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El «Luceafărul» de Eminescu en Darío y Espronceda

Héctor Martínez Sanz

A raíz de las celebraciones del aniversario de Mihai Eminescu inicié en Retrato literario una serie de artículos sobre Eminescu y nuestra literatura española a través de «Mihai Eminescu y su "Romancero español"». Con la intención de seguir celebrando el próximo aniversario y continuar acercándolo al público español, hoy escribiré acerca de la composición más celebrada del poeta nacional rumano, Luceafărul, y el eco que este motivo literario universal tiene en las letras hispanas en A una estrella de José de Espronceda y en A Margarita Debayle de Rubén Darío.

El español medio suele pensar que no se identificará con la poesía extranjera. Quizás por eso solo leen novelas y van al teatro. La poesía que se lee es poca, y menos aún de fuera. También el español medio tiende a creer que la proximidad europea de Rumanía es reciente, ignorando la cantidad de nombres que desde el pueblo rumano han salido, coincidido y dado tanto o más que los grandes epígonos europeos. Así ocurre con Mihai Eminescu, poeta tan tardorromántico como nuestro Bécquer o nuestra Rosalía que por el 1883 daba por finalizadas el casi centenar de estrofas del Luceafărul, consideradas la cima de su creación. En ellas, el lucero del alba o vespertino -según se quiera mirar desde el poeta-, como inmortal divinidad o genio elevado y solitario, sufre la desdicha del amor imposible con una joven princesa humana y mortal, Catalin. He aquí el problema, ¿descender y sacrificar su naturaleza inmortal por amor o permanecer en su perfecto pero solitario estado? Él ignora que se trate de un precio excesivo por lo efímero de la vida mortal, tal y como trata de enseñarle su Padre, el Demiurgo. Mientras tanto, un joven mortal, paje y bastardo, consigue a Catalin. Al final, el Lucero debe renunciar a su descenso a lo terrenal, a su apasionamiento por Catalin, quedando, con esos versos fundamentales, inmortal y frío, en su esfera.

El poema se ha comparado con el Hyperion de Hölderlin o los versos de Keats con el mismo motivo. De la misma forma, William Blake o Edgar Allan Poe escribieron poemas al Lucero. No es un motivo poéticamente extraño, y menos en el romanticismo. Interpretaciones ha habido muchas a lo largo del más de siglo y medio que nos separa de su composición: poema de amor, poema social, poema filosófico, sufrimiento del elevado y aislado genio creativo por su separación de la sociedad donde no tiene hueco pero de la que anhela el contacto, la insignificancia y volubilidad de la vida y el mundo humano sometidos a la bota de la temporalidad y la muerte, inserción del folklore rumano... sea como fuere enlaza con la línea del romanticismo europeo y el romanticismo tardío español. No es, en modo alguno, simplemente un poema nacional sin relación con las líneas maestras de creación entre los grandes vecinos alemanes, franceses o ingleses. Tampoco es ajeno al oído español. Pensemos en Espronceda y su poema «A una estrella»:

¿Quién eres tú, lucero misterioso,

tímido y triste entre luceros mil,

que cuando miro tu esplendor dudoso,

turbado siento el corazón latir?

¿Es acaso tu luz recuerdo triste

de otro antiguo perdido resplandor,

cuando engañado como yo creíste

eterna tu ventura que pasó?



¿Está Espronceda respondiendo a Eminescu? A no ser que admitamos el juego eminesciano que vimos en su Romancero español, sería imposible, pues Espronceda publicaba estos versos en 1840, diez años antes de la venida al mundo del poeta rumano. El Lucero inspira, sin embargo, a ambos ante una misma situación: la separación de la amada: Espronceda de Teresa, Eminescu de Veronica. Ahora bien, a través del tema del amor imposible o traicionado, Espronceda también llega a cuestionarse la vida humana como vano pasar del tiempo:

Una mujer adoré

que imaginara yo un cielo;

mi gloria en ella cifré,

y de un luminoso velo

en mi ilusión la adorné.

Y tú fuiste la aureola

que iluminaba su frente,

cual los aires arrebola

el fúlgido sol naciente,

y el puro azul tornasola.

[...]
Tantas dulces alegrías,

tantos mágicos ensueños,

¿Dónde fueron?

Tan alegres fantasías,

deleites tan halagüeños,

¿Qué se hicieron?

Huyeron con mi ilusión

para nunca más tornar,

y pasaron,

y solo en mi corazón

recuerdos, llanto y pesar

¡Ay! dejaron.



Espronceda se identifica con el Lucero por su luz, se eleva como Eminescu: brillante cuando el amor existía y de fulgor tenue, perdido, tras la desdicha:

¡Ah lucero! tú perdiste

también tu puro fulgor,

y lloraste;

también como yo sufriste,

y el crudo arpón del dolor

¡Ay! probaste.

[...]
Pero tú conmigo lloras,

que eres el ángel caído

del dolor,

y piedad llorando imploras,

y recuerdas tu perdido

resplandor.



Y si el Lucero eminesciano terminaba:

En vuestro mundo terrenal,

la suerte os impera,

mientras yo, frío e inmortal,

me siento en mi esfera.



Espronceda acaba:

Yo indiferente sigo mi camino

a merced de los vientos y la mar,

y entregado en los brazos del destino,

ni me importa salvarme o zozobrar.



Los dos poetas, rumano y español, gesticulan la falsa indiferencia, verdadero dolor, del solitario genio enamorado. Prácticamente, ambos poetas dan el mismo final a sus largos poemas. Uno queda en su esfera, inmortal y frío; el otro sigue su camino indiferente. Ambos desdeñan por el dolor y el desengaño el contacto con lo terreno, uno arrojado al universo, el otro dejado en manos del destino.

El caso de Rubén Darío y A Margarita Debayle también es próximo a Eminescu. El poeta rumano presenta su Luceafărul con la fórmula «Érase una vez, como en un cuento» y el maestro nicaragüense nos dice «Margarita, te voy a contar un cuento». ¿Qué cuento? El de una princesa, la que nos faltaba en Espronceda, que roba una brillante estrella del cielo que le hace suspirar para engalanar su prendedor:

Una tarde, la princesa

vio una estrella aparecer;

la princesa era traviesa

y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla

decorar un prendedor,

con un verso y una perla

y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas

se parecen mucho a ti:

cortan lirios, cortan rosas,

cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,

bajo el cielo y sobre el mar,

a cortar la blanca estrella

que la hacía suspirar.



La princesa de Rubén Darío sale de noche «bajo el cielo y sobre el mar», padre y madre del Lucero de Eminescu:

De mi esfera, a tu llamar,

a duras penas vuelo,

mi madre es la profunda mar

y padre, el alto cielo.



Al igual que en Eminescu, el Lucero pertenece a un mundo divino e inmortal frente a lo terrenal; la princesa de Darío es reprendida por el rey, su padre, no ya solo por haber salido de noche «sin permiso de papá», sino por robar del cielo del Señor la estrella que, ahora, ha de devolver:

Y el rey clama: «¿No te he dicho

que el azul no hay que cortar?

¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...

El Señor se va a enojar».

[...]
Y el papá dice enojado:

«Un castigo has de tener:

vuelve al cielo y lo robado

vas ahora a devolver».



Rubén Darío posee la influencia de simbolistas y parnasianos, y, a su vez, del romanticismo tardío, elementos con los que juega creando un cuento de ritmo infantil recargado de exotismo. Sin embargo, Darío rehúye el triste final de Eminescu y Espronceda, y hace descender al buen Jesús para que atestigüe que la estrella fue un regalo suyo para la princesa:

Y así dice: «En mis campiñas

esa rosa le ofrecí;

son mis flores de las niñas

que al soñar piensan en mí».



La similitud entre el Lucero de Eminescu visto en sueños por Catalin, y el Jesús divino pensado en sueños por las niñas a las que regala estrellas, es palpable. Junto a ello, como no podía ser de otro modo, luce la separación como telón de fondo, acabando Rubén Darío su poema:

Margarita, está linda la mar,

y el viento

lleva esencia sutil de azahar:

tu aliento.

Ya que lejos de mí vas a estar,

guarda, niña, un gentil pensamiento

al que un día te quiso contar

un cuento.



¿Puede, después de estas sencillas y modestas lecturas, sonarle extraño a un oído hispano el Luceafărul de Eminescu? Si ese oído gusta de su propia literatura, gusta de leer a Darío y Espronceda, desde luego que no. Al contrario, en la coincidencia debería encontrar más que razones para identificar en ese poema, el Luceafărul venido de Rumanía, un mismo espíritu poético universal, sin nacionalidad (Nicaragua, España, Francia, Inglaterra, Alemania, Rumanía... y porque me detengo). Era esto, lector, lo que hoy quería mostrarte de Eminescu, terminando, una vez más, con la pregunta conativa: ¿a qué esperamos para leer sus poemas?

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