforador gusano del remordimiento, le acusaría y proclamaría como magistrado infame y cobarde, que posponiendo el principio de la justicia, la santidad de su misión de juez, se entregaba al deseo y ciega voluntad del pueblo ebrio y estúpido. �Qué noche también para él, para él, cómplice y coautor de aquel asesinato jurídico, que con voces tremendas por los elementos había proclamado lo injusto y tremendo de aquel acto criminal!

     Y así María siguió recorriendo aquel camino de sangre, de martirio, de dolor y con el corazón destrozado llegó al Cenáculo, al lugar santo de la consagración del Cuerpo de Jesús, hostia de paz y salvación del mundo con su bendito Cuerpo.

     Sola, sola se encontró en el retiro de aquella santa casa: allí en medio del silencio que la rodeaba, quién la consolaría, se reconcentraría en su ánimo, en su dolor, la soledad en momentos de intenso dolor consuela más que las palabras y la compañía, hay consuelos que desconsuelan, agradece el ánimo los conatos para mitigar el dolor, pero estos no consuelan, no borran la huella que la pena ha grabado en nuestra alma. Para que desaparezcan éstas sólo el tiempo es el que las borra sin hacerlas desaparecer.

     En medio de aquel silencio, de aquella soledad, �cómo retrotraería la dolorida Madre sus recuerdos a otras épocas! �Cómo se presentaría entonces su pobre casita de Nazareth hoy cerrada, frío el hogar, en donde ni aun la ceniza conservaría el calor de aquellos corazones que en su pobre hogar se reunieron! �Cómo se presentarían ante sus ojos aquellos hermosos horizontes, llenos de luz, de vida, de calor, de bellos colores, de murmurantes riachuelos y perfumadas flores, cuando aquel hermoso Niño, venido de Egipto, jugueteaba entre flores y mariposas y con sus manos débiles y finas pretendía levantar las pesadas herramientas del carpintero José, su padre! �Cómo no había de pensar en aquella fuente a la que en las hermosas puestas del sol bajaba María para recoger el agua y esperaba la llegada del Padre y del Hijo que venían del inmediato taller y subían entre ambos la pesada ánfora, regresando los tres llenos de santa alegría y calma al modesto albergue! �Cómo se presentarían ante sus ojos aquellas noches de espléndida luna en que sentados bajo el amparo de sus rayos disfrutaban el fresco de la noche y los perfumes de la rosa y del cinamomo!

     �Y aun en medio del destierro, cómo se presentarían amparándolas con tanta soledad, pena, dolor y llanto, las hermosas y espléndidas noches del Egipto con sus misteriosos encantos y brillantes constelaciones, disfrutando en medio del destierro una calma y sosiego que hoy encontraba más y más hermoso comparándolo con la tristeza del presente, la soledad y quebranto de su corazón ante las ideas de aquel crimen que la privaba de la compañía de su Hijo, del hermoso y cariñoso Jesús, su amparo, su consuelo y su dicha, dicha arrancada por la perversidad de los hombres que le habían privado de su dulce compañía.

     Entonces, sí, entonces como cuando la sed abrasa nuestras fauces, cuando como en el desierto ante sus inmensos arenales y luz rojiza deslumbrante y abrasadora, la sed, el sueño del agua llena nuestra imaginación, y nos hace pensar en las frescas riberas, en el murmurio del agua en sus cristales y su fresco incomparable para la abrasada boca, así María recordaría aquellos días felices de su vida escondida en el pobre Nazareth, recordaría la dicha, alegría y placer de la cueva de Bethlén con su hermoso Hijo adorado de los pastores, adorado de los magos, que a sus pies se postraron llenando de dones a su hermoso Jesús. Comparaba la alegría y la dicha de aquella infancia para compararla con la tristeza del presente, con aquella noche lóbrega y terrorífica para los jerosolimitanos, y aquel silencio, aquel pavor y espanto le hacía más daño en aquellos momentos que la gárrula gritería, los insultos y aullidos de aquella funesta mañana.

     Pobre María, humanamente considerada, qué soledad más triste la rodeaba: José, su amparo, su protección, había muerto, se hallaba en el seno de Abraham: Jesús, asesinado por la ferocidad del populacho, excitado por la maldad y la perfidia tan traidora como cobarde de los sacerdotes, de la aristocracia venal y enemiga de una doctrina que con sus palabras les arrancaba la vestidura que encubría su miseria y podredumbre, y que había llevado su odio, su encono, hasta hacer que Jesús apareciese como un criminal que atacaba a la sociedad y al poder constituido como revolucionario demoledor y demagogo, por más que hubiere dicho que su reino no era de este mundo. No, aquellas palabras llenas de amor, de caridad y misericordia, hacíanles más daño que si Jesús se hubiera presentado ante ellos con armas y gentes para arrancarles el imperio y el dominio del pueblo: sí; entonces, ojo por ojo, diente por diente contra Él lucharan y en su orgullo pretendieran vencerle; pero ante sus doctrinas, sus palabras, su mirada, su mansedumbre y su pobreza, sentíanse desarmados y vencidos, impotentes para luchar por su sucia conciencia, bajaban sus ojos ante la serena mirada de los hermosos ojos del revolucionario conmovedor de Judea, y temblaban ante las manchas de su alma que Jesús descubría y señalaba sin citarlos. No, aquello era una amenaza continua contra su poder, sus vicios y su maldad, era preciso destruir a aquel hombre, matar su doctrina antes que hiciera más prosélitos, �pero cómo? La lucha noble y leal era imposible, las armas les caían de las manos ante su imponente presencia, ante su hermosa y aparente debilidad, no podía lucharse frente a frente con el Nazareno, contra el Hijo de María, contra el Hijo de la antigua halma de aquel Templo que la había educado, para que luego diera vida a aquel Hijo que era el terror de los malos y pervertidos sacerdotes, era preciso valerse de medios reprobados por todo corazón noble y de sentimientos elevados, y sólo la traición, la cobardía, la falsedad y la mentira, eran las armas que el infierno les proporcionaba para poder combatir, para poder procurar vencer aquella fuerza incontrastable de la palabra que minaba el pedestal de su falsa ciencia, de su orgullo, de su ambición y sed de dominar al embrutecido pueblo, al que no querían dejar iniciativas ni propósitos nobles que pudieran levantarle de la abyección en que se hallaba. Era preciso aniquilar cobarde y traidoramente al Hijo de María, y para ello uniéronse y el perverso sentir de aquéllos, crucificó a Jesús y dejó a María en el desamparo y la soledad, en el vacío de que nadie la defendería y temería ponerse del lado de la Madre del Ajusticiado, de aquel peligroso hombre que quería derribar el Templo.

     Y el infierno había logrado por unos momentos su propósito: Jesús había muerto, pero la que quebrantó la cabeza de la serpiente vivía, y en medio de su dolor de Madre, en medio de su soledad, María seguía con su pie triturando la cabeza de aquélla, y no vencería el mal inoculado a nuestros padres en el Paraíso, no prevalecería el poder del infierno, lograría sus propósitos de vencer a quien le atormentaba, pues también el Hijo de Dios quiso ser tentado por el diablo, pero sería aquella muerte para vencerle una vez más y hundirle más hondo en los profundos senos su negro poder; no prevalecerá la puerta del infierno, no; María está sola, muerto su Hijo, su Esposo, nadie que la defienda resta; no, no, María está sola con su dolor, con su pena de afligida Madre, pero fuerte y decidida a luchar contra el infierno junto y segura de vencerle si intenta nueva lucha; pero no, no lo intentará, no ha podido ni tan sólo hacer dudar un momento a Jesús ni a María, el cáliz de la amargura ha pasado por los labios de ambos; la pasión del Hijo y el dolor de la Madre han sido su más terrible y eterno vencimiento. Ya el infierno no prevalecerá, ha sido derrocado su poder y cumplidas las palabras del Eterno Padre al maldecirá la serpiente causa de nuestros males, espíritu de la desobediencia revelada contra su Creador.

     Todo está consumado, había dicho Jesús al espirar en el cruel tálamo del leño de la Cruz, y en verdad, todo estaba consumado, el Hijo de Dios morirá sin tener donde reclinar la cabeza, y todo se consumó, cual estaba anunciado por los profetas, todo pasa, todo desaparecerá menos la palabra del que creó el orbe y los planetas, y el cáliz de la amargura, la hiel y el vinagre ofrecido al Mártir que espiraba entre horribles agonías, bañó los labios de Aquél y cayó sobre el corazón de su amantísima Madre, que desde el pie de la Cruz participaba de sus dolores, de las penas y angustias del Mártir, como sufre la madre las penas, las angustias y dolores de un hijo con tan intensidad como el que las padece y sufre.

     Y María, copartícipe de la redención, sufrió aquella terrible pasión y quedó sola en el mundo, sola con su dolor, con el pesar y tormento de un vacío en su derredor y en su incomparable y purísima alma: con el dolor de enterrar el ultrajado Cuerpo de su Hijo salvado de la voracidad de las aves de rapiña por la caridad y amor de Nicodemo y de Arimatea. Jesús pobre, Jesús dando lo que tiene de humana riqueza a los pobres, Jesús con el caudal inapreciable de su caridad, de su doctrina, de su amor y misericordia para con el hambriento, no sólo del pan material sino del pan del alma, no tiene donde reclinar su cabeza transida de espinas, de dolor, y es enterrado por la generosidad, por la caridad que Dios había hecho germinar en el corazón de aquellos discípulos como cosecha criada por la doctrina de su Hijo; y ellos mismos no dejan a María por momento y acompáñanla al Cenáculo y retíranse para no interrumpir con su presencia la explosión de pena y de angustia que llenaría el pecho de Aquélla después de un día de tan terrible prueba para su puro y virginal, amante y tierno corazón.

     Todo se acabó, menos el dolor; acabó el tormento de mi Hijo, pero no el mío, diría la angustiada Madre: y hablando con el Hijo, con el que era Dios y Hombre y lo es aunque muerto su cuerpo, le decía, no con la boca, sino hablándole desde el fondo de su corazón:

     �-�Oh Hijo y Rey mío! tened por bien que sea este el último martirio, si esa es vuestra santa voluntad, y si no hágase en esto como en todo vuestra altísima voluntad. Ya terminaron los martirios, y el mío, considerando el vuestro, se renueva. Mandad a la muerte que vuelva por los despojos que dejó y me lleve con mi Hijo amado a la sepultura. Sí, sepultura dichosa que has sucedido en mi oficio, y la corona que a mí me quitan a ti la dan, pues encerrarás dentro de ti, al que yo tuve encerrado en mis entrañas. Mis huesos se alegrarían si allí se viesen y allí sería de verdad mi vida en la sepultura. El corazón y ánima que yo puedo, yo los sepultaré, mas Vos también, Señor mío, el cuerpo que yo no puedo sin Vos. �Oh muerte! �por qué eres tan cruel que me apartas de Aquel en cuya vida estaba la mía? Más cruel eres tú a las veces en perdonar que en matar. Piadosa fueras para mí si nos llevaras a entrambos; mas ahora fuiste cruel en matar al Hijo, y más cruel en perdonar a la Madre�. Así expresa Fray Luis de Granada el dolor, la tristeza de María en estos tristes momentos de su soledad, de su pena y abandono del mundo cruel que la había perseguido con su saña y su malicia.

. . . . .

     Y aquella noche cruel de angustia y primera de su soledad, pasa y llega el día y con él el sol brilla de nuevo sobre el horizonte, y viene a besarla amorosamente en su triste aposento. Las trompetas del Templo suenan con estridente sonido anunciando la solemnidad del Sábado.

     Las preces, las súplicas de María no se dirigen allá, sus doloridos suspiros no se encaminan al Templo, no, esa religión acabó con el deicidio, ha terminado su misión con el asesinato jurídico del Hijo de Dios. Si antes era mortal, hoy es ya muerta y dentro de poco será mortífera, su hálito envenenará como sus hijos malditos.

     El Templo de María está en el Calvario, sobre él y en una de sus vertientes, y allí, allí encamina sus suspiros y su llanto, su pena, su dolor.

     Suenan nuevamente las trompetas; corred, sí, corred al templo de Salomón, al templo restaurado por Herodes; corred, corred a postraros ante Dios los asesinos de ayer, los que ayer, ardiendo en odio y azuzados por el infierno, asesinasteis al Hombre-Dios: sacrificad animales, derramad sangre de las víctimas los que ayer hicisteis correr la sangre inocente de Jesús, del hombre Justo. Sí, derramad sangre de las víctimas y preparad la vuestra, pues los soldados romanos están afilando sus espadas para derramar la vuestra en ese mismo recinto, como lo pedíais ayer; preparaos para ser degollados como hoy hacéis con los animales ante ese altar, y no humearán vuestros cuerpos sobre las aras, sino sepultados entre los escombros del abrasado Templo, que se derrumbará sobre vosotros para sepultaros como raza maldita entre sus ruinas. -Caiga la sangre de Jesús sobre nosotros y nuestros hijos, y la sangre caerá, raza maldita, y andarás, como Caín, errante sobre la tierra como raza criminal, arrojada como perro leproso de todo punto donde existan corazones honrados y almas nobles: anda, pueblo maldito, a morar entre las serpientes del desierto, si no temen aquéllas tu contacto y se separan y huyen de la tierra que tú pises, raza espúrea que llevas sobre ti la condenación de Dios.

     �Y un día, frente a ese templo, barrido de la superficie de la tierra al soplo de la indignación divina, que disipará sus cenizas mezcladas con las del polvo de vuestros cuerpos, en ese monte frontero se alzará otro templo, a donde vendrán a postrarse de todos los confines de la tierra los discípulos de ese Galileo que habéis crucificado, de cuyo sepulcro salen misteriosos resplandores que revelan su gloria venidera y la gloria sempiterna del que momentáneamente yace en él. Predicho está que ha de ser glorioso su sepulcro�. (Isaías, capítulo XI, vers. 10.)

     Sí, seréis vencidos, y el auxilio del infierno para nada os valdrá; esperad, esperad el castigo que habéis pedido, no tardará, y el cuchillo del romano llenará la misión de ser la cuchilla del sacrificador, y seréis inmolados, pero no todos; �ah! no esperéis la dicha de que vuestro pueblo desaparezca por completo, no, se os reserva a los sobrevivientes al gran cataclismo, la esclavitud, la persecución, el odio y el desprecio, el asco, la repugnancia de vuestro contacto y vuestra condición será como vuestro corazón, la de las bestias feroces, a quienes todos persiguen y procuran aniquilar; pero no, no seréis aniquilados, ni aun en esa persecución; necesitáis vivir como ejemplares que Dios reservará en el mundo de una raza infame, de unos seres malditos, para que llevéis el odio y la maldición por todos los siglos.

     Sí, decidle a ese Pretor cobarde que se prestó o asustó ante vuestros aullidos de humanas fieras, que ese Nazareno que él consintió que vosotros asesinaseis, que resucitará, o que digan sus discípulos que ha resucitado. Poned guardias en su sepultura, pero no soldados romanos, pues éstos no se prestarán a ese servicio, pues son dignos y no quieren vuestro contacto por el desprecio que les inspiráis, y menos se prestarán a secundar vuestros propósitos.

     Poned allí esa cohorte de esbirros que sirven a los sacerdotes y os ayudan en vuestras maldades. Sí, poned guardias, guardad el sepulcro del Galileo, del embaucador, del blasfemo, no sea que resucite, pues vuestra conciencia no está tranquila, ni �cómo ha de estarlo? Teméis y hacéis bien, pues ese temor queréis cohonestarlo con el temor de la superchería de que roben su cuerpo y digan luego que Jesús ha resucitado.

     Siempre el mal, la conciencia torcida, juzgando por sí a la de los demás. La vuestra os dice que va a resucitar en breve, y aun en el Sábado, en el día del Sábado, vuestra conciencia no reposa, el temor os asalta, el miedo os hace prudentes y el remordimiento quiere apagarse con aparatos de fuerza. Sí, hacéis bien, poned guardias en el sepulcro de Cristo, �pero quién pone guardias a vuestra conciencia para que el remordimiento no resucite y os grite �deicidas, deicidas! Sellad la piedra del sepulcro, enviad vuestros escribas, enviad a vuestros sacerdotes, colocad pues piedras inmensas sobre su sepulcro, sí, pero ponedlas al mismo tiempo sobre vuestra conciencia, pues el remordimiento levanta la cabeza, la levantará y de entre aquellas piedras la voz terrible del juez inexorable os gritará como a Caín: �qué has hecho de tu hermano? �Qué has hecho de mi Hijo? pueblo infame, cruel, deicida eres y maldito serás sobre la haz de la tierra.

     Teme, sí, teme, pues nunca dejó de temer y temblar el criminal, teme, que el día de la resurrección de tu víctima será el de tu muerte. Y vigila, sí, vigila a la pobre Madre a quien has destrozado su corazón con tus ferocidades, vigila a la pobre María en su soledad, no promueva contra ti alguna algarada en defensa de la memoria de su Hijo, y secunde la superchería de sus discípulos diciendo que ha resucitado Jesús, que ha vuelto a la vida humana la víctima de tu maldad.

     Teme, sí, pero no temas a María, la pura paloma que no tiene más que lágrimas para consolar su soledad, su dolor, su acerba pena y confiar en El que la hizo Madre siendo Virgen y la ha dado valor para tan crueles sufrimientos, pero teme a tu conciencia, teme por tu porvenir, pueblo ingrato e infame.



ArribaAbajo

Capítulo XXVII

La resurrección de Jesús

MARÍA EN LA RESURRECCIÓN DE SU HIJO. -PRIMERA ENTREVISTA EN LA CASA DE MARÍA.



     Llegó el domingo en que se cumplían los tres días de la muerte de Jesús, y el sol al asomar por el horizonte de Palestina, ofuscóse su luz ante un resplandor insólito, una luz más viva y más brillante que se levantaba de la cumbre del Calvario. Un seno de luz esplendente, hermosa, deslumbradora, sin herir ni cegar llenaba las pupilas de quienes tuvieron la dicha de contemplarla; aquella mañana revestía una hermosura sin igual, aquella luz no era la de las hermosas mañanas de Judea en que la luz agota todos los colores y cambiantes tonos de la escala de las tintas, no, aquella luz y aquel ambiente eran más puros, más diáfanos que aun en los más hermosos días, era que la naturaleza entera se vestía de gala para festejar el misterio, el gran hecho de la resurrección de su Creador, la gloriosa salida del arca santa que por tres días encerró el cuerpo del Cordero de Dios, del Hijo de María, después de su cruenta pasión y del sufrimiento de su pura Madre.

     �Jesús ha resucitado según dijo! Su cuerpo, curado de las llagas de la pasión, ha salido lleno de luz y de gloria del sepulcro, pero en sus manos, pies y costado se conservan como hermosas señales las heridas de los clavos, de la lanza del Centurión, de aquel golpe horrendo con el que al abrir el costado del Señor se abrieron sus ojos a la luz de la verdad y lloró la herida causada con su lanza.

     La luz del alba iluminaba vagamente los contornos del ya desde entonces sagrado monte Calvario, y unas piadosas mujeres encaminábanse al sepulcro de Jesús para llevar ungüentos con que conservar el cuerpo de Jesús, cuando al herir una luz deslumbrante, que la del sol, sus ojos, vieron en la puerta del sepulcro a un ángel resplandeciente que les dijo que Jesús había resucitado, vieron vacío el sepulcro, levantada la losa y huídos los esbirros de los fariseos que lo custodiaban, y entonces volvieron a Jerusalem a comunicar la fausta nueva y tal vez comunicarla a María, que con ansia esperaba el momento. Creen algunos que Jesús no vio a su Madre una vez resucitado. Estaba María con los Apóstoles... Véase lo que dice Lafuente acerca de este punto:

     ��Estaba con ellos la Virgen María? Yo creo que no; sobre esto la tradición supone y Orsini se hace eco de ello, que María fue al Calvario con las santas mujeres, todo lo contrario supone la tradición. El existir en la capilla del Santo Sepulcro un cuadro que representa la aparición de Jesús a María, ha hecho suponer que el encuentro de Madre e Hijo tuvo lugar en aquel punto. Pero, sin combatir aquella tradición, suponemos que cuando las piadosas mujeres llegaron al sepulcro, el Señor ya había visitado a su pura y santa Madre. Sobre que el Evangelio nada nos dice, hay razones muy poderosas para creer lo contrario. No podía la Madre de Jesús adolecer de la incredulidad de los Apóstoles y de las santas mujeres. El dolor de María era distinto del de las santas mujeres, reconocía otras causas. Van a ungir a Jesús, porque quieren ver sus restos mortales otra vez con cariño, pero con femenil curiosidad, despedirse de Él y dejarlo allí para siempre. �Puede María dejarse llevar de ese amor humano e imperfecto, con incierta fe y vacilante esperanza dadas sus eminentes virtudes, su sólida fe y la grandeza de su alma? Yo creo rebajado su carácter poniendo su amor al lado del amor de Magdalena y de María Cleofás. El dolor de María es de la clase del que padecen esas almas puras y santas que, al meditar en la pasión de Jesús y en su dolorosa muerte, agonizan de pena, padecen deliquios y fuertes desmayos y vierten torrentes de lágrimas, que apenas pueden mitigar su dolor ni las ansias del corazón dolorido. Preguntad a esas almas puras y benditas por qué lloran si saben que Jesús ha resucitado y que está en los cielos. La respuesta que os den, es la respuesta acerca del dolor intenso que padecía la Madre del Salvador, cuando éste, como buen Hijo, vino a visitar a su Madre con su primera aparición, con su primera visita. No había amor a Jesús, ni lo ha habido, ni lo habrá como el de María. �Qué vale el amor de la Magdalena, pecadora arrepentida, con el amor de la Virgen inmaculada y pura, y por añadidura, Madre? Y si ese era el amor de la Madre, �cuál debía ser el de Jesús? No puedo ni aun concebir que Jesús dejara de hacer a su Madre la primera visita después de su resurrección, y creo que no habrá madre ni buen hijo que no opine conmigo.

     �Sobre todo esto, tengo para opinarlo así el testimonio para mí irrecusable, de Santa Teresa de Jesús, que expone la aparición con frases tan sencillas y tan sentidas como ella sólo sabía escribirlas...

     �Después de referir los favores celestiales que recibió de Jesús, un día en habiendo comulgado, añade: -�Díjome que en resucitando había visto a Nuestra Señora, porque estaba ya en grande necesidad, que la pena la tenía tan traspasada, que aún no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo. Porque aquí entendí estotro traspasamiento bien diferente: Mas �cuál debió ser el de la Virgen? Que había estado mucho con Ella, porque había sido menester harto consolarla�.

     �La frase sencilla y enérgica de Santa Teresa en esta revelación es digna de estudio: en resucitando, equivale a decir, luego que resucitó. Que aún no tornaba en sí... de modo que su desfallecimiento y desmayos eran tales, que estaba casi privada de sentidos; luego ni su cuerpo ni su alma estaban en disposición de ir al sepulcro con las santas mujeres, a las que vulgarmente se suele llamar las tres Marías. Que había estado mucho con Ella, así se comprende en el gran cariño del Hijo a la Madre y de la Madre al Hijo, y añade la razón de que para reponer sus fuerzas físicas y morales, profundamente abatidas y desfallecidas, había sido menester harto consolarla. Creo que después de llamar la atención sobre esta revelación de Santa Teresa de Jesús, cuyo testimonio es hoy acatadísimo en la Iglesia, cuya veracidad nadie duda, como tampoco de la autenticidad de sus escritos y revelaciones, no habrá ningún católico que dude ya de la aparición de Jesús a su Santa Madre en el Cenáculo, y haciéndole su primera aparición en el retiro de su aposento, y al punto de su resurrección�.

     De tal manera clara, convincente y robusta, expresa Lafuente su sentir en el punto del encuentro de María y de su Hijo en el sagrado del Cenáculo, y comprobada por las palabras de la mística y Santa escritora la entrevista de la Madre y del Hijo. Ni la fe, ni la razón pueden poner en duda hecho tan claro, tan hermoso como hijo del amor del Hijo a la Madre, que todas cuantas razones, argumentos y pruebas quisieran aducirse caerían ante la razón hermosa, el argumento incontrastable del mutuo amor de Madre e Hijo, ante esta suprema luz, frío resultaría cuanto se dijere, vacío de luz, calor y sentimiento cuanto no tenga por base el amor materno y filial de Jesús y de María.

     �Qué dicha más inmensa! �Qué placer más grato para el alma que el hallar al Hijo querido como vivo y lleno de su propia hermosura! �Ah! inútil es querer ni intentar siquiera pintar el goce, la alegría de María ante la presencia de su divino Hijo que llegaba desde el sepulcro para visitarla. Pensemos tan sólo en la alegría humana de la madre que viera llegar a su presencia al hijo que enterrara tres días antes, pensemos en la explosión de sentimiento que aquel encuentro produciría en el pecho de aquélla. �Quién sería capaz de pintar, describir ni narrar con todo su calor, fuego y sentimiento, aquella escena en que a raudales brotaría del pecho de aquella madre la alegría, la dicha, las bendiciones al cielo, que tal beneficio y felicidad la dispensaban?

     Pues si esta dicha, alegría y felicidad humana nos consideramos impotentes para pintarla ni narrarla, �cómo nos atreveríamos a hacerlo con la dicha y alegría de la Madre de Dios, de Marta, pura e inmaculada, y la de su divino Hijo? Sintámosla en el corazón, pero no intentemos con la palabra hacerla sentir, pues aquélla es vana y hueca para narrar tanta grandeza, dicha y felicidad después de tantas angustias y sufrimientos.

     Casabó expresa el estado de María después de la resurrección de Jesús: �El estado en que puso a María el poder divino después de la Resurrección del Redentor, fue nuevo y más levantado que antes; las obras fueron más ocultas, los favores proporcionados a su eminentísima santidad y a la voluntad ocultísima del que los obraba. Entre los júbilos de que gozaba no se olvidaba de la miseria y pobreza de los hijos de Eva y desterrados de la gloria; antes, como Madre de misericordia, recordando el estado de los mortales, hizo por todos oración ferventísima. Pidió al Eterno Padre dilatase la nueva ley de gracia por todo el mundo; multiplicase los hijos de la Iglesia, la defendiese y amparase, y que el valor de la Redención fuese eficaz para todos; y aunque esta petición la regulaba en el efecto por los eternos decretos de la voluntad y sabiduría divina, pero en cuanto al afecto de la amantísima Madre, a todos se extendía cuanto al fruto de la Redención, deseándoles vida eterna. Fuera de esta petición general, la hizo particular por los Apóstoles, y entre ellos señaladamente por San Juan y San Pedro; porque el uno tenía por hijo y al otro por cabeza de la Iglesia. Pidió así mismo por la Magdalena y las Marías...�

     María permaneció en Jerusalem habitando en la casa del Cenáculo con las santas mujeres que la acompañaron en sus crueles padecimientos, sin abandonarla un momento. Los Apóstoles regresaron a Galilea, su presencia en Jerusalem era un peligro, una amenaza a sus vidas pues eran los discípulos del embaucador, del falsario, que dijo que resucitaría, y a ellos se culpaba haber robado el cuerpo de su Maestro del sepulcro, para hacer creer a las gentes en su resurrección. Retiráronse prudentemente hasta tanto se olvidase y apaciguase, el encono contra la memoria de Jesús y contra sus discípulos.

     María quedó en Jerusalem por entonces. �Qué iba a hacer Ella en Nazareth, del que nada gratos recuerdos conservaba? �Debía volver allá donde habían querido asesinar a su Hijo? �A la patria en que Jesús fue escarnecido y calumniado al decir que nadie es profeta en su patria? No, María no quería volver a Nazareth; no, el recuerdo era asaz duro y doloroso para aquella Madre que había visto en peligro la vida de su Hijo, allí donde le habían casi aborrecido, y no podía volver a una ciudad cuyo recuerdo, cuyas paredes, casas y campo le recordaban días de mayor dicha en la niñez de Jesús, con la compañía de José. No, allá nada la esperaba, ningún auxilio ni consuelo le habían dado, sino motivos de sobresalto, de pena y de espanto.

     Así es que María se retiró con las santas y piadosas Marías a Bethania, Magdalena era rica, y a su casa llevó a la Madre del Salvador para gozar de su compañía y de su hermoso afecto a aquella entusiasta discípula de su amado Hijo.

     Juan acompañó a María, y luego con los nueve Apóstoles, se retiró al lago Tiberiades, viviendo de la pesca con San Pedro. Pero pasan los días y María y las santas mujeres vemos de nuevo congregadas en Jerusalem, en el lugar del Cenáculo, y allí tiene lugar otro de los grandes misterios de nuestra religión, en el que participa María de los dones y gracia del Espíritu Santo.

     Que María se encontraba en Jerusalem con los discípulos de su hijo lo acredita el hecho del descenso del Santo Espíritu sobre los discípulos.

     Dúdase y afirmase por algunos que María asistió a la gloriosa Ascensión de Jesús, de su Hijo, desde el monte Olivete; no nos lo dicen los sagrados textos, pero... �puede dudarse?

     He aquí cómo afirma Lafuente esta presencia de María en el grandioso acto de la Ascensión del Señor:

     ��No había de ser testigo de su Ascensión al cielo la que había sido testigo de su dolorosa y humilde elevación en la Cruz? Y aun así, este triunfo glorioso de la Humanidad santísima y visible de su Hijo, �no era para Ella un nuevo dolor? pues no volvería a verle en la tierra, en la forma corporal y material visible que antes de su muerte. Santa Teresa en el pasaje de la revelación citada, dice estas palabras muy notables: 'En algunas cosas que me dijo entendí, que después que subió a los cielos nunca bajó a la tierra, sino en el Santísimo Sacramento, a comunicarse con nadie'�.

     La poesía sagrada en boca de Fray Luís de León en su conocida, hermosa y nunca bastante admirada poesía A la Ascensión del Señor, pone en boca de los Apóstoles aquellas conocidas estrofas:

                                  ��Y dejas, Pastor Santo,
tu grey en este valle hondo, obscuro,
de soledad y llanto...�

     Cuan bien, y de la misma hermosa manera podían ponerse en boca de María, de la Madre del Salvador, una paráfrasi: �Y dejas, Hijo querido, a tu pobre viuda y desamparada Madre en este valle de lágrimas, de miseria y en el que no habrá ya para mí sino soledad y obscuridad, pues me faltará la luz de tu mirada que alumbró siempre mis ojos? �Oh dicha inmensa, eras demasiado grande, inmensa, para que pudiese ser duradera tanta felicidad en este

                                  valle hondo, obscuro
de soledad y llanto...

     Quedaré nuevamente sola, triste y afligida con la compañía de los Apóstoles y discípulos educados por tu santa doctrina, y si yo te crié a mis pechos, �cuánto más lloraré por tu ausencia y abandono, en que quedo en mi soledad?

     Así María expresaba su sentimiento al tener que separarse nuevamente de su amado Hijo y quedar sola en el mundo, sola, �la que había vivido tantos años al lado de Aquel su Hijo tan querido y por quien tanto su corazón se había engrandecido en su grandeza por el sufrimiento y el temor, el pesar y el más terrible de los dolores!

     �Durante aquellos cuarenta días que mediaron desde la resurrección del Señor a su admirable Ascensión a los cielos, dice Casabó, obró grandes favores y maravillas con su Madre, sin pasar ningún día en que no se mostrase poderoso y santo en algún singular beneficio, como queriéndola enriquecer de nuevo antes de su partida para los cielos. Cumpliéndose ya el tiempo determinado por el mismo Dios para volverse a los cielos, habiéndose manifestado su resurrección con evidentes apariciones y otras pruebas, determinó Jesús, determinó últimamente Jesús aparecer y manifestarse de nuevo a toda aquella congregación de Apóstoles, discípulos y discípulas, estando todos juntos, que eran ciento veinte personas. Fue esta aparición en el Cenáculo el mismo día de la Ascensión. Estando los once Apóstoles juntos y reclinados para comer, entró el Señor y comió con ellos con admirable dignación y afabilidad, templando los resplandores brillantes y hermosos de su gloria para dejarse ver de todos... Acabada la comida les habló con majestad severa y agradable:

     �Hijos míos dulcísimos, yo me subo a mi Padre, de cuyo seno descendí para salvar y redimir a los hombres. Por amparo, Madre consoladora y Abogada vuestra, os dejo en mi lugar a mi Madre, a quien habéis de oír y obedecer en todo. Y así como os tengo dicho que quien a mi me viere verá a mi Padre, y el que me conoce le conocerá también a Él, ahora os aseguro, que quien conociere a mi Madre, me conocerá a mí, y me ofenderá quien la ofendiere y me honrará quien la honrare a Ella. Todos vosotros la honraréis por Madre, por superior y cabeza, y también en vuestros sucesores. Ella responderá a vuestras dudas, disolverá vuestras dificultades, y en Ella me hallaréis siempre que me buscaréis, porque estaré en Ella hasta el fin del mundo, y ahora lo estoy, aunque el modo es oculto para vosotros�.

     Así, Jesús antes de ascender a los cielos, recomendaba a sus discípulos el amor, profundo respeto y veneración que debían y debemos a María, su Madre y nuestra Madre de consuelo en nuestras tribulaciones y amarguras, en nuestras dichas y pesares, como Amparadora de los pecadores, a quienes tanto amó su divino Hijo y nos dejaba recomendados a su protección. Amparo, protección y apoyo que de Ella esperamos siempre puesta nuestra fe y confianza en la que es, ha sido y será, bálsamo de nuestro consuelo, y refugio en nuestros dolores y naufragios en esta vida pobre y desierta, sin el faro que lo es su santo nombre y puerto de esperanza, de dicha y de alegría, su nombre tan bendecido como adorado. El nombre dulce de María, a quien Dios desde los cielos había de llenar de gracias y de favores para que Ella los reparta entre sus hijos muy amados y devotos de su santo y puro nombre.

Arriba