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Yerma

Federico García Lorca



PERSONAJES
 

 
YERMA.
MARÍA.
VIEJA PAGANA.
DOLORES.
LAVANDERA 1.ª.
LAVANDERA 2.ª.
LAVANDERA 3.ª.
LAVANDERA 4.ª.
LAVANDERA 5.ª.
LAVANDERA 6.ª.
MUCHACHA 1.ª.
MUCHACHA 2.ª.
HEMBRA.
CUÑADA 1.ª.
CUÑADA 2.ª.
MUJER 1.ª.
MUJER 2.ª.
NIÑO.
JUAN.
VÍCTOR.
MACHO.
HOMBRE 1.º.
HOMBRE 2.º.
HOMBRE 3.º.





ArribaAbajoActo I


Cuadro I

 

Al levantarse el telón está YERMA dormida con un tabanque de costura a los pies. La escena tiene una extraña luz de sueño. Un pastor sale de puntillas mirando fijamente a YERMA. Lleva de la mano a un niño vestido de blanco. Suena el reloj. Cuando sale el pastor la luz se cambia por una alegre luz de mañana de primavera. YERMA se despierta.

 
 

Canto.

 
VOZ

 (Dentro.) 

A la nana, nana, nana,
a la nanita le haremos
una chocita en el campo
y en ella nos meteremos.

YERMA.-  Juan, ¿me oyes?, Juan.

JUAN.-  Voy.

YERMA.-  Ya es la hora.

JUAN.-  ¿Pasaron las yuntas?

YERMA.-  Ya pasaron.

JUAN.-  Hasta luego.  (Va a salir.) 

YERMA.-  ¿No tomas un vaso de leche?

JUAN.-  ¿Para qué?

YERMA.-  Trabajas mucho y no tienes tú cuerpo para resistir los trabajos.

JUAN.-  Cuando los hombres se quedan enjutos se ponen fuertes como el acero.

YERMA.-  Pero tú no. Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gustaría que fueras al río y nadaras y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda, veinticuatro meses llevamos casados y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.

JUAN.-  ¿Has acabado?

YERMA.-   (Levantándose.) No lo tomes a mal. Si yo estuviera enferma, me gustaría que tú me cuidases. «Mi mujer está enferma. Voy a matar este cordero para hacerle un buen guiso de carne». «Mi mujer está enferma. Voy a guardar esta enjundia de gallina para aliviar su pecho, voy a llevarle esta piel de oveja para guardar sus pies de la nieve». Así soy yo. Por eso te cuido.

JUAN.-  Y yo te lo agradezco.

YERMA.-  Pero no te dejas cuidar.

JUAN.-  Es que no tengo nada. Todas esas cosas son suposiciones tuyas. Trabajo mucho. Cada año seré más viejo.

YERMA.-  Cada año... Tú y yo seguiremos aquí cada año...

JUAN.-    (Sonriente.) Naturalmente. Y bien sosegados. Las cosas de la labor van bien, no tenemos hijos que gasten.

YERMA.-  No tenemos hijos... ¡Juan!

JUAN.-  Dime.

YERMA.-  ¿Es que yo no te quiero a ti?

JUAN.-  Me quieres.

YERMA.-  Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraban antes de entrar en la cama con sus maridos. ¿Lloré yo la primera vez que me acosté contigo? ¿No cantaba al levantar los embozos de holanda? ¿Y no te dije: «¡Cómo huelen a manzanas estas ropas!»?

JUAN.-  ¡Eso dijiste!

YERMA.-  Mi madre lloró porque no sentí separarme de ella. ¡Y era verdad! Nadie se casó con más alegría. Y sin embargo...

JUAN.-  Calla. Demasiado trabajo tengo yo con oír en todo momento...

YERMA.-  No. No me repitas lo que dicen. Yo veo por mis ojos que eso no puede ser... A fuerza de caer la lluvia sobre las piedras éstas se ablandan y hacen crecer jaramagos, que las gentes dicen que no sirven para nada. «Los jaramagos no sirven para nada», pero yo bien los veo mover sus flores amarillas en el aire.

JUAN.-  ¡Hay que esperar!

YERMA.-  Sí; queriendo.  (YERMA abraza y besa al marido, tomando ella la iniciativa.) 

JUAN.-  Si necesitas algo me lo dices y lo traeré. Ya sabes que no me gusta que salgas.

YERMA.-  Nunca salgo.

JUAN.-  Estás mejor aquí.

YERMA.-  Sí.

JUAN.-  La calle es para la gente desocupada.

YERMA.-   (Sombría.) Claro.

 

(El marido sale y YERMA se dirige a la costura, se pasa la mano por el vientre, alza los brazos en un hermoso bostezo y se sienta a coser.)

 
¿De dónde vienes, amor, mi niño?
De la cresta del duro frío.
¿Qué necesitas, amor, mi niño?
La tibia tela de tu vestido.

 (Enhebra la aguja.) 

¡Que se agiten las ramas al sol
y salten las fuentes alrededor!

 (Como si hablara con un niño.) 

En el patio ladra el perro,
en los árboles canta el viento.
Los bueyes mugen al boyero
y la luna me riza los cabellos.
¿Qué pides, niño, desde tan lejos?

 (Pausa.) 

Los blancos montes que hay en tu pecho.
¡Que se agiten las ramas al sol
y salten las fuentes alrededor!

 (Cosiendo.) 

Te diré, niño mío, que sí,
tronchada y rota soy para ti.
¡Cómo me duele esta cintura
donde tendrás primera cuna!
¿Cuándo, mi niño, vas a venir?

 (Pausa.) 

Cuando tu carne huela a jazmín.
¡Que se agiten las ramas al sol
y salten las gentes alrededor!

 

(YERMA queda cantando. Por la puerta entra MARÍA, que viene con un lío de ropa.)

 

  ¿De dónde vienes?

MARÍA.-  De la tienda.

YERMA.-  ¿De la tienda tan temprano?

MARÍA.-  Por mi gusto hubiera esperado en la puerta a que abrieran; y ¿a que no sabes lo que he comprado?

YERMA.-  Habrás comprado café para el desayuno, azúcar, los panes.

MARÍA.-  No. He comprado encajes, tres varas de hilo, cintas y lanas de color para hacer madroños. El dinero lo tenía mi marido y me lo ha dado él mismo.

YERMA.-  Te vas a hacer una blusa.

MARÍA.-  No, es porque... ¿sabes?

YERMA.-  ¿Qué?

MARÍA.-  Porque ¡ya ha llegado!  (Queda con la cabeza baja.) 

 

(YERMA se levanta y queda mirándola con admiración.)

 

YERMA.-  ¡A los cinco meses!

MARÍA.-  Sí.

YERMA.-  ¿Te has dado cuenta de ello?

MARÍA.-  Naturalmente.

YERMA.-   (Con curiosidad.) ¿Y qué sientes?

MARÍA.-  No sé. Angustia.

YERMA.-  Angustia.  (Agarrada a ella.)  Pero... ¿cuándo llegó?... Dime. Tú estabas descuidada.

MARÍA.-  Sí, descuidada...

YERMA.-  Estarías cantando, ¿verdad? Yo canto. Tú..., dime...

MARÍA.-  No me preguntes. ¿No has tenido nunca un pájaro vivo apretado en la mano?

YERMA.-  Sí.

MARÍA.-  Pues lo mismo... pero por dentro de la sangre.

YERMA.-  ¡Qué hermosura!  (La mira extraviada.) 

MARÍA.-  Estoy aturdida. No sé nada.

YERMA.-  ¿De qué?

MARÍA.-  De lo que tengo que hacer. Le preguntaré a mi madre.

YERMA.-  ¿Para qué? Ya está vieja y habrá olvidado estas cosas. No andes mucho y cuando respires respira tan suave como si tuvieras una rosa entre los dientes.

MARÍA.-  Oye: dicen que más adelante te empuja suavemente con las piernecitas.

YERMA.-  Y entonces es cuando se le quiere más, cuando se dice ya: ¡mi hijo!

MARÍA.-  En medio de todo tengo vergüenza.

YERMA.-  ¿Qué ha dicho tu marido?

MARÍA.-  Nada.

YERMA.-  ¿Te quiere mucho?

MARÍA.-  No me lo dice, pero se pone junto a mí y sus ojos tiemblan como dos hojas verdes.

YERMA.-  ¿Sabía él que tú...?

MARÍA.-  Sí.

YERMA.-  Y ¿por qué lo sabía?

MARÍA.-  No sé. Pero la noche que nos casamos me lo decía constantemente con su boca puesta en mi mejilla, tanto que a mí me parece que mi niño es un palomo de lumbre que él me deslizó por la oreja.

YERMA.-  ¡Dichosa!

MARÍA.-  Pero tú estás más enterada de esto que yo.

YERMA.-  ¿De qué me sirve?

MARÍA.-  ¡Es verdad! ¿Por qué será eso? De todas las novias de tu tiempo tú eres la única.

YERMA.-  Es así. Claro que todavía es tiempo. Elena tardó tres años, y otras antiguas, del tiempo de mi madre, mucho más; pero dos años y veinte días, como yo, es demasiado esperar. Pienso que no es justo que yo me consuma aquí. Muchas noches salgo descalza al patio para pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo así, acabaré volviéndome mala.

MARÍA.-  Pero ven acá, criatura; hablas como si fueras una vieja. ¡Qué digo! Nadie puede quejarse de estas cosas. Una hermana de mi madre lo tuvo a los catorce años, ¡y si vieras qué hermosura de niño!

YERMA.-   (Con ansiedad.) ¿Qué hacía?

MARÍA.-  Lloraba como un torito, con la fuerza de mil cigarras cantando a la vez, y nos orinaba y nos tiraba de las trenzas, y cuando tuvo cuatro meses nos llenaba la cara de arañazos.

YERMA.-   (Riendo.) Pero esas cosas no duelen.

MARÍA.-  Te diré...

YERMA.-  ¡Bah! Yo he visto a mi hermana dar de mamar a su niño con el pecho lleno de grietas y le producía un gran dolor, pero era un dolor fresco, bueno, necesario para la salud.

MARÍA.-  Dicen que con los hijos se sufre mucho.

YERMA.-  Mentira. Eso lo dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para qué los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos, y cuando no los tienen se les vuelve veneno, como me va a pasar a mí.

MARÍA.-  No sé lo que tengo.

YERMA.-  Siempre oí decir que las primerizas tienen susto.

MARÍA.-    (Tímida.) Veremos... Como tú coses tan bien...

YERMA.-   (Cogiendo el lío.) Trae. Te cortaré dos trajecitos. ¿Y esto?

MARÍA.-  Son los pañales.

YERMA.-  Bien.  (Se sienta.) 

MARÍA.-  Entonces... Hasta luego.

 

(Se acerca y YERMA le coge amorosamente el vientre con las manos.)

 

YERMA.-  No corras por las piedras de la calle.

MARÍA.-  Adiós.  (La besa y sale.) 

YERMA.-  Vuelve pronto.  

(YERMA queda en la misma actitud que al principio. Coge las tijeras y empieza a cortar. Sale VÍCTOR.)

  Adiós, Víctor.

VÍCTOR.-   (Es profundo y lleva firme gravedad.) ¿Y Juan?

YERMA.-  En el campo.

VÍCTOR.-  ¿Qué coses?

YERMA.-  Corto unos pañales.

VÍCTOR.-   (Sonriente.) ¡Vamos!

YERMA.-   (Ríe.) Los voy a rodear de encajes.

VÍCTOR.-  Si es niña le pondrás tu nombre.

YERMA.-   (Temblando.) ¿Cómo?...

VÍCTOR.-  Me alegro por ti.

YERMA.-   (Casi ahogada.) No... no son para mí. Son para el hijo de María.

VÍCTOR.-  Bueno, pues a ver si con el ejemplo te animas. En esta casa hace falta un niño.

YERMA.-   (Con angustia.) ¡Hace falta!

VÍCTOR.-  Pues adelante. Dile a tu marido que piense menos en el trabajo. Quiere juntar dinero y lo juntará, pero ¿a quién lo va a dejar cuando se muera? Yo me voy con las ovejas. Dile a Juan que recoja las dos que me compró, y en cuanto a lo otro, ¡que ahonde!  (Se va sonriente.) 

YERMA.-   (Con pasión.) ¡Eso! ¡Que ahonde!

Te diré, niño mío, que sí,
tronchada y rota soy para ti.
¡Cómo me duele esta cintura,
donde tendrás primera cuna!
¿Cuándo, mi niño, vas a venir?
¡Cuando tu carne huela a jazmín!

 

(YERMA, que en actitud pensativa se levanta y acude al sitio donde ha estado VÍCTOR y respira fuertemente, como si aspirara aire de montaña, después va al otro lado de la habitación como buscando algo y de allí vuelve a sentarse y coge otra vez la costura. Comienza a coser y queda con los ojos fijos en un punto.)

 
 

(Telón.)

 


Cuadro II

 

Campo. Sale YERMA. Trae una cesta. Sale la VIEJA 1.ª.

 

YERMA.-  Buenos días.

VIEJA 1.ª.-  Buenos los tenga la hermosa muchacha. ¿Dónde vas?

YERMA.-  Vengo de llevar la comida a mi esposo, que trabaja en los olivos.

VIEJA 1.ª.-  ¿Llevas mucho tiempo de casada?

YERMA.-  Tres años.

VIEJA 1.ª.-  ¿Tienes hijos?

YERMA.-  No.

VIEJA 1.ª.-  ¡Bah! ¡Ya tendrás!

YERMA.-   (Con ansiedad.) ¿Usted lo cree?

VIEJA 1.ª.-  ¿Por qué no?  (Se sienta.)  También yo vengo de traer la comida a mi esposo. Es viejo. Todavía trabaja. Tengo nueve hijos como nueve soles, pero como ninguno es hembra, aquí me tienes a mí de un lado para otro.

YERMA.-  Usted vive al otro lado del río.

VIEJA 1.ª.-  Sí. En los molinos. ¿De qué familia eres tú?

YERMA.-  Yo soy hija de Enrique el pastor.

VIEJA 1.ª.-  ¡Ah! Enrique el pastor. Lo conocí. Buena gente. Levantarse. Sudar, comer unos panes y morirse. Ni más juego, ni más nada. Las ferias para otros. Criaturas de silencio. Pude haberme casado con un tío tuyo. Pero ¡ca! Yo he sido una mujer de faldas en el aire, he ido flechada a la tajada de melón, a la fiesta, a la torta de azúcar. Muchas veces me he asomado de madrugada a la puerta creyendo oír música de bandurrias que iba, que venía, pero era el aire.  (Ríe.) Te vas a reír de mí. He tenido dos maridos, catorce hijos, cinco murieron y, sin embargo, no estoy triste, y quisiera vivir mucho más. Es lo que digo yo. Las higueras, ¡cuánto duran! Las casas, ¡cuánto duran!, y sólo nosotras, las endemoniadas mujeres, nos hacemos polvo por cualquier cosa.

YERMA.-  Yo quisiera hacerle una pregunta.

VIEJA 1.ª.-  ¿A ver?  (La mira.)  Ya sé lo que me vas a decir. De estas cosas no se puede decir palabra.  (Se levanta.) 

YERMA.-   (Deteniéndola.) ¿Por qué no? Me ha dado confianza el oírla hablar. Hace tiempo estoy deseando tener conversación con mujer vieja. Porque yo quiero enterarme. Sí. Usted me dirá...

VIEJA 1.ª.-  ¿Qué?

YERMA.-   (Bajando la voz.) Lo que usted sabe. ¿Por qué estoy yo seca? ¿Me he de quedar en plena vida para cuidar aves o poner cortinitas planchadas en mi ventanillo? No. Usted me ha de decir lo que tengo que hacer, que yo haré lo que sea, aunque me mande clavarme agujas en el sitio más débil de mis ojos.

VIEJA 1.ª.-  ¿Yo? Yo no sé nada. Yo me he puesto boca arriba y he comenzado a cantar. Los hijos llegan como el agua. ¡Ay! ¿Quién puede decir que este cuerpo que tienes no es hermoso? Pisas, y al fondo de la calle relincha el caballo. ¡Ay! Déjame, muchacha, no me hagas hablar. Pienso muchas ideas que no quiero decir.

YERMA.-  ¿Por qué? ¡Con mi marido no hablo de otra cosa!

VIEJA 1.ª.-  Oye. ¿A ti te gusta tu marido?

YERMA.-  ¿Cómo?

VIEJA 1.ª.-  ¿Que si lo quieres? ¿Si deseas estar con él?...

YERMA.-  No sé.

VIEJA 1.ª.-  ¿No tiemblas cuando se acerca a ti? ¿No te da así como un sueño cuando acerca sus labios? Dime.

YERMA.-  No. No lo he sentido nunca.

VIEJA 1.ª.-  ¿Nunca? ¿Ni cuando has bailado?

YERMA.-   (Recordando.) Quizá... Una vez... Víctor...

VIEJA 1.ª.-  Sigue.

YERMA.-  Me cogió de la cintura y no pude decirle nada porque no podía hablar. Otra vez el mismo Víctor, teniendo yo catorce años (él era un zagalón), me cogió en sus brazos para saltar una acequia y me entró un temblor que me sonaron los dientes. Pero es que yo he sido vergonzosa.

VIEJA 1.ª.-  Y con tu marido...

YERMA.-  Mi marido es otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté. Con alegría. Esta es la pura verdad. Pues el primer día que me puse novia con él ya pensé... en los hijos... Y me miraba en sus ojos. Sí, pero era para verme muy chica, muy manejable, como si yo misma fuera hija mía.

VIEJA 1.ª.-  Todo lo contrario que yo. Quizá por eso no hayas parido a tiempo. Los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así corre el mundo.

YERMA.-  El tuyo; que el mío, no. Yo pienso muchas cosas, muchas, y estoy segura que las cosas que pienso las ha de realizar mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme.

VIEJA 1.ª.-  ¡Y resulta que estás vacía!

YERMA.-  No, vacía, no, porque me estoy llenando de odio. Dime: ¿tengo yo la culpa? ¿Es preciso buscar en el hombre al hombre nada más? Entonces, ¿qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y se da media vuelta y se duerme? ¿He de quedarme pensando en él o en lo que puede salir relumbrando de mi pecho? Yo no sé, ¡pero dímelo tú, por caridad!  (Se arrodilla.) 

VIEJA 1.ª.-  ¡Ay, qué flor abierta! Qué criatura tan hermosa eres. Déjame. No me hagas hablar más. No quiero hablarte más. Son asuntos de honra y yo no quemo la honra de nadie. Tú sabrás. De todos modos, debías ser menos inocente.

YERMA.-   (Triste.) Las muchachas que se crían en el campo como yo, tienen cerradas todas las puertas. Todo se vuelven medias palabras, gestos, porque todas estas cosas dicen que no se pueden saber. Y tú también, tú también te callas y te vas con aire de doctora, sabiéndolo todo, pero negándolo a la que se muere de sed.

VIEJA 1.ª.-  A otra mujer serena yo le hablaría. A ti no. Soy vieja, y sé lo que digo.

YERMA.-  Entonces, que Dios me ampare.

VIEJA 1.ª.-  Dios, no. A mí no me ha gustado nunca Dios. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que no existe? Son los hombres los que te tienen que amparar.

YERMA.-  Pero, ¿por qué me dices eso, por qué?

VIEJA 1.ª.-   (Yéndose.) Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos.

YERMA.-  No sé lo que me quieres decir.

VIEJA 1.ª.-  Bueno, yo me entiendo. No pases tristezas. Espera en firme. Eres muy joven todavía. ¿Qué quieres que haga yo?  (Se va.) 

 

(Aparecen dos MUCHACHAS.)

 

MUCHACHA 1.ª.-  Por todas partes nos vamos encontrando gente.

YERMA.-  Con las faenas, los hombres están en los olivos, hay que traerles de comer. No quedan en las casas más que los ancianos.

MUCHACHA 2.ª.-  ¿Tú regresas al pueblo?

YERMA.-  Hacia allá voy.

MUCHACHA 1.ª.-  Yo llevo mucha prisa. Me dejé al niño dormido y no hay nadie en casa.

YERMA.-  Pues aligera, mujer. Los niños no se pueden dejar solos. ¿Hay cerdos en tu casa?

MUCHACHA 1.ª.-  No. Pero tienes razón. Voy de prisa.

YERMA.-  Anda. Así pasan las cosas. Seguramente lo has dejado encerrado.

MUCHACHA 1.ª.-  Es natural.

YERMA.-  Sí, pero es que no os dais cuenta lo que es un niño pequeño. La causa que nos parece más inofensiva puede acabar con él. Una agujita, un sorbo de agua.

MUCHACHA 1.ª.-  Tienes razón. Voy corriendo. Es que no me doy bien cuenta de las cosas.

YERMA.-  Anda.

MUCHACHA 2.ª.-  Si tuvieras cuatro o cinco, no hablarías así.

YERMA.-  ¿Por qué? Aunque tuviera cuarenta.

MUCHACHA 2.ª.-  De todos modos, tú y yo, con no tenerlos, vivimos más tranquilas.

YERMA.-  Yo, no.

MUCHACHA 2.ª.-  Yo, sí. ¡Qué afán! En cambio, mi madre no hace más que darme yerbajos para que los tenga, y en octubre iremos al Santo que dicen que los da a la que lo pide con ansia. Mi madre pedirá. Yo, no.

YERMA.-  ¿Por qué te has casado?

MUCHACHA 2.ª.-  Porque me han casado. Se casan todas. Si seguimos así, no va a haber solteras más que las niñas. Bueno, y además... una se casa en realidad mucho antes de ir a la iglesia. Pero las viejas se empeñan en todas estas cosas. Yo tengo diecinueve años y no me gusta guisar ni lavar. Bueno; pues todo el día he de estar haciendo lo que no me gusta. ¿Y para qué? ¿Qué necesidad tiene mi marido de ser mi marido? Porque lo mismo hacíamos de novios que ahora. Tonterías de los viejos.

YERMA.-  Calla, no digas esas cosas.

MUCHACHA 2.ª.-  También tú me dirás loca, ¡la loca, la loca!  (Ríe.)  Yo te puedo decir lo único que he aprendido en la vida: toda la gente está metida dentro de sus casas haciendo lo que no les gusta. Cuánto mejor se está en medio de la calle. Ya voy al arroyo, ya subo a tocar las campanas, ya me tomo un refresco de anís.

YERMA.-  Eres una niña.

MUCHACHA 2.ª.-  Claro, pero no estoy loca.  (Ríe.) 

YERMA.-  ¿Tu madre vive en la puerta más alta del pueblo?

MUCHACHA 2.ª.-  Sí.

YERMA.-  ¿En la última casa?

MUCHACHA 2.ª.-  Sí.

YERMA.-  ¿Cómo se llama?

MUCHACHA 2.ª.-  Dolores. ¿Por qué preguntas?

YERMA.-  Por nada.

MUCHACHA 2.ª.-  Por algo preguntarás.

YERMA.-  No sé..., es un decir...

MUCHACHA 2.ª.-  Allá tú... Mira, me voy a dar la comida a mi marido. (Ríe.)  Es lo que hay que ver. Qué lástima no poder decir mi novio, ¿verdad?  (Ríe.) ¡Ya se va la loca! (Se va riendo alegremente.)  ¡Adiós!

VOZ DE VÍCTOR

 (Cantando.) 

¿Por qué duermes solo, pastor?
¿Por qué duermes solo, pastor?
En mi colcha de lana
dormirías mejor.
¿Por qué duermes solo, pastor?

YERMA

 (Escuchando.) 

¿Por qué duermes solo, pastor?
En mi colcha de lana
dormirías mejor.
Tu colcha de oscura piedra,
      pastor
y tu camisa de escarcha,
      pastor,
juncos grises del invierno
en la noche de tu cama.
Los robles ponen agujas,
       pastor,
debajo de tu almohada,
      pastor,
y si oyes voz de mujer
es la rota voz del agua.
      Pastor, pastor.
¿Qué quiere el monte de ti?,
       pastor.
Monte de hierbas amargas,
¿qué niño te está matando?
¡La espina de la retama!

 

(Va a salir y se tropieza con VÍCTOR, que entra.)

 

VÍCTOR.-    (Alegre.) ¿Dónde va lo hermoso?

YERMA.-  ¿Cantabas tú?

VÍCTOR.-  Yo.

YERMA.-  ¡Qué bien! Nunca te había sentido.

VÍCTOR.-  ¿No?

YERMA.-  Y qué voz tan pujante. Parece un chorro de agua que te llena toda la boca.

VÍCTOR.-  Soy alegre.

YERMA.-  Es verdad.

VÍCTOR.-  Como tú triste.

YERMA.-  No soy triste; es que tengo motivos para estarlo.

VÍCTOR.-  Y tu marido más triste que tú.

YERMA.-  Él, sí. Tiene un carácter seco.

VÍCTOR.-  Siempre fue igual.  

(Pausa. YERMA está sentada.)

  ¿Viniste a traer la comida?

YERMA.-  Sí.  (Lo mira. Pausa.) ¿Qué tienes aquí?  (Señala la cara.) 

VÍCTOR.-  ¿Dónde?

YERMA.-    (Se levanta y se acerca a VÍCTOR.) Aquí... en la mejilla; como una quemadura.

VÍCTOR.-  No es nada.

YERMA.-  Me había parecido.

 

(Pausa.)

 

VÍCTOR.-  Debe ser el sol...

YERMA.-  Quizá...

 

(Pausa. El silencio se acentúa y sin el menor gesto comienza una lucha entre los dos personajes.)

 

YERMA.-   (Temblando.) ¿Oyes?

VÍCTOR.-  ¿Qué?

YERMA.-  ¿No sientes llorar?

VÍCTOR.-    (Escuchando.) No.

YERMA.-  Me había parecido que lloraba un niño.

VÍCTOR.-  ¿Sí?

YERMA.-  Muy cerca. Y lloraba como ahogado.

VÍCTOR.-  Por aquí hay siempre muchos niños que vienen a robar fruta.

YERMA.-  No. Es la voz de un niño pequeño.

 

(Pausa.)

 

VÍCTOR.-  No oigo nada.

YERMA.-  Serán ilusiones mías.

 

(Lo mira fijamente, y VÍCTOR la mira también y desvía la mirada lentamente, como con miedo.)

 
 

(Sale JUAN.)

 

JUAN.-  ¡Qué haces todavía aquí!

YERMA.-  Hablaba.

VÍCTOR.-  Salud.  (Sale.) 

JUAN.-  Debías estar en casa.

YERMA.-  Me entretuve.

JUAN.-  No comprendo en qué te has entretenido.

YERMA.-  Oí cantar los pájaros.

JUAN.-  Está bien. Así darás que hablar a las gentes.

YERMA.-    (Fuerte.) Juan, ¿qué piensas?

JUAN.-  No lo digo por ti, lo digo por las gentes.

YERMA.-  ¡Puñalada que le den a las gentes!

JUAN.-  No maldigas. Está feo en una mujer.

YERMA.-  Ojalá fuera yo una mujer.

JUAN.-  Vamos a dejarnos de conversación. Vete a la casa.

 

(Pausa.)

 

YERMA.-  Está bien. ¿Te espero?

JUAN.-  No. Estaré toda la noche regando. Viene poca agua, es mía hasta la salida del sol y tengo que defenderla de los ladrones. Te acuestas y te duermes.

YERMA.-   (Dramática.)  ¡Me dormiré!  (Sale.) 

 

(Telón.)

 



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