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Ángel González

Ángel siempre en eterna imaginaria*

Por Emilio Alarcos Llorach

Llegó de noche, sobrio, lento el paso, firmes los ojos en lejanas cercanías, sosegada la voz en ritmo susurrante; tomó el vaso, sentóse y, discreto y al pairo, quedó en el centro vivísimo y callado de la vida. A ver qué pasa. Y a aceptar sumiso lo que queda: segundos lúcidos, minutos hondos y espesos de dolor o de alegría. Vigilante perpetuo de la noche constante y escondida. Atento e imperturbable partícipe de todo: lo que existe.

Así apareció, no sé cuándo, Ángel González. ¿Hace veinte años o ahora? (Veinte años no es nada). Y han pasado los años, han volado los días: los casos y las cosas se suceden -hórridos o jubilosos, hirientes o benévolos-, y Ángel, inasequible al cansancio, reaparece en la noche. Implacable y parejo, observa, conviviendo, oculto en su presencia marginal. ¿Está? ¿No está? Coexiste inevitable, leve, tenaz: amigo, miembro del alma que, como el brazo, sólo da fe de su necesaria existencia en la irremisible añoranza después de la ablación.

Ángel caído del misterio. Ángel puesto de pie sobre la tierra. Solo y solidario, mira, vive, convive. Ve la vida, vela la vida sucesiva, revela sus minúsculas y profundas delicias, desvela resignado sus punzantes esquirlas. Y sigue quieto, erguido, o vacilando tenuemente, entre el sueño brumoso y la vigilia aguda y pertinaz. ¿No pasa nada? Nada pasa; todo queda compacto, poso denso pegado al esqueleto. ¿No hay llanto? No; hay vida, más vida, siempre más vida, mientras el ojo avizor vea luz, vea sombra. Lo demás son cuentos.

Descendió un buen día en el áspero mundo. Puso atención delicada y morosa en apartar las espinas. Restañó las heridas inevitables. Encontró, entre brozas, escombros y cenizas, con convencimiento y gradualmente, la vena jugosa de la dicha: «espejo de cristal luciente y claro». Dicha pequeña, pero diaria y duradera; renovable, en tanto la sostenga la bondad persistente. Nadie da más. Pero podría dar menos.

Y ahora vuelve Ángel. Lento también. También propicio a la amistad. También sucintamente dejando caer, en penumbroso musitar al desgaire, palabra sobre palabra. También mostrando procedimientos eficaces y breves «para parar las aguas del olvido», para atrapar las mínimas y escurridizas truchas del presente en el río continuo y terco hacia la nada.

Nace otra vez la noche, ancha y siempre joven. Ángel despierta, cierne su mirada, otea perspicaz, blande la copa y el verso bondadoso, vierte largo y maestoso el líquido amarillo de la amistad y, olvidando el ocaso imprescindible, escruta la vida en sus enigmáticos redaños y, «finalmente», murmura su oración y nos advierte:

Al final de la vida,
no sin melancolía,
comprobamos
que, al margen ya de todo,
vale la pena.

Nada de lo restante prevalece.

Oviedo, 26 de marzo de 1985

*Texto extraído del libro Guía para un encuentro con Ángel González, Oviedo, Luna de Abajo, 1997. Artículo cedido por la editorial Tribuna Ciudadana.

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