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Leer a Thomas Bernhard

Daniel Moyano





A lo largo de la vida de una persona que ha hecho del leer un acto casi fundamental, el hallazgo de grandes autores (de esos que se incorporan con tanta fuerza a la experiencia vital del lector que llegan a modificarla ampliando su visión del mundo o enriqueciendo su experiencia) no es fácil ni frecuente.

Siempre me dije que después de Kafka, que se instaló en mí y para siempre, en mis trempranos veinte años, no habría sacudimientos similares.

Sin embargo después, durante treinta años, llegaron entre muy pocos más James Joyce y los poetas César Vallejo y Fernando Pessoa. Y cuando parecía que ya no había más, o que la capacidad de asombro se había terminado, apareció, hace poco más de un año, Thomas Bernhard. De casi todos ellos debo decir que para mí no son escritores de esos que se dedican profesionalmente a la escritura, sino personas que han comunicado verdades profundas y necesarias para la existencia, a través de la escritura. Escritores que, por ser inimitables, incitan a la imitación, o al íntimo deseo de escribir como ellos.

O de ser como ellos. Recuerdo que a mis veinte años tenía retratos de Kafka en estantes y paredes, y que intentaba vestirme y peinarme como él. Como para que la gente dijera, al verme pasar por la calle, miren, ahí va alguien que se parece a Kafka.

Claro que, con la cara de indio que dicen que tengo, mi parecido con Frank (como yo lo nombraba familiarmente) no era nada más que un hecho interno.

Kafka y Bernhard, posicionalmente, están equidistantes de mí, son el primero y el último. Siento como si mi existencia se repartiera entre ellos. El primero escribía, según sus propias palabras, «como una plegaria».

Su indagación tenía por objeto encontrarle un sentido a la existencia. Averiguar cuál era la situación exacta del hombre en la vida, a qué distancia estaba de la posible realidad de los dioses (recordar El castillo) y a qué distancia de la palpable realidad zoológica (recordar La metamorfosis). La lectura de Kafka me reveló que el hombre no es ni lo uno ni lo otro, y que su situación, en medio de estos polos, es absurda. Bernhard, en cambio, parece inclinarse por la pura animalidad, según el tratamiento que hace del cuerpo, de la enfermedad y de la muerte. Como si fuera el árbitro de Kafka.

Los escritores que llamo profesionales se limitan a mentar la realidad, a contarla. Los otros nos revelan aspectos antes ignorados, la iluminan. La obra de Kafka es como una linterna que alumbra aspectos desconocidos, o nunca vistos claramente, de la realidad. Su mirada es metafísica. Son las situaciones que hoy llamamos kafkianas, intermedias, a mitad de camino entre la realidad y el deseo, entre el sueño y la vigilia, entre lo dado y lo posible. Las criaturas kafkianas pueden ser monos en trance de hombre u hombres convertidos en insectos, en busca de una trascendencia en cualquier sentido. Las de Bernhard son solamente hombres, humanamente elementales. La linterna del austríaco ilumina las realidades del cuerpo, la enfermedad y la muerte. Kafka es anterior a los campos de exterminio nazis. Bernhard crece junto a esa tragedia del siglo que se va y es testigo también de Hiroshima y Nagasaki.

Tal como lo ha señalado su traductor al español Miguel Sáenz, el arte de Bernhard es el arte de la variación. Es decir, música. Schopenhauer nos reveló que la música está en la estructura de la materia, en la naturaleza. Las palabras, en cambio, parecen más invención. En Bernhard las palabras están tratadas como sonidos. Seguramente no porque él hubiese estudiado música sino porque su tremendo mensaje necesitaba un apoyo más fuerte que la palabra.





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