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Capítulo XIX

LAS FIESTAS DE PASCUA. -VIAJE DEL SANTO MATRIMONIO A JERUSALEM. -PÉRDIDA DEL NIÑO JESÚS A LA PARTIDA DE LA CIUDAD. -SU ENCUENTRO EN EL TEMPLO DISCUTIENDO CON LOS DOCTORES. -CONSIDERACIÓN SOBRE LAS PALABRAS DE JESÚS A SU MADRE MARÍA SANTÍSIMA. -VUELTA DE LA FAMILIA A NAZARETH.



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- I -

     �Y sus padres iban todos los años a Jerusalem en el día solemne de la Pascua�, dice el Evangelio al relatar lo que podremos llamar la primera manifestación de Jesús, y el primer dolor de la vida de María.

     Las fiestas de la Pascua se celebraban todos los años, y a estas solemnidades del Templo acudían de todas partes los devotos israelitas cumplidores de los preceptos de su ley. Duraban estas fiestas una semana. Estas solemnidades en que iban los israelitas al Templo, eran una la de los Tabernáculos; otra la de las Hebdomadas, que es por tiempo de Pentecostés, y la tercera la de los Ázimos, en la Pascua de Parasceve; esta era la principal y a la que mayor número de peregrinos asistía y duraban también estas fiestas siete días.

     En estos días los caminos que conducían a Jerusalem se llenaban de caravanas de romeros, y las puertas de la ciudad daban entrada continuamente a pintorescos grupos, ora en paramentados camellos, ligeros caballos y pacientes y tardos borriquillos, tan humildes como sufridos, conduciendo sobre sus lomos a mujeres y niños con sus vistosos trajes de vivos colores, en que se destacaban el rojo y el azul, las blancas capas de las nazarenas, las altas y brillantes mitras fulgurantes en metales de las betlemitas y las listadas túnicas de sus hermanos y esposos con las plegadas fajas y elegantes tarbuks. En medio de la mayor alegría, en son de fiesta reuniríanse los habitantes de los pueblos para juntos, como hoy aún sucede en las fiestas de los lugares convecinos, se reúnen y acuden en numerosas cuadrillas. Así de Nazareth acudirían a Jerusalem sus habitantes y reunidos caminarían formando parte de aquéllas María con el Niño Jesús y su esposo José.

     Este viaje �cuán alegre debía resultar a María después de aquel terrible en demanda del Egipto, esquivando el encuentro de viajeros y hundiéndose por los más agrestes caminos y solitarios valles, huyendo de la persecución de los sicarios de Herodes, siempre temerosos y con la inquieta mirada registrando el horizonte! Ahora, viaje alegre en son de fiesta en cumplimiento de preceptos litúrgicos, a la luz del día, entre el alegre gorjeo de las aves y el no menos locuaz y canoro de los niños que formaban la parte más bulliciosa e inquieta de la caravana.

     María y José, llevando a su lado al hermoso Niño Jesús, que como hombre y niño seguiría los juegos y carreras de sus amigos de Nazareth, y con ellos correría, subiría a las márgenes de las huertas y perseguiría las pintadas mariposas. �Qué dicha resplandecería en los rostros del santo Matrimonio contemplando la belleza, inocencia y juventud de su Hijo Jesús! Y así llegarían a Jerusalem y penetrarían por sus puertas, sin que nadie se fijase en la Sagrada Familia, ni en aquel hermoso Niño que cogido de la mano de los padres penetraba en aquellas calles, en aquellas calles en las que entraría triunfante para regarlas a pocos días con su sangre y dar su vida en el patíbulo de la cruz sobre aquel Gólgota, cuya redonda y pelada cumbre se contemplaba desde las puertas del Templo.

     Así habían venido desde Nazareth aquel numeroso grupo de los nazarenos; �alrededor de la Virgen acompañándola iba María Cleofás, hermana de José, dice Orsini al relatar este viaje; otra María designada en el Evangelio, bajo el nombre de altera Maria; Salomé, la mujer de Zebedeo, venida de Betsaida con sus hijos y su esposo; Juana, mujer de Chus, y una multitud de nazarenos de su vecindario y parentesco. José la seguía a alguna distancia discurriendo gravemente con Zebedeo el pescador y los ancianos de su tribu. Jesús marchaba en medio de los jóvenes galileos que el Evangelio, según el espíritu de la lengua hebrea, ha llamado sus hermanos, y que eran sus parientes inmediatos.

     �Entre ese grupo de jóvenes que iba delante de los demás, distinguíanse los dos hijos del Zebedeo, Santiago, impetuoso como el lago Tiberiades en un día de tempestad, Juan, más joven aún que Jesús, y cuya dulce fisonomía, puesta al lado de su hermano, parecía personificar el cordero de Isaías viviendo en paz con el león del Jordán. Al lado de los pescadores de Betsaida, que Jesús denominó más adelante con el sobrenombre de Boanerges (hijos del trueno), iban los cuatro hijos de Alfeo... y Jesús nada afectaba, ni la devoción, ni la austeridad, ni la prudencia, ni la sabiduría, porque poseía la plenitud de todas las cosas, y ordinariamente sólo se afecta lo que no se tiene.

     �Al verle vestido sencillamente como un esenio, sus largos cabellos de color de bronce antiguo, separados de su frente morena y cayendo con gracia sobre sus hombros, se le hubiera tomado por un David en el momento en que el profeta Samuel le vio venir pequeño, tímido y en traje de simple pastor, para recibir la unción santa. Había, sin embargo, en los ojos garzos y sombríos de Jesucristo alguna cosa más que en el ojo lleno de poesía y de inspiración de su gran abuelo, y descubríase algo de penetrante y de divino que profundizaba en el pensamiento y sondeaba los pliegues internos del alma, pero Jesús templaba entonces el resplandor y viveza de sus miradas, como Moisés su frente radiosa cuando salía del tabernáculo�.

     Las fiestas se celebraron, y la Sagrada Familia se reunió terminadas las ceremonias religiosas, para comer el cordero pascual, los panes ázimos y las lechugas amargas, todo lo cual constituía la comida de esta festividad y ceremonias.

     Concluidas las fiestas, reuniéronse los parientes y amigos para regresar a su casa. �Había, pues, cumplido los doce años (Jesús), dice el Evangelio, cuando aconteció que, habiendo Ellos (sus padres) subido a Jerusalem, según acostumbraban en tiempo de fiesta y acabados los días de ésta, al regreso, el Niño Jesús se quedó en Jerusalem sin que lo advirtiesen sus padres�.

     �Así que pensando estaría entre los de la comitiva, caminaron toda una jornada, añade Lafuente, y al terminarla anduvieron buscándole entre los parientes y conocidos, pero como no lo encontrasen, volvieron a Jerusalem en busca de Él�.

     �Qué horas de angustia para María y José hallarse solos, haber perdido aquel tesoro confiado a su cuidado por Dios, y perderle, quedar tal vez en Jerusalem, expuesto a caer en manos de algunos bandoleros o de los soldados de Arquelao! �Qué horas de angustia para María, cuál se torturaría su corazón con aquella pérdida de su Hijo bien amado, del tesoro que Dios pone a su cuidado maternal!

     Mas, �cómo había sucedido aquella pérdida? Como en las Sinagogas, entonces como ahora, las mujeres tienen por prescripción legal el estar separadas de los hombres, María debió ir por un lado con sus convecinas de Nazareth al sitio designado para las mujeres, y José al señalado para los hombres. Debieron creer mutuamente que con uno de ellos iba Jesús, lo cierto es que a la salida del Templo, saliendo cada sexo por puertas diferentes, se reunían las familias en sitio ya bastante apartado de Jerusalem; reuniéronse los esposos, y hallaron, que con ninguno de ambos estaba Jesús, como habían creído, Entonces es cuando el llanto, la tristeza se apodera de María, y José lleno de asombro no sabe qué hacer; llora su Esposa, retuércese las manos, grita llamando a su Hijo y su Hijo no aparece, sus convecinas no le han visto, y María, la Madre angustiada, emprende con su Esposo, desalada, el camino de la ciudad.

     Terrible, larga y angustiada noche la que pasaron los Santos Esposos en el pueblecillo en donde pernoctaron a unas cuatro leguas de Jerusalem. Los ojos no lograron el sueño reparador, sólo la oración y el llanto aliviarían sus penas. No bien apuntó el alba, tomaron nuevamente el camino de Jerusalem, y observándole e investigando por si acaso el Niño se hubiera extraviado en alguna senda o atajo. El ansia de hallarle ponía alas a sus pies con el deseo de llegar pronto a Jerusalem: el sol mediaba su carrera y principiaba a declinar al ocaso, cuando entraban en la ciudad, dirigiéndose a la casa donde se habían hospedado durante los días de la Pascua. �Amargo desengaño! Jesús no estaba allí, los dueños ignoraban su paradero y no le habían visto. Tristes y llorosos recorrieron las calles, bañadas ya por la escasa luz del crepúsculo. Las bocinas del Templo llamaban a la oración de la tarde, y los levitas en el Templo verificaban los preparativos del sacrificio vespertino. Allá fueron los tristes esposos, y aunque Jesús estaba en él, sus padres no le vieron, ni convenía que le viesen, dice Lafuente, por entonces; aún no había llegado la hora de que terminase aquella tribulación, que los había de hacer amar más el bien perdido: que el bien, la salud y la felicidad nunca se aprecian más que cuando se pierden, y si se las recupera se las tiene en mayor estimación. Veía Jesús la angustia de su Madre, pero ésta debía durar tres días. �Ay qué otros tres días de mayor angustia le esperaban en aquella ciudad para dentro de veinte años y con mayor quebranto!

     Siguióles otra noche de angustia, de insomnio, de cruel fatiga: aún no había amanecido, cuando el atribulado Matrimonio nuevamente recorría calles y plazas de la ciudad, recordando el principio del capítulo tercero de los Cantares:

     �Durante la noche anduve buscando en mi lecho el modo de hallar al que quiere mi alma entrañablemente, mas no pude dar con él. Con esta ansia voy a levantarme y recorrer la ciudad. Por las plazas y las encrucijadas buscaré al querido de mi vida. �Ay de mí que ando buscándole y no le encuentro!

     �Halláronme las patrullas que rondan por la ciudad y les pregunté:�Habéis visto al que ama mi alma? �Habéis visto por ventura a un Niño que anda perdido, luz de mis ojos, vida de mi vida? �Quizá en estos momentos llora buscándome, llamando a su Madre!�

     -�Y cómo es ese niño, Señora? No hemos visto ninguno que ande perdido por la calle.

     -El Hijo de mi vida, mi Hijo es blanco, rubio y candoroso, lindo más que el oro acendrado elegido entre millares.

     Y... vana esperanza, nadie le había visto, nadie da razón de Él, por ningún punto se le ve, ni se escucha su llanto; las madres que la contemplan lloran desoladas, participando de la pena de aquella desventurada Madre.

     Y pasan las horas, la angustia crece, y el Niño no parece ni nadie da noticias de él; los medios humanos están agotados para encontrar a Jesús, no resta más que pedir y esperar en Dios. Las trompetas del Templo vuelven a sonar llamando los levitas al Templo a los fieles para el sacrificio de la mañana, y a estos sonidos acude al Templo el Matrimonio, triste y confiado a la voluntad de Dios. La oración trascurría silenciosa, triste, y los Esposos no se atrevían ni aun a girar su vista inquiriendo dónde pudiera hallarse Jesús.

     Avanzaba ya el día tercero de la cruel prueba de María y de dolor para José, tampoco en el sepulcro después había de estar separado tres días completos del lado de su Madre. Nuevamente iban a emprender sus padres las diligencias en busca del Hijo amado, la oración había devuelto alguna tranquilidad al corazón de María, tal es la eficacia de ella cuando con fe y convicción se ora y pide a Dios, y parecíale encontrar a su Hijo.

     Salían del Templo, y al cruzar por uno de sus pórticos, vieron una porción de gente grave, de ancianos y doctores que escuchaban lo que pasaba en un círculo interior al grupo que los rodeaba y oían que se discutía sobre asuntos y pasajes de los libros santos, teniendo los sabios doctores pergaminos arrollados en cilindros de cedro y que de libros formaban entonces lo que hoy conocemos con el nombre de libros. Del centro de aquel grupo salían exclamaciones de aprobación y de asombro, y sobre aquel sordo murmullo sobresalía una voz juvenil, clara, argentina y penetrante, briosa y valiente, al mismo tiempo que llena de dulzura y convicción, que hirió los oídos del angustiado Matrimonio.

     �Aquella voz era la de Jesús! �Qué alegría debió manifestarse en el corazón de María y en el de su angustiado Padre! Allí estaba Jesús en pie, dominando con su estatura de doce años a aquel concurso de ancianos, y hablando, imponiéndose con su claro razonamiento cuando contesta a las preguntas que le dirigen, y cuando refuta a los que le acosan con sus argumentos, nadie le replica. �Qué momento de dicha, de alegría, hallar a Jesús, y de qué modo, discutiendo con los maestros y dominando al auditorio con su infantil palabra, con su claro razonar que no tiene réplica!

     Ve a su Madre, a su Padre, y comprende la tribulación de que han sido víctimas y avanza hacia Ellos modesta y tranquilamente. Los doctores felicitan a sus Padres por tal Hijo, y este portento de claro entendimiento, de inteligencia poderosa, es de Galilea, del país agreste, de gente ruda e ignorante: es hijo de aquel país que decía Natanael al apóstol San Felipe tiempo después, cuando éste, como anteriormente dijimos al principio de este libro, al hablar de Nazareth le decía que había hallado al Mesías. �Pues qué, �puede venir algo bueno de Nazareth?� Pues bien; aquel Niño que acababa de asombrar a los doctores, era hijo de aquellos pobres galileos, era hijo de Nazareth, pero no obstante, el mundo le ha oído y no ha llegado a comprender quién es, y... �tampoco éste reconoce a su excelsa Madre, dice Lafuente, y �quién reconoce en aquella hermosa Matrona, algún tanto morena por el sol de Egipto, a la antigua perla del Templo, la bella halma que veinte años antes era el embeleso de los sabios, de los sacerdotes y levitas?�

     La escena cambia por completo en el momento de reunirse la Madre y el Hijo; en vez de las demostraciones de mutuo regocijo, abrazos y ósculos de cariño, aparecen los personajes de ella con cierta especie de seriedad y reserva, sin alegría, sin expansión, casi con cierta dureza. La Madre reprende al Hijo cariñosamente.

     -Hijo mío, �por qué has hecho esto? �Tu padre y yo andábamos buscándote afligidos!

     -�Por qué me buscáis? �No sabíais que debo ocuparme de las cosas que miran al servicio de mi Padre? respondió Jesús a las quejas de María, su angustiada Madre.

     María tuvo un derecho innegable para hablar así. Aun cuando no lo dijera el Evangelio, podía conjeturarse que habría dirigido a su Hijo querido esta dulce y paternal reconvención; en tono de queja, como lo hizo, no de reconvención.

     El citado escritor Sr. Lafuente, nos explica de la siguiente manera este admirable hecho:

     �Era Madre, según la naturaleza, y además por la gracia y el milagro, tenía todos los derechos que le daban la ley divina por la naturaleza, o sea el derecho natural y la ley revelada, o sean los preceptos del Decálogo, que son la base del derecho divino positivo. El cuarto mandamiento del Decálogo que manda honrar padre y madre, obligaba a Jesús como hombre. Él mismo lo dijo: -No he venido a soltar o infringir la ley, sino a llenarla y a cumplirla;- y ese mandamiento como los otros nueve, están en nuestra ley como en la antigua, y obligan al cristiano como al israelita. Tenía pues derecho a dirigir a su Hijo esa queja o suave reconvención, �y qué menos podía hacer? �A quién se le niega el derecho de quejarse?

     �Jesús no aprobó su aflicción, aun cuando ésta fuera muy natural, pues sabiendo como sabían que era Hijo de Dios, no tenían que apurarse por su ausencia. Jesús conocía su porvenir, pero sus Padres no lo sabían. Jesús en su estancia en el Templo principiaba a obrar a lo divino, sus Padres obraban y debían obrar según la prudencia humana. Dentro de diez y ocho años Jesús abandonaría su pueblo, casa y familia, para ocuparse ya exclusivamente de las cosas del servicio de su Eterno Padre, pero sus Padres en la tierra no lo sabían ni aún quiso Jesús revelárselo entonces, porque no había necesidad de ello. Por eso dice el Evangelio, que no llegaron a entender lo que les decía; -Jesús iba a satisfacer una mera curiosidad. María lo comprendió más adelante en la tierra, su Padre putativo sólo pudo verlo desde el seno de Abraham.

     �Para los católicos que no se contentan con creer, sino que practican lo que creen, este pasaje de la vida de Jesús y de María, tiene una alta y doctrinal significación, y es ésta, que cuando se pierde a Jesús por nuestra culpa o nuestra debilidad, descuido o pecado, debemos buscarlo en el templo donde le hallaron sus padres, y que para no perderle, lo mejor es formar en el interior de nuestro corazón un templo vivo donde se esté de continuo en la presencia de Dios y de Jesús, el cual aprecia más estos templos vivos, que todos los que con piedra y otros materiales construyen los hombres a fuerza de tiempo, afanes y gastos�.

     Así termina el ilustre escritor católico sus consideraciones altamente consoladoras para el alma cristiana y verdaderamente creyente. La Iglesia celebra en el primer domingo después de la Epifanía o Adoración de los Reyes, esta festividad del Niño perdido y hallado entre los sabios doctores, y en la Misa lee y comenta en el oficio divino este hermoso pasaje del Evangelio de San Lucas. Los comentarios en el tercer nocturno están tomados de una hermosa homilía de San Ambrosio. Allí distingue las dos generaciones, una paterna y otra materna.

     �Las cosas, dice, que son superiores a la naturaleza, a la edad y a las costumbres en Cristo, no lo hemos de referir a las virtudes humanas, sino a los poderes divinos de que está investido. En unos puntos la Madre obliga a Jesús a cumplir su ministerio en otros se arguye por Éste a su Madre por tratar de exigir como lo que era meramente humano�. (Lec. 2.� del 3.er nocturno.)

     Vuelto Jesús al seno de su Familia y tranquila ésta ya de haber recobrado al perdido bien, volvieron a Nazareth, al escondido retiro y hogar en que el trabajo era la santificación de su dicha, y como dice el texto sagrado:

     �Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón�, y miraba a su Hijo con otros ojos, pues en Él veía al Hombre-Dios iba a padecer, y se asociaba anticipadamente a todos sus dolores.



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Capítulo XX

LA SANTA FAMILIA EN NAZARETH. -SU VIDA EN EL HOGAR, TRABAJOS DE JESÚS EN EL OFICIO CON SU PADRE. -ENFERMEDAD DE JOSÉ.



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- I -

     Imposible e inútil sería querer arrancar del misterio los años transcurridos para la Santa Familia desde el hecho del Templo hasta la predicación de Jesús: esos diez y ocho años pasan, como hemos dicho, en un misterio no fácil de desvanecer, y en el que fuera temerario escribir una historia que ignoramos. Un solo hecho llena verdaderamente este total espacio, y es el silencio. El Evangelio no debía hablarnos más de la Sagrada Familia, porque todo su objeto se encierra en la vida y en la misión de Jesucristo, y ya por esto no había tampoco de María, por más que fuese su verdadera Madre, después de mencionar las relaciones que era necesario consignar.

     Mucho más fácil es imaginar que explicar, dicen los Santos Padres, las eminentes virtudes que la Santísima Virgen practicó en aquel período de los citados diez y ocho años, escondida con su Hijo y en la sosegada y laboriosa vida del artesano con la que tenían que vivir; pero esta pobreza y esta existencia ignota no envilecía, como no envilece nunca el trabajo sino que ennoblece, obscurecía en parte el lustre y esplendor de la Santa Familia.

     La Virgen Santísima pasó este tiempo de que nos estamos ocupando en profunda y tranquila soledad, la cual se la hacía tan deliciosa con la presencia visible de Jesucristo, como es la que gozan los espíritus bienaventurados en el cielo. José con su trabajo procuraba proveer las necesidades de la familia, haciendo más dulce, como resulta siempre, el pan amasado con el trabajo, fuente de toda virtud, auxiliado de su Hijo Jesús, que con él compartía los trabajos del taller. Por otro lado María, modelo de la mujer hacendosa y cuidadosa de su casa, cuidaba de aquel pobre y feliz hogar y del modesto ajuar, y sin perder de vista a su querido Hijo, era la representación más perfecta de la familia cristiana, y jamás se vio familia más santa, dichosa ni más digna de los homenajes y admiración de los humanos, en medio de aquella hermosa obscuridad.

     De la Santa Familia debemos aprender, y en este silencio de ella hemos de hallar, que la verdadera grandeza de nuestra vida consiste en creer virtuosamente en la presencia de Dios que debe ser el término de todas nuestras acciones, ya que aquí en la tierra todo es como sombra sin duración ni consistencia, y sólo en Dios y a Dios debemos la vida terrenal, cuyo complemento será el día en que ajusten nuestras acciones por la práctica de la virtud.

     Por ello vemos que María fue la primera y única discípula de su Hijo amado, y escogida entre todas las criaturas para imagen y espejo en que se representasen y reflejasen la nueva ley del Evangelio y de su Autor, y sirviese como de luminoso faro en su Iglesia, a cuya imitación se formasen los Santos y debiéramos imitar en los efectos de la redención humana. Es muy cierto que la virtud y beatitud los Santos fue y es obra del amor de Cristo y de sus merecimientos y obra perfecta de sus manos, pero comparadas con la grandeza María Santísima, pequeñas parecen al parangonarlas, y pobres, pues todos los Santos tuvieron sus imperfecciones si se les compara con Ella. Solo María, imagen viva del Unigénito, no tuvo ninguna de aquéllas, pues fue creada perfecta. Y por el modo como el Padre formó a María en su excelsa santidad, se vio aunque lejanamente su sabiduría al formarla, pues que había de ser el fundamento de su Iglesia, llamar a los Apóstoles, predicar a su pueblo y establecer la ley del Evangelio, bastando para ello la predicación de tres años en que super abundantemente cumplió esta grandiosa obra que le encomendó su Eterno Padre, justificó y santificó con su amor todos los creyentes, para estampar en su beatísima Madre la imagen de toda su santidad echando en Ella incesantemente la fuerza de su amor.

     Fijémonos en la vida de la Santa Familia como modelo provechoso de enseñanza de las familias cristianas en el modo y manera de emplear bien el tiempo; veremos el trascurso del día en el santo hogar de Nazareth, y al mismo tiempo que aprendemos, meditemos sobre vida tan retirada, laboriosa y ejemplar y ésta enseña a las familias cristianas cómo se consagra a Dios la mañana. Pasemos con la imaginación un día entero entre aquellos modelos de trabajo y de virtud, examinemos todos los instantes de las horas del día para deducir de ellas provechosa enseñanza para nuestra felicidad terrena, tomando el ejemplo de una morada en la que no había momento ocioso, de la ociosidad, nuestra enemiga del espíritu tan combatida por la Santa Familia.

     De la misma suerte que al abrirse las puertas al día, a la luz se abren nuestros ojos, y libres de la pesadez del sueño que repone nuestras fuerzas físicas, se despierta también nuestro entendimiento, de la misma suerte debe abrirse nuestra inteligencia y nuestro corazón en acción de gracias a Dios nuestro Señor, y en verdad �cuán claros y luminosos deben ser nuestros pensamientos al elevarlos al cielo, a la Divinidad, en aquellos momentos en que la pura luz del alba parece también purificar nuestros labios! Elevaban su oración de la mañana, pronunciábase el obligado schema y sólo pensaban en el cotidiano trabajo, sustento que nos da el pan nuestro de cada día, y Jesús con José dirigíanse al taller para labrar la madera, la madera que había de ser el lecho de muerte de aquel hermoso joven, que con sus miradas intensas, profundas cual las aguas del mar, animaban con su luz a su venerable padre, haciéndole más llevadera la fatiga del trabajo, la santificación de la actividad humana. María en el telar, con el huso y las ocupaciones domésticas, no daba descanso a la mañana hasta que la llegada del inmediato taller reunía la Familia para la reposición de las fuerzas corporales.

     La Sagrada Familia nos da ejemplo vivo y permanente de cómo se ha de consagrar a Dios: es la hora de suspender la fatiga del trabajo para reanimar los cansados miembros de la rudeza del violento ejercicio. Reunida la Familia, dan gracias a Dios por el beneficio de aquel alimento que van a tomar, consagrado y santificado por el cumplimiento de la ley del trabajo. Jesús ora y bendice la comida como bendijo todos los elementos en los días de la creación: con aquella bendición de Jesús, los alimentos �cuán gratos y sanos no han de ser para quien con fe y devoción los recibe para restaurar sus fuerzas!

     Después de la comida, �qué dulces coloquios no pasarían entre la Santa Familia, cómo se comentarían los trabajos realizados y los que pendientes quedaban en el taller, como en toda familia cristiana ese coloquio de sobremesa representa el amor y el afecto reunido ante el modesto altar de la refacción, y con la consideración de los esfuerzos de la mañana el adelanto de los trabajos realizados y anima el espíritu, para los trabajos que esperan para la tarde!

     Y ésta se comenzaba con la continuación de las obras emprendidas, y llenos de fe, como todo cristiano debe hacer, las continuaban hasta que la dulce luz de un día que se despide para hundirse en el insondable del pasado, en la eternidad, les hacía suspender los trabajos y cerrar el taller, aquel templo de la laboriosidad, que nosotros tomamos por martirizador calabozo en que consumimos las horas del día y consideramos, no como templo de nuestra purificación por el cumplimiento de la ley divina, sino presidio a que nos condena nuestra pobreza y al que deseamos olvidar, relegar y maldecir el día en que la suerte nos proporciona la dicha de la holganza, la esclavitud del pecado de la ociosidad, que es el ideal de los humanos, huir del trabajo, separarse de lo que se estima como una maldición, �tener que trabajar! humillación que consideramos como depresivo estado para la dignidad del orgullo humano. �Y nos llamamos católicos, hijos de la doctrina de Jesús, que ennobleció y santificó el trabajo, no sólo el intelectual, sino que ensalzó y honró al trabajo manual, al más mísero de los trabajos, sirviéndole y ocupando sus divinas manos en los más vulgares y sencillos artefactos de la carpintería! Y no obstante, �nos avergonzamos de ser trabajadores los que nos llamamos sus discípulos, los que en Él comulgamos, creemos y adoramos, con el humilde Hijo del carpintero y oficial laborioso de su padre!

     Llegaba la noche, y... �por qué no decirlo así, cuando nada nos lo contraría ni con ello ofendemos a la Santa Familia? Entonces José y Jesús tornaban a su casa, y hallándola sola bajarían los dos hacia la fuente que hemos dicho se denomina de la Virgen, y única en el pueblo de Nazareth, a donde María había ido con el grato fresco la tarde a recoger el agua necesaria para la familia, y que allí, a esa poética fuente que es necesario contemplar animada con el grupo de nazarenas que a ella acuden al crepúsculo de la tarde, cuando la naturaleza parece adormecerse con el encanto de la dudosa luz y el perfume de las flores y de los campos con su penetrante aroma, allí reunidos los tres felices y dichosos seres, ayudarían a María a llenar el pesado cántaro, cuya forma aún hoy conservan las nazarenas, y juntos y en dulce coloquio subirían la cuesta del pueblo para regresar a su modesta y pobre casita.

     Nuevamente se reunían en torno de la pobre mesa, preparada por María, y la noche, esa hora tan grata para las familias cristianas en que terminada la labor del día se reúnen, y la santa velada se consagra a los afectos de la familia, de la oración y de la comunicación de los afectos, cuán gratas, cuán dulces son esas horas para los corazones amantes de los placeres honestos en el santo hogar cristiano, alumbrado por esa lámpara, que no sólo da luz, sino calor a los corazones allí reunidos y consagrados por el afecto y el amor.

     Allí, alumbrados por la clara luna de Palestina, contemplando aquella naturaleza tan poética como soñadora, obra de sus manos, vemos en nuestra imaginación a la Santa Familia sentada, bendiciendo a Dios nuestro Señor y disfrutando con las noches de primavera y de verano, del fresco y perfume de las inmediatas huertas y jardines, menos gratos y dulces que el aroma de beatitud y felicidad que se desprendía de aquella santa casa y bendita Familia.

     La oración de la noche, el schema y la decoración de los Mandamientos como precepto que debían cumplir los israelitas, la consagración de los últimos pensamientos del día a Dios nuestro Señor, buscar el descanso del cuerpo para reponer las fatigas del día, esos serían los últimos momentos de la velada de aquella Familia, modelo y ejemplo de las cristianas. Todavía en el mundo existen familias semejantes en la imitación de aquel modelo, todavía entre nosotros se advierte en el interior de las casas y se ve resplandecer a través de los cristales de los balcones la luz de la lámpara santa del hogar que representa una familia congregada a su calor, ora en el trabajo, ora en la lectura, en tanto que la deslumbrante de los cafés y otros centros atraen como a la mariposa a quemarse en su espléndida brillantez. �Ah! �y cómo consuela durante las noches frías y lluviosas del invierno, cuando al hogar se retira el padre que en aquel momento termina sus ocupaciones del día, ver arder con modesto reflejo la lámpara que con su luz modesta irradia un bienestar y dicha que aquella habitación se respira, y cuán grato es su calor, cuando mojados y ateridos por el frío se penetra en aquellas modestas habitaciones en que al par de sanas lecturas, de labores y estudio, de conversación y del rosario familiar, dan un calor al corazón que no comunican ni las más encendidas chimeneas, ni alumbran el corazón espléndidos lucernarios, porque allí existe el calor de la familia, el calor del amor de padres e hijos, de ese calor que sólo comunica el santo temor de Dios!

     Así suponemos, como hemos dicho, viviría la Santa Familia, modelo de las familias cristianas, modelo que hemos de tener presente para nuestra enseñanza y esperanza de felicidad, cumpliendo con los preceptos del Evangelio, única fuente de dicha que hemos de conseguir durante nuestra marcha en la existencia terrenal.

     Pero aquella dicha, aquella tranquila felicidad que gozaba la Santa Familia después de su regreso de Egipto, felicidad y dicha que había de ser tanto mayor cuanto era el disfrute de la tierra, de la patria perdida durante siete años; y si no compárese lo que en nuestro pecho ocurre, cuando volvemos al hogar perdido, qué dulce tranquilidad, sosiego y bienestar al tornar a vivir entre los pasados que nos son familiares, dentro de aquellos muros en que se han desenvuelto días de dicha, de penas y de dolores, y en donde se conserva el santo recuerdo de los padres, de los que nos precedieron y dieron vida y educación cristiana.

     Así transcurrieron felices los días para la Sagrada Familia, viendo crecer a Jesús, cada día más hermoso, y llegando a los límites de la juventud, ayudando y siendo el sostén de José, de su padre terrenal, quebrantado más que por los años por las fatigas de una vida accidentada de viajes y sobresaltos, penas y temores por la preciosa existencia de aquel tesoro confiado a su cuidado.

     José se hallaba enfermizo, no por la edad, y cuando la Virgen había cumplido los treinta y tres años, las enfermedades y dolores le impedían en muchas ocasiones dedicarse a sus habituales trabajos, teniendo no solo que interrumpirlos, sino en muchas ocasiones suspenderlos por algunos días.

     Desde esta hora en adelante José tuvo que ceder a las instancias de María, que le rogaba dejase ya aquel trabajo con el que no podía por el estado de su salud, teniendo al fin que ceder a los ruegos de María, y convencido de su imposibilidad física, abandonó el trabajo del que Jesús no podía aún encargarse por sus pocos años y falta de experiencia para sustituirle en aquel oficio.

     He aquí cómo expresa Casabó en su obra citada, el nuevo estado de la Sagrada Familia después que José tuvo que dejar el trabajo de la carpintería, con el cual cubría las escasas necesidades de aquélla:

     �Desde esta hora en adelante, cediendo a las instancias de la Virgen, cesó en el trabajo corporal de sus manos, aunque ganaba la comida para todos tres, y dieron de limosna los instrumentos de su oficio de carpintero, para que nada estuviese ocioso y superfluo en aquella casa y familia. Desde entonces tomó María por su cuenta sustentar con su trabajo a su Hijo y a su Esposo, hilando y tejiendo hilo y lana, más de lo que hasta entonces había hecho. A pesar de su mucho trabajo, guardaba siempre la Virgen la soledad y retiro, y por esto la acudía aquella dichosísima mujer, su vecina, y llevaba las labores que hacía y le traía lo necesario. Ni la Virgen ni su Hijo comían carne; su sustento era sólo de pescados, frutas y yerbas y aún con admirable templanza y abstinencia. Para José aderezaba comida de carne, y aunque en todo resplandecía necesidad y pobreza, suplíalo todo el aliño y sazón que le daba María y agrado con que lo suministraba. Dormía poco la diligente Virgen y gastaba algunas veces en el trabajo mucha parte de la noche. Sucedía a veces que no alcanzaba el trabajo y la labor para conmutarla en todo lo necesario, porque José necesitaba más regalo que en lo restante de su vida y vestido, entonces entraba el poder de Jesús, quien multiplicaba las cosas que tenían en casa...

     �Puesta de rodillas servía la Virgen la comida a su Esposo, y cuando estaba más impedido y trabajado, le descalzaba en la misma postura, y en su flaqueza le ayudaba llevándole del brazo. En los últimos tres años de la vida de José, cuando se agravaron más sus enfermedades, asistíale la Virgen de día y de noche, y sólo faltaba en lo que se ocupaba sirviendo y administrando a su Hijo, aunque también el mismo Jesús la acompañaba y ayudaba a servir al Santo Esposo�.



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Capítulo XXI

MUERTE DE JOSÉ. -VIUDEZ DE MARÍA. -NUEVA VIDA SANTA FAMILIA. -JESÚS SE PREPARA PARA SU ALTA MISIÓN. -MARÍA LE ACOMPAÑA EN SUS PRIMERAS PREDICACIONES. -BAUTISMO DE JESÚS. -BODAS DE CANÁ, Y PRIMERA MANIFESTACIÓN DEL PODER DE JESÚS.



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- I -

     Llegamos al momento de la separación terrenal de José y de María: la muerte del varón justo y santo llamaba a las puertas de la casa de Nazareth, y éste se hallaba agobiado más por los sufrimientos que por los años, pues que tan sólo contaba unos sesenta y cinco. Dejamos gustosos la pluma para cederla una vez más a la mística escritora Sor María de Ágreda, quien con su claridad de inteligencia y estilo tan ameno como elevado, nos relata el hecho del tránsito de San José, muerte tan dichosa como correspondía al hombre modelo, al varón justo y santo, que tuvo la dicha de ser conocido como padre putativo del Hijo de Dios.

     �Corrían ya ocho años que las enfermedades y dolencias del más que dichoso San José le ejercitaban, purificando cada día más su generoso espíritu en el crisol de la paciencia y del amor divino; y creciendo también los años con los accidentes, se iban debilitando sus flacas fuerzas, desfalleciendo el cuerpo y acercándose al término inexcusable de la vida, en que se paga el común estipendio de la muerte debemos todos los hijos de Adán.

     �Un día antes que muriese sucedió que, inflamado todo con el divino amor, tuvo un éxtasis altísimo que le duró veinticuatro horas; y en este grandioso rapto vio claramente la divina esencia, y en ella se le manifestó sin velo ni rebozo lo que por la fe había creído, así de la divinidad incomprensible, como del misterio de la Encarnación y Redención humana. Volvió San José de este rapto lleno su rostro de admirable resplandor y hermosura, y su mente toda deificada de la vista del ser de Dios. Expiró el santo y felicísimo José, y María le cerró los ojos.

     �Llegó todo el curso de la vida de San José a sesenta años y algunos días más; porque de treinta y tres se desposó con María Santísima, y cuando murió el santo Esposo, quedó la gran Señora de edad de cuarenta y un años, y entrada casi medio año en cuarenta y dos: porque a los catorce fue desposada con San José, y los veintisiete que vivieron juntos, hacen cuarenta y uno y más lo que corrió de 8 de septiembre hasta la dichosa muerte del Santísimo Esposo. En esta edad se halló la Reina del Cielo en la misma disposición y perfección natural que consiguió a los treinta y tres años, porque ni retrocedió, ni se envejeció, ni desfalleció de aquel perfectísimo estado. Tuvo natural sentimiento y dolor de la muerte de San José, porque le amaba como a esposo, como a santo y como amparo y bienhechor suyo�.

     Fue enterrado San José, acompañando al cadáver su Hijo Jesús y los parientes, cumpliéndose el ritual prevenido por la Ley del pueblo israelita. Los funerales, pues, fueron humildes; María derramó lágrimas sobre el lecho fúnebre, y el Hijo de Dios presidió la ceremonia del entierro de su padre en la tierra. Nada dice la tradición del punto y sepultura de José, ni del paradero de los restos mortales del descendiente de David, y hoy ignoramos el lugar de su sepultura y de sus restos mortales.

     Augusto Nicolás, en el cap. XV de su obra La Virgen María, ocupándose de San José, de su modestia y humildad en su papel tan importante de la redención, dice:

     �Parécenos la tal figura maravillosamente adecuada a su objeto, que era ocultar al Hijo de Dios y en cierto modo obscurecerlo...

     �Jesús llega con poco aparato a realizar sus grandes designios, ocultándolos a la sombra de José, a quien se le cree su Padre y que ahuyenta o desvanece las sospechas.

     �Como las nubes cuya parte invisible alumbra el sol, siendo tanto más luminosas por la parte que mira al cielo, cuanto más obscuras se presentan a la tierra, la gloria de José resplandece a los ojos y de los Ángeles en proporción de la obscuridad para los ojos de los hombres�.

     José había cumplido su misión providencial, y su espíritu voló al seno de Dios; María quedaba sola, y acompañada de su Hijo debía continuar su vida, para dentro de pocos años quedar sola, sola en el mundo con el corazón transido por el dolor con la muerte de su Hijo, sufrir aquellos terribles dolores de Madre amantísima, para gozar a los pocos días de su muerte, del gozo de verle resucitado y lleno de gloria ascender entre nubes de pureza al solio del Eterno Padre, quedando nuevamente sola y con la esperanza de reunirse con su adorado Hijo.

     Viuda ya la Santísima Virgen, cuando se halló sola y abandonada de la compañía de su Esposo, ordenó nuevamente su vida para ocuparse en el solo ministerio del amor interior. Los más altos e inefables sacramentos y venerables misterios sucedieron entre Jesús y María en los cuatro años que vivieron juntos y solos en su casa de Nazareth después de la beática muerte de San José y hasta la predicación de Cristo. Ante los profundos secretos que la Virgen conocía, acompañaba a su Hijo en las congojas y ponderación con que su sabiduría hacía, y a esto se juntaba la compasión dolorosa de Madre, viendo al fruto de su virginal seno tan profundamente afligido, de suerte que muchas veces llegó María a derramar amargas lágrimas traspasada de incomparable dolor.

     Este período de la vida de María es uno de los menos conocidos, y que más se ha prestado a los escritores ascéticos e historiadores de la vida de la Madre de Jesucristo. Es un período de preparación, si así podemos llamarlo, en que tanto María como Jesús, se disponen para el cumplimiento de su altísima misión, y en el silencio y pobreza de la santa casa, espiritualízanse más y más sus existencias terrenales para hacer más alto y mártir su cometido con la divina obra de la redención humana.

     En el ínterin Jesús había cumplido los veintinueve años, la edad de la perfección había llegado, y con ella la de comenzar su alta misión, y ésta no podía detenerse en el ímpetu de su amor y deseo de adelantarse a la obediencia del cumplimiento de los mandatos de su Eterno Padre en salvar del pecado a los hombres. Hacía sus salidas conversando con los hombres, comenzando a arrojar granos de su fecunda semilla y pasando muchas noches fuera de la compañía de su Madre orando en los montes. Estas ausencias comenzaban a hacer sentir a María las penas y trabajos que se iban acercando, y veía herida su alma y su corazón con el profético cuchillo de que le había hablado el anciano Simeón. Postrábase de rodillas cuando Jesús volvía a la casa de su Madre, le adoraba y daba gracias por los beneficios que iba derramando entre los pecadores.

     Exhortada María por Jesús a causa del heroico ofrecimiento de acompañarle y seguirle en sus jornadas, desde entonces dicen los historiadores que en casi todas las salidas que hacía Jesús le acompañaba su Madre. Esta compañía y estas obras duraron tres años antes de empezar la predicación y recibir y ordenar el bautismo, y acompañado de María hizo muchos viajes por los lugares comarcanos a Nazareth y hacia la parte de Neftalí. Conversando con los hombres comenzó a darles noticias de la venida del Mesías, asegurando estaba ya en el mundo y en el reino de Israel, pero de manera que sin manifestar el mismo Unigénito su dignidad en particular, empezaba a dar noticia de ella en general por modo de relación de lo que sabía con certeza.

     Los milagros que debía obrar no habían llegado todavía su hora, enseñaba, y con interiores inspiraciones demostraba y derramaba en los corazones de los que le escuchaban enseñanzas y testimonios que facilitaran poco después su obra. Acompañaba estas conversaciones y lecciones con las obras de caridad y de misericordia más tierna, consolando a los tristes, visitaba a los enfermos y animaba a los débiles, enseñaba a los ignorantes y auxiliaba en su agonía a los moribundos, remediaba las necesidades y enseñaba las sendas de vida y de verdadera paz. A todas estas obras y enseñanzas acompañábale María, y como testigo y coadjutora que era de la obra de la redención, le animaba con la alegría de su hermoso rostro en la práctica de aquellas tan hermosas obras de las que era testigo y se alegraba como Madre. Como todo le era patente, a todo cooperaba y lo agradecía en nombre de las mismas criaturas a quienes beneficiaba con la misericordia divina, y ella misma exhortaba, aconsejaba y aportaba a muchos a la doctrina de su Hijo y les daba noticias de la venida del Mesías prometido, enseñanza y adoctrinación que María realizaba más entre las mujeres, y con ellas ejercitaba las obras de misericordia de su Hijo.

     En estos primeros años pocas personas acompañaban y seguía a Jesús y a María, no eran llegados todavía los tiempos; no obstante, se aproximaba, ya Jesús cumplió los treinta años, y con ellos el abandono de la pobre casa de Nazareth y con ella la vida oculta y común con su Madre para ir a comenzar su misión. Pero no por esto abandonó enteramente a María, aun cuando ésta experimentó crueles sufrimientos cuando éste sin provisión alguna la abandonó para marchar al desierto, para entregarse a la penitencia, al ayuno, preparación de su alta misión en el mundo. Marchaba en busca de su primo Juan que se hallaba en las riberas del Jordán, quien al pronto no conoció a su pariente, que modesto y humilde entraba en el río para recibir el bautismo de penitencia: preciso fue que el cielo con sobrenaturales voces y aparición del Espíritu Santo se lo revelara.

     Marchó al desierto, y cumplidos los cuarenta días de ayuno y preparación, volvió a las riberas del Jordán, y entonces es cuando su primo el Bautista le apellidó al verle:

     �Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo�.

     A la vista del testimonio de Juan que reconocía la divinidad de Jesucristo y superioridad de su doctrina, varios discípulos de aquél siguieron a Éste. Jesús volvió con ellos a Galilea y a las inmediaciones de su patria después de una ausencia de dos meses, demasiado largos para el cariño de su Madre. Venían con Él Andrés y Pedro, venía también Felipe, su paisano, pues todos tres eran de Betsaida, pequeño pueblecillo cercano de Nazareth. Aun cuando Jesús había sido proclamado por el cielo en el Jordán después de dejarse bautizar humildemente, todavía no había hecho milagro alguno que revelase su divina misión: llegaba el momento de como hemos dicho hiciera Jesús su entrada en el mundo como su Redentor y verificara el primer milagro, y ese fue a instancias de su Madre, con su intervención y acto primero en el que se manifestó públicamente la divinidad de su Hijo.

     He aquí cómo el Evangelista nos narra y cuenta este primer milagro del Hijo de María, del Hijo de José el carpintero:

     �Y tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la Madre de Jesús estaba en ellas. Y fue también convidado a estas bodas Jesús con sus discípulos; pero faltando el vino, la Madre de Jesús le dijo: -No tienen vino.

     �Contestóle Jesús diciendo: -Mujer, �qué nos importa eso a ti y a mí?

     �Su Madre dijo a los que servían: -Haced lo que Él os diga.

     �Había allí seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabía dos o tres metretas (venían a ser nueve arrobas castellanas). Díjoles Jesús: -Llenad de agua las tinajas; y las llenaron hasta arriba. En seguida añadió: -Sacad ahora y llevad al maestre-sala. Hiciéronlo así; mas luego que el maestre-sala probó el agua convertida en vino, ignorando de dónde éste procedía, pues no se lo habían dicho aún los sirvientes que lo sabían por haber echado el agua en las tinajas, llamó al novio y le dijo: -Todo hombre en estos casos hace poner primero el mejor vino, y después que la gente comienza a sentir los efectos de haber bebido bien, saca otro inferior, pero tú lo has hecho al revés, porque has guardado para lo último el mejor vino.

     �Este fue el primero de los milagros, y lo hizo Jesús en Caná de Galilea, con el cual manifestó su gloria, de modo que sus discípulos creyeron en Él�.

     Pero qué intervención tuvo María en dicho milagro, es lo que vamos a ver expresando nuestra opinión según lo que dice Lafuente:

     �Hay autores que suponen que el novio era precisamente San Juan Evangelista, el cual en vista de este milagro dejó a su mujer y familia, para seguir a Jesucristo. Por respetables que sean los autores que han seguido esta opinión, parece poco conforme con las ideas de los Israelitas, y con lo que prescribía la ley con respecto a los recién casados. Lo que se hace notable en el Evangelio de San Juan es que sólo había de María dos veces, una en el pasaje citado y otra al fin, al describir la muerte de Jesús. En uno y otro caso ni aun la nombra: llámala solamente la Madre de Jesús; en uno y otro caso parece poner en boca de Jesús palabras de despego, llamándola a secas mujer, negándole el dulce título de Madre. �Será esto por desdén o falta de aprecio? Ridículo fuera y hasta mal sonante. María fue su Madre, y él la acompañó y sirvió en los últimos años de su vida: �habría ingratitud en ese desdén? Parece pues calculado el silencio de San Juan para no dejarse llevar del afecto demasiado, del que había profesado a María, su sagrada Madre. Su Evangelio es el que más diviniza a Jesús, por decirlo así, por eso es el águila de los Evangelistas, que más se remonta sobre las nubes, que mira hito a hito al sol de la luz increada. Deja para esto a un lado todos los afectos de la tierra y de la familia, no habla de genealogía, de padres, de nacimiento, de nada de lo que hablan los otros Evangelistas, que le habían precedido. Si habla del Bautista, es porque anuncia la divinidad de Jesucristo, y por este prenuncio comienza su Evangelio. Ni aun dice quiénes eran los padres de San Juan, ni el parentesco de éste con Jesús. Si no tuviéramos más que el Evangelio de San Juan, negaríamos que el Bautista fuese pariente de Jesucristo. �Cómo habían de ser primos si al ir a bautizarle San Juan no conoce a Jesús; et ego nesciebam Eum? Así pues, el silencio de San Juan con respecto a María, es calculado y misterioso, como lo es la preterición de todo lo relativo a su nacimiento, familia y vida privada de que hablan los otros Evangelistas.

     �Por lo que hace a la pretendida dureza de las palabras de Jesús a su Madre cuando ésta le expone la cuita de los recién casados, volvemos a los argumentos del pretendido desdén con que Jesús acoge a su Madre al hallarle en el Templo con los doctores de la ley. Volvemos también el argumento con que respondimos a este argumento. Jesús tenía obligación de respetar a su Madre. �Honra a tu padre y a tu madre�, había dicho Él mismo a Moisés en el Decálogo, y Él �no se eximía de esta ley, que había venido a cumplir y no a relajar; Jesús pues, �blasfemia sería asegurarlo como un aserto! falta a su deber. Expliquen esa blasfemia los protestantes, pues que la lleva implícita su argumento.

     �Augusto Nicolás, dice con pensamiento muy acordado y claro: Además de ser textual, concuerda mejor esta versión última (de las palabras de Jesús) con la segunda parte de la respuesta del Salvador en que expresa el motivo.

     -�Todavía no ha llegado mi hora.

     �Este motivo no es absoluto, es relativo, por tanto quita a la primera parte de su respuesta su carácter absoluto, carácter que tendrían en ese caso las palabras de la traducción que no admite Lafuente, ni tampoco nosotros de

     -�Mujer, �qué tengo yo que ver contigo? -Y concuerdan mejor aquellas de

     -��Qué nos va en eso a TI y a MÍ? -Estas son relativas a las circunstancias en que ambos se hallaban; porque si entre Jesús y María no hay nada común, esto debe ser de siempre, y no se comprende entonces a qué viene el decir, que no había llegado la hora de Él; al paso que se comprende muy bien lo que quiere decir con eso si el sentido es de que no habiendo llegado la hora de servirse de su poder para los fines de su misericordia, todavía no era oportuno invocarle con tal objeto�.

     Y así lo entendemos nosotros: María no se dio por desairada, y lejos de eso, vemos de qué manera dice a los sirvientes hagan lo que Él les mande.

     Lafuente termina este pasaje con las siguientes palabras: �Para nuestro propósito hay otra observación que es la más práctica, y por tanto la que sirve de final a este asunto. Niegan los protestantes y sus afines importancia a la Madre del Salvador y su mediación para con Dios, alegando que no necesitamos mediador con Dios. Por eso combaten el culto de María, y procuran rebajar su importancia. Claro que podemos acudir a Dios directamente, pero eso no quita que acudamos a Jesús por conducto de su Madre, como por conducto de Jesús acudimos a su Eterno Padre en el concepto que tenemos de la Trinidad Santísima... Si Jesús en Caná atendió al ruego de su Madre, �atenderá menos ahora en el cielo?�



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Capítulo XXII

MARÍA ACOMPAÑANDO A SU HIJO EN LA PREDICACIÓN. -BAUTISMO DE MARÍA. -SU IDA A CAFARNAUM. -SU PELIGRO EN NAZARETH. -LA ACOMPAÑAN UNAS DEVOTAS MUJERES EN SU VIAJE CON JESÚS. LA MADRE DE LOS HIJOS DE ZEBEDEO. -EL MONTE DEL PRECIPICIO EN NAZARETH, IGLESIA A MARÍA EN EL SITIO DEL �TREMOR� O DEL �TERROR�.



     Hemos narrado ya algunos de los hechos de María acompañando a su Hijo en esas primeras peregrinaciones en las que iba sembrando su salvadora doctrina, y hémosla visto acompañando a su amantísimo Hijo, sufriendo las mismas penalidades y trabajos que Aquél en sumisión por los pueblos comarcanos a Nazareth. Y esta compañía se ha de hacer más clara y visible cuando abandonando la casa de Nazareth, entrégase ya Jesús al pleno de su predicación; entonces María no le deja un momento de su mirada y va acompañada de una porción de mujeres evangelizadas por la doctrina de Jesús y aleccionadas por María, a la cual siguen y acompañan, como Ella siguió los pasos de su Hijo no dejándole ni en su pasión, ni en su martirio, muerte y sepulcro. María y algunas de las buenas mujeres, discípulas de la enseñanza de Jesús, no la dejan; y aunque en corto número la siguen, guardan y con Ella lloran y sienten sus penas en la vía dolorosa, la siguen al Calvario, donde presencian la muerte del Justo, y con María lloran y consuelan en tan cruel angustia y tremendo sufrir de Madre amantísima. María Cleofás, Magdala, la poderosa castellana del de Magdalo, convertida por la palabra de Cristo, acompaña a María y al pie de la Cruz llora, y con sus cabellos enjuga la sangre de los pies del divino Maestro, interesantes figuras cuya belleza y hermosura sirven para realzar más y más en aquel doloroso acto la belleza moral y encanto de la Santísima María, nuestra Madre y consuelo en los momentos de dolor, y nuestra alegría y bendición en la de la santa y tranquila de los goces de la familia cristiana, bajo cuyo amparo vivimos y creemos los que en Ella nuestra esperanza tenemos puesta.

     La gran misión de María aparece más y más hermosa cuanto más la estudiamos, consideramos y meditamos. María acompañando a Jesús su Hijo, compartiendo con Él los dolores y trabajos, los desprecios del mundo que no quería ver la luz; María acongojadada en Nazareth cuando ve en peligro la vida de su Hijo por predicar la verdad, e increpar de una noble y justa manera la conducta dura y nada caritativa de sus paisanos, se eleva de tal suerte ante nuestra consideración, que aún encontramos pequeña su grandeza para lo que nuestro pecho debe desear, y desea, para el santo nombre de la grande e incomparable María, corredentora de la obra de su Hijo, madre del amor hermoso por la salvación de la humanidad y consuelo de nuestras penas, de ellas madre, que las sufrió tantas y tan inmensas, que corazón humano no podría soportar, y hoy es desde los consuelo de nuestras penas, salud de los enfermos y consuelo de los tristes, que con su amparo y protección hallan salud, alegría y dicha con solo pronunciar su dulcísimo nombre.

     María pues, no abandonó a Jesús en su celestial obra, acompañóle en sus predicaciones, y humillada a sus pies a su regreso del desierto y del Jordán, purificado con su presencia al recibir de manos del Precursor el bautismo, quiso Ella también participar de la gracia regeneradora de las aguas y pidió a su Hijo aquella nueva purificación. �Ella la Madre de toda pureza! pidió a su Hijo la regeneración por medio del agua del bautismo, por medio del sacramento que acababa de instituir.

     Jesús accedió a la petición de su Madre, y María recibió de manos de su Hijo el Sacramento salvador, oyéndose entonces como en Jordán las palabras pronunciadas por Jesús:

     -Esta es mi Madre muy amada, a quien yo elegí y me asistirá en todas mis obras.

     El cielo resplandeció a aquella invocación y el Santo Espíritu desde lo alto dijo:

     -Esta es mi Esposa, escogida entre millares.

     María recibió en muestra de humildad las aguas regeneradoras del bautismo, y entonó cántico de gracias por aquel beneficio recibido de manos de su Hijo amado.

     María, fuente de pureza, había dado una nueva prueba de humildad y respeto a su Hacedor, después del cumplimiento de la ley Mosaica de la Purificación, el Sacramento del Bautismo y la regeneración por el agua salvadora.

     Este acto cambió en algo ya la manera de vida de María, dejó las costumbres solitarias y aislamiento, para seguir a Jesús en sus viajes de predicación por Israel. Comenzaba la vida de acción de Jesús, y María, copartícipe en aquella grandiosa obra, debía tomar la parte señalada por el Eterno Padre que la había escogido entre millares. Dejaba de ser la casta paloma enriscada en lo alto de una peña cuidadora de sus hijos, donde contemplaba el mundo y los pueblos, valles y ríos tendidos a sus pies, para convertirse en la mujer fuerte por excelencia, templada por el dolor y el sufrimiento. María había criado y educado a su Hijo, había trabajado y llorado por Él, y ahora tenía que seguirle, siendo su sombra cariñosa, ejemplo vivo de los trabajos de su Hijo que venía a salvar a los hombres y mujeres de la esclavitud del pecado, y a María le incumbía la participación de aquella salvación, siendo la evangelizadora de la mujer, la fecundadora de la doctrina predicada, enseñada y demostrada por su Hijo. Tenía que acompañarle por el mundo, siendo su consuelo ante la ingratitud que esperaba de los hombres; sería un consuelo cuando con los ojos llenos de lágrimas se encontraran en la vía Dolorosa, sería la que desde el pie de la cruz con sus doloridas miradas enjugara el sudor angustioso del rostro de su Hijo, era la que debía recibir su cuerpo al desclavársele del santificado Leño y depositarlo en el sepulcro, era la que debía recibir la santa e incomensurable alegría de madre al contemplarle resucitado, lleno de vida y transfigurado con la majestad del mártir, vencedor de sus verdugos.

     A Cafarnaum, después de las bodas de Caná, en donde tuvo lugar por intercesión de María, el primer milagro obrado por Jesús en su divino poder, dirigiéronse Jesús, sus primos y discípulos, acompañados de la Purísima Señora. Estaba asentada la ciudad en las orillas del lago Genevarat o de Tiberiades, llamado todavía mar de Galilea.

     Este hermoso sitio, tan perfectamente descrito por los peregrinos viajeros, es uno de los puntos y panoramas más hermosos de Galilea. Lamartine, Chateaubriand, Sonlcy y otros cien viajeros, y entre los españoles, Ibo Alfaro y Barcia, describen este encantador paisaje con los más vivos colores, y aun cuando fuere atrevimiento, consignamos, como lo hemos hecho, nuestras pobres impresiones ante cuadro tan hermoso.

     �Es necesario contemplar este paisaje bajo dos punto de vista, a cual más inspirador y dulce para el alma, bajo el del sentimiento religioso y el de la poesía, de la belleza. Y como ésta, como fuente de inspiración, nace de los sentimientos que aquélla inspira como obra majestuosa de Dios, fuente de toda belleza, de aquí que tan íntimamente unidas anden ambas fuentes de religión y de belleza, que no pueden separarse sin dejar incompletas una y otra. Esto pensaba cuando bajábamos las últimas cuestas de los montes que encierran el seno o valle en que se asienta el hermoso e inspirador mar de Tiberiades. Las montañas que le rodean, el verde campo que en sus riberas se extiende, y Cafarnaum que claro y distinto en su artístico conjunto desde aquí distinguimos, reflejándose vagamente en las transparentes aguas en calma de este hermoso y deslumbrante lago, que reverbera con chispazos de luz que ciega y deslumbra, como llena de luz deslumbrante la del Evangelio, no puede ser cuadro más espléndido ni maravilloso. La vista encantada se fija en aquel mar en cuyas aguas se retratan las blancas nubes primaverales que cruzan un cielo azul, limpio e intenso, más puro y transparente por la lluvia de anoche, que hace exhalar a las selváticas plantas que pisa nuestro caballo, penetrantes perfumes que se unen con el aire húmedo y saturado con las emanaciones del lago y del heno de las huertas; pero si la vista se extasía ante la contemplación de belleza tanta, el corazón no mira a la tierra, pero con sus ilusorios ojos mira al cielo como queriendo preguntar a Dios, a Dios nuestro Padre, si ese cielo, si esas aguas, si esas nubes, si esos campos, si ese pueblo y si esas barcas son todos, todos los mismos objetos que contempló la mirada de Jesús, y si esos ecos son los mismos que repitieron sus palabras, y de eco en eco, de repercusión en repercursión han sido oídas, escuchadas, entendidas y cumplidas por el mundo entero, por la humanidad que en Dios cree, en Él espera y en la doctrina de Jesús comulga.

     �Lentamente vamos descendiendo a la llanura y achicándose el horizonte y la extensión de aquel lago incomparable, que fecunda el Jordán con sus sagradas aguas. Inmenso, hermoso e inspirador silencio nos rodea, sólo el canto de los pájaros que se esconden entre los árboles del pan de San Juan, los algarrobos, interrumpen tan hermoso silencio. Los ruidos del pueblo no llegan hasta nosotros, tan débil es la voz humana comparada con la inmensidad del silencio que ahoga aquellos débiles ruidos de la vida del hombre, tan orgulloso como pequeño ante la grandeza de la obra del mundo, débil muestra del poder de Dios.

     �Allá abajo vese distintamente Cafarnaum y en la orilla del lago amarradas unas barquillas, y entonces recuerdo el sermón de Jesús, el sermón que tuvo por cátedra un barquichuelo y por auditorio un pueblo de pobres pescadores. Desde aquel movedizo púlpito Jesús habló y predicó a la muchedumbre, y aquel barquichuelo, aquella canoa, vive y vivirá, es la barca de Pedro, es la barca combatida por las tormentas en que Pedro y los suyos temen perecer entre las encrespadas olas de aquel hasta entonces tranquilo mar y que Jesús con su mirada, con su palabra, apacigua y tranquiliza. �Ah! y diez y nueve siglos que esa barquilla lucha con las tormentas del mundo, y diez y nueve siglos de bogar por ese proceloso mar no la han envejecido, y sus cuadernas permanecen sólidas, perfectamente calafateadas, no hacen ni harán agua, no zozobrará volcada por la fuerza de las olas, ni se romperá su timón regido por la mano de Pedro, y seguirá bogando y navegando hasta la consumación de los siglos.

     �En ese pobre y mezquino pueblecillo, albergue de pobres pescadores, se aposentó Jesús, María y los discípulos del Maestro. En sus míseros techos halló albergue el Redentor del mundo, y el nombre del humilde pueblecillo vive y vivirá cual no han vivido y han desaparecido del haz de la tierra ciudades importantes, Nínive, Babilonia y cien, que son hoy morada de tigres y serpientes sus tristes y abandonadas ruinas.

     �Ya percibimos el monótono ritmo de las mansas olas que vienen a morir rizosas en la arenosa ribera, ya distinguimos los aparejos y velas remendadas tendidas al sol para enjugarse de la pasada lluvia, ya vemos algunos míseros pescadores remendando aquellos artefactos de su trabajo, cual encontraría Jesús a Pedro en lejanos siglos, antes de que Jesús le hiciera dejar las redes para pescar almas y hombres para la doctrina salvadora del Evangelio.

     �Dentro de media hora estaremos en Cafarnaum, y después de descansar en él, tomaremos la barca que ha de conducirnos por el histórico lago...

     �Jesús le había escogido admirablemente, como era propio de su divina esencia, para ejercer su misión de Salvador del mundo; por Cafarnaum pasaba la vía que era el camino de unión de Siria con el misterioso Egipto, y en él se cruzaba, comunicaba y descansaba el comercio del extremo Oriente. Allí se juntaban extrañas caravanas, y allí, árabes y fenicios, sirios y egipcios, se entrecruzaban y establecían sus mutuas relaciones y se confraternizaban los pueblos por ese lazo poderoso de unión que es el comercio. Las relaciones guerreras, las armas jamás unen ni unirán los pueblos, las armas llevan odio, destrucción, muerte, horrores, maldiciones, lágrimas y desolación. Por donde pasa un ejército le sigue la ruina, la peste, incendio, el llanto; por eso los ejércitos buscan y hacen sonar instrumentos ruidosos que apaguen los ayes, las maldiciones que los acompañan necesitan vestir metales relumbrantes, colores vivos, plumajes, colas de caballos que cubran las cabezas de los soldados, para que con ellos, con estos adornos, no se vea la imagen de la muerte que representan, y como el huracán pasan devastando, llevando barbarie sobre barbarie, separando a los hermanos por la ley del odio, por la violación del derecho, por la brutal ley de las fieras, la fuerza; por eso nunca los ejércitos han unido a los pueblos, y como aquél, no dejan de su paso más que tristeza y luto.

     �En cambio, el comercio, cambiando productos, llevando, transportando elementos de vida, siendo producto del trabajo acumulado y como a tal santificado por Dios, con el sudor de tu rostro ganarás el pan, ha sido el lazo que ha unido a los pueblos, ha creado relaciones de paz y de riqueza, sin estruendos ni aparatos, sin más armas que las del trabajo ni más adornos que la verdadera riqueza, es, ha sido y será el complemento más relacionado con la doctrina de Jesús, amaos como hermanos: Fenicia comercial, Egipto comercial y científico, Cartago en sus primeros tiempos, son más grandes que Roma militar, odiada y aborrecida por todos los pueblos. Los nombres de Colón, de Magallanes, de Parmentier y de Edisson, serán siempre bendecidos y conocidos de la humanidad. Fernando VI, en nuestra patria, será siempre bendecido y será más grande que Carlos I, y Napoleón y Federico de Prusia serán considerados como verdugos de la humanidad y el nombre de aquél será pronunciado con simpatía.

     �Cafarnaum gozó de este privilegio de ser en su insignificancia, y lo fue lazo de unión comercial entre lejanos pueblos, que al reunirse allí se trataban como hermanos por la ley de solidaridad santa del trabajo. Allí estableció Jesús su cátedra en donde poder difundir su doctrina de humanidad y redención entre gentes que ya se amaban, por la ley del cambio, de la santificación del trabajo, y por esto se le denominó la Galilea de las naciones. Allí predicaba Jesús a su pueblo y al mismo tiempo a las naciones, pues las caravanas, al partir, habían de llevar a remotas tierras su doctrina, y por eso dice San Mateo: �Dejando la ciudad de Nazareth (Jesús) fue a morar en Cafarnaum, ciudad marítima en los confines de Zabulón y de Neftalí, con lo que vino a cumplirse lo que dijo el profeta Isaías�. El país de Zabulón y el país de Neftalí, por donde se va al mar de Tiberiades, a la otra parte del Jordán, la Galilea de los gentiles, este pueblo que yacía en tinieblas, ha visto una grande luz que ha venido a iluminar a los que habitaban en la región de las sombras de la muerte�.

     Y sigamos ahora en la narración de la vida de María, que en este punto está tan íntimamente ligada con la de su Hijo, que es imposible prescindir del primero para ocuparnos tan sólo de la segunda: la íntima unión de Madre e Hijo, hace que tenga que hablarse de Jesús al ocuparnos de María y de la Señora al escribir los hechos maravillosos de la vida del Redentor de los hombres. Su residencia en los primeros tiempos fue en casa de Pedro el pescador y allí la Virgen María se aleccionaba más y más en la doctrina de su Hijo, no perdiendo una palabra ni una mirada de Jesús y comenzaba a vivir en la compañía de los Apóstoles de su Hijo.

     Partieron de ella a poco tiempo, pues se aproximaba la Pascua. Jesús se fue acercando a Jerusalem para celebrarla en los catorce de la luna de marzo, y fue ya acompañado de su Madre. A la santa Señora acompañábanla algunas mujeres desde Galilea, por haberlo así disputado la divina sabiduría de Jesús, entre otros fines para que María tuviese compañía con ellas y con mayor decoro la hiciesen guarda y estimación. De ellas tenía cuidado la Pura Señora y congregaba y enseñaba llevándolas a los sermones y enseñanzas de su Hijo. Estas devotas mujeres no comunicaban con Él sino por medio de María, en quien posaban los cuidados de Madre de familia.

     Volvió a Galilea, en Cafarnaum, y de allí a Nazareth. Entró en la Sinagoga el día de sábado, según acostumbraba, y se levantó para leer. Habiéndole entregado el libro del Profeta Isaías, así que lo desenrolló halló el pasaje en que está escrito: �El espíritu del Señor sobre mí; por eso me consagró ungiéndome al enviarme a predicar a los pobres y curar los que de corazón estén contritos; para anunciar su libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos, aliviar a los oprimidos, publicar el año de las gracias del Señor, y el día de la retribución�.

     �Luego que hubo rollado el libro lo dio al ministro, tomó asiento, todos los que estaban en la Sinagoga fijaron en Él sus miradas, y Él empezó a decirles: -Hoy se cumple esta sentencia de la Escritura que acabáis de oír. Y todos le daban testimonio y se admiraban con las palabras de gracia que salían de su boca, y decían: -Pues qué, �no es éste el hijo de Josef? Y Él dijo: Sin duda que vosotros diréis: -Médico, cúrate a ti mismo; haz, pues, aquí esas maravillas que has hecho en Cafarnaum. Y añadió: En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Y también os digo asimismo: cuando el cielo estuvo tres años y seis meses cerrado sin llover y hubo gran hambre en toda la tierra, había en Israel muchas viudas, mas a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una pobre viuda de Saropta, en tierra de Sidón.

     �También había muchos leprosos en Israel en tiempo de Elías, y ninguno de ellos fue curado sino Naaman, que era de la Siria.

     �Al oír esto los de la Sinagoga se llenaron todos de ira, y levantándose contra Él, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta la cima del monte sobre que está edificada su ciudad, para precipitarle de allí. Mas Él se retiró pasando por entre medio de ellos�.

     Este pasaje de la vida de Jesús se relaciona con la vida de María únicamente por el espanto y terror que causó en María el hecho de querer los de Nazareth despeñar a Jesús del monte que desde entonces se llamó del Tremor o del Terror, el tajo o precipicio de que hemos hablado anteriormente. Sobre este monte se ha construido un santuario para perpetuar el recuerdo, y en otro altozano inmediato los griegos han construido otro templo, diciendo ser aquél el lugar en donde tuvo lugar el hecho que relatamos: al terminar este capítulo describiremos el templo católico tal cual hoy se encuentra.

     Este hecho del conato de despeñamiento debió tener lugar poco después de la boda de Caná, pues San Lucas, el gran narrador de la vida de María, es quien más detalles da acerca de este hecho, que tanto temor produjo en la Santa Señora, y este hecho debió influir en la resolución de María en abandonar el pueblo y seguir a Jesús en sus peregrinaciones en Galilea, y otro pasaje del Evangelista San Mateo nos lo indica así.

     Estaba predicando Jesús contra varios pecados y en especial contra el de la obstinación, cuando llegaron su Madre y algunas parientas que deseaban hablar con Él.

     �Mas he aquí que, cuando aún estaba hablando al pueblo, su Madre y sus hermanos estaban fuera buscando cómo hablarle, y le dijo uno: -Mira que tu Madre y tus hermanos están ahí fuera buscándote. Pero Él respondió al que lo decía: -�Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano hacia sus discípulos dijo: -�He aquí mi Madre y mis hermanos! Porque cualquiera que hiciese la voluntad de mi Padre en los cielos, es mi hermano y mi madre�.

     Debemos aclarar este punto para que si por ignorancia o sencillez no se entienden en su verdadero sentido. Sabemos quiénes eran los parientes o primos de Jesús, hermanos, en costumbre del país; los mismos de Nazareth los habían enumerado al oírle predicar en la Sinagoga, diciendo:

     � -�Pues qué no se llama su Madre María y sus hermanos Santiago, y José, y Simeón y Judas? Y sus hermanos �no están todos con nosotros?� Ahora, consta por el mismo San Mateo, cap. IV, v. 21, �que Santiago y San Juan eran hijos de Zebedeo. Su madre María Salomé, los presenta con orgullo al Salvador, para que sean sus privados en su Reino celestial�. (Cap. XX, v. 24.) En el orgullo de esta presentación está a juicio de D. Vicente Lafuente y en el nuestro muy acertadamente, la clave de la respuesta misteriosa de Jesús. Conocía éste que sus parientes se lisonjeaban de verle aplaudido, tenían vanidad y aspiraban a obtener medros personales.

     �Entonces se llegó a Él la mujer de Zebedeo con sus hijos adorándole y pidiéndole una gracia. Él le dijo: -�Qué quieres? Respondió ella: -Di que estos dos mis hijos se sienten uno a tu diestra y otro a tu izquierda en tu reino�. (Cap. XX, v. 20. S. Marcos, capítulo X, v 35.) Preciso era abatir este orgullo de sus parientes con tal inoportunidad que lastimaba a los discípulos y rebajaba su misión divina, y si Jesús hubiera accedido a las pretensiones de sus parientes para hacer un negocio con su doctrina, se hacia un hombre vulgar como cualquier otro.

     Ya por lo visto, sucedía entonces lo que ocurre ahora con nuestros hombres políticos de baja ralea, predicar autoridad, selección y pureza, para cuando se llega a la altura deseada convertirse en lo mismo contra lo que desde la oposición habían tronado y censurado. Ya como vemos, comenzaban los gérmenes familiares a intentar aprovecharse del encumbramiento de un pariente del que hasta entonces no se habían acordado ni reconocido como a tal por su pobreza o por su obscuridad. Siempre el mundo ha sido lo mismo, y vemos que la mujer de Zebedeo en esta ocasión, era una verdadera pretendiente al establecimiento de las bases de nuestra actual primocracia, yernocracia y demás graduaciones en parentela como títulos para el disfrute de los beneficios del poder.

     El Evangelio, hablando de la pretensión orgullosa de la mujer de Zebedeo, perfecto recuerdo de una ministra de nuestros tiempos, dice que los discípulos llevaron a mal semejante orgullo.

     �Y oyendo los diez, se indignaron contra los dos hermanos�.

     Por eso respondió Jesús como lo hizo a sus Padres cuando le hallaron en el Templo, y cómo contestó después al mismo Pilatos, que Él estaba en el mundo para hacer la voluntad de mi Padre la mía.

     �El que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concedéroslo, sino que es para aquellos a quienes así lo tiene preparado mi Padre�.

     Con esta contestación despidió a los ambiciosos parientes, per esta respuesta no alcanza ni puede alcanzar a María, personificación de la humildad. No podían dirigirse estas palabras a la cantora Magnificat, no se reprende al que no yerra. Durante su vida buscó la obscuridad de la existencia, escondida y oculta a los ojos del mundo y de los hombres. María sigue acompañando a Jesús, con Él sube a Jerusalem, su corazón de madre prevé, no como quiera el riesgo, sino la desgracia. Jesús la tiene anunciada a sus discípulos, que ni la han comprendido ni la quieren creer.

     Orsini termina este punto de la existencia de María antes comenzar su penosa calle de amargura con los sufrimientos de Hijo: �En medio de las agitaciones de una vida llena de turbación y de alarmas, la Virgen fue admirable como siempre, amando a Jesús más que madre alguna amó nunca a su hijo, y pudiendo sola llevar ese amor extremado hasta los últimos límites de la adoración, jamás, le impuso su presencia para ocupar en provecho de su ternura maternal los momentos cortos y preciosos de la misión del Salvador; jamás le habló de sus fatigas, de sus temores, de sus previsiones siniestras, ni de sus necesidades personales�.

     Así explica en su poético lenguaje el estado de María, sus temores y sobresaltos, y como dijimos, pasaremos ahora a describir como hemos dicho el templo de la montaña del Trémor, del Temblor o del Terror de la pura y Santa Señora.

     Según una antigua tradición, el monte desde el cual los nazarenos quisieron despeñar a Jesús por lo que había dicho en la Sinagoga es el conocido hoy con el nombre de Djebel-el-Kafzeh, o sea el salto o precipicio.

     Dista unos cuatro kilómetros de la ciudad, y le rodean espantosos despeñaderos; está situado al Mediodía de Nazareth, y en mitad de este camino y junto a un collado hay una iglesia que se denomina del Pasmo de la Virgen; por aquí fue donde encontró a las gentes que le dijeron lo que querían hacer con su Hijo y corrió en su busca, hallándolo en este punto cuando ya había escapado de manos de sus enemigos.

     Esto decía en mediados del siglo XVII el devoto Peregrino en su tan conocida obra, pero en este siglo se han practicado allí varias excavaciones, que han dado el resultado de encontrar los PP. Franciscanos los restos de una iglesia y vestigios del monasterio de monjas benedictinas que de antiguo existía en aquel punto con el nombre de Santa María del Tremore, haciendo con ello alusión al espanto que se apoderó de María al tener noticia del crimen que se intentaba, y ver a su amado Jesús perseguido por las turbas.

     He aquí cómo el artista viajero y peregrino D. Ángel Barcia, describe este lugar y templo:

     �Subimos a una de las cimas que dominan a Nazareth y entramos en la capilla del Tremor, levantada en el sitio en que la tradición latina dice que la Virgen se detuvo extremada el día que los de Nazareth quisieron despeñar a Jesús por el precipicio. Su capilla, de mejores proporciones que la de Mensa Cristi, es también moderna, sin valor arquitectónico y pintada de colorines desentonados como la otra...

     �La tradición del Tremor de María conserva la memoria de un hecho tan natural y verosímil, que es imposible dudar de él; pero no puede decirse otro tanto del sitio en que se verificó. Por dos caminos se va igualmente desde Nazareth al Precipicio�. Los latinos tienen aquí su capilla, y enfrente tienen los griegos la suya, harto mejor que la de los occidentales.



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Capítulo XXIII

María en Jerusalem

MARÍA EN LA ENTRADA DE SU HIJO EN LA CIUDAD. -ESTANCIA DE MARÍA EN BETHONIA EN CASA DE LOS HERMANOS DE LÁZARO. -DESPEDIDA DE JESÚS Y DE SU MADRE PARA IR AL SACRIFICIO. -MARÍA EN LA NOCHE DE LA CENA.

     Mirad que vamos a Jerusalem, y allí el Hijo de la Virgen será víctima de una traición para ser crucificado. Así había dicho Jesús a sus discípulos al ir a terminar su misión evangélica, y al emprender su último viaje a la Ciudad Santa, acompañado de sus Apóstoles y discípulos y de las piadosas mujeres, parientas en su mayor parte, que le acompañaban y servían en sus viajes.

     Llegamos a los momentos más terribles de la vida de María, se acercaba el tiempo del cumplimiento de las profecías, y en el que el Hijo de Dios había de sufrir muerte por la redención humana. María lo sabía, sabía que el cumplimiento de la palabra de Dios no podía dejar de ser; pero su corazón de Madre y de mujer, sufría terribles congojas ante un sufrimiento que creía superior a sus fuerzas. Miraba a su Hijo, contemplábale tan lleno de perfecciones, que se aumentaban al mirarle con ojos de Madre, y entonces mayor era el dolor, más grande la pena, que invadía su corazón, cuando al mismo tiempo le veía seguido de multitudes que escuchaban llenas de fe su conmovedora palabra, su sencilla elocuencia que llenaba el ánimo y de esperanza inundaba las almas. Le había visto Hijo de Dios en las bodas de Caná, le había contemplado Hijo de Dios en aquel primer milagro en que manifestó su poder, le veía de continuo seguido de la multitud, ansiosa de escuchar su palabra, le había visto transfigurado en su hermosura sentado al pie de un árbol explicando su doctrina rodeado de las gentes que embebecidas recibían sus lecciones, le había visto rodeado de niños que con sus inocentes miradas le adoraban y amaban, y Él pasando su mano sobre aquellas cabecitas decía: �dejad que los niños vengan a mí�. Le escuchaba predicar ley de amor con el �amaos los unos a los otros, y no espere perdón, quien no perdone a sus enemigos�. Veía a sus pies a la mujer adúltera retorcerse ante el terror del castigo que iba a imponérsele por su crimen, y veía una a una caer de las manos de sus ejecutores las piedras ante la palabra de aquel Jesús que decía: �Arroje la primera piedra quien esté libre de culpa�. Y ante aquella dulce mirada de misericordia para la culpable, y aquella mirada de recto juez que inquiría la conciencia de los acusadores, de aquella mirada con la que arroja del Templo a los mercaderes y usureros que convierten la casa de Jehová en infame centro de criminal contratación, no de lícito comercio, y veíales huir ante aquel látigo terrible que fustiga a los criminales con dura mano, para dejar caer el látigo y tenderla llena de caridad para levantar al caído y resucitar al muerto. Veía a Lázaro, a la hija de Jairo levantarse ésta del lecho de muerte, y salir aquél del sepulcro después de algunos días de muerto, y por último, veía en Jesús, la representación de la fe en su doctrina proclamada por el Centurión, por las sencillas mujeres, por todos aquellos a quienes la fe en su Hijo, en sus promesas, había curado del pecado, de la muerte, y con la luz de su palabra y de sus obras devuelto la luz a sus nublados ojos. Contemplaba tanta humilde grandeza en la sencillez y hermosura de sus actos y palabras, y temblaba, sí, temblaba ante el momento supremo de la redención que iba a verificarse, siendo la hostia su Hijo, su amado y querido Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, como lo dijo y saludó el Precursor al recibirle en el Jordán.

     �Momentos de alegría para la Virgen Madre, pero �ay! que aquella alegría había de trocarse dentro de poco en horas de cruento y terrible dolor que habían de destrozar aquel corazón tan puro y candoroso!

     El tiempo se aproximaba, y Jesús llegaba a las puertas de Jerusalem, a la ciudad que esperaba la víctima propiciatoria, y en el seno de la cual se fraguaba traicionera conspiración contra Aquél que era la bondad y mansedumbre, el amor y la caridad para con el prójimo, nacida, fomentada y preparada por uno de sus discípulos, instrumento de la hipocresía y del orgullo de los escribas y sacerdotes que veían derrumbarse su orgullo y predominio ante las palabras de aquel Jesús que desenmascaraba sus obscuros rostros y conducta. Temían la luz y querían apagarla, ya que no podían superarla en brillantez y claridad: �siempre el error y la perversión atacando por la espalda y fraguando sus planes en la obscuridad alumbrada tan solo por la cárdena luz de la traición!

     Y Jesús llegó a Jerusalem, y María también acompañada de aquellas santas mujeres; nadie hay que nos pruebe ni nos niegue que María se hallaba en la Ciudad Santa el día de la entrada triunfal de su Hijo, ni que dejara de presenciar aquel acto de amor y entusiasmo por el Apóstol de la doctrina del amor y de la caridad. Es muy posible, y ya hemos dicho que ninguna prueba conocemos en contrario, que María y sus compañeras presenciasen la entrada, oyesen los vítores y aclamaciones que el pueblo jerosolimita tributaba, en su mayor parte forasteros que habían acudido a la fiesta de la Pascua, gentes de los pueblos que conocían más a Jesús por sus predicaciones por el campo que de los ciudadanos de aquélla que veían en Jesús un enemigo, según las palabras de los temerosos y celosos individuos del Sanedrín, que veían en Jesús un enemigo de su poder y al que estimaban como un revolucionario, que venía a arrancarles el monopolio de su influencia, como había arrojado del Templo a los que le profanaban.

     María, como hemos dicho, debió presenciar la entrada triunfal de su Hijo en Jerusalem; el entusiasmo de las gentes campesinas y aquellas palmas y ramos con que festejaban a su Hijo y el Hosanna entusiasta con que vitoreaban a aquel Monarca de la paz, que montado en humilde pollina y sin más corte que aquellos discípulos que le acompañaban, sonarían en sus oídos y herirían su vista haciéndole pensar en el sacrificio, viendo en su Hijo la víctima que entre cánticos y flores caminaba al altar del sacrificio.

     María debió seguir la triunfal comitiva en medio de una alegría y temor de los enemigos que sabía conspiraban contra su Hijo, contra aquel ser inocente que decía que no era de este mundo su reino, y solo paz y amor predicaba a los hombres, asistía a los enfermos y socorría en su pobreza la miseria de los necesitados. En lo íntimo de su corazón comprendía que no habían de perdonarle sus enemigos y temía por Jesús encerrado entre los muros de Jerusalem, cercado de adustas paredes en la compañía de gentes aviesas, y de la presencia de los soldados romanos. Semejábanle aquellas moles de edificios obscura y fuerte prisión a quien como ellos hablan vivido en el campo, con horizontes abiertos, cielo inmenso y brisas y perfumes de la naturaleza que ensanchan el pecho y hacen comprender la inmensidad del poder de Dios, y comparaba ambas existencias en aquel momento con la angustia del que ve cerradas las puertas acostumbrado a la libertad de vastos horizontes y hermosos paisajes.

     Pero Dios en su inmenso poder lo tenía así dispuesto: tras los hermosos valles de Galilea, tras los encantos del campo de Belén y de Nazareth, tras Cafarnaum y el lago Tiberiades, tras el desierto y el Tabor, lugares todos en donde se predica la doctrina de la verdad ante la inmensidad de la naturaleza que tanto habla a los corazones y a la inteligencia como elocuente muestra del divino poder, después de aquel hermoso período de la sementera de la doctrina del Evangelio, el epílogo entre los muros de la ciudad, el fin de aquella epopeya la más grandiosa, el Calvario, los dolores, el pago infame de los beneficiados, la traición y la muerte en la ignominiosa cruz, en el patíbulo de los esclavos por el que venía a hundir la esclavitud de sus hermanos. Todo esto se presentaría a los ojos de María arrasándolos en lágrimas del más intenso dolor, dolor que cruzando en su pecho no comprenderían, ni adivinarían aquellas piadosas mujeres que la seguían y acompañaban por las estrechas y sombrías calles de Jerusalem cerradas por arcos, con sus cubiertos pasadizos tétricos y fúnebres cual convenía al cuadro en que iba a desarrollarse el crimen espantoso del pueblo deicida.

     Fijemos si no nuestra atención por unos momentos en Jerusalem en la ciudad sobre la que lloró Jesús, aun antes de comenzar su martirio, prediciendo su desolación y la ruina que le esperaba en tiempos venideros. Fijemos nuestra consideración en ella tal cual estaba en los momentos grandiosos y solemnes de la pasión de Jesús, del inocente Cordero, del Hijo de la más pura de las mujeres, para que comprendamos el marco, el teatro en que iba a tener lugar el sacrificio del Inocente.

     A los hermosos valles de Nazareth y de Belén, al encantado panorama de Cafarnaum, sucede ahora un torrente seco, de color ceniciento y que no ha de arrastrar vivificantes aguas, sino el caudal de lágrimas que de aquellos muros que le cierran han de caer durante siglos de los ojos de los deicidas. Muros elevados de doradas piedras requemadas por el calor del sol y por el fuego del odio que arde en la ciudad contra el Galileo que va a morir en el Calvario, y sobre cuyos andenes brillan las lanzas del extranjero romano que presidía la ciudad. Como aterradas y asustadas ante el porvenir que les espera, agrúpanse las casas, más semejantes a inmensos cubos blanqueados, especie de sepulcros o moles de cisternas y que escalan o descienden por las colinas, sin jardines ni flores, sin esos seres vegetales que son la alegría del alma y consuelo del corazón; nunca en la morada del usurero crecen las plantas ni florecen, pues las flores son la gracia de un espíritu tranquilo y su aroma el perfume del corazón honrado y caritativo. Dos edificios gigantescos, dos inmensas mazas que parecen querer aplastar a aquel rebaño de temerosas casas, se levantan dominándola. El uno representa el templo de Jehová convertido en casa del fariseísmo y del odio en sus envidiosos sacerdotes, el otro representa la monarquía pagana dominando al que fue el pueblo escogido por Dios, el palacio del monarca pordiosero de un poder concedido por el dominador, el palacio de Herodes, el paganismo imperando sobre la ley de Dios.

     La reunión de edificios que forman la Sinagoga, palacio, fortaleza, templo, santuario y tabernáculo, componen entre sí una ciudad sagrada, litúrgica, que domina y achica la ciudad civil.

     Muros inmensos la rodean a gran altura con inmensos sillares de almohadilladas piedras, pórticos innumerables en la parte del Norte le dan el aspecto de un palacio de inmensa grandeza y le dan un carácter hierático, cuyas agujas de oro le presentan con el aspecto de oriental corona de pérsica ornamentación, cual la que llevan los babilónicos edificios, y como dominando a todos aquellos colosos, cual imponiéndose con su pesantez y tétrica majestad y lúgubre aspecto, se yergue la torre Antonia, abrumador cubo de rojiza piedra.

     Murallas y más murallas, unas tras otras, recinto cerrando aquéllas y profundos fosos, torreones en número de sesenta, centinelas distribuidos para guardar aquel recinto, vigilar aquel templo sospechoso para los dominadores, para evitar sublevaciones y tempestades religiosas entre el paganismo, la ley y religión de aquel pueblo monoteísta. Abovedadas puertas, reforzadas y fortificadas con aspecto de poternas de feudales castillos, rematan su tétrico conjunto.

     El Calvario, si hemos de dar crédito a los geógrafos historiadores, hallábase dentro del recinto de la ciudad entre el primero y segundo espacio de las murallas, monte de poca altura, riscoso, árido, con solo algún huerto y cuevas que eran sepulcros, y no lejos para subir al monte de los olivos la puerta denominada de los Rebaños, por la que Jesús salió para ir a orar al otro lado del seco y abrasado torrente. Tal era el aspecto de aquel montón de edificios, de aquella ciudad de triste aspecto, comparada con los alegres campos de Nazareth, con aquella luz intensa, profunda, deslumbradora al parangonarla con la pesada y cansada en las estrechas calles de Jerusalem con grandes sombras, esbatimentos de luz de artístico efecto en aquellos pasadizos cortados por bóvedas y arcos, más que vías amplias de comunicación por las que aparecía y desaparecía en sus fantásticos ángulos y salientes de edificios, el manso jumento o el desgarbado camello o dromedario de largo paso y cadenciosos movimientos, como los del barco que cruza tranquilo mar con suave cabeceo. Allí en ese obscuro recinto, en esa ciudad sobre la que pesaba una especie de tristeza y abatimiento, cual si presagiara el delito y la tremenda expiación de su horrendo crimen, allí se habían encerrado Jesús y María, en aquella ciudad por cuya destrucción ya su Hijo había derramado lágrimas y sentido pesar, allí en aquel antro en que la envidia y el fariseísmo tenía su morada, allí donde se fraguaban conspiraciones contra la vida de Jesús, allí entre aquellos muros, en aquella santa vía para lo sucesivo habían de hacer expiación los más grandes dolores, los más espantosos sufrimientos por dos inocentes corderos, por su inocencia y amor a la cruel humanidad.

     En Jerusalem había de terminar la epopeya más grandiosa de la historia con el sacrificio del Dios hombre y comenzarse desde el pie de aquella cruz redentora otro poema de fe, de martirio y victoria, de la verdad contra el error, del uno contra mil, de las palmas de la victoria de Jesucristo sobre el mundo pagano, que al verse vencido se retuerce, y en sus convulsiones quiere ahogar al que le perdona y llama hermano.

     Un período de dolor, de prueba, espera a María, y su corazón Madre ha de sufrir en breves horas el más espantoso de aquellos acerbos dolores que matan sin morir, pero que dejan el corazón destrozado para mayor sufrimiento. Veamos pues, como hemos dicho, a María en estos breves días que mediaron hasta el viernes, en que su Hijo, el Hijo de Dios, había de exclamar desde lo alto de la cruz: �Perdónalos, Padre mío, que no saben lo que se hacen�.

     Antes de la entrada de Jesús en Jerusalem, tuvo lugar en Bethania el grande acto del poder de Dios con la resurrección de Lázaro; llamado por las hermanas de éste acudió Jesús, y ante aquéllas y numeroso concurso, Jesús obró con su divino poder el milagro de la resurrección de aquél, que hacía unos días había muerto. Este hecho, cuya fama recorrió no solo a Bethania sino que llegó al inmediato Jerusalem, no aclaró las tinieblas del error en que Satán tenía sumidos a los enemigos de Jesús, y sólo hizo que se abrasaran más en el deseo de la venganza, en la desaparición de aquel que con su doctrina, su mansedumbre y caridad, derrocaba el orgullo y perversidad de los que bastardeaban la luz de Dios.

     Había llegado la hora de que imperasen por completo las tinieblas del error, era necesario la gran obscuridad para que con mayor brillo fulgurase la clara y brillante luz de la doctrina de Jesús, y en vez de esconderse, en vez de procurar ponerse a salvo de aquella inicua persecución, Jesús vuelve a Jerusalem, y entonces entra en él en triunfo, siendo como hemos dicho más aclamado por los forasteros que por los habitantes de la ciudad.

     Pasó Jesús además del domingo, el lunes y martes explicando y adoctrinando al pueblo, pero retirándose por la noche al inmediato Bethania en casa de Marta y María, las hermanas de Lázaro, en donde se hallaba su Madre; allí habíanles acogido con cariño y amor, con fe en su poderío y majestad, pues ellas, ambas hermanas, al verle llegar, llenas de fe exclamaron: �Señor, si tú hubieses estado, Lázaro no hubiera muerto�. Sencilla y tierna exclamación de aquellas mujeres en quienes la fe era tan grande, que por ella y de ella Jesús obró aquel estupendo milagro. En aquella casa, templo de la más grande fe de aquellas pobres mujeres, quedaron Jesús y María; pues nadie en Jerusalem había tenido valor suficiente para hospedarle, temiendo malquistarse con los sacerdotes y los fariseos, que abiertamente condenaban la doctrina de Jesús.

     En Bethania, como hemos dicho, se encontraba María, y a este poblado se retiraba su Hijo cuando volvía de Jerusalem de evangelizar con su palabra, ensanchando con ella el hoyo en que el odio y la traición querían sepultarle, hundirle, ayudados por el demonio apoderado del alma de Judas, instrumento vil de las maquinaciones de aquellos perversos. La ola de envidia, de rencor, crecía, subía y no tardaría el momento en que desplomándose sobre Jesús quisiera hundirle con una doctrina que no era sino la condenación de sus enemigos.

     Quedóse el miércoles en Bethania, cuyo día pasó en la oración; llegó la noche y con ella retiróse al huerto de los Olivos, su lugar favorito para la elevación de su espíritu por la oración, y templando su pecho para la tremenda batalla que iba a librar contra el error, contra el demonio, y cuando el sol aparecía en el horizonte hallóle de vuelta a Bethania para despedirse de su Santísima Madre, pedirle permiso para morir y encaminarse a Jerusalem.

     �Qué escena más terrible para la amantísima María, qué frío cuchillo atravesaría su tierno corazón ante aquellas dulces y terribles palabras de su Hijo! Si el dolor humano, si el dolor que hiere el corazón no es fácil de pintar ni hacer sentir en su verdad por medio de la palabra, �cómo podríamos narrar ni menos describir la escena de sentimiento, de dolor, de sacrificio por la humanidad en que iban a destrozarse dos corazones tan puros y amantes como los de Jesús y María por salvar a la pecadora humanidad?

     Postrada en tierra María, llena de dolor, adoró a su Hijo, y arrasados sus ojos en amargas lágrimas, se preparó para recibir aquel amargo cáliz, escuchando con pena y sufrimiento inconcebible las palabras de su Hijo:

     -�Madre mía, con Vos estaré en la tribulación: hágase la voluntad de mi Eterno Padre y la salud de los hombres�.

     Escúchale María lleno su corazón, inflamado de ardiente caridad por los pecadores, y besando las manos de su Hijo, preparó su alma para los crueles tormentos que la esperaban, retiróse a un aposento de la casa de las buenas Marta y María, en donde se hallaba alojada, y vio partir a Jesús encaminando su paso seguro y sin temor en dirección de la ciudad deicida, a Jerusalem, que en aquel momento aparecía envuelta en cárdena luz que le daba fúnebre aspecto y cual si la mole de aquélla, las piedras de las casas, templos, torres y murallas palidecieran de temor ante el espectáculo que en su recinto se iba a dar en la batalla de la verdad contra el error.

     Acompañado de sus discípulos marchó a Jerusalem, a la ciudad de la que no quedaría piedra sobre piedra, a la ciudad que le recibió con palmas y honores y albergaba en su seno la traición que le había de llevar de las palmas a la cruz, de la gloria al patíbulo, y durante aquel día continuó su predicación, que fue la gota que hizo rebosar el vaso. Los fariseos no podían esperar más; su odio estallaba y no había ya fuerzas que lo contuvieran, y Judas, halagado, tenía abierta a sus pies la sima de la traición en que debía hundirse.

     Casabó participa de la creencia de que Jesús se despidió de su Madre antes de partir para Jerusalem; Lafuente no es de esta opinión, fundándose en la creencia de que nada se dice de esta despedida y dice: �Jesús, según la creencia más común no se despidió de su Madre al marchar al sitio donde iba a comenzar su pasión dolorosa. Quiso ahorrarle este dolor, ya que tantos iba a tener. El egoísmo busca el medio de aliviar el dolor comunicándolo, la naturaleza misma nos impulsa a este desahogo; pero el que bien quiere prefiere sufrir doble, con tal que no lo sepa ni padezca tanto como un átomo el sujeto amado, Jesús sabía que no había de morir sin despedirse de su Madre.

     �Bien pronto llegó a oídos de Ésta la fatal noticia; quizá fue San Juan, su sobrino y confidente, quien la trajo a casa. Juan ya sabía de antemano la traición y el nombre del traidor�.

     Sor María de Ágreda es también de opinión de que Jesús se despidió de María, y la misma es la del P. Rivadeneyra, y Orsini nada dice, inclinando este silencio, en nuestro concepto, su opinión, la que francamente demuestra Lafuente de que Jesús nada dijo a María, y las razones en que se apoya son tan hermosas como grandes. En verdad que quien bien quiere, procura ahorrar sufrimientos al objeto amado: en tanto que quien en su amor no está dispuesto al sacrificio, hace partícipe de sus dolores a los que le rodean. Se dirá que esto es un egoísmo, sí, lo afirmamos, es el egoísmo del sufrimiento, es una grandeza de ánimo de que no todos participan; querer sufrir solo, padecer sin hacer sufrir a los que amamos, quererlos partícipes de la alegría y del bien, y reservarse para sí el dolor y la pena, es propio sólo de corazones nobles dispuestos al sacrificio en bien de los demás, y así comprendemos y hallamos como una prueba más de la magnanimidad del divino Corazón de Jesús, que no se despidiera de su Madre, que en su inmensa bondad quisiera ahorrar aquella inmensa pena, cuando le restaban otras que no podía conjurarlas y destrozarían aquel corazón tan puro, tan sencillo y lleno de amoroso sentimiento.

     Hemos citado la opinión de autorizados escritores, y no diciendo nada el Evangelio, nuestra opinión sigue la de Lafuente, a la que consideramos como un rasgo más del divino amor del Hijo para con la Madre, como una prueba más de la grandeza de Aquél que venía a redimir al mundo con su sangre, con su martirio y el sufrimiento de la más santa y pura de las mujeres madres, de María bendita. Jesús había ahorrado sufrimientos a su adorada Madre, y en cuanto de Él dependió no desobedeciendo la voluntad de su Eterno Padre, evitó, ahorró y quitó cuantos sufrimientos pudo a María su querida Madre.

     Y con esto llegamos a otro hermosísimo punto de la vida de María, a la noche santa del jueves, de la institución de la Eucaristía, a la noche de ese admirable y grandioso hecho de la bondad Divina de hacernos copartícipes de su sagrado cuerpo.

     María, acompañada de las santas mujeres, había llegado también a Jerusalem, siguiendo a Jesús como le había seguido en todas sus predicaciones, en su vida pública, y siendo la oveja que seguía al Divino Cordero. Augusto Nicolás lo explica de un modo hermosísimo:

     �...sólo se menciona a María, durante la vida pública de Jesús, diciendo que le seguía en todas sus marchas evangélicas, y esto mismo tiene un sentido glorioso para María. Leemos en el Apocalipsis, que en los esplendores de la Jerusalem celestial �los que son Vírgenes siguen al Cordero por donde quiera que va�. (Apocalipsis, cap. XIV, v. 4.) De este modo la Virgen de las vírgenes hacía en la tierra y en la prueba, lo que debía continuar en el cielo: la Oveja virgen seguía al Cordero sin mancha: le seguía en todas sus fatigas, en todos sus afanes, en todas sus humillaciones; pero lo siguió sobre todo hasta la inmolación, hasta el sacrificio: y aquí es donde va a aparecérsenos y donde debemos contemplarla...�.

     Y en verdad que representación más dulce y tierna que la de María en estos terribles momentos de dolor y espantosos sufrimientos, es imposible hallarla no siendo fortalecida como lo fue la Señora por la Divina voluntad, resistiendo aquellas duras pruebas del amor maternal, del desgarramiento de las fibras más dolorosas del corazón humano y en las que la Sabiduría Eterna la llevó hasta presenciar la terrible ejecución de su Hijo, que de Ella se despidió desde el afrentoso patíbulo a que su amor por la humanidad le llevó a morir.

     Y como hemos dicho, llegamos a los momentos más duros de la vida de la Madre del Verbo humanado, a la apoteosis del dolor y del sufrimiento, y en la noche de la Cena veamos cómo Lafuente explica esta situación y la participación que María tuvo en la institución del sagrado misterio de la Eucaristía:

     �Es muy probable también que en la noche terrible de la última Cena participase del banquete Eucarístico, siquiera no presenciase su institución (La Venerable Ágreda supone que en efecto San Juan llevó a la Virgen la Sagrada Eucaristía; bien necesitaba, añade el ilustre escritor, ser confortada con el sagrado manjar en las terribles angustias que iba a sufrir); según el Evangelio, solamente asistieron a ésta los doce Apóstoles. Pero estando la Santísima Virgen en la misma casa, �podría dejar de recibir una muestra de cariño de Aquel que había llevado en sus entrañas durante nueve meses?�

     Conformes estamos con la opinión de D. Vicente Lafuente, opinión que, como él mismo dice, señala la Venerable Ágreda diciendo, como ella expresa en su Vida de María, la opinión de que María recibió el Cuerpo sagrado de su Hijo en el misterio augusto que acaba de instituir.

     Casabó, en su citada obra, dice: �También vio la Virgen Madre cómo se recibía su Hijo a sí mismo sacramentado, y cómo estuvo en su pecho divino el mismo que se recibía. Partió en seguida Jesucristo otra partícula de pan consagrado y la entregó al arcángel San Gabriel, para que la llevase y comulgase a María Santísima. Esperaba la Virgen con abundantes lágrimas el favor de la Sagrada Comunión cuando llegó San Gabriel con otros innumerables Ángeles, y de manos del santo Príncipe la recibió la primera después de su Hijo, imitándole en la humillación, reverencia y temor santo. Quedó depositado el Sacramento en el pecho de María, y sobre el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo, durando este depósito del sacramento de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde aquella noche hasta después de la Resurrección, cuando consagró San Pedro y dijo la primera misa. Así lo había dispuesto el Señor para consuelo de la Virgen, y también para cumplir obediente la voluntad, órdenes y mandato de su Eterno Padre.

     �El prólogo del terrible sacrificio estaba consumado, el infierno temblaba y conocía que llegaba la hora del vencimiento, del destronamiento del error, del lavatorio del pecado por la inocente sangre de Jesús, y trémulo y azorado el espíritu del mal, vencido y lanzado del mundo, procuraba esconderse tras la figura del traidor Judas que con él hablan de rodar a lo profundo.

     �El momento era llegado y con él temblarían y sufrirían hasta los seres insensibles, destrozándose y partiendo con espanto, terror y miedo, ante aquel grandioso acto de emitir su espíritu el Hijo de Dios en terrible y espantoso sufrimiento. �Ah! La naturaleza había de tener más corazón en su insensibilidad que aquellos malos hijos de Dios que contra Él se rebelan y le asesinan con fría tranquilidad: la humanidad fue tan desconocida en aquellos momentos como lo son los colores para las tinieblas, como lo es el amor en los corazones egoístas y materializados, a los que no hay que pedir acción noble ni generosa, pues que ninguno de estos dignos estímulos los solicitaba.

     La noche del Jueves tuvo lugar la Santa Cena en la que Jesús instituye el Sacramento de la Eucaristía, y en ella tuvieron lugar las maravillas del Señor en tan sublime y grandioso acto, consagrando las especies sacramentales de que hizo partícipes no sólo a los Apóstoles sino también a su Santísima Madre.

     �Acto tiernísimo de bondad y de amor en Jesús, que nos da una idea grande de su amor a la humanidad, por la que iba a sacrificarse, dejándonos como prueba indeleble de su magnanimidad su Cuerpo, su Cuerpo consagrado para nosotros con sus benditas manos, haciendo partícipe, mejor dicho, depositaria a la purísima Virgen su Madre, en cuyo pecho se encierra como tabernáculo santo su Cuerpo.

     �Quedó depositado el sacramento en el pecho de María y sobre el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo. durando este depósito del Sacramento de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde aquella noche hasta después de la resurrección, cuando consagró San Pedro y dijo la primera Misa. Así lo había dispuesto el Señor para consuelo de la Virgen y también para cumplir de antemano por este medio la promesa hecha después a su Iglesia, que estaría con los hombres hasta el fin del siglo. En María estuvo depositado este maná verdadero como en arca viva, con toda la luz Evangélica, como ante las figuras en el arca de Moisés. Todo el tiempo que pasó hasta la nueva consagración no se consumieron ni alteraron las especies sacramentales en el pecho de la Virgen�.

     Concuerdan substancialmente ambas opiniones con la de D. Vicente Lafuente, y a ellas todas inclinamos la nuestra, harto humilde y pobre, pero que llena de fe y amor a la Santísima Virgen, estimamos como obra de amor y de cariño del Hijo de Dios a su Santísima Madre. Por ello la consignamos, y si nada válida por sí, es por la íntima convicción de nuestras creencias y reconocimiento en la bondad y misericordia inmensa de Aquél que murió en la Cruz por la redención y perdón de nuestros pecados.

     Terminada la Cena, Jesús partió para el huerto acompañado de sus discípulos, y María quedó en la casa con las piadosas Marías, en oración también, pidiendo por el inocente Cordero que en aquellos momentos se encaminaba al sacrificio, y a cumplir su noble y desinteresada misión.

     �Ah María! Cuán grande sería tu dolor al ver ultrajado y escarnecido aquel pedazo de tu bendito corazón, a aquel ser inocente que muere por salvar a sus verdugos: obra inmensa, para la que se necesitó de tu pureza y amor como arca en que se encierra el cuerpo del Hijo de Dios en su misteriosa y mística transformación por la voluntad divina.

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