Semblanza Crítica
La voz de Pilar Paz Pasamar (Jerez de la Frontera, 1933), fruto delicado de la estirpe de Bécquer y Juan Ramón, parte de una poderosa intuición: la de sentir que a veces surge del interior, como respuesta al misterio del mundo, el Ave de la canción, el verbo de la universal armonía. Los poemarios de la autora suelen estar construidos a partir de un marco que trata del advenimiento de la palabra poética. Así, Los buenos días (1954) se abre precisamente con la aparición del Ave Poesía como una emanación del ser que brota del seno de la realidad: «Donde te encuentro es en / el instante preciso / que no te reconozco. / Cuando las cosas tienen / tanta fuerza que casi / parecen ellas solas». La poesía pilarpaciana surge al filo de este estado de comunión con las cosas, que es súbito, discontinuo, un estado de gracia que permite al poeta descubrir o redescubrir el mundo retrotrayéndole al asombro primordial y al sentimiento sagrado de religación con el todo. Visto desde hoy, asombra que Pilar coincidiera en el Adonais de 1953 con Claudio Rodríguez, dando ambos testimonio de la vigencia de un lirismo de filiación sanjuanista en tiempos del realismo de vocación social.
Todos los libros de poesía de Pilar Paz contienen una crónica de su historia de amor con la Poesía. En un principio la revelación poética, al filo de la adolescencia y en la primera juventud, es un inesperado don lleno de misterio y sensualidad: así en Mara (1951), Los buenos días (1954), Ablativo amor (1956), Del abreviado mar (1957). Son los libros de Madrid, de la muchacha que, matriculada de comunes en Filosofía y Letras, sonreída por Juan Ramón Jiménez en la distancia y amadrinada por Carmen Conde, se sentía un «ángel venturado». Un ángel también rebelde y voluntarioso, en proceso de autoconocimiento, en lucha con su propia oscuridad, que tuvo sus acentos de crítica y protesta «de género» en aquellos años 50 en que se fraguaba el Congreso de Jóvenes Escritores que no llegó a celebrarse.
Al paso de los años el poeta aprende, decía Pilar en Poética y poesía (1964), a entregarse a «una espera, a la activa inmovilidad, a la humilde pasividad, a la paciencia». Entra entonces la autora en el tempo de la madurez, más pausado y lento, que va a coincidir con el regreso a la tierra natal: son los libros de Cádiz. La transformación comienza en La soledad, contigo (1960), el libro de la despedida de la juventud, del amor (y el cuerpo) en su dimensión maternal y conyugal, del difícil equilibrio entre la vocación de vuelo lírico y la vida doméstica, donde alcanza una primera maduración la poética de la transustanciación de lo cotidiano que se anunciaba en Del abreviado mar. La poesía concebida como forma de conocimiento se consolida en Violencia inmóvil (1967), un libro atravesado de sed espiritual que introduce en el mundo de Pilar Paz la experiencia religiosa junto con la reflexión en torno al ser humano, la historia y la crisis de confianza en la palabra poética. A partir de aquí veremos gravitar en su poesía no solo a Juan Ramón, sino a un redescubierto San Juan de la Cruz, a un intenso Lope de Vega arrepentido, al San Pablo de la experiencia tumbativa camino de Damasco, y el eje de reflexión sobre el tiempo y el lenguaje que es propio de su generación. Tras un silencio largo viene La torre de Babel (1982), crónica de crisis tanto espiritual como estética que se abre a un lenguaje más amplio y supone el descubrimiento de la máscara (o correlato objetivo) y una nueva ironía. La crisis se cierra con una recuperación de la luz y la palabra salvadora.
A partir de los años 90 la obra pilarpaciana va a adquirir su plena madurez en un tramo histórico muy distinto, que se corresponde con la normalización de la escritura femenina en la democracia. Se termina el aislamiento provinciano y emerge una poeta que, renovándose en cada entrega, va a dar toda su talla.
Textos lapidarios (1990) se abre con un relato (el cuento es, desde los 90, otra dimensión creativa de la jerezana), y tiene, junto a canciones líricas y una renovada sensualidad, un importante eje de poemas narrativos que, sobre materia histórica andaluza, hacen juego con el culturalismo del llamado «mester andalusí», en una línea hermana de la de Fernando Quiñones que aporta, además, un primer buceo en la memoria personal. Philomena (1994) anuda un círculo de retorno a la avidez de eternidad en una manera que vuelve a ser de estirpe juanramoniana pero remozada en San Juan y con un importante aliento sálmico. Es un canto jubiloso (y metapoético) a la palabra como alma en oración en una época en que, con el saber y el oficio muy ampliados, Pilar Paz sintoniza con la poesía de pulso metafísico de un Octavio Paz. Philomena es cántico de exultación en un momento personal y creativo de gran serenidad. Sophía (2003) es la sabiduría que da el dolor, la fuerza vital que queda después de atravesar la experiencia de la muerte.
Los niños interiores (2008), hasta el momento su último libro, es una síntesis de poemas reflexivos en torno a la metafísica amorosa, corporal y sensorial propia de la autora, poemas de andadura narrativa que rescatan la memoria histórica personal (una línea experiencial que se viene reforzando en los últimos tiempos), y poemas de desarrollo más irracionalista y lúdico. Concebido en gran medida como colofón, en él se dan la mano la reivindicación de una infancia inmarcesible, un balance agridulce de la propia trayectoria y, finalmente, la asunción gozosa y vitalista de un tiempo que, sin futuro y enfrentado a la eternidad, se complace en desplegarse como un colmado presente cuyo broche de oro es un bello poema en prosa, «El día de mañana», donde culmina una concepción de la poesía —y aun de la vida— como numinosa «brecha en el tiempo».
Ana Sofía Pérez-Bustamante Mourier