Cuando, en 1956, apareció el primer libro de Ángel González, la poesía española ejercía mayoritariamente una función de ariete contra el estado de cosas; algunos años más tarde, esa misma poesía parecía abismada en la contemplación de sí misma. Durante ese tiempo, y así hasta el final de su escritura, el poeta mantuvo la tensión entre el empeño civil y la exigencia estética, entre la luz de la conciencia y el latido del corazón, dando cuenta del yo sin volverle la espalda al mundo.
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«Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.»Ángel González