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Leopolda

Concepción Gimeno de Flaquer





Al escribir la necrología de Leopolda Gassó y Vidal, nuestra pluma, temblorosa e incierta, recorre las cuartillas amontonando las ideas y conceptos con una vaguedad e incorrección, que quizá sea la mejor muestra, el más elocuente testimonio de que sentimos lo que escribimos, de que no cogemos la pluma para cumplir un compromiso, muchas veces desempeñado por rutina, sino que al hacerlo, cedemos a un deseo imperioso de nuestro corazón, afligido por la triste pérdida de la amiga cariñosa, de la escritora distinguida y de la inteligente artista.

No queremos escribir una extensa necrología de la personalidad artística que motiva estas líneas; si quisiéramos hacerlo dentro de los límites comúnmente aceptados, diríamos que Leopolda Gassó nació en Quintanar de la Orden (Toledo), en 1849; fueron sus padres el distinguido médico don Joaquín Gassó y doña Dionisia Vidal; que desde muy niña, cuando apenas contaba ocho años, sorprendió a sus padres y maestros con muestras de capacidad intelectual que la distinguieron entre las compañeras de sus infantiles juegos. Añadiríamos después, que no malgastando aquellos primeros y encantadores años, que casi rayan en la niñez, el profesor señor Sancho la familiarizara con los primeros rudimentos de la pintura, teniendo más tarde, al trasladarse a Madrid, por maestros, a don Luis García, don Manuel Martínez y don Isidoro Lozano, consignando al propio tiempo su prematura muerte acaecida en 29 de julio de 1885. De todo esto nos ocuparíamos con más o menos extensión, si quisiéramos, como repito, que estos apuntes no se diferenciaran de cuantos andan esparcidos en periódicos y revistas. Pero no queremos nosotros encerrar en amanerado círculo cuanto se refiere a la joven artista que fue nuestra amiga, y de la cual conservaremos siempre un dulcísimo recuerdo.

Ante todo, pondremos de relieve una preciosa cualidad que poseía. Leopolda, además de su talento era buena; la bondad es el mejor adorno de la mujer, y en esto no desmentía su origen, puesto que su padre puede citarse como modelo de honradez y su madre es el tipo de la mujer cariñosa, amante de su familia hasta el delirio. Imbuida Leopolda desde la infancia en los más sanos preceptos del deber y del honor, en el seno de una familia que la idolatraba, fue desenvolviéndose su clara inteligencia con extraordinarios bríos, sirviendo de poderosas alas a su fantasía, de aliento a su inquieta imaginación, el cultivo incesante de una de las artes, que no sin razón se llaman bellas; la pintura.

Admiradora entusiasta de la belleza, sus estudios pictóricos le proporcionaron envidiables premios y honrosas distinciones en varios públicos certámenes, de los cuales solo en este momento recordamos el de la Exposición Artística Industrial, del Fomento de las Artes, en 1871, por un estudio de lápiz; el de la Exposición Regional Leonesa, en 1877, en el cual además se vendieron ventajosamente varios de sus cuadros; el de la exposición organizada en 1885 por la Asociación de Escritores y Artistas, de la cual era socia honoraria, en justa recompensa del magnífico retrato al óleo que pintara de don Lucas Aguirre; pero la rápida enumeración de los triunfos conseguidos por Leopolda en el divino arte de Apeles, no pueden dar perfecta idea de los méritos que concurrían en la inolvidable artista. Aspirando siempre a la perfección, buscaba el soñado arquetipo de la belleza donde quiera que dirigía sus pasos; el conocimiento de los idiomas francés e italiano le permitió, durante sus viajes por ambos países, estudiar con profundo detenimiento su historia y civilización, ensanchando de esta suerte el ya vasto campo de su ilustración; en la literatura, que cultivara con lisonjero éxito, halló fuente inagotable donde explanar algunas ideas que bullían en su pensadora cabeza, todas encaminadas al progreso de la humanidad y en particular al mejoramiento de la mujer por medio del arte, según podrá verse en la serie de amenos y concienzudos estudios que son objeto de este libro.

También la hermosa poesía, alternando con la música, prestara en algunos momentos de su vida alimentos a aquella imaginación exuberante y ansiosa de eternos ideales, sin que le fuera difícil desde las luminosas cumbres de las bellas artes, descender al árido terreno de la adusta filosofía para sondear los problemas que son tormento angustiosísimo de nuestro osado siglo.

Leopolda, durante los breves años de su existencia, no dejó ni un solo momento de pedir al estudio el desarrollo de sus aspiraciones, secundándola en esta tarea sus amantes padres, deseosos de proporcionar a su única hija, en la cual cifraban su legítimo orgullo, cuantos medios de ilustración ofrece la sociedad contemporánea.

Los dones de la suerte se habían reunido en Leopolda para que fuera una mujer dichosa; a poseer un espíritu vulgar, indudablemente hubiera envejecido en medio del egoísta bienestar material, pero no era su organización moral a propósito para permanecer en reposo; todos los sacudimientos de nuestro siglo repercutían en su alma; todas las ideas que atenacean nuestra generación desvelaban su espíritu; era la primera en lamentar amargamente y con franqueza algunos inconvenientes de la sociedad moderna. La realidad y el idealismo reñían ruda batalla en su interior, batalla que es la piedra de toque de las almas sensibles, de las naturalezas exquisitas; tal vez por eso, joven, bella, rica, con talento, admirada de todos, de todos querida, bajó a la tumba cuando empezaba a recoger el fruto de sus estudios; cuando se había conquistado un nombre y el porvenir revestía para ella encantadoras perspectivas.

Nosotras, que hemos seguido paso a paso en los últimos años de su vida el rumbo agitado de sus ideas; que sabemos los nobles sentimientos que atesoraba, en los que la caridad no era por cierto el que menos resaltara; que admiramos cien veces los trabajos hijos de su pincel entusiasta y su bien cortada pluma; sus opiniones filosóficas sobre diversidad de materias, no nos podemos consolar de su pérdida, y al ocuparnos de Leopolda, más que escribir una necrología, evocamos confusos recuerdos y la presentamos a los lectores tal como era, perfilando vagamente su personalidad moral tan simpática por sus nobles sentimientos, tan interesante por sus continuados esfuerzos en pro del bien y del adelanto de todos.

Al herirla la muerte, quedan segadas en flor muchas esperanzas de las que la joven artista era hermoso fundamento, porque el arte ha perdido una admiradora apasionada, la mujer un valeroso adalid de su causa, su inconsolable madre el dulce objeto de sus anhelos, y nosotras una amiga cuyo recuerdo conservaremos eternamente.

Para Leopolda acabó ya el afanoso batallar de la vida, pagando a la tierra el ineludible y doloroso tributo; su alma, libre de la enervante materia, emprendiera su misterioso vuelo al infinito, único centro de las levantadas aspiraciones humanas.

Otros seres dejan al morir doloroso rastro en la tierra: ella deja tan solo gratos recuerdos y un vacío imposible de llenar por cuantos la trataron; para los malos la muerte es el olvido, el castigo; para aquellos que como Leopolda emplearon su talento en la feliz práctica del bien, no llevándose al sepulcro un solo remordimiento; la muerte es hermosa y puede considerársela como la dulce aurora de la vida infinita, a la que aspiramos todos, sedientos de reposo en medio de las agobiadoras luchas de la existencia.





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