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ArribaAbajoUna bandada de mariposas

Han invadido, de súbito, mi cuarto, arrancando la pluma de mi mano, y obligándome a volverme para mirarlas.

Estaban bellas. Con sus vaporosos vestidos blancos adornados con lazos, unos azules, otros color de rosa, ligeras, risueñas y juguetonas, semejaban en efecto a esas aladas flores del espacio.

-Papeles a la imprenta, mi vida, y vamos al teatro -exclamaba una.

-Esta noche es el beneficio de la señora Felices, y representan de Los amantes de Teruel.

-Mi ideal es Marcilla. Así, mañana me parecerán vulgares todos los hombres.

-¿Hasta Octavio?

-¡Ah! él se le parece: ¡es bello, rendido y espiritual!

-¿Quién es esa maravilla?

-Mi novio, señora; y si vienes con nosotras   —351→   al teatro, tendrá el honor de serle presentado.

-Consiento a condición de mostrarme su retrato.

-El retrato de un buen mozo da siempre gusto de ver.




ArribaAbajoCrónica de las veredas

-Nada hay nuevo debajo del sol, según el Eclesiastés -ha exclamado un joven amigo mío, al estrechar la mano que escribe estas líneas.

-En efecto; ¿pero a qué viene ese exordio?

-Para probar a usted que no es invención mía la que va a oír respecto a su amigo Z. L.

-No hay tal amistad; pero, ¿qué es ello?

-Iba no ha mucho delante de mí, abstraído, y hablando con un interlocutor invisible. No lo extrañé, pues conozco su manía por el monólogo; pero cuando me hube acercado más, oí que iba diciendo, fijos los ojos en las baldosas de la acera:

-¿No es verdad averiguada que aquella ingrata te ha hecho mil partidas malas, y que, por fin, ya no te ama?

-Sí.

-Entonces ¿por qué trepidas? ¡No, no cabe más ninguna cobarde vacilación! ¡Olvídala, olvídala, miserable! ¡arrójala del corazón! ¡relégala al desprecio!   —352→   Sí... Pero... ¡esos magníficos ojos negros!... ¡aquella boca que cuando quiere sabe decir palabras tan hechiceras, y aquel cuello! ¡y aquel pie! ¡y aquella mano!... y... todo, en aquel ser aborrecible y... ¡encantador!

Y pálido, y vagarosa la mirada, seguía adelante en dirección al Puente; y yo, a vista de la honda desesperación que revelaba su acento, pensé en el río, que en furiosa creciente sonaba no lejos con ruido siniestro. «¡Zenen! ¡Zenen!» -gritó un joven, pasando delante de mí, y dando una palmadita en el hombro al infortunado que me precedía-. «¿Qué tienes, chico?».

Se diría que vas soñando.

-¡Soñando! -respondió L. cambiando súbitamente en fatua sonrisa, la tétrica expresión de su semblante-. Al contrario, muy real y seriamente, voy discutiendo con mi ingenio la manera de desasir de mí el amor incontrastable que Elvira se obstina en consagrarme.

-¡Qué no me vengan a mí esas dichas!

-¡Te regalo la mía!

-¡Acepto!... ¡Ser el Hernani de esa soberbia hermosura!... Pero sé generoso hasta el fin... ¡despéjame el campo!

-¡Retirarme de la casa!

  —353→  

-¡Sin duda! ¿Cómo le manifestarás, de otro modo, tu despego?

-¡Ah! es que ella ha jurado suicidarse el día que eso acontezca.

-¿Lo habrá ya intentado?

-¡Oh! ¡mil veces!

-Entonces, nada hay dicho; y preciso es dejarte bajo el peso de tu felicidad. ¡Adiós!

Y el joven se alejó en dirección a la plaza.

-¡Fingir! ¡ah! ¡cuán duro es, cuando el corazón está destrozado! -exclamó Zenen, suspirando.

Y desviándose de mi camino, tomó por el lado de los Desamparados.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! -rió una señora mayor, que había ido disputándome tácitamente el paso para escuchar aquellas endechas-. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡aaah! ¿Estos son los seductores? En la conciencia todos se reconocen, como este, seducidos, encadenados. Nunca pasé por el lado de dos hombres que hablan, sin oírles decir: «¡Ella! ¡con ella! ¡por ella! ¡sin ella!». Nunca, entre mujeres, que no vayan diciendo con fervor apasionado: «¡Mis rizos! ¡mis blondas! el último vestido que me mandó la modista». Sin mencionar para maldita la cosa a sus presuntos tenorios. ¡Tenorios! ¡Tenorias! ¡digo yo!

Y mirándome con picaresca ironía, rió en mis barbas y se fue.

  —354→  

-Querido amigo -dije al cronista callejero-, yo creo que la señora tiene razón...

-Aguarde usted -exclamó él, interrumpiéndome-, si todavía no ha dado fin mi aventura.

Como para corroborar las palabras de aquella sibila, una hora después, pasando casualmente por delante de la casa de la cruel Elvira, he ahí que la veo aparecer, bella, alegre, elegante. Papá, mamá, hermanas, toda la familia salía a paseo. Las jóvenes formaron de dos en fondo, regazaron sus largas colas, y echaron a andar calle abajo, volviéndose, de vez en cuando para remirarse y dejar ver unas botitas de última importación, lo más lindo imaginable; pero que costarían un dineral.

-Papá -decía una de ellas- nosotras guiaremos, ¿no es cierto?

-Ya se ve que sí.

-Y ¿sabes dónde vamos a parar?

-No llega a tanto mi penetración.

-¿No? Pues vamos al almacén de Soldevila. Le han llegado novedades.

-Yo necesito un lazo para mi vestido rosa.

-Yo una sombrilla blanca, de gro y blondas.

-Yo un abrigo de cachemira para salir del teatro.

-Yo un pañuelo de batista bordado con calados de guipure.

  —355→  

-Y yo los zapatitos de raso blanco, que codicié en las vidrieras del Gallo.

-¡Estas niñas son capaces de empobrecer a Goyeneche!

-¡Te espanta esa bagatela! -observó la matrona-. ¿Qué piden las pobrecitas? trapos que llevan hasta las hijas de los sacristanes.

-Papá, creo que vienes regañando por lo que vas a comprar. Calla y recuerda que hoy es día de san Gastón.

-Y además, nos has dado tu palabra: palabra de rey... o de coronel, que es lo mismo.

-¡Ah! si el cajero fiscal oyera estos propósitos, había de tapiar la puerta de la Tesorería.

-Elvira, mira a Zenen, que va a entrar donde Gavard.

-¿Quién piensa en ese tonto? ¡repara en estas lindísimas castañas!

Las graciosas casquivanas entraron al deseado almacén, y yo he venido a dar a usted esta pequeña muestra de la ingratitud mujeril.

-Gracias a Dios, hace tiempo, que yo digo como madama Geofroid «quand j’étais femme».



  —356→  

ArribaAbajoLuz y sombra

Grato y de propicio agüero es comenzar con un epitalamio, ya sea un libro o una simple conseja. Cuán dulce luz derraman los rientes mirajes de una unión formada por el amor, y en cuya aureola brillan la juventud, el genio, la belleza.

¡Una boda! es decir: la primavera en el paraíso, con la ciencia del bien.

¡Una boda! mágica frase, acogida siempre con una sonrisa misteriosa.

¡Una boda! es decir: el paso desde el azulado nimbo donde el alma dormitaba solitaria, a la región dorada, esplendorosa, de una noble existencia.

¡Una boda! es decir: mundos de tul, de encajes de sedosas gasas; ríos de brillantes; bellísimas flores; perfumes exquisitos; el nácar y el marfil bajo todas las formas; tesoros de raso, gro, terciopelo, blondas, oro y perlas derramados en faldas, colas, pufes, manteletas, sombrillas, zapatitos, botas, pantuflas; y allá en el fondo de un suntuoso retrete, sobre una columna de alabastro, ese delicioso vestido, ensueño de las jóvenes, compuesto de tul chantilly sobre moirée blanco, guarnecido de anchos volantes de valencienne, con una túnica del mismo   —357→   tul, e iguales guarniciones recogidas con ramilletes de azahares.

Desde lo alto de la columna, tan largo como la cola que se extiende en cascada de blondas, esa prenda alegórica de la desposada, un velo de malinas, orlado con una ancha guarda de bordado exquisito, se derrama sobre el delicioso vestido como una vaporosa niebla.

Coronando ese todo maravilloso, una guirnalda de las mismas flores que adornan la túnica, abre sus blancos pétalos entre hojas de esmeralda, dejando caer hacia atrás dos largos festones hasta lo bajo de la falda.

La bella María Rosa realzaba ese elegante traje, menos con sus valiosas joyas que con la modestia y la gracia innata de su porte.

¡Y él, Eugenio! Una aureola de felicidad circundaba su frente y daba nuevo realce a su varonil belleza.

Así hablaba un apuesto joven al referir la fiesta nupcial que acababa de presenciar.

Embebidas, y la mente en dulces ensueños, escuchábanlo mis lindas amigas, cuando él añadió: dentro de poco Pablo R., servidor de ustedes, y Emilia T., su amada, serán los protagonistas en una escena igual.

Pablo era amanuense en un Ministerio; Emilia, hija de un indefinido.

  —358→  

Al siguiente día, vilo llegar desesperado.

-Emilia no me ama ya -exclamó-. ¿Lo creeréis? La ingrata me pide que le devuelva sus juramentos; ¡que la dejé libre para dar a otro su corazón y su mano!... ¡Ah! ¡por dicha hay en el mundo tósigos y revólveres!

Y dándome una mirada sombría, díjome adiós, y se fue. Alarmada por el estado en que había visto al desgraciado Pablo, fui a reñir a Emilia y echarla en cara su conducta con aquel a quien tanto amó.

-Antes de condenarme -respondió ella- escucha el sueño que he tenido esta noche, y juzga si no debo ver en él una revelación del cielo.

Soñé que vestida de blanco y envuelta en el velo de novia, tendía mi mano a Pablo para acercarme al altar; y yo miraba complacida a mi futuro esposo, que nunca me pareció tan bello.

De repente, vi detrás de él surgir un espectro horrible, descarnado, lívido, que enviándome una mirada siniestra, alzó la mano en señal de amenaza.

Yo temblé por Pablo; y abrazándome a él, apóstrofe al fantasma:

-¿Quién eres? -le dije- ¿y por qué nos amenazas?

-Soy la miseria -respondió con voz cavernosa, y os aguardo en el ocaso de esa dulce luna que vais a comenzar.

  —359→  

El fantasma calló; y levantando el harapo que cubría su seno, mostrome prendidos con avidez a sus pechos dos niños flacos, pálidos, hambrientos.

-Estos serán vuestros hijos -añadió- porque despreciáis el ejemplo de las aves del cielo, que forman el nido antes de traer la familia.

Desperté, muy contenta de que aquello fuera un sueño, pero resuelta a escuchar en él la voz de Dios.

Y yo desahucié a Pablo; porque, en efecto, aquella visión era horrible.

* * *

-Señoras -decía la otra noche un viajero en una soirée-, el diablo es un tonto de capirote. Pues, ¿no cuenta como un poderoso medio de tentación el espectáculo del mundo? ¡Ah! yo lo he visto, no de lo alto de la montaña, cual él lo mostró al Hombre-Dios, sino palpado con la mano, recorrido del septentrión al mediodía, desde el ocaso a la aurora; helo contemplado, bajo todos sus prismas; y vuelvo desalentado, y con una sola aspiración: hacerme ermitaño.

Ayer, contemplando el gentío que llenaba las calles, en pos de una procesión, recordaba las sombrías palabras de aquel pesimista; porque   —360→   nada hay más triste que el aspecto de esa personificación del mundo: la multitud. ¿Dónde se revela con expresión más elocuente esa adolescencia perpetua que comenzó a las puertas del Paraíso, y que solo acabará el día último de los tiempos? Aquí una madre, caminando rodeada de seis niños, asidos a ella como náufragos a una tabla de salvamento. Es la viuda de un héroe, muerto en defensa de la patria; ¡de la patria que deja a su familia en la miseria! Allí, una joven, vistiendo el sayal de la penitencia, desnudos los pies, y en la mano un cirio de expiación. Marcha sola, bajos los ojos y la actitud contrita.

-¿Quién es? -preguntan en torno suyo, y alguien responde-: es la hermana de un sentenciado; y espera rescatar con ese voto de humillación, la vida y el crimen de Caín.

¡Cuánto respeto inspiraba aquella hermosa joven, que así se ofrecía en holocausto por la redención de su hermano!




ArribaAbajoOasis

¡Cuán bellos son los que circundan a Lima, formando en torno suyo un collar de esmeraldas! Destácanse en semicírculo como verdes ramilletes en las rojas arenas de la costa.

  —361→  

Bellavista, que se asienta entre el bullicioso ferrocarril, y el callado cementerio; La Magdalena, oculto como un nido en la fronda de los vergeles; Matalechuza, la de los exóticos huertos; Miraflores, con sus alamedas de pinos y sus orientales palmeras; El Barranco, trozo del Edén, suspendido a pico sobre las rocas del océano; Borja, Piedraliza, Bocanegra y otros.

Así enumeraban en una velada, esos parajes floridos, asilo de solaz en los calurosos días del verano.

-Mamá, tengo una idea. ¿Me permites expresarla? -dijo la más linda de las hijas de la casa.

-¡Veamos! Una idea de Manuelita es siempre original.

-¡Tanto mejor! Hela aquí: mañana es cumpleaños, y...

Un joven. -¡Mañana! Yo creía que era el viernes.

-Ese día me bautizaron... ¡Oh! ¡qué importuna es una interrupción! Mañana es mi cumpleaños; y tú, como de costumbre, me obsequiarás doscientos soles, sin contar banquete y soirée, ¿no es esto?

-Sí, y creo que este año no tendrás queja de mí.

-Pues bien, mamá mía, quiero ahorrarte esos gastos, y con mis doscientos soles organizar una   —362→   cabalgata para recorrer esos rientes sitios, y comprar todas las flores y frutas que hallemos al paso.

-Pero, hija mía, en las actuales circunstancias ese paseo es terriblemente riesgoso. ¿Y los montoneros?

-Los montoneros son soldados, no ladrones.

-Pero hay ladrones que pueden hacerse montoneros y cargar, no solo con tus soles, sino con sus conductoras.

-Nos acompañarán estos caballeros, y en caso necesario, sabrán defendernos.

Tres jovencitos a la vez. -¡Oh! ¡sí! que si ellos son montoneros, nosotros somos guardias nacionales.

-¡Qué diferencia, hijos míos! Los montoneros no temen ni deben; y ustedes, si no temen, se deben al amor de sus madres y a la esperanza de sus familias...

Mas, no obstante esas reflexiones, la alegre cabalgata partió seguida de un criado conductor de dos mulas cargadas de capachos para llevar los fiambres, y traer la sabrosa y perfumada compra...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¿Y mi parte en el rico botín de los oasis? ¿dónde están las frutas y las flores prometidas?

Así llegué preguntando a las turistas de la víspera.

-Helas aquí -dijo la del cumpleaños,   —363→   presentándome un magnífico ramillete compuesto de flores y frutas-, pero la compra monstruo, con grande gozo mío, no ha tenido lugar.

-¿Cómo fue eso? ¿Te dolió un gasto tan fuerte?

-Mejor que eso. Habíamos cosechado en Matalechuza, cuyo propietario nos recibió con feudales honores, y recorridas las huertas de la Magdalena en su lado exterior, sin poder penetrar en su recinto, a causa de la ausencia de sus dueños, dirigímonos a Surco para hacer allí nuestra provisión.

Al atravesar los rieles del ferrocarril, en la estación de El Barranco, vimos bajo de un olivo, sentadas en el suelo dos personas que llamaron dolorosamente nuestra atención. Eran, una anciana y una joven pálida y demacrada, que reclinando la cabeza en el hombro de aquella, dormitaba con la respiración exhausta y oprimida. Cerca de ellas veíanse algunos bagajes: una pobre cama envuelta en un petate, y un saco de viaje raído y casi vacío. Sin consultarnos, mis hermanas y yo, saltamos del caballo, y nos encontramos rodeando al triste grupo.

La anciana nos refirió, entonces, que los médicos de la Sociedad de Señoras de Caridad habían ordenado a su nieta, enferma del pecho, el aire del campo; y que ella la había traído, esperando   —364→   hallar una habitación de precio proporcionado a su miserable situación, pero llegada allí, encontró tan caro aun el alquiler del más pobre cuartucho, que se veía en la necesidad de regresar a Lima, y resignarse a ver morir a su hija.

-¡Oh! ¡no será así! -exclamamos a la vez, mis hermanas y yo.

-¿No es verdad, Manuelita? -decían ellas, pensando en los doscientos soles que tenía en mi cartera.

-¡Ciertamente! Y llorando, a la vez que de pena, de gozo al remediar aquella desgracia, tomé mis diez billetes de veinte soles y los puse en manos de la señora, que me miraba, muda de sorpresa y de enternecimiento. Luego, auxiliada por mis compañeras, alquilé un bonito cuarto con ventanas al campo y todo amueblado, compramos varias provisiones, trasladamos a la enferma, y limitando hasta allí nuestro paseo, regresamos muy contentas, no sin visitar los bellos jardines de Miraflores.

-¡Ven a mis brazos noble criatura! -exclamé, llorando a mi vez de enternecimiento-. La santa obra con que ayer celebraste el día de tu natalicio habrá sido glorificada por los ángeles en cánticos celestiales.



  —365→  

ArribaAbajoMemento

Mucho es para la humanidad, eternamente afanosa en pos del placer, a fin de ocultar su hereditaria dolencia, mucho es consagrar al dolor una de las trescientas sesenta y cinco jornadas que el año encierra. Por ello, necesario es tenerlo en cuenta.

Desde la víspera del día dedicado por la Iglesia a la conmemoración de los muertos, largas caravanas de peregrinos, saliendo por la portada de Maravillas, dirígense a esa blanca metrópoli que yace bajo la fronda inmóvil de los cipreses. Llegan; la cercan, y esperan con palpitante impaciencia. Apenas la grande verja se abre, penetran en el fúnebre recinto, y lo invaden en toda su extensión, llevando los ardientes rumores de la vida al helado silencio de la muerte.

Óyese por todas partes algo como el ruido de puertas que se abren. Diríase el matinal despertar de una ciudad. ¿Qué es eso?

Son los vivos que abren las puertas de los sepulcros; unos para regarlos con lágrimas; otros para cambiar con frescas flores la triste yerba del olvido.

Allí van los bomberos, apuestos mancebos, llevando con gracia su brillante uniforme, y anudado   —366→   al brazo el crespón de duelo. Detiénense ante los mausoleos de sus compañeros; órnanlos con guirnaldas de flores; y en sentidos discursos ensalzan las virtudes de aquellos que en el cumplimiento del deber murieron.

Grupos de hermosas jóvenes en busca de sus amigas, muertas, recorren las líneas de epitafios, leyendo entre suspiros, sollozos y dolorosas exclamaciones; ¡Delia! ¡Elisa! ¡Emilia! ¡Rosa! ¡María! ¡Leonor! ¡Clorinda! nombres armoniosos, radiantes de poesía y de vida, que, sin embargo ¡ay! no son ya sino una memoria, un eco lejano de las beldades que los llevaron:


«Ángeles que un mundo infortunado
por la inmortal morada abandonaron
y su inocente labio separaron
del cáliz de la vida acibarado».






ArribaAbajoCharla femenil

Espiritual, picante, y con toda la sal del Ática es la de las lindas amigas que sentadas en corro al lado mío, platican sobre las cosas más halagüeñas de la vida, en tanto que yo escribo lúgubres frases. Sus frescas risas, sus graciosos dichos, mezclados al sombrío cuadro que traza mi pluma, parécenme   —367→   esos blancos lirios que la primavera abre entre las grietas de los mármoles sepulcrales. Pero así como estos perfuman el cementerio, aquellos derraman su alegría donde, hace tanto tiempo, habita el dolor.

Mas, he aquí la reina de la elegancia, la bella ** que llega con un vestido de gro negro, cuya larga cola está adornada de pequeños volantes orlados de raso granate que se pierden en las bandas de la misma tela y color, colocadas a cortos espacios veladas con tul en el delantal. El peto del mismo raso, cubierto de tul negro, lleva en su parte superior un rizado de tul blanco que rodea el cuello.

La que con tanta gracia lleva este elegante vestido, está peinada de castaña y pequeños rizos sobre la frente, ocultos a medias con una echarpa chantillí, cuyas largas puntas flotan a la espalda.

La sombrilla, complemento de ese gracioso atavío es de las mismas estofas y colores que el vestido; y su mango de ébano tiene incrustados ocho carbunclos.

A la aparición de este tipo de elegancia, las parlanchinas enmudecen un momento para examinarla con curiosas miradas, y luego prorrumpen en exclamaciones y preguntas sin fin.

-¡Qué bien se viste usted!

  —368→  

-¡Con qué gracia!

-¡Con qué chic!

-¿Por qué las modistas varían siempre para usted la moda?

-Será porque yo corrijo a las modistas y no las permito vestirme a su gusto sino al mío.




 
 
Fin de Escenas de Lima
 
 


  —369→   Abajo

Perfiles divinos




ArribaAbajoCamila O’Gorman

Era un día de primavera en las orillas del Plata.

El sol descendía, envolviendo en una zona de oro y grana la inmensidad de la Pampa.

Habíamos abandonado el tramway a la entrada del Parque de Saavedra; y dejando atrás este delicioso paraje, nos dirigíamos al través de los campos, por un sendero flanqueado de jardines al pueblo de San Martín, cuyas casas blanqueaban a lo lejos entre un océano de vegetación.

-¿Por qué no tomamos un coche, que nos llevará allí en media hora? -dijo un joven perezoso que iba sentándose en las raíces de todos los ombúes encontrados al paso.

  —370→  

-No, repuse yo -dejadme, por favor, caminar en íntimo contacto con esta amada tierra argentina que no me canso de contemplar.

Y paseando la mirada en torno al encantado panorama de cuyo seno surgían las cúpulas de los pintorescos pueblecitos que como una guirnalda circuyen la metrópoli:

-¡Belgrano! ¡Saavedra! ¡Rivadavia! ¡San Martín! -exclamaba-. ¡Qué sublime epopeya encerrada en esos nombres!... Y si añado el de aquel cuyos parientes venimos a visitar... ¡Pueyrredon!

-¿Sabe usted cómo se llamaba ese pueblo antes que Monte-Caseros cambiara su nombre? -dijo el coronel G., señalando el que teníamos al frente.

-No en verdad -respondí.

-Más allá de una casa de blancas arcadas donde nos dirigimos ¿qué divisa usted?

-Un paredón negro y derruido que contrasta notablemente con los rojos tejados y las blancas azoteas del pueblo.

-Es el último resto de los muros de un edificio que en tiempo del terror se denominaba: la Crujía. A su pie se perpetró el horrendo crimen que dio a Santos-Lugares su siniestra celebridad.

Al escuchar ese nombre, el blanco fantasma de una mártir cruzó mi mente.

  —371→  

-¡Camila O’Gorman! -exclamé.

Y la linda aldea que se alzaba entre la fronda de los vergeles tornose a mis ojos el campamento de terrible memoria; y las rojas anémonas de la campiña, gotas de sangre; y las ondulaciones del terreno, sepulturas.

Caminábamos en silencio, sin que se oyera otro ruido que el de nuestros pasos y los rumores de la ciudad, que llegaban a nosotros en tardías bocanadas, como el lejano oleaje del océano.

-¡Henos aquí taciturnos y sombríos cual si fuéramos siguiendo un convoy fúnebre! -dijo, rompiendo el silencio M. P. el espiritual escritor-. ¡En mala hora evocara el coronel la lúgubre crónica del paredón!

-¡Cierto! -repuso este-, y pésame de ello; pero hay momentos en que por un extraño fenómeno, una frase; el pensamiento que la produjo; el aire, la luz; una ráfaga de perfume o de melodía, se combinan en torno nuestro formando una cadena interminable de reminiscencias, de identidades misteriosas que resucitan el pasado y reconstruyen lo desvanecido: juventud, ilusiones, esperanzas, dolores.

Así, el aura embalsamada de este día primaveral hame traído a la memoria y al corazón otro en que, de regreso del colegio, niño todavía, o más   —372→   bien en esa edad, dintel de la infancia y de la juventud, llevando bajo el brazo a Balmes, Gil de Zárate, Ganot y Delaunay, caminaba extasiado en la contemplación de un grupo de jóvenes vestidas de blancos cendales y coronadas de rosas...

¡Cuán largo tiempo ha pasado desde entonces!... ¡Sin embargo, paréceme verlas todavía!...

-¿Y?

-¿Y?

-¿Y? -prorrumpimos, rodeando al coronel, que había callado, y caminaba silencioso.

Mas como nos viera siguiéndolo en la actitud del que escucha:

-Era esta hora -prosiguió-. El sol brillaba así próximo al ocaso; y la brisa de la tarde, pasando sobre aquellas juveniles cabezas, traíame los perfumados efluvios de sus guirnaldas.

Yo las aspiraba con el lánguido deleite que derrama en la juventud esta florida época del año.

Entre aquella pléyade de bellezas, una había cautivado mi atención.

Más alta y esbelta que sus compañeras llevaba en crenchas una larga cabellera negra como sus rasgados ojos de rizadas pestañas y voluptuosa mirada.

Tenía en una mano una pieza de música y en   —373→   la otra un abanico de marfil, con el que de vez en cuando echaba hacia atrás los pliegues de su velo.

La encantadora falange se detuvo a la puerta del templo del Socorro, cuyas campanas repicaban llamando a las solemnidades del mes consagrado a la Virgen María.

La joven de la negra cabellera paseó en torno una mirada rápida, cual si buscara algo, y penetró con sus compañeras en la nave sembrada de flores y suntuosamente iluminada.

Vila, seguida de ellas, abrirse paso entre la multitud, subir a lo alto del santuario, de donde muy luego, acompañada de los acordes melodiosos del piano, elevose una voz celestial entonando el Ave maris Stella.

Aquella voz era la suya: decíamelo el corazón, porque se combinaba con toda su persona el maravilloso contralto que llenó los ámbitos del templo, alternado por las majestuosas armonías del órgano.

Las notas de aquel sagrado cántico se exhalaban impregnadas de amor; pero de un amor humano que palpitaba en cada una de sus modulaciones, y hacía vibrar todas las fibras de mi alma.

El canto había cesado, y yo lo escuchaba todavía en mi corazón; y la imagen de la bella cantora   —374→   parecíame con su larga cabellera y sus grandes ojos negros de dulcísima mirada.

Y la luz de los cirios me parecía el fulgor de su aureola, y el humo del incienso un místico nimbo, que iba a arrebatarla de la tierra a las celestes regiones.

El tumulto de la gente que se retiraba, concluida la fiesta desvaneció mi estático arrobamiento; pero aquella que lo produjera había desaparecido, sin que me fuera dado divisarle, a pesar de que, apostado en el atrio del templo, mis miradas abarcaban, en toda su prolongada extensión, las tres calles que desde allí se descubren.

Al siguiente día, aguardando con ansia febril la hora de salir del colegio, y estremecido de gozo al oírla sonar, corrí hacia ese lugar donde hacía veinticuatro horas moraba mi espíritu.

Las puertas del templo estaban cerradas: sus campanas mudas.

El mes sagrado había llegado a su fin, y con él las fiestas en que yo esperaba encontrar a la criatura encantadora cuyos negros ojos fulguraban en mi mente como dos radiosas estrellas.

Desde entonces, rondador incansable, desertaba la casa paterna para ir a pasar las noches recorriendo las calles anexas a la parroquia del Socorro, asomando a las puertas, escuchando, pegado el oído   —375→   a las celosías de las ventanas, en busca de un eco de la voz, de una sombra de la imagen de aquella que se había apoderado de mi corazón.

Pero vanas fueron mis investigaciones; pasó el tiempo, sin que jamás volviera a encontrar vestigio suyo, ni en el templo, ni en la calle ni en parte alguna.

La profunda preocupación de mi ánimo, y mis prolongadas ausencias dieron al fin el alarma en mi familia. Creyóseme entregado a los peligros de un amor indigno; y comenzaron a vigilar mis pasos.

Aunque nada que confirmase aquellos temores pudo descubrirse, mi padre creyó necesario alejarme de Buenos Aires; y hallándose próximo a marchar a Europa en una misión del gobierno, resolvió llevarme consigo.

El sentimiento que palpitaba en mi corazón tenía tanto de ideal, que más bien que amor era un culto. Su objeto entrevisto y desaparecido para siempre, habíase tornado para mí un ser impalpable, una divinidad tutelar presente a toda hora en mi espíritu.

-Me seguirá más allá del océano -díjeme, y acepté resignado el proyecto de mi padre, quien aguardaba de mi parte una viva resistencia.

La noche anterior a mi partida, atravesaba yo   —376→   la plaza del retiro. Era un martes de carnaval.

No obstante la luctuosa época que pesaba como un sudario sobre la hermosa metrópoli del Plata, sus habitantes se entregaban a una recrudescencia de alegría que abría sus teatros y llenaba sus calles de bulliciosas mascaradas.

Llegaba yo al centro de la plaza cuando una mujer encubierta bajo el capuchón de un dominó negro, y que venía seguida de varias máscaras empeñadas en reconocerla asiose con angustia a mi brazo; y volviendo en pos suyo una mirada de espanto:

-¡Caballero! -díjome al oído-, perdonad si dispongo de vuestra protección sin aguardar el permiso. Lo veis: me persiguen, impidiéndome ir a un sitio donde soy esperada con mortal impaciencia.

Y echó a andar esta vez también, sin aguardar una respuesta que yo no podía darle, profundamente impresionado por el acento de su voz que despertó en mi corazón, con toda su dulce melodía, el eco de aquella que cantó el Ave maris Stella en el templo del Socorro.

Ella conoció mi emoción.

-¡Os he contrariado! -exclamó-. ¡Perdón! otra vez. Pero considerad que en mi situación todo hombre me debía su amparo.

  —377→  

-¡Contrariarme! -prorrumpí con vehemencia-. ¡Ah! ¡si pudiera ir así hasta más allá de este mundo, escuchando esa voz que encantó un día mi oído, bajo las bóvedas del Socorro!

A esta palabra, la encubierta se estremeció; y apartando vivamente su brazo del mío:

-Os dejo en libertad -me dijo- pues corto es el trayecto que me resta. Aceptad mi gratitud y acabad de obligarme, impidiendo que las máscaras de quienes me habéis libertado, y que veo en lo alto de la calle, intenten perseguirme.

Y se puso a bajar con paso rápido la calle de Santa Fe, que desciende al río.

A la mitad de aquella tortuosa pendiente, vila detenerse encender un fósforo, cuya llama hizo oscilar sobre su cabeza.

En el mismo instante una luz idéntica brillo bajo la fronda de un grupo de sauces en la ribera.

La encubierta, al verla, apresuró el paso, y desapareció en las tinieblas.

Quedeme inmóvil, fijos los ojos en la sombra que me la ocultaba; en la mente la imagen de la virgen de blanco velo y perfumada guirnalda, y en el corazón un sentimiento de punzante amargura que hasta entonces érame desconocido: mezcla de dolor y de rabia que me impulsaba a los más horribles proyectos. Habría querido armar   —378→   mi mano de un puñal para ir a sondear con él los misterios que se escondían bajo aquel grupo de sauces.

Por dicha, la razón, no obstante hallarme en la edad que la rechaza, vino a mostrarme lo que había de ridículo en mi cólera.

En efecto ¿qué derechos tenía yo en la existencia de esa mujer a quien un caso fortuito me acercara durante un espacio de pocos minutos? La fugitiva del dominó negro, o la celestial aparición de blanca guirnalda ¿no eran para mí igualmente desconocidas?

Sin embargo, desde aquella noche, ambas vivían en mi mente, y cuando evocaba la radiosa imagen de la una, aparecíame siempre bajo el negro capuz de la otra.

Preocupados así, el espíritu y el corazón, partí de Buenos Aires, atravesé el océano y fui a perderme como un átomo en el ruidoso tumulto de las grandes metrópolis europeas.

La vista de nuevos horizontes, la sucesión infinita de escenarios en que la vida se agita en todos sentidos; la contemplación de las grandes obras del arte; los estudios serios a que hube de consagrarme; y sobre todo, el carácter ideal que revisten los afectos del corazón en la temprana edad de la vida, quitaron a ese sentimiento su   —379→   amargura dejándole solo aquello que en él hay suave y delicioso.

Así pasé un año entre París y Londres, trabajando con mi padre en el cumplimiento de la misión que allá lo llevara.

Llegó, en fin, el día anhelado del regreso.

¡Con qué gozo vi perderse en el horizonte las blancas costas de Inglaterra! ¡Qué impaciencia en esos días de expectativa encerrados en la abrumadora travesía del Atlántico!

Colón ante la amenazante actitud de sus compañeros, no sintió, sin duda, tan devoradora ansiedad por la suspirada aparición del continente divisado en el fondo de sus sueños; ni a su vista palpitaríale el corazón tan gozoso como a mí.

Pernambuco, Bahía, Río-Janeiro, Montevideo, parecíanme escalones ascendentes que me llevaban a la suprema felicidad.

Al cruzar el Plata creí volverme loco de gozo; y pasé la noche inclinado sobre la borda, contemplando las olas; pidiendo a sus murmullos nuevas de aquella criatura celestial aparecida y desaparecida entre las sombras de un misterio.

Llegamos a Buenos Aires, con la primera luz del alba, que bañó sus lucientes cúpulas de azulados tintes.

  —380→  

Yo interrogaba con una mirada ansiosa su vasta extensión.

-¡Tú la guardas en tu seno! -exclamaba-. ¿Cuál de tus almenadas azoteas, cuál de tus blancas bóvedas, cual de tus sombrosos vergeles la cobija? ¿qué hace ahora? ¿duerme reclinada con molicie en su lecho virginal? ¿Se despierta apartando con mano soñolienta los rizos de su negra cabellera? ¿Se baila triscando alegre con la onda de una fuente?

Desvariando así, saltaba a tierra y me internaba en las calles.

Contemplábalas con amor; habría querido besar el mármol de sus veredas, que había recibido la impresión de sus pasos.

Mi padre disipó aquel éxtasis, anunciándome que antes de entrar en la ciudad; y aun antes de ver a la familia debía dar al dictador cuenta de la misión que le confiara.

Y me llevó consigo a Palermo.

Rosas no estaba allí, y según se nos dijo debía hallarse en el campamento de Santos lugares, cuyo cuartel general estaba en el pueblo.

Al atravesar sus calles noté algo extraño en la expresión de los semblantes. Habríase dicho: una gran consternación, aun más, el rumoroso silencio de una terrible expectativa.

  —381→  

Fuenos imposible llegar a la presencia de Rosas, que se negaba a recibir aun a sus amigos.

Y como mi padre insistiera, dijéronle que el dictador había pronunciado una sentencia de muerte y no quería escuchar ninguna apelación.

Yo ignoraba quién fuera la víctima, y ya aquel fallo inexorable me horrorizó. ¿Cuál sería al saber que era una mujer?

Aparteme de mi padre, que se quedó aguardando una audiencia; y quise alejarme de ese lugar donde la mano del hombre iba a alzarse para destruir la obra de Dios. ¿Y en que, aun? ¡En su más bella creación! ¡una mujer!

Y me alejaba aterrado; porque parecía sentir caer detrás de mí el fuego del cielo.

Mas las avenidas del pueblo estaban cerradas por dobles filas de soldados; y en todas, un imperioso ¡atrás! hízome retroceder.

Desesperado de poder sustraerme al horrible espectáculo, cuyos siniestros preparativos tenía a la vista, quise apurar contemplándolo todo su horror.

Y fui a situarme entre los grupos de curiosos que con estremecimientos de terror tenían fijos los ojos en un edificio aislado cuyo aspecto lúgubre denunciaba una prisión.

Un nombre, el nombre de Camila O’Gorman,   —382→   mezclado a exclamaciones de conmiseración y a extraños relatos, corría de boca en boca entre la multitud.

Aquel nombre no me era desconocido: más de una vez habíalo oído pronunciar unido a homenajes de admiración tributados a una beldad.

-¡Tan joven y tan bella! -decía uno.

-¿La conoces? -replicaba otro.

-Entrevila solamente a la luz de una vela cuando bajaba del carro en que la traían presa. ¡Muchacha más linda!... ¡Y sin embargo, caer en tal aberración!

-¿Cuál es, pues, su delito?

-Amar.

-¡Amar! Delito universal.

-Pero el hombre a quien dio su amor estaba ligado al altar.

-Tú estás mal informado. Lo amó cuando era libre todavía. Ella lo ha declarado en el interrogatorio. Es una dolorosa historia.

El amante, inducido en error por la presencia de un rival favorecido con la influencia del padre de su amada, juzgola infiel a sus promesas y en un arrebato de desesperación, huyó de ella, y fue a pedir en un país extranjero las órdenes sagradas.

Camila lloró la ausencia de su amante. A su vez creyose también, olvidada; y no pudiendo   —383→   arrancar del corazón su amor volviolo a Dios: hízose devota.

Pasaba largas horas en el templo, ora entregada a fervorosas plegarias, ora elevando al cielo, en himnos de adoración, el tesoro de melodía que antes era el encanto de los salones.

Un día, en medio de los esplendores de una festividad religiosa, entre la augusta solemnidad de los sagrados cánticos, Camila oyó una voz que hizo descender su alma de las celestes esferas.

Era la voz de su amante, que apartándose del sacro ritmo, tornose un amoroso reclamo.

Y sus miradas se encontraron; y sus almas sedientas de amor uniéronse otra vez olvidándolo todo:

Ella, el honor, la sociedad, la familia.

Él a Dios.

¡Huyeron!

Huyeron, y fueron a extender su proscripta felicidad en un paraje ignorado, en donde no pudieron descubrirla ni las investigaciones de un padre irritado, ni los emisarios de Rosas, armados con las aterradoras órdenes de su dueño.

Pero ¿qué podrá ocultarse al ojo celoso de un rival vencido?

Desde la fuga de los amantes, el pretendiente desdeñado de Camila consagrose a buscarlos   —384→   con todo el rencor aglomerado en su alma.

Oculto bajo diversos disfraces, recorrió el país, desde los arrabales de Buenos Aires hasta las más lejanas provincias. Visitó las ciudades, las aldeas, las aisladas cabañas de los campos; registró los más apartados rincones de los pagos. Todo inútilmente.

Rendido de fatiga, enfermo de despecho, llegó una noche a un pueblecito extraviado en las selvas correntinas.

La hora era avanzada, y el reducido vecindario dormía entre las tinieblas.

El siniestro peregrino sentose al abrigo de un árbol que crecía a la puerta de una casita blanca, extendiendo sobre ella su espesa fronda.

Tiempo hacía que se hallaba allí, con la frente entre las manos, hundido en acerbos pensamientos, que contrastaban con la calina apacible de la noche.

De repente, unida a los acordes del piano, una voz melodiosa elevose en medio del silencio, cantando la doliente romanza del Sauce.

Al escucharla, el caminante se alzó con un salto de tigre; y arrojándose sobre el lomo de su caballo, se alejó a toda brida.

Pocos días después, una partida penetró a mano armada en el tranquilo pueblecito; y cercando la   —385→   casita blanca arrebató de ella a Camila y su amante, que fueron traídos a la presencia de Rosas, y pocas horas después condenados a muerte.

Un redoble de tambores interrumpió al narrador. Las campanas del pueblo tocaron a plegaria; la puerta de la prisión se abrió, y del fondo de su oscuro portal arrancó un grupo de soldados en cuyo centro venía una mujer vestida de blanco y cubierto el rostro con las ondas de una larga cabellera negra.

A su lado caminaba un hombre, vendados los ojos y arrastrando penosamente una barra de grillos.

Ambos se mostraban serenos, y escuchaban sin terror las tremendas exhortaciones de la última hora.

-¿Quién viene al lado mío? -dijo de pronto el sentenciado.

-Yo -respondió su compañera de suplicio-. ¡No temas! aguárdanos la dicha de morir juntos.

Un grito de espanto se exhaló de mi pecho.

Aquella voz del dominó negro: ¡era la voz del Maris Stella!

Fuera de mí, en un acceso de locura, arrojeme con ademán agresivo entre el grupo de esbirros.

Dos bayonetazos me echaron a tierra sin sentido; pero no antes de haber entrevisto bajo el fúnebre   —386→   cendal de su negra cabellera el divino perfil de aquella que deslumbró mis ojos en el templo del Socorro.

El coronel se quedó solo, sentado al borde del camino, en tanto que nosotros, atravesando las lindas callecitas del pueblo penetrábamos, poco después, en el antiguo caserío de Perdriel, a donde nos dirigimos.

A la mañana siguiente visitamos el paredón de nuestra memoria.

A su pie una verde alfombra de vegetación alzaba floridos sus exuberantes vástagos; en sus grietas anidaban las tórtolas, y en su negra cima una alondra enviaba al aire alegres cantos.




 
 
Fin de Camila O’Gorman
 
 


  —387→   Abajo

Feliza




ArribaAbajo- I -

El satélite


En las primeras horas de una noche de diciembre, a su paso por Barracas al norte, lindo arrabal de Buenos Aires, un tramway se detuvo para desembarcar numerosos pasajeros ante la verja de una quinta cuyos jardines, iluminados, anunciaban una fiesta.

Los recién llegados se esparcieron platicando con ruidosa alegría por las avenidas de floridos arbustos que conducían a la casa.

Uno solo quedose rezagado.

  —388→  

Adelantó algunos pasos, y dando una mirada de investigación en torno, embozose en un plaid escocés que llevaba al hombro, recostose en el tronco de un árbol, envió al aire un largo silbido, y quedose al parecer en espera.

No de allí a mucho, un paso furtivo hizo crujir la arena del sendero; y una joven cuyo modesto vestido indicaba una criada, salió detrás de un grupo de árboles y se acercó al embozado.

-¡Señor Enrique! -murmuró con recelo.

-¡Bah! como todo en esta casa, ¿tú también me desconoces ya, Marieta?

-¡Oh! ¡no! pero... ¡cosa extraña! toda vez que veo a usted en su recinto, siento algo parecido al terror. A propósito de esas misteriosas sensaciones, mi abuela solía decir, que...

-Deja en paz a tu abuela y sus consejas. ¿Sabes si Feliza recibió una carta mía?

-Trajéronla esta mañana, cuando ella, sentada al piano, repasaba un nocturno de su composición.

-¿Y?

-Al verme tomarla de manos del factor, interrumpió su canto y la pidió.

-¡La ha leído!

-No, señor Enrique: sin levantar las manos del teclado, diola solo una mirada y me ordenó   —389→   encerrarla en sobre, inscribir el nombre de usted y enviarla al correo.

Héla aquí.

Al ver su carta, así devuelta, Enrique exhaló una sorda imprecación.

-¡Ah! ¡señor! -exclamó Marieta- ¿por qué se empeña usted en perseguir un imposible? Duéleme ver a un joven bello, generoso, espiritual, digno como nadie de ser feliz, obstinarse en solicitar un amor que le rehúsan.

-Ese amor fue mío, y quiero recobrarlo, aunque me cueste la vida.

-Habría usted interpretado en favor suyo la suavidad de su carácter, su dulce lenguaje, su cariñosa palabra. Todo eso es en ella habitual.

-¡Oh! la expresión de su amor era muy diferente de ese trivial dialecto del mundo... ¡Amábame!...

-Perdón, señor Enrique: yo soy una pobre muchacha y mi opinión nada vale; pero creo que un amor solo con otro amor se borra; y puedo asegurar que en el corazón de mi señora no existe ese sentimiento.

Muerto su esposo, a quien la unía solo un afecto del todo filial, hase consagrado al arte: su vida es un éxtasis de armonía. ¿Cómo podría tener   —390→   parte un amor terrestre en ese estado místico del alma?

-Escucha. Más de una vez, espiando sus pasos con el ojo ávido del celoso, la he visto, dejando su carruaje a larga distancia, perderse entre callejuelas y conventillos. Más de una vez, también, cediendo a los estímulos de una temeraria sospecha, acariciando la hoja de un puñal, heme preguntado ¿qué nombre dar a esas sigilosas excursiones?

-Son obras de caridad. La señora hace el bien con el misterio que otras emplean para ocultar el crimen. En esos tristes parajes, donde solo habitan los desventurados, llámanla el ángel de la misericordia; porque allí va, ocultándose cual una culpable, a distribuir entre ellos socorros y consuelos.

Ahora mismo, que ha reunido a sus amigos para anunciarles un viaje de recreo a su bella estancia de las orillas del Salado...

-¡Se marcha! ¿Cuándo?

-Mañana.

-¡Y yo lo ignoraba! ¿No has jurado tú informarme de todo cuanto a ella concierne?

-La señora ha hecho de ello un misterio, en el temor de que se conozca el verdadero motivo que allá la lleva.

-¿Cuál es? Habla...

  —391→  

-Va en auxilio del administrador de la estancia y de su familia atacados de una terrible pulmonía que les trajo el último pampero.

Con grandes recomendaciones de silencio, confiómelo esta mañana el boticario de casa.

-Marieta -me dijo en tanto que confeccionaba las recetas ordenadas por el médico-, ¿sabes que tu señora es un ángel a quien estará reclamando el cielo? Va a correr cuarenta leguas solo para constituirse enfermera de unas pobres gentes que sufren desamparadas en un rincón de la campaña.

-¡Dulce y misericordiosa para todos! -murmuró Enrique, con sombrío acento- ¡para mí solo cruel y despiadada!

Y su voz trémula, denunciaba el llanto.

-¡Lágrimas! -exclamó Marieta, conmovida.

-¡Sí -repuso él- lágrimas! pero un día, el día que entre ella y yo se interponga un rival... ¡sangre!

-¡Ah! ¡señor! ¿haríame usted arrepentir de haberlo creído digno de mi señora?... ¡sangre! ¿Habreme hecho, tal vez, la cómplice de un asesino?

-¡Cómplice! ¿Y no lo fui yo de tu hermano cuando comprometiendo mi posición lo liberté del patíbulo?

Marieta, consternada, inclinó la frente.

-¡Es verdad! -dijo con voz sumisa- ¡no soy yo   —392→   quien tiene derecho a sublevarse contra el crimen, yo, sobre cuya cabeza pesan los de mi familia!... Y bien, señor, aquí estoy para obedecer a usted, que nos salvó de la afrenta de un cadalso. Oíme llamar y he venido. ¿Qué ordena usted?

-¿Eres tú de la partida?

-La señora acaba de anunciarla a sus amigos: ninguna orden ha dado todavía a la servidumbre; mas no hay duda que yo como sirvienta de mano, habré de acompañarla.

-En ese caso ¿me prometes tener presente tus compromisos y enviarme diariamente noticias suyas?

-Ofrezco a usted obedecerle.

-Nada omitas, te lo ruego. ¡Si supieras qué placer acerbo, que amarga delicia siento, siguiendo los detalles de su vida! qué piensa, qué hace; a dónde va; qué vestido lleva; qué flor adorna sus negros cabellos: todo esto ha llegado a ser el móvil único, el solo objeto de mi existencia.

La joven mucama posó una mirada de conmiseración en el hombre que así hablaba.

-¡Ah! señor -le dijo- ¿por qué encerrar la vida en el estrecho círculo de una pasión? Yo en lugar de usted había de desecharla; y buscaría la felicidad en la fortuna, en la gloria... en el amor mismo. Pues ¡qué! ¿no es Buenos Aires el país de las mujeres bellas?

  —393→  

-¡Para mí no hay en el universo sino una sola: ella! Su imagen está grabada en mi corazón tan profundamente, que solo la muerte podrá borrarla. Así, forzoso es que sea mía, o que yo perezca.

-¡Por piedad, señor! ¡no hable usted así, que me llena de terror! ¡Ah! ¡por qué habreme yo prestado a servir el propósito imposible que usted se obstina en perseguir!

-Eres cobarde, y por tanto, desconfío de ti. ¿Qué sé yo si me engañas, en cuanto a los motivos de este repentino viaje?

-Ni más, ni menos, he dicho a usted cuanto sé.

-¡Vamos a verlo! De hoy más, he de atenerme a mi propia vigilancia.

Y se alejó, después de haber echado una onza de oro en el bolsillo del delantal de Marieta.

-Y yo -exclamó ella- juro a Dios apartarme de esta vía culpable.

Y arrojó lejos de sí aquella moneda, precio de una infamia.




ArribaAbajo- II -

La obsesión


La mañana del siguiente día, a la hora que el sol asomaba sobre las aguas del Plata, tres jóvenes,   —394→   cubierto el rostro con los velos de sus sombrerillos de paja blanca; llevando en una mano el quitasol y regazando con la otra las faldas de sus elegantes trajes de bretaña plomo, atravesaban el jardín de la quinta, y se dirigían a la verja. Delante de ella aguardaba un carruaje, y al lado del estribo un apuesto mancebo.

-¡Al fin! -exclamó viéndolas llegar.

-¿Te impacientabas, querido Cristian? -dijo con acento cariñoso una de ellas.

-No yo, bella prima, sino el tren, que ha tocado ya prevención.

-¿En verdad?

-Vas a ver que apenas tendremos tiempo de llegar.

Pablo, a la estación del ferrocarril del sur.

El coche partió conduciendo a los cuatro viajeros a todo el correr de los caballos.

En efecto, el convoy iba a dar su último aviso, cuando las tres jóvenes y, su compañero se apeaban en la estación.

Al mismo tiempo, de un coche que estaba allí, hacía largo espacio, al parecer en acecho, salió presuroso un hombre, y se deslizó en el tumultuoso embarque de numerosos pasajeros que iban a Chascomús, atraídos por una fiesta.

-¡Tú aquí, Enrique! -exclamó un joven al   —395→   distinguirlo entre la multitud-. Estaba pensando en ti, y hete ahí como llovido del cielo para hacer parte en la famosa cacería concertada en el club...

¡Bah!... ¡pero si se ha ido!... ¡Enrique!... ¡Enrique!... ¡Ah! ¡dónde encontrarlo en esta Babel!

-¿Dónde? -replicó alguien allí cerca-. En el vagón que ocupan las personas venidas en aquel carruaje que se aleja.

-¡La librea de Álzaga! ¡Pobre Enrique! ese muchacho tiene el seso fuera de caja. Deslumbrado por un astro...

-Se ha tornado su satélite y girando en torno a la beldad que lo rechaza, un día se perderá.

El silbato dio su postrer aviso, y el tren partió surcando con su negro penacho de humo el ambiente nacarado de la mañana.

Por un movimiento de coquetería, o bien para gozar mejor la vista del paisaje, las compañeras de Cristian levantaron las echarpas de crespón blanco que ocultaban su semblante.

Todas tres eran bellas; pero una sola absorbió las miradas y la atención de los viajeros, que exclamaron con simultáneo entusiasmo:

-¡La incomparable Feliza!

-¡La perla del Plata!

  —396→  

-¡La opulenta heredera!

-¡El ángel tutelar de los desgraciados!

-¡Aquella a quien el corazón ama con un amor inquebrantable, desesperado, fatal! -murmuró un hombre que, sentado en el ángulo más apartado del vagón, tenía fijos en ella los ojos.

Digna era en efecto, la joven, de esa lisonjera ovación; porque nada había comparable a la belleza de su rostro, al donaire de su cuerpo, a la gracia de sus maneras, y al encanto irresistible que de todo su ser emanaba.

Ella percibió el incienso que aquellos murmullos encerraban. Ruborizose con tímido gozo, y dirigió en torno una dulce mirada.

Mas, casi al mismo tiempo, volviéndose con expresión de disgusto:

-¡Él! -exclamó- ¡siempre él! ¡por todas partes él!

-Yo lo vi desde que tomamos asiento en el vagón -dijo una de las jóvenes que acompañaba a Feliza, ambas hermanas suyas.

-Yo también -añadió la otra.

-¡Dios mío! -continuó Feliza- comienzo a comprender el tormento de aquellos que se creen asediados por la presencia del espíritu maligno. Yo me encuentro en igual caso que esos desventurados. En el paseo, en los bailes, en el templo, allí está él, mezclándose, a todos los actos   —397→   de mi vida, con sus miradas; con sus palabras; con su silencio mismo, cargado de reproches y amenazas.

-Tuya es la culpa, prima mía. ¿Por qué me niegas el derecho de alejar de ti a ese hombre?

-¡Un duelo! ¡jamás! Tengo horror a esas sangrientas convenciones sociales, restos de la barbarie, que deben desaparecer de nuestras costumbres.

-Sin embargo, la civilización las guarda siempre como recurso y custodia del honor.

¿Crees tú que no ofende al mío la extraña asiduidad de Enrique Ocampo? ¿Piensas que no me debe cuenta de ella como el más cercano de tus parientes jóvenes?

La expresión provocativa con que Cristian miró a Enrique al hablar así, revelaba la presencia de un sentimiento más profundo que el de un simple parentesco.

Ocampo respondió a esa mirada con una amarga sonrisa.

Feliza la vio y tuvo miedo de la aproximación de aquellos dos hombres de impetuoso carácter, de los cuales, conocía el amor del uno, y presentía el del otro.

-¡Paz! ¡paz! querido Cristian -murmuró poniendo su mano en la del joven-. Los hombres no gustan   —398→   sino de los medios violentos que a nada conducen cuando no sea al escándalo. Yo prefiero la dulzura y la persuasión, que todo lo concilian.

-Y en tanto, ese hombre seguirá tus pasos; te atormentará con sus pretensiones, y se dirá que puede hacerlo impunemente; ¡pues aquel que tiene el deber de impedirlo es un cobarde! ¡Oh! de solo pensarlo la sangre hierve en mis venas.

-¡Paz! ¡paz! -repitió Feliza con un tanto de impaciencia-. Ruégote que prescindas de este enfadoso asunto. Muy mucho me atormenta, pero yo hago abstracción de él. Imítame, y no te ofendas si te pido que me dejes el cuidado de darle un término.

Y Feliza, velando de nuevo su rostro, quedose silenciosa y pensativa.

Cristian calló también, pero mordiéndose el labio de indignación.

Habría deseado castigar, él que nunca osó confesar su amor a Feliza, la audacia con que hacía alarde del suyo aquel rival desechado.

Llegaron a Chascomús, donde los viajeros, dejando el ferrocarril, tomaron el camino de la estancia, en un carruaje que las aguardaba.

-¡Heme aquí temporalmente libre de esa intolerable persecución! -pensaba Feliza, en tanto que atravesaba al rápido correr de los caballos   —399→   las diez lenguas de floridos campos que median entre Chascomús y la Postrera, nombre de la estancia término de su viaje.

Y entregada a una alegría infantil, extasiábase ante la perspectiva de los días de reposo que las esperaban en las rientes orillas del Salado.

Para mayor contento suyo, los enfermos en cuyo auxilio iba, habíanse restablecido, y salieron a su encuentro con todos los colonos de la estancia, que gozosos de ver a su amada patrona, entregándose a los regocijos de prolongadas fiestas, en las que figuraban Feliza y sus compañeros, organizando carreras, cacerías y pescas.

Feliza se abandonaba a estos placeres sencillos con una alegría candorosa, cuya pureza no había podido empañar el contacto del mundo.

Artista consumada, trasladaba las melodías de su piano a la legendaria guitarra y extasiaba a sus agrestes oyentes con las sublimes creaciones de Verdi y de Bellini.

Una noche que mezclada a los grupos de campesinos, bailaba en un prado a la luz de la luna las danzas populares, en medio a una multitud de espectadores, Feliza encontró de repente, bajo el sombrero de un gaucho, la mirada tenaz de Enrique Ocampo.

¡Adiós, plácidas horas de solaz! ¡adiós, campestres   —400→   goces! Todos desaparecieron para Feliza a la presencia de aquel incansable perseguidor.

Desalentada, y el espíritu abatido, dejó la danza y fue a sentarse al lado de Cristian.

No podía confiarle la inquietud que la apenaba; pero acogíase a su adhesión, nunca desmentida mirándola instintivamente como su único refugio.

Hostigada por ese interminable seguimiento que había llegado a inspirarla una suerte de terror, Feliza pensó en la fuga, recurso inmediato; y recordando que poseía una hermosa estancia en el confín sudoeste de la provincia, con treinta leguas de tierra para interponer entre ella y Enrique Ocampo:

-¡Vamos a Juancho! -dijo a los suyos.

Ellos, que tan contenta la vieran en las amenas márgenes del Salado, juzgaron un capricho aquella súbita resolución.

Al siguiente día, dos carruajes que para mayor celeridad llevaban una reserva de ochenta caballos, partieron camino de Juancho, llevando a Feliza y sus compañeros.



  —401→  

ArribaAbajo- III -

Un encuentro


Por lo demás, la comarca donde se dirigían tenía, también, paisajes deliciosos, sembrados de vergeles; limitados por lontananzas admirables donde los ojos y el pensamiento se perdían en las profundidades misteriosas de la Pampa.

Allí, bajo las frondas de aquel lejano retiro donde iba a sustraerse a las manifestaciones de un amor importuno, Feliza debía encontrar otro amor que cautivara su corazón, iluminando con la aurora de una dicha, hasta entonces desconocida para ella, los últimos días de su corta vida.

A fin de evitar el calor ardoroso de diciembre, los viajeros habíanse puesto en marcha al anochecer.

Una hermosa luna llena alumbraba su camino, derramando en la sombra misteriosos prestigios; la tierra exhalaba suaves aromas, dormitaban las auras y todo parecía anunciar una apacible velada.

Mas, al mediar de la noche, una de esas borrascas que el pampero arrastra desde las regiones australes estalló de repente, envolviendo la caravana en   —402→   una tromba de granizo que en pocos instantes cegó los senderos convirtiendo los campos en un vasto piélago.

La oscuridad era profunda; y los relámpagos que la surcaban hacíanla más densa todavía.

Alarmado Cristian a causa de sus compañeras, dejó el carruaje y cabalgando con los guías, preguntoles si habría allí cerca algún sitio donde pudieran guarecerse del vendaval y los torrentes de lluvia que amenazaban anegarlos.

Uno de ellos indicó la proximidad de un caserío distante algunos minutos a la izquierda del camino.

Hacia allá se dirigieron.

Pero habían caminado media hora y nada se divisaba en el paisaje asolado por las ráfagas del pampero.

Feliza bajó un vidrio, asomose a la ventanilla, se orientó un momento, y exclamó «¡nos hemos extraviado!».

El guía protestó.

-¡La señora tiene razón! -replicó una voz; y la silueta de un jinete se destacó en el fondo oscuro de la noche.

-En efecto -continuó el nuevo interlocutor, acercándose al estribo del carruaje-. El caserío quedó a la derecha del camino: está ya lejos;   —403→   pero ruego a la señora me permita conducirla con sus compañeros a un paraje cercano, donde estará mejor que en aquellas chozas miserables de ganaderos.

Poco después, los viajeros se hallaban en un elegante comedor sentados en torno a una mesa ricamente servida.

El caballero que los guiara allí, bello y apuesto joven, hacía con galante finura los honores de anfitrión, colmando señaladamente a Feliza de las más delicadas atenciones.

Algunas horas más tarde, en medio a los esplendores de una hermosa mañana los viajeros continuaban su camino.

Al partir, Feliza tendió la mano a su huésped.

-¡Ah! -díjola él- yo anhelo prolongar estos momentos de dicha, acompañando a usted hasta su casa. ¿Se dignará usted permitirlo?

-Yo iba a solicitarlo de usted para mostrarle el camino -respondió ella-. Pues que somos vecinos en este desierto, debemos estar siempre reunidos.

El joven, con un ademán apasionado, llevó a sus labios la mano de Feliza; y los ojos de ambos se encontraron en una mirada de precio infinito; en una mirada que dejó en el alma de la joven un mundo de deliciosos ensueños.

Poco después, Feliza, escoltada por sus dos   —404→   caballeros, el uno revelando en su semblante la dicha, el otro una tristeza que en vano procuraba ocultar, llegaba a sa magnífica residencia de Juancho, y devolvía los honores de la hospitalidad a aquel que tan caro y fatal había de ser para ella.

Desde entonces, el tiempo se deslizó para Feliza delicioso y rápido. El amor de Samuel absorbía su alma. Todos sus pensamientos, todos sus anhelos referíanse a él.

Así, cuando en la noche, apoyada en su brazo se paseaba a la luz de las estrellas en las solitarias alamedas de Juancho, elevados hacia él sus ojos, aspirando sus palabras, su sonrisa, sus miradas, creía no haber vivido sino desde que Samuel la amaba.

Muchas veces también, dudando de la realidad de ventura tanta, llevaba la mano al corazón para asegurarse por sus palpitaciones que no era un sueño el edén beatífico en que se había convertido su vida... Cuando Feliza regresó a Buenos Aires, sus amigos encontráronla más bella, más armoniosa su voz, y en su frente algo como los destellos de una luz misteriosa.

Era la irradiación de la dicha.

Y ella también, hallolo todo hermoseado con los resplandores de su felicidad. Nunca la ciudad   —405→   le pareció tan esplendida; ni el río tan majestuoso, ni tan solemne la inmensidad de la Pampa.

Las zozobras del pasado; Enrique Ocampo y su importuno amor, habíanse borrado de su mente, visitada ahora por halagüeñas visiones.

Pero he ahí, que la noche misma del regreso; después de una dulce velada entre parientes y amigos, al retirarse a su cuarto, Marieta le presentó una carta que habían traído del correo.

-He seguido paso a paso el amoroso idilio de Juancho -decíanle en ella-. Feliza, tú no contabas conmigo. Treinta leguas del espacio te parecieron bastante a separarnos. ¡Vana esperanza! ¿No sabes que la mitad de tu vida me pertenece? Tú no has querido que sea la luz: seré la sombra.

Yo estaba contigo durante la tempestad en las soledades de la Pampa; era uno de tus guías; y fui quien extravió la caravana. Quería arrebatarte en mis brazos y perderme contigo entre los torbellinos del huracán. ¡Morir estrechándote contra mi corazón! ¡qué delicia! ¡Ah! no me fue dada, entonces, esa dicha; pero ella llegará!

Feliza se estremeció; en su alma surgió el terror; y aquella noche, horribles pesadillas poblaron su sueño.

Mas, al siguiente día, Samuel llegó a Buenos   —406→   Aires, y su presencia desterró de la mente de Feliza, todo linaje de terror.

Y sus días volvieron a deslizarse radiosos en una continuada fiesta.

Hoy una excursión a las encantadas islas del Paraná; mañana visitas en las deliciosas quintas de los pueblos del contorno; y cada día largas horas pasadas haciendo dulces programas, en la suntuosa morada que se edificaba para ella, en la populosa calle Florida, cuya conclusión era la época fijada para su enlace con Samuel.

Feliza esperaba impaciente ese día venturoso, que divisaba ya entre los nacarados celajes de un soñado porvenir.

Una ceremonia que debía ella presidir iba a llevar otra vez a Feliza a las orillas del Salado.

Habíase construido sobre este río y en tierras de su estancia, un puente de hierro en cuya bendición y estreno había ella de figurar como madrina.

Feliza quiso dar a este acto el carácter de una brillante fiesta.

-Será el prólogo de la nuestra -dijo a Samuel la noche anterior paseándose asida a su brazo en los jardines de la quinta.

Vestiré a mis colonos con los colores nacionales; les daré banquetes, carreras, saraos. Nosotros estaremos entre ellos; tomaremos parte en sus   —407→   regocijos cuando regresemos a Buenos Aires, encontraremos nuestra bella morada pronta a recibirnos, y la dicha esperándonos a sus puertas.

-¡Jamás! -rugió con sordo acento una voz que llegó cual un eco lejano de amenaza al oído de Feliza.

Y un hombre que, pálido, y centellantes los ojos, contemplaba, oculto entre el ramaje a la enamorada pareja, fijó en ellos una mirada terrible; y murmurando una imprecación, se alejó, perdiéndose entre las sombras.

El siguiente día, víspera de su marcha a la fiesta del Salado, Feliza, gozoso el ánimo y la mente llena de rientes pensamientos, dejaba el lecho para entregarse a los preparativos de aquella solemnidad.

Queriendo darle todo esplendor, empleó fuertes sumas en manjares, licores y regalos, que expidió por un tren especial a los agentes encargados de organizar la fiesta.

Enseguida, fue a invitar personalmente a sus amigas, quienes, encantadas del convite recibiéronla con gritos de alegría.

Feliza rió, charló, pasó el día formando con ellas deliciosos proyectos para aquella romería de placer; y las dejó diciéndolas entre besos y sonrisas: «¡Hasta mañana!».



  —408→  

Arriba- IV -

Mirajes de la última hora


-¡Bella! ¡rica! ¡amada! -quedáronse diciendo las amigas de Feliza- ¡qué feliz existencia!

Ella escuchó esa frase; y mientras recostada en los cojines de su lujoso carruaje cruzaba las calles, a esa postrera hora del día, tan llena de pueblo, de un pueblo que la saludaba con afectuosa expresión: «¡Bella! ¡rica! ¡amada!», repetía.

Y pensando en esos esplendorosos dones: beldad, riqueza y amor, que Dios había derramado sobre ella:

-¡En verdad! -exclamó- ¡cuán dulce es así la vida!

Y su alma se elevó hacia esa fuente de eterna dicha, de eterna belleza, en un sentimiento de inmensa gratitud.

Al llegar a la bajada de Barracas, de regreso a la quinta, Feliza ordenó, de pronto, al cochero retroceder y conducirla a casa de sus padres.

Como se presentara a tiempo que estos iban a ponerse a la mesa:

-¡Qué feliz casualidad! -exclamó-. He desandado mi camino para venir a reclamar en esta mesa mi porción de otro tiempo, aquí,   —409→   en mi antiguo sitio, al lado de estos dos queridos de mi alma.

Y reuniendo a sus padres en un abrazo, sentose entre ambos y comió alegre, espiritual y cariñosa, reclinándose ora en el hombro de uno; ora en el seno del otro; parodiando con la gracia y el mimo de una niña engreída el dichoso tiempo de la infancia.

Acabada la comida, abrazó a su madre, presentó la frente al beso de su padre, y citando a los dos para las seis de la mañana en la estación del ferrocarril del sur, separose de ellos y regresó a la quinta.

A corta distancia de esta, Feliza mandó desviar hacia la derecha y entrar por la puerta de los carruajes.

Sabía que los suyos, y con ellos Samuel, la esperaban reunidos en una glorieta, especie de pabellón de mármol blanco, situado a la entrada de la verja; y quería llegar sin ser vista, para dejar el severo vestido de calle, y presentarse con los frescos y primorosos atavíos que usaba en su casa.

Feliza entró en el vestíbulo sin que nadie se apercibiese de su presencia.

Contenta de sorprender a sus huéspedes, anunciándose a ellos con una marcha triunfal que   —410→   había compuesto dedicada al estreno del puente, subía tarareándola, alegre y ligera, a sus habitaciones en el piso alto de la casa.

Marieta, que estaba aguardándola en el tocador, le salió al encuentro.

-¡Qué alegría trae la señora en la voz y en el semblante! -exclamó la joven mucama, con la dulce familiaridad que Feliza permitía a sus criadas.

-¡Ah! -repuso ella con una mirada inefable- ¡estoy tan cerca del cielo!

Pero dime, hija mía, ¿se encuentra todo listo para mañana?

-Acabo de cerrar la maleta que contiene el equipaje de la señora. En cuanto a la señorita Antonia, ella quiso arreglar el suyo.

-¿Quiénes están con ella en la glorieta del parque?

-No otros todavía, que los señores Demaría y Saenzvaliente.

-¡Samuel! -murmuró Feliza. Y en voz alta- ¡Ah! date prisa, querida mía. Nunca tardaste tanto para vestirme. Prende este lazo, y hemos concluido.

-También llegó hace poco la señorita Casares, que dijo la era necesario hablar con la señora.

-¡Albina! De seguro es algo que me interesa.   —411→   ¡Si te fuera posible llamarla aparte y anunciarle mi regreso!

-Nada tan fácil. Acabo de verla sola y pensativa apoyada en la verja, mientras que en la glorieta ríen y hablan.

-Ve a decirle que estoy esperándola en mi cuarto.

Abre, después, el salón; quema los pebeteros, arregla el piano y prepara el refresco de la noche.

Feliza se quedó de pie delante del tocador, sonriendo a la imagen encantadora que le mostraba el espejo.

Marieta bajó murmurando con gozoso fervor:

-¡Está alegre y es feliz! ¡Bendito seas, Dios mío! ¡Ah! si mi culpable condescendencia con la obstinación de aquel desventurado hubiera de costar una lágrima a este ángel de bondad, moriría de dolor y remordimiento.

La señorita Casares corrió a buscar a Feliza, y ambas se abrazaron. Eran amigas desde la infancia y se amaban con ternura.

-¡Preciosa mía!

-¡Mi bella!

-¿Sabes que preparo a esos señores una sorpresa musical?

-Yo te traigo otra a ti.

  —412→  

-¿Cuál?

-Enrique Ocampo está loco.

-Hace tiempo que lo sé, a costa de mi tranquilidad. ¿Qué es, sino una insigne locura esa tenaz insistencia en seguirme por todas partes, hasta en mi lejana excursión a Juancho? Si en este momento me asomara a ese balcón, segura estoy de encontrarlo ahí al otro lado de la verja, con los ojos fijos en mí.

-Pues no vas lejos de la verdad. Hace media hora, al venir aquí, dejé el tramway para ir a ver en una casucha cerca de la quinta de Nóbrega a una pobre mujer enferma que me pidió un socorro.

Despedíame de ella, e iba a abrir la puerta de viejas duelas que cierra el seto de rosales de su huertecito, cuando un coche vino a detenerse delante, y de él bajó un hombre.

Era Enrique Ocampo.

Di un paso atrás, y me puse a observarlo por las rendijas de la puerta.

Estaba pálido, y en su aspecto había algo de sombrío y siniestro.

-Juan -dijo al cochero- no me esperes; vuelve a casa y di que voy a partir para un largo viaje. Añade que no marcharé solo, porque la señora de Álzaga habrá de acompañarme.

  —413→  

Al oírle decir este desatino, mirelo otra vez y vi en sus ojos el vago fulgor de la locura.

El coche partió, y él se alejó también con el paso largo y firme del que ha tomado una resolución decisiva.

Pero cuando hube salido del jardín, busquelo en vano por toda la extensión: había desaparecido.

-Por dicha -repuso Feliza- ha llegado ya el tiempo de que esa locura acabe. Antes de un mes habreme unido a Samuel, y realizado mi proyecto de viajar por Europa y Asia.

En ese momento, Marieta, pálida y turbada, presentose anunciando a Enrique Ocampo.

-¡Oh! -exclamó Feliza con visible impaciencia- tú, hija mía, has recibido mi orden expresa de despedirlo. ¿Lo has olvidado?

-La he cumplido; mas el señor Ocampo pretende hablar con la señora, y jura que no saldrá del salón sin haber sido recibido por ella.

-Forzoso será, en efecto, que yo reciba a ese insensato; y forzoso también hablarle con la energía que rehusé hasta hoy por conmiseración a su demencia.

La señorita Casares, profundamente inquieta, detuvo a su amiga.

-Deja que yo vaya a su encuentro, querida Feliza -la dijo-. En los ojos de ese hombre había   —414→   relámpagos de amenaza, que tiemblo verte desafiar. Permite que yo hable y haga entrar en razón a ese obstinado.

Y sonrió para ocultar el terror que, cual un presentimiento, surgía en su alma, al recuerdo de las extrañas palabras de Ocampo.

-Ve, querida mía -dijo Feliza- y, pues lo desea, ahórrame el disgusto de una penosa explicación.

La señorita Casares dejó a su amiga y bajó al salón donde Ocampo aguardaba.

El día iba a acabar, y las tinieblas comenzaban a invadir el cuarto.

Feliza se acercó de nuevo al espejo; pero entonces, en vez del bello rostro que poco antes la sonreía, vio, solo, dos grandes ojos rodeados de sombra que fijaban en ella una lúgubre mirada.

Poseída de miedo, dio un grito que atrajo a Marieta desde la habitación inmediata.

En ese momento llegaba también la señorita Casares.

-Veo -dijo esta- que te es preciso expresar personalmente a ese hombre una resolución definitiva.

-Tú sabes que mil veces la ha escuchado de mis labios.

-Él pretende que no.

  —415→  

-¿En verdad? Pues ahora va a oírla por la vez postrera.

Y Feliza se dirigió a la puerta.

La señorita Casares corrió hacia ella.

-Permíteme acompañarte -la dijo, con acento de profunda inquietud.

Feliza tomó el brazo de su amiga, y ambas bajaron la escalera cuyo último peldaño se asienta en un pasillo donde se hallan las puertas laterales del salón y del comedor.

Feliza oyó en este las voces de sus huéspedes, que dejando la glorieta del parque, habían venido allí a esperarla; e hizo seña a la señorita Casares de cerrar aquella puerta.

Quería impedir que Cristian, y sobre todo Samuel, intervinieran en la cuestión que iba a debatir ella sola.

Al entrar en el salón, Feliza vio a Ocampo alzarse mudo y sombrío ante ella.

Como la señorita Casares lo notara poco antes, había en su mirada un resplandor lúgubre que la dio miedo.

Pero sobreponiéndose luego a esa impresión; y llamando a su frente la serenidad de una conciencia pura, saludó a Ocampo con su habitual cortesía, señalole una silla, y sentándose en un diván al lado de su amiga:

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-Sé -dijo volviendo hacia el huésped su bello rostro revestido de severa gravedad.

Sé que ha entrado usted en esta casa jurando no dejarla si antes no lograba acercarse a mí y hablarme.

Ocampo fijó en ella su sombría mirada.

-Es verdad -respondió-; y su voz, en estas dos palabras vibró extraña casi lúgubre.

-No alcanzo a adivinar -prosiguió Feliza- lo que usted quiere decirme, ni deseo saberlo; pero entrar por asalto y hacerse fuerte en ella, es por demás impertinente.

-¡Ah! ¡no adivina qué vengó a decirla, aquella que ha hollado mi corazón bajo su pie! Helo aquí, Feliza: helo aquí, breve, pero decisivo inexorable.

Usted ha concedido su mano a Samuel Saenzvaliente. El día señalado para esa unión estaba cerca. ¿No es cierto que mañana, en esa fiesta que iba a presidir, pensaba usted anunciar su próximo enlace?

-¿Por qué he de negarlo? En efecto, así habrá de ser.

-¡No! ¡no será!

Feliza sonrió con desdén.

-Ignoro -dijo- que podrá oponerse a mi voluntad.

  —417→  

-¡La mía!

-¡Insensato! ¿Con qué derecho?

-¡Con el de mi amor!

Y riendo con una risa siniestra que heló de espanto a las dos jóvenes:

-¡Ah! -exclamó- ¿creías tú, tú la que ha destruido mi felicidad, darla impunemente a otro, y pasear sobre mi humillación su insolente triunfo? ¡Ah! ¡ah! ¡ah! que venga a disputarte ahora, ese rival preferido... ¡Feliza, tú eres mía! mía para siempre; porque el abrazo que va a unirnos será eterno...

Oyose un grito seguido de una detonación que atrajo a Cristian y a sus compañeros, hacia la puerta que abría sobre el vestíbulo.

Aquella puerta estaba cerrada.

Cuando el joven Demaría, arrojándose contra ella la derribó y penetró en el salón, vio a Feliza tendida en tierra, bañada de sangre; a la señorita Casares desmayada, y a Ocampo de pie al lado de su víctima, en el momento que volviendo contra sí mismo el arma homicida, se enviaba la segunda bala de su revólver.

Cristian desesperado, casi loco, a impulsos de dolorosa rabia, asió del matador, buscando en él un resto de vida para vengar a Feliza; pero solo   —418→   encontró un cadáver, que soltara, arrojando sobre él maldiciones.

Saenzvaliente, entretanto levantaba en sus brazos a Feliza moribunda; y ayudado de Cristian poníala en la cama donde la rodearon los suyos.

-¡Samuel! -murmuró la joven con voz exánime- no te apartes de mí. ¡Los momentos que me restan son breves! Deja que mirándote se cierren mis ojos... Dame tu mano. ¡Así, así quiero entrar en la eternidad!...

Y buscaba aquella mano con la suya helada ya y casi yerta.

Pero Samuel no estaba allí alejáralo esa preocupación impía que aparta del moribundo a los seres de su amor.

Los médicos, que llegaron en ese momento; encontraron a Feliza en la última extremidad, y declararon inútil la extracción del proyectil que, atravesando la espalda, había penetrado en su pecho.

Feliza abrió los ojos una vez todavía; y mirando en torno con angustia:

-¡Samuel! -exclamó- ¿dónde estás? no te veo, por qué te oculta a mis ojos esta nube negra que se extiende... se extiende y me envuelve en su sombra... ¡Samuel! ¡Samuel!...

Una ola de sangre le cortó la voz.

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Pocos instantes después la bella Feliza moría pronunciando con el último aliento el nombre de Samuel.

Aquella noche, cuando los médicos dieron el lúgubre fallo, Marieta, pálida y silenciosa, vino a prosternarse a los pies de la moribunda, besolos con doloroso fervor, y levantándose, salió cuarto y de la quinta.

Horas después, las aguas del Plata arrojaban su cadáver en la ribera.

Al siguiente día Enrique y Feliza, el matador y la víctima dormían juntos el sueño eterno bajo la misma tierra, ese lecho nupcial que el desventurado Ocampo diera a su fatal amor.

Así bajó a la tumba tan inocente y digna creatura. El oro, la belleza, los halagos del mundo que tributaba culto a su piedad y homenajes a su hermosura, fueron débil valla opuesta a los designios de la Providencia.

Bella, rica y amada, necesitaba caer pura, envuelta en los cendales luminosos de su castidad coronando su vida por el martirio, para decir después de su muerte: ¡fue también santa!

La morada de Feliza, antes tan alegre y visitada, quedó desierta y silenciosa. Los huéspedes que la frecuentaban, y pasaran en ella tan dulces   —420→   horas, abandonáronla huyendo de los recuerdos que despertaba.

La yerba crece en los senderos de su parque, donde no se escucha otro rumor sino el arrullo de las tórtolas y el gemido del viento entre el ramaje de los cipreses.

¡Ay de los muertos! Los vivos alejan con temerosa repugnancia cuanto de ellos queda; y cuando han echado sobre su cuerpo la tierra del sepulcro, apresúranse a echar sobre su memoria la tierra del olvido.




 
 
Fin de Feliza