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El discreto

Baltasar Gracián


[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada de El discreto de Baltasar Gracián, Huesca, Juan Nogués, 1646, basándonos en la edición de Manuel Arroyo Stephens (Gracián, Baltasar, Obras completas, Madrid, Turner, 1993, vol. II), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Arroyo Stephens. Anotamos la lectura del original cuando la modernización ortográfica incide en cuestiones métricas o rítmicas.]


Al príncipe Baltasar Carlos

Señor:

Este feliz asunto, que la amistad pudo hacerle mío, dedicándole yo V. A. le consagro a la eternidad. Pequeño es el don, pero confiado, que si al gran Jerjes le cayó en gusto la vulgar agua brindada, con más realce será lisonja a V. A. el singular sudor de un estudioso, ofrecido en este culto trabajo. Émulo es de El Héroe, más que hermano, en el intento y en la dicha, que si aquél se admiró en la mayor esfera del selecto Museo Real, éste aspira al sumo grado del juicioso agrado de V. A. Examínese de águila esta pluma a los rayos de un Sol, que amanece tan brillante a eclipsar lunas y marchitar flores. Señor, pues Vuestra Alteza es el verdadero Discreto, dígnese dar a un imaginado el ser, la vida, la fama de tan augusto patrocinio.

Don Vincencio Juan de Lastanosa




Aprobación

Del doctor don Manuel de Salinas y Lizana, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca


Por comisión del ilustre señor Jerónimo Arasques, doctor en Derechos, canónigo de esta Santa Iglesia de Huesca, oficial y vicario general del ilustrísimo y reverendísimo señor don Esteban Esmir, obispo de Huesca, del Consejo de su Majestad, vi El Discreto, que publica don Vincencio Juan de Lastanosa. Costome su lectura admiración y cuidado, que ha menester tenerle el más perspicaz ingenio, para no ocupar el tiempo sin lograrle, que hay distancia de lo que percibe el oído a lo que penetra el entendimiento. Sólo el título promete mucho, pero desempeña más, que en genios de remonte de águila está asegurado el acierto en la dificultad del asunto. Todos los que ha logrado este autor (otros emprenden, él logra) son singulares; no lo atribuyo a afectación, sino a fuerza del natural, que el entendimiento siempre busca proporcionado el objeto, por diferenciarle de la voluntad, que es ciega. Dio las primeras luces de su idea a la enseñanza de un príncipe, en El Héroe y Político, que es muy propio de sol dorar con sus primeros rayos las cumbres. Por ser tan eminente el modo de su enseñanza, dio Arte al Ingenio, que mal se caminara por senda tan desconocida y nueva sin arte. Forma ahora de política general un Discreto, si le halla entendido, que ésta es prenda del natural y aquélla del arte y la experiencia. Enseña a un hombre a ser perfecto en todo; por eso no enseña a todos. Autoriza cuerdamente su doctrina con ejemplos de insignes varones de todos siglos, que siempre han menester la virtud y magnanimidad, en nuestra flaqueza, el estímulo. El estilo es lacónico, y tan divinizado, que a fuer de lo más sacro, tiene hasta en la puntuación misterios. Mídese con la grandeza de la materia. Todo conseguirá la aprobación de los entendidos, que no acredita el aplauso de todos, cuando son tan pocos los doctos. Obra es, no para ocupar las horas, sino para lograrlas, que ofrece poco a la lectura, pero mucho al discurso. No contiene cosa contra la Fe, antes la aviva, porque excita el entendimiento; ni contra las costumbres, pues no trata sino de enseñar a mejorarlas. Y así puede darse licencia para que se imprima. Éste es mi parecer, en Huesca, a 30 de enero de 1646.

Manuel de Salinas y Lizana

Vista la Aprobación del señor canónigo Salinas, damos licencia que se imprima el Varón Discreto.

El Dr. Jerónimo Arasques, Oficial y Vicario general




Aprobación

Del doctor Juan Francisco Andrés


El Discreto, de Lorenzo Gracián, que publica don Vincencio Juan de Lastanosa, se me comete de orden del ilustre señor don Miguel Marta, doctor en ambos derechos, del Consejo de su Majestad y Regente de la Real Cancillería del reino de Aragón, para que diga mi sentir y le asegure de los encuentros de las preeminencias reales y bien de la república, en cuyos escollos está muy lejos de peligrar la Discreción. El asunto que describe es tan provechoso cuanto experimentarán los que atentamente le meditaren, que no basta leerle para comprenderle. La cultura de su estilo y la sutileza de sus conceptos se unen con engarce tan relevante, que necesita la atención de sus cuidadosos reparos para aprovecharse de su doctrina. Ostentó sus airosos rasgos en el Arte de Ingenio y Agudeza, y en otras fatigas de igual artificio, pero ¿quién admirará la singularidad de su idea, pues tiene por cuna a Bílbilis (hoy Calatayud), patria augusta de Marcial, que también se hereda el ingenio como la naturaleza? Las constelaciones influyen con más benevolencia en unos climas que en otros; de aquí nace la abundancia en unos y la necesidad en otros de varones sabios, aunque esta falta se ocasiona muchas veces de la violencia de los genios, señalando los padres a sus hijos las artes y ciencias que eligió un antojo, sin averiguar sus geniales inclinaciones; de esta causa se originan las desdichas o los aciertos de las repúblicas, porque faltando en ellas la sabiduría y madurez fácilmente vacilan, porque éstas son los ejes políticos donde se asegura la estabilidad. Pudiera la ignorancia desengañarse en sus desaciertos, pero depusiera su malignidad si llegara a conocerlos, y así vanamente desvanecida en su tema, procura adelantarlo y aun persuadirlo, pues desprecia las observaciones de aquellos que examinan la propensión del ánimo. En muchas provincias se practican los dictámenes del acierto y se lucen también, que las artes liberales, encontradas con los sujetos que las profesan, no resplandecen con eminencia, sino con mediocridad.

Estos errores podrá enmendar quien observare las reglas del Varón Discreto, porque sin la discreción será lo mismo que un diamante rudo, pues aunque tiene valor intrínseco, no le descubre hasta que el buril lo proporciona, debiendo más luces al artífice que a su oculto resplandor; y así merece darse a la estampa.

Huesca, 5 de febrero, 1646.

El Dr. Juan Francisco Andrés

Imprimatur:
MARTA Regens.




A los lectores

Don Vincencio Juan de Lastanosa


El cuarto (que es calidad) de los trabajos de un amigo doy al lucimiento. Muchos faltan hasta doce, que aspiran a tanta emulación. Puedo asegurar que no le desaniman al presente los pasados, aunque el primero fue un Héroe, cuya mayor gloria no es haberse visto impreso tantas veces y en tantas leguas, todas de su fama; no haber sido celebrado de las más cultas naciones; no haberle honrado tanto algunos escritores, que injirieron capítulos enteros en sus eruditas obras, como lo es El Privado Cristiano. Su verdadero aplauso, y aun su vida, fueron estas reales palabras que dijo, habiéndose dignado de leerle el gran Filipo IV de las Españas: «Es muy donoso este brinquiño; asegúroos que contiene cosas grandes». Que fue lo mismo que laurearlo de inmortal. Tampoco le retira la crisis real aquella célebre Política del rey clon Fernando el Católico, que a votos de juiciosos es lo mejor de este autor. No la prodigiosa Arte de Agudeza, por lo raro, erudito e ingenioso, que antes de ella se tenía por imposible hallarle arte al ingenio. Contentole tanto a un genovés, que la tradujo luego en italiano, y aun se la apropió, que no se contentan éstos con traducir el oro y plata de España, sino que quieren chuparla hasta los ingenios. Ninguno, pues, de los que le preceden, juzgaría que le espanta, si los que le siguen, especialmente un Atento y un Galante, que le vienen ya a los alcances y le han de pasar a non plus ultra.

Mas a dos géneros de lectores he oído quejarse de estas obras; a unos de las cosas y a otros del estilo; aquéllos por sobra de estimación, y éstos por deseársela. Objetan los primeros, y aun se lastimaba la Fénix de nuestro siglo para toda una eternidad, la excelentísima señora Condesa de Aranda, en fe de sus seis inmortales plumas, de que materias tan sublimes, dignas de solos Héroes, se vulgarizasen con la estampa y que cualquier plebeyo, por precio de un real, haya de malograr lo que no le tiene. Oponen los segundos que este modo de escribir puntual, en este estilo conciso, echa a perder la lengua castellana, destruyendo su claridad, que ellos llaman pureza. ¡Oh, cómo solemnizara este vulgar cargo, si lo oyera, el crítico Barclayo, y aun lo añadiera a su Satiricón, donde apasionadamente condena a barbaridad la española llaneza en sus escritores!

Intento responder a entrambos de una vez, y satisfacer a los unos con los otros, de suerte que la objeción primera sea solución de la segunda, y la segunda, de la primera. Digo, pues, que no se escribe para todos, y por eso es de modo que la arcanidad del estilo aumente veneración a la sublimidad de la materia, haciendo más veneradas las cosas el misterioso modo del decirlas. Que no echaron a perder Aristóteles ni Séneca las dos lenguas, griega y latina, con su escribir recóndito. Afectáronle, por no vulgarizar entrambas filosofías, la natural aquél y la moral éste, por más que el Momo inútil los apode a entrambos, de jibia al uno y de arena sin cal al otro.

Merezca, lector discreto, o porque lo eres o para que lo seas, tener vez este arte de Entendidos, estos aforismos de prudencia, en tu gusto y tu provecho.




Soneto acróstico al autor

Del doctor don Manuel de Salinas y Lizana, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca




   Benjamín de Minerva, no ya en vano
Al mundo el nombre recatar intentes.
Lauro, el laurel con que el nativo mientes
Te corona y te ostenta más ufano.

    Hombre que, humilde, hazañas de su mano
A la noticia esconde de las gentes,
Solicita con rayos más lucientes
Aplausos del Apolo soberano.

   Repetidos blasones, El Discreto
Goce ya de la fama, que ligera
Rompe el aire tu nombre publicando.

   Atento ya el Varón, varón perfecto,
Corra en la prensa con veloz carrera,
Y váyanse hasta doce continuando,
Así serás tú solo
Norte de ingenios y laurel de Apolo.




Epigrama

Del doctor Juan Francisco Andrés a don Vincencio Juan de Lastanosa




    Cuánto a tu genio toda España deba
Contarán tus medallas conocidas,
Si antes la oscuridad desconocidas,
Juzgó hasta que tu pluma las renueva.

   Nuevos aplausos a los doctos mueva
La edición de las luces escondidas
A tus ansias debiendo esclarecidas
El lucimiento, que su autor reprueba.

   A cuál debamos más no fácilmente
Se podrá discernir; aquél oculta
Su propio nombre artificiosamente.

   Tú, porque del retiro le resulta
Mayor gloria, divulgas diligente
Las sutilezas de su lima culta






ArribaAbajo- I -

Genio e ingenio


Elogio


Estos dos son los ejes del lucimiento discreto; la naturaleza los alterna y el arte los realza. Es el hombre aquel célebre microcosmo, y el alma, su firmamento. Hermanados el genio y el ingenio, en verificación de Atlante y de Alcides, aseguran el brillar, por lo dichoso y lo lucido, a todo el resto de prendas.

El uno sin el otro fue en muchos felicidad a medias, acusando la envidia o el descuido de la suerte.

Plausible fue siempre lo entendido, pero infeliz sin el realce de una agradable genial inclinación; y, al contrario, la misma especiosidad del genio hace más censurable la falta del ingenio.

Juiciosamente, algunos, y no de vulgar voto, negaron poderse hallar la genial felicidad sin la valentía del entender; y lo confirman con la misma denominación de genio, que está indicando originarse del ingenio; pero la experiencia nos desengaña fiel, y nos avisa sabia, con repetidos monstruos en quienes se censuran barajados totalmente.

Son culto ornato del alma, realces cultos, mas lo entendido entre todos corona la perfección. Lo que es el sol en el mayor, es en el mundo menor el ingenio. Y aun por eso fingieron a Apolo dios de la discreción. Toda ventaja en el entender lo es en el ser; y en cualquier exceso de discurso no va menos que el ser más o menos persona.

Por lo capaz se adelantó el hombre a los brutos, y los ángeles al hombre, y aun presume constituir en su primera formalísima infinidad a la misma Divina Esencia. Tanta es la eminente superioridad de lo entendido.

Un sentido que nos falte nos priva de una gran porción de vida y deja como manco el ánimo. ¿Qué será faltar en muchos un grado en el concebir y una ventaja en el discutir, que son diferentes eminencias?

Hay a veces entre un hombre y otro casi otra tanta distancia como entre el hombre y la bestia, si no en la substancia, en la circunstancia; si no en la vitalidad, en el ejercicio de ella.

Bien pudiera de muchos exclamar, crítica, la vulpeja: «¡Oh, testa hermosa, mas no tiene interior! En ti hallo el vacuo que tantos sabios juzgaron imposible». Sagaz anatomía mirar las cosas por dentro; engaña de ordinario la aparente hermosura, dorando la fea necedad; y, si callare, podrá desmentir el más simple de los brutos a la más astuta de ellos, conservando la piel de su apariencia. Que siempre curaron de necios los callados, ni se contenta el silencio con desmentir lo falto, sino que lo equivoca en misterioso.

Pero el galante genio se vio sublimado a deidad en aquel, no solamente cojo, sino ciego tiempo, para exageración de su importancia a precio de su eminencia; los que más moderadamente erraron, lo llamaron inteligencia asistente al menor de los universos. Cristiano ya el filosofar, no le distingue de una tan feliz cuanto superior inclinación.

Sea, pues, el genio singular, pero no anómalo; sazonado, no paradojo; en pocos se admira como se desea, pues ni aun el heroico se halla en todos los príncipes, ni el culto en todos los discretos.

Nace de una sublime naturaleza, favorecida en todo de sus causas; supone la sazón del temperamento para la mayor alteza de su ánimo, débesele la propensión a los bizarros asuntos, la elección de los gloriosos empleos, ni se puede exagerar su buen delecto

No es un genio para todos los empleos, ni todos los puestos para cualquier ingenio, ya por superior, ya por vulgar. Tal vez se ajustará aquél y repugnará éste, y tal vez se unirán entrambos, o en la conformidad o en la desconveniencia.

Engaña muchas veces la pasión, y no pocas la obligación, barajando los empleos a los genios; vistiera prudente toga el que desgraciado arnés; acertado aforismo el de Quilón: «Conocerse y aplicarse».

Comience por sí mismo el Discreto a saber, sabiéndose; alerta a su Minerva, así genial como discursiva, y déle aliento si es ingenua. Siempre fue desdicha el violentar la cordura, y aun urgencia alguna vez, que es un fatal tormento, porque se ha de remar entonces contra las corrientes del gusto, del ingenio y de la estrella.

Hasta en los países se experimenta esta connatural proporción, o esta genial antipatía; más sensiblemente en las ciudades, con fruición en unas, con desazón en otras; que suele ser más contrario el porte al genio que el clima al temperamento. La misma Roma no es para todos genios ni ingenios, ni a todos se dio gozar de la culta Corinto. La que es centro para uno, es para el otro destierro; y aun la gran Madrid, por ser madre del mundo desde el Oriente hasta el Ocaso, en fe del Gran Filipo en su cuarta esfera, algunos la reconocen madrastra. ¡Oh, gran felicidad topar cada uno y distinguir su centro! No anidan bien los grajos entre las musas, ni los varones sabios se hallan entre el cortesano bullicio, ni los cuerdos en el áulico entretenimiento.

En la variedad de las naciones es donde se aprueban y aun se apuran, al contraste de tan varios naturales y costumbres. Es imposible combinar con todas, porque ¿quién podrá tolerar la aborrecible soberbia de ésta, la despreciable liviandad de aquélla, lo embustero de la una, lo bárbaro de la otra, si no es que la conformidad nacional en los mismos achaques haga gusto de lo que fuera violencia?

Gran suerte es topar con hombres de su genio y de su ingenio; arte es saberlos buscar; conservarlos, mayor; fruición es el conversable rato y felicidad la discreta comunicación, especialmente cuando el genio es singular o por excelente o por extravagante; que es infinita su latitud, aun entre los dos términos de su bondad o su malicia, la sublimidad o la vulgaridad, lo cuerdo o lo caprichoso; unos comunes, otros singulares.

Inestimable dicha cuando diere lugar lo precioso de la suerte a lo libre de la elección, que ordinariamente aquélla se adelanta y determina la mansión y aun el empleo, y, lo que más se siente, la misma familiaridad de amigos, sirvientes y aun consortes, sin consultarlo con el genio, que por esto hay tantos quejosos de ella, penando en prisión forzosa y arrastrando toda la vida ajenos yerros.

Cuál sea preferible en caso de carencia o cuál sea ventajoso en el de exceso, el buen genio o el ingenio, hace sospechoso el juicio. Puede mejorarlos la industria o rechazarlos el arte. Primera felicidad, participarlos en su naturaleza heroicos, que fue sortear alma buena. Malograron esta dicha muchos magnates, errando la vocación de su genio y de su ingenio.

Compítense de extremos uno y otro para ostentar a todo el mundo, y aun a todo el tiempo, un coronado prodigio en el príncipe, nuestro señor, el primero Baltasar y el segundo Carlos, porque no tuviese otro segundo que a sí mismo y él solo se fuese primero. ¡Oh, gloriosas esperanzas que en tan florida primavera nos ofrecen católico Julio de valor y aun Augusto de felicidad!




ArribaAbajo- II -

Del señorío en el decir y en el hacer


Discurso académico


Es la humana naturaleza aquella que fingió Hesíodo, Pandora. No la dio Palas la sabiduría, ni Venus la hermosura; tampoco Mercurio la elocuencia, y menos Marte el valor, pero sí el arte, con la cuidadosa industria, cada día la van adelantando con una y otra perfección. No la coronó Júpiter con aquel majestuoso señorío en el hacer y en el decir, que admiramos en algunos; dióselo la autoridad conseguida con el crédito, y el magisterio alcanzado con el ejercicio.

Andan los más de los hombres por extremos. Unos, tan desconfiados de sí mismos, o por naturaleza propia o por malicia ajena, que les parece que en nada han de acertar, agraviando su dicha y su caudal, siquiera en no probarlo; en todo hallan qué temer, descubriendo antes los topes que las conveniencias, y ríndense tanto a esta demasía de poquedad, que, no atreviéndose a obrar por sí, hacen procura a otros de sus acciones y aun quereres. Y son como los que no se osan arrojar al agua sino sostenidos de aquellos instrumentos que comúnmente tienen de viento lo que les falta de sustancia.

Al contrario, otros tienen una plena satisfacción de sí mismos; vienen tan pagados de todas sus acciones, que jamás dudaron, cuanto menos condenaron alguna. Muy casados con sus dictámenes, y más cuanto más erróneos; enamorados de sus discursos, como hijos más amados cuanto más feos; y como no saben de recelo, tampoco de descontento. Todo les sale bien, a su entender; con esto viven contentísimos de sí, y mucho tiempo, porque llegaron a una simplicísima felicidad.

Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura, y consiste en una audacia discreta, muy asistida de la dicha.

No hablo aquí de aquella natural superioridad que señalamos por singular realce al Héroe, sino de una cuerda intrepidez, contraria al deslucido encogimiento, fundada, o en la comprensión de las materias, o en la autoridad de los años; o en la calificación de las dignidades, que en fe de cualquiera de ellas puede uno hacer y decir con señorío.

Hasta las riquezas dan autoridad. Dora las más veces el oro las necias razones de sus dueños, comunica la plata su argentado sonido a las palabras, de modo que son aplaudidas las necedades de un rico, cuando las sentencias de un pobre no son escuchadas.

Pero la más ventajosa superioridad es la que se apoya en la adecuada noticia de las cosas, del continuo manejo de los empleos. Hácese uno primero señor de las materias, y después entra y sale con despejo, puede hablar con magistral potestad y decir como superior a los que atienden, que es fácil señorearse de los ánimos después de los puntos primeros.

No basta la mayor especulación para dar este señorío; requiérese el continuado ejercicio en los empleos; que de la continuidad de los actos se engendra el hábito señoril.

Comienza por la naturaleza y acaba de perfeccionarse con el arte. Todos los que lo consiguen se hallan las cosas hechas; la superioridad misma les da facilidad, que nada les embaraza; de todo salen con lucimiento. Campean al doble sus hechos y sus dichos; cualquiera medianía, socorrida del señorío, pareció eminencia, y todo se logra con ostentación.

Los que no tienen esta superioridad entran con recelo en las ocasiones, que quita mucho del lucimiento, y más si se diere a conocer. Del recelo nace luego el temor, que destierra criminalmente la intrepidez, con que se deslucen y aun se pierden la acción y la razón, ocupa el ánimo, de suerte que le priva de su noble libertad, y sin ella se ataja el discurrir, se hiela el decir y se impide el hacer, sin poder obrar con desahogo, de que depende la perfección.

El señorío en el que dice concilia luego respeto en el que oye, hácese lugar en la atención del más crítico y apodérase de la aceptación de todos. Ministra palabras y aun sentencias al que dice, así como el temor las ahuyenta, que un encogimiento basta a helar el discurso, y aunque sea un raudal de elocuencia, lo embarga la frialdad de un temor.

El que entra con señorío, ya en la conversación, ya en el razonamiento, hácese mucho lugar y gana de antemano el respeto, pero el que llega con temor, él mismo se condena de desconfiado y se confiesa vencido; con su desconfianza da pie al desprecio de los otros, por lo menos a la poca estimación.

Bien es verdad que el varón sabio ha de ir deteniéndose, y más donde no conoce; entra con recato sondando los fondos, especialmente si presiente profundidad, como lo encargaremos en nuestros Avisos al Varón Atento.

Con los príncipes, con los superiores y con toda gente de autoridad, aunque conviene, y es preciso reformar esta señoril audacia, pero no de modo que dé en el otro extremo de encogimiento. Aquí importa mucho la templanza, atendiendo a no enfadar por lo atrevido, ni deslucirse por lo desanimado; no ocupe el temor, de modo que no acierte a parecer, ni la audacia le haga sobresalir.

Hay condiciones de personas que es menester entrarles con superioridad, no sólo en caso de mandar, sino de pedir y de rogar; porque si estos tales conciben que se les tiene respeto, no digo ya recelo, se engríen a intolerables; y éstos comúnmente son de aquellos que los humilló bien naturaleza y los levantó mal su suerte. Sobre todo, Dios nos libre de la vil soberbia de remozos de palacio, insolentes de puerta y de saleta.

Brilla este superior realce en todos los sujetos, y más en los mayores. En un orador es más que circunstancia. En un abogado, de esencia. En un embajador es lucimiento. En un caudillo, ventaja; pero en un príncipe es extremo.

Hay naciones enteras majestuosas, así como otras sagaces y despiertas. La española es por naturaleza señoril; parece soberbia lo que no es sino un señorío connatural. Nace en los españoles la gravedad del genio, no de la afectación, y así como otras naciones se aplican al obsequio, ésta no, sino al mando.

Realza grandemente todas las humanas acciones, hasta el semblante, que es el trono de la decencia. El mismo andar, que en las huellas suele estamparse el corazón, y allí suelen rastrearlo lo juiciosos en el obrar y en el hablar con eminencia, que la sublimidad de las acciones la adelanta al doble la majestad en el obrarlas.

Nácense algunos con un señorío universal en todo cuanto dicen y hacen, que parece que ya la naturaleza los hizo hermanos mayores de los otros; nacieron para superiores, si no por dignidad de oficio, de mérito. Infúndeseles en todo un espíritu señoril, aun en las acciones más comunes; todo lo vencen y sobrepujan. Hácense luego señores de los demás, cogiéndoles el corazón, que todo cabe en su gran capacidad, y aunque tal vez tendrán los otros más ventajosas prendas de ciencia, de nobleza y aun de entereza, con todo eso prevalece en éstos el señorío, que los constituye superiores, si no en el derecho, en la posesión.

Salen otros del torno de su barro ya destinados para la servidumbre de unos espíritus serviles, sin género de brío en el corazón, inclinados al ajeno gusto y ceder el propio a cuantos hay. Éstos no nacieron para sí, sino para otros, tanto, que alguno fue llamado el de todos. Otros dan en lisonjeros, aduladores, burlescos, y peores empleos si los hay. ¡Oh, cuántos hizo superiores la suerte en la dignidad y la naturaleza esclavos en el caudal!

Este coronado realce, como es rey de los demás, lleva consigo gran séquito de prendas; síguele el despejo, la bizarría de acciones, la plausibilidad y ostentación, con otras muchas de este lucimiento. Quien las quisiere admirar todas juntas, hallaralas en el excelentísimo señor don Fernando de Borja, hijo del benjamín de aquel gran Duque santo; heredado en los bienes de su diestra, digo, en su prudencia, en su entereza y en su cristiandad, que todas ellas le hicieron amado, no Virrey, sino padre en Aragón, venerado en Valencia, favorecido del grande de los Filipos en lo más, que es confiarle a su prudente, majestuosa y cristiana disciplina un Príncipe único, para que le enseñe a ser rey y a ser héroe, a ser fénix, émulo del celebrado Aquiles, en fe de su enseñanza.

Y aunque todos estos realces la veneran reina, atiende mucho esta gran prenda a que no la desluzcan algunos defectos que, como sabandijas, siguen de ordinario. La grandeza puede tal vez degenerar, por exceso, en afectación, en temeridad imprudente, en el aborrecible entretenimiento, vana satisfacción y otros tales, que todos son grandes padrastros de la discreción y de la cordura.




ArribaAbajo- III -

Hombre de espera


Alegoría


En un carro y en un trono, fabricado éste de conchas de tortugas, arrastrado aquél de rémoras, iba caminando la Espera por los espaciosos campos del Tiempo al palacio de la Ocasión.

Procedía con majestuosa pausa, como tan hechura de la Madurez, sin jamás apresurarse ni apasionarse; recostada en dos cojines que la presentó la Noche, sibilas mudas del mejor consejo en el mayor sosiego. Aspecto venerable, que lo hermosean más los muchos días; serena y espaciosa frente, con ensanches de sufrimiento, modestos ojos entre cristales de disimulación; la nariz grande, prudente desahogo de los arrebatamientos de la irascible y de las llamaradas de la concupiscible; pequeña boca con labios de vaso atesorador, que no permiten salir fuera el menor indicio del reconcentrado sentimiento porque no descubra cortedades del caudal; dilatado el pecho, donde se maduran y aun proceden los secretos, que se malogran comúnmente por aborto; capaz estómago, hecho a grandes bocados y tragos de la fortuna, de tan grande buche, que todo lo digiere; sobre todo, un corazón de un mar, donde quepan las avenidas de pasiones y donde se contengan las más furiosas tempestades, sin dar bramidos, sin romper sus olas, sin arrojar espumas, sin traspasar ni un punto los límites de la razón. Al fin, toda ella de todas maneras grande: gran ser, gran fondo y gran capacidad.

Su vestir no era de gala, sino de decencia; más cumplido cuanto más ajustado, que lo aliñó el Decoro. Tiene por color propio suyo el de la Esperanza, y lo afecta en sus libreas, sin que haya jamás usado otro, y entre todos aborrece positivamente el rojo, por lo encendido de su cólera primero y de su empacho después. Ceñía sus sienes por vencedora y por reina, que quien supo disimular supo reinar, con una rama del moral prudente.

Conducía la Prudencia el grave séquito. Casi todos eran hombres, y muy mucho algunas raras mujeres. Llevaban todos báculos por ancianos y peregrinos; otros se afirmaban en los cetros, cayados, bastones y aun tiaras, que los más eran gente de gobierno. Ocupaban el mejor puesto los italianos, no tanto por haber sido señores del mundo, cuanto porque lo superior ser. Muchos españoles, pocos franceses; algunos alemanes y polacos, que a la admiración de no ir todos satisfizo la política juiciosa con decir que aquella su detenida común pausa procede más de lo helado de su sangre que de lo detenido de su espíritu; quedaba un grande espacio de vacío, que se decía haber sido de la prudentísima nación inglesa, pero que desde Enrico VIII acá faltaban al triunfo de la cordura y de la entereza. Sobresalían por su novedad y por su traje los políticos Chinas.

Iban muy cerca del triunfante carro algunos grandes hombres que los hizo famosos esta coronada prenda, y ahora, en llevarlos a su lado mostraba su estimación. Allí iba el tardador Fabio Máximo, que con su mucha espera desvaneció la gallardía del mejor cartaginés y restauró la gran república romana. A su lado campeaba el bastón de los franceses, consumiendo sus numerosas huestes con la detención y acabando con la vida y con la paciencia de Filipo. El Gran Capitán, muy conocido por su empresa, que sacó en Barleta: aquélla que con grande ingenio enseñaba a tener juicio y le valió un reino, conquistado más con la cordura que con la braveza. Antes de él, el magnánimo aragonés, forjando a fuego lento de las cadenas de su prisión una corona. Iban muchos filósofos y sabios, catedráticos de ejemplo y maestros de experiencia.

Gobernaba el Tiempo la autorizada pompa, que el mismo ir tropezando con sus muletas era lo que mejor le salía. Cerraba la Sazón por retaguardia, ladeada del Consejo, del Pensar, de la Madurez y del Seso. Era esto una muy tarde, cuando vivamente les comenzó a tocar arma un furioso escuadrón de monstruos, que lo es todo extremo de pasión, el indiscreto Empeño, la Aceleración imprudente, la necia Facilidad y el vulgar Atropellamiento; la Inconsideración, la Prisa y el Ahogo, toda gente del vulgacho de la Imprudencia.

Conoció su grande riesgo la Espera por no llevar armas ofensivas, faltar el polvorín -que es munición vedada en su milicia-, por estar reformado el Ímpetu y desarmado el Furor.

Mandó hacer alto a la Detención, y ordenó a la Disimulación que los entretuviese mientras consultaba lo hacedero. Discurriose con prolijidad, muy a la española, pero con igual provecho.

Decía el sabio Biante, gran benemérito de esta gran señora de sí misma, que imitase a Júpiter, el cual no tuviera ya rayos si no tuviera Espera. Luis XI de Francia votó que se disimulase con ellos, que él no había enseñado ni más gramática ni más política a su sucesor. El rey don Juan II de los aragoneses (que hay naciones de Espera, y ésta lo es por extremo, y de la Prudencia) la dijo que advirtiese que hasta hoy más había obrado la tardanza española que la cólera francesa. El grande Augusto coronó su voto y sus aciertos con el festina lente. El duque de Alba volvió a repetir su razonamiento en la jornada sobre Lisboa.

Dijeron todos mucho en breve. Dilatose más el Católico rey don Fernando, como príncipe de la Política -y eslo mucho la Espera-. «Sea uno - decía- señor de sí, y lo será de los demás. La detención sazona los aciertos y madura los secretos; que la aceleración siempre pare hijos abortivos sin vida de inmortalidad. Hase de pensar despacio y ejecutar de presto; ni es segura la diligencia que no nace de la tardanza. Tan presto como alcanza las cosas, se le caen de las manos; que a veces el estampido del caer fue aviso del haber tomado. Es la Espera fruta de grandes corazones y muy fecunda de aciertos. En los hombres de pequeño corazón ni caben el tiempo ni el secreto». Concluyó con este oráculo catalán: Deu no pega de bastó, sino de saó.

Pero el gran Triunfador de Reyes, Carlos V, aquél que en Alemania, con más espera que gente, quebrantó las mismas peñas, las duras y las graves, la aconsejó que, si quería vencer, pelease a su modo: esto es, que esgrimiese la muleta del Tiempo, mucho más obradora que la acerada clava de Hércules. Ejecutolo tan felizmente, que pudo al cabo frustrar el ímpetu y enfrentar el orgullo a aquellas más furias que las infernales, y quedó victoriosa, repitiendo: «El tiempo y yo, a otros dos».

Este suceso contó el Juicio al Desengaño, como quien se halló presente.




ArribaAbajo- IV -

De la galantería


Memorial a la discreción


Tienen su bizarría las almas, harto más relevante que la de los cuerpos: gallardía del espíritu, con cuyos galantes actos queda muy airoso un corazón. Llévanse los ojos del alma bellezas interiores, así como los del cuerpo la exterior; y son más aplaudidas aquéllas del juicio que lisonjeada ésta del gusto.

Soy realce en nada común y, aunque universal en los objetos, en los sujetos soy muy singular. No quepo en todos, porque supongo magnanimidad, y con tener tantos pechos un villano, para la galantería no la tiene.

Tuve por centro el corazón de Augusto, que excusándose conmigo venció la vulgar murmuración y triunfó galante de los públicos comicios, quedando más memorable grandeza de haberlos despreciado que la romana libertad de haberlos dicho.

Así que mi esfera es la generosidad, blasón de grandes corazones y grande asunto mío; hablar bien del enemigo y aun obrar mejor; máxima de la divina fe, que apoya tan cristiana galantería.

Mi mayor lucimiento libro en los apretados lances de la venganza; no se los quito, sino que se los mejoro, convirtiéndola cuando más ufara en una impensada generosidad con aclamaciones de crédito.

Por este camino consiguió la inmortal reputación Luis XII, que siempre fueron galantes los franceses, digo, los nobles. Temíanle rey los que le injuriaron duque; mas él, transformando la venganza en bizarría, pudo asegurarlos con aquel más repetido que asaz apreciado dicho: «¡Eh!, que no venga el Rey de Francia los agravios hechos al duque de Orleáns». Pero ¿qué mucho quepan estas bizarrías en un rey de hombres, cuando campean en el de las fieras? Puede el león enseñar a muchos galantería; que las fieras se humanan cuando los hombres se enfierecen, y si degeneraron tal vez, fue (a ponderación de Marcial) por haberse maleado entre los hombres.

Soy política también, y aun la gala de la mayor razón de Estado, que ésta y yo hicimos inmortal al rey don Juan el Segundo, el de Aragón, digo el día en que en aquel célebre teatro de su fama, Cataluña, trocó la más irritada venganza en la más inaudita clemencia: en viéndose vencedor del catalán, pasó a serlo de sí mismo. ¡Oh, nuevo y raro modo de entrar triunfando en tan cara Barcelona en carros de misericordia! Que fue entrada en los corazones, con vítores de padre español y desengaños del extranjero padrastro.

No estimo tanto las victorias que consigo de la envidia, si bien mi mayor émula; solicítolas, pero no las blasono; nunca afecto vencimientos, porque nada afecto, y cuando los alcanza el merecimiento los disimula la ingenuidad.

Pierdo tal vez de mi derecho, para adelantarme más, y, cuando parece que me olvido del decoro en el ceder, me levanto con la reputación en el exceder. Transformo en gentileza lo que fuera un vulgar desaire; pero no cualquiera; que las quiebras de infamia con ningún artificio se sueldan.

Fue siempre grande sutileza hacer gala de los desaires y convertir en realces de la industria los que fueron disfavores de la naturaleza y de la suerte. El que se adelanta a confesar el defecto propio cierra la boca a los demás; no es desprecio de sí mismo, sino heroica bizarría, y, al contrario de la alabanza, en boca propia se ennoblece.

Soy escudo bizarro en los agravios, socorriendo con notable destreza en las burlas y en las veras. Con un cortesano desliz, ya de un mote y ya de una sentencia, doy salida muchas veces a muchos graves empeños, y saco airosamente del más confuso laberinto.

Gran consorte del despejo y muy favorecida de él, adelantando siempre las acciones, porque las especiosas en sí las realzo más, y las sospechosas las doro a título del despejo y a excusa de bizarría. Desembarázame tal vez de un recato majestuoso a lo humano, de un encogimiento religioso a lo cortés, de un melindre femenil a lo discreto; y lo que se condenara por descuido del decoro se disimula por galantería de condición; pero siempre con templanza, no deslice a demasía, por estar muy a los confines de la liviandad.

Tengo grandes contrarios, para que sean más lucidas mis victorias; atropello muchos vicios, para valer por muchas virtudes; de sola la vileza triunfo con algo de afectación, que jamás la supe hacer, y aborrezco de oposición toda poquedad, ya de envidia, ya de miseria. Préciome de muy noble y lo soy, hidalga de condición y de corazón. Tengo por empresa al gavilán, el galante de las aves, aquél que perdona por la mañana al pajarillo que le sirvió de calentador toda la noche, si pudo darle calor la sangre helada del miedo, y, prosiguiendo con la comenzada gentileza, vuela a la contraria parte que él voló, por no encontrarle y poner otra vez su generosidad en contingencia.

Todo grande hombre fue siempre muy galante, y todo galante, héroe; porque o supongo o comunico la bizarría de corazón y de condición. Toda prenda campea mucho en el varón grande, y más, cuanto mayor, porque, juntas entonces la grandeza del realce y la del sujeto, doblan la perfección.

Pareceré a algunos realce nuevo, pero no a aquellos que ha mucho me admiran en aquella mayor esfera de mi lucimiento, el excelentísimo Conde de Aranda; aquél, digo, que ha hecho tantos y tan relevantes servicios a su Dios en culto, a su rey en donativo y su patria en celo; aquél a quien debe más esplendor su real casa de Urrea que a todos juntos sus antepuestos soles; aquél que ha eternizado juntamente su piedad cristiana y su nobilísima grandeza en conventos, en palacios y en hazañas, y todo esto con grande galantería, consiguiendo el inmortal renombre de bizarro, de galante, de magnánimo y héroe máximo de Aragón, a sombra de cuyo patrocinio llego yo a darte, ¡oh, gran reina de lo discreto!, este memorial de mis méritos, con pretensiones de que me admitas al plausible cortejo de tus heroicas, inmortales y válidas prendas.




ArribaAbajo- V -

Hombre de plausibles noticias


Razonamiento académico


Más triunfos le consiguió a Hércules su discreción que su valor; más plausible le hicieron las brillantes cadenillas de su boca que la formidable clava de su mano; con ésta rendía monstruos, con aquéllas aprisionaba entendidos, condenándolos a la dulce suspensión de su elocuencia, y, al fin, más se le rindieron al tebano discreto que valiente.

Luce, pues, en algunos una cierta sabiduría cortesana, una conversable sabrosa erudición, que los hace bien recibidos en todas partes, y aun buscados de la eterna curiosidad.

Un modo de ciencia es éste que no lo enseñan los libros ni se aprende en las escuelas; cúrsase en los teatros del buen gusto y en el general tan singular de la discreción.

Hállanse unos hombres apreciadores de todo sazonado dicho y observadores de todo galante hecho, noticiosos de todo lo corriente en cortes y en campañas. Éstos son los oráculos de la curiosidad y maestros de esta ciencia del buen gusto.

Vase comunicando de unos a otros en la erudita conversación, y la tradición puntual va entregando estas sabrosísimas noticias a los venideros entendidos, como tesoros de la curiosidad y de la discreción.

En todos siglos hay hombres de alentado espíritu, y en el presente los habrá no menos valientes que los pasados, sino que aquéllos se llevan la ventaja de primeros; y lo que a los modernos les ocasiona envidia, a ellos autoridad; la presencia es enemiga de la fama. El mayor prodigio, por alcanzado, cayó de su estimación; la alabanza y el desprecio van encontrados en el tiempo y el lugar: aquélla siempre de lejos y éste siempre de cerca.

La primera y más gustosa parte de esta erudición plausible es una noticia universal de todo lo que en el mundo pasa, trascendiendo a las cortes más extrañas, a los emporios de la fortuna. Un práctico saber de todo lo corriente, así de efectos como de causas, que es cognición entendida, observando las acciones mayores de los príncipes, los acontecimientos raros, los prodigios de la naturaleza y las monstruosidades de la fortuna.

Goza de los suavísimos frutos del estudio, registrando lo ingenioso en libros, lo curioso en avisos, lo juicioso en discursos y lo picante en sátiras. Atiende a los aciertos de una monarquía con felicidad, a los desaciertos de la otra con desdicha. Ni perdona a los estruendos marciales en armadas por la mar, en ejércitos por tierra, suspensión del mundo, empleo mayor de la fama, ya engañada, ya engañosa.

Su mayor realce es una juiciosa comprensión de los sujetos, una penetrante cognición de los principales personajes de esta actual tragicomedia de todo el universo; da su definición a cada príncipe y su aplauso a cada héroe. Conoce en cada reino y provincia los varones eminentes por sabios, valerosos, prudentes, galantes, entendidos, y, sobre todo, santos, astros todos de primera magnitud y majestuoso lucimiento de las repúblicas. Dale su lugar a cada uno quilatando las eminencias y apreciando su valor. Pone también en su juiciosa nota lo paradojo del un príncipe, lo extravagante del otro señor, lo afectado de éste, lo vulgar de aquél, y con esta moral anatomía puede hacer concepto de las cosas y ajustar el crédito a la verdad. Esta cognición superiormente culta sirve para mejor apreciar los dichos y los hechos, procurando siempre sacar la enseñanza; si no la admiración, por lo menos la noticia.

Sobre todo tiene una tan sazonada como curiosa copia de todos los buenos dichos y galantes hechos, así heroicos como donosos: las sentencias de los prudentes, las malicias de los críticos, los chistes de los áulicos, las sales de Alenquer, los picantes del Toledo, las donosidades del Zapata, y aun las galanterías del Gran Capitán, dulcísima munición toda para conquistar el gusto.

Mas subiendo de punto y tiempo, tiene con letras de aprecio las sentencias de Filipo II, los apotegmas de Carlos y las profundidades del Rey Católico. Si bien los más frescos, y corriendo donaire, son los que tienen más sal y los más apetitosos. Los flamantes hechos y modernos dichos, añadiendo a lo excelente la novedad, recambian el aplauso, porque sentencias rancias, hazañas carcomidas, es tan cansada como propia erudición de pedantes y gramáticos.

Más sirvió a veces esta ciencia usual, más honró este arte de conversar, que todas juntas las liberales. Es arte de ventura, que si la da el Cielo, poco de aquéllas basta, digo para lo provechoso, que no para lo adecuado. No excluye las demás graves ciencias, antes las supone por basa de su realce. Así como la cortesía asienta muy bien sobre el tener, así esta parte de discreción sobre alguna otra grande eminencia cae como esmalte. Lo que dice es que ella es la hermosura formal de todas, realce del mismo saber, ostentación del alma, y que tal vez aprovechó más saber escribir una carta, acertar a decir una razón, que todos los Bártulos y Baldos.

Varones hay eminentes en esta galante facultad; pero tan raros son como selectos, tesoreros de la curiosidad, emporios de la erudición cortesana, que, si no hubiera habido quien observara primero y conservara después los heroicos dichos del Macedón y su padre, de los Césares romanos y Alfonsos aragoneses, los sentenciosos de los Siete de la fama, hubiéramos carecido del mayor tesoro del entendimiento, verdadera riqueza de la vida superior.

Cuando encontrares con algún valiente genio de éstos, que entre millares será alguno, aunque lo busques con la antorcha del mediodía; logra la ocasión, disfruta las sazonadas delicias de la erudición, que si con hambre solicitamos los libros ingeniosos y discretos, con fruición se han de lograr los mismos oráculos de lo discreto, de lo juicioso, sazonado y entendido.

Siempre nos lleva a buscar a otro la concupiscencia propia, ya interesada, ya desvanecida, más aquí gustosa por lo agradable del saber, por lo apetitoso del notar. No seas tú de aquellos que bárbaramente se envidian a sí mismos el gusto del saber, por deslucir al otro el aplauso del enseñar.

Vuelven algunos de los emporios del mundo tan a lo bárbaro como se fueron, que quien no llevó la capacidad no la puede traer llena de noticias; llevaron poco caudal, y así hicieron corto empleo de observaciones; mas el discreto, como la gustosa abeja, viene libando el noticioso néctar que entresacó de lo más florido, que es lo más granado. No es la ambrosía para el gusto del necio, ni se hallan estas estimables noticias en gente vulgar, que en éstos nunca salen de su rincón ni el gusto ni el conocimiento; no dan ni un paso más adelante de lo que tienen presente.

Ponen otros su felicidad en su vientre, sólo toman de la vida el comer, que es lo más vil; de las potencias superiores no se valen ni las emplean; ocioso vive el discurso, desaprovechado muere el entendimiento. De aquí es que muchos de los señores no llevan ventaja a los demás sino en los objetos de los sentidos, que es lo ínfimo del vivir, quedando tan pobres de entendimiento como ricos de pobres bienes. No vive vida de hombre sino el que sabe. La mitad de la vida se pasa conversando. La noticiosa erudición es un delicioso banquete de los entendidos, y destínase este realce de la mayor discreción al mejor gusto del excelentísimo Marqués de Colares, don Jerónimo de Ataide, pues se ideó de su noticiosa erudición. Será algún día desempeño de mi veneración el docto lucimiento de su asunto, la inmortalidad de sus obras.




ArribaAbajo- VI -

No sea desigual


Crisis


No se acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos, antes bien ofende más la mancha en el brocado que en el sayal. Es la desigualdad achaque de grandes y aun de príncipes, en algunos por naturaleza, en los más por afectación.

Es de mar su condición y aun para marear, que hoy lisonjea lo que mañana abomina, y en dos inmediatos instantes no levanta en el uno hasta las estrellas sino para abatir en el otro hasta los abismos.

En tan anómalo proceder suelen perderse los bisoños, cuando ganarse los expertos; que hay grandes maestros del arte de marear en Palacio; a éstos les es materia de risa, como a escarmentados, lo que a aquéllos de confusión; anímanse unos con lo mismo que otros desmayan, porque saben que la misma mudanza que hoy atormenta con el desvío, mañana rogará con el favor. Está el remedio en el mismo origen del mal, que es la ordinaria desigualdad.

¡Oh el prudente! ¡Qué tranquilo costea las puntas y los esteros! ¡Qué señor mide los golfos! Ni se paga de sus finezas, ni se rinde a sus sequedades, porque no se le hace nueva cualquiera mudanza en sus extremos.

Ni se funda tan monstruosa desigualdad en la razón, que toda es acasos, y los menos acordados. No depende de causas ni de méritos, que el mudarse con las cosas aún sería excusable, y tal vez cordura. Lo que hoy es el blanco de su sí, mañana es el negro de su no, y ahora gusto lo que después desabrimiento, uno y otro sin por qué, para proseguir o perseguir de balde.

Es trivial achaque de soberanos lo antojadizo, que, como tienen tan exento el gusto, da en vaguear. En los mayores suele niñear más, y les parece que es ejercitar el señorío en ya querer, ya no querer.

El varón cuerdo siempre fue igual, que es crédito de entendido, ya que no en el poder, en el querer; de suerte que la necesidad violente las fuerzas, pero no los afectos, y aun entonces preceden a su mudanza todas las circunstancias en su abono, atestiguando que no es variedad, sino urgencia.

No sólo son estos altibajos con las personas, pero con las virtudes, para llevarlo todo parejo. Notable desigualdad la de Demetrio, bien censurada de muchos. Era cada día otro de sí mismo, y en la guerra muy diferente que en la paz, porque en aquélla era centro de todas las virtudes y en ésta de todos los vicios, de suerte que en la guerra hacía paces con las virtudes y volvía a hacerles guerra en la paz: tanto pueden mudar a un hombre el ocio o el trabajo.

Pero, ¿qué desigualdad más monstruosa que la de Nerón? No se venció a sí mismo, sino que se rindió. Algunos a sí mismos buenos, se compiten mejores, que es gran victoria de la perfección, pero otros no son vencedores de sí, sino vencidos, rindiéndose a la deterioridad.

Si la desigualdad fuera de lo malo a lo bueno, fuera buena, y si de lo bueno a lo mejor, mejor; pero comúnmente consiste en deteriorarse, que el mal siempre lo vemos de rostro y el bien de espaldas. Los males vienen y los bienes van.

Diranme que todo es desigualdades este mundo, y que sigue a lo natural lo moral. La misma tierra, que se empina en los montes, se humilla después en los valles, solicitando su mayor hermosura en su mayor variedad. ¿Qué cosa más desigual que el mismo tiempo, ya coronándose de flores, ya de escarchas? Y todo el universo es una universal variedad, que al cabo viene a ser armonía. Pues si el hombre es un otro mundo abreviado, ¿qué mucho que cifre en sí la variedad? No será fealdad, sino una perfecta proporción compuesta a desigualdades.

Pero no hay perfección en variedades del alma que no dicen con el Cielo. De la luna arriba no hay mudanza. En materia de cordura, todo altibajo es fealdad. Crecer en lo bueno es lucimiento, pero crecer y descrecer es estulticia, y toda vulgaridad, desigualdad.

Hay hombres tan desiguales en las materias, tan diferentes de sí mismos en las ocasiones, que desmienten su propio crédito y deslumbran nuestro concepto: en unos puntos discurren que vuelan; en otros, ni perciben ni se mueven. Hoy todo les sale bien, mañana todo mal, que aun el entendimiento y la ventura tienen desiguales. Donde no hay disculpa es en la voluntad, que es crimen del albedrío, y su variar no está lejos del desvariar. Lo que hoy ponen sobre su cabeza, mañana lo llevan entre pies, por no tener pies ni cabeza. Hacen con esto tan enfadosa su familiaridad, que huyen todos de ellos, remitiéndolos al vulgar averiguador que los entienda. Sóbrale al mar de amargura lo que le falta de firmeza, pereciendo los que se le fían sin estrella.

Mudó sin duda la fama a Gandía su non plus ultra de toda heroicidad, de toda cristiandad, discreción, cultura, agrado, plausibilidad y grandeza en aquellos dos héroes consortes, el Excelentísimo Señor Duque don Francisco de Borja y la Excelentísima Duquesa doña Artemisa de Oria y Colona, gran señora mía. Participando ínclitamente entrambos de sus dos esclarecidos timbres, el eterno blasón de su firmeza en todo lo excelente, en todo lo lucido, en todo lo realzado, en todo lo plausible, en todo lo dichoso y en todo lo perfecto: siempre los mismos y siempre heroicos.




ArribaAbajo- VII -

El hombre de todas horas


Carta a don Vincencio Juan de Lastanosa


No siempre se ha de reír con Demócrito, ni siempre se ha de llorar con Heráclito, discretísimo Vincencio. Dividiendo los tiempos el Divino Sabio, repartió los empleos. Haya vez para lo serio y también para lo humano, hora propia y hora ajena. Toda acción pide su sazón; ni se han de barajar, ni se han de singularizar; débese el tiempo a todas las tareas, que tal vez se logra y tal vez se pasa.

El varón de todos ratos es señor de todos los gustos y es buscado de todos los discretos. Hizo la naturaleza al hombre un compendio de todo lo natural; haga lo mismo el arte de todo lo moral. Infeliz genio el que se declara por de una sola materia, aunque sea única, aun la más sublime; pues ¿qué, si fuera vulgar, vicio común de los empleos? No sabe platicar el soldado sino de sus campañas, y el mercader de sus logros; hurtándole todos el oído al unítono, la atención al impertinente, y si tal vez se vencen, es en conjuración de fisga.

Siempre fue hermosamente agradable la variedad, y aquí lisonjera. Hay algunos, y los más, que para una cosa sola los habéis de buscar, porque no valen para dos; hay otros que siempre se les ha de tocar un punto y hablar de una materia, no saben salir de allí; hombres de un verbo, Sísifos de la conversación, que apedrean con un tema. Tiembla de ellos con razón todo discreto, que, si se echa un necio de éstos sobre su paciencia, llegará a verter el juicio por los poros, y por temor de contingencia tan penosa, codicia antes la estéril soledad y vive al siglo de oro interiormente.

Aborrecible ítem el de algunos, enfadoso macear, que todo buen gusto lo execra, deprecando que Dios nos le libre de hombre de un negocio en el hablarlo y en el solicitarlo, desquítannos de ellos unos amigos universales, de genio y de ingenio, hombre para todas horas, siempre de sazón y de ocasión. Vale uno por muchos, que de los otros, mil no valen por uno, y es menester multiplicarlos, hora por amigo, con enfadosa dependencia.

Nace esta universalidad de voluntad y de entendimiento de un espíritu capaz, con ambiciones de infinito; un gran gusto para todo, que no es vulgar arte saber gozar de las cosas y un buen lograr todo lo bueno. Práctico gustar es el de jardines, mejor el de edificios, calificado el de pinturas, singular el de piedras preciosas; la observación de la antigüedad, la erudición y la plausible historia, mayor que todas la filosofía de los cuerdos; pero todas ellas son eminencias parciales, que una perfecta universalidad ha de adecuarlas todas.

No se ha de atar el Discreto a un empleo solo, ni determinar el gusto a un objeto, que es limitarlo con infelicidad; hízolo el Cielo indefinido, criolo sin términos; no se reduzca él ni se limite.

Grandes hombres los indefinibles, por su grande pluralidad de perfecciones, que repite a infinidad. Otros hay tan limitados, que luego se les sabe el gusto, o para prevenirlo o para lisonjearlo, que ni se extiende ni se difunde.

Una vez que quiso el Cielo dar un plato, sazonó el maná, cifra de todos los sabores, bocado para todos paladares, en cuya universalidad proporcionó la del buen gusto.

Siempre hablar atento causa enfado; siempre chancear, desprecio; siempre filosofar, entristece, y siempre satirizar, desazona.

Fue el Gran Capitán idea grande de discretos; portábase en el Palacio como si nunca hubiera cursado las campañas y en campaña como si nunca hubiera cortejado.

No así aquel otro, no gran soldado, sino gran necio, que, convidándole una gentil dama a danzar en su ocasión, digo en la de un sarao, excusó su ignorancia y descubrió su tontería, diciendo que él no se entendía de mover los pies en el palacio, sino de menear las manos en la campaña. Acudió ella, que lo era: «Pues señor, paréceme que sería bueno, en tiempo de paz, metido en una funda, colgaros como arnés para su tiempo», y aun le hizo cortesía de otro más vil y más merecido puesto.

No se estorban unas a otras las noticias, ni se contradicen los gustos; todas caben en un centro y para todo hay sazón. Algunos no tienen otra hora que la suya y siempre apuntan a su conveniencia. El cuerdo ha de tener hora para sí y muchas para los selectos amigos.

Para todo ha de haber tiempo, sino para lo indecente; ni será bastante excusa la que dio uno en una acción muy liviana, que el que era tenido por cuerdo de día no sería tenido por necio de noche.

De suerte, mi cultísimo Vincencio, que la vida de cada uno no es otro que una representación trágica y cómica, que si comienza el año por el Aries, también acaba en el Piscis, viniéndose a igualar las dichas con las desdichas, lo cómico con lo trágico. Ha de hacer uno solo todos los personajes a sus tiempos y ocasiones; ya el de risa, ya el de llanto, ya el del cuerdo, y tal vez el del necio, con que se viene a acabar con alivio y con aplauso la apariencia.

¡Oh discretísimo Proteo! Aquel nuestro gran apasionado, el Excelentísimo Conde de Lemos, en cuyo bien repartido gusto tienen vez todos los liberales empleos, y en cuya heroica universalidad logran ocasión todos los eruditos, cultos y discretos; el docto y el galante, el religioso y el caballero, el humanista, el historiador, el filósofo, hasta el sutilísimo teólogo. Héroe verdaderamente universal para todo tiempo, para todo gusto y para todo empleo.




ArribaAbajo- VIII -

El buen entendedor


Diálogo entre el doctor Juan Francisco Andrés y el autor


DOCTOR.-  Dicen que, al buen entendedor, pocas palabras.

AUTOR.-  Yo diría que, a pocas palabras, buen entendedor. Y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma, sobrescrito del corazón; aun le ve apuntar al mismo callar, que tal vez exprime más para un entendido que una prolijidad para un necio.

DOCTOR.-  Las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir.

AUTOR.-  Así es; pero recíbanse del advertido a todo entendedor.

DOCTOR.-  Eso le valió a aquel nuestro Anfión aragonés, cuando, perseguido de los propios, halló amparo y aun aplauso en los coronados Delfines extraños.

AUTOR.-  Tan poderosa es una armonía, y más de tan suaves consonancias, como fueron las de aquel prodigioso ingenio.

DOCTOR.-  Califícase ya el decir verdades con nombre de necedades.

AUTOR.-  Y aun, por no parecer o niño o necio, ninguno la quiere decir, con que no se usa; solas quedan en el mundo algunas reliquias de ella, y aun ésas se descubren como misterio con ceremonia y recato.

DOCTOR.-  Con los príncipes siempre se les brujulea.

AUTOR.-  Pero discurran ellos, que va en ello el perderse o el ganarse.

DOCTOR.-  Es la verdad una doncella tan vergonzosa cuanto hermosa, y por eso anda siempre tapada.

AUTOR.-  Descúbranla los príncipes con galantería, que han de tener mucho de adivinos de verdades y de zahoríes de desengaños. Cuanto más entre dientes se les dicen, es dárselas mascadas, para que mejor se digieran y entren en provecho. Es ya político el desengaño, anda de ordinario entre dos luces, o para retirarse a las tinieblas de la lisonja, si topa con la necedad, o salir a la luz de la verdad, si topa con la cordura.

DOCTOR.-  ¡Qué es de ver en una encendida competencia la detención de un recatado y la atención de un advertido! Aquél apunta, éste discurre, y más en desengaños.

AUTOR.-  Sí, que se ha de ajustar la inteligencia a las materias; en las favorables, tirante siempre la credulidad; en las odiosas, dar la rienda y aun picarla. Lo que la lisonja se adelanta en el que dice, la sagacidad lo desande en el que oye, que siempre fue la mitad menos lo real de lo imaginado.

DOCTOR.-  En materias odiosas, yo discurriría al contrario, pues en un ligero amago, en un levísimo ceño, se le descubre al entendido mucho campo que correr.

AUTOR.-  Y que correrse tal vez; y entienda, que es mucho más lo que se lo calla en lo poco que se le dice. Va el cuerdo en los puntos vidriosos con gran tiento y, cuanto la materia es más liviana, da pasos de plomo en el apuntar, con lengua de pluma en el pasar.

DOCTOR.-  Muy dificultoso es darse uno por entendido en puntos de censura y de desengaño, porque se cree mal aquello que no se desea. No es menester mucha elocuencia para persuadirnos lo que nos está bien, y toda la de Demóstenes no basta para lo que nos está mal.

AUTOR.-  Poco es ya el entender, menester es a veces adivinar, que hay hombres que sellan el corazón y se les podrecen las cosas en el pecho.

DOCTOR.-  Hacer entonces lo que el diestro físico, que toma el pulso en el mismo aliento; así, el atento metafísico, en el aire de la boca ha de penetrar el interior.

AUTOR.-  El saber nunca daña.

DOCTOR.-  Pero tal vez da pena, y así como previene la cordura el qué dirán, la sagacidad ha de observar el qué dijeron. Saltea insidiosa esfinge el camino de la vida, y el que no es entendido es perdido. Enigma es, y dificultoso, esto del conocerse un hombre; sólo un Edipo discurre, y aun ése, con soplos auxiliares.

AUTOR.-  No hay cosa más fácil que el conocimiento ajeno.

DOCTOR.-  Ni más dificultosa que el propio.

AUTOR.-  No hay simple que no sea malicioso.

DOCTOR.-  Y que, siendo sencillo para sus faltas, no sea doblado para las ajenas.

AUTOR.-  Las motas percibe en los ojos del vecino.

DOCTOR.-  Y las vigas no divisa en los propios.

AUTOR.-  El primer paso del saber es saberse.

DOCTOR.-  Ni puede ser entendido el que no es entendedor. Pero ese aforismo de conocerse a sí mismo presto es dicho y tarde es hecho.

AUTOR.-  Por encargarlo fue uno contado entre los siete sabios.

DOCTOR.-  Por cumplirlo, ninguno hasta hoy. Cuanto más saben algunos de los otros, de sí saben menos; y el necio más sabe de la casa ajena que de la suya, que ya hasta los refranes andan al revés. Discurren mucho algunos en lo que nada les importa, y nada en lo que mucho les convendría.

AUTOR.-  ¿Qué, hay ocupación peor aún que el ocio?

DOCTOR.-  Sí, la inútil curiosidad.

AUTOR.-  ¡Oh, cuidados de los hombres! ¡Y cuánto hay en las cosas sin sustancia!

DOCTOR.-  Hase de distinguir también entre lo detenido de un recatado y lo desatentado de un fácil; exageran unos, disminuyen otros; discierna, pues, el atento entendedor, que a tantos han condenado las credulidades como las incredulidades.

AUTOR.-  Por eso dijeron sabiamente los bárbaros escitas al joven Peleo que son los hombres ríos; lo que aquéllos corren se van deteniendo éstos, y comúnmente tienen más de fondo los que mayor sosiego, y llevan más agua los que menos ruido.

DOCTOR.-  Materias hay también en que la sospecha tiene fuerza de prueba: que la mujer de César, dijo él mismo, ni aun la fama, y, cuando en el interesado llega a ser duda, en los demás ya pasa y aun corre por evidencia.

AUTOR.-  Tienen más o menos fondo las palabras, según las materias.

DOCTOR.-  Por no calarlas se ahogaron muchos; sóndelas el entendido entendedor, y advierta que la gala del nadar es saber guardar la ropa.

AUTOR.-  Y más si es púrpura. Y con esto vamos a uno a su historia, digo, a la Zaragoza antigua, tan deseada de la curiosidad cuanto ilustrada de la erudición, y yo, a mi filosofía de El Varón Atento.



ArribaAbajo- IX -

No estar siempre de burlas


Sátira


Es muy seria la prudencia, y la gravedad concilia veneración; de dos extremos, más seguro es el genio majestuoso. El que siempre está de burlas nunca es hombre de veras, y hay algunos que siempre lo están; tiénenlo por ventaja de discreción y lo afectan, que no hay monstruosidad sin padrino; pero no hay mayor desaire que el continuo donaire. Su rato han de tener las burlas; todos los demás las veras. El mismo nombre de sales está avisando cómo se han de usar. Hase de hacer distinción de tiempos, y mucho más de personas. El burlarse con otro es tratarle de inferior, y a lo más de igual, pues se le aja el decoro y se le niega la veneración.

Estos tales nunca se sabe cuándo hablan de veras, y así los igualamos con los mentirosos, no dándoles crédito a los unos por recelo de mentira, y a los otros de burla. Nunca hablan en juicio, que es tanto como no tenerle, y más culpable, porque no usar de él por no querer, más es que por no poder, y así no se diferencian de los faltos sino en ser voluntarios, que es doblada monstruosidad. Obra en ellos la liviandad lo que en los otros el defecto; un mismo ejercicio tienen, que es entretener y hacer reír, unos de propósito, otros sin él.

Otro género hay aún más enfadoso por lo que tiene de perjudicial, y es de aquellos que en todo tiempo y con todos están de fisga. Aborrecibles monstruos, de quienes huyen todos más que del bruto de Esopo, que cortejaba a coces y lisonjeaba a bocados. Entre fisga y gracia van glosando la conversación, y lo que ellos tienen por punto de galantería es un verdadero desprecio de lo que los otros dicen, y no sólo no es graciosidad, sino una aborrecible frialdad. Lo que ellos presumen gracia es un prodigioso enfado de los que tercian. Poco a poco se van empeñando hasta ser murmuradores cara a cara. Por decir una gracia os dirán un convicio, y éstos son de quien Cicerón abominaba, que por decir un dicho pierden un amigo o lo entibian; ganan fama de decidores y pierden el crédito de prudentes; pásase el gusto del chiste, y queda la pena del arrepentimiento: lloran por lo que hicieron reír. Éstos no se ahorran ni con el más amigo ni con el más compuesto, y es notable que jamás se les ofrece la prontitud en favor sino en sátira; tienen siniestro el ingenio.

Éste, con otros defectos infelices, nacen de poca sustancia y acompañan la liviandad. En hombres de gran puesto se censuran más y, aunque los hace en algún modo gratos al vulgo, por la llaneza, pone a peligro el decoro con la facilidad, que, como ellos no la guardan a los otros, ocasionan el recíproco atrevimiento.

Es connatural en algunos el donoso genio. Dotoles de esta gracia la naturaleza, y, si con la cordura se templase, sería prenda y no defecto. Un grano de donosidad es plausible realce en el más autorizado, pero dejarse vencer de la inclinación en todo tiempo es venir a parar en hombre de dar gusto por oficio, sazonador de dichos y aparejador de la risa. Si en una cómica novela se condena por impropiedad el introducirse siempre chanceando a Davo, y que entre lo grave de la enseñanza o lo serio de la reprensión del padre al hijo mezcle él su gracejo, ¿qué será, sin ser Davo, en una grave conversación estar chanceando? Será hacer farsa con risa de sí mismo.

Hay algunos que, aunque le pese a Minerva, afectan la graciosidad, y como en ellos es postiza, ocasiona antes enfado que gusto, y si consiguen el hacer reír, más es fisga de su frialdad que agrado de su donaire. Siempre la afectación fue enfadosa, pero en el gracejo, intolerable, porque sumamente enfada y, queriendo hacer reír, queda ella por ridícula; y si comúnmente viven desacreditados los graciosos, cuánto más los afectados, pues con su frialdad doblan el desprecio.

Hay donosos y hay burlescos, que es mucha la diferencia. El varón discreto juega también esta pieza del donaire, no la afecta, y esto en su sazón; déjase caer como al descuido un grano de esta sal, que se estimó más que una perla, raras veces, haciendo la salva a la cordura y pidiendo al decoro la venia. Mucho vale una gracia en su ocasión. Suele ser el atajo del desempeño. Sazonó esta sal muchos desaires. Cosas hay que se han de tomar de burlas, y tal vez las que el otro toma más de veras. Único arbitrio de cordura, hacen juego del más encendido fuego.

Pesado es el extremo de los muy serios, y poco plausible Catón con su bando, pero venerado; rígida secta la de los compuestos y cuerdos; pocos la siguen, muchos la reverencian, y, aunque causa la gravedad pesadumbre, pero no desprecio.

Que es de ver uno de estos destemplados de agudeza, siniestros de ingenio, chancear aun en la misma muerte; que si los sabios mueren como cisnes, éstos como grajos, gracejando mal y porfiando. De esta suerte un Carvajal mostró cuán rematada había sido su vida.

Los hombres cuerdos y prudentes siempre hicieron muy poca merced a las gracias, y una sola bastaba para perder la real del Católico Prudente. Súfrense mejor unos a otros los necios, o porque no advierten o porque se asemejan. Mas el varón prudente no puede violentarse, si no es que tercie la dependencia.



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