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Elvira Silva Gómez (1892)1

Helena Miralla Zuleta

Remedios Mataix (ed. lit.)



Señor don José Asunción Silva.


En los grandes dolores
se efectúan los afectos.

Mi amigo, mi querido José: hace un año -fecha que no olvidaremos- te envié la pluma con que escribí mi recuerdo a nuestra Elvira. Hoy te envío lo que dictó mi corazón; guarda todo como una memoria de quien adoró a tu hermana, y de corazón es amiga tuya.


Helena Miralla Zuleta, Tucumán, 11 de enero de 1892.                







Elvira Silva Gómez

Todas las cosas tienen su tiempo, y todo lo que hay debajo
del cielo pasa en el término que se le ha prescrito.


(Eclesiastés, 1, 1)                



Cuando más esperanzas prometía,
lo sorprendió la muerte en su camino.
Bajó la noche en la mitad del día.


(José María Salazar, «En la muerte de Miralla»)                


Era una de esas auroras en que el alma se eleva a Dios, cuando por primera vez en esta zona apareció por Oriente el rey cometa. ¡Muy infeliz sería quien no lo adoró! Se dijo entonces que alguien que amaba la astronomía se levantó antes de la salida del sol para ver tal maravilla, y le hizo daño y se murió. Yo quiero creer que a nadie le hace daño contemplar un astro, menos si el que lo contempla tiene telescopio en su mano. Pero si así sucedió, «morir es resucitar».

Ha luengos años, todos vimos en un día resplandeciente de luz (era el 4 de diciembre) un lucero que no ofuscaba el sol. Todos se detenían alzando los ojos para admirar el prodigio. ¡Magdalena Rivas Tejada estaba aquella mañana en el cielo!

Ahora, el día de navidad, no teniendo el cielo sino una que otra nube plateada al empezar a amanecer; cuando los cerros tienen color de rosa y ópalo, estando el aire puro y el cielo con esa gaza azul transparente de las mañanas de verano, se ostentaba, también por Oriente, la estrella redentora de Belén. ¡Qué brillo, qué consoladora visión, que hermosura! ¿A quién se llevará?, me dije con el alma fija en el espacio. ¿Quién se irá con ella? Vino por su compañera y se la llevó... ¡Elvira Silva Gómez no existe! Contemplemos este nuevo astro en la patria celestial.

Tanta hermosura de cuerpo y alma no eran para la tierra; vino del cielo y al cielo volvió.

¿Quién le dice palabras de condolencia a quién? Todos los corazones lloran lágrimas que se ven en los ojos.

Al través de aquella mirada ya tierna, ya penetrante, se adoraba la obra del creador. El que formó aquel espíritu para la contemplación, el día que más deslumbró a los hombres, le dijo: ven, ningún mortal he creado todavía digno de ti. Ven, ven que aquí no hay dolor, decepciones, ni lágrimas. Tu padre te espera. Elvira abrió los ojos y escuchó; aquel corazón lleno de vida y de nobles latidos dejó de palpitar, se extinguió su organización nerviosa y susceptible. Un vértigo le agotó las fuerzas, con un estremecimiento se dobló aquel cuerpo escultural.

Aquella alma que comprendía todo lo delicado y poético alzó el vuelo y nos dejó... ¿Dejó? ¡Oh, no! «Los que mueren se alejan pero no se ausentan».

Hoy, viéndola en su blanco féretro cubierta de blancas gasas transparentes, y de blancas flores y cintas, en una de éstas su nombre, me parecía que respiraba, y que la esencia de su alma se confundía con el aroma de sus hermanas las flores y el incienso del altar.

Hubo un momento en que me pareció que a los sublimes acordes de la orquesta se unían voces de ángeles. ¡Elvira!, tal vez era la tuya que entonaba el Hossana.

Que la fe mitigue el acervo dolor de tu madre, la desolación de tu amante hermano José, la tristeza de tu hermanita Julia, el desaliento de tus amigos, la consternación de los médicos, el estupor de toda la sociedad... Si tu padre estuviera vivo, habría perdido la razón.

¡Oh, no, no!; el roble que derriba el leñador no estremece la montaña, como se han estremecido los corazones al oír de boca en boca, como por alambres eléctricos ¡Elvira Silva murió!...

Eras linda entre las lindas, buena entre las buenas, tan dulce, tan dulce, que las mujeres confesaban tu virtud y belleza inverosímil. Eras tan humilde. Imposible olvidarte. Tu carácter, el carácter que es todo, era nobilísimo. Tenías exquisita delicadeza hasta para con los niños.

Convidé a mi sobrinita, tu tocaya, para que me acompañara a tus exequias; ella me contestó: «A todos los entierros iré, menos al de Elvira Silva», y se quedó. Qué terrible combinación, le dije, de cinco letras: murió... La niña me replicó: «qué linda combinación: nació también tiene cinco letras». Rara coincidencia que yo no había notado. ¿Será que el nacer y el morir tienen lazos invisibles?

Yo no habría podido leer el anuncio de tu muerte. Muy bien hicieron de no poner avisos. Tampoco hubo invitaciones, ¿para qué? Tú convidabas, inerte, rígida, marmórea, yerta... Y la sociedad entera se dio cita para ir, a las nueve, a asistir al augusto sacrificio de la misa, y a las once, a decirte adiós. No se puede preguntar ¿quién fue? sino ¿quién no fue? No habría tenido valor de verte sin vida. Me dicen que la muerte respetó tu hermosura, no se enseñoreó de ti, y estabas «solemnemente bella».

Ayer, estando yo de visita, en Chapinero, donde una amiga, era medio día, el calor estaba sofocante y, como agobiadas por algo indefinible, las personas que estábamos reunidas guardábamos silencio. De repente oí una voz suave que me llamó, quedo, muy quedo; pregunté: ¿oyeron?, ¿quién de ustedes me llamó? Poniéndose pálida, mi amiga me contestó: «nadie la ha llamado, es raro». Ninguna de las otras personas había oído el menor ruido. Solo yo oí pronunciar mi nombre, pero lo oí: en esa hora expiraste... Fue, tengo seguridad, que tu espíritu luminoso (tenías doble vista, preveías) quiso despedirse de mí y de los sitios en que pasaste días de tu infancia, de tu juventud, de tu orfandad...

¡Tampoco asistí a la segunda muerte! La sacada de la casa... ¡qué pavor! ¡qué lobreguez a pesar de tener los ojos abiertos! Se tirita aun cuando nos abrasen los rayos del sol. Qué vacío, aun cuando nos cerquen visiones celestiales. ¡Ah!, en aquel momento, cuasi satánico, «irrita y exaspera esa necia vanidad de los consuelos». Se retuercen los nervios, la lengua se pega al paladar, las fuerzas nos abandonan, la voz se ahoga en la garganta, los cabellos se erizan y se mecen, el corazón se rompe, se seca la fuente de las lágrimas, el cerebro estalla, y la locura se apoderaría de nosotros si no se pudiera decir a grandes voces: ¡Dios mío! ¡Dios mío! Y providencialmente todos podemos, gracias al Omnipotente.

Para que no se desgarren más las fibras del corazón, ya no clavan la tapa del ataúd, esa primera lápida. Eso era horroroso, con cada golpe de martillo se iba un girón del alma, ahora ésta guarda «las llavecitas» del tesoro que se le confía a la tierra... Que la que te cubra no se atreva a cambiar tu suprema perfección.

Cuando entré a San Carlos, el templo estaba colmado de uno y otro sexo. Los blandones no despedían ese olor lúgubre que se esparce junto de un ataúd. Empezaba ese canto inimitable que tiene la Iglesia para los que se fueron y del que ha dicho Chateaubriand «Sube al cielo y vuelve a la tierra». Me acerqué a colocarte sobre tu corazón lo que el mío me dictó: era un ramo de ciprés, azucenas y violetas, emblema de lo que eras, de mi afecto y mi dolor. En el lazo de blanca cinta que lo ataba, estaba mi tarjeta, tenía perfiles negros, dos manos estrechándose entre nubes, la de tu padre y la tuya, una pira, una cruz y dos coronas. Junto de mi nombre, la última palabra que repite hasta el eco, en el último instante en que los despojos mortales se despiden del templo, deteniéndose al salir: «Descansa en paz».

Lino de Pombo me refirió después que José te había dejado mi ofrenda en tu ataúd. Cuánto se lo agradezco. No te quedaste sola. Mi recuerdo te acompañará siempre. Ahora amaré más las azucenas. Me arrodillé cerca de tu féretro; sentí vértigo, debí llorar mucho, porque cuando abrí los ojos para volverte a mirar, mis lágrimas corrían hasta el suelo. De repente vi a tu hermano, volví la cabeza para otro lado, no quería ver a José.

Viendo aquel conjunto entre tocante y divino, me puse a contemplarte y a meditar: en el pavimento, en las columnitas cubiertas de negro crespón, en los candeleros que sostenían los cirios, en todas partes había flores y con ellas emblemas, cruces, anclas, búcaros, medias lunas, palmas. De lejos, de Chapinero, una mano amiga, la interesante Ana Tanco de Carrizosa, te envió una preciosa estrella de alhelíes blancos, cubierta de tul blanco. Tu cabeza reposaba en el ancla, y una cruz; tus pies descansaban sobre guirnaldas. Parecías entre nubes, pero nubes color de arco-iris. Entonces mi alma, para que la tuya la oyera, te dijo:

Tu cámara de joven desposada no habría estado con el resplandor de pureza que tiene tu lecho mortuorio.

Esta noche, cuando tus perfectas sienes busquen apoyo, no oirás decir con frenética voz «Al fin solos». Pero sí verás una sombra diáfana, la de tu ángel custodio, no muy lejos, ni muy cerca de ti, que te dirá con acento respetuoso: «Como tu senda fue recta y no te separaste de mi lado, aquí estoy en mi puesto. Mis alas te cubrieron y te cubren». Así estás bien.

No te rodean valiosas joyas (como habría sucedido el día de tus nupcias). La joya más preciosa eres tú. En tu redor todo es blanco, aéreo, perfumado: las innumerables ofrendas enviadas, ora por la amistad y el cariño, ora por el respeto y la admiración, de seguro por el amor. ¡Imposible que no tuvieras Efraín! Se ven ofrendas de corazones palpitantes. Empero ¿qué mortal habría podido merecer quitar la veste de tus mórbidos hombros? ¿Qué monarca arrebatarte la corona de azahares de tu casta frente y tu regia cabeza? Así estás bien.

Lágrimas de desencanto no quemaron tus mejillas, el insomnio no cansó tus párpados, tu corazón no precipitó sus latidos sintiendo ingratitudes, tu alma no se postró en una noche de tinieblas... Nadie te profanó... Así estás bien.

Los ángeles te acarician.

Una persona piadosa de veras me refería una leyenda consoladora. «Habiendo muerto una persona tan amada como sentida, las oraciones del Eterno la volvieron a la vida, pero ella, viendo aquí abajo todo muy triste y oscuro, extrañó la luz del cielo, y de los brazos de su madre levantó el vuelo para volver a donde se respira amor».

Donde exhalaste tu último aliento, vi yo la luz: en ese mismo lugar donde expiraste, nací yo. Tu última lágrima se unió con la primera mía y así juntas elevaron una plegaria. Mi espíritu se recogerá para pensar en ese indescriptible momento. ¡No me olvides!

Yo no podré olvidar la noche en que te oí tocar, y te vi sentarte al piano; al hacerlo desplegaste toda tu gentileza. Me hiciste recordar a mi inolvidable prima, Gabriela Madrid Domínguez. Cuando tu modelada mano recorrió el teclado, él me reveló tu alma entera. ¿Por qué no cantabas? Tu voz era musical, tal vez ése sería tu secreto. Tu vestido era negro; éste, como tu peinado, eran tan sencillos como bien llevados. Tu padre te oía y te contemplaba extasiado. Era la víspera de su viaje a Europa. Tu melancolía resaltaba sobre el esfuerzo que hacías para mostrarte amable y complaciente. ¡Estabas tan interesante!

Tu padre volvió de ese viaje; del que tú acabas de hacer no volverás...

Que los poetas pulsen sus liras para ensalzarte, las poetisas para arrullarte; los pintores tomen su paleta, sus pinceles y sus más suaves colores para, si pueden, reproducir tu imagen; los escultores tomen el buril para darle vida al alabastro, a la piedra, al mármol, al bronce, para hablarnos de ti. Que todos los literatos dejen correr su pluma con elocuencia, encomiando lo que valías. Que los músicos ensayen sus mejores notas y sus melodías lloren y nos hagan llorar. Que todos los artistas inmortalicen tu memoria. ¡Lo mereces tanto!

El Ticiano, si te hubiera visto, habría exclamado: nada he creado. Apeles, Miguel Ángel y el divino Rafael se habrían postrado de hinojos ante ti para contemplar semejante modelo. Si te hubieras aparecido a los egipcios, ellos en tropel se habrían agolpado para gritar ¡Cleopatra!

El Evangelio nos consuela diciendo: «Aquel que muere en temprana edad es amado del Señor». Tú estabas en la plenitud de la vida.

He aquí lo que me han dicho algunas de las personas con quienes he departido sobre mi honda pesadumbre: Carlos Tanco Cordovés, hablando de esta muerte que a todos nos tiene heridos como de rayo, me decía: «Si a Elvira la hubieran puesto detrás de una cortina, sin verla, con solo oírla, ¡qué encanto! Su voz era una melodía. Levantar la cortina después para mirarla, ¡qué sorpresa con tal perfección!, y luego adivinar sus dotes morales con que la adornó Dios, ¡qué maravilla! Yo no me resigno con su muerte». Un jovencito, conductor del tranvía, me dijo: «¡Ay! El cajón de la señorita Elvira era una sola flor». Mercedes Lozano, en el tono más dulce de su voz, me decía: «No se puede concebir que semejante criatura se muriera». Dolores Cásares de Echeverría dijo: «El padre de Elvira ni en la gloria pudo gozar sin ella y la llamó; ella obedeció su voz y partió». Ana Putnam me decía: «Hoy pasé por Chantilly, la quinta de su familia en Chapinero, y sentí que el corazón se me partía, el alma se me arrancaba pensando en Elvira. No volverla a ver nunca aquí, ¡qué horror!». María Jesús Arias me dijo: «Si viene algún extranjero, ¿a quién le mostraremos? ¡Ya a nadie!». Rosa Ponce de Portocarrero decía: «La muerte completó el idealismo de Elvira. ¡Qué hermosa muerte! ¡Qué envidiada y envidiable! ¡Ya nadie la hará llorar!». Carmen Ponce de Tanco me contestó al preguntarle yo ¿qué te parece la muerte de Elvira?: «¡Bellísima, dichosísima, divina! ¿Qué más querías para ella? Vivió y murió como el cometa que nos enloqueció. Su corta vida fue alumbrando y su muerte deja resplandores que no se apagarán. Esa criatura a nadie le deja un recuerdo de amargura». Juana Pombo Rebolledo dijo: «Hoy sí podemos decir lo que en igualdad de circunstancias dijo Mario Valenzuela: ¡Triunfaste!». María Pérez Triana dijo: «Era una visión; no podías encontrarla sin detenerte a mirarla, hasta que se perdía de vista». Eufemia Cabrera de Roa: «Elvira era un poema eterno». Dorila Antonmarchi de Rojas me dijo: «Qué más querías para ella: empezó su jornada y la terminó sin haber dejado ni llevado hiel». Leonor Tanco de Putnam: «Es una pesadilla la muerte de Elvira». Teresa Ponce de Tanco: «En la tumba de semejante belleza no deben marchitarse las flores. Me provoca mandárselas constantemente». Rafael González: «Era una virgen colmada con todas las perfecciones humanas». Rafael Jiménez Triana: «Qué encarnación de la belleza helénica». Y otros han callado, pero con ese silencio que dice más.

Te acompañé hasta el Parque de Santander, me faltaban las fuerzas para seguir. En ese lugar, ¡qué de veces estuviste admirable y admirada! Donde te presentabas eras la reina; hasta tu andar era majestuoso. ¿Qué sentirían los árboles, las flores, el césped donde posaste tu planta, el céfiro, cuando pasaste por ahí entre un concierto de sollozos y llevada en hombros? Así te condujeron hasta la última morada. Pero al ir a colocarte en la bóveda, me cuentan, todos se retiraron como por instinto; nadie te quería dejar allí... El día estaba espléndido, las blancas nubes corrían a tu paso.

En el camposanto también se abrirían las flores para recibirte y el perfume que llevabas se quedaría en sus corolas: así cerrarían sus pétalos, su cáliz guardará tu aroma.

El carro mortuorio iba por ceremonia: lo conducían dos caballitos, color entre blanco opaco y pajizo, adornados con ricas gualdrapas negras. Esos nobles animales acortaban el paso como comprendiendo y temiendo llegar al lugar en donde te dejaban. ¡Es tan triste el silencio del sepulcro! Allá todos iremos. La vida es un soplo: ojalá que para todos acabe como el tuyo, con un suspiro que el eco conservará.

También por entre los cristales y níveas cortinas que adornan el carro fúnebre se veían ofrendas. De cerca le seguía otro carruaje abierto, colmado de ellas, embalsamando el ambiente.

Ningún entierro de los grandes de la tierra ha sido tan suntuoso. Ningún indicio de vanidad ni de obediencia ponía sello a la pesadumbre. Era que todos los corazones rendían pleito y homenaje a la mujer arrebatadora: «La belleza siempre es soberanía».

Yo me quedé en San Francisco, tenía necesidad de reposar y estar sola orando; así lo hice largo rato. ¿Después? Después me vine oyendo un himno de lamentos que repercutían sin tregua. Nadie hablaba sino de tus gracias y de tu partida... Para escribirte he vaciado mi propio corazón en el tintero. Esta página va regada con mi llanto. No te escribo con pluma de oro, pero sí de cristal; la dejo y salgo un instante a respirar y a mirar la noche. ¡Qué hermosa está! El cielo azul, como lo cantó Lord Byron en Grecia. Los astros que engalanan el firmamento deslumbran; la luna se ostenta resplandeciente y tranquila, suave, media luna, como la aman los orientales. Así era tu belleza, oriental. Te parecías a Delina, la de Caro. Aquel genio, al verte llegar al lugar donde habitan los poetas, se habrá inclinado a tu paso, evocando una sombra, sus recuerdos, su inmortal amor.

Aunque nada de tanta perfección hubieras tenido, yo te habría amado: llevabas el nombre de mi madre, y eras hija de Ricardo Silva, aquel amigo inolvidable.

No sé cuántas noches, contemplando las estrellas, evocaré tu sombra, pero sí sé que visitaré tu tumba; no te llevaré camelias, sino jazmín del monte: tiene tanta fragancia y tarda en marchitarse. Te diré tantas, tantas cosas...


Alma de amor,
que a nadie odiar supiste,
brisa del mar,
emanación de Dios.



Mis acentos te los llevará hasta las alturas el oleaje de las hojas en los árboles y el aire que produce en ellas ese ruido misterioso.

Por la noche, Tucumán, 11 de enero de 1891.





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