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Nacional y universal en la concepción de Eminescu sobre el arte

Dumitru Irimia

Traducción de Catalina Iliescu Gheorghiu

Cuando en Geniu pustiu (Genio baldío) Toma Nour definía a la humanidad como un «prisma con miles de colores, un arcoíris con miles de matices» (Opere (Obras), VII: 108), este personaje se convertía en el portavoz del poeta, atento a todos los quebraderos de la conciencia nacional ante la cual, la dominación habsbúrgica se había vuelto inaceptable. De hecho, Eminescu afirmaba claramente su posición con respecto a los derechos de los pueblos sometidos al Imperio austrohúngaro en un artículo publicado en «Federațiunea» (La Federación), bajo el nombre de Varro: «El derecho al dominio no lo tiene nadie más que los propios pueblos, y dejar la soberanía en manos distintas a las de los pueblos es un crimen contra ellos» (Hagamos un congreso, Opere, IX: 88). «Las naciones -prosigue Toma Nour- no son más que tonos prismáticos de la Humanidad, y la distinción entre ellas es tan natural o tan explicable como la que nos permite diferenciar, de acuerdo con las circunstancias, a un individuo de otro» (Geniu pustiu, Opere, VII: 180).

Eran ideas que el poeta traía de Viena, tras haber vivido, de adolescente, el entusiasmo de las manifestaciones del sentimiento nacional de los rumanos, en los años de sus primeras representaciones teatrales en Chernivtsí en lengua rumana, y de las peregrinaciones por todo el país. Eran las ideas de un joven que se iba a detener brevemente, en el Blaj de su profesor, Aron Pumnul.

Los distintos tonos de este prisma multicolor son la expresión metafórica de la especificidad de la civilización, cultura material y espiritual de un pueblo. Eminescu sorprende aquí el vínculo indestructible que hay entre nación y humanidad, entre nacional y universal, como encarnación de la relación de lo particular con lo general.

La cultura de cada nación tiene un carácter dual -abarca en su estructura tanto los elementos comunes a varias civilizaciones, como los particulares, de la suya propia-: «... cada nación tiene su propia civilización, aunque esta incluya varios elementos comunes también a otras naciones» (Nuestra semibarbarie, Opere, XII: 379).

Los elementos constitutivos de la civilización de una nación, el arte y la literatura han de ser «vértebras», «polos» alrededor de los cuales se cristalice el sentimiento nacional. Porque la especificidad nacional conlleva las dos vertientes: -una objetiva, que se concreta en el carácter nacional de las diversas categorías etno-espirituales- «para que un grupo de personas se consideren a sí mismas como un todo, deben tener en común una serie de características: lengua, religión, rasgos definitorios, costumbres, etc.» (Opere, XV: 1087) -y otra, subjetiva, manifiesta en la consciencia de pertenecer a la misma nación, en el sentimiento nacional.

El arte tiene, entre otras, la tarea de fortalecer este sentimiento de pertenencia a una misma nación, el cual ha de ser la «fuente del espíritu nacional, en la que confluyen todos los rayos de luz procedentes de todos los ámbitos de la vida espiritual…» (Opere, XIV: 930).

Existe, sin embargo, una relación de interdependencia entre la literatura nacional y el espíritu nacional. Para que una literatura se constituya en el foco espiritual de una nación, primero tiene que nutrirse de la savia que da la vida material y espiritual de esa nación, los creadores de literatura han de tener bien clavadas sus raíces en el suelo del pueblo, han de estar totalmente compenetrados con su forma de ser y de sentir: «Creemos que una literatura poderosa y saludable, capaz de determinar el espíritu de un pueblo, no puede existir sino determinada, a su vez, por el espíritu de ese pueblo, fundada sobre la sólida base del genio nacional» (Novelas del pueblo de Ion Slavici, Opere, XIII: 85).

Siguiendo el precepto de los escritores de la generación 1848, el arte no tiene razón de ser salvo en tanto que arte específicamente nacional: «Solo el arte nacional crea en el corazón de los individuos el fortalecimiento y la intensidad de ese sentimiento subjetivo que hace que todos se sientan como miembros de un mismo cuerpo» (Opere, XV: 1087).

Únicamente cumpliendo esta condición, el arte de una nación puede entrar en el circuito nacional -universal en permanente desarrollo en el contexto de un pueblo, y en ambas direcciones: de lo general a lo particular y de lo particular a lo general-. La cultura de una nación contiene en sí elementos de la cultura universal, motivos de amplia circulación; sin embargo, han de estar bien asimilados, de acuerdo con la especificidad de cada pueblo: «Casi todos nuestros cuentos, tanto los que han sido recogidos, como los que no, existen, bien en su germen o en totalidad, en Escandinavia, Alemania, y otros lugares. Algunos relatos del personaje Păcală se encuentran en los Cuentos de Andersen, así como en otras colecciones. Lo que es original, es el modo de narrarlos, es el habla rumana en la que están envueltos, esas modificaciones locales, que responden a nuestro espíritu y nuestras costumbres» (Notas bibliográficas, Opere, XI: 160).

El arte y la literatura dan lugar a pensamientos y sentimientos humanos universales, eternos, por lo que han de ser transformadas artísticamente con medios propios, originales: el habla, los tropos, etc. Pero la especificidad nacional de la literatura no reside solamente en la lengua, o en las imágenes artísticas, sino en el propio modo de vida reflejado, en el modo de concebir la vida. No solo expresa la forma, sino ha de caracterizar el contenido de la obra de arte. En este sentido Eminescu aprecia, «las novelas de Slavici, cuyos personajes se parecen no solo literariamente a los auténticos campesinos rumanos en la vestimenta y en el habla, sino que tienen el trasfondo espiritual del pueblo, piensan y sienten como él» (Novelas del pueblo de Ion Savici, Opere, XIII: 84-85).

Teniendo en cuenta el vínculo indisoluble entre contenido y forma en el arte y situándose tanto en contra del cosmopolitismo, como del nacionalismo exclusivista, el poeta destacaba el carácter directamente proporcional entre la especificidad nacional -de las artes y la literatura- y la contribución de un pueblo al patrimonio universal cultural. Una literatura adquiere tanto más carácter universal cuanto más refleje con realismo y originalidad esa especificidad de donde extrae su savia: «Las artes y la bella literatura deben ser espejos de oro de la realidad en la que se mueve el pueblo, una cuerda nueva, original, propia en el gran edificio del mundo» (Ecuilibrul, Opere, IX: 93).

Los grandes escritores de la literatura universal fueron primero grandes realistas y escritores nacionales. V. Hugo, que «adoraba al pueblo y a la libertad… refleja ambas cosas en contornos grandes, gigantescos», «la vida real del pueblo ruso echó raíces en la mente de Gogol», y sus personajes «son personas reales, que uno puede encontrar en los pequeños burgos perdidos en la estepa cosaca». Shakespeare, el gran Shakespeare, «fue el escritor de su pueblo por excelencia», porque habló del hombre -«del hombre tal como es»- y porque extrajo la savia de su creación de las «flores silvestres - los cánticos populares». Empezaba su actividad creadora en un periodo en el que el cosmopolitismo dominaba nuestra vida cultural-artística, como consecuencia de la influencia extranjera en la vida económica y social-política del país. Así las cosas, Eminescu encabezaba -en la línea trazada por «Dacia literară» (Dacia literaria)- la vanguardia de los escritores que militaban por la creación de un teatro nacional, de una lengua original, de una lengua nacional (V. Alecsandri, B. P. Hasdeu, I. L. Caragiale, T. Maiorescu), basada en la creación y lengua populares: «... una verdadera literatura, duradera, que nos guste y que a otros les resulte original no puede sino tener como cimientos el habla viva de nuestro pueblo, sus tradiciones, costumbres, historia y genio» (Notas bibliográficas, Opere, XI: 162).

Es lo que Eminescu lega a través de su obra, siendo su contribución la más grandiosa para la poesía rumana y para el patrimonio cultural universal.

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