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ArribaAbajoEl pastorcito

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No deja de necesitarse audacia para emprender la obra que he acometido. Escribir un artículo de algún interés un pobre colegial, un principiante en la carrera de las letras, es empresa no menos difícil que arriesgada. Pero si he dado principio a este trabajo, no es porque desconozca los inconvenientes de su misma naturaleza ni mi propia insuficiencia; he contado sobre todo con la indulgencia del público... ¿me será negada? ¿me habré equivocado tal vez si he llegado a pensar que la escasez de talento puede suplirse de algún modo con el sentimiento de cariño que cada uno conserva hacia el pueblo que le vio nacer, y si he creído que este afecto patriótico ha de proporcionarse la benevolencia de mis lectores y servir ante sus ojos de excusa a mis defectos? ¡Es tan dulce a un pobre desterrado hablar de su país, dirigir un instante sus miradas y su imaginación hacia aquel lugar donde ha pasado entre los placeres inocentes de la niñez los días más felices de su vida!

Cierto que México es una población hermosa, grande y rica; sin embargo, México no es para mí otra cosa que el lugar de mi destierro.

Difícil me sería daros una idea exacta de la pena y el dolor que sufrí en el momento en que me separaron de mis queridas montañas, en aquel momento en que obligado a abandonar los matorrales y las rocas, me despedía con las lágrimas en los ojos de aquellos sitios por donde había dado los primeros pasos vacilantes de mi infancia, ¡Oh! Allí todo era contento y alegría; aquí todo es tristeza para mí. ¿Cuándo llegará el día en que vuelva a disfrutar de tantos placeres reunidos? ¡Cómo se dilatará mi alma y palpitará tranquilo mi corazón   —56→   cuando me halle otra vez sobre la altura de una colina haciendo resonar en los bosques el eco de mi sonoro canto!

Al emprender mi viaje para la corte, todos mis compañeros envidiaban mi suerte y me decían: «dichoso tú vas, a México»; porque para ellos es México un simulacro de la gloria donde se encuentran las realidades de aquellas ilusiones fantásticas que forman el asunto principal de las historietas y los cuentos que diariamente se refieren entre los pastores durante las horas de la siesta en la temporada del verano; mas yo he tocado la verdad y adquirido el triste convencimiento de haber dejado en mi país todas mis afecciones por habitar otro país que miro como extranjero.

La reclusión cuasi absoluta, la disciplina rigurosa a que he debido someterme desde mi llegada a la pensión, no podían menos de ser perjudiciales. Acostumbrado hasta entonces a una vida libre y a una situación errante, considero con pesadumbre el aspecto sombrío del colegio. ¡Ah! ¡qué bella y qué hermosa se ofrece ahora a mi imaginación la naturaleza con sus irregularidades sublimes! El estrepitoso ruido de una orquesta, la decoración más sorprendente de un teatro, el aplaudido efecto de un concierto, todo es nada a mi imaginación, que me presenta con exactitud los encantos y las delicias de una mañana de Primavera en loas risueños valles de mi pueblo. Cuando yo me considere recostado muellemente sobre la verde y matizada alfombra de una pradera, a la orilla de una fuente o de un cristalino arroyuelo; mientras el sol que aparece en el horizonte baña las cumbres y los cerros, y dorando las copas de los pinos, infunde a la naturaleza el espíritu de su animación; y los pajarillos cantan saltando alegres de uno en otro árbol, y las flores abren sus capullos y despiden su delicioso aroma; entonces soy por un momento feliz, porque la ilusión grata de aquellos goces apreciables me tiene absorto y moralmente separado del caos en que realmente habito; más bien pronto por desgracia, el corazón se oprime de nuevo, y todos los accidentes que concurren a formar mi desventura, se presentan sucesivamente a mi memoria de una manera clara y palpable.

Mi padre, que desde pequeñito me había destinado a la vida de pastor sólo con el fin de robustecer mi naturaleza, había comprendido perfectamente lo sensible que me era abandonar el hogar doméstico y las costumbres campestres, y por eso quiso mitigar este mismo sentimiento y atenuar el pesar que me causaba ofreciéndome el permiso de volver a casa en la época en que los rebaños pasan de la montaña para dirigirse al valle durante la temporada del verano. Excusado es manifestaros cuán poco se apartaría de mi memoria la idea de tan halagüeña promesa. Llegó por fin la época en que principian a aproximarse al valle de Toluca los mencionados rebaños, y ni una mañana siquiera dejaba yo de llegarme   —57→   al bosque de Chapultepetl, donde encontraba siempre alguno, pero no cabalmente los que buscaba, hasta que cierto día un pastor me reconoce, viene hacia mí, me saluda con expresión y me dice con cándida sencillez: «Ya estamos aquí, mañana continuamos nuestra ruta. ¿Usted vendrá con nosotros? Tenemos orden de su padre para conducirlo a caballo en una buena yegua que traemos en el hato». Estas insinuaciones me hicieron saltar de gozo y prorrumpir en otras demostraciones de alegría. José era tan bueno, el pobre José jamás me había parecido tan amable. En fin, llegó la noche y fue preciso que yo me proveyera de un traje análogo al de los pastores con quienes iba a emprender mi viaje. Al día siguiente no hubo necesidad de avisarme. Media hora antes de la que tenía por costumbre levantarme de la cama, me había arrojado de ella, y antes que el zagal viniera a darme aviso ya estaba yo dispuesto a montar a caballo. Fiel mi compañero inseparable, seguía todos mis pasos dando muestras de alegría y de contento. Este precioso animal, no sólo por la fidelidad que le distingue sino también por la belleza de sus formas que le hacían el más hermoso mastín de cuantos llevan carlancas en la sierra, movía la cola sin cesar y saltaba a mi rededor continuamente.

Los rebaños estaban reunidos, y los pastores colocados al frente, a los costados y detrás de sus manadas respectivas. Cada una de estas se distinguía por la marca especial de su dueño, y cada rebaño tenía su dotación correspondiente de perros guardadores y de caballerías para conducir el hato.

Estos rebaños se compondrían de unas dos mil cabezas. El que se hallaba el primero en la dirección del camino de Tacubaya, a la señal de un silbido y de las voces del pastor, se vio colocado repentinamente en el orden de la marcha. Es de admirar la exactitud y la precisión con que los animales de diversa especie que forman parte de estas expediciones, ocupan siempre su sitio respectivo. Ocho o diez mansos con sus grandes esquilones y su cara venerable son los que forman la guía y llevan la dirección de todos los rebaños. Algunos mastines con collares de hierro marchan a vanguardia como en descubierta, otros a los costados de los rebaños, y algunos más siguen a retaguardia mezclados con las caballerías que forman una especie de brigada con destino a la conducción de los víveres necesarios. Un pastor precede siempre a los mansos y es quien dirige los movimientos de la marcha. Para que los corderos, las ovejas que le siguen queden parados donde convenga, no debe hacer otra cosa que obligar a pararse a los mansos y hacer a estos la señal de su marcha para que todo el rebaño le siga. Dejose oír ésta en el momento que yo me encontraba ya a caballo, y bien pronto emprendimos el movimiento al monótono   —58→   compás de las esquilas y los cencerros, mezclados alternativamente con el eco de balidos infinitos. En este orden caminamos todo el día. Los pastores entonaban de cuando en cuando sus cantares con cierta cadencia análoga al detenido compás de los cencerros. Hicimos alto por fin, y al momento vi colocar el aparato de cocina pastoril, del cual pendía un gran caldero. Luego comimos nuestro bastimento. Deliciosa fue para mí aquella noche en que durmiendo a pierna suelta no me impacientaba la idea de la lección ni del severo semblante del maestro. Encontrábame en el elemento en que nací, y mi alma estaba embriagada de delicias.

Al salir el sol emprendimos de nuevo nuestro viaje y otro tanto se repetía los demás días, hasta que llegamos al fin al monte de las Cruces donde estaba el pueblo de la residencia de mis padres. Salieron estos a recibirnos, y ya podéis figuraros cuál sería mi satisfacción. En aquel momento no hubiera yo trocado mi felicidad por todas las riquezas del mundo. La vida pastoril tenía para mí muchos más atractivos que la vida del colegio, y es que me ofrecía más libertad, más independencia, y que yo ignoraba los beneficios que debía reportarme la carrera de las letras, aun cuando algún día llegase a ser también, como mi padre, un pastor propietario.

La vida de los pastores tiene más de monótona que de fatigante. Desde el día en que vuelven con sus ganados al país hasta la época de esquileo, y lo mismo cuando los conducen pasado el calor a otro clima más templado, sólo deben ocuparse en dirigir los rebaños a las paredes inmediatas hasta la hora de la siesta, repitiendo igual operación por la tarde. Por la mañana cuecen la leche y la preparan a la fabricación de los quesos. Nada importa que se separen algún tanto del ganado con tal que no le pierdan de vista para recorrer las montañas vecinas. Este constante ejercicio y la pureza del aire que respiran, así como la frugalidad de sus alimentos dan a su naturaleza un vigor extraordinario que acelera el completo desarrollo de sus físicas. A los quince o catorce años se encuentran por lo general con las fuerzas y la estatura del hombre más robusto que habita en las ciudades o ranchos. Los domingos bajan alternativamente a las aldeas, y se mezclan alegres en los bailes y las danzas con los jóvenes del pueblo. Esta diversión es para ellos el privilegiado objeto de sus afanes, y la distracción más completa a que se entregan.

Cierto día de los más calorosos del mes de junio se encontraba el rabadán José pasando la hora de la siesta a la sombra de un frondoso pino, los otros pastores estaban sentados a su rededor, y él les dirigió la palabra de esta manera: «Mirad aquella cabaña, al pie de la cumbre se encuentra en medio de aquel matorral espeso. Ella es el patrimonio del anciano Rivaroz, y la única herencia de sus dos hijos Manuel y Andrés. La historia de estos pastores es bien interesante, y yo voy a referírsela».



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ArribaAbajoManuel y Andrés

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Rivaroz, a pesar de su vejez trabajaba todavía, y merced a la economía con que vive y a la sobriedad con que se alimenta, puede atender a la subsistencia de sus dos queridos hijos Manuel y Andrés, que constituyen el todo de su familia. Manuel que es el mayor, hace algún tiempo que se dedicaba a guardar los rebaños de su amo, y ayudaba aunque bien poco, a cubrir las obligaciones de su buen padre. Andrés cuando tenía trece años nada ganaba aún. El trabajo de Rivaroz era indispensable por consiguiente a su familia; mas el suceso que voy a referiros pudo causar la desgracia de toda ella.

Cualquiera que vea a Rivaroz, que observe su fuerte estructura, su cuerpo derecho como el de un muchacho, aquella mirada viva y penetrante, creerá que todavía le restan muchos años de vida con el vigor y la fortaleza propia de la juventud. Pero en realidad estas apariencias son por cierto bien engañosas, porque examinándole con atención se observa que sus movimientos carecen de energía, y que a pesar de su esbelto talle tiemblan sus manos, falsean sus piernas sin cesar, y necesita de grandes y costosos esfuerzos para levantarse temprano y dedicarse al trabajo de cada día. Las excesivas fatigas, las crueles privaciones y sensibles disgustos han debilitado antes de tiempo su fuerte constitución. Él conoce que sus facultades físicas se disminuyen por momentos, y teme con razón que dentro de bien poco se verá privado tal vez de dedicarse a ningún género de trabajo, en cuyo caso perecerá víctima de la más terrible indigencia. Yo me compadezco de su situación, y vosotros extrañaréis cómo él no reclama los auxilios de sus amigos. Pero Rivaroz es sumamente pundonoroso   —60→   para hacernos saber los rigores de su miseria, y sufre y padece en silencio, y sus hijos le imitan. Entretanto Manuel descubre una actividad extraordinaria y un excesivo amor al trabajo. Además del cuidado del rebaño que se le confía, se ha hecho un cazador perfecto, y diariamente manda a la población a vender su caza, cuyo producto es destinado al alivio de su familia; no obstante, a pesar de sus esfuerzos va en aumento la miseria de ésta, y el triste semblante de este infeliz muchacho da clara idea del cruel pesar que aflige su corazón, porque ha perdido la esperanza sin duda de luchar con ventajas contra la pobreza que agobia a su familia. Andrés no está al lado de su padre, y voy a manifestaros el motivo.

Un día en que Manuel se había alejado cazando por la montaña más de lo que tenía de costumbre, se encontró con una cuadrilla de hombres armados y entabló conversación con ellos. Ésta fue haciéndose cada vez más interesante, y duró hasta una hora avanzada de la noche. Al día siguiente Manuel había desaparecido. Pasaron otros días después sin que nada se supiese de este joven, cuya imprevista ausencia tenía llena de dolor y consternada a su desgraciada familia... ¿Qué será del pobre muchacho? Manuel, el sostén y la esperanza de su anciano padre, el director y el apoyo de su querido hermano, ¡el objeto del amor de entrambos! Nadie lo sabe. Andrés, abatido y lleno de sentimiento, se acerca a nosotros para referirnos la causa de su pesar, indicando al mismo tiempo la triste posición de su querido padre. Corrimos al socorro del anciano facilitándole algunos auxilios, y si hubiéramos sido ricos le hubiésemos dejado nadando en la abundancia. «¿Y Manuel? ¿Dónde está Manuel?» Repetía a cada instante con un acento que era la expresión del dolor y de la inquietud más amarga. Andrés había resuelto buscar a su hermano por todas partes. Decidido con este objeto a recorrer las montañas y no parar hasta encontrarle, aunque fuera preciso salir de ellas, llena su morral de provisiones, toma su cayado y emprende su camino. Rivaroz no había intentado detenerle porque lloraba sin cesar la ausencia misteriosa de su hijo Manuel. Andrés no podía vivir sin su hermano, y partió acompañado de las bendiciones de su padre y de las alabanzas de sus amigos. Algunos días pasaron sin recibir la menor noticia del uno ni del otro. Hasta que una mañana vimos pasar por el camino próximo una cuerda de prisioneros, y escoltada por una partida de caballería. La curiosidad nos hizo descender de la montaña para examinar de cerca aquellos desgraciados, pero cuál sería nuestra admiración y nuestra sorpresa cuando reconocimos entre los prisioneros al pobre Andrés, aquel infeliz muchacho que días antes había salido en busca de su hermano. ¿Qué habrá hecho   —61→   este infeliz para ser tratado de tan cruel manera? Nuestra imaginación vagaba en conjeturas, cuando de repente oímos un gran grito, y vimos que un hombre a todo correr se dirigía hacia la cuerda, y precipitándose entre los caballos de la escolta gritaba con desesperación: «¡Andrés! ¡Andrés! ¡Hermano mío, dejad a mi hermano, volvédmele!». Este hombre era Manuel, en efecto, que reclamaba a su hermano. Los soldados le rechazaron con fiereza, continuaron su camino, mientras que del interior del grupo salía una voz que decía: «Manuel, vuelve a casa de nuestro padre, ocúltale mi situación, y procura el alivio de la suya: prolonga los días de su existencia: él necesita de ti, Adiós». Manuel que veía alejarse la cuerda sin esperanza de abrazar a su hermano, cayó en el suelo privado de sentido, nosotros corrimos a su socorro, y dentro de pocos instantes le volvimos a la vida.

«¡Andrés! ¡Hermano mío! ¡Oh amigo, si supierais!...». Tales fueron sus primeras palabras, y luego que se hubo serenado un poco, sentado en un ribazo, nos habló de esta manera.

«Yo había abandonado el cuidado de los rebaños, porque veía que este trabajo lejos de bastar a cubrir las necesidades de nuestra familia, daba lugar a que la miseria se apoderase de nuestra cabaña, y que mi pobre padre arrastrase una existencia penosa, cuando su edad y sus achaques reclamaban la tranquilidad y el reposo que no puede existir donde prevalece la indigencia. ¿Qué había yo de hacer? Aquí no había medio de mejorar de situación: estaba desesperado cuando me encontré con una partida de contrabandistas, que haciendo la pintura más interesante de su vida y sus costumbres, me ofrecieron las seguridades más completas de una utilidad prodigiosa. Acepté sus insinuaciones con el fin de contribuir prontamente a mejorar la suerte de mi desgraciada familia, y desde luego me hice contrabandista. El contrabando no es reputado entre ellos como una profesión vergonzosa, ni aun tiene entre nosotros el concepto de criminal, que en todo caso hubiera bastado a separarme de la compañía de aquellos hombres; sin embargo, la vida del contrabandista está llena de riesgos, porque las leyes del país prohíben esta especie de comercio, y los que a él se dedican, sin un momento de reposo, se hallan precisados a hacer uso a cada instante de sus armas poniendo en riesgo la vida. Los primeros días pasaron sin contratiempo: pero en el momento de coger el fruto de nuestros afanes, con el que ya me prometía hacer la felicidad de mi familia, fuimos sorprendidos por el resguardo. Trabose una pelea terrible entre una y otra parte, y aunque nosotros éramos menos en número, no cedimos hasta apurar los cartuchos. Yo acababa de disparar el último tiro, cuando me sentí herido y tuve que echar a correr.   —62→   En este instante oigo un acento que penetra hasta lo interior de mi corazón: era la voz de Andrés que había salido al encuentro; de Andrés, que me buscaba, y cuya sorpresa al verme herido, no podré yo pintaros exactamente: "Andrés -le dije sin parar mi carrera- déjame huir que me persiguen: ¡soy contrabandista! -¡Dejarte marchar! ¡No, no es posible, abandonarte así cuando tú sufres, cuando estás herido! ¡Ah! No, no, de ninguna manera"; yo le rogaba, le suplicaba que me dejase marchar, pero todo era inútil. Entre tanto yo sentía que mis fuerzas se debilitaban con la sangre que derramaba la herida; los objetos se oscurecían a mi vista, y caí sin sentido en los brazos de mi hermano, y cuando volví de mi desmayo me encontré solo en el centro de un barranco. Una camisa hecha pedazos y rodeada al cuerpo, oprimía la herida y había restañado la sangre. Un morral con algunas provisiones se hallaba a mi lado y un cayado también. ¡Ah! era la camisa y el cayado de mi hermano. Le llamé varias veces, y nadie me respondía... ¿Dónde estará Andrés? -me preguntaba a mí mismo. Quise incorporarme y no me fue posible, la debilidad me había dejado sin fuerzas... Una semana entera pasé en tal estado sin poder dar un paso por la montaña. ¡Qué largos me parecían los días! ¡Qué noches tan eternas!... En fin, aunque con trabajo, al cabo de este tiempo conseguí trepar por aquellos cerros, pregunté por mi hermano a unos pastores, y supe que había sido conducido preso por contrabandista!» Escuchamos, no sin derramar lágrimas, la precedente historia que Manuel acaba de referir con la expresión del sentimiento.

De entonces acá Manuel continúa melancólico y taciturno, no habla sino de su hermano Andrés, ni quiere oír hablar de otra cosa.

Así concluyó el rabadán José su narración, dejándonos con el deseo de saber cuál fue la suerte del generoso Andrés porque él mismo lo ignoraba.

Concluyó la temporada de las vacaciones... Volví a mi colegio, y en todas las cartas que dirigía a mi padre le preguntaba por Andrés con la mayor impaciencia, hasta que últimamente he recibido la en que, entre otras cosas, me dice lo siguiente.

«Tú me preguntas, querido niño, cuál ha sido la suerte de Andrés Rivaroz, pues mira: Los buenos modales, la dulzura de su carácter y las demás circunstancias recomendables, le dieron un lugar preferente entre los demás prisioneros. El juez de la causa le cobró un interés decidido, y trató de disminuir el grado de la criminalidad que se le imputaba, exhortándole a que declarase las circunstancias atenuantes del desliz en que había incurrido tomando parte con los contrabandistas, y confesase los verdaderos motivos que le habían hecho comparecer en el acto de la derrota.   —63→   Pero todo era en vano. Aunque nadie hubiera podido probarle la ejecución de una falta que no había cometido, persistía sin embargo en declarar que él era el verdadero contrabandista, y hablando como hubiera hablado su hermano, manifestaba ante el tribunal la necesidad en que se había visto de hacer el contrabando para impedir que su anciano padre pereciese de miseria. Esta declaración sencilla, pero altamente expresiva y significante, excitaba en el corazón de los jueces el sentimiento de la compasión, y contribuyó un poco a dulcificar la pena que imponen las leyes del país al que escogido con las armas en la mano con perjuicio de los intereses de la hacienda pública. Fue sentenciado a una corta reclusión, que era el castigo menor que se podía imponer en tal caso. Ahora ya está en libertad, vive en el seno de su familia, y es el consuelo de su padre y la delicia de su hermano. Aquí hemos admirado todos la conducta de este joven virtuoso hasta el heroísmo; los mejor acomodados le hemos hecho algún obsequio: cada cual le ha regalado un par de ovejas y alguna cabra. Andrés hace prosperar su rebaño, que se aumenta considerablemente, y produce lo bastante para atender a la cómoda subsistencia de su familia. Rivaroz es ya dueño de más de cien cabezas de ganado merino, y todo lo debe a la generosa acción de su virtuoso hijo. En la cabaña paternal resplandece la alegría. La abundancia y la felicidad han reemplazado en ella la miseria y el disgusto. En cuanto pone su mano Andrés, otro tanto prospera y prevalece, porque la Providencia divina vela por la conservación de los hombres justos, y bendice los pasos de los buenos hijos.



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ArribaAbajoEl leñador

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No falta quien asegure que un pobre leñador es la expresión más completa de la miseria humana. En efecto, nada hay más triste que el país donde habitan estas familias y las chozas miserables en donde se guarecen del rigor de la intemperie. No hay que buscar en sus inmediaciones los vestigios de la civilización. La inteligencia de estos habitantes permanece sin cultivo, y mueren por lo general sumergidos en la ignorancia: su carácter es tan sombrío y melancólico como los sitios en que moran, en los cuales la naturaleza se presenta, siempre la misma, siempre melancólica. Allí reina un silencio espantoso, que sólo se interrumpe durante la noche por los aullidos de los lobos y el ruido que forman los vientos al pasar con violencia al través de las espesas ramas de los pinos que le rodean y de las paredes imperfectas de sus chozas miserables. En el interior de éstas sólo se encuentran un montón de heno o de hoja seca que les sirve de cama, y una piedra tosca sobre la cual encienden sus hogueras para condimentar el frugal alimento y mitigar la impresión desagradable del riguroso frío del invierno. El pan de maíz o de centeno, algunas batatas cocidas o asadas, y tal cual potaje de habas o de lentejas, forman las delicias de su mesa... ¡Ah, y cuántas fatigas, cuántos trabajos les cuesta adquirir el referido alimento!

El pequeño leñador se ve precisado desde que amanece el día a abandonar el sueño para seguir a su padre y ayudarle en sus trabajos. Mientras este se ocupa en derribar un árbol a los golpes de su hacha, el infeliz muchacho se dedica con afán a recoger las raíces de algún   —65→   pino que el huracán ha arrancado de la tierra, y con estas y algunas ramas secas que recoge forma su hacecito, que llegada la noche conduce sobre su espalda. Si su padre tiene la fortuna de poseer un borriquillo o una carreta con su par de vacas, es el pequeño leñador quien tiene el encargo de llevar a vender su leña a los mercados vecinos. Entonces con el producto de esta industria, compra lo más necesario para su subsistencia, y regresa a su choza alimentado con un pedazo de pan y un cacho de cebolla. En la temporada de invierno, mientras que las nieves y las ventiscas no les permiten salir de la cabaña, los leñadores suelen ocuparse en fabricar aros y gamellas que venden llegada la primavera a un precio muy pequeño. ¡He aquí descrito el cuadro de una triste existencia monótona siempre, siempre la misma!... No creáis sin embargo que carece de algunos goces apreciables, no. Ellos son pobres, muy pobres, pero tienen la dicha de amarse mutuamente. El padre está gozoso de una caricia de su hijo, y el hijo muy contento de una mira da alegre de su padre o de un beso cariñoso de su madre. El lecho en que descansan es bien duro, pero el sueño a que se entregan es tranquilo; ni la ambición, ni los remordimientos, ni la envidia lo interrumpen, porque si bien es cierto que los bienes que poseen son muy limitados, también es verdad que sus deseos y sus necesidades lo son más todavía. Concluido el trabajo penoso de un día, el pequeño leñador sabe que tiene que agradecer a Dios, y que esperar de su bondad infinita algunos auxilios ulteriores. Dios protege a sus criaturas y cuida de aquellas que parecen más abandonadas, para proporcionarles los dulces consuelos que suelen ser desconocidos de los ricos y de los grandes de la tierra.

Una pobre y honesta familia de leñadores habitaba en lo más espeso de uno de los bosques principales, en las montañas del norte de la República. Componíanla el padre, la madre y dos niños, de los cuales el mayor, que tenía doce años, se llamaba Pedro, y con el nombre de Gerónimo se conocía el otro que acababa de cumplir cuatro años solamente. Pedro se distinguía por el tierno afecto que profesaba a su hermanito. La amistad que reinaba entre ambos era tan íntima que causaba admiración a todos cuantos tenían noticia de él; vivían pues estos cuatro seres privilegiados si no en medio de la abundancia, al menos en el seno de la paz. Sin embargo, esta fue alterada cierto día por un suceso fatal que hubo de causarles muchos disgustos. En el acto de cortar el tronco de una robusta encina, dio el padre con su hacha un golpe en vago y se hirió gravemente en la pierna; no es posible explicar las demostraciones de dolor a que Pedro se entregaba, cuando oyendo el ¡ay! en que prorrumpió su padre, volviose   —66→   hacia él y vio correr su sangre en abundancia por la herida. En tan crítico momento no debía perder un instante, y Pedro rasgó su camisa y curó con ella y lió la pierna de su padre: a poco rato condujo a éste apoyado sobre su espalda hasta la choza en que debía recibir los auxilios que le prodigara el cariño de su esposa. La herida, si bien era de considerable extensión, no había penetrado tanto que dejase de ofrecer las esperanzas de absoluta curación; sin embargo, reclamaba mucha quietud, y no le permitía salir de la cama en mucho tiempo. Sucedía esto en el otoño, época en que por lo general los trabajos de los leñadores son más productivos y más frecuentes. Imposibilitado de trabajar el padre, la ruina de toda la familia era consiguiente. ¡Qué desconsuelo infundía en el corazón de aquellos desgraciados la idea horrible de su triste porvenir! Pedro se esforzaba en vano en consolar a su padre y a su madre: estos infelices esposos conocían por la experiencia el rigor de su suerte y la dificultad de mejorarla. A cada instante la aflicción y la pesadumbre hacía asomar lágrimas a sus ojos, y aquella cabaña donde hasta entonces habían resonado de continuo solamente los suaves acentos del amor conyugal y de las caricias fraternales, era ya el teatro del dolor donde sólo se escuchaban gemidos y lamentos. El amor filial sugirió a Pedro una resolución que debió calmar algún tanto los temores de la familia. «-Padre mío, exclamó el muchacho, ya voy siendo grande, y me encuentro con fuerzas superiores a mi edad: no dudo que poniendo un poco de mi parte podré concluir el trabajo que habéis comenzado, y tendremos de esta manera lo necesario para pasar el invierno y atender a la curación de vuestra herida. Conque no afligirse, porque estoy resuelto a trabajar con ardor y con coraje. -Pedro, te engañas indudablemente, eres muy joven todavía, hijo mío, tú no podrás... -Que sí, vaya, padre, yo emplearé más tiempo que usted, pero al fin conseguiré mi objeto. -Yo te aseguro que lo veo imposible, además puedes herirte fácilmente con el hacha, y entonces en lugar de un enfermo tendremos dos, y se aumentará el conflicto y la infelicidad de la familia. -Que no, padre, tengamos esperanza en Dios que él me protegerá». El padre lloraba de alegría al considerar que tenía un hijo tan virtuoso. Pedro, consecuente en su resolución, al amanecer del día siguiente, tomando un pedazo de pan debajo del brazo y cargando al hombro la hacha de su padre, se preparaba a salir de la cabaña para comenzar su trabajo; pero Gerónimo, que le había visto, le detuvo para decirle. «-¿A dónde vas hermano? -A trabajar al monte. -¿Sin que yo te acompañe? -Sí, es preciso que te quedes con padre, que estés a su lado para cuidar de él. -Eso ya lo hará madre. -Sí, pero como sale alguna vez, habrá de dejarlo solo.   —67→   -Ya sabes que desde que está enfermo no lo abandona un instante. Además, yo quiero hacer lo mismo que tú, quiero trabajar también para ganar nuestro sustento. -En fin, no lo puedo permitir si padre no accede a tus deseos. -Deja, Pedro, que vaya contigo -exclamó el padre que escuchaba esta conversación desde su cama-; tiene razón, no debe quedarse en casa para no hacer nada mientras tú vas a trabajar para todos nosotros: él te ayudará».

Pedro no deseaba sin embargo otra cosa que llevar a su lado a su querido hermanito. Abrazaron ambos a su padre y partieron llenos de gozo con la idea de hacer alguna cosa en provecho de su familia. Estimulábanse mutuamente al trabajo, y el pequeño decía con frecuencia al mayor: «-Descansa un poco, hermano, estás ya muy fatigado y lleno de sudor. -Es preciso hacer algún esfuerzo, si no jamás concluiría el trabajo. -Sí; pero ya sabes que, padre te ha dicho que no hagas más de lo que puedas; si trabajas demasiado, se lo diré y te regañará». Pedro descansaba un poco por dar gusto a su hermano, y emprendía de nuevo su trabajo con doble coraje. Esta escena se repetía muchos días seguidos: el padre y la madre estaban admirados de los progresos que Pedro hacía en el trabajo. Este, abrazando a su padre alguna vez, le decía: «-Ya veis cómo voy creciendo, mis fuerzas además se aumentan cada día, ¡ah! ¡no os dé cuidado!»

Avanzaba la estación naturalmente, el frío del invierno se dejaba ya sentir, los días eran cada vez más cortos, y cada día anochecía más temprano en el interior de los bosques. Una tarde que Pedro estaba trabajando algo más distante de lo que tenía de costumbre, distraído con el afán de adelantar en su obra, dejó de trabajar después de la hora en que solía hacerlo de ordinario; sin embargo, creía que aún tendría tiempo de llegar a la choza antes de la noche; pero de repente se levanta un temporal terrible, y la oscuridad más completa se esparce por todo el bosque. En vano los dos hermanos se apresuran; los árboles más fuertes se estremecen y se encorvan al ímpetu furioso de los vientos; la lluvia principia a caer sobre las hojas de los árboles, los relámpagos y los truenos aumentan el horror de la tempestad; una densa niebla cubre todo el bosque, cual si fuera un espeso velo rasgado de vez en cuando por el deslumbrante resplandor del rayo y de la centella que sirve para hacer después más horrible la oscuridad que predomina. Inquietos y sobresaltados nuestros pequeños leñadores, apresuran su paso cuanto les es posible; pero a cada momento tropiezan con los troncos de los árboles y caen en medio de las malezas. Con las manos ensangrentadas huyen sin reflexión delante de la tempestad creyendo que aún podrán ganar terreno. Mas ¡ah! que una enorme roca les impide continuar su marcha y   —68→   les hace convencer de que han equivocado el camino. Un pequeño hueco que forman las piedras de la misma, ofrece a los dos hermanos un abrigo contra la tempestad, y guarécense en él creyendo que pasado el nublado les será fácil hallar todavía la senda que conduce a su cabaña; pero la tempestad se prolonga, las horas pasan, el sueño y la fatiga cierran los párpados de Gerónimo, y el pequeño niño queda dormido en los brazos de su hermano. La lluvia había aumentado el frío de la noche. Pedro observaba con compasión a su pobre hermanito que tiritaba de frío en medio de su sueño. ¿Mas qué podría hacer en su beneficio en situación tan crítica? Quítase con cuidado la chaqueta y la extiende suavemente sobre el cuerpo de su hermano: aplica el rostro de este hacia su mismo pecho para comunicarle calor. Pedro no obstante tiene mucho frío; mas figurándose que de este modo podrá salvar tal vez la vida de su hermano, apenas siente el rigor de su propio sufrimiento. Durante esta larga y horrorosa noche, Pedro sin cerrar los ojos tenía el oído en el acecho y la mano sobre la hacha, esperando el momento en que algún lobo hambriento se acercase para defender a toda costa la existencia de su querido hermano. En fin, la tempestad se disipó al amanecer del día, y el sol principiaba ya a esparcir la claridad en el bosque destrozado. Emprenden su camino los dos hermanos, mas ¡oh nuevo terror! aquel sitio es para ellos desconocido enteramente. Multitud de sendas se encaminan hacia una y otra parte; ellos no saben cuál tomar o si será mejor viajar sin seguir ninguna; entregados al acaso, emprenden la marcha y siguen andando sin cesar... El sol se encuentra ya a la mitad de su carrera sin que ellos conozcan el sitio donde están; el día se acaba, la noche vuelve... las fuerzas de estos dos infelices se hallan medio extinguidas; Pedro ha dado a su hermano el último pedazo de pan que le quedaba. «-¿Será preciso morir aquí? ¡vendremos a ser presa de los lobos!... ¡vamos! un poco de valor, hermanito. ¡Veamos si todavía podemos adelantar más!» Dan algunos pasos... allá a lo lejos se descubre una dilatada llanura, y más lejos todavía el resplandor de la luz artificial... el pequeñito, ya no puede más sin embargo, ¡allí donde se descubre la luz hallarían indudablemente su socorro! Pedro carga con su hermano a la espalda, y con vacilante paso se adelanta y sigue marchando... La luz se aumenta por grados a su vista... ya está bien cerca, a la distancia de unos cincuenta pasos... ¡pero las fuerzas de Pedro le abandonan y cae al suelo sin sentido! Su hermanito le llama en vano... en vano quiere volverle a la vida con sus abrazos y sus lágrimas; dirígese como puede hacia la casa que descubre, y haciendo un esfuerzo por salvar a su hermano, se acerca allí mismo donde él ha comprendido, que Pedro quería llegar...

Los que habitaban aquella casa apenas podían comprender lo que el infeliz niño quería decirles entre los sollozos que le ahogaban; sin embargo, se deciden a seguirle y encuentran al pobre Pedro tendido sobre el suelo, sin conocimiento aún, y le conducen al palacio, (porque éste era un palacio) y mientras que suministran a Pedro los auxilios   —69→   necesarios, su hermanito Gerónimo refiere la historia que acabáis de oír. La condesa de S. B. a quien pertenecía el dominio de aquel territorio, no pudo contener las lágrimas al escuchar de la boca del niño tan interesante relación, y se manifestó en extremo compadecida de la suerte del infeliz Pedro. Cuando éste hubo recobrado sus fuerzas, la condesa le ofreció cuidar de su educación y de su suerte si quería permanecer en su compañía; mas Pedro no era de aquellos hijos que prefieren la abundancia y las comodidades a las tiernas caricias de su padre y de su madre; manifestó su gratitud a la condesa, y la dijo que él quería mejor comer un pedazo de pan negro en el seno de su familia, que bizcochos lejos de ella.

La condesa elogió estos sentimientos y dispuso que acompañados de un criado de la casa volviesen los niños a su choza, llevando al mismo tiempo el auxilio de su médico para que atendiese a la curación de la herida del pobre leñador. No es fácil describir la alegría y el gozo que experimentaron los desgraciados padres de Pedro y Gerónimo al verlos entrar en su choza cuando creían haberlos perdido para siempre. Los besos, los abrazos, las lágrimas de alegría y las caricias más tiernas se repetían sin cesar. El padre movido de un noble orgullo no podía contener las lágrimas al considerar la heroica conducta de su hijo Pedro, y sobre todo el acto de haber renunciado la felicidad que se le ofrecía por no separarse del lado de su familia. La condesa llena de admiración por la conducta de Pedro, había cobrado grande interés hacia la suerte de su padre. Hizo construir una casa pequeña, pero cómoda, en medio del bosque, que cedió a esta familia, facilitándola además cuanto era necesario para el cultivo de un pequeño terreno que les cedió igualmente, con todo lo cual viven en el día al abrigo de la indigencia.

¿No admiráis cómo los arcanos de la Providencia son impenetrables, y cómo sus altos juicios tienen por objeto cambiar la suerte de los hombres, cuando parece que se deleita en hacer merecer los favores que prodiga?... Si Pedro no hubiera sido tan buen hijo, no hubiera ido a trabajar tan joven al monte; menos enérgico, menos perseverante, hubiera perecido tal vez en medio de la tempestad; si no hubiera sido tan buen hermano, no habría adquirido la estimación y el afecto de la condesa. Así es que por un orden inexplicable y digno de admiración por sus resultados, los acontecimientos se suceden, se ligan y se encadenan de una manera imperceptible que une los reveses a la prosperidad y la prosperidad a los reveses; el hombre ignora la causa, y sólo ve los efectos; que reconozca pues el poder de la Suprema Inteligencia, y confíe humildemente en la bondad y la justicia del que dirige los soles y los mundos... Amar a los padres y mostrarse reconocido a los bienes que hemos recibido de ellos, es un sentimiento sencillo y natural que no merece grandes elogios. Imposible parece encontrar un niño tan mal nacido que niegue a sus padres el cariño y el respeto que les debe... pero preferir como Pedro el amor filial al deslumbrante resplandor de la opulencia: desplegar como él una energía muy superior al vigor de su corta edad, he aquí dos sentimientos nobles y generosos, dignos de la alabanza de los hombres y de los beneficios que el cielo les había reservado,



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ArribaAbajoEl hijo del labrador

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El labrador, propiamente dicho, es arrendatario o colono, o bien propietario o dueño de las tierras que cultiva. En ambos casos sus ocupaciones y sus costumbres son bien semejantes. Sin embargo, la suerte del colono es más infeliz que la de que cultiva su propiedad, porque se ve precisado a trabajar todo el año para dar al dueño de los campos tres cuartas partes de los productos, quedándose él con una sola. Esta posición desventajosa exige por lo mismo mayores esfuerzos, mayores privaciones, y ocasiona mayores penalidades. En un año de mala cosecha, el labrador arrendatario no sólo pierde el producto de su ímprobo trabajo, sino que debe pagar al amo de las tierras el importe del arrendamiento. Entonces su situación es más infeliz todavía, porque le falta todos los medios de subsistencia, y esto después de haber regado diariamente el suelo improductivo con el sudor de su tostada frente. De todos modos, él se ocupa sin cesar de las tareas rurales y pasa la mayor parte de su vida en el campo.

El hijo del labrador sigue por lo común las costumbres de su padre, y sus trabajos, aunque en miniatura, son iguales enteramente. Hasta la edad de siete años sin embargo, sirve como de estorbo a su familia, inútil para todo, ocupa alguna vez la atención y el cuidado de su madre, y eso que casi siempre se le ve arrastrarse por el corral o por el patio, y revolcarse sobre el estiércol. De este modo llega a los cuatro o cinco años, y su naturaleza se desarrolla maravillosamente: nada ha hecho todavía, pero está acostumbrado a ver practicar las mismas cosas cada día. Así es que conoce   —71→   perfectamente cuál sea el pienso que se debe dar a las mulas, cuál el de los caballos, cuál el alimento que conviene a los cerdos, a los pollos y a las gallinas. Los enseres de la labranza los conoce y distingue de la misma manera, y aun sabe el nombre propio de cada uno. También conoce las épocas de la sementera, de la siega y de la vendimia. Nacido y creado entre las faenas de la labranza, le son familiares estos conocimientos. Cuando llega a la edad de trece o catorce años, se encuentra dispuesto a auxiliar a su padre en las fatigas del campo. El aire libre que respira, los sencillos alimentos con que se nutre, y su ejercicio puramente material, han acelerado el desenvolvimiento de sus facultades físicas, proporcionándole una envidiable robustez; pero sus trabajos no siguen un sistema fijo e invariable; debe sujetarse a las circunstancias de la estación, y sobre todo, a la voluntad de su padre, que le emplea en todo aquello en que puede ser más útil por el momento. Levantarse a las cinco de la mañana para recorrer el establo, barrer el estiércol, limpiar los pesebres, examinar si alguna bestia se ha puesto mala y renovar a todas el pienso. En seguida se dirige a la cocina, ayuda a su madre a mondar las cebollas y a disponer los almuerzos. Luego saca agua del pozo, echa de comer a los cerdos y barre los portales. Al hijo del labrador corresponde también el cuidado de los mastines, guardianes de la granja, que le salen al encuentro y le colman de caricias: es un gusto ver a estos animalitos cómo demuestran a su manera el afecto que tienen al muchacho. Los bueyes y las vacas conocen hasta su voz y sus pasos. Cuando entra por las mañanas en el establo, se mueven como con impaciencia y le reciben con suaves mugidos, volviendo hacia él sus grandes ojos. Los animales más bravos de esta especie se dejan aproximar sin resistencia del hijo del labrador. El caballo de su padre relincha, cuando se acerca y golpea el suelo con sus pies. El muchacho le habla, y el animal que le comprende, sale detrás, y sin brida y sin ramal se deja dirigir y aun castigar de este niño de doce años. No es de temer que el caballo se ensoberbezca ni se resista; tal vez haría uno u otro con un hombre; pero se dejaría guiar dócilmente de un niño, porque la obediencia en este caso no es un yugo que se le impone, sino una autoridad que él acepta. Si la alquería o la granja se halla situada cerca de alguna gran población, el hijo del labrador habrá de ir una vez al menos cada semana a vender los productos de sus campos; pero antes es preciso que arregle y limpie dichos objetos; que quite la tierra a las batatas, los tronchos y las malas hojas a las berzas, las raíces a las cebollas, y esta ocupación, sobre las que tienen ya de ordinario, hace su posición más difícil y enojosa, porque se acuesta a las doce de la noche, para levantarse   —72→   a las dos de la madrugada y emprender su camino hacia el mercado. Su padre queda entre tanto dirigiendo y auxiliando los trabajos de la labranza. No bien ha salido de la granja el hijo del labrador, cuando rendido del sueño y de la fatiga, deja caer las riendas sobre el cuello del caballo, y duerme tranquilo sirviéndole de almohada las berzas de la carga. El caballo sigue no obstante su bien aprendido camino, y continúa sin parar hasta la entrada de la población, donde hace alto por costumbre. Entonces los dependientes del resguardo se acercan para ver si dentro de la carga viene algo de contrabando, y el muchacho se despierta, permite registrar su serón, y penetra después hasta el mercado.

En el verano su vida es diferente, porque desde la temporada de la siega hasta que se concluye la de las heras, día y noche habita al raso, sin entrar en la granja más que en el acto de conducir las comidas y los almuerzos para los trabajadores. Recibiendo de lleno el fuego abrasador del Estío, trabaja sin ceso, y su cuerpo, bañado siempre de sudor, se debilita a cada instante. Sin embargo, en esta temporada se mantiene con alimentos más nutritivos, y con repetidos tragos de vino reemplaza la pérdida de la humedad que le ocasiona la traspiración continua. Después del estío viene el otoño y con él la época de la vendimia; operación interesante y de las más divertidas a que se entregan los labradores. Una parte de la cosecha, (la de los granos) se encuentra ya asegurada, y el ver sus trojes rellenas da al labrador cierto ánimo y cierto aire de contento que hacen más llevaderas las penalidades del trabajo. La recolección de la uva es para el hijo del labrador un motivo de diversión y de alegría. Saciado hasta el ahíto con los productos de la cepa, se mezcla gozoso en las fiestas y las danzas con que los pueblos celebran dicha operación, como en muestra del regocijo que les causa haber llegado aquel año al término feliz de sus principales tareas agrícolas. Sin embargo, a muy poco se verifica la recolección de la aceituna, que también es motivo de nuevas diversiones. Luego principia la sementera y con ella comienzan otra vez los trabajos anuales del labrador, en cuyo caso el hijo del colono no hace más que seguir y auxiliar las operaciones de su padre.

El traje del labrador es diferente según el departamento a que pertenece; pero sus costumbres suelen ser casi en todas partes las mismas. Los domingos y días festivos suelen reunirse en los juegos de pelotas, de bolos y de barra. También en la tarde de estos días obsequian las muchachas del pueblo o del contorno, bailando al compás de la guitarra y del violín, según sus costumbres particulares. Como hasta ahora he tratado solamente de describir rápidamente los usos y costumbres del labrador, voy a referiros una historieta verdadera que   —73→   servirá por lo menos para dar a este cuadro el colorido de un interés especial.

Veréis como es cierto que no hay regla general sin excepción, y que los defectos morales pueden corregirse cuando el individuo pone de su parte los esfuerzos de su voluntad. Así es que aun cuando un joven aparezca de mala índole, todavía puede ofrecer esperanzas de un cambio favorable. Bajo las apariencias más desagradables existe alguna vez un buen corazón.

La familia de N. N. ricos labradores de las cercanías de Morelia, se componía de siete individuos: el padre, la madre y cinco hijos. Habitaban una alquería contigua al pueblo de Tajimaroa, y hubiéranse contemplado felices a su modo, a no ser porque los disgustos que les proporcionaba diariamente la mala conducta de su hijo Luis, turbaban a cada paso el reposo y la tranquilidad de la familia. El genio indomable y el carácter altivo del muchacho, así como otras malas cualidades que iba adquiriendo de día en día, hacían temer que llegado a cierta edad pusiera a su existencia un fin desastroso, porque ni los consejos, ni las amonestaciones de su madre, ni los castigos que le imponía su padre, bastaban a separarle un instante de la senda del crimen que había emprendido. El padre, que tenía la mala costumbre de embriagarse alguna vez, cierta noche al retirarse de la ciudad en el deplorable estado en que se colocan con frecuencia los hombres a quienes domina tan aborrecible vicio, hubo de perder el camino y descarriarse. Muchos días pasaron sin que la familia desconsolada adquiriese noticia de su paradero; hasta que el cadáver del infeliz fue descubierto en la orilla de una grande acequia. Nadie supo dar razón del motivo de aquella desgracia ni de las circunstancias que la acompañaron. La alquería de N. N. era el teatro de la aflicción más amarga: Luis sólo parecía insensible a aquel acontecimiento, pero no lo era en realidad: Luis no lloraba, porque no había aprendido a llorar; ninguna promesa, ningún ofrecimiento, ninguna expresión de consuelo dirigía a su triste madre, ni procuraba acallar los lloros de sus hermanos.

Al siguiente día al salir la aurora, se levantó sin hablar palabra, recorrió los establos y la caballeriza, dio de comer a las bestias; luego se dirigió al campo y puso en orden los trabajadores; después fue a vender las legumbres a la ciudad, entregando por fin religiosamente a su madre el producto de su mercancía. Hablaba a los trabajadores con tal gravedad y tal juicio, que todos obedecían sin contradecirle. El orden más perfecto, la disciplina más rigurosa se observaba en todo lo relativo a la labranza de la casa. Los ingresos se verificaban con regularidad y con método, y los pagos se hacían todos con extraordinaria puntualidad. Causaba admiración la nueva conducta de Luis a cuantos le habían conocido antes. Su madre veía con no menos sorpresa cómo las labores   —74→   seguían un orden admirable, y todo lo relativo al gobierno interior de la granja marchaba con actividad y en buena disposición, sin que se viese obligada a tomar parte alguna. Luis protegía los intereses de su familia hasta el punto de que no se echase de ver en ella la falta de su jefe. Su conducta fue siempre la misma en adelante: no había llorado ciertamente la muerte de su padre, pero en honor o por respeto a su memoria, había arrancado con un solo esfuerzo hasta las raíces de los vicios que crecían en su corazón, para ocupar su lugar en el instante con el sentimiento enérgico de las más grandes virtudes. Si os place saber el secreto de transformación tan maravillosa, yo os lo presentaré en el siguiente diálogo que tuvo lugar poco después entre Luis y su madre.

«-Estoy asombrada a ver cómo un muchacho enredador y travieso que nada dejaba a vida se ha convertido en hombre de juicio. -Es que antes tenía padre (respondió Luis mirando atentamente a todos sus hermanos que estaban alrededor escuchando sus palabras) ¿quién si no él hubiera cuidado de todos vosotros?»

El maravilloso cambio del carácter de Luis se explica pues fácilmente por el cariño que ha manifestado tener a sus hermanos, y porque conmovido su corazón por un esfuerzo de este sentimiento natural, quiso aliviar a su madre de la pesada carga que la desgraciada muerte de su esposo le imponía. A Luis no se puso por delante la dificultad de los trabajos de que hasta entonces había rehusado acostumbrarse, ni la privación de los juegos, ni de los placeres con que estaba familiarizado; no vio más que la necesidad de variar de conducta; sólo una palabra se dijo a sí mismo: soy malo, perverso; pero yo seré bueno, no dentro de seis meses ni de un año, mañana, desde ahora mismo. Ya veis como cumplió su promesa: nada hay imposible para un buen corazón auxiliado de los esfuerzos de la voluntad.



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ArribaAbajoEl mendigo

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¡Mendigar!... seguir vergonzosamente a todo el que transita por la calle distraído y preocupado con la idea de sus negocios, sin escuchar ni atender al que después de invocar inútilmente la caridad, recurre al sentimiento de la humanidad con voz humilde y doliente; tender la mano para recibir el ochavo que deja caer el rico más bien por evitarse la molestia del que le pide, que movido de un sentimiento de piedad, y bendecir sin embargo su generosidad. ¡Ah! nada hay en el mundo tan miserable, tan vil y tan degradante para el hombre. No obstante, es preciso no condenar sin reflexión a todos aquellos desgraciados que en las calles y en las plazas públicas se presentan a excitar en favor de su miseria nuestra propia compasión... Sí, la mayor parte merecen el desprecio y la execración; pero hay algunos todavía muy dignos de nuestra piedad. ¿Sabéis cuántas causas pueden contribuir a arrebatar a una familia los medios de su subsistencia? Escuchad, ¿habéis oído el sonido alarmante de cien campanas que pueblan el viento con sus pausadas vibraciones, y los gritos de terror, los lamentos de la desesperación de todo un pueblo, que espantado huye y se precipita en medio de las plazas y de las calles públicas?... ¿Qué es esto?... Mirad cómo el cielo se cubre por aquel lado de un color rojizo que parece el reflejo de un volcán... ¡el fuego! ¡Dios mío! sí, es el fuego, que habiéndose cebado en el interior de una casa, rompe ya los tejados y se comunica y se extiende a las habitaciones vecinas: mirad cómo crece por instantes, cómo se dilata, cómo reduce a cenizas los edificios   —76→   mejor construidos... en vano harán esfuerzos para cortarle, su furor se aumenta por momentos a proporción de la resistencia que se le opone, ¡las vigas inflamadas dan horribles chasquidos y las casas van a desplomarse al instante! Mañana el incendio se habrá acabado, y sólo se presentará a nuestra vista cenizas calientes aún, escombros calcinados, el hierro y el plomo derretido, la ruina, la desolación, la desesperación también. El fuego lo ha devorado todo. ¡Ah! Aquella casa contenía toda la riqueza de una infeliz y numerosa familia: era el único recurso, la única esperanza de un anciano; ¡pobre anciano, qué porvenir tan triste os espera!... Y el torrente devastador que todo lo despedaza y esparce con horrible bramido, sus cenagosas aguas por las campiñas más fértiles... mirad cómo se avanza, cómo corre, cómo se precipita. Pocos minutos ha se descubría muy a lo lejos, miradlo ahora a vuestros pies, ¡huid! ¡dentro de un instante ya no será tiempo!... Él arrebata cual paja ligera en su horrible invasión los árboles más robustos; las casas arrancadas como de cuajo hasta el cimiento, los cadáveres de familias enteras fluctúan sobre las aguas y entremezclado todo forman isletas espantosas en medio de un torrente horroroso que lleva la muerte y la desolación a los países por donde pasa... Después de un incendio, todavía encontraréis algún vestigio de lo que fueron los edificios abrasados y aun de las familias que los habitaban; pero después de una inundación... nada..., absolutamente nada... hasta la tierra ha perdido su virtud generadora, y el sol será rechazado por la árida superficie de aquellas playas areniscas que antes eran conatos productivos... ¡Cuántas familias quedan entonces sin pan ni asilo!... ¡Oh espectáculo horrible capaz de excitar la compasión en las almas más insensibles! ¡El huracán, el granizo, el rayo, los hielos, son también calamidades espantosas que destruyen en un día, en una hora, el trabajo y la subsistencia de un pobre labrador! Estas desgracias horribles suceden a cada instante, y todas y cada una de por sí pueden sumir una familia en la más espantosa miseria; sin embargo, aún hay otras mil causas capaces de producir tan sensible resultado. Por ejemplo: un pobre labrador atiende a la subsistencia de su familia con el producto de su trabajo, su esposa y sus cuatro hijos pequeñitos comen el pan que él compra con el sudor de su frente. La desgracia hace que el infeliz se caiga de un andamio o se hiera gravemente con el hacha o el azada. El hospital le abre sus puertas; pero su familia, su desgraciada familia que sólo vive por él, ¿podrá esperar que el hospital atienda también a su subsistencia y al pago de su reducida habitación? Agótanse todos los recursos durante la enfermedad del infeliz artesano: véndese uno después de otro los muebles menos precisos; la necesidad   —77→   acrece y la hambre apura, en cuyo caso se vende para comer las sillas, la cómoda, luego el catre, después los colchones y las mantas, las sábanas en fin, todo, todo, y la madre y los infelices niños duermen sobre la paja. La indigencia más horrorosa va a apoderarse de la infeliz familia... ¿y si muere el padre? ¡Oh! La pluma no basta a describir el horror del miserable estado a que queda reducida la desventurada familia. Pensad que estos casos son bastante frecuentes, que el invierno además interrumpe el curso de las obras y que durante algunos meses, por esta razón, infinitos artesanos quedan sin trabajo. La guerra, esa calamidad espantosa que por tantos años ha poblado de hombres mutilados, de enfermos y de viudas nuestra patria y ha generalizado la devastación y la miseria entre multitud de familias... la miseria ocasiona próximamente los vicios, así como los vicios suelen ser la causa inmediata de la miseria también... ¡estas dos plagas se suceden mutuamente y hacen grandes estragos en las bajas clases del pueblo! Las preocupaciones hijas de la ignorancia en que están sumidas aquellas, aumentan la ruina y la desolación de las familias... mirad pues cómo puede haber muchos mendigos dignos de la compasión... Sin embargo, es necesario hacer justicia a la filantropía: algunos establecimientos públicos ofrecen religioso amparo a estos seres infelices, los hospicios, las casas de beneficencia, el establecimiento de San Bernardino, el colegio de Desamparados, el de la Unión, el magnífico cuartel de los inválidos, y otras varias instituciones parecidas a aquellas, son proyectos apreciables que en honor a la humanidad hemos visto practicar, crecer y multiplicarse en nuestros días.

Creo que vosotros no podréis menos de interesaros como yo en todo aquello que tiene por objeto dulcificar los rigores del infortunio y prevenir los efectos de la desesperación: así es que observaréis con complacencia cuanto la sociedad ha hecho en beneficio de las clases desgraciadas.

Penetrad en el interior de una casa miserable que sea el teatro de la indigencia, y veréis qué cuadro tan lastimoso se ofrece a vuestros ojos. ¡Allá en un rincón de una accesoria, veréis revolcarse sobre un montón de paja vieja e infectada, dos o tres niños a quienes está devorando la miseria! ¡Pobres criaturas! Su semblante está pálido, su cuerpo extenuado, sus miradas son melancólicas, y sus miembros débiles tiemblan sin cesar! ¡Hace frío, mucho frío! Su miserable albergue está expuesto a la acción de los vientos... allí no hay brasero, ni cosa que lo valga; el aire silba por entre las rendijas de la puerta; los pobres niños no tienen ni vestidos, ni aun una manta con qué abrigarse. ¡La madre trata en vano de comunicar el calor de su seno al más pequeñito; pero él llora...! la infeliz criatura se deshace en llanto porque tiene hambre,   —78→   mientras su madre, aquella madre desgraciada, sólo puede contestarle con sus lágrimas y sus suspiros; ¡nada le ha quedado ya que vender para dar pan a sus tiernos hijos! El padre busca inútilmente que trabajar; en ninguna parte encuentra donde ganar un jornal miserable... El mayor de los tres hermanitos cubre sus carnes con algún harapo, y sale de aquella mansión.

Ya le habéis encontrado algunas veces en la calle, y os ha pedido una limosna... otras veces quiere excitar vuestra atención cantando algunas coplas para pediros dos cuartos con cierto género de derecho. Si se os ofrece practicar alguna diligencia, llevar algún encargo, o conducir algún bulto, ya le tenéis a vuestro lado ofreciéndose a serviros; sin embargo, aún le encontraréis en una noche de invierno acurrucado en la esquina de una calle, temblando de frío y medio muerto de hambre, que espera con silenciosa resignación el momento en que una mano generosa alivie el peso de su infortunio. Es este tan grande, que todos los insultos, los desprecios y las injurias que algunos le prodigan, las escucha con resignación y baja humildemente la Cabeza; porque él es pobre; y el que le insulta es rico, porque él es débil, y el otro tiene más fuerzas: ¡el uno le reprende agriamente; el otro le amenaza!, mas ¿qué digo? ¡amenazar a un pobre niño! No es posible, yo me he equivocado... no hay persona alguna de corazón tan duro que sea capaz de hacer cosa semejante... ¡pero es cierto que unos le rechazan, otros le desprecian, y la mayor parte huyen de su lado!... ¡Oh! Algunas veces llora... él se deshace en lágrimas; su hermana pequeñita tiene frío, su más pequeño hermano tiene hambre. «¡Un pedacito de pan, señor, para estas pobres criaturas; señor, por Dios, que se están muriendo de hambre... ¡Pan señor!» Mas no, no le ha hecho caso o no le ha comprendido. ¡Es preciso dirigir la misma plegaria al segundo que pase, después al tercero, y luego a diez, veinte y a ciento, antes de recibir un ochavo miserable! ¡Es que el mundo es egoísta e indiferente, y que sin el auxilio de la religión y de la ley, dos cosas santas que protegen y amparan a los pobres, morirían éstos a cada paso sin el humano socorro en el rincón de una infeliz accesoria, o bien sobre las aceras de las calles! ¡Bendigamos la religión y la ley!... ¡Si nada podéis dar al pequeño mendigo, tened el menos piedad de él, porque es tan débil, y porque es tan pobre! Corre, hijo mío; corre, miserable nido; preséntate en el hospicio: allí encontrarás los socorros que te se ofrecen con afabilidad y benevolencia; entra, y di a los hombres respetables que allí encuentres: «¡Señores, nosotros somos tres hermanitos; nuestro padre no encuentra qué trabajar; mi madre está enferma; nosotros tenemos hambre, mucho frío además; yo vengo aquí sin temor ni recelo a presentarme   —79→   a ustedes, porque sé que son afables y buenos!

Llega el día en que ya no hallaréis en la calle al pequeño mendigo que excitaba vuestra compasión, y es que la autoridad municipal se ha encargado de la subsistencia de esta infeliz familia, que en el asilo citado disfruta, ya no sólo de los alimentos necesarios para la vida, sino que tiene también sus vestidos y su cama en qué acostarse.

Además, si vais a la escuela de aquel establecimiento, allí hallaréis al pequeño mendigo instruyéndose en los primeros elementos de su educación, y poco después en los talleres interiores, siguiendo el curso del aprendizaje de un oficio, bajo la inspección de su respectivo maestro, que llegará a hacer de este muchacho un entendido artista, capaz de proporcionar a su familia una decorosa subsistencia. ¿Qué hubiera sido de este infeliz sin el auxilio que ofrecía a su miseria la caridad y la filantropía? ¡Tal vez convertido en vagabundo hubiera seguido la carrera del crimen y llegado a un término desastroso! Pero él vendrá a ser de este modo un miembro útil a la sociedad, un hombre acaso que haga honor a su patria.

¡Compadeceos del pobre, socorredle cuando podáis, y guardaos bien de insultarlo nunca! La naturaleza, la religión y la ley os lo ordenan, y tened presente que sus preceptos no se desobedecen impunemente. Para que mejor lo comprendáis, voy a referiros una tradición antigua, de cuya autenticidad no podré responderos, sin embargo de que os recomiendo la moral que encierra.

A mediados del siglo pasado, parece que en cierta ciudad de Tierra dentro vivía un platero llamado Rodríguez. Su tienda y su obrador eran de los más acreditados, y él pasaba una vida cómoda y que hubiera podido llamarse feliz, si no hubiese sido la desgracia de tener un hijo. Éste, que por lo general suele ser el consuelo y la alegría de las familias, era para la de Rodríguez motivo de desesperación continua. Verdad que es imposible encontrar un muchacho más travieso, más ingrato, ni de peor corazón que el tal Mateo. Cuanto su imaginación pervertida le sugería de malo y de diabólico, estaba ejecutado en el momento. Éste era mi niño que a nadie respetaba, que así se burlaba con sus infernales travesuras de un anciano venerable como de un niño inocente, y que ni reverenciaba a su padre ni a persona alguna. Era por cierto un joven detestable. Su padre pedía todos los días a Dios que cambiase el corazón de su hijo, y para beneficio de la misericordia divina, hacía muchas limosnas y se empleaba en repetidas obras de caridad.

Cierto día hizo el voto formal a san Martín (santo de su devoción) de regalarle un capote si obtenía por su mediación el favor de que Dios hiciese en el corazón de su hijo el cambio apetecido.

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Pero Mateo, aunque más tarde será lo que su padre desea, seguía cada vez a peor, entregándose a los actos más remarcables de perversidad, y olvidándose de sí mismo hasta el grado de robar a su padre una cantidad considerable de dinero. Al día siguiente de su fechoría, saliose de casa muy temprano para unirse con una cuadrilla de vagabundos... Alegres y contentos emprendieron su camino, insultando a todos los que pasaban. Llegaron a una especie de ventorrillo distante de la población, donde comieron y bebieron abundantemente, entregándose los pilluelos a una excesiva alegría; pero Mateo no dejaba de estar un tanto conmovido, de modo que sus camaradas le sorprendían de vez en cuando pensativo y caviloso; una voz interior le decía que había cometido un crimen, y se había hecho digno de la cólera de los hombres y de la ira del cielo; en vano se esfuerza a tomar parte en los juegos de sus camaradas; la idea de su falta, que se presenta siempre amenazante a su imaginación, emponzoña sus placeres. Sin embargo, hace un esfuerzo, y como en un acceso de frenesí se entrega a toda clase de locuras. El sol se encontraba ya cerca del ocaso, los camaradas le anuncian que se va haciendo hora de volver al pueblo; él desecha su proposición, y les contesta con ironía que todavía tiene dinero, y que no piensa volver a su casa mientras le quede un cuarto: sus amigos se marchan y lo dejan solo. ¿En qué pensará entretenerse? ¿Qué hará de su dinero? En este momento pasa un pobre ciego que con voz triste y doliente le pide una limosna para continuar su camino. «Vaya usted enhoramala, ciego tonto, le responde el bribonzuelo: ¿Cree usted que yo puedo entretenerme en considerar su miseria, y que tengo mi dinero para dárselo así graciosamente? Pues no señor; que yo quiero gastarlo en comer y en divertirme. -Dios se lo pague a usted señorito» -contestó el ciego alejándose, y Mateo discurre todavía qué es lo que podrá hacer del tiempo que pasa y del dinero que le queda, cuando un pobre gotoso con el aspecto del sufrimiento y los ojos anegados en lágrimas, se acerca a él y le dice: «Tenga usted compasión de un pobre estropeado que se dirige en romería al pueblo vecino a cumplir una promesa. -Siga usted su camino, buen hombre, vaya donde quiera, y déjeme en paz» -le contesta el insensible muchacho con aire de incredulidad y el tono del desprecio. «Dios se lo pague a usted», dice el gotoso, y se marcha resignado. Mateo se pone a reflexionar, y no encuentra por más que discurre nada en qué invertir su dinero. En este instante pasa un anciano con su barba blanca y su semblante lleno de majestad, que expresa claramente el dolor y la tristeza que padece; lleva sobre sus brazos un nido de tres años. «-Tened compasión de este miserable anciano y de este pobre niño, dice a Mateo mirándole con atención, nuestra casita ha sido incendiada,   —81→   nuestro único amparo se halla reducido a cenizas: ¡Piedad señor, piedad! -Bah, parece que todos los pobres se han citado para venir a incomodarme -exclamó Mateo con aire de mal humor-; no se puede estar aquí, me voy». «No te irás», dijo una voz fuerte y severa que acababa de oírse a su espalda: el muchacho vuelve la cabeza asustado, y se halla conque el anciano ha desaparecido, y se encontraba en su lugar un antiguo guerrero montado a caballo y rodeado de una nube resplandeciente. Mateo reconoce a san Martín; este soldado, que llegó a ser santo por su extraordinaria caridad, porque jamás había rehusado socorrer al pobre, habiendo llegado su virtud hasta el extremo de que repartidos sus bienes entre estos, no le quedaba otra cosa que una capa, cuya mitad dio a otro pobre más desnudo que él todavía.

«Joven insensible e ingrato, antes de darte un castigo, he querido poner tu corazón a prueba; te habría perdonado si hubieses sido caritativo: la caridad es la virtud más agradable a los ojos del Altísimo; pero tú con las manos llenas de un dinero que no sabías qué hacer de él, has estado duro e insolente con un pobre ciego, por lo que vas a quedarte ciego en este instante. Tú has sido cruel e insensible a la desgracia de un pobre gotoso, y vas a que darte gotoso y pobre también; tú has sido insensible a las súplicas y a los lamentos de un infeliz anciano, y tus cabellos se encanecerán ahora mismo, y tus manos quedarán trémulas, y tu cuerpo será encorvado. Tú no podrás separarte de este sitio hasta que implorando la compasión de los transeúntes, hayas adquirido el dinero que se necesita para comprar la capa que tu padre ha ofrecido a san Martín».

Mateo lleno de espanto y de consternación, se prosternó exclamando: «¡Misericordia, misericordia!» Mas ya no era tiempo. En vano trataba de indagar lo que pasaba a su lado; la luz no hacía efecto alguno en sus ojos; se había quedado ciego; al primer paso que dio cayó en tierra, porque la gota le había dejado cojo; su cuerpo, encorvado, sus cabellos blancos, y sus manos temblaban como las de un anciano. ¡Espantoso castigo, pero justo y merecido! Entre tanto su padre inquieto y desconsolado, buscaba por todas partes a su hijo; sabiendo que el día anterior se había dirigido a aquel sitio, marchó sin detenerse, pasó por delante de él y no le reconocía; pregúntale si tiene alguna noticia del paradero de Mateo; éste conoce la voz de su padre, se arroja a sus pies arrastrando por el suelo; mas éste entiende que le pide limosna, y se la da abundante, encargándole que pida a Dios por la conservación de su hijo. Mateo esfuerza sus lamentos, él se hubiera alegrado ver a su padre, pero estaba ciego. Asegura en fin, que él es Mateo, el hijo que busca, y quiere contarle cuanto ha sucedido; pero a las primeras expresiones   —82→   cree que es un loco, y continúa su camino. Mateo quiere seguirle; imposible, porque está cojo; trata de llamarle otra vez para que le escuche, mas su voz se extingue dentro de su pecho, porque no tiene más fuerza que la de un anciano, y su padre, su buen padre, se marcha para no volver. Después de mil súplicas inútiles al cielo, y después de haber llorado mucho, Mateo se resigna y principia a pedir limosna a todo el que transita; entonces experimenta por sí mismo cuántas humillaciones son consiguientes a la mendicidad; desprecios de los hombres de mal corazón, insultos de los pequeños burlones, de sus antiguos amigos que no le conocen ya. Aunque tarde, comprende Mateo cuanto él ha hecho sufrir a otros seres desgraciados con su conducta detestable, y se arrepiente de su grave culpa. Es muy fácil ser sensible y compasivo en el momento que uno sufre, porque entonces compara su padecer con el padecer de los demás. Mateo continuaba sus súplicas, y no cesaba de pedir porque necesitaba mucho tiempo todavía para recoger la cantidad necesaria a cumplir la ofrenda de su padre. Dos años habían pasado en tan triste situación sin haber recogido más que la tercera parte, poco más o menos del precio de la capa. Sin embargo, con cierta alegría contaba él el aumento progresivo de su pequeño tesoro. Considerad en cuánto apreciaría él aquel dinero, fruto de tantas penas y de tantas humillaciones. Cierto día unos gritos dolorosos llegan a sus oídos: cada vez los escucha más de cerca, y por último comprende que delante de él se encuentra un hombre que gime y se lamenta. «-¿Qué es lo que os aflige, buen hombre? -le pregunta el pequeño mendigo-; parecéis muy desgraciado. -¡Ah! -respondió la voz-; ¡mi anciano padre se encuentra en una prisión, y el infeliz, enfermo y achacoso como está, morirá sin remedio!...». Al pronunciar estas palabras, el desgraciado redoblaba sus suspiros... «-¿Y por qué se encuentra preso? -Porque debe a un usurero trescientos reales. -Trescientos reales... ¿y con esta cantidad obtendríais la libertad de vuestro padre? -¡Ah, sí! -Bien, pues consolaos, aquí los tenéis». Esta era cabalmente la suma que contenía la bolsa de Mateo, quien se desprendió de ella con una especie de satisfacción, sin violentarse, sin lanzar un suspiro, aquella bolsa, esperanza única de su curación: aquel dinero más precioso para él que todos los tesoros del mundo, porque es el fruto de la compasión que su miseria ha excitado en el corazón de los transeúntes... El buen hijo aceptó la oferta, bendiciendo mil veces la generosidad del pequeño mendigo. Al momento una voz se oyó que decía: «mira y ve, levántate y marcha; recobra tu juventud y tu vigor, Mateo, porque tu caridad ha alcanzado el perdón de Dios... Las bendiciones del que sufre son como el humo del incienso, que se eleva hasta los cielos...».

¡O maravilla! Mateo ha recobrado su vista, su juventud y su natural fortaleza... Corre con celeridad y se arroja en los brazos de su padre, que le llora todavía: el padre lo recibe con inexplicable alegría, y agradecido a la protección de san Martín, cumple su promesa. ¿Tenía yo razón cuando dije que el carácter de Mateo cambiaría completamente?



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ArribaAbajoEl fosforero

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«-Yo he venido antes que tú, y este sitio me corresponde. -No señor, que hace un mes que yo lo ocupo y me pertenece de derecho. -Haber madrugado más, señor mío». Este diálogo entre dos muchachos que vendían fósforos el uno y quincalla el otro, había excitado la curiosidad de muchas gentes que formaban un gran círculo en medio de la puerta de la Catedral. La disputa se iba formalizando, hasta que al fin vinieron a las manos... el quinquillero echó una zancadilla al fosforero, y este cayó en tierra con su cajoncillo... Al golpe se inflaman los fósforos, y casi todos quedaron reducidos a ceniza en un instante... Por el pronto sólo trató de vengarse de quien tan innoblemente le había ofendido; pero después era la ruina de su mercancía lo que él deploraba... ¡Volver a casa sin un maravedí y sin los efectos de su comercio!... La reprensión y el castigo que le esperaba aumentaba su desconsuelo. Por otra parte, los que se interesaban en su desgracia, se le acercan, y todos le echan en cara su falta de cordura. «Un muchacho que vende por la calle debe ser muy prudente -le decían-; si se mezcla en disputas, en vez de cuidar de despachar su género, le sucede la desgracia que experimentas u otra semejante: adquiere mala fama y sus amos no le ocupan ya fácilmente, porque nadie quiere fiar su caudal, aunque sea en pequeño, a quien no ofrece la confianza necesaria...». El fosforero escuchaba apenas aquellas advertencias; mil ideas a cual más tristes se agolpan a su imaginación al contemplar el estrago que había producido su caída... No falta quien se burle de su situación, y él afligido   —84→   hasta el extremo, duda si volverá o no a casa de su amo. Las lágrimas corren en abundancia por sus mejillas, y sus lamentos no dejan de excitar la compasión de otras almas caritativas... Algunos de los que habían presenciado su desgracia y escuchaban sus sollozos, se acercan y le dan algunos cuartos... pero sin embargo, aquel dinero no igualaba con mucho a la cantidad que debía importar la venta de sus fósforos; el no reunirla por completo en nada disminuiría la gravedad de aquel funesto acontecimiento, porque siempre su amo hubiera dudado de su conducta, y atribuido al juego u otros vicios la falta que sólo era debida a la casualidad o a la inadvertencia. Un caballero pasaba a la sazón por aquel sitio: llevaba de la mano un niño como de diez años de edad... La inocente criatura, conmovida por los lloros del fosforero, manifestó a su padre deseos de averiguar la causa de la aflicción de aquel pobre muchacho, y se acercaron ambos a informarse por sí mismos: no tardaron mucho en conocer cuanto queda dicho, porque cien personas se lo referían a la vez. El niño, cada instante más interesado en la desgracia del infeliz fosforero, no perdía ocasión de insinuar a su padre con sus miradas y sus ademanes, la satisfacción que tendría de proporcionarle algún consuelo: el padre lo había comprendido. «-¿Eres tú el único dueño de ese pequeño comercio? -No señor, por mi desgracia: la hacienda destruida que veis pertenecía a mi amo que ha de recibirme cuentas a la noche de lo que me ha dado y de lo que le entrego... Ya ve usted, señor, añadió llorando fuertemente, que no pudiéndolo hacer en este día, soy la criatura más desgraciada del mundo. -Vamos, no te desconsueles; ya te sugerirá tu imaginación algún ardid para engañar a tu amo a fin de que él ignore la causa verdadera de tan desgraciado lance. -¡Ah! no señor, eso no; mi amo podrá castigarme, despedirme... pero yo no mentiré... La cosa que más me encargó mi padre al tiempo de morir, fue que jamás ocultase la verdad, aunque fuera en contra mía. -¿Conque no tienes padre, y sin embargo consentirás quedar del todo abandonado, antes que echar una mentira?» El otro niño enternecido con esta relación, muestra cada vez mayor impaciencia... «-¿Y a cuánto asciende la pérdida de ese caudal? -Unos treinta reales sería el importe de todo: la caridad de estos señores ha producido diez reales, conque son veinte los que faltan... ¡Veinte reales! -¡Ah! en un año no me es posible ahorrar esa cantidad de mi escaso salario! Pero si mi amo no me despide esta noche, yo le iré pagando poco a poco esta suma, aunque sea minorando mi ración -¡Pobre niño! No; tú pagarás ahora mismo a tu amo el importe de sus efectos... Toma» -y le puso en la mano un duro. El fosforero lleno de alegría no sabía cómo expresar su gratitud   —85→   a aquel bondadoso caballero, y sobre todo a aquel sensible niño que tanto se había interesado por su bien... Ambos habían ya desaparecido, pero sus facciones quedaban grabadas en el corazón y en la memoria del fosforero. Este fue a casa de su amo y contó su aventura, pero el amo sólo hizo caso de que aquel día le había llevado a la mitad de la mañana el importe de la venta que siempre concluía al llegar la noche. Otro tanto hubiera hecho en sentido inverso, a no ser porque la casualidad, o la Providencia más bien, que siempre vela en favor de los niños que aborrecen la mentira, le libertó por tan extraño medio de una grande responsabilidad y de sus terribles consecuencias. A la mañana siguiente ya se oía otra vez por las calles la voz del fosforero que con agradable cadencia decía: «Fósforos finos, de cartón y de cerillo, fósforos, papel de Alcoy».

El fosforero se encuentra en todas partes... allí donde hay una funcioncita, una reunión cualquiera, allí está él llamando la atención con su cajoncito colgado del cuello. A larga distancia se le oye, y él se mezcla fácilmente entre todos los círculos, porque en todos hay quien esté dispuesto a fumar su cigarro. El ejercicio de fosforero no es de aquellos que ofrecen grandes ventajas; pero él es un medio honesto de procurarse la subsistencia, y de huir de la mendicidad... Por lo general los muchachos que se dedican a este género de industria, son muy enredadores y algo viciosos, con sus ribetes de fulleros; pero sin embargo, también puede haber entre ellos jóvenes dignos de mejor suerte, dotados de un bello corazón y de las mejores disposiciones.

Para que lo sepáis, Andrés se llamaba el fosforero de quien he hablado antes... Este muchacho desde el día del incendio de sus fósforos había aumentado los objetos de su comercio, y además de los cerillos fulminantes llevaba cartones de luz, aromáticos, y jabón de la Puebla: la fama de su género se había entendido, y él sólo despachaba más que tres o cuatro comerciantes de su clase. También es verdad que buscaba solícito las ocasiones de adquirir marchantes... Cierto día de fiesta, de los muchos en que varias familias salen a comer y divertirse a la Orilla, esto es, a disfrutar lo que se llama un día de campo, Andrés había acudido a aquel lugar, que después de una larga temporada de lluvias estaba verde y delicioso. El canal había adquirido el aspecto de un río formal, y aun aquel llenaba todo el cauce. Infinitos círculos de amigos se veían en la vasta extensión de la pradera, que cantaban, bailaban y bebían alegres; y otros que se entretenían en correr y en varios juegos, propios de un día de campo. Andrés vagaba de una en otra reunión con el solo objeto que a cada paso anunciaba su consabida cantinela... Por la orilla del citado canal o la Viga marchaba, cuando observa   —86→   que un incauto jovencillo queriendo acercarse demasiado, cae en él y se sumerge en las cenegosas aguas del mismo... Andrés, que era buen nadador, no puede contenerse; deja su caja y se arroja al agua para salvar de la muerte a aquel inocente... A duras penas, porque el canal era demasiado profundo, pudo asirle los faldones de la levita del desgraciado niño, y con grande trabajo sacarlo a la orilla antes que se hubiese ahogado; pero no sin que hubiera tragado gran cantidad de agua... Olvidándose de su cajón y de sus fósforos, preocupado con la idea de volver a la vida a aquel niño que acababa de arrancar de las garras de una muerte cierta, principió a dar gritos de socorro, y al momento vinieron muchas gentes que nada habían visto... Un caballero corría acelerado hacia aquel sitio, preguntando a gritos por su hijo... Se acerca, lo ve en aquel estado, y al instante le procura los socorros necesarios... Los médicos aseguran que nada debe temer por la salud de su hijo, porque dentro de poco recobrará el uso de los sentidos... Un ¡ay! se oye en el instante... un grito de regocijo se escapa involuntariamente de la boca de aquel buen padre... su hijo ha vuelto en sí... Entonces pregunta aquel por el libertador de su hijo, y se encuentra con Andrés; Andrés, aquel Andrés a quien no ha muchos días él ha favorecido con un acto de generosidad, salvando su reputación y precaviendo su miseria... aquel Andrés que hoy le paga sin saberlo con otro acto de generosidad que salva la vida de su hijo, y restituye a su familia la felicidad que hubiera perdido con aquella... La generosidad bien entendida es una virtud que jamás queda sin recompensa... El padre afortunado de aquel niño quiso agradecer el favor inapreciable que acaba de recibir de Andrés... yo no podía dudar que quien tanta aversión había manifestado a la mentira, tenía un corazón noble hasta el heroísmo, y que un joven tan virtuoso merecía una grande recompensa... Hizo a Andrés que le acompañase a su casa, donde el resto de la familia le colmó de bendiciones y caricias... Andrés ya no se separó del lado de aquel caballero, quien cuidó de su educación después y de su suerte, y Andrés es hoy un hombre respetable por su honradez, por sus conocimientos y por sus bienes de fortuna. ¡O virtud, virtud! Sin ti no hay felicidad posible...



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ArribaAbajoEl expósito

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¡Qué hermosa temporada es la de las vacaciones! Al cabo de algunos meses de encierro, de privaciones y de estudio, el pobre alumno sale de su colegio para disfrutar de la compañía de su familia, y participar de las diversiones que esta le proporciona... La caza, las romerías, las funciones de los pueblos inmediatos, el examen de las curiosidades más notables, todo se deja para este tiempo apetecido... Mi condiscípulo Enrique se había empeñado en que fuésemos a pasar unos días a México, con el fin de visitar a una tía suya, ama mayor de la Cuna. Muchos deseos tenía yo de ver la ciudad, pero conocía la repugnancia que debían oponer mis padres a este viaje, y yo mismo dudaba del éxito de nuestras pretensiones. Sin embargo, creía que yendo con su padre, e interesándose este con el mío, que eran íntimos amigos, todo se allanaría. Enrique fue el primero que indicó nuestro proyecto a mi padre, y obtuvo la negativa más completa... Desconsolado yo hasta el infinito aquellos días destinados al recreo, se convertían en siglos de amargura... y no cesaba de llorar... Nuestros padres hablaron por fin, y cuando yo temía que aquella entrevista acabase del todo con mis esperanzas... oigo que mi padre me llama y me dice «¿Conque deseas ir a México? -¡Ah! sí, papá, Enrique va también; su padre le acompaña, y ya que no podéis hacer lo mismo, al menos permitidme... -Bien, irás con Enrique, y cuidado cómo te conduces durante el viaje: el niño bien educado debe acreditar que lo está en todas partes y en todas ocasiones». Di gracias afectuosas a mi buen padre, y a pocos días emprendimos nuestra   —88→   marcha muy alegres, porque a cada instante repetíamos aquella antigua frase de no hay otro México bajo las estrellas.

Nos apeamos en el Hotel de las Cuatro Naciones, y luego fuimos a visitar a la tía de Enrique. Era sin duda la mejor persona que yo he visto: afable, caritativa, generosa; nos hizo mil agasajos; recibió a su hermano y a su sobrino con las mayores caricias, y se ofreció gustosa a manifestarnos el interior de aquel establecimiento, obsequio distinguido que se hace a las personas de consideración.

En un magnífico salón se ven colocadas en orden muchas camas pequeñitas y aseadas. Unas veinte nodrizas que habitan siempre dentro, cuidan de la lactancia de los niños. En otra sala contigua están las camas de estas; por la noche las criaturas son trasladadas a las camas de las nodrizas, donde disfrutan del alimento propio de su edad y del calor que les es tan necesario. Cuatro mujeres permanecen siempre en vela, y están al cuidado de los niños y de las nodrizas, para que a aquellas nada les falte de cuanto exige de estas el método particular que se sigue dentro del establecimiento. Hay además su correspondiente enfermería, en la que se facilita a los expósitos con esmero admirable los recursos especiales que reclama el estado de su salud. En otra sala están los niños de ambos sexos que han llegado a la edad en que es preciso separarlos de la lactancia para acostumbrarlos a otro género de alimentos. Las mujeres de guardia tienen su retrete, en el cual hay una campana y un torno. Cuando alguna criatura es depositada en él, la persona que la lleva toca la campana; la mujer que está en vela recoge al recién nacido y lo pasa inmediatamente a la sala de depósito, con las señas que suelen llevar la mayor parte escritas por sus padres. Estas señas se conservan como en depósito sagrado hasta el acto del bautismo de la criatura, que es cuando se le da el nombre que han designado sus padres; y si esto no ha sucedido, se le pone otro que determine el capellán del establecimiento. Entonces el contenido del papelito que expresa alguna circunstancia particular, por la que se pueda venir en conocimiento de la identidad de la criatura, se estampa al pie de la letra en el libro de partida, y al niño o niña se le pone al cuello una medallita que indica pertenecer a la Cuna y lleva el nombre del patrón del establecimiento mismo. Cuando ya están los niños criados y en disposición de entender, pasan a algún colegio o enseñanza, a veces por recomendación de la Junta de beneficencia, donde reciben los rudimentos de la primera educación, y aun se les inicia en los conocimientos de algún arte u oficio. También las niñas pasan al Colegio de Niñas o a las Vizcaínas, y allí reciben una educación esmerada, y aprenden las labores propias de su sexo. También notamos las aulas   —89→   destinadas al ejercicio de la lectura y escritura para los niños.

La ama mayor nos hizo varias observaciones curiosas e importantes acerca de las ventajas que la humanidad reporta de este útil establecimiento, y concluyó manifestándonos que mediante el sistema nuevamente establecido, se había hecho la observación de que morían proporcionalmente la mitad de los niños que antes. Esta idea consoladora hizo un efecto mágico en el ánimo del padre de Enrique, que prorrumpió en exclamaciones de gratitud hacia las almas benéficas que con infatigable celo trabajan en provecho de la humanidad.

-Si mi conversación no os desagrada, yo os referiré la buena conducta de uno de nuestros niños -añadió la ama mayor.

-Sí, sí, mi querida tía, cuéntela usted, yo se lo ruego.

-Bien, pero mira que es algo larga...

Cierto día un tal Reicebal, rico comerciante de vinos, que había quedado viudo y sin hijos, vino a visitarme, y como deseaba pasar al colegio de S. Ildefonso, le di una recomendación para el rector de aquel establecimiento. La fisonomía alegre y el aire de franqueza de uno de nuestros huerfanitos le chocó vivamente, y desde luego principió a hacerle proposiciones de cambiar de vida y de estado... Habló en seguida al rector y a los individuos de la Junta de beneficencia, y obtuvo el permiso de llevarse al niño a su propia casa... Pablo descubría las mejores disposiciones; se aplicaba, y sobre todo no perdonaba ocasión de manifestar su gratitud a su bienhechor. Este tampoco escaseaba nada de cuanto podía contribuir a la felicidad del joven expósito. En la escuela hacía grandes adelantos, y no tardó muchos años el señor Reicebal en ponerlo a la cabeza del comercio de su casa. Pablo tenía entonces 17 años; pero su celo y aplicación, estimulados por el deseo de mostrarse siempre reconocido a los beneficios de su protector, le distinguía entre el número de los dependientes de la tienda, y suplía con acierto e inteligencia las ausencias de Reicebal. Cada día estrechaba más y más los lazos que le unían al huerfanito, y en verdad que él era digno de tan marcadas distinciones. El menor deseo de su bienhechor era para Pablo un deber que trataba de llenar al momento. Así es que se había adquirido la amistad de cuantos le trataban. Los criados que a su llegada le miraban con cierto género de desprecio, mudaron prontamente de concepto, y no podían menos de apreciar la conducta de Pablo, que también se hacía acreedor al cariño de los dependientes de la casa. Los trataba con dulzura, jamás les reprendía con enfado, y nada les decía mientras no observase alguna cosa en perjuicio de los intereses de Reicebal, quien los confiaba ya todos al cuidado de nuestro huérfano. Un acontecimiento que hace demasiado honor a éste para dejárosle de referir, dio nuevo impulso al entrañable afecto que Reicebal le profesaba.

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Marchaban los dos en su carruaje a visitar una quinta que a nueve leguas de la ciudad Reicebal trataba de comprar. Una legua antes de llegar a ella, debían dejar la carretera para tomar el camino único que conduce a la referida posesión, y este camino no era tan bueno que dejase de estar rodeado de derrumbaderos espantosos. La mañana había sido hermosa, y a la mitad del día hacía un calor insufrible, tanto que los viajeros deseaban el momento de llegar a la quinta para refrescarse. Mas de repente se forma una tempestad asombrosa, y al momento el horrísono estrépito de los truenos y de los relámpagos sonaba sobre sus cabezas. Los caballos espantados emprenden la carrera, y las bridas se hacen pedazos en las manos de Pablo que quiere refrenarlos con todas sus fuerzas. Este era un momento terrible: el carruaje conducido al arbitrio de los animales desbocados, a cada instante parecía irse a precipitar en aquellos profundos barrancones. La tempestad iba en aumento: toda tentativa para salir de tan horrible situación, era inútil; saltar en tierra desde el carruaje, era imposible; parecía que las ruedas apenas tocaban en el suelo, tal era la rapidez y violencia con que escapaban los caballos. Una de las ruedas al chocar con un peñasco se rompe, y los pedazos hieren a un caballo, con lo que el animal furioso aumenta la velocidad de su carrera y cambia la dirección del camino. Los infelices viajeros ven el fondo del abismo, que se encuentra ya a sus pies. Pablo, de un golpe de vista, comprende lo crítico de su posición, y por salvar la vida de su protector y salvarse, salta precipitadamente al camino a riesgo de ser hecho pedazos por las ruedas; y agarrándose con un esfuerzo incomprensible a la cabeza de uno de los caballos, logra detenerlos, cuando sólo faltaban cuatro dedos para que una rueda, perdiendo tierra, cayese en el fondo del precipicio... Gracias a este atrevido rasgo de valor en que el cariño y el reconocimiento habían tenido tan buena parte. Reicebal, estropeado por los golpes que había recibido con el veloz y desconcertado movimiento del carruaje, pudo saltar en tierra, arrojándose en seguida en los brazos de Pablo, a quien él llamaba su salvador, su hijo...

Pablo, acababa de salvar la vida de su bienhechor, y agradecido éste a tan singular servicio, le tuvo desde aquel instante, no como un joven prohijado, sino como un hijo verdadero, confiriéndole los derechos que como tal pudieran corresponderle.

Rico y apreciado de todos cuantos le conocían, Pablo nada tenía que envidiar, y su felicidad era completa; sin embargo, la suerte hubo de exponer a otras pruebas su generosidad y sus buenos sentimientos. Acosado Reicebal por algunas bancarrotas que las vicisitudes del comercio le proporcionaron, viose, a pesar de su buena fe y sin poderlo remediar, seriamente comprometido: el caudal que tenía ahorrado y el producto de   —91→   la venta de algunas fincas, apenas bastó a cubrir los pagos que su mala fortuna había hecho caer sobre los intereses de su casa. Reicebal se vio pues, reducido a la miseria: al cabo de algunos meses, una pequeña suma que con gran trabajo había podido salvar de aquel terrible contratiempo, era todo cuanto le restaba de su anterior opulencia. Con bien vengas mal, si viene solo, dice el adagio. La pena y los disgustos que le habían ocasionado tan inesperadas pérdidas, produjeron una alteración notable en su salud, y Reicebal cayó gravemente enfermo. Los cuidados de Pablo y el auxilio de las medicinas le proporcionaron notable alivio; mas cuando ya estaba en disposición de levantarse de la cama, un accidente de perlesía puso a nuevo riesgo su existencia, y le dejó baldado de pies y manos. Esta desgracia concluyó de afectar el ánimo de Reicebal hasta el punto de privarle de su inteligencia. Sentado en una silla de respaldo, donde le colocaban por la mañana, allí se estaba con el semblante melancólico sin hablar una palabra ni lanzar un suspiro, ni mover ninguno de sus miembros: comía, si le daban, como a un niño... jamás pedía cosa alguna... había quedado de todo punto insensible... El estado de Reicebal era el más desgraciado que puede imaginarse: pero en esta dolorosa situación fue cuando el bello carácter y las brillantes cualidades de Pablo resplandecieron heroicamente. En todo el tiempo que duró la enfermedad de Reicebal, Pablo no se separó un instante de lado de su antiguo protector; a nadie confiaba la administración de los medicamentos, y él se lo daba todo por su propia mano... ni las privaciones, ni las incomodidades bastaron a hacer variar la conducta de Pablo. Su hermoso corazón en nada se desvirtuó ni un solo instante, y puede asegurarse que a la solicitud y cuidados de su ahijado, debió Reicebal más que a otra cosa, la salud que recobró después.

Pablo se privaba con satisfacción de todo cuanto le hacía falta y lo empleaba en conservar la vida de su bienhechor. Para aumentar los medios de subsistencia, entró en clase de tenedor de libros en una de las casas más principales de comercio. La reputación ventajosa de la conducta de Pablo, su actividad y buenas cualidades, le hicieron adquirir prontamente la estimación y la confianza del principal de la casa referida. Cuanto ganaba Pablo era destinado fielmente a la convalecencia de Reicebal. Dos años pasaron, que eran dos siglos de privaciones y de miseria bastante a debilitar el cariño en otro corazón menos noble y virtuoso que el del generoso expósito, en el cual la adversidad y el infortunio servían para aumentar el interés y redoblar los esfuerzos.

En fin, Dios puso término a tan crueles pruebas; un recurso inesperado vino a restablecer parte de la fortuna que en otro tiempo constituía la opulencia de Reicebal.

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La mayor parte de operaciones comerciales de éste se había verificado con casas americanas, y esta fue la razón principal de su bancarrota y de sus pérdidas.

Cierto día el factor remite a Pablo un gran legajo de papeles... los abre... ¡Oh fortuna! El reembolso de sumas considerables pertenecientes a su bienhechor, suma que ascendía a unos ocho cientos mil reales. Pablo, loco de contento, contemplaba feliz aquel instante; que ya su protector no sufriría los efectos de la miseria, otros medios de curación se ensayarían, y ¿quién sabe si recobraría del todo la salud?... Pablo nada omitió por conseguirlo, y si posible fuera hubiera dado toda aquella cantidad por volver a su bienhechor al estado de sanidad en que antes se encontraba, aunque hubiera tenido que mantenerle luego con el producto de su ordinario trabajo.

Después de algunos años Reicebal falleció... Pablo lloró amargamente la pérdida de aquel hombre generoso, que sin consultar más que a su buen corazón, lo había arrancado del seno de la indigencia para trasladarlo al de la abundancia y las comodidades. Su sentimiento fue sincero y profundo, porque él no sabía fingir; sus lágrimas no fueron estériles, y las limosnas que hizo a los pobres, hicieron que su nombre y el de su bienhechor fuesen benditos entre los desgraciados.

Pablo vive todavía, joven y feliz, y merece la estimación y el aprecio de cuantos le tratan y conocen. Las cualidades que embellecían su juventud hacen la delicia de su existencia, ahora que ya es hombre y que la razón se ha fortificado con los años. Porque es necesario que comprendáis que ni las riquezas, ni las alabanzas del mundo valen tanto como una conciencia pura, y que no hay felicidad verdadera donde no existe la virtud... Pablo tuvo la suerte de hallar un hombre tan bueno como Reicebal; pero si él no hubiera procurado hacerse digno de su protección, si se hubiera abandonado a una culpable negligencia, al olvido de sus deberes, ¿qué hubiera sucedido? Reicebal le hubiera despedido prontamente como indigno de sus bondades, y encerrado otra vez en la casa de expósitos, siempre oscuro, siempre miserable, habría tenido que trabajar indudablemente por no perecer después de miseria.

Ya era tarde; la tía de Enrique nos hizo grandes instancias porque nos quedásemos, pero nos encargó mucho que volviésemos otro día, y nos despedimos al fin prometiendo complacerla.



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ArribaAbajoEl grumete

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¡El mar! ¡Oh! ¿quién no desea ver el mar? ¡Yo le he visto! Durante las últimas vacaciones mi padre quiso llevarme en su compañía a la ciudad de Barcelona, donde le llamaban algunos asuntos de comercio para volver desde allí a Granollers, pueblo de nuestra naturaleza. Os referiré, pues, una aventura bien extraña que nos aconteció en la capital de Cataluña, y me facilitó los medios de poderos hablar de la mar. Si yo fuera a manifestaros la impresión que me causó la vista de aquel magnífico puerto, todo lleno de barcos de diversos tamaños y de diferentes naciones, iría acaso más allá del término que me he propuesto al principiar este artículo. Mi imaginación se fijó especialmente en un hermoso navío que al parecer se disponía a hacerse a la vela; por el pronto yo nada veía ni en nada me paraba más que en el referido bajel: mi imaginación trasportada al recinto del mismo, me representaba en medio de los marineros, preguntándoles el nombre y el uso de las partes que constituyen un navío. Mi padre, apercibido sin duda de mi imaginación, comprendió mi deseo y me dijo: «-¿Quieres que vayamos a bordo de aquel barco? -Sí, papá, me alegraré mucho. -Ya lo veo, es necesario que prestes atención a todo cuanto allí observes y oigas, porque quiero que después lo repitas exactamente cuando yo te pregunte. -Os lo prometo, papá mío, yo aplicaré toda mi atención». Mi padre hizo señal al patrón de una lancha que se hallaba próxima a la orilla, atracó la pequeña embarcación, saltamos en ella, y en pocos golpes de remo nos hallamos a la orilla del navío, y dentro de un instante subimos a bordo del mismo. Hallándose   —94→   ausente el capitán fue el contramaestre el que nos recibió. Después de los primeros cumplimientos y saludos de etiqueta, mi padre le manifestó mi deseo, y el buen marinero nos admitió con suma bondad, principiando desde luego a hacerle conocer la estructura de la embarcación; me habló de todas y cada una de sus partes, cuyos nombres tienen semejanza con los de las del cuerpo humano; así es que se dice: el costado del bajel, sus carrillos, su frente, su vientre, su cintura etc., también me habló de la quilla, de la cala, de los puentes, de los entrepuentes y de otra porción de cosas cuyos nombres olvidé al instante, convenciéndome de que era imposible que yo pudiese dar cuenta exacta a mi padre de cuanto veía y oía como le había ofrecido. Luego nos hizo relación de los grados de los oficiales de marina y de los destinos de los marineros. El principal, la primera autoridad de un navío, es el capitán, a este sigue el teniente, los subtenientes y los guardias marinas: ¡qué uniforme tan bonito! En el equipaje es el jefe el contramaestre, luego el timonero, los gavieros, los marineros de puente, los caleros y los grumetes. El contramaestre me dijo todavía otras cosas que yo apenas entendí porque estaba preocupado, y tenía fija mi atención en seguir los movimientos de un muchacho de diez a doce años que con admirable velocidad trepaba por las escalas de cuerda de la arboladura del navío. «¿Creo que desearéis saber, me dijo el contramaestre, quién es ese muchacho? Pues bien, ese es un grumete».

Ya había yo oído hablar antes en el colegio y fuera de él de este ejercicio, porque con frecuencia solía decirse de los malos estudiantes y de los niños incorregibles que debían ser grumetes; de aquí infería yo que la situación de estos infelices sería bien desgraciada, y por eso escuchaba con atención lo que el contramaestre principió a decirme.

El grumete forma parte del equipaje de un bajel: desde la edad de diez años principia su penoso aprendizaje, se mantiene con galleta, y su lecho es una hamaca: sólo cuatro horas de las veinte y cuatro del día, se le concede para su reposo. Entonces no es la dulce voz de su madre ni el movimiento de la cuna quien te duerme, es el vago, tumultuoso y monótono balanceo de las olas; no es el acento amoroso de su querido padre quien le da la señal de levantarse, ¡pobre niño! es el eco brutal de un marinero, o el desagradable pito del contramaestre que violentamente le arrebata del apacible sueño, en cuyas ilusiones él ha creído verse bajo el techo paternal, al lado de sus padres y de sus hermanos, y participar de sus halagos y de sus caricias. Otras veces le despierta la tempestad con su horrísono estrépito, o el huracán terrible, que vomitando rayos y centellas descarga su ímpetu sobre el navío, y levantando montes de agua y abriendo   —95→   insondables abismos, eleva y sumerge a aquel con espantosa violencia. ¡Adiós ilusión grata, adiós sueño encantador! ¡Levántate grumete, levántate y defiende tu vida! He aquí la mar que cual leona indomable se enfurece cuando otra fuerza quiere oprimirla; mira cómo sacude su larga crin, cómo se esparcen por el viento sus rugidos espantosos; está loca de furor, ¡vamos grumete a la jarcia, a la verga, al palo mayor! El viento y las olas juegan con el barco como dos niños con un volante: las drizas se rompen, la arboladura se desbarata, el velamen es hecho pedazos; allá va sin miedo con la cabeza derecha, el pie firme, la cara al viento y al granizo, la frente serena al deslumbrante resplandor de los relámpagos... ¡Allá va a encoger una vela, a tomar un rizo a la altura de una verga! Si cae a la mar... ¡Adiós! nadie le ve, nadie irá en su socorro... su cuerpo desaparecerá en el abismo de las aguas; mas si esto no sucede y el casco del navío ha quedado solo, sin velas y sin rizos, el brazo fatigado del marinero rehúsa el trabajo, el gobernalle se ha perdido. ¡Oh, entonces sí que sufre el grumete, se deshace en gemidos lastimosos, llama a gritos a su madre, y su madre no le oye; su madre, aquella madre que desea todavía abrazarle... ¡Tan joven, morir tan joven! ¡Dios mío! ¡ah, esto sí que es horrible!... Al pronunciar estas palabras el buen contramaestre se quedó pensativo y absorto: su semblante había adquirido de repente un aire de tristeza y de melancolía que excitaba a compasión; yo esperaba conmovido que él continuase su discurso; mi padre también había observado con impaciencia aquella interrupción. «-No os asombréis, amiguito -añadió al instante-, no puedo recordar sin emoción los primeros años de mi carrera marítima. Oh ¡cuántas veces durante estos largos años he suspirado por volver bajo el techo paternal! Mis remordimientos y mis trabajos han sido una cruel expiación de mis faltas: he cometido algunas graves de que debo arrepentirme y cuyas consecuencias amargas estoy sufriendo todavía. Escuchad, pues, que mi confesión debe ser para la juventud un ejemplo admirable de las desgracias que acarrea un carácter indócil y obstinado.

«-Nací en Granollers, a seis leguas de Barcelona en 1796. España disfrutaba entonces de aquella paz ficticia, establecida a costa de una de nuestras mejores colonias, mediante el tratado que se verificó con otra nación vecina y que valió a un español el título de príncipe de la Paz. -Celebro -replicó mi padre-, tener el gusto de saludar a un compatriota: yo he nacido también en Granollers, pero algunos años más tarde, en 1802. -En 1808 -continuó el marino-, cuando Fernando VII subió al trono de las Españas y la nación se preparaba en masa a sostener su independencia, yo tenía doce años, y a pesar de mi corta   —96→   edad, hervía mi sangre y daba señales de tener un genio belicoso; mi carácter era bastante indómito y hacía confundir frecuentemente el necio orgullo con el espíritu noble de independencia: hacía mucho tiempo que iba a la escuela y apenas sabía leer, mas en cambio no había un muchacho de mi edad que me ganase a trepar por los árboles, a sostener peleas y buscar nidos; gozaba de la reputación de quimerista, y siempre mandaba; en jefe las perlas que se suscitaban entre los muchachos del pueblo. Cada día recibía mi buen padre amargas quejas contra mí: me reprendía con severidad y con justicia; mas ni sus reconvenciones graves, ni sus exhortaciones amorosas bastaban a enfrenar mi indocilidad salvaje; yo marchaba a paso acelerado por el camino de mi perdición.

Cierto día en que había cometido un delito bastante grave, mi padre me declaró con toda seriedad que a pesar del cariño que me profesaba, me haría conducir al día siguiente a Barcelona, donde me encerraría en un colegio, sin volverle a ver hasta que mis maestros le avisasen de que mi carácter había cambiado enteramente. Yo comprendí desde luego que encerrado una vez en el colegio, me vería por precisión sujeto a las leyes de un reglamento severo: que allí mi voluntad estaría rigurosamente sujeta a otras cien voluntades, y en fin, que iba a quedar sumido en la más dura esclavitud. Esta idea desencadenó mi orgullo, y, no, dije para mí, mil veces mejor es ganarse la vida con el más penoso trabajo: pero ¿qué medio? Yo nada sé hacer..., nada puedo... Oh, yo lloraba de rabia al considerar mi impotencia, iba ya a ceder... mas me acordé de repente haber oído hablar de los muchachos que sirven en la marina; ha, ¡bien! soy fuerte, estoy ágil, no tengo miedo, yo seré grumete. ¡Fatal determinación, funesta idea! ¡cuántas lágrimas me ha costado! En efecto, aprovecho la primera ocasión, y tomando un lío de mi ropa debajo del brazo, diríjome al puerto, pero a hurtadillas; y guardándome hasta de mi sombra como el criminal que se esconde a la vista de los demás hombres, como el facineroso que huye de las pesquisas de la justicia, de este modo abandoné la casa paterna...».

Al oír esta parte de la historia del marino no pude menos de estremecerme, y tomando el brazo de mi padre, exclamar. «¿Cómo? ¡de esa manera tan poco digna huisteis del lado de vuestro padre!» No acertaré a explicar la desagradable impresión que produjeron en mi alma las últimas palabras del marino... Lo cierto es que sin poderlo remediar me alejaba de él insensiblemente; la confianza que me había inspirado al principio, había sido desde aquel momento reemplazada por una repugnancia invencible: decía yo para mí: «Qué hay que esperar de bueno de un hombre que cuando era niño tenía el corazón tan duro, tan ingrato y tan pervertido,   —97→   que pudo resolverse a abandonar a su padre mientras este dormía, que pudo cometer un crimen tan detestable, sin que la idea del dolor y de la pesadumbre que su buen padre debía experimentar al abrir los ojos para encontrarse sin su hijo, bastase a contenerle en tan abominable proyecto». Mi padre me miraba con atención, y de repente me estrechó entre sus brazos y me dio un beso en la frente como cuando está contento de mí.

El viejo marino comprendió por mi semblante lo que pasaba en mi corazón, y continuó con una sonrisa amarga. «No me despreciéis, apreciable niño, ¡ah! yo no debo volver a ver jamás ni a mi buen padre, ni a mi querido hermano. -¿Tenéis un hermano? (interrogó vivamente mi padre.) -Sí, un hermanito de seis años abandoné también, que era un ángel en su figura y en su genio, tan amable y tan dócil como yo travieso e incorregible; le amaba tanto antes de marcharme le abracé mil veces pero él dormía, y yo huí sin haber disfrutado por última vez de aquella sonrisa inocente que tantas veces he recordado con dolor inexplicable. -¿Cómo se llamaba vuestro hermano? -Enrique. -¿Enrique? ¿Enrique Ferrer, no es verdad? -¡Ah! ¿cómo lo sabéis? -Es que yo he conocido a ese Enrique Ferrer. -¿Habéis conocido a mi hermano? ¿es posible? ¿y vive todavía? -preguntó el marino esperando azorado y pálido la respuesta. -Sí, sí, vive -¡Bendito sea Dios! -Varias veces hemos hablado de su hermano Gregorio, que huyó de la casa de sus padres como habéis dicho, y se llevó consigo un medallón que contenía el retrato de su madre. -¡Oh! sí, sí, miradlo. (El contramaestre enajenado, temblando y fuera de sí cubría el retrato de su madre de besos y de lágrimas). Continuad -dijo a mi padre con voz ahogada por los sollozos-; habladme de mi hermano, de mi querido Enrique. -Pues bien: Enrique Ferrer se casó, y hace doce años que es padre de un apreciable niño que no puede comprender cómo un hijo huye de la compañía de su padre. Enrique Ferrer ha conducido este año a su hijo a Barcelona, y presenta a Julio Ferrer a su tío». Al decir estas palabras, mi padre me levantó y puso en los brazos de su hermano Gregorio, que deshecho en lágrimas gritaba: «-¡Hermano mío! ¡sobrino de mi alma! ¿Habré vuelto a encontrar a mi hermano? -Sí, te reconozco -dice Enrique-, tus hermosos ojos azules y llenos de bondad, la cicatriz de la herida que te hice un día cerca del ojo: ¡oh! sí, sí eres. ¡Dios mío! Yo os agradezco la fortuna de volver a ver a mi hermano», y Gregorio lloraba, y nosotros le abrazábamos... Una sonrisa afable se mezcló en sus lágrimas: nos cogió de las manos a mi padre y a mí, y repetía sin cesar nuestros nombres con exclamaciones de alegría. De repente se para sin embargo, y con el semblante alterado lanzó una mirada de inquietud y de zozobra sobre   —98→   nosotros para preguntarnos con voz balbuciente... «¿y mi padre?» Su hermano bajó silenciosamente la cabeza, y cogiéndole una mano entre las suyas, con la expresión de la tristeza y el dolor en el semblante, le miró arrasados los ojos de lágrimas. «-¡Perdido!... ¡Perdido para siempre! -gritó Gregorio-, ¡ya no le veré más!... ¡Ya no podré obtener su perdón ni recibir sus bendiciones! ¡Oh! He aquí el castigo terrible que reservaba el cielo a mis grandes faltas». Y sus lágrimas corrían en abundancia por sus mejillas... Después de haber dejado libre curso al dolor, mi padre rogó a su hermano Gregorio que continuase la relación de su historia, mi tío se expresó en estos términos.

«A duras penas llegué al puerto, donde me embarqué a bordo de una fragata inglesa armada en guerra. El capitán me examinó con atención, y encontrándome útil, hizo que me inscribiesen en la lista de los grumetes de su equipaje. Ya era grumete. El viento favorable hincha las velas; levantamos la áncora, y partimos... La ciudad, el puerto, la costa, todo disminuye insensiblemente, y poco después desaparece del todo, sin que se ofrezca a vuestra vista otra cosa que cielo y agua.

Yo permanecía como extasiado, contemplando aquel espectáculo tan vasto y nuevo para mí, cuando la bronca voz de un marinero se hizo entender a mis oídos agriamente. -Vamos, grumete, tráeme mi cuchillo que está en la cofa del trinquete.

Era un gaviero quien me hablaba de esta suerte: yo no le entendía ni sabía dónde estaba la cofa ni el trinquete, (y como permaneciese indeciso e inmóvil, con una maldición y una patada, me hizo conocer que no debía estar quieto... Echo a andar... sin saber dónde... pregunto a los marineros, y heme aquí por primera vez trepando por la jarcia a riesgo de caer mil veces. Parecíame este ejercicio gimnástico bastante peor que los que había practicado antes de tomar mi nuevo estado. A cada instante advertía que se me iba la cabeza al mirar las olas del mar que se entrechocaban a treinta varas bajo de mis pies, y entonces cerraba los ojos y agarraba con toda mi fuerza las cuerdas, para que el ímpetu del viento no me lanzase enmedio de las aguas... En fin, con gran trabajo hice mi encargo, y me hallaba sobre cubierta horriblemente fatigado y lleno de sudor. Esta y otras operaciones semejantes se repetían con frecuencia, porque yo no era más que el criado de los gavieros. Mirad a dónde me había conducido el orgullo y la irreflexión. Yo no quise ser colegial, y había venido a ser miserable criado, pero criado de la más baja esfera, a quien todos tenían derecho de mandar con despotismo. ¡Oh! yo sufría mucho; pero ya no podía abandonar aquel estado, ya no podía trocar aquella vida por la de un estudiante. La vista del cabrestante de mesana donde yo fui castigado una vez, me llenaba de terror y me privaba de sentido. Sin embargo,   —99→   aún no había llegado al colmo de mis padecimientos... Ocho días de navegación llevábamos, cuando cambió repentinamente el viento y la mar principió a embravecerse. Las ondas se hacían mayores res a cada instante y parecían cada vez más resplandecientes, al paso que se cubrían de blanca espuma. Nuestro capitán, marino muy experimentado, veía venir de lejos la más recia tempestad, y nos advirtió que estuviéramos dispuestos a recibirla. Toda la noche duró el temporal, noche eterna y llena de horrores. Nuestras fuerzas estaban ya agotadas, cuando los primeros albores del día vinieron a presentarnos en claro los horrores del desastre; la jarcia rota, las velas hechas pedazos, toda la maniobra perdida, y por complemento de nuestra desgracia, un agujero en la cala que llenaba de agua todo el casco. Tal era nuestra situación. Era preciso hacer nuevos esfuerzos, trabajar más aún o sumergirse y perecer. Creíamos no obstante ganar el puerto vecino, cuando una fragata francesa principió a darnos caza. En el estado en que nos encontrábamos, era imposible huir; no había otro remedio que pelear o rendirnos: dejamos pues acercar el barco enemigo y nos preparamos al combate. Una hora después el cañón retumbaba en los dos navíos. El grumete no toma parte en la pelea, pero no por eso está menos expuesto a perecer, porque nadie más que él debe conducir los cartuchos desde la santa Bárbara al pie del cañón, atravesando al descubierto toda la longitud del buque es puesto al fuego del enemigo. Yo temblaba, lo confieso: si me hubiera sido posible, hubiera huido de buena gana o por lo menos me hubiese escondido en cualquier rincón sin que nadie me viera; pero yo temía también pasar la plaza de cobarde el amor propio me contuvo. Una bala me hirió en la espalda: me hizo caer sobre cubierta y perder el sentido. Cuando lo recobré, me encontraba ya en la cámara del capitán del barco enemigo, donde había recibido los primeros recursos del arte: éramos prisioneros de guerra, y conocí desde luego que nos conducirían a Calaix.

Cuando me encontraba un poco restablecido, el capitán me ofreció admitirme a su servicio; pero yo aborrecía a los causantes de nuestra avería, y sólo suplicaba que me llevara con los demás compañeros de desgracia. En efecto, fui trasladado al pontón donde estaban los prisioneros. ¡Oh! ¡Qué cosa tan horrible es el pontón! Allí estábamos confusamente mezclados en un estrechísimo espacio infectado, sin aire y sin luz; medio muertos de hambre y de sed, haciendo a cada instante mil proyectos inútiles de fuga. Yo había visto sin embargo que todas las tardes un pescador francés amarraba una barca cerca del sitio donde estaba anclado nuestro buque: esta idea nos sugirió la de practicar una abertura en el costado del viejo pontón. Una noche muy oscura me arrojé por allí al agua, llevando asido con los dientes   —100→   el extremo de una cuerda que sostenían mis compañeros: llego a la barca nadando, ato a ella la cuerda, y como tiraron a la señal convenida los prisioneros, pronto tuvimos al lado del pontón la lancha consabida. Saltó el capitán, luego el teniente y después varios camaradas, hasta que la barca llena ya no podía resistir más peso. Entonces fue preciso que nos decidiésemos a dar un adiós sensible a los otros compañeros de desgracia para procurar nuestra salvación. Protegidos por la oscuridad de la noche y por una densa niebla, vagamos con silencio, sin que el ruido de los remos pudiera ser escuchado: estábamos ya a larga distancia, y sin embargo aún no podíamos cantar victoria porque cruzaban por allí algunos barcos enemigos... Sin instrumentos, sin provisiones y sin armas, ¿cuántos trabajos debíamos pasar todavía con tal de poder llegar a Plymouth? El cielo que auxilia siempre la constancia y el valor, vino a nuestro socorro: al segundo día de tan peligroso viaje, un barco inglés nos recibió a su bordo y facilitó toda clase de auxilios. Mi comportamiento en esta ocasión me valió muchos elogios y salir del estado de grumete».

Mi tío terminó así esta parte de su historia. Yo debo añadir, que al momento solicitó licencia ilimitada para restituirse al seno de su familia: de entonces acá reside a nuestro lado, y en las largas noches de invierno se complace en repetir esta narración, que yo escucho siempre con gusto; así es que la sé de memoria.



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ArribaAbajoEl cieguecito

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Más de una vez habréis admirado la desigualdad con que se hallan repartido los bienes y los males de la tierra: confusos e impacientes ante esta aparente injusticia, habréis tratado de inquirir en vano la causa que la produce, y en vano habréis preguntado a la naturaleza por qué ha colmado de beneficios materiales a unos hombres y dotándolos con profusión de privilegios morales, mientras se ha mostrado con otros tan avara de su felicidad, sumergiéndoles en la mayor miseria y dándoles todos los males de que ha privado a aquellos. El velo misterioso que cubre los decretos de la Providencia, es impenetrable a nuestra vista... guardaos bien de intentar rasgarlo... vuestro deseo sería tan inútil como criminal... Entretanto, si echáis una ojeada sobre todos los desgraciados que abundan en nuestras poblaciones numerosas... ¡Ah! Si consideráis esos ciegos, esos cojos, esos paralíticos, horrible conjunto de enfermedades, casi siempre producto de la incontinencia o de la miseria, ¿no asaltara a vuestra imaginación una grande idea? Dios, que así lo ha resuelto en sus altos e incomprensibles juicios, ¿no puede hacer caer sobre vosotros los mismos males que afligen a esos desgraciados? Provechoso aviso que no debéis olvidar, que debe enfrenar vuestro orgullo y aumentar el interés que inspira la desgracia de aquellos infelices.

Entre todos ellos dos clases son principalmente las más dignas de compasión. Hablo de los sordomudos y de los ciegos. Unos y otros no han podido recibir más que una idea imperfecta y tardía de las impresiones del mundo exterior. En efecto, el niño que oye los sonidos, ensaya   —102→   su voz para repetirlos, y bien pronto la representación continua del objeto y la repetición del nombre con que se designa, le obligan a ejercer las funciones del pensamiento. Sus ojos se acostumbran a reconocer la forma de los objetos que se presentan a su vista, y a distinguirlos poco a poco con todas sus variaciones; pero los sordomudos jamás han recibido la impresión de un sonido, ni pueden ejercitar su voz para imitarlo; mucho después de la época en que por lo general los otros niños han adquirido el uso de la palabra, principian los sordomudos a concebir alguna idea distintiva de las cosas que se ofrecen a sus ojos, y ni aun entonces les es dado expresarla, ni entienden lo que se les quiere significar, ni pueden rectificar su juicio por este medio, ni alcanzan de manera alguna que los otros niños de su edad tengan un grado más de perfección, ni posean por último las facultades que hacen a aquellos observadores, y ayudan maravillosamente al desarrollo de las funciones del entendimiento. Si los ciegos consiguen establecer entre sí mismos estas relaciones, es a costa de mucho tiempo, y mediante la experiencia, luego que están en comunicación directa con el mundo exterior. No llegan a aprender los nombres de los objetos, ni se conseguirá que los repitan hasta que conozcan su forma por medio del tacto; sentido que aun cuando se perfecciona en ellos más pronto que en los demás niños, permanece algunos años en el estado de la imperfección, durante cuya época no conocen si no indistintamente lo que les rodea. Si el cieguecito reconoce a alguno por la voz en sus primeros años, es después de haber examinado antes varias veces con sus manitas la estructura del cuerpo del que habla, para comparar con la estructura del ente moral que su imaginación les ha trazado. Así es que en los unos y en los otros, el conocimiento de los objetos tan imperfecto como sea, no puede adquirirse sino después del desarrollo de su inteligencia y mediante una serie larga de observaciones. Durante su infancia se encuentran los infelices en un estado fatal de embrutecimiento. Nacidos comúnmente de entre las clases más oscuras de la sociedad, en el seno de la pobreza y de la miseria, no han recibido de sus padres aquella educación física que tanto contribuye al desenvolvimiento de las facultades intelectuales.

Es lástima que los institutos en que los sordomudos y los ciegos reciben su educación, no estén establecidos entre nosotros. Sin embargo, no deja de ser notable el ingenio natural de los ciegos, y merece que nos ocupemos de ellos separadamente. Aun cuando no hayan recibido enseñanza alguna especial, ellos buscan arbitrios para ganarse la vida, y pocos hay a quienes falta una guitarra o un bandolón para proporcionarse su sustento. En la corte y en las demás poblaciones suelen reunirse los ciegos de la comarca, y se ocupan en recitar coplas y romances. La multitud los escucha, la multitud les atiende,   —103→   la multitud les paga... Como que el sentido del oído es en los ciegos tan perfecto, fácilmente hacen valer esta ventaja que la naturaleza les ha concedido sobre los demás, en cambio del defecto principal de que adolecen. La vista... ¡qué desgracia es la de estar privado de los goces del primero de los sentidos! Tener un hijo y no tenerlo, porque un ciego no sabe que su hijo vive si no te toca, si no le oye hablar, y aun oyéndole y tocándole, puede equivocarse... Tener un padre, y no saber lo que es una sonrisa paternal, no poder contemplar la afabilidad de su semblante, y no poder decir, ¡Padre! sino después de habérsele acercado y reconocido por el tacto y por la voz, ¡la voz y el tacto que pueden ser tan equívocos!... Una madre ciega no podrá decir entre cinco niños que están jugando, aquel es mi hijo... si antes no lo reconoce de igual manera. ¡Ah! y el no haber visto jamás el sol, ni la luna; tú las estrellas, ni el agua, y tener una idea vaga, incierta, indeterminada, absurda tal vez, de lo que es el mundo en que habita! ¡y los contratiempos a que está siempre expuesto el pobre ciego! ¿De qué le sirve tener un corazón fuerte y un valor acaso envidiable, si en sus manos la espada mejor templada sólo puede servir de báculo, y el más brioso corcel de peligroso lazarillo?... ¡Guardaos bien de ofender al pobre ciego! La naturaleza le ha privado de los medios de defenderse, porque la naturaleza regida por la Providencia divina, nada ha hecho que no debiera hacerse. ¿Y queréis saber por qué? ¿Queréis saber por qué el infeliz ciego carece de los recursos necesarios a su propia defensa? Pues yo os lo diré; no se puede comprender que haya un hombre tan depravado que se deleite en maltratar a quien sólo inspira compasión. Con este motivo os referiré la siguiente historia.

Tomás, cieguecito de nacimiento, era un niño infeliz, hijo de padres ciegos también, y extremadamente pobres. Una guitarra remendada, un mal violín y una sonaja, era todo su patrimonio. Tomás principiaba a rascar su violín bajo la dirección de su padre que le daba los tonos con su guitarra, y explicaba a su hijo la posición de los dedos y la manera de herir las cuerdas. Al cabo de un año, el cieguecito ya acompañaba alguna cosa, y tocaba, aunque no con perfección, sus jotas, sus himnos y sus rondeñas, de modo que la familia formaba por sí sola una pequeña orquesta. En las calles y en las plazas públicas estaban siempre rodeados de un numeroso concurso de curiosos de baja esfera, que a las invitaciones de los músicos solían corresponder con dos cuartos. Con este recurso vivían medianamente, y aun ahorraban algún dinerillo; su habitación era un cuarto oscuro y malsano, que sólo tenía de bueno la baratura de su alquiler: esta circunstancia sin duda acarreó al desgraciado padre de Tomás una enfermedad que fue por momentos haciéndose cada vez más grave. Acudió a la comisión de   —104→   beneficencia del barrio, y pronto tuvo de balde médico y medicinas; pero con todo, el gasto extraordinario que se originaba disminuía su pequeño repuesto, y a los pocos días concluyó con él enteramente. Tomás entonces se vio precisado a salir él solo con su violín a tocar por las calles para sacar algún dinero. ¡Tocar y cantar cuando su inocente corazón estaba lleno de tristeza! no obstante este recurso fue productivo, y mediante él volvía todas las tardes el hijo con los medios necesarios para atender a la curación y alimento de su infeliz padre. El médico dijo cierto día que era indispensable se trasladase al hospital inmediatamente, pues que careciendo aquel sitio de ventilación necesaria, y no siendo posible suministrarles todos los recursos de la ciencia en la situación en que se encontraba, no aseguraba bien de su enfermedad que era grave, y aun contagiosa; dispuso en fin lo que era preciso, y se despidió para no volver. Tomás, afligido con esta determinación, quiso antes de despedirse de su padre, traerle algún consuelo para que al menos fuese al hospital cómodamente, pues por su propio pie era casi imposible; y tomó su violín y volvió a emprender su tarea: mas al pasar por cierta calle iba el pobre cieguecito tocando el suelo con su bastón, cuando un bribonzuelo que salía de la escuela con otros varios muchachos, tuvo la diabólica ocurrencia de colocarse al lado de aquel, ponerle el pie entre los suyos y dejarle caer cuan largo era... Todos echaron a correr celebrando unos la astucia del pícaro escolar, y reprendiendo otros su mala intención; lo cierto es, que el cieguecito se había dado un fuerte golpe en la cabeza con el ángulo saliente de las lozas de la acera y permanecía sin sentido. El alcalde del barrio tomó conocimiento del hecho: indagó quién había sido el causante de aquella desgracia, y dispuso que el herido fuera trasladado inmediatamente al hospital. Pasaban las horas, y nadie parecía por el miserable albergue del padre de Tomás. Llegó la del alimento y la de la medicina, y Tomás no estaba allí para dársela. ¿Qué habrá sucedido? Viene la noche, y nada... pasa el día siguiente, y tampoco... Su aflicción, el desfallecimiento y la angustia reduce a una fatal postración al desgraciado padre de tan infeliz hijo, y al día siguiente, cuando por acaso le ocurre al médico entrar a saber qué noticias había del enfermo que suponía ya en el hospital, se lo encuentra hecho cadáver... Sorprendido desagradablemente con la vista de tan lastimoso cuadro, da parte a la autoridad, y se toman providencias para trasladar el cadáver al campo santo.

Tomás al siguiente día de su entrada en el hospital, ya había recobrado el uso de los sentidos y su herida ofrecía buena esperanza. La primera palabra que pronunció fue el nombre de su padre, y al momento trató de inquirir el estado de su salud. Los practicantes ofrecían complacerle, y no tardaron en saber cuanto   —105→   había ocurrido: pero el cieguecito no estaba aún en disposición de resistir la impresión funesta de tan desagradable nueva. Fue preciso ocultársela por entonces, y no decirle nada hasta pocos días antes de salir del hospital. Ya podéis imaginar cuál sería la pena y la aflicción del pobre cieguecito al volver a aquel reducido albergue, donde él respiraba antes el aliento de su padre, donde escuchaba su cariñosa voz, donde recibía sus caricias, a las que él correspondía con abrazos y con besos, ahora sólo encontraba el lecho inmundo donde había exhalado el postrer suspiro el autor de sus días, y la atmósfera infestada por el fétido olor que había dejado el corrompido cadáver.

El expediente instruido contra el autor de la herida causada al cieguecito seguía sus trámites, y por fin los padres de aquel fueron sentenciados al pago de una multa y las costas del proceso. El muchacho enredador, cuya diabólica travesura había ocasionado tales desgracias, continuaba con sus malas costumbres. Cierto día salió al campo con sus camaradas y se entretenía en hacer lo que ellos llamaban una función de pólvora. La irreflexión, que es tan propia de los niños atolondrados y traviesos, hizo que este cometiese la imprudencia de acercarse a soplar, al mismo tiempo que inflamándose la pólvora, quemó su cara, causando un estrago admirable en sus ojos. Por más recursos que se inventaron, por más medicamentos que se le pusieron, quedó al fin privado de la vista, como si el cielo hubiera querido imponerle un castigo que no alcanzaban a imponer las leyes de los hombres. Mucha pena causó a los padres de este muchacho tan repentina desgracia, y no dejaron de ver en ella la mano de Dios, fiel ejecutora de su justicia divina; pero así como el contratiempo que sobrevino al cieguecito con su herida fue acompañado de las calamidades que ya sabéis, también ahora la desgracia del causante de aquella llevaba en pos de sí otras no menos lamentables. A la pérdida de la vista del muchacho siguió algunos años después la muerte repentina de su padre, quedando huérfano y ciego el que antes se había burlado de la infelicidad y de la miseria. Sin embargo, tenía más de veinticuatro años, y había entrado en el goce de los bienes de fortuna que su padre poseía al tiempo de morir, porque falleció sin testar y sin echar la bendición a su hijo. Este hubiera continuado disfrutando de dichos bienes y subsistiendo ni una regular medianía, si un dependiente antiguo de la casa que le merecía toda su confianza y que se había criado con él, no le hubiese vendido traidoramente y usurpado el único caudal que poseía. No era fácil probarle su maldad, él tenía todos los medios de cohonestarla... una pérdida que fingía... un desfalco que improvisaba... una deuda supuesta de su padre que debía pagar con preferencia; todo era justo y fundado para al joven que carecía de los medios de probar la falsedad: era preciso pasar por todo, conformarse con las disposiciones del inicuo apoderado, resignarse y sufrir, hasta que al fin llegó el día de la tremenda declaración. Ya no hay para comer. El dueño de la casa pide el alquiler de todo un año... no queda ni un maravedí con qué satisfacerle... a esta reclamación sigue el embargo, el despojo y la venta de muebles. El infeliz muchacho se ve reducido a la miseria más espantosa, ciego, sin casa en que habitar, y sin un mortal que vuelva hacia él su compasiva vista. Entonces sí que conoce lo amargo de su situación; entonces es cuando por la vez primera se lamenta de que nadie se compadezca de la suerte   —106→   infeliz de un pobrecito ciego. ¡Ah! si él pudiera ver en aquel instante, tal vez señalaría con el dedo el autor de su desdicha, y lo presentaría ante los jueces y obtendría la reparación de sus muebles perdidos..., ¿quién sabe si el malvado estará junto a él y se burlará de su desgracia, y gastará y triunfará de sus bienes usurpados?... Si el ciego recobrase su salud, ¿cómo el criminal había de negarle su inicuo proceder? Aunque su boca dijera lo contrario, su semblante confesaría la verdad... aunque él inventase pretextos, las pruebas evidentes le acusarían... pero así, no hay remedio... no hay otro remedio que implorar la compasión y la generosidad de las almas sensibles.

Un día de jubileo se hallaban varios ciegos en el pórtico de una iglesia: dos de ellos bastante jóvenes estaban pidiendo el uno al lado del otro. De cuando en cuando se preguntaban acerca de su situación.

«Yo soy ciego de nacimiento -decía el uno-, pero mi suerte hubiera sido menos desgraciada, si mi padre... -y un hondo suspiro salió del centro de su pecho. -¿Qué, tenéis padre? -No, lo he perdido. -Pues estamos iguales: yo también he perdido el mío y de la fecha de su muerte data la de mis principales desgracias. -Al menos las vuestras serán sin embargo de aquellas que Dios envía por los medios ordinarios; pero yo me quedé sin padre porque una mano criminal me causó una herida terrible en la cabeza cuando yo salía a ganar lo preciso para atender a su subsistencia y curación... en vez de volver a casa, fui trasladado al hospital, y mi padre murió durante mi ausencia sin recibir los socorros que le llevaba, y sin decir adiós a su querido hijo. -¡Qué habéis dicho, Dios mío! ¡justos cielos! ¿Soy vos el cieguecito de que tanto se ha hablado? - Sí, el mismo. -Pues aquí está el criminal autor de vuestra desgracia... aquí me tenéis expiando mi culpa... ¡Oh! ¡pero qué expiación tan horrible...! ¡Dios mío! Ahora conozco el supremo poder de vuestra inflexible justicia... ¡Perdón! ¡Señor, Perdón! -¡Desgraciado! ¡sois vos! ¡y estáis ciego también! ¡y también pobre! -Perdonadme, amigo mío... estoy arrepentido de aquella falta. ¡Ah! dadme la mano... juremos no separarnos nunca... Yo seré tu esclavo desde hoy, yo besaré donde pongas tus plantas... yo seré tu mejor amigo... Si el cielo me volviera la vista, aun podría reparar también tu desgracia... Un famoso cirujano oculista acaba de llegar, y ofrece curar a los ciegos que no sean de nacimiento o tengan destruida completamente la materia cristalina de los ojos; yo sin embargo de que nací ciego, como ya sabéis, me he puesto bajo su dirección, y creo que gastaré tiempo en balde; pero él ha hecho curaciones maravillosas». En efecto, el cieguecito acompañó poco después al otro ciego a la casa del oculista; éste enterado de su situación y de que podría tal vez pagarle un día ventajosamente su trabajo, hizo sus operaciones, entabló su método, y dio vista al ciego arrepentido. Éste recobró más tarde con el uso de su apreciable sentido los bienes que el infame doméstico le había usurpado, porque los tribunales le hicieron justicia. Jamás separó de su lado al infeliz cieguecito; vivieron después como hermanos, y el joven arrepentido no cesaba de manifestar el respeto que se debe a la desgracia, ni de repetir un solo día los actos de generosidad que las almas caritativas ejercen naturalmente siempre con los pobres ciegos.



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ArribaEl hilandero

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Os equivocabais si habéis creído que yo me olvidase del infeliz hilandero... No, su vida nos ofrece un cuadro demasiado interesante, para que deje de figurar entre los otros de los niños pintados por ellos mismos. Las calamidades que por tanto tiempo ha sufrido este país digno de la mejor suerte, han causado grandes estragos en la industria y en las artes. Desde que nuestras manufacturas carecen de la protección que tanto necesitan, el hilandero es un ente desgraciado. Las telas importadas de otros países forman el objeto principal de las modas, y las manufacturas de nuestros artistas ceden la preferencia a las exigencias del capricho y de la necia vanidad. He aquí una de las causas de la decadencia de las fábricas de hilados y tejidos del país, y hoy particularmente apenas que da vestigio del favorable aspecto que presentaba esta industria. Infinidad de familias que antes se sostenían con alguna comodidad, viven ahora miserablemente, y tienen acaso que mendigar el pan, y carecen de todo otro recurso con que atender a las primeras necesidades de la vida. Una de estas habitaba en cierto pueblo del departamento de Veracruz: en este pueblo existía una fábrica de tejidos que aun cuando había sido de las más notables y afamadas, se encuentra en decadencia por las causas referidas: muchos de los infelices que trabajaban en ella se han visto precisados a ceder a la ley de la necesidad, que obligó al dueño a disminuir notablemente el número de los operarios. Hilanderos, tejedores de todas clases habían cesado de trabajar, porque los productos eran menores que los gastos. Juan de P. era el cabeza de la familia a que hacemos referencia, y   —108→   tenía un hijo llamado Francisco que seguía el oficio de su padre, y también le había seguido en su mala suerte. Sin embargo, ni el uno ni el otro abrigaban resentimiento alguno contra el amo de la fábrica, porque conocían que su separación era hija de las circunstancias y harto dolorosa para el fabricante. Privaciones y trabajos sin cuento sucedieron a aquel acontecimiento adverso; pero no por eso el ánimo decidido y el genio laborioso de Francisco desmayaba. «-Padre, no le de a usted cuidado; mientras podamos ocuparnos de alguna cosa, trabajaremos en ella y sea cualquiera, con tal que ganemos honradamente nuestro sustento: y con efecto, este muchacho siempre afable y servicial, a todos brindaba con su trabajo, y procuraba captarse a toda costa el aprecio de cualesquiera. El dueño de la fábrica que conservaba cariño a sus antiguos dependientes, veía con disgusto que la desgracia perseguía sin cesar a Juan y a su hijo, y aun cuando no le era dado facilitarles el jornal que por tanto tiempo habían tenido, los empleaba en todo aquello que podía, con tal que ganasen algún dinero. Esta conducta aumentaba el aprecio y el cariño que ambos profesaban a su principal, sobre todo, de Francisco, el pequeño hilandero, que no omitía medio de adquirirse la benevolencia de cuantos le trataban.

La mala fe, la envidia, o tal vez la casualidad hizo que una noche apareciera incendiada la fábrica referida: el primer movimiento de todos fue acudir a cortar el fuego, que progresaba horriblemente: pero todos los esfuerzos eran ya en vano, porque las llamas rompían con violencia por los techos, que pronto quedaban reducidos a cenizas... Unos gritos descompasados imploraban el socorro de los vecinos y de los trabajadores. Era el dueño de aquel establecimiento que suplicaba a todo el mundo, y ofrecía grandes recompensas al que se atreviera a salvar a su hija, que postrada en cama, había quedado sola en una habitación rodeada ya de llamas: tenía diez años esta criatura, y la enfermedad que le aquejaba le impedía huir y aun reclamar auxilio... Nadie empero se determinaba a exponerse a una muerte casi cierta por salvar la vida de un enfermo. El padre, desconsolado, ya no sentía la pérdida de su hacienda... era la de su hija de su corazón la que él lamentaba... ¡inútiles clamores! la consternación y el espanto se veían pintados en todos los semblantes; aquel hombre iba a quedar arruinado... y los que antes le servían más por interés que por afecto, le abandonaban en tan crítico lance... Un joven se ve atravesar por entre las llamas... un bulto blanco trae a su espalda... ¿lo veis? Él se acerca trepando por entre las encendidas ruinas... Mirad, ahora desaparece entre el humo y el polvo de aquel paredón que se ha desprendido... ¡Qué horror! ¡si habrá perecido entre los escombros!... ¡Ah! no... ya se acerca a   —109→   paso acelerado -ya está aquí... «-¡Francisco! ¡Hija mía! ¡ah! ¿vives aún?» La criatura no podía responder, estaba medio accidentada... había consentido morir... lloraba solamente, y señalaba a Francisco como su único libertador. «-Ven, Francisco, ven a mis brazos, ¡oh! tú que eres un modelo de heroísmo y de virtud, tú que me has vuelto un bien que todos me negaban, tú que has salvado mi hija... ¡ven, ven!» Lo abrazaba con delirio. «-¿No os parece que he cumplido mi deber? ¿Si pudiendo salvar a vuestra hija la hubiera dejado perecer entre las llamas, no hubiera sido digno de amarga reprensión? Además, ya os tengo dicho que os debo grandes favores, y que soy naturalmente agradecido. -¡Grandes favores! Os despedí de mi taller donde ganabais al torno vuestro pequeño jornal; más agradecidos pudieran estar otros a quienes en aquel caso di la preferencia; pero ya veo que es preciso experimentar a los hombres para poder conocerlos. Mi casa se desploma, mis talleres desaparecen; pero todavía soy rico, y todavía soy feliz porque conservo mi hija».

Al siguiente día todo había concluido: la fábrica de tejidos era ya un montón de ruinas cenicientas, y multitud de operarios habían quedado sin esperanza de ganar un jornal en lo sucesivo. ¡Merecido premio a la poca actividad y falta de energía con que trabajaron para cortar el fuego en sus principios! La miseria es siempre el galardón de la pereza y de la cobardía. Francisco fue llamado a la casa de recreo, en que fijó su residencia el fabricante... Su padre se encargó desde el momento del cuidado de los jardines y del arreglo de la labranza: aquel era tratado como hijo de la casa, y éste como mayordomo y administrador. La suerte de ambos había cambiado repentinamente. La hija del fabricante recobró luego salud, y todos vivían alegres y contentos seguro el uno de la felicidad de los otros, y confiados estos en la buena fe y el cariño de aquel. Francisco, separado del torno y de la azada se dedicó al estudio de las ciencias exactas, y al cabo de cuatro años ya era un excelente matemático. Después fue a Londres comisionado por su principal y tomó diseños de varias máquinas, cuyo mecanismo todavía mejoró en algunas cosas, y a su regreso planteó en Barcelona un brillante taller de los buenos tejidos que hoy se fabrican con ciertas ventajas a los extranjeros. El protector de Francisco encargó a éste la dirección de la obra   —110→   que había emprendido, y parece excusado asegurar que llevaba adelante la ejecución del pensamiento, con celo, actividad e inteligencia. Tanta laboriosidad y tanta virtud no podía menos de recibir algún premio. El fabricante había conocido bien las buenas cualidades de Francisco; además, un sentimiento de gratitud le unía a su corazón estrechamente; ninguna recompensa más grata a este joven que la de adquirir el título de hijo. En efecto, Francisco casó poco después con la hija del fabricante, aquella niña a quien él mismo había salvado de una muerte segura, y entró a participar de los derechos que ella tenía a los bienes de su padre. Este murió algunos años más tarde, y Francisco quedó dueño de todas las propiedades del antiguo fabricante y del corazón de su hija. Hoy viven felices ambos, y se complacen en hacer bien a los desgraciados, y en premiar según su posibilidad a los más virtuosos. Laméntanse de que las artes y la industria no hayan adquirido mayor incremento, y de que por esta causa vivan en la indigencia tantas familias... La laboriosidad y el patriotismo son dos virtudes que se hacen muy necesarias al efecto: también ellos tienen su premio respectivo, como el valor y la gratitud desinteresada.